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Las Adicciones (socialmente) Permitidas (página 7)

Enviado por Mariano Gonzalez


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Sin embargo, Alicia sentía que algo no funcionaba del todo bien. A partir de la muerte de su madre, Ricardo empezaba a reprocharle detalles insignificantes, y su humor se volvía ligeramente agrio. Alicia estaba acostumbrada a no replicar, pero detectaba esos sutiles cambios sin entrar en controversias, hasta que un día recibió un llamado de Violeta, la mujer de Gustavo, diciéndole que quería hablar con ella en privado.

Alicia la escuchó sin inmutarse, pero a medida que la confidencia avanzaba no pudo reprimir un sobresalto. Aquello no auguraba nada bueno, y además coincidía con algunas actitudes algo extravagantes que su marido empezaba a manifestar en la convivencia. En la oficina, Ricardo comenzaba a volverse demasiado exigente con todo el mundo y se impacientaba más de lo acostumbrado. El contador se había quejado ante Gustavo de la manera que lo trataba Ricardo, intentando inmiscuirse en su trabajo y demostrándole una desconfianza casi ofensiva. Le había dado por revisar los escritorios de todo el mundo, y ponía el grito en el cielo si algún empleado no estaba allí a la hora estipulada. El mismo Gustavo había tratado de hablarle en dos o tres ocasiones, pero Ricardo se negaba a tocar siquiera el tema. Lo peor era que tampoco parecía confiar demasiado en su socio, y Gustavo empezaba a pensar que en esas condiciones no podría continuar con la sociedad. Violeta agregó que aquello no era nuevo, hacía ya un año que se veía venir, y si se había decidido a hablar con Alicia era porque las cosas estaban llegando a un punto intolerable. Quizá Alicia pudiera hacer algo al respecto, intervenir de alguna manera…

Alicia no supo que hacer. También en su casa Ricardo se volvía despótico, increpaba al hijo por su falta de puntualidad, exigía un orden impecable, buscaba obsesivamente algo que no estuviera en su sitio y eso era motivo de discusión. Últimamente se encerraba en su escritorio y les decía que bajaran el volumen del televisor; no podía soportar la más mínima interferencia, tenía siempre trabajo que adelantar para el día siguiente. Durante las comidas se ensimismaba en su mundo y estaba ausente de lo que ocurría a su alrededor.

Sería largo contar el proceso por el cual Ricardo llegó al fondo del problema. No pudo evitar que su hijo adolescente se las ingeniara para irse a vivir a otra parte, ni que "la buena de Alicia", como solía llamarla, explotara en varios accesos de llanto. Pero por último sus defensas cayeron y buscó la ayuda de un terapeuta, iniciando así el arduo pero saludable camino de su recuperación".

El fin de la aventura

La exaltación del trabajo como una virtud ha conspirado para que esta adicción no sea tomada demasiado en serio. Si por un lado el adicto niega la realidad, defendiéndose contra ella mediante trampas y subterfugios, la sociedad también niega que en lo referente al trabajo pueda hablarse seriamente de adicción. Recién cuando el trabajo comenzó a escasear, paradójicamente se empezó a considerar lo perjudicial que puede ser un exceso del mismo.

Aquella negación que proviene del conjunto social también se extiende en muchos casos a los familiares cercanos del adicto. Conviene apuntar algún mal humor de vez en cuando, alguna reprimenda por parte del adicto, a cambio de asegurarse el bienestar económico para toda la familia. Claro que a medida que la adicción avanza también aumentan los trastornos emocionales, y no sólo por lo que se refiere al adicto: el grupo familiar experimenta un creciente malestar, la tensión crece y cada vez son más frecuentes las rencillas, desavenencias y peleas. En esa etapa el adicto percibe que comienza a perder el control de la situación, y puede adoptar dos actitudes: o trata de contemporizar, o intenta someter a los rebeldes. Un artículo de Wall Street Journal indicaba que muchos ejecutivos y sobre todo los workalholics (trabajoadicto) desplazan la situación laboral al ámbito familiar tratando a su cónyuge como si fuese su secretaria y a sus hijos como empleados. En ambos casos siente que la situación se le está yendo de las manos.

En esas circunstancias es probable que intente defenderse tomando distancia, y su forma de hacerlo será naturalmente refugiarse en su actividad compulsiva para evitar una convivencia que se vuelve cada vez más desagradable y complicada. Muchas esposas de adictos confiesan que en esa etapa tuvieron el convencimiento de que sus maridos tenían una amante, ya que a menudo solían comer afuera y volver a casa tarde o hasta no regresar durante dos o tres días. Sus viajes de negocios se acrecentaban, y ellas estaban convencidas de que eran viajes de placer con alguna amante, ocasional o estable.

El proceso por el cual se desemboca en una crisis suele ser lento. Un adicto al trabajo no surge de la noche a la mañana. Hay adicciones cuyo proceso es más rápido. Los cambios mentales del adicto al trabajo se producen a través de un extenso lapso. La crisis suele configurarse de forma imperceptible a lo largo de muchos años, pero también puede precipitarse de manera súbita.

Un primer síntoma de que se avecina la crisis consiste en un cansancio inusual, con la consiguiente baja de rendimiento. Generalmente ocurre cuado el trabajador compulsivo presiente que ha alcanzado la cúspide de sus aspiraciones. El éxito le confiere una situación de privilegio, y a esa altura ya se ha enfrascado por completo en sí mismo, perdiendo una considerable dosis de sentido de la realidad. Lo asalta un creciente desasosiego, como si de pronto se hubiera quedado sin proyecto. Los esfuerzos por superar este estado de cosas son contraproducentes, y sólo agregan mayor inquietud y una sensación de creciente inseguridad.

La costumbre de ser ordenado se convierte en una manía, como si se quisiera compensar el desorden interno con un exagerado ordenamiento del mundo exterior. Esta obsesión se pone de manifiesto especialmente en el lugar de trabajo, y las condiciones exigidas a los demás llegan a hacerles la vida imposible. Todo debe estar registrado, archivado, dispuesto en forma impecable en un lugar arbitrariamente establecido. Nada debe quedar librado al azar. El miedo a perder el control de lo esencial lleva al adicto a querer controlar todo lo accesorio, supervisando meticulosamente hasta el menor de los detalles.

En algunos casos extremos esta pretensión de controlar puede producir episodios de claustrofobia, hasta llegar paradójicamente a la pérdida de control. El terror a los espacios cerrados se pone de manifiesto cuando el adicto prefiere evitar el uso de ascensores, o pierde la paciencia en un salón de reuniones donde se encuentra habitualmente con otros miembros de la empresa. Es habitual que esta fobia se combine con la aparición de pesadillas en las que el sujeto se encuentra encerrado sin posibilidad de escapar.

A medida que la crisis se desarrolla la intolerancia hacia los demás aumenta, y el adicto se repliega sobre sí mismo, como si intentara encontrarle solución en su interior. Se comunica cada vez menos con su entorno, desinteresándose progresivamente por lo que ocurre a su alrededor. Ya no pregunta, y sus respuestas son cada vez más lacónicas, limitándose a monosílabos apenas audibles. Es muy posible que entonces surja una nueva adicción. El alcohol, el tabaco o el café suelen aparecer casi sin previo aviso, una forma de mitigar el mundo hermético en el que el trabajador compulsivo se ha instalado, ya que se siente incapaz de interesarse por alguna distracción que lo obligue a accionar. Si alguna vez practicó un deporte o tuvo algún otro hobby, su larga adicción se ha encargado de borrarlos de su vida, y siente que unas copas, un paquete de cigarrillos o unas buenas tazas de café son lo único que necesita para darse ánimos y encarar una realidad que se vuelve abrumadora.

A esa altura de las cosas no sólo se ha deteriorado su actividad. Las relaciones familiares y de amistad acusan un desgaste inevitable, ya que el resquebrajamiento de aquellas viene produciéndose hace mucho tiempo. Al principio en forma imperceptible y cada vez un poco más evidente, hasta que la ruptura no tarda en aparecer. Muchos divorcios que se producen por la llamada "incompatibilidad de caracteres" no son otra cosa que separaciones causadas por esta adicción, que más prolifera cuanto menos en serio se la toma.

Adicción al deporte

"Todos los vicios, con tal de que estén de moda, pasan por virtudes"

Molière

Generalidades.

Para encarar esta adicción conviene tener en cuenta que la misma no se refiere a aquellas personas adictas a un determinado deporte, por ejemplo, el fútbol, y que concurren en forma compulsiva a los estadios o ven partidos por televisión. Si bien esos hábitos pueden desencadenar graves conflictos personales, familiares e incluso sociales, aquí nos ocuparemos de lo que ocurre cuando alguien se dedica a la práctica compulsiva de un ejercicio cualquiera, se trate de correr, hacer gimnasia, nadar o cualquier otra actividad física.

Las personas adictas a desarrollar un deporte hacen de él una costumbre cotidiana, sin importarles el estado del tiempo, su propia salud u otra circunstancia. Tampoco les interesa el hecho de que se vean en la necesidad de posponer importantes obligaciones, o que alguna relación familiar reclame su presencia. Para ellas, lo primordial es concurrir al gimnasio o salir a correr. Todo lo demás pasa definitivamente a segundo plano.

Por lo general los adictos al ejercicio tienden a eludir los controles médicos periódicos, ya que temen que se les recomiende reducir su actividad o suprimirla por un lapso. De ese modo se ven expuestos a graves riesgos, desde severas lesiones musculares u orgánicas hasta un infarto de miocardio. Por otra parte, si en algún momento llegan a considerar la posibilidad de controlarse suelen sentirse culpables e incluso pueden experimentar alguna clase de trastorno físico, lo que les sirve para continuar sin atenuantes con su adicción.

Aquí cabe marcar otra diferencia, ya sea que se trate de aerobismo, esquí acuático, ciclismo o cualquier otra práctica deportiva. Mucha gente disfruta al desarrollarse a través del ejercicio, y lo lleva a cabo con asiduidad y constancia; esto no significa de ningún modo que se le pueda endilgar la condición de adicta.

Las personas sanas necesitan un hobby, y el ejercicio realizado con regularidad y mesura constituye sin duda uno de los más indicados. Una actitud sedentaria no es precisamente recomendable para obtener un desarrollo armónico de las funciones vitales.

Los adictos al deporte hacen de su actividad algo ritual y exclusivo. Es frecuente que quienes concurren a un gimnasio lo hagan como quien asiste a una función religiosa, preparándose con una dedicación inusual. El bolso de ropa es revisado detalle por detalle; la marca de las prendas es cuidadosamente seleccionada; hasta los elementos de tocador forman parte de una ceremonia en la que nada debe quedar librado al azar.

Otra característica de estos adictos los muestra siempre dispuestos a crear rápidas amistades entre las personas que concurren al lugar donde se realiza la práctica (gimnasio, club de tenis, etc.) creándose entre ellos una suerte de complicidad. Es muy común que estas relaciones se dediquen a estimularse recíprocamente; se intercambian revistas especializadas y suelen arreglarse horarios extras para realizar ejercicios complementarios, todo lo cual predispone a compartir la adicción. De esa manera se niega con mayor facilidad el hecho mismo de la adicción.

Edgardo era un muchacho introvertido. Mientras sus padres y hermanos mayores desplegaban una intensa vida social y deportiva, Edgardo prefería refugiarse en los programas de televisión o en algún libro de aventuras. En realidad tampoco se entusiasmaba con ellos, y daba la sensación de no tener un real interés por nada.

Los fines de semana en la quinta familiar le resultaban particularmente tediosos, porque la vida al aire libre tampoco lo atraía. Por contraste, sus hermanos jugaban y hablaban todo el tiempo de golf, tenis o natación. Sus conversaciones lo aburrían.

En el colegio tenía apenas un par de amigos. El estudio le costaba mucho, pero era un buen alumno por temor a decepcionar a sus padres. Cuando se recibió de bachiller su padre le preguntó qué carrera universitaria pensaba seguir, y Edgardo eligió abogacía. En la familia había prestigiosos profesionales, resultaba imperioso doctorarse en alguna disciplina. Eligió abogacía porque la Facultad quedaba muy cerca de su casa y además se había enterado de que no había obligación de asistir regularmente a clase. La férrea disciplina del colegio era una experiencia que no deseaba repetir.

En la Facultad conoció a Graciela. Tenían la misma edad y quizá lo que los unió no fue tanto una atracción física como un temperamento afín. Los dos eran tímidos, reservados, y lo que empezó como una cautelosa amistad continuó en noviazgo. Hasta ese momento Edgardo no se había fijado en otras chicas, porque su cortedad de genio le impedía encararlas con resolución. Las encontraba demasiado seguras de sí mismas, excesivamente independientes. Graciela, en cambio, le inspiró confianza desde el primer momento.

Entre ellos, el diálogo rozaba temas que Edgardo jamás había soñado compartir con nadie. Pequeñas intimidades que poco a poco fueron consolidando una relación cada vez más firme. Las relaciones familiares, los secretos temores, los anhelos y sueños que poca gente se atreve a develar, todo ese mundo íntimo comenzó a ser compartido casi sin darse cuenta, hasta que Edgardo sintió que ella era quizá lo único que despertaba su interés.

Graciela leyó en una revista un artículo que recomendaba el aerobismo. Los ejercicios al aire libre se indicaban para optimizar la oxigenación, y comenzó por comprarse un equipo y realizar alguna práctica los fines de semana. Era de esperarse que Edgardo no tardara en acompañarla

– Hay que ir despacio -le dijo Graciela-. Creo que el primer día será suficiente un trote de no más de veinte minutos, y sin pretender ganar ninguna carrera. Con el tiempo ya irás comprobando lo bueno que es esto. Yo me siento fenómeno, estudio mucho mejor, y si me apurás un poco te digo que en cualquier momento largo el pucho.

Al cabo de un mes Edgardo ya sentía sin duda varios cambios favorables. Durante la carrera, y después de ducharse, comenzaba a experimentar una extraña sensación de plenitud. Era como si toda la pesadumbre acumulada se disolviera en el aire, y se dejaba invadir por un desconocido optimismo. Pronto le sugirió a Graciela que incrementaran aquellas salidas al bosque, bien de madrugada.

– Escuchame, ¿para qué privarnos de semejante placer, que además nos beneficia enormemente? A mí con sábado y domingo no me alcanza. Todo será cuestión de disciplina, ya vas a ver. Pienso agregar los miércoles. Y me encantaría que fuéramos juntos.

Mens sana in corpore sano

El viejo aforismo romano sigue teniendo vigencia. Acaso hoy más que nunca estemos en condiciones de valorizarlo en toda su extensión e importancia. Su traducción literal (mente sana en cuerpo sano) resulta insuficiente, ya que en realidad encierra un mensaje más hondo. Un cuerpo sano es el requisito sine qua non para que la mente pueda desarrollar sus funciones en forma completa y armónica.

La naturaleza humana tiene posibilidades y limitaciones. Uno de los desafíos más apasionantes que la vida ofrece a cada ser humano quizá consista en el hecho de aprender a discernir cuáles son y por dónde pasan esas posibilidades y límites. Y en muchos casos el primer límite parece ser la no aceptación de que para todo existe una frontera. No se trata de un simple juego de conceptos. El hombre ha buscado siempre superar las dificultades en su relación con el mundo, gracias a lo cual pudo erguirse en dos piernas y salir de la caverna. La organización social humana ha ido logrando los sucesivos avances, ya que no parece posible que cada individuo pudiera demasiado por sí solo. Finalizando el siglo XX, nos encontramos con un inesperado desarrollo tecnológico, y las perspectivas en un futuro próximo son impredecibles.

Claro que en el plano individual los cambios son más lentos. La técnica ofrece instrumentos que en el fondo constituyen extensiones del brazo humano, desde la azada hasta el cohete interplanetario. Acaso envalentonado con todos sus hallazgos, el hombre se resigna cada vez menos a su condición limitada. Quisiera ser como los dioses de su propia invención.

Estas breves disquisiciones vienen al caso en la adicción al deporte, porque en ella se advierte con mucha claridad el hecho de las fantasías de omnipotencia respecto del propio cuerpo. Quienes practican ejercicio con regularidad y mesura no se ven expuestos a mayores riesgos, salvo los normales que entraña cualquier actividad. Pero aquellos que lo hacen compulsivamente, dedicándose con alma y vida, tarde o temprano incurren en conductas nocivas para la salud.

Concretamente, el peligro mayor consiste en la posibilidad de que el adicto al deporte recurra a la ingesta de sustancias con el fin de obtener un mayor rendimiento, si se trata de deportes competitivos, o la perfección de su propio cuerpo, en el caso del fisioculturismo. Además, quienes practican aerobismo o cualquier otro ejercicio que llevado al límite produzca dolor, segregan endorfinas en exceso. A este problema nos referiremos en primer lugar.

En su libro "Adictos y adicciones", el prestigioso médico inglés Vernon Coleman cita un trabajo realizado por tres profesionales norteamericanos: John D. Levine (neurólogo) Newton C. Gordon (fisiólogo) y Howard L. Fields (cirujano oral) todos de la Universidad de California, presentaron en 1978 un estudio de fundamental importancia referido a las endorfinas.

Las endorfinas son hormonas que el organismo produce para mitigar el dolor. El trabajo al que aludimos explica que al recibirse un placebo (por ejemplo, glucosa) por parte de un paciente dolorido, se estimula la secreción interna de endorfinas, con lo cual el dolor se mitiga o llega a desaparecer al menos temporariamente.

Los aerobistas son grandes productores de endorfinas. Aunque se esfuercen hasta el límite del dolor pueden seguir avanzando. Es más, en cierto modo "necesitan" hacerlo para continuar segregando las endorfinas que actúan como placebo.

El problema se agrava cuando el aerobista se convierte en un adicto y sale a trotar o correr todos los días.

El dolor es mitigado por la producción de más endorfinas, y cada vez se necesita mayor cantidad de ellas para aliviarlo.

Un tema que requiere especial atención es el de la ingesta de sustancias entre quienes practican ejercicio compulsivamente. En la sociedad en general es cada vez mayor el número de personas que se automedican, recurriendo a analgésicos y psicofármacos. En el ambiente del deporte amateur la situación comienza a adquirir dimensiones alarmantes.

La gente en general recurre a la automedicación con la finalidad de calmar un dolor físico, evadirse de la angustia, superar la fatiga o procurarse un sueño que no se consigue por los medios normales. El deportista en particular suele "engancharse" en el consumo de sustancias por otro motivo: su finalidad es casi siempre superarse a sí mismo físicamente, obtener por medios artificiales un cuerpo o un rendimiento que requerirían mucho tiempo y un gran esfuerzo. En resumen, superar las limitaciones que ofrece el propio organismo parece ser la meta.

No se tiene en cuenta que, en primer lugar, se requieren ciertos requisitos naturales para llegar a ser un atleta de primera línea. Hay determinantes genéticos y psicológicos que pueden favorecer o impedir aquel propósito. En definitiva, la mayoría de la gente no está dotada para lograr el primer puesto, se trate de deporte, ciencia, arte, religión o política. Por otro lado, para conseguir cualquier ambición se requiere una perseverancia fuera de lo común. En el caso del deporte, el entrenamiento debe realizarse con un método riguroso, además de complementarse con una nutrición sana.

Pero la ansiedad por llegar lo antes posible a la cumbre incita al deportista a obviar esos requisitos, induciéndolo erróneamente a suplantarlos por medicamentos. Es sabido que el consumo de cualquier sustancia ajena al cuerpo con la finalidad de forzarlo más allá de sus posibilidades, deja secuelas negativas ya sea a corto o a mediano plazo. Sin embargo, muchos atletas ignoran el riesgo al que se exponen en su afán por conseguir el éxito; éste trae aparejados prestigio social y provecho económico, beneficios que se anteponen a cualquier otro tipo de consideración. No se tiene en cuenta que de esa forma lo único que se logra es provocar y acelerar el deterioro psíquico y físico, hasta producirse en ciertos casos un verdadero derrumbe.

El sistema nervioso central es excitado por las sustancias que se usan para acrecentar el rendimiento deportivo, las que producen una sensación de estímulo y de falta de cansancio. Las asociaciones deportivas prohíben a sus miembros el uso de fármacos, y al respecto se han confeccionado listas. En ellas se incluye:

a) Anfetaminas y sus derivados.

b) Estimulantes del sistema nervioso central.

c) Sustancias que actúan aumentando el tono del sistema nervioso simpático.

d) Analgésicos clasificados como narcóticos.

e) Anabolizantes hormonales que aumentan el peso y la potencia muscular.

f) Diuréticos (en grandes dosis) para conseguir una rápida pérdida de peso.

g) Sustancias alcalinas que neutralizan el exceso de ácido láctico acumulado en el músculo.

Este control se establece tanto para proteger al deportista de los efectos nocivos como para defender al deportista honesto, que puede ver desmerecido su esfuerzo por medio de una verdadera estafa por parte de su contrincante.

La práctica sana de cualquier deporte ofrece innegables beneficios: diversión, vida sana, espíritu de equipo, desarrollo del físico y de la ética. En cambio, la ingesta de sustancias para incrementar el rendimiento produce exactamente lo contrario. El gusto de ganar una competencia desaparece. Vencer es la única meta, y todo queda supeditado a su servicio.

A la larga, el abuso de esas sustancias suele cobrarse un precio demasiado alto. Surgen trastornos en la coordinación de las funciones psíquicas y orgánicas. El Comité Olímpico Internacional ha difundido una amplia lista de sustancias prohibidas, desarrollando un plan para detectar el uso de drogas en las competencias internacionales. Esa lista incluye estimulantes, diuréticos, anestésicos locales, hormonas petídicas y similares, Beta bloqueantes, anabólicos esteroides, corticoesteroides, alcohol y marihuana. Si bien algunas de estas sustancias pueden ser recetadas por médicos especialistas para tratar una enfermedad o lesión, muchos deportistas abusan de ellas hasta volverse adictos, lo que termina por producirles un deterioro muchas veces prematuro. Así se ven interrumpidas muchas carreras que pudieron haber llegado a la cúspide.

El problema más común se presenta con el uso de estimulantes, entre los que sobresalen la efedrina, las anfetaminas y la cocaína. Estas sustancias están prohibidas, entre otros motivos, porque otorgan ventajas injustificables a quienes las consumen. Son por demás conocidos los casos de famosos deportistas que han sido suspendidos durante largos períodos por prestarse a consumirlas.

También el uso de esteroides anabolizantes puede acarrear trastornos que en ciertos casos concluyen con la vida de quien los ingiere. El caso más dramático de los últimos años lo ofreció la atleta Florence Griffith-Joiner, quien murió víctima de un ataque cardíaco en septiembre de 1998, a los 38 años de edad.

Su deceso volvió a poner en el tapete la discusión sobre los efectos del uso de anabólicos en las competencias deportivas.

Muchos años después, sentado frente a mí en el consultorio, Edgardo revive aquellas experiencias. Sus conclusiones indican que se siente abrumado al recordar aquello que parecía apenas una sana distracción.

– Hoy hasta casi podría sonreírme de mí mismo, aquel adolescente que no se interesaba por nada. Gracias a la terapia aprendí mucho sobre mí, los problemas personales que me llevaron a enfrascarme, establecer una especie de muro protector entre el mundo y yo. Dentro de mi familia yo me consideraba como sapo de otro pozo. Básicamente el problema era mío. Una timidez exagerada y sobre todo la convicción de ser un inútil me llevaron a encerrarme en mi propio universo, un lugar vacío donde por lo menos sentía que nadie me iba a perjudicar. Creo que la entrada en la Facultad me hizo bien, sobre todo la relación con Graciela. Lástima que con el tiempo todo se fue "pudriendo". Pero hoy me siento dispuesto a empezar una nueva vida…

Es obvio que Edgardo no quiere contarme todo el proceso por el cuál terminó quedándose otra vez solo. Graciela había descubierto en el aerobismo una actividad complementaria que le facilitaba el estudio y la entretenía. Cuando Edgardo se decidió a acompañarla, quizá ninguno de ellos imaginó lo que iba a ocurrir pocos meses después. Para él no se trató de una actividad complementaria: se convirtió práctica-mente en el centro de su vida. La idea de correr se había instalado en su mente con tal fuerza que no era capaz de pensar en otra cosa, y mucho menos hacerla. Los estudios fueron pasando poco a poco a segundo plano, y Graciela sintió que aquel compañero cuya timidez la había atraído se convertía en un obsesivo cuyo único tema pasaba por la actividad deportiva.

Desde luego que en su terapia Edgardo puso de manifiesto serios problemas psicológicos que con tiempo, dedicación y perseverancia se fueron solucionando. Pero en muchas oportunidades aludió a aquella manía (así la describía) de practicar aerobismo. Su novia avanzó en la carrera, y cuando comenzaba cuarto año él todavía no había terminado segundo. Aparecieron otros muchachos en la vida de Graciela.

Recién cuando ella le dijo que tenían que terminar su noviazgo Edgardo tomó conciencia de su propio egoísmo. Su necesidad de quebrar el aislamiento lo llevó a relacionarse con Graciela. Paradójicamente, su entrega fanática al aerobismo lo condujo sin darse cuenta a encapsularse de nuevo.

Adicción a la TV., los videojuegos e Internet

"Recurrimos a la televisión para apagar el cerebro, y a la computadora para encenderlo"

Steve Jobs, iCEO of Apple Computer

 

Generalidades.

La televisión comenzó alrededor de 1920, pero recién después de la Segunda Guerra Mundial su uso se volvió masivo. La intromisión de este medio audiovisual en los hogares ha resultado en principio beneficiosa, otorgando posibilidades que antes parecían inaccesibles. En efecto, una familia accede a toda la información necesaria sin tener que trasladarse fuera de su ámbito propio, y de ese modo este medio fomenta la concurrencia de los miembros de cualquier grupo familiar en torno a una pantalla que les suministra no sólo información sino también entretenimiento. Una madre de familia, por ejemplo, puede encontrar en la TV una considerable cantidad de consejos útiles para el hogar, desde recetas de cocina hasta sugerencias médicas que ofrecen conocidos profesionales. Un padre puede disfrutar de su deporte favorito sin necesidad de concurrir al estadio, (con los riesgos que en algún caso eso puede implicar). Los adolescentes tienen la posibilidad de escuchar la música de su preferencia y de ver en vivo y en directo a los más famosos conjuntos del momento, muchos de los cuales seguramente no viajarán a su país para ofrecer el recital que la TV brinda en forma inmediata y prácticamente gratuita. Con respecto a los niños, el tema presenta algunas dificultades, y enseguida nos referiremos a ellos.

También hay que señalar la enorme utilidad social de la TV. Basta pensar en los incontables casos en que se requiere la ayuda urgente para un trasplante de órganos o un viaje para realizar una costosa operación en el exterior. Por lo general la solidaridad no se hace esperar: la emergencia puede solucionarse en forma casi inmediata gracias a lo simultáneo de la TV.

Sin embargo, hay otros aspectos que no parecen tan beneficiosos o saludables.

El primer cuestionamiento, o en todo caso el más obvio, surge respecto de los contenidos de los programas. Desde los puntos de vista moral y estético las críticas abundan, y es mucho lo que se ha dicho y escrito acerca de la televisión basura, en concreta referencia a programas de alto contenido erótico, violento o simplemente chabacano, que atentan contra la formación ética y estética de los menores, quienes quedan así expuestos a recibir los peores mensajes desde la pantalla. Por otra parte, llama la atención que al comenzar la noche se advierta a los padres que ha concluido el horario de protección al menor, siendo de su exclusiva responsabilidad la permanencia de los niños frente al televisor. Ocurre que en el supuesto "horario de protección", durante el día, hay profusión de programas pornográficos y violentos, por lo que no se entiende muy bien a quiénes se quiere proteger de qué.

Con todo, el tema del contenido de los programas no es el que aquí nos ocupa, sin por eso menospreciarlo. El cuestionamiento más serio pasa por el hecho en sí: lo que más nos importa es la naturaleza de la experiencia televisiva, experiencia que en muchos casos llega a constituir una verdadera adicción. Por algo se designa popularmente a la televisión como "la caja boba".

Los niños: principales telespectadores.

Las estadísticas indican que quienes ven más televisión son los niños en edad preescolar. En el libro "La droga que se enchufa" de Marie Win, se transcribe una investigación de 1970: "Los niños entre 2 a 5 años pasan un promedio de 30.4 horas cada semana viendo televisión, mientras que los del grupo de edad de 6 a 11 años pasan 25.5 horas frente al aparato. Hay todavía otras encuestas que han sugerido cifras de hasta 54 horas a la semana para los televidentes preescolares. Hasta las estimaciones más conservadoras indican que los niños preescolares están empleando más de un tercio de sus horas de vigilia viendo televisión".

El temor que invade a los padres cuando no pueden sustraer a los hijos de los encantos de la televisión se traduce en reiteradas amenazas del estilo "te estás idiotizando por mirar tanta tele" o "se te va a arruinar el cerebro". En realidad, hace ya muchos años que la televisión está instalada en nuestros hogares. Varias generaciones de niños han abusado de ver televisión, y sin embargo las consecuencias perniciosas no se han puesto tan de manifiesto. Pero si bien es cierto que a nadie, literalmente, se le "enferma la cabeza" por ver televisión, el hecho es que puede acarrear un síndrome desmotivacional o afectar en alguna medida aspectos del desarrollo cerebral, cuando el estar frente a la pantalla se convierte en una adicción.

El cerebro humano está compuesto por dos hemisferios conectados entre sí. Cada uno de estos tiene una misión específica e irreemplazable que cumplir. El izquierdo maneja las actividades intelectuales, verbales y de lógica. El derecho opera sobre las actividades espaciales, visuales, creativas y afectivas. Esta organización mental es propia del cerebro adulto. El niño no nace con esos atributos.

Los estudios neurológicos demuestran que alrededor de los 12 años es cuando el cerebro alcanza su estado final de madurez estructural y bioquímica. Durante el período de transición que va desde el nacimiento hasta ese momento de la vida del niño predomina el lenguaje no verbal, que lentamente entronca con la habilidad para hablar y comprender hasta alcanzar la actividad plena.

Si durante los años de formación cerebral el niño dirige su atención a una actividad exclusivamente visual y recibe un estímulo excesivo que excite el funciona-miento mental del hemisferio derecho, se puede producir algún tipo de disminución en las aptitudes verbales.

Numerosas pruebas científicas han puesto en evidencia que el ambiente afecta el desarrollo del cerebro de forma reconocible y mensurable, y que las experiencias tempranas lo influyen inevitablemente. Para que el lenguaje crezca en complejidad y se agudicen las habilidades del pensamiento racional y verbal, el niño necesitará incrementar sus oportunidades verbales. Ello no ocurre cuando absorbe con escaso esfuerzo mental palabras e imágenes de la televisión durante horas.

Muchos testimonios de padres describen cómo sus niños teleadictos se "hipnotizan" frente a la pantalla, entran en "trance" y dejan de atender a lo que ocurre a su alrededor. "Yo le hablo y él parece no escuchar", cuenta la madre de un chico de 7 años. "Me acerco a mirar si está dormido pero no lo está, aunque tampoco pueda decirse que esté totalmente despierto. Más bien parece desconectado de la realidad. Si le apago el televisor y lo obligo a buscar otro pasatiempo, muestra síntomas de abstinencia: se pone nervioso, se revuelca por el suelo y golpea las puertas; llora, ruega, y promete cualquier cosa con tal de que le permita seguir mirando".

Una observación científica de un chico adicto a la TV permite comprobar los cambios físicos y psíquicos que se manifiestan. Se produce un aflojamiento facial, la mandíbula tiende a colgar y la lengua asoma entre los labios; la mirada se fija en la pantalla pero se mantiene ausente y sin brillo. El niño deja de reaccionar frente a estímulos concretos, como el timbre de la calle o del teléfono.

El antropólogo Edward Norbeck dice: "Los niños que juegan se ven motivados principalmente para gozar de la vida. El de servir como ensayo es el valor principal de la diversión y de los juegos, porque sin la habilidad para gozar la vida los largos años de la edad adulta pueden convertirse en monótonos y pesados."

Por lo general, las críticas a la televisión apuntan hacia los efectos que el contenido de los programas ejerce sobre los niños. Pocas veces se tiene en cuenta que la experiencia en sí de estar en silencio frente a la pantalla puede ser motivo de preocupación, ya que no existe otra experiencia en la vida del niño que lo incite a absorber tanto sin que se produzca algún tipo de devolución.

Cuando los padres exigen una programación mejor, en realidad están pidiendo una diversión adecuada para que sus hijos pasen entretenidos y controlados la mayor parte de tiempo posible. Esta demanda no tiene en cuenta que la televisión es nociva porque suscita la pasividad de los niños.

Es necesario destacar que mientras el adulto se informa con la TV, el niño se forma por medio de ella.

La pasividad del niño frente al televisor le impide:

( Encontrar oportunidades para dilucidar sus relaciones básicas con los demás componentes del grupo familiar y de esa manera comprenderse a sí mismo.

( Desarrollar su capacidad de independencia.

( Obtener habilidades esenciales en la comunicación (lectura, escritura y expresión verbal).

( Descubrir cuál es el límite de sus fuerzas.

( Averiguar cuáles son sus puntos débiles para intentar superarlos.

( Ampliar su participación en las actividades que ponen a prueba sus habilidades.

( Experimentar la fantasía.

El hecho es que la televisión es una entretenedora de niños mucho más efectiva y económica que una niñera. Los tranquiliza y los mantiene quietos; por largo rato no molestan; no hay que tomarse el trabajo de llevarlos al parque, soportar las vueltas y vueltas de la calesita, darles enviones interminables en las hamacas, atajarlos al pie de los toboganes ni sostenerles el asiento de la bicicleta hasta que encuentran su propio equilibrio. Todo eso es cansador y suele ser motivo de quejas por parte de padres ocupados y casi siempre apurados.

Además, la televisión divide a la familia, interrumpe el diálogo y da lugar a almuerzos y cenas silenciosos, en los que cada uno está pendiente de la pantalla y se olvida de los demás, aunque a primera vista parezca un factor de unidad familiar y comunicación.

Lo antedicho no implica que se deba emprender una especie de guerra santa contra la tecnología, sino tratar de que los niños estén expuestos la menor cantidad de tiempo posible ante el televisor, dando una mayor importancia al esparcimiento al aire libre y a las relaciones con otros seres humanos. Los elementos tecnológicos usados con moderación sirven al desarrollo psico-intelectual de los individuos. Los elementos en sí no provocan el problema, sino el modo de relacionarse con ellos.

Todo esto nos lleva a señalar los riesgos que corren los chicos que han vivido su infancia viendo televisión en lugar de jugar. La teleadicción resulta tan traumática como cualquier otra dependencia, no importa de cuál se trate.

Una suerte de sonambulismo

Estos problemas exigen la mayor atención, pero de ninguna manera son los únicos que ha suscitado este formidable medio de comunicación. La TV apareció en la Argentina en 1952, y a partir de entonces muchos niños adquirieron la adicción sin siquiera buscarla. Quienes nacieron en la primera mitad del siglo no han corrido ese riesgo durante sus primeros años de vida, y hoy son adultos de más de cincuenta años de edad que se educaron sin la presencia del televisor en el ámbito familiar. Sin embargo, muchos de ellos se sintieron seducidos por esa pantalla rectangular que les ofrece una visión caleidoscópica del Universo con sólo apretar un inofensivo botón y permanecer inmóviles y atentos. Pocas adicciones exigen tanta fidelidad como ésta, sin hacerse notar en lo más mínimo. Un alcohólico, por ejemplo, tiene necesariamente un registro de sus excesos, por más que se empeñe en negarlos. Algo parecido ocurre en el caso de otros drogadictos, y persisten en su adicción a fuerza de negar la realidad y aferrarse a su supuesto control en la materia. Podemos jugar con las palabras y afirmar que, en el caso de la TV, el control es remoto. Para decirlo en otros términos, el adicto a la TV no ve la necesidad de control alguno, pues su actividad (realmente pasividad) le parece algo del todo natural, que en principio no perjudica a nadie.

Al hablar de adicciones, la gente piensa automáticamente en las drogas. Jamás se le ocurre que el hábito desmedido de ver TV es una forma de dependencia con sus propias reglas y consecuencias. Cualquier adicto necesita repetir una y otra vez esa experiencia en particular para poder funcionar normalmente. El teleespectador desatiende el mundo real para sumergirse en un estado mental sedante y placentero. Las preocupaciones y ansiedades se esfuman como por encanto, como si los botones del control remoto fueran la varita mágica que todo lo puede. Lo único que se obtiene es posponer la ineludible confrontación con la realidad. En el tibio y protegido ámbito del hogar, el teleadicto emprende un "viaje" inducido por una programación que lo atrapa con irresistible magnetismo. Así va perdiendo interés por otras cosas. La TV pasa a ser una especie de "chupete electrónico" que calma angustias y ansiedades. Los paseos, el club, los amigos, el trabajo, la familia y hasta el arreglo personal dejan de tener importancia y pasan a ser actividades molestas, porque roban tiempo que el teleadicto prefiere dedicar a ese ostracismo voluntario que deriva de su adicción.

En casos extremos, aunque no tan aislados como se supone, esto se convierte en un grave problema cuyo efecto negativo más notorio consiste en distorsionar la percepción del tiempo, transformando las demás experiencias cotidianas en algo impreciso y carente de realidad. En ese punto, el contenido de lo que se ve pasa a segundo plano; lo que importa es la cantidad. Horas y horas de programas buenos, mediocres o malos suprimen la voluntad de apagar el televisor.

La pasividad del televidente estaría mostrando una regresión a la infancia, ya que no hay nadie tan pasivo como un niño recién nacido. En los niños en edad preescolar, por lo menos, es evidente que su deseo de permanecer horas frente al televisor está mostrando a las claras una actitud de regreso al "paraíso perdido", aquella etapa de la vida en que recibían todo a cambio de nada. Desde luego que en este terreno es riesgoso proclamar verdades absolutas, pero parece no haber dudas de que por lo menos el adicto a la televisión ha encontrado en ella un refugio que lo "protege" contra ciertas realidades indeseadas de su propia vida o de un entorno que se le vuelve difícil de soportar. En el televidente compulsivo se produce un cierto embotamiento, algo así como el ingreso en una cápsula aislante, un estado mental de reposo del que no resulta agradable regresar. Muchos adictos a la TV llegan incluso a experimentar un fuerte desagrado cuando se ven súbitamente privados de su "juguete", ya sea por un inesperado corte de luz o por la atención de obligaciones familiares o algún llamado de teléfono que es preciso atender sin falta. Si la privación se prolonga por un lapso relativamente extenso, el adicto experimenta un verdadero síndrome de abstinencia: malestar, ansiedad y mal humor constante son los síntomas más característicos. Resulta obvio que el estado de vigilia le produce una gran inquietud, que sólo se calmará hasta que logre volver a encender el botón que lo conectará con el embotamiento.

Carmen recordó con nostalgia los lejanos años de su noviazgo, cuando ella y Alejandro eran apenas dos adolescentes llenos de ilusión y entusiasmo. Se casaron allá por 1960, con la idea de formar una familia numerosa y ejemplar. Claro que las cosas nunca salen exactamente como uno se lo propone. Tuvieron sólo un hijo, Marcelo, ya que Carmen sufrió poco después una operación que le impidió volver a concebir. Con el paso de los años descubrió que su atento Alejandro era bastante mujeriego. Cada vez que le regalaba algo sin motivo aparente, en realidad estaba tratando de compensar la última infidelidad conyugal. Carmen sufrió al principio la típica desilusión de toda mujer engañada. Claro que con el paso del tiempo se fue volviendo más "realista"; su propia madre la ayudó a poner los pies en la tierra, contándole las cosas que había aguantado con tal de evitar una separación. Así, Carmen se fue haciendo a la idea; la adolescente idealista había desaparecido hace tiempo, y aprendió a restar importancia a aquellas excursiones amorosas de su marido, que en definitiva no pasaban de breves aventuras sin ninguna trascendencia.

Pero en 1978 sucedió lo que de alguna manera parecía inevitable. Alejandro se enamoró de otra mujer, y dos años después se fue a vivir con ella. Marcelo ya era adolescente, y por otra parte su padre nunca dejó de verlo y de ocuparse de su educación. Carmen sintió que todo su pequeño mundo se desmoronaba, pero supo enfrentar los hechos con dignidad y se resolvió a esperar. Quizá esta fuese otra de las tantas veleidades de su marido, quizá algún día volviera a ella con la cabeza gacha. Después de todo, el sexo entre ellos nunca había sido el principal vínculo, y últimamente sólo ocurría muy de tanto en tanto.

Pasaron alrededor de quince años. La segunda mujer de Alejandro murió en un accidente, dejándolo solo a una edad en la que la compañía se convierte en algo indispensable para la mayoría de la gente. Próximo a cumplir los sesenta, Alejandro quedó sumido en la tristeza y el estupor. Su hijo Marcelo, con treinta años menos, decidió intervenir y arreglar la situación, cumpliendo de paso con un viejo anhelo. Nunca había aceptado la separación de sus padres, y creyó llegado el momento de que volvieran a estar juntos, para acompañarse en esa difícil etapa de la vida.

Carmen no había vuelto a casarse, ni siquiera había formado una nueva pareja. La propuesta de su hijo no le pareció descabellada, aunque puso una condición: no toleraría en adelante el más mínimo asunto de faldas. Alejandro se sorprendió de que ella volviera a aceptarlo, y se preguntó si no cometería un error, por aquello de que "nunca segundas partes fueron buenas". Habían pasado dos años del accidente, y después de todo ya no se sentía tan solo. Tenía algunas mañas, y advirtió a su hijo que le gustaría que se las respetaran.

– De viejo me he vuelto fumador. Espero que a Carmen no le moleste el humo -dijo.

Marcelo sonrió. -Ella también fuma un poco, viejo. Empezó con eso después de la separación. ¿Tenés algún otro revire? -preguntó con sarcasmo.

Alejandro acompañó a su hijo hasta la puerta del ascensor. Su hijo, Marcelo, un flamante Cupido, quién lo hubiera dicho, un muchacho que ni siquiera tenía novia todavía. Y de pronto recordó algo.

– Sí, pará, tengo un nuevo hobby. Mirá un poco lo que son las cosas, che.

Y dicen que los viejos no cambian… macanas.

-¿Un nuevo hobby, viejo? -preguntó Marcelo.

– Sí, bueno, en realidad algo sin importancia. Pensar que antes no le daba ni cinco. Pero desde que enviudé estoy cada vez más embalado. Te lo comento para que le avises a Carmen, como cosa tuya. Me gusta la televisión, y como vivo solo la prendo a cualquier hora. No me gustaría que le diera por ponerme horarios ni esas cosas. Pero pará, mejor de eso no le digas nada. Después de todo, como te dije, es algo que carece totalmente de importancia.

Peculiaridades de los adictos a la TV. y algunas características de esta adicción

En el caso de otras adicciones resulta menos complicado descubrir los rasgos de carácter de los que incurren en ellas. La adicción considerada como síntoma permite inferir ciertos denominadores comunes, dejando siempre a salvo las peculiaridades individuales.

La mayor parte de los adictos a la TV suele manifestar tendencias depresivas y una inclinación a la somnolencia. Por lo general se trata de personas que provienen de familias cuyos miembros no se comunican con espontaneidad, lo que les impide desarrollar con fluidez el diálogo. Ante las dificultades personales tienden a ensimismarse, y encuentran en la TV un medio ideal para hacerlo.

Conviene señalar que la aparición del control remoto y de la TV por cable permite hacer zapping, un método de mirar que posibilita el acceso inmediato a infinidad de canales. Se trata de cambiar realidades en forma urgente, lo que sirve de desahogo a la impaciencia, sin duda otra característica de estos adictos.

La falta de comunicación genuina con los demás lleva a la larga a convalidar un sentimiento de exclusión y soledad interior, que la TV parece compensar amplia-mente. Quien se "enchufa" largas horas frente al televisor trata de huir de esos sentimientos negativos. En definitiva, su actitud no difiere de la del drogadicto que consigue desvanecer el mundo real y sumergirse en un mundo propio, con toda su carga de alucinación y ensueño.

En este sentido no es exagerado compararlos, ya que el estado mental de ambos se ve profundamente alterado. Ocurre que en el caso del drogadicto o el alcohólico esa alteración resulta evidente para los demás, mientras que el televidente compulsivo no llama demasiado la atención, y su actitud hasta puede ser considerada natural. Nadie se fija particularmente en el hecho de que alguien se pase largas horas sentado frente a una pantalla.

La TV atrae de manera insidiosa, sobre todo porque induce a un estado mental de reposo. Resulta cómodo apoltronarse allí y olvidarse de responsabilidades y obligaciones. Esto no es nocivo en principio, siempre que se aprenda a dosificar la permanencia. El problema surge cuando el espectador pierde la noción del tiempo y sobreestima su poder frente al hecho en sí; es decir, cuando supone que él puede manejar ese asunto y sustraerse del televisor cuando se le dé la gana. El problema aparece cuando nunca se le da la gana, y lo peor es que ya ha perdido la capacidad de aceptar el hecho. Como cualquier otro adicto, pone en funciona-miento su mecanismo de negación, y hasta que no admita su impotencia será muy difícil que esté en condiciones de revertir su actitud.

Las personas que se dedican a ver TV en exceso pueden llegar a disminuir en buena medida su hábito de reflexionar, ya que la información que reciben de la pantalla los induce a una actitud de entrega. Las imágenes se producen a una velocidad tal que resulta prácticamente imposible decodificarlas por medio de pensamientos racionales. Si alguien lee una novela y luego ve la película inspirada en ella, dirá casi siempre que la novela es muy superior, por el simple hecho de que la lectura incita a recrear lo escrito por medio de imágenes propias, mientras que la película nos ofrece imágenes concebidas por otro, que nunca tendrán el mismo atractivo. En otras palabras, mientras la lectura estimula la imaginación y permite al lector detenerse para sacar conclusiones personales, cualquier medio visual invita al reposo de la mente, que recibe la información sin necesidad de procesarla. Esto en principio no sería perjudicial, pero no es una casualidad el hecho de que cada vez se lea menos y se mire más.

¿Puede un ex adicto a la TV volver a usar el aparato en forma moderada? La mayor parte de los testimonios asegura que no. La abstinencia de por vida parece ser la receta más acertada, ya que quienes lograron abstener-se por un lapso relativamente prolongado y volvieron a hacer la prueba, convencidos de que esta vez lograrían la moderación, incurrieron de nuevo en el exceso.

Lo prudente, en el caso de esta adicción, es adoptar la mentalidad de los grupos de autoayuda que funcionan para otras adicciones: no a la primera gota de alcohol; no a la primera "pitada" de tabaco.

Alejandro y Carmen volvieron a vivir juntos. El creyó que la nueva experiencia sería un motivo de satisfacción. Aunque el deseo sexual lo había ido abandonando poco a poco al promediar sus cincuenta años, se veía a sí mismo como un hombre incapaz de vivir sin una mujer al lado. En ese sentido, ahora Carmen resultaba una alternativa perfecta. Ella nunca había sido particularmente sensual, lo que en principio lo eximía de incómodos compromisos. Con todo, le había dejado entrever a su hijo algunas dudas que fueron despejadas de inmediato. Marcelo le aseguró que todo andaría sobre ruedas.

La motivación de Carmen para reiniciar aquel desgastado vínculo era de índole práctica, para no decir prosaica. Sus ingresos eran escasos, vivía en un pequeño departamento alquilado y todos los meses Marcelo se sentía en.la obligación de "tirarle unos mangos", como solía comentar a un par de amigos. Para él, el hecho de que sus padres volvieran a unirse no obedecía sólo a razones de índole sentimental. Alejandro disfrutaba de una buena jubilación y además tenía las rentas de la herencia de su madre.

Al principio las cosas parecieron andar bien; tanto Alejandro como Carmen querían darse recíprocamente una buena imagen. Como novios en la primera etapa de su relación. Eran muchos los años sin verse, salvo esporádicamente, y la familiaridad tardó en volver a instalarse entre ellos. Sin embargo, de manera casi imperceptible la convivencia les fue limando cierta mutua rigidez, una relativa distancia que mantenían como si temieran que la nueva relación pudiese desmoronarse. Carmen se aguantaba como podía, pero no dejaba pasar la oportunidad de quejarse con su hijo. Marcelo los visitaba una o dos veces por semana, y ella lo citaba a escondidas en el bar de la esquina, una hora antes de la visita prevista.

– Tu padre ya no es el mismo…

– Bueno, vieja, qué querés. Yo tampoco soy el mismo, vos tampoco sos la misma… qué sé yo… la gente cambia, ¿no?

– Se ve que no me entendés, o quizá yo no sé explicarme…

– Dale, vieja… ¿por qué te gustará darle tantas vueltas, eh?

– ¿Darle tantas vueltas, realmente? ¿A vos te parece?… Mirá, hay cosas que yo no te cuento porque me dan vergüenza ajena… sin ir más lejos… no, mejor me callo, por respeto, por…

Marcelo no podía evitar su curiosidad, y por fin su madre terminaba por hacerle aquellas confidencias incómodas. Carmen sabía manejarlo sin que él se diera cuenta.

– Le ha dado por no bañarse, ¿querrás creerme? Así como lo oís. Tan es así que tengo que echar esos horribles desodorantes en su cuarto, cuando por casualidad sale diez minutos a comprar algo. Y menos mal que de entrada decidimos que cada uno tendría su propio dormitorio, que si no…

Marcelo enmudecía ante esas confesiones tan íntimas. Como a la mayor parte de la gente, las miserias estéticas le daban más vergüenza que ciertas fallas morales.

– No es que yo me queje, después de todo es un buen hombre… supongo, no sé. Pero yo me he vuelto a casar con una momia… Ya sé que los dos somos grandes, hijo, pero aunque sea alguna vez podría llevarme a tomar un copetín por ahí, o a comer algo, o al cine… nada. Nada en absoluto, che, parece mentira

– Pero decime una cosa, vieja: ¿vos cómo te las ingeniás para salir así como así para encontrarte conmigo? ¿No terminará por sospechar que tenés algún señor escondido?

– ¿Y vos crees por ventura que se da por enterado? Mirá, ahora vamos a entrar y vas a comprobarlo por vos mismo. Te lo vas a encontrar enchufado con la televisión… ni siquiera nos va a oír llegar, a menos que cerremos de un portazo o le hablemos en voz alta. Y te digo más: el asunto del baño vaya y pase, después de todo no es lo peor. Pero si yo hubiera sabido esto de la televisión, te juro que no sé si agarraba viaje…

Marcelo reflexiona antes de hacer la pregunta crucial.

– Pero decime un poco, vieja… ¿lo peor no fueron todas las minas que tuvo? Vos misma me dijiste que tu vida era un infierno…

– ¿Yo te dije eso? Es curioso… puede ser… Qué rara la forma en que recordamos las cosas, ¿no? O qué rara la manera de olvidarlas… pero mirá, yo le adivinaba las aventuras porque se ponía extremadamente amable conmigo, me llenaba de flores y me sacaba a comer afuera cada dos por tres… siempre que la fulana de turno le dejara tiempo. Yo sentía entonces que en el fondo yo era siempre la primera, y con esa idea me resignaba. Después de todo, y hasta que apareció esta muchacha, pobrecita… la del accidente… todas las otras fueron asuntitos breves e intrascendentes. Pero esto es otra cosa, aunque te parezca mentira mucho más grave…

– ¿Querés insinuarme que la tele es la peor de todas?

– En cierto sentido sí, querido. Si vos vivieras con nosotros te darías cuenta. Pero vení, vamos, no vaya a ser que le haya dado un soponcio con alguno de esos culebrones…

– No me digas que ve eso, por favor…

– Pero cómo no, m hijito, faltaría más. Antes era el fútbol. Después, los noticieros. Fue agregando rubros, ¿comprendés? Ah, por favor, no me hagas hablar… cualquier día de estos le rompo el aparato en la cabeza….

Algunos problemas sociales

Hablamos hasta ahora de la televisión en sí misma, dejando de lado el contenido de los programas. Las fuerzas socializadoras hasta hace 50 años eran la familia, los amigos y la escuela. Desde ese entonces se incorporó la televisión como moldeadora de las conductas. Si nosotros vemos que la estrella con la cual nos identificamos resuelve tal situación de determinada manera, es probable que en nuestra vida cotidiana repitamos esa conducta.

A esto se le suma la confrontación de hábitos culturales. Imaginemos que en La Quiaca, provincia de Jujuy, los pobladores ven por televisión que el protagonista de una serie rodada en Miami tiene como principales metas en la vida poseer un auto deportivo y acostarse con mujeres. El actor aparece siempre sonriente y nunca despeinado. Haga lo que haga, se produce un choque cultural que puede llevar al poblador de La Quiaca a un cambio sustancial en los valores y los hábitos culturales. En los barrios marginales se da el caso, por ejemplo, de gente que no tiene para comer y gasta el sueldo en un jean de marca o en zapatillas costosísimas. La satisfacción dura muy poco y después se advierte que ya no queda dinero para las necesidades más elementales.

Como el poblador de La Quiaca, todos estamos expues-tos a la influencia de lo que vemos en televisión. Los adultos tienen cierta capacidad para discernir sobre los modelos que aceptan o rechazan. Los chicos no. Y esto es especialmente grave cuando se trata de situaciones de violencia. En Europa se están dando casos de asesinatos cometidos por chicos de 8 y 10 años. En estos crímenes, las escenas de violencia que emite la televisión juegan un rol importante. La televisión argentina muestra una situación de violencia cada tres minutos. Esto significa que un chico argentino acumula en su memoria visual entre los 4 y los 10 años un total de 85.410 escenas violentas. Se trata, sin duda, de algo que debería modificarse antes de que tengamos que lamentar las consecuencias.

Los videojuegos

En un libro de reciente aparición "Los videojuegos, un fenómeno de masas" Diego Levis, investigador en comunicación social y licenciado en estudios cinematográficos y audiovisuales, define a los video-juegos como "el primer medio de masas nacido en la era informática".

En la industria de la recreación, los videojuegos tienen un lugar destacado.

Consisten fundamentalmente en la reproducción en pantalla de un entretenimiento cuyas pautas están prefijadas. Aparecidos en la década del 70, ampliaron la función de las computadoras, que hasta entonces servían exclusivamente a fines laborales. Los video-juegos introdujeron una especie de "tercera dimensión", combinando la televisión con la computadora, y ofreciendo por primera vez al usuario la posibilidad de intervenir y controlar lo que ocurre en la pantalla.

En la década del 90 se han incorporado juegos de la llamada realidad virtual, en los que el jugador pasa a ser protagonista directo de la acción. La sofisticada técnica logra crear un ambiente simulado, donde el usuario tiene la sensación de estar inmerso y la capacidad de interactuar de la misma manera en que lo hace con el entorno real. Los primeros locales que incorporaron estos juegos funcionaron en Inglaterra, Japón y Estados Unidos.

Por último, debemos agregar a la lista la aparición de las mascotas virtuales. Se trata de "animalitos" electrónicos que son animados por medio de un pequeño dispositivo, y que "viven" en una pantalla de apenas 5 centímetros.

Son otra especie de juego de realidad virtual, y "nacen" cuando su reloj biológico es puesto en cero. Por medio de una serie de señales, comunican a sus dueños cada una de sus necesidades: comer, dormir, educarse. Aparentemente dependen para todo de su dueño, pero lo que ocurre en realidad es que éste termina por depender de ellos. El niño en poder de una mascota virtual puede concluir por desatender sus estudios y obligaciones, y en ese sentido es fundamental que sus padres los instruyan acerca de este peligro.

El uso de los videojuegos se masificó de inmediato, y los lugares donde funcionaban entretenimientos mecánicos, (como las máquinas tragamonedas, el tiro al blanco o los autos chocadores) los incorporaron rápidamente. Su éxito fue tal que comenzó a cuestionarse su conveniencia. Muchos empleados adolescentes parecían no poder sustraerse a semejante atractivo, y se pasaban horas fuera de su lugar de trabajo, inventando excusas para ocultar su nuevo berretín. Se adujo que los videojuegos provocaban conductas antisociales, asimilándolos a la mala fama que en ese sentido habían ganado los viejos salones de billares. En síntesis, la crítica apuntaba a la certidumbre de que los videojuegos fomentan la adicción.

La polémica no tardó en instalarse. Muchas asociaciones de padres insistieron en lo pernicioso de aquel nuevo invento, y en algunos casos obtuvieron la clausura de los locales de diversión, o la fijación de límites de edad para el ingreso y horarios restringidos.

La crítica se extendió a partir de 1980, incluyendo a los videojuegos domésticos. El principal argumento apuntaba al hecho de que se fomentaba la violencia, es decir, se puso de manifiesto una honda preocupación por los contenidos.

Como contrapartida a estas críticas, la respuesta en el campo de la psicología y la pedagogía no se hizo esperar. Se atribuyó a los videojuegos la virtud de conectar a los niños con el nuevo mundo de la informática; en algunas ocasiones pueden servir como instrumentos idóneos en la terapia de rehabilitación de aquellos con problemas de aprendizaje. En todo caso, se negó rotundamente la posibilidad de que acarrearan adicción.

Los videojuegos o las computadoras pueden estimular a las personas si se los usa un máximo de 30 minutos por día. En estos casos existe una devolución, porque el sujeto interactúa con los diversos programas informáticos. Sin embargo, esta actividad no es equivalente a la que se da en la interacción con otras personas. La respuesta que puede dar un niño al estímulo de una computadora es mover una mano o parte del cuerpo (sobre todo en el caso de un programa de realidad virtual) y quizá alguna forma de pensamiento.

Ya dijimos que es distinto el caso de la lectura, en el que la persona debe recurrir a la creatividad e imaginación para estructurar el estímulo. Cuando uno lee imagina personajes, les pone voces, colorea paisajes, todo lo que implica un trabajo intelectual creativo. Y más completa aún es la relación que un niño establece con un ser humano, ya que compromete toda su persona y sus sentimientos.

Lo que no puede defenderse tan ligeramente es el contenido de la mayoría de estos juegos. Tras su defensa se mueven gigantescos intereses económicos. Según Dorfmann, los videojuegos fueron en 1982 la más importante fuente de ganancias en la industria norteamericana del entretenimiento.

Con todo, cabría hacer una distinción: los contenidos sexistas, violentos o racistas estarían circunscriptos a las consolas que funcionan en los locales de entretenimiento, y no entrarían en las computadoras de uso doméstico, en las que muchos juegos se fundamentan en la reflexión y estimulan capacidades creativas.

De todas maneras, el hecho es que la violencia parece ser cada vez más el elemento primordial de los nuevos videojuegos. Los argumentos que restan importancia al contenido violento pecan en realidad de una gran hipocresía. Lo concreto es que la violencia implica un formidable negocio. Así, se ha dado luz verde a juegos cuyo sólo título no deja lugar a la menor duda. ¿Qué influencia pueden ejercer los videojuegos en la conducta de los niños, sobre todo por lo que se refriere a contenidos violentos? Se sostiene que en realidad la violencia de los videojuegos es ficticia, se trata de una parodia sin entidad propia. Pero no hay que olvidar el hecho del rol que asume el jugador: no sólo se identifica con el personaje, sino que debe tomar decisiones por él, lo que lo convierte en el verdadero protagonista. De modo que ante las diversas disyuntivas que ofrece el videojuego, el jugador optará por asumir el rol de víctima frente a las constantes amenazas que se le proponen. Allí no hay lugar para el razonamiento.

Se aduce que de esa manera el jugador hace una especie de catarsis, liberándose así de su agresividad natural. Pero la criminalidad infantil no ha surgido por generación espontánea, y es un problema que no tiene miras de disminuir, al menos por ahora. Los videojuegos ofrecen la violencia como la única reacción frente a cualquier amenaza. El sexismo de muchos juegos muestra a la mujer como alguien de poco valor, y en definitiva los valores éticos son suplantados por el uso indiscriminado de la fuerza, incitando a actitudes paranoicas y abusivas. El prójimo se convierte en una amenaza. ¿Es éste el mundo que le espera a las nuevas generaciones?

Internet

Una nueva adicción ha surgido en los últimos tiempos, y no es necesario informar en qué consiste Internet, la "red de redes" que ha reducido las distancias en forma impensada diez o quince años atrás.

En la Argentina, la cantidad de usuarios se ha triplicado en sólo un año. Entre julio de 1997 y julio de 1998, la cifra osciló de 80000 a 220000. Con todo, es uno de los países que menos usuarios tiene en porcentaje por habitante, aun incluyendo a otros de América Latina.

Integran la red a nivel mundial unos 55 millones de personas de la más diversas idiosincrasias, desde estudiantes, empleados y profesionales hasta sexópatas, gurúes y adivinos. La fascinación que la red ejerce sobre muchos usuarios hace que se conviertan en adictos, que sufren los síntomas de una verdadera enfermedad: el trastorno de adicción a Internet o IAD, siglas que provienen del inglés y que resumen el Internet addiction disorder.

"Chatear" (del inglés to chat, charlar) constituye la actividad principal de los usuarios, entre quienes se crean hipervínculos de inmediatez. Esto permite conectarse en forma instantánea con cualquier adherente a la red, y de ese modo se forman foros de diversos intereses. Es posible, por ejemplo, organizar una reunión de cualquier grupo de autoayuda a través de la red, o de otros grupos que configuran distintas actividades: arquitectos, bancarios, homosexuales, vendedores, anticuarios, etc.

El problema fundamental de quienes se vuelven adictos no difiere demasiado del que se padece con cualquier otra adicción: una vez que se ha ingresado en la red se pierde la noción del tiempo, y por lo general alguien tiene que "despertar" al adicto para que ponga punto final por ese día a su cibernética actividad, ya que se halla sumido en la confección de alguna página Web o "chateando" por el correo electrónico.

Con todo, es necesario ser prudente y no endilgar a un entusiasta el cartel de adicto, ya que algunas personas sostienen que incluso hay una adicción más sutil: la de declararse adicto a Internet, sin ninguna duda una moderna forma de esnobismo.

En los Estados Unidos hay por lo menos dos programas de asistencia hospitalaria, ambulatoria o con internación, para personas que han caído en profundas crisis emocionales a raíz de su imposibilidad de prescindir de su ciberactividad. Incluso funciona en la propia Red un grupo de autoayuda para el caso de estos adictos, lo que parece una contradicción insuperable. El grupo ofrece la ayuda de un ciberpsicólogo. Algo así como si se intentara dejar la droga recurriendo a ella.

Se sabe de mujeres que se sienten abandonadas por sus maridos a causa de Internet; la historia de Carmen que hemos contado no tiene nada de virtual. Sólo se le ha cambiado el nombre. Hoy ya parece historia antigua, pues se trata de un hecho referido a la TV. Como la misma Carmen le insinuó a su hijo, no hay amante más traicionera que una máquina. Parece que a los hombres del siglo XXI les va cambiando sutilmente la libido.

Una muy reciente investigación sobre los efectos que produce en la gente la utilización de Internet afirma que se provoca un incremento en los niveles de soledad y sentimiento de exclusión. Y esto, incluso, aunque no se trate de un uso abusivo. El hecho entraña una paradoja: muchos usuarios buscan a través del "chateo" una forma de comunicarse con extraños, y la confrontación a través de la máquina parece aislarlos cada vez más de su propio entorno familiar y del círculo de sus amigos. Quizá suceda que esas personas tengan una tendencia oculta a la depresión y a la soledad, y busquen a través de Internet la manera fácil y directa de establecer una comunicación que les resulta difícil de entablar. Quizá sientan que a través de la red pueden superar una vieja timidez que siempre les trajo problemas.

Aquí conviene señalar lo que propone Daniel Ulanovsky Sack: el alma es irreemplazable. A pesar de haber caído en desuso, el alma sigue siendo insustituible. Esto implica que la comunicación afectiva entre seres humanos no puede ser reducida a la intermediación fría de cualquier máquina, por más perfecta que sea.

Por nuestra parte, desde luego que nos parece absurdo descalificar los importantísimos avances tecnológicos de nuestro tiempo. El problema aparece cuando se pretende de las cosas más de lo que pueden ofrecer. Después de todo, el buen doctor Frankenstein nunca tuvo la intención de inventar un monstruo.

¿Qué es la adicción a Internet?

La Doctora Kimberley Young, de la Universidad de Pittsburg y creadora del Center for On-Line Adicction ha establecido una serie de criterios para diagnosticar el Síndrome de la Adicción a Internet (InfoAdicction Disorder, IAD)

La adicción a Internet es un deterioro en el control de su uso que se manifiesta como un conjunto de síntomas cognitivos, conductuales y fisiológicos. Es decir, la persona "netdependiente" realiza un uso excesivo de Internet generándole una distorsión de sus objetivos personales, familiares o profesionales.

Según la Dra. Young., responder afirmativamente a cinco o más de las siguientes cuestiones es una señal de alarma:

  • 1) ¿Se siente preocupado con Internet (piensa sobre la actividad on-line anterior o anticipa la sesión on-line futura?)

  • 2) ¿Siente la necesidad de usar Internet durante más tiempo cada vez que se conecta para lograr la misma satisfacción?

  • 3) ¿Ha hecho repetidamente esfuerzos infructuosos para controlar, reducir o detener el uso de Internet?

  • 4) ¿Se siente inquieto, malhumorado, deprimido o irritable cuando ha intentado reducir o detener el uso de Internet?

  • 5) ¿Se queda on-line/conectado más tiempo del que originalmente había planeado?

  • 6) ¿Ha sufrido la pérdida de alguna relación significativa, trabajo, educación u oportunidad social debido al uso de Internet?

  • 7) ¿Ha mentido a los miembros familiares, terapeuta u otros para ocultar la magnitud de su uso de Internet?

  • 8) ¿Usa Internet como una manera de evadirse de los problemas o de ocultar algún tipo de malestar (ejemplo, Sentimientos de impotencia, culpa, ansiedad, depresión)?

Factores de riesgo

Internet es un conjunto de recursos con diferentes funciones accesibles on-line. Generalmente, los adictos a Internet tienden a formar una atadura emocional con los amigos on-line y las actividades que ellos crean dentro de las pantallas de su ordenador. Disfrutan con esos aspectos de Internet pues les permite encontrarse, hablar e intercambiar con nuevas personas a través de las aplicaciones interactivas e Internet (como los chat, juegos on-line o los newsgroups). Estas comunidades virtuales crean un vehículo para escapara de la realidad y buscar formas de llenar las necesidades emocionales y psicológicas.

En Internet, se puede ocultar el nombre real, edad, ocupación, apariencia y las características físicas. Los usuarios de Internet, sobre todo aquellos que están solos e inseguros en la vida real, aprovechan esta libertad y rápidamente vierten fuera sus sentimientos mas fuertes, secretos más oscuros y los deseos más profundos. Esto crea una falsa ilusión de intimidad, pero cuando la realidad pone de manifiesto las limitaciones que tiene confiar en una comunidad anónima para el amor y el cuidado (ya que esto sólo pueden ofrecerlo las personas reales), Internet genera una gran desilusión y dolor.

En Internet pueden crearse personalidades muy diferentes a como uno es en realidad. Las personas que usan esta falsa identidad cultivan un cierto "mundo de fantasía" dentro de las pantallas del ordenador. Las personas con mayor riesgo de crear esta nueva pseudo-identidad on-line son las que presentan baja autoestima, sentimientos de insuficiencia y miedo a la desaprobación de los demás. Estos rasgos también pueden conducir a otros trastornos como la depresión y ansiedad, que pueden entrelazarse con el uso excesivo de Internet.

¿Son las personas que sufren de otros problemas psicológicos o adicciones las que tienen más probabilidad de sufrir adicción a Internet?

Las tendencias indican que estas personas son más vulnerables e incluyen a las mujeres y hombres que ya padecen depresión, desorden bipolar, ansiedad, autoestima baja, o las personas que tratan de recuperarse de una adicción anterior. Muchos netadictos admiten abiertamente tener una "personalidad adictiva" y que previamente abusaron de la medicación, alcohol, tabaco o comida. El subgrupo de individuos que padecen adicción a Internet pues en el ciberespacio encuentran una manera de cumplir sus necesidades sexuales. Su único uso de Internet es para conectarse a Cybersex o buscar Cyberporno.

A mis hijos, por enseñarme a ser padre acompañando su crecimiento.

A los pacientes y sus familias, por su esfuerzo diario en la construcción de un proyecto de vida.

 

 

Autor:

Pablo Rossi

Enviado por:

Mariano Gonzalez

©2004 Pablo Rossi

Colección Psicología Actual

Director: Pablo Rossi.

Editorial El Escriba

Sunchales 721 – Capital – Buenos Aires Argentina.

I.S.B.N.: 987-1058-

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier sistema o método, sin autorización escrita del Autor.

Impreso en talleres propios en el mes de mayo de 2004

Impreso en Argentina.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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