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Las Adicciones (socialmente) Permitidas (página 4)

Enviado por Mariano Gonzalez


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La consecuencia ineludible de esta actitud es la inmadurez. Si la persona va perdiendo insensiblemente contacto con sus auténticos sentimientos y legítimas necesidades, crece físicamente sin una correspondencia en el plano anímico, y llega a convertirse en un adulto sin dejar de ser niño, sintiéndose discapacitado para encarar las responsabilidades que le incumben.

El "padre ausente" produce siempre un vacío que nunca terminará de cubrirse. Esa carencia de un modelo apropiado induce, además de la consiguiente fragilidad, a una desorientación que a su vez incita a la conducta adictiva. Muchos de los rasgos que examinamos más arriba comienzan a desarrollarse a partir de aquella carencia. El niño siente que su presencia no es importante, y aprende que lo significativo consiste en sostener contra viento y marea toda la mitología familiar, elucubrada para dar satisfacción a las necesidades de la imagen. Sus auténticas necesidades quedan indefinidamente postergadas.

Algunos padres incluso llegan a intentar satisfacer sus propias necesidades emocionales a través de sus hijos. El niño termina por convertirse prácticamente en el "objeto" de adicción de sus padres, quienes lo utilizan (muchas veces sin darse cuenta) de la misma forma en que un alcohólico echa mano del alcohol o un jugador se entrega a su adicción. Aunque no se trate de una conducta consciente el resultado es sumamente perjudicial. Casi siempre detrás de un adicto hay padres dependientes de éste. Por ejemplo, una madre que no lograba encontrar sentido a su vida, a partir del nacimiento de su hijo, focaliza todo su interés en el cuidado del mismo, sobreprotegiéndolo y sobreinvolucrándose en una relación tóxica.

Al no ser tenido en cuenta como una persona con sus legítimas necesidades el hijo experimenta una sensación de rechazo. Al ser negada su "realidad emocional" sentirá esa "cosificación".

Durante los primeros años de vida la familia debe suministrarnos la información necesaria acerca de nosotros mismos, y los padres obran a manera de un espejo en el que nos vemos reflejados. Ellos son los que aprueban o desaprueban nuestra conducta, indicándonos (con gestos o palabras) si está encuadrada dentro de las reglas de juego o si por lo contrario, hemos cometido algún exceso inconveniente. Todo estará bien o mal según nos lo hagan saber con su aprobación o rechazo. Este proceso se denomina "retroalimentación". Los padres en una familia adictiva suelen llevar a cabo un proceso confuso, ya que ellos mismos son adultos inmaduros y no están en condiciones de sostener al niño. Preocupados por sus propias necesidades afectivas, no se hacen cargo de las del hijo y se relacionan con él como si se tratara de un objeto, "algo" con el exclusivo fin de entretenerlos y gratificarlos.

Muchas veces por ignorancia y otras por comodidad, el padre o la madre suponen que este tipo de crianza constituye algo sumamente saludable para el niño. Para el chico de pocos años que recibe estas órdenes, el mensaje que encierran resulta demoledor. Intuye que esa persona tan fastidiada con él no es ni remotamente quien va a satisfacer su necesidad de comprensión y ternura. Como depende totalmente de ese progenitor para mantenerse vivo y saludable físicamente, ese desamparo psíquico le suena como una severa amenaza. Por supuesto que el niño no recibe estas impresiones de manera consciente, pero las registra en su interior y esa marca se imprime en lo más profundo del inconsciente. Tratará de amoldarse, asfixiará sus verdaderas percepciones que le resultan insoportables y sepultará sus emociones, ya que aparentemente no "sirven". Empezará a construir así un yo artificial que se adapte a las exigencias y necesidades ajenas: un ingrediente fundamental de la personalidad adictiva.

A partir de experimentar este rechazo, el niño comienza a elaborar el sentimiento de no ser suficiente. Nunca alcanzará a cubrir las expectativas de sus padres, mientras ellos no sean capaces de elaborar las propias pérdidas y el abandono de que fueron a su vez objeto en su infancia. Al sufrir el rechazo y considerar su falta de valor, el hijo anhela algo que lo haga sentirse completo, y si considera la posibilidad de que ese "algo" se encuentre fuera de él, ya sea otra persona, alguna actividad o sustancia, empezará a convertirse vulnerable a la adicción. Por medio de una inversión de roles tuvo que ocuparse de satisfacer las necesidades emocionales de sus padres y postergar las suyas. No tuvo la oportunidad de sentir amor y sentirse frágil, necesitado y protegido, debiendo construir en cambio un yo falso, una imagen, un ídolo con pies de barro para sostener las necesidades y expectativas de sus padres.

Muchos hijos en estas condiciones tienden a independizarse antes de tiempo, fingiendo que su necesidad de dependencia nunca ha existido. Ellos no precisan la protección de nadie y así llegan a la adultez sin haberse permitido jamás cubrir su necesidad de dependencia, normal en todo ser humano. Con el tiempo buscarán en algún objeto o persona ese "paraíso perdido" que se negaron a reconocer.

El hecho de haber sentido el abandono y haber terminado por abandonarse a sí mismos construyendo ese yo ficticio, hace que muchos de ellos no puedan concretar relaciones afectivas sólidas y duraderas. Como si el "juego abandónico" se repitiera a lo largo del tiempo en un círculo giratorio.

Hay adictos que provienen de familias "normales", en las que no parecen haberse desarrollado semejantes relaciones tortuosas. Lo que ocurre es que dichas familias no ponen de manifiesto con tanta crudeza sus falencias, amparándose en un conjunto de reglas de "buena educación" y convivencia convencional. Pero el hijo puede haber sido igualmente ignorado, y todo lo que ha recibido fue una caricatura bastante aproximada al cariño verdadero. En este caso el hijo no tiene a quién echarle la culpa, siente la indiferencia pero apenas si tiene alguna prueba de ella; termina entonces por echarse la culpa encima. Si sus padres son "buenos", concluye que sus propias exigencias son irrazonables y se siente ingrato y egoísta por albergar esos sentimientos rencorosos.

Tanto en las familias ostensiblemente disfuncionales como en aquellas donde se extiende un manto de benigna apariencia, el hijo llega a convertirse en adulto sin que su necesidad de dependencia haya sido cubierta. Se vuelve "independiente" prematuramente, cubriéndose con una máscara que no denota ninguna auténtica emancipación. La dependencia insatisfecha, encubierta o no, se convierte más tarde en el combustible apropiado para encender la hoguera de la adicción.

Allá lejos y hace tiempo

La vida empieza desde el momento mismo de la concepción, y todo lo que ocurre a partir de entonces va configurando el "mapa" personal. A través de la placenta y de las propias células, el feto está en condiciones de registrar toda la información que le concierne. Así, por ejemplo, pueden percibirse los cambios que experimenta la madre, ya sean físicos o emotivos, y el placer y la angustia no son ajenos a la vida intrauterina.

Asimismo, los primeros años de vida imprimen un sello imborrable. El hecho de no poder memorizarlos no significa que no estén allí, marcando las características y condicionamientos del desarrollo ulterior. Los hijos no deseados, por ejemplo, alimentan con mayor énfasis que el común de los niños la fantasía de ser hijos adoptivos, aunque no se les haya dicho nada al respecto. Si por otra parte el feto no recibe la atención requerida, probablemente nazca con un peso menor al normal y con una predisposición a adquirir determinadas adicciones orales.

Padres a la deriva

Los criterios para educar a los hijos son muy variados y en buena medida dependen de la intuición de los padres. Ante este panorama, son muchos los que experimentan temor y desorientación.

Quizá el problema central de la educación de los hijos pase por el tamiz de las emociones de los padres; a menudo ellos temen la libertad de sus hijos porque tienen sus emociones reprimidas, y el hecho de que los niños crezcan emocionalmente los enfrenta con su propia inmadurez afectiva.

¿Por qué es tan común que se intente frenar el llanto normal de un bebé? Ahí se parte de un error, al suponer que sólo debe hacerlo cuando tiene hambre o necesita que lo cambien. Un "niño bueno" no llora porque sí; si insiste en su conducta se lo hace callar con un chupete, o con algo azucarado. No se tiene para nada en cuenta que el llanto en el bebé equivale a la palabra, y se procura silenciarlo para que no moleste. Claro que esto ya empezó a cambiar hace un tiempo, y hoy las cosas no responden a encuadres tan rígidos.

¿Pero qué sucede con las emociones de los padres cuando sus hijos lloran? La mayor parte siente rabia, ansiedad, intolerancia e impotencia. Sólo una minoría es capaz de tomar las cosas con calma.

Uno de los mayores problemas a solucionar consiste en que difícilmente los padres se atrevan a mostrarse ante sus hijos como seres humanos falibles. Como quieren y necesitan hacerse obedecer, inculcan modelos de conducta que a menudo ellos mismos son incapaces de cumplir; aun sin darse cuenta "actúan" ante sus hijos, desplegando un personaje que debe ser considerado "ideal" por éstos. La contradicción entre el mensaje ideal y la realidad produce necesariamente en los hijos un conflicto que se traduce a su vez en actitudes igualmente contradictorias por parte de estos.

La familia "modelo"

Las pautas sobre la familia ideal son tan diversas que resulta muy aventurado establecer un modelo al respecto. En todo este asunto, por otra parte, la hipocresía juega un rol preponderante. Muchos padres aparentemente impecables tienen a veces alguna adicción oculta, y sus hijos adquieren comportamientos adictivos casi sin entender que están imitando a sus padres; cualquier conducta tiene mucho más peso que de los discursos morales.

Si los vínculos familiares se ven trabados por emociones reprimidas o desbordadas, infidelidades o abruptas rupturas, es casi ineludible que el niño quede perplejo frente a las reacciones de sus padres, y hasta llegue a sentir culpa por ese comportamiento extravagante, que se opone sin duda a los consejos edificantes con que creen educarlo. Semejante panorama es un excelente semillero de futuras adicciones.

Los padres tienen en su poder un instrumento de formidable fuerza, y según como lo utilicen será la respuesta del hijo. Ante ese libreto impuesto caben diversas actitudes: o bien se lo cumple escrupulosamente, o bien se actúa en rebeldía. Pero en ambos casos no puede negarse la influencia decisoria que tiene en la formación del carácter. Sólo en etapas posteriores de la vida adulta, y terapia de por medio, se puede realizar un análisis crítico de la educación recibida y aceptar e incorporar lo positivo, desechando lo que uno juzga que no sirve. Si desde niño se ha recibido el mensaje de que es inservible, o han debido padecerse malos tratos y hasta abusos sexuales u otros actos de sadismo, la consecuencia lógica será un muy pobre nivel de autoestima.

La tan mentada malcrianza suele confundirse con los estímulos positivos, cuando en realidad consiste en la falta de límites adecuados. Imponer límites es indispensable, pero eso no significa desvalorizar al niño, y se le deben establecer de forma en que no se sienta injustamente menoscabado en sus pretensiones. Es fundamental el trato afectuoso, en cualquier circunstancia y por cualquier motivo.

Tanto la sobreprotección como el abandono pueden ser actitudes que fomenten una futura adicción. La primera sofoca y posterga las legítimas aspiraciones y necesidades de la persona, mientras el segundo provoca un estado de indefensión propicio para buscar a cualquier precio una seguridad largamente anhelada y desconocida. Es muy importante en ese aspecto tener la capacidad de compartir la vida en un marco de equilibrio, reconociendo las prerrogativas del otro sin asfixiarlo ni ignorarlo.

Quizá lo que más sirva para estrechar lazos entre las personas sea el desarrollo de una actividad en común, ya que ni los mismos lazos familiares tienen tanta fuerza como para persistir a lo largo del tiempo. Por eso es importante que los padres sean capaces de compartir los juegos de sus hijos, y que a medida que pasa el tiempo puedan orientarlos y respaldarlos en alguna actividad deportiva, laboral o artística. La indiferencia por lo que los hijos eligen, o la imposición de ciertas conductas, sólo servirán para profundizar el alejamiento.

Muchos chicos han experimentado el aburrimiento, que a fuerza de repetirse puede volverse un estado de ánimo crónico. Ese "no encontrar qué hacer" puede convertirse luego en "no tener ganas de hacer nada", y es una puerta abierta a la adicción. La falta de atención familiar conduce al aislamiento, al ensimismamiento, y en semejante trance el niño opta por dejarse estar, produciendo un vacío o ahondando el ya existente, que se procurará llenar con alguna "novedad" excitante y peligrosa.

Los casos de abuso sexual figuran a la cabeza de las causas que promueven las adicciones. Recientes encuestas confirman que en un alto porcentaje los delitos de esta clase son cometidos por los propios familiares o allegados del menor. Y en cuanto a la prostitución infantil, se halla íntimamente vinculada al tráfico de drogas. En cualquiera de estos casos aberrantes, el niño aprende que para ganarse la consideración ajena debe permitir que hagan con él lo que quieran; su autoestima ya no será baja, sino que dejará su lugar a un hondo sentimiento de menosprecio por sí mismo y el mundo circundante.

Prácticamente no existe un ámbito familiar impecable. Dobles mensajes, sobreprotección o abandono, adicción semioculta de alguno de los padres (o de ambos) son frecuentes. Es importante saberlo, porque es muy común creer que la familia propia ha sido la peor de todas, y que lo que a uno le ha ocurrido no tiene parangón en el mundo entero.

Es fundamental revisar qué ocurrió "allá lejos y hace tiempo." Claro que la revisión tiene algunas dificultades, ya que la memoria es selectiva. Y el filtro de la memoria es el corazón. Los ingleses y franceses tienen una expresión muy gráfica al respecto: "de memoria", en sus respectivos idiomas, se dice "by heart" y "par coeur", o sea, "aprender algo por el corazón".

En los grupos de autoayuda, algunos aconsejan a los recién llegados no preocuparse por el pasado o el futuro. "El pasado ya pasó, el futuro no llegó" es una frase que puede escucharse a diario, o también "el pasado es un cheque cancelado". Son consejos muy útiles cuando el adicto llega con una gran carga de culpa, y el temor al futuro lo acorrala. Pero al cabo de un tiempo deberá mirarse a sí mismo para revisar a fondo lo ocurrido. El ángel y el demonio que alienta cada hombre, ¿se pondrán de acuerdo alguna vez?

Los preceptos de la familia adictiva

Los padres deberían equilibrar las necesidades propias de satisfacción del yo con las de sus hijos, pero los inconvenientes para realizarlo hacen que la familia vaya elaborando una serie de preceptos casi siempre sobreentendidos, cuya finalidad consiste en anteponer la gratificación de ellos a la de los niños. Hay preceptos cuyo cumplimiento es esencial para el logro de ese objetivo:

a) Tú debes ser perfecto.

b) Debes atenerte al libreto.

c) Sé siempre generoso

d) Esconde tus sentimientos

Casi todos estos preceptos se desarrollan en un nivel sub-consciente y están destinados a ejercer una poderosa influencia sobre los miembros de la familia y a perdurar en el tiempo, aun cuando los hijos se hayan ido para organizar su propia vida. Es a partir de estos preceptos que crecen y se desarrollan la mayoría de las creencias que inducen a la adicción.

  • a)  Tú debes ser perfecto. Las carencias de los padres los llevan a inculcar a los hijos esta idea, con el motivo de gratificarse a través de la conducta filial. Desde luego, la intención es ayudar al hijo a conseguir que su comportamiento sea ejemplar.

El doble mensaje es característico en la instrumentación de este precepto: por un lado, se estimula al niño con una serie de alabanzas que pueden llegar a la adulación, asegurándole que tiene todas las condiciones para ser perfecto; por el otro, no se pierde ocasión de señalarle, a veces con dureza, sus falencias y errores, (con la finalidad inmediata de que los corrija). La finalidad subyacente, por supuesto, es gratificar el desvalido yo de sus padres.

En estas condiciones, el hijo percibe que no se lo ama y respeta por lo que es sino por lo que hace o deja de hacer, lo que incrementa su profunda necesidad de sentirse respetado y querido. Ya en ese momento, al aprender a actuar mecánicamente, está echando las bases de una conducta adictiva.

Estos hijos por lo general adquieren el hábito de ser complacientes, buscando afanosamente la aprobación que no obtuvieron en el hogar. Necesitan ser aceptados por lo que son realmente, pero como esto les resulta utópico se conforman con obtener una mera aprobación de sus acciones. Por lo tanto despliegan una considerable autocensura, con el fin de no incurrir en actitudes y comportamientos capaces de generar el más mínimo rechazo o la insufrible censura, frente a los que responden desde una hipersusceptibilidad. Este precepto fomenta una severa autocrítica en la personalidad.

En muchos otros casos (padre jugador, madre alcohólica, por ejemplo,) no parece necesario sostener una fachada que de todas formas no resultaría creíble para los demás. Cuando hay un desprestigio público y notorio, la necesidad de "producir" hijos perfectos resulta completamente inoperante. En este caso el hijo pasa a convertirse automáticamente en el "chivo emisario" del grupo familiar. Si trae, por ejemplo, un boletín con malas calificaciones de la escuela, sobre ese hecho se proyectarán todas las frustraciones y calamidades imaginables que acosan a la familia. Se localizará exageradamente su "mal comportamiento", como un recurso hábil para soslayar la verdadera raíz del malestar en la familia.

En cualquiera de los dos casos (familia "normal" o conflictiva) el resultado será prácticamente idéntico: el hijo vivirá de frustración en frustración.

En un ámbito familiar donde el error no se soporta y la mala conducta se castiga, el hijo carga sobre sus hombros todo un paquete de culpas, equivocaciones y malentendidos. Ni más ni menos que una puerta abierta al desconsuelo.

  • b)  Debes atenerte al libreto. Este es uno de los mitos favoritos de la familia adictiva. Es una versión casera, doméstica de la negación, uno de los principales síntomas de la adicción. Ver la realidad tal cual es significa un serio riesgo para la familia adictiva. Reconocer la verdad de lo que sucede en ella pondría en peligro toda la estantería familiar cuidadosamente armada; incluso se perdería el control y el mando.

Como en una suerte de comedia (o tragedia) se distribuyen los roles para los diversos actores: alguien hará de payaso para entretener a la familia de sus penas; otro será algo así como maestro de ceremonias, el que mejor represente a la familia por sus modales impecables y su extraordinario sentido común; alguno más podrá servir de chivo expiatorio y seguramente no faltará Pulgarcito, un niño perdido en el bosque, abandonado, y que ni siquiera osa molestar a nadie.

Estas máscaras teatrales, que en casos extremos pueden llegar a convertirse en títeres, a la larga padecen por su actuación consecuencias perniciosas. Al anteponer el personaje a la persona, se ven sometidos a la distorsión de no ser ellos mismos, y su verdadera personalidad se esfuma en medio de un sinfín de gestos, palabras y comportamientos ficticios. Aunque en lo inmediato puedan recibir algunas gratificaciones (el payaso es aplaudido, Pulgarcito quizá desarrolle una rica imaginación) a largo plazo se deberá pagar un alto precio.

Por otra parte, estos roles son paralizadores, porque deben repetirse una y otra vez sin la posibilidad de introducir ningún tipo de cambio: las mismas controversias, idénticas respuestas, previsibles reconciliaciones. Y cuando el círculo se cierra se vuelve a comenzar.

Las personas sometidas a este juego no tienen intención de cambiar. Cuando a veces intentan hacerlo, se encuentran expuestas a un sinnúmero de críticas por parte de uno o varios miembros de la familia, llegando en algunos casos a sentir que sus esfuerzos son saboteados, ya que su actitud desestabiliza el andamiaje familiar, cuyo equilibrio de por sí es altamente inestable. Se le infunde la idea de que su actitud significa, por lo menos, un acto desleal.

  • c)  Sé generoso. Este precepto cumple la expresa finalidad de satisfacer las necesidades emocionales de los padres, para quienes la menor iniciativa propia del hijo implica la posibilidad de romper el encuadre familiar. Se expresa con frases que en el fondo siempre dicen lo mismo: "debes pensar en los demás", "no seas egoísta". Lo que se trata de transmitir es la idea de que la persona no debe escuchar su propia voz interior, pues de ese modo pretendería actuar como un sujeto independiente y no como una simple prolongación de sus padres. Actuar conforme a las propias apetencias y necesidades pone también en peligro a la familia adictiva como conjunto, ya que le impide manejar a voluntad a ese miembro "díscolo". Con el agravante de que alguien más podría intentar lo mismo, produciendo un peligroso desfasaje de aquellos roles tan prolijamente adjudicados. El hijo, entonces, postergará sus auténticas necesidades y tratará de satisfacerlas de manera indirecta, a través de necesidades de terceros, que le son básicamente ajenas.

Este mensaje promueve, acaso sin proponérselo, una paradoja: el hijo acostumbrado desde su infancia a pensar siempre en los demás, termina efectivamente por convertirse en un egoísta. Ya que no pudo obtener una gratificación legítima en su familia, buscará que otros se la proporcionen a cambio de nada, ya que será muy poco lo que esté en condiciones de ofrecer.

La satisfacción de las propias necesidades resulta así una especie de rompecabezas, y entonces se tiende a satisfacerlas de manera indirecta. Se aprende así a estar pendiente de los deseos ajenos, y la satisfacción llega a través del aplauso o la aprobación que se obtiene por haberlos cumplido como se esperaba. Este tipo de persona, lejos de actuar desde su propio centro, se mueve alrededor de algún otro, convirtiéndose así en un eficaz satélite que sirve a fines ajenos. El hábito de gratificarse de este modo induce en forma directa a la adicción.

  • d)  Esconde tus sentimientos. Los padres de una familia adictiva no se permiten ser espontáneos y actuar libremente: reprimen sus sentimientos. En consecuencia, es imposible que induzcan a sus hijos a manifestarlos. Este tipo de familia necesita ejercer un férreo control no sobre lo que se siente sino sobre lo que se expresa. Cualquier manifestación fuera de contexto es interpretada poco menos que como un acto subversivo.

Hay un miedo inconsciente de que algún componente de la familia pueda llegar a "sacarle la máscara al sistema", ya sea porque deje de cumplir el papel asignado o ponga de manifiesto sentimientos que atentan contra la "unidad familiar".

En la familia adictiva existe el prejuicio de considerar fuerte o débil a cualquiera de sus miembros según encubra su debilidad o la ponga de manifiesto. Cualquier expresión de temor, duda, ansiedad o dolor es mal recibida. La confesión abierta de cualquier sentimiento "negativo" puede llevar a quien la realiza a ponerse en contacto con su verdadero yo. Por eso la creatividad espontánea se desalienta por todos los medios posibles. Muchas personas con temperamento artístico, por ejemplo, se han visto obligadas a sofocarlo. En realidad, los padres se sienten amenazados por no poder controlar al hijo que se dedique a cualquier actividad que no encaje en sus rígidos esquemas. Toda expresión artística requiere un grado de libertad y espontaneidad que les resulta altamente desaconsejable.

Partiendo de estos rígidos preceptos, la familia adictiva adquiere algunos rasgos típicos, así como formas de actuación de sus componentes. Esto no significa que todos los miembros de la familia vayan a desplegar una adicción o conductas totalmente descontroladas. Por otro lado, algunos adictos han nacido en familias que no poseen estas características, si bien constituyen la excepción.

  • 1)  La falta de auténtica comunicación es uno de los rasgos más evidentes. Las personas de estas familias tienen serias dificultades para manifestar lo que realmente quieren. La comunicación fluye a través de sobreentendidos, amenazas veladas o circunvalaciones interminables. La falta de identidad, en primer lugar, hace imposible que se establezca un diálogo transparente y honesto, pues la persona no sabe quién es en realidad, y no está en contacto con sus verdaderos sentimientos y pensamientos. Mal puede transmitir o enseñar a otro lo que todavía no aprendió. En segundo término, la demarcación de límites no existe, y las relaciones se establecen sobre una maraña donde no es claro el territorio que pertenece a cada uno de los miembros. Así, los hijos no aprenden a sentirse seguros de sí mismos; por lo contrario se los induce a someterse o a agredir por medio de la amenaza. Por último, en la familia nadie se hace responsable en definitiva, porque el código de convenciones y conformismo no es algo que cualquiera esté dispuesto a admitir haber quebrantado; nadie quiere cargar ser considerado un infractor.

Como consecuencia de estas falencias, el trato familiar se desenvuelve adoptando modalidades inadecuadas. Quizá la más destacada consista en crear un clima de violencia latente, que se consigue por medio de actitudes solapadas: mal humor, respuestas cortantes ("sí", "no", "no sé") ironías y gestos ambiguos. Se trata de hacer saber al hijo que existe un malestar, pero sin decirlo abiertamente; así se consigue infundir una culpa sin hacerlo de frente, para no hacerse responsable por ello. Algo así como "tirar la piedra y esconder la mano". Otra forma contraproducente de comunicarse consiste en atemorizar por medio de bromas con doble intención, comentarios intimidatorios, habladurías a espaldas de alguno (para que el locutor pueda suponer que lo mismo se hará con él) y a veces directamente por amenazas. Esto contribuye a crear un clima tenso, que obliga al miembro de la familia adictiva a no bajar la guardia en ningún momento. La persona educada en esta "atmósfera" cargada difícilmente podrá establecer más adelante relaciones genuinas con los demás, ya que concluye por volverse extremadamente desconfiada y suspicaz. También es característica la llamada triangulación, término muy usado en la terapia familiar sistémica consistente en "mandar a decir" las cosas en lugar de hacerlo cara a cara; esto fomenta la ilusión de que no existe un problema real entre dos personas, ya que se elige a un tercero como "red" para recibir los pelotazos.

  • 2)  Otro rasgo típico consiste en la negación de conflictos. Todos los problemas íntimos que anidan en la familia son sistemáticamente negados, se trate de la adicción de uno de los padres, los traumas o disfunciones de uno de los miembros o el abuso sexual, físico o emocional, por poner sólo algunos ejemplos. Si los hijos aprenden a negar los conflictos en lugar de afrontarlos, no se puede pretender que encuentren en ese ámbito alguna clase de modelo capaz de orientarlos. Lo habitual será que cuando crezcan tengan la tendencia a evadirse ante cualquier conflicto, pues no tienen la habilidad necesaria para encararlo o resolverlo, si ni siquiera han tenido la oportunidad de referirse a él. Si tropieza en su camino con alcohol, droga, juego o cualquier otro modificador del estado de ánimo, encontrará el talismán "ideal" para esquivar el conflicto y seguir adelante.

  • 3)  La falta de alegría y distensión es otra característica sobresaliente de la familia adictiva. Generalmente abundan en ella los simulacros de diversión y alegría ficticia; reuniones familiares donde se ejercen determinados ritos cuya función es sostener a toda costa el mito de la unión familiar, la prosperidad de todo el grupo. En realidad, los pasatiempos de estas familias giran exclusivamente en torno a las ambiciones de prestigio de los mayores, postergando el interés de los hijos a un segundo plano irrelevante. Muchos adictos recuerdan que en su infancia se sintieron obligados a participar en estas festividades donde su presencia era un complemento como si fueran un objeto más de aquellas "puestas en escena" destinadas a consolidar el poder de alguna figura consular de la familia.

  • 4)  En las familias adictivas, frecuentemente los hijos han tenido que pasar por alguna experiencia traumática. La más común de ellas es la de soportar la adicción de alguno de los padres, y en casos extremos la de ambos. En este caso el niño no alcanza a comprender un comportamiento por demás extraño (por ejemplo, padre alcohólico que habla con la lengua trabada, se lleva por delante los muebles y amenaza con gritos) y lo peor es que nadie osa explicarle los verdaderos motivos de semejante actitud.

Otras experiencias no menos dolorosas pasan por abusos sexuales, a veces solapados, palizas o castigos de refinado sadismo.

La gente no desarrolla una adicción porque sí. Todos los elementos que hemos analizado hasta ahora son causantes de adicción. Es imperativo frenar este círculo repetido, poner un palo en la rueda que se va transmitiendo de generación en generación. Mientras los hijos se vean sometidos a la idea de no servir para nada, o para poco y nada, será inútil transmitirles por otro lado el peligro que entrañan las adicciones, o pretender inculcarles sólidos principios morales sin ofrecerles un ejemplo coherente con aquellos.

Si el adicto es influido por la familia, a su vez ésta recibe mensajes negativos por parte de la sociedad. Es útil indagar en las pautas sociales que estimulan y perpetúan esta especie de "feria de las adicciones" a que nos encontramos cada vez más expuestos.

La adolescencia: Luz roja

Los rasgos y características de las familias adictivas toman mayor relevancia y se ponen claramente de manifiesto cuando los hijos llegan a la adolescencia.

Aun en familias no adictivas, la relación entre padres e hijos adolescentes suele ser motivo de conflicto en muchos hogares. Los jóvenes desean experimentar su independencia y viven como si fuera una intromisión el control que los padres pretenden ejercer. Por lo general, esa confrontación los remite a medir fuerzas a diario y exige a los mayores un esfuerzo que pone a prueba la paciencia y el equilibrio. Así como los niños especulan con las rabietas para quebrar la resistencia de los padres, los adolescentes libran una suerte de pulseada que determinará hasta dónde se puede llegar sin lesionar la autoridad paterna ni la propia individualidad. El equilibrio es difícil de lograr y no existen fórmulas precisas. Cada grupo familiar va elaborando sus modelos y los integrantes se acomodan a ellos.

Los padres suelen tener actitudes contradictorias y, en ocasiones, se desbordan. En general estas actitudes son finalmente encauzadas y forman parte del aprendizaje de padres e hijos. El antagonismo entre ambas generaciones es común en esta etapa aunque no debería llegar a ser un elemento perturbador constante. Muchos padres se esfuerzan por entender a los hijos, se interiorizan de los proyectos de éstos sin inmiscuirse en las decisiones, se emocionan por los sentimientos altruistas y viven la adolescencia como una bendición y no como una carga insoportable. Al mismo tiempo, se ha comprobado que la mayor parte de los jóvenes sienten un gran afecto y respeto por los progenitores, buscan los aspectos sobresalientes para comentarlos con los amigos, y se enorgullecen ante un ascenso laboral, logro profesional o cualquier mérito. Esto ocurre aunque existan tensiones ocasionales que hacen al normal desenvolvimiento de la transición que padece la familia.

Las proclamas de libertad e independencia se suceden con reclamos de protección y amparo. Las opiniones de los padres, que son rechazadas de plano por antiguas y fuera de lugar, son requeridas cuando la inseguridad se apodera del joven. Esa ambivalencia forma parte del acto de crecer. Mark Twain decía: "Cuando yo tenía 14 años mi padre no sabía nada, pero cuando cumplí 22 me sorprendió cuánto había aprendido el viejo durante esos siete años".

Una pequeña proporción de padres sólo sabe educar ejerciendo el autoritarismo y no acepta el disenso. En el otro extremo, están los que no saben poner ningún tipo de límites y ofrecen una pálida paternidad, llegando casi a la indiferencia. Esas actitudes promueven que los hijos adopten comportamientos en extremo rebeldes, agresivos y antisociales. Los jóvenes que se sienten asfixiados e inseguros o abandonados a su suerte afirman que los padres son perfectos desconocidos y les echan en cara el fracaso e insatisfacción actual.

La idealización que se tiene de niño con respecto a la perfección, sabiduría, fuerza y poder que los padres poseen se derrumba durante la adolescencia. El joven devalúa entonces la imagen de los padres y los despoja de todas las virtudes. Esa toma de conciencia de las limitaciones humanas lleva a un descubrimiento en principio doloroso, pero que sirve al adolescente para comprender que su padre no es Superhombre ni su madre la Mujer Maravilla. Cuando este hecho es aceptado deriva en un acercamiento que permite una relación madura.

En las relaciones normales entre padres e hijos, el punto de choque se da cuando el joven quiere hacer algo que sus padres juzgan impropio para su edad.

Esto suele derivar en una sobreprotección que limita el deseo de experimentar, natural en el joven. De esta manera el aprendizaje se vuelve lento y trabado porque siempre habrá una excusa o una prohibición que le impida tener una adecuada inserción en la sociedad.

El adolescente quiere libertad para pensar y sacar sus propias conclusiones, que lo escuchen con respeto y atención, que lo aconsejen cuando lo solicita y que lo tengan en cuenta. Le fastidia ser eternamente "el futuro" de la sociedad y nunca "el presente". Ya no cuenta con las ventajas de los niños ni alcanza las atribuciones de los grandes. Eso crea una suerte de marginación que alimenta la rebeldía de sentirse diferentes y excluidos de un mundo en el que sólo cuentan los demás.

Adicción: El adolescente y su familia.

En la mayoría de los casos la personalidad adictiva emerge de un contexto familiar en el cual predomina una estructura denominada "existencia tóxica". El adicto comunica a la familia que trata de ser lo contrario de lo que son los padres. En realidad, aunque usa distintos elementos, la estructura es la misma. Quiere diferenciarse para separarse (proceso natural que todo adolescente realiza) pero lo paradójico es que se diferencia de una manera – la adicción – con la cual debe seguir unido a los padres. Esto revela que, a pesar de que intenta separarse de la familia, el adicto sigue ligado a ella por lazos muy fuertes.

Darse cuenta de la adicción del hijo lleva, casi siempre, a desatar un síndrome de alarma en el grupo. La respuesta ante un pedido de ayuda del hijo puede ir desde la actitud de denunciarlo hasta la más franca complicidad.

Hay familias que estrechan filas alrededor de la víctima para protegerla y protegerse, para que no emerjan a la luz problemáticas preexistentes y para que no les quiten el objeto de unión. En otras, cunde el pánico o la dispersión de esfuerzos y en algunas, la indiferencia.

El descubrimiento de una adicción de uno de los hijos surge por lo general a través de la revelación de un tercero que lo detecta o por algún acto fallido. En el hogar, la negación es una condición compartida, ya que al silencio del adicto se suma la ceguera de la familia. Para los padres ningún hecho es un indicio cierto de que el hijo presenta cambios inusuales en la conducta. Esto sucede, entre otros motivos, porque son pocas las personas que soportan la herida narcisista de considerarse cogestores de semejante "oveja negra".

Cada miembro de la familia juega un rol importante dentro de la dinámica del grupo y además, desarrolla en forma paralela su vida individual. Cuando el sistema familiar atraviesa un proceso crítico del cual no puede emerger, el problema es asimilado por uno de los miembros, que se convierte en receptor de los conflictos enmascarados. Es decir, cuando la familia se encuentra ante una crisis -matrimonial, económica, afectiva, etc.- y no puede superarla, el integrante más débil se hace cargo y se convierte en el chivo expiatorio de la situación.

Un grupo familiar enfermo, en una de sus tipologías, acusa una acentuada dependencia recíproca y es imposible para sus miembros actuar separadamente. La simbiosis les da protección y les permite depositar la angustia en el adicto. El miembro problemático es el que ayuda a equilibrar al grupo, ya que le da motivo de unión, un objetivo por el cual luchar. Esto permite olvidar el conflicto originario.

La angustia de un hijo puede manifestarse como depresión, trastornos sexuales, homosexualidad, un problema alimentario –obesidad, bulimia, anorexia– u otro tipo de adicciones. Es sabido que en la familia del adicto existe siempre una modalidad adictiva aunque por lo general se trata de formas socialmente aceptadas y, en consecuencia, no son pasibles de rotulación clínica. Generalmente, los padres suelen tomar unas copas de más en las comidas, o consumir psicofármacos para controlar la ansiedad o el insomnio, o anfetaminas para adelgazar. Algunos son jugadores compulsivos y otros son adictos al trabajo.

Cada grupo familiar tiene su propia historia y sus códigos particulares. Existen, no obstante, inequívocos puntos en común entre los padres de todos los adolescentes problemáticos.

Los hijos necesitan estructuras firmes, sentido de pertenencia, valoración, refuerzo de la autoestima, reglas claras y límites precisos. Nada más perjudicial en la educación que un comportamiento errático por parte de los padres. Tiene efectos negativos: la debilidad de carácter o su opuesto, la excesiva rigidez, la incoherencia en las reglas, la indecisión, la indiferencia, la sobreprotección obsesiva, la ausencia de valores y los modelos diluidos o pesimistas. Todos éstos son elementos que contribuyen para convertir al adolescente en un buscador de sustitutos que cubran las carencias del hogar.

El aumento del índice de divorcios en los últimos años y la reincidencia matrimonial ha provocado que muchas personas -en especial, hombres- se hayan transformado en padres múltiples, cabeza de dos o más familias. Esto causa un sentimiento de desprotección y retraimiento en muchos jóvenes, que se ven obligados a compartir a sus padres con los hijos de la nueva pareja. Cuanto menor sería el problema si se mantuviera intacta una comunicación abierta y sincera. Pero muchos padres sucumben ante las contingencias de la vida de relación y las presiones laborales y ambientales, y terminan encerrándose en un individualismo alienante en el cual no pueden incluir ni siquiera a los propios hijos.

Aun cuando los compromisos laborales y a veces sociales sean muy exigentes, lo más importante no es la cantidad sino la calidad del tiempo que se pasa con los hijos. El secreto está en una interrelación fluida y armónica que permita conocerse y confiar mutuamente, en que las necesidades sean resueltas con el soporte y amor del grupo familiar. Enseñar a pensar, a optar, a tomar decisiones, a expresar los sentimientos y las dudas ofrece el reaseguro de que cuando el joven se encuentre en una encrucijada acudirá al ámbito hogareño en busca de sostén y consejo.

El cambio que se opera en los adolescentes los hace diferentes cada día. Hasta que logran hallar su identidad definitiva, los adolescentes pasan por diferentes etapas que los vuelven impredecibles y disconformes. En el hogar deben construirse las herramientas para que el estrés, la desvalorización, las presiones del medio y el pesimismo no sean el detonante que los impulse a escapar a través de cualquier adicción.

Antes de cuestionar el comportamiento rebelde de los jóvenes, es necesario hacer un examen de conciencia y analizar con honradez y sinceridad las actitudes del grupo familiar. El acercamiento a un adolescente problemático sólo puede producirse en un marco de confianza y empatía que demuestre el auténtico interés de lograr el reconocimiento mutuo. Esta actitud debe basarse en el respeto y la valoración de las opiniones y sentimientos del hijo. De nada sirve forzar la comunicación para luego querer imponer puntos de vista rígidos que no tienen en cuenta el conflicto que atraviesa el joven.

Es importante que los padres dediquen tiempo a conocer y dialogar con los padres de los amigos de sus hijos (acerca de las salidas, horarios permitidos, riesgos e incluso de los valores y principios que rigen cada familia).

Para evitar que los jóvenes se vuelvan adictos es necesaria la intervención de múltiples elementos. No obstante, cuando el grupo familiar trabaja a conciencia con ese fin es muy difícil que el problema se presente.

No es sencillo mantener una actitud serena y controlada cuando se toma conocimiento de la adicción de un hijo. Lo común es la fluctuación de sentimientos que van desde la traición, la estafa, la vergüenza y la furia, hasta la depresión, la culpa, el fracaso personal y la desesperación. La experiencia de quienes nos ocupamos a diario de tratar casos semejantes recomienda, como primera medida, no entrar en pánico. Ocuparse en vez de "pre-ocuparse".

La serenidad permite evitar situaciones violentas, discusiones inútiles, actitudes condenatorias y acusaciones humillantes que perjudican aún más la relación, de por sí endeble. Esas actitudes pueden cerrar la pequeña brecha que aún permanece abierta y por la cual se puede intentar llegar al mundo interior del adicto para establecer las causas y los efectos de su adicción. ¿Por qué? ¿Desde cuándo? ¿Con quién? ¿Cuánto? ¿Cómo? Todos estos interrogantes son vitales para iniciar un plan de recuperación efectivo o para prevenir a tiempo el inicio de una adicción.

Marcelo, un estudiante de 19 años dedica sus fines de semana a jugar poker con un grupo de amigos. Había comenzado realizando apuestas a través de una quiniela clandestina, a través de la cual se vinculó con otros jugadores compulsivos. A su padre le extrañaba que a Marcelo nunca le alcanzaba el sueldo. Además, le pedía dinero argumentando que lo necesitaba para salir chicas. Sus sospechas crecieron cuando comprobó que el radio grabador y la video casetera de Marcelo habían desaparecido. Su mujer trataba de encubrirlo. Ella lo había visto jugando en su casa con otros amigos y no comentó nada a su marido "para no preocuparlo". El problema se hizo evidente cuando un sábado recibieron un llamado de la policía y tuvieron que sacarlo de la comisaría. Hasta ese momento ignoraban que Marcelo padecía de una ludopatía. A partir de ese hecho los padres tomaron el toro por las astas: comenzaron una psicoterapia familiar complementándola con un grupo de autoayuda para Marcelo.

Para actuar con eficacia es necesario rechazar el impulso de mantener en secreto el problema. Es recomendable compartirlo, en primer término, con alguna persona de confianza. En segundo lugar, es deseable integrarse a grupos de autoayuda de programas de rehabilitación. Allí se puede tomar contacto con personas que tienen las mismas dificultades, compartir preocupaciones y experiencias, y encontrar apoyo afectivo. Paralelamente, se debe recurrir al apoyo especializado y profesional dentro del mismo programa.

Tipología de los grupos familiares

El alcohol, el tabaco y los psicofármacos son las dependencias más frecuentes en las familias de los adictos. También suelen manifestarse conductas adictivas al trabajo, la televisión, la comida, la limpieza, o el juego.

A fuerza de convivir a diario con ellas, estas actitudes terminan siendo tomadas como ejemplo por los hijos, que las reciben como una herencia familiar. Al mismo tiempo, la sociedad de consumo, con sus pautas compulsivas, dará sustento a las conductas que llevan a la dependencia.

Las características pre-adictivas de un grupo familiar delimitan un entorno enfermo que, generalmente, se establece de la siguiente manera:

Madre. Débil, insatisfecha, con baja autoestima, depresiva, con un vacío interior que la impulsa a adherirse a alguien a través del cual gratificarse o a depender de alguna sustancia que sustituya la ausencia de plenitud y valoración personal. Generalmente suelen ser hijas de madres con la misma patología. Su comportamiento presenta alteraciones emocionales, ansiedad, confusión, melancolía y, a veces, serios problemas para atender al hijo, a quien interiormente rechazan. La maternidad recrea y exacerba los propios conflictos, que no le permiten madurar. Así surge una relación ambivalente con el hijo, quien percibe la dualidad del mensaje.

El hijo pasa a ser motivo de adicción para la madre, que se obliga a sí misma a atenderlo y exterioriza, en demasía, un cariño que no siente. En él deposita todas las esperanzas de realización personal. Para lograr ser atendido, el hijo hace un acuerdo implícito con la madre que lo transforma en un objeto de adicción y al llegar a la adolescencia busca su propia dependencia -droga u otra- para calmar la ansiedad de ambos. De la misma manera que el joven establece una relación de dependencia con la adicción, la madre la establece con el hijo. La "adicción" de la madre es el hijo.

Cuando la adicta es una hija, se produce una feroz competencia con la madre, a quien desautoriza y desprecia abiertamente. Los intentos vanos de prohibiciones o imposición de reglas son sistemáticamente ignorados y se convierten, para desesperación de la madre, en objeto de burla. La hija apunta hacia la desvalorización de la madre, de por sí en descenso, y la acusa de ridícula, anticuada y frustradora. Esto provoca interminables y desgastantes discusiones.

Padre. Ausente, desapegado, indiferente, distante, que acepta y aun aprueba la desvalorización de la madre porque eso marca una diferencia que, por comparación, eleva su propia imagen. Se hace el distraído ante una situación que lo supera y por propia conveniencia se convierte en entregador del hijo. El padre explota esta situación para librarse de los reclamos y exigencias de la mujer, cuyo déficit de autoestima la lleva a elevar desmedidamente la figura del marido, mientras busca su autovaloración a través del hijo. Este triángulo siniestro permite que el padre aparezca como el "gran jefe del hogar", quien está por encima de todos, pero cuya figura permanece ausente y lejana como si no formara parte del conflicto.

La actitud del padre cambia radicalmente cuando la adicta es una hija. Se vuelve indulgente y permisivo y ante los reclamos de la madre con respecto a la imposición de límites, interviene de manera débil y poco efectiva. En cambio, con el hijo varón alterna la indiferencia con medidas represivas y aun violentas, y de un día para otro pretende representar el papel de padre, que hasta entonces no había asumido. Esto empeora la situación.

Hermanos. Suele observarse que el padre intenta marcar sus diferencias con el hijo adicto elegido por la madre. Poniendo las expectativas en otro de los hijos, con quien comparte aficiones o trabajo y, de manera explícita o implícita, lo muestra como ejemplo. Esto hace que el adicto se sienta devaluado y viva comparándose permanentemente con ese hermano modelo. A pesar de esto, la relación entre hermanos no es tan mala como podría pensarse dado que la patología de los padres los une, más allá de las diferencias. Los hermanos modelo suelen funcionar como "padres intermediarios" en los que el adicto fluctúa en una ambivalencia en la que por momentos suele quererlos y apoyarse o bien rechazarlos y tener sentimientos de odio.

Desde una perspectiva teórica, la tipología de las familias se divide en dos formas puras. Aunque muchas veces vemos formas impuras, es decir mezclas de estas, en distintas proporciones. El primer tipo -y el más común entre los latinos- lo constituyen las familias eliptoides. Son familias simbióticas y aglutinadas, donde no hay roles bien definidos y donde todos se entrometen en la vida de todos. Son familias que parecieran tener un apego excesivo entre todos los miembros y que todos dependieran de los demás. A modo de ejemplo imaginemos el estereotipo de una familia latina exacerbada. El otro tipo de familia es la ezquizoide donde los roles están bien diferenciados pero no hay amor ni comunicación. Son familias excesivamente frías, donde cada uno de sus miembros pareciera ser un objeto. Los hijos no son tenidos en cuenta por las múltiples obligaciones sociales y laborales de los padres. Generalmente estos hijos están al cuidado de un tercero. Para que sea mas claro, imagínese el estereotipo de una familia anglosajona. Esta última tipología siempre tiene un peor pronóstico para el tratamiento que el primer tipo.

Cuando la adicción "sostiene"a la familia

Todos reconocemos el valor de la familia en la vida de los individuos y de la sociedad, pero quizá no es tan evidente el por qué de esa importancia. La familia es un sistema y como tal tiene funciones y roles, que asumen los miembros. Al cambiar uno de los miembros de la familia, se genera un reordenamiento en los demás integrantes y una modificación estructural. Este proceso se da a lo largo de toda la vida sin que esto implique nada grave. Se hacen necesarios los cambios en la familia a cuando su estructura no permite crecer a los integrantes ni los hace felices.

Lo anterior es válido aun cuando sólo uno de sus miembros presente una disfunción. En el caso de las adicciones es inútil trabajar con la persona perturbada y dejar fuera al resto, ya que de esta manera se afrontaría una parte muy subjetiva de la problemática. Al trabajar con la pareja o con toda la familia tenemos más información y más recursos para ayudar a los pacientes. Además, se mejora el contexto que llevó al paciente a sentirse mal y esto es beneficioso para todos.

Cuando uno observa a un adicto, se da cuenta de que refleja una serie de disfunciones familiares, es decir, que el adicto es un "síntoma" de las disfunciones por las que está pasando toda la familia. Tales mecanismos sorprenden muchas veces a los padres y hermanos del adicto, a quienes les resulta difícil comprender que ellos también tienen problemas.

Como la carga de la enfermedad familiar suele caer sobre un solo miembro, la tendencia del grupo es entorpecer la curación -siempre en forma inconsciente- ya que la familia no puede funcionar bajo otros parámetros. Por esa causa se "protege de la contaminación" al resto de los hermanos. Por lo general, cuando el adicto logra curarse o tomar distancia del grupo familiar, otro hermano ocupa inmediatamente el lugar vacante y pasa a ser quien sostiene la adicción de la familia.

Cuando el adicto hace ante sus amigos alarde de su independencia, en realidad está actuando para evitar el sufrimiento de reconocer que la falta de comunicación y amor de la familia le produce ansiedad y dolor. La mayoría de los adictos mantiene estrechos lazos familiares. Aun entre quienes no viven con los padres, la frecuencia del contacto es notablemente superior a la que mantienen los no-adictos. Esto no habla, necesariamente, de calidad en la relación.

El apego excesivo por lo general delata una disfunción que se manifiesta en la necesidad del adicto de recurrir una y otra vez a la familia. Ésta a su vez lo necesita para hacerlo objeto de su dependencia. De esta manera todos calman la ansiedad: los padres, reteniendo al hijo adicto para no derrumbarse ante la pérdida del objeto que los mantiene unidos; el hijo, sintiéndose valioso y apreciado objeto de unión a causa de su enfermedad, la cual debe mantener para no perder ese lugar de privilegio.

Cuando el adicto comienza una relación sentimental, consigue un trabajo importante o empieza un tratamiento para deshabituarse de la adicción, el grupo familiar entra en crisis: los padres amenazan con separarse, otro hijo se vuelve adicto, o se produce algún desequilibrio a causa de la ausencia del factor aglutinante. La adicción se convierte así en un elemento de "estabilización familiar", lo que se denomina en psicología clínica homeostasis familiar.

En los casos en los que el conflicto conyugal hace eclosión, el hijo adicto crea una situación dramática y concentra la atención sobre él, con lo cual aplaza la crisis.

Salvo casos patológicos, todos los padres quieren que los hijos estén sanos, pero hay una poderosa fuerza inconsciente que los lleva a desear que los hijos sigan siendo los pequeños de siempre. Cuando el hijo comienza a crecer, a salir, a tener novia o a conseguir un trabajo, puede suceder, como expresáramos, que sienta la presión de los padres y busque una manera de perpetuar la estadía en la casa. En estos casos aparecen síntomas, como una adicción o algún otro tipo de enfermedad.

A menudo esto ocurre cuando la comunicación entre los integrantes de la familia es deficiente. Por ejemplo, si el matrimonio está pasando por un trance de ruptura, o guarda cosas que nunca se dijeron, o uno de los padres tiene traumas no resueltos, encuentra una solución más sencilla que confrontar y resolver los propios problemas: consiste en volcar toda la atención y las energías en lo que le está pasando a unos de los hijos.

Este tipo de mecanismo se da también en geopolítica. Si todos los argentinos estuviéramos enfrentados y de pronto se produjera una agresión de parte de otro país, nos olvidaríamos de inmediato de nuestras diferencias y nos uniríamos en un frente común. Otro ejemplo se da cuando un adulto interviene para reprender a dos chiquitos de tres años que estaban peleándose; automáticamente los chicos olvidan la pelea para unirse en contra del mayor. Otro caso es el de las hinchadas de fútbol, que se odian entre sí y tienen verdaderas batallas campales durante los partidos y fuera de ellos, pero cuando juega el seleccionado nacional alientan al equipo con el mismo fervor y olvidan los enfrentamientos. Es lo que se denomina hipótesis de conflicto del tercero en discordia.

Como ya vimos, en una familia en la que aparece un adicto, todos se ocupan de atender al chico-problema. Esto va creando un equilibrio familiar que sirve para mantener al grupo unido. Si el hijo mejora y abandona la casa, aparece en los padres la pregunta inconsciente: "¿y ahora cómo vamos a hacer para vivir, si después de tantos años somos dos perfectos desconocidos?" o "¿cómo voy a hacer para enfrentar mis problemas?" Sin advertirlo, la familia se "droga" con el hijo, es decir, se evade de su propia realidad para atender al que está mal. Cuantos más problemas causa esta tercera persona, más atención va a requerir. Es así como vemos chicos brillantes que se malogran a través de la adicción y nunca pueden salir de la casa.

También se da el caso, por ejemplo, del hombre soltero de más de cuarenta años que sigue viviendo con los padres porque se resignó a obedecer el mandato familiar que se traduce en mensajes del tipo: "esa mujer no es para vos" o "ese trabajo no te conviene". En este contexto todos los mensajes que llegan al hijo son para decirle que no está capacitado para vivir sin la tutela de los padres. La fuerza del mandato es tal que el hijo termina actuando inconscientemente con torpeza y todo le sale mal. Así se cumple la profecía que confirma que depende de los padres. El hijo está atrapado en un laberinto en el cual el equilibrio familiar se logra a costa de un "chivo emisario", o sea, alguien que lleva los signos de la disfunción del grupo y se convierte en un individuo problemático.

Los padres realizan una selección inconsciente entre los hijos y proyectan en el que han elegido los conflictos personales. La relación de estas familias de adictos suele ser muy tormentosa. A pesar de todo, el hijo adicto, en su desesperada búsqueda de amor y contención, se mantiene permanentemente en contacto con los padres aunque se halle lejos, más aún que un hijo sin problemas.

Síndrome del nido vacío

Conviene reiterar que cuando el adicto se somete a un tratamiento para alejarse de la adicción y comienza a obtener resultados – y eso podría llevarlo a la curación y por ende, al abandono de la familia – suele desencadenarse algún tipo de conflicto que lo retrotrae a la situación anterior. El padre se enferma, otro hermano empieza a tener problemas, o el matrimonio pelea y amenaza con divorciarse. Entonces el adicto retoma la conducta del fracaso, abandona el tratamiento y así logra que el problema familiar se disipe. El fracaso del hijo – en la terapia, en el trabajo, en una relación afectiva – sirve como función protectora para mantener la cercanía familiar.

Existen muchos miedos inconscientes que hacen desear que ese hijo no abandone el hogar. El síndrome del nido vacío que hace perder el sentido de la vida cuando el hijo ya no depende más de los padres, y el temor a envejecer que supone el crecimiento de los chicos son los más importantes. Estos sentimientos se dan en casi todas las familias, pero se resuelven con normalidad cuando la pareja tiene proyectos en común para llevar a cabo luego de que los hijos se alejen de la casa. Ése es el proceso natural. Lo patológico es que la obsesión de retener a los hijos se perpetúe en el tiempo y se convierta en un patrón de conducta permanente.

Hay familias en las que se produce el fenómeno del "gatopardismo". Esto significa que el síntoma cambia para que todo continúe igual. Dado que la problemática del hijo es tan evidente que ya no se la puede ocultar, el hijo deja la adicción y adopta una conducta negativa aunque más discreta y aceptable (pánico a salir a la calle, depresiones, bulimia, fobias, fracasos laborales reiterados, etcétera). De esa manera continúa la relación patológica, pero pasa más desapercibida.

Lejos de asumir las propias responsabilidades, la familia protege al adicto y culpa a los agentes externos del fracaso. Este verdadero círculo vicioso demuestra la necesidad de que todo el grupo familiar se someta a un programa terapéutico adecuado, que los ayudará a encontrar una salida para el problema.

Actitudes negativas de los padres

Existe una enorme diferencia cultural entre los padres y los hijos actuales. Los métodos educativos y de crianza a que fueron sometidos los progenitores, y los modelos que recibieron, no pueden ser trasladados, como siempre se hizo, a los hijos sin una previa actualización que permita un acercamiento y una comprensión entre las partes para que no se agrande la distancia generacional que los separa.

Una educación severa, "a la antigua", en la que no se discuten las órdenes, ni se permite exteriorizar los sentimientos ("los hombres no lloran"), es impensable en la actualidad. Pero tampoco se debe caer en el facilismo de "no quiero que mi hijo sufra como yo", porque ello predispone a una educación débil, errática y carente de límites y normas de convivencia.

La permisividad total daña al adolescente, quien necesita un modelo firme para usarlo como trampolín antes de lanzarse a elaborar su propio proyecto de vida. La imposición de límites justos va modelando la futura personalidad y le permitirá aceptar las negativas que frecuentemente encontrará en la vida, sin que ello constituya una frustración.

Un niño que sólo conoció el ante sus caprichos, al crecer se enfrentará con un medio que no está dispuesto a hacer concesiones. Cada no que reciba – en la escuela, con sus amigos, en su vida afectiva, en el trabajo – le provocará una ansiedad insuperable que necesitará calmar de inmediato con algún sustituto: la adicción.

Algunos padres concentran sus conflictos personales en los hijos y realizan una selección inconsciente para depositar, en el miembro más débil, el rol activo que los mantendrá unidos.

Estas familias suelen tener grandes dificultades para poner límites a causa de: miedo a ser anticuados, dependencia excesiva a las manifestaciones de los hijos, comodidad e irresponsabilidad, inmadurez para ejercer la paternidad, descalificación del padre o madre, pactos secretos entre la madre y el hijo, complicidad de los abuelos en el quebrantamiento de reglas, confusión de roles, entre otras.

Normas para criar hijos adictos

Los consejos que transcribimos se basan en los que elaborados por el Departamento de Policía de Houston, Texas, en los Estados Unidos. Con lenguaje irónico se intenta mostrar cómo actúan los padres que crían hijos adictos.

1) Déle al niño todo lo que quiera desde pequeño. De esa manera, crecerá creyendo que el mundo le debe la vida.

2) Cuando diga malas palabras, ríase. Eso le hará pensar que es gracioso. Además, lo alentará a aprender otras frases que más adelante lo harán enojar.

3) No le dé ningún tipo de formación espiritual. Espere a que cumpla 21 años y pueda decidir por sí mismo.

4) Evite usar la palabra "equivocado" porque puede crearle un complejo de culpa. Más tarde, cuando lo arresten por robar un automóvil, creerá que la sociedad está en contra de él y que lo persiguen.

5) Recoja todo lo que él deje desparramado (libros, zapatos, ropa, etcétera) para que aprenda a descargar todas sus responsabilidades en los demás.

6) Permítale leer cualquier tipo de publicación. Cerciórese de que los vasos y cubiertos estén esterilizados, pero deje que se alimente de basura.

7) Discuta con frecuencia delante de su hijo. De esa manera, no se sentirá tan sorprendido cuando más adelante el hogar se disuelva.

8) Dele a su hijo todo el dinero que quiera. No deje que se lo gane. ¿Por qué las cosas tienen que ser para él tan duras como fueron para usted?

9) Satisfaga todos sus deseos de comida, bebida y comodidades.

10) Defiéndalo contra los vecinos, los maestros y la policía. Todos están contra su hijo. La culpa nunca la tiene el sino los demás.

11) Cuando se vea envuelto en problemas serios, discúlpese diciendo: "nunca pude con él".

12) Prepárese para una vida llena de pesares. Es muy probable que la tenga.

Familias funcionales

Los innumerables estudios que demuestran la incidencia de los padres en las adicciones de los hijos adolescentes permitieron identificar las conductas negativas en este contexto. Cuando se observó el comportamiento de los grupos familiares de bajo riesgo, es decir, que no tienen adictos entre sus miembros, se obtuvieron datos vitales para encauzar las instancias de prevención y terapéutica.

Las características de la familia con bajo riesgo de contraer adicción se resumen en los cinco puntos que pasamos a detallar:

1) Una sensación de unidad familiar no simbiótica.

2) Desarrollo de recursos para resolver problemas y comunicarse entre sí.

3) Principios morales o religiosos firmes.

4) Menor grado de incompatibilidad caracterológica, social o cultural entre los padres.

5) Un marco en el que la autoexpresión, las convicciones y los proyectos personales pueden ser desarrollados.

Estos padres hacen un manejo equilibrado de la protección y dosifican el paso de la dependencia a la autonomía a medida que el hijo fortalece su personalidad, son conscientes de que la permisividad es tan perjudicial como el autoritarismo, aseguran la firmeza en el carácter de los adolescentes mediante el ejemplo y la transmisión de pautas, ejercen la paternidad de manera responsable, fijan límites razonables y los hacen cumplir, persuaden más que obligan, permiten el desarrollo de la opinión personal, tienen respeto y consideración hacia los sentimientos del hijo, elogian permanentemente lo positivo en vez de centrarse en lo negativo, aunque lo marcan cuando es necesario, evitan la manipulación, ya que ésta es un chantaje emocional que se aprovecha de los deseos y sentimientos del hijo para inducirlo a hacer lo que ellos quieren.

La sociedad adictiva

En la época victoriana, en respuesta a la excesiva represión y control, predominaba la neurosis como patología social. En la actualidad, en respuesta a la falta de límites, proliferan las adicciones

La cultura adictiva

Antes de introducirnos de lleno en un análisis de nuestra cultura y sociedad, es propicio recordar que la visión que adoptaremos en el contexto de las adicciones atenderá solamente a los factores negativos, dado que son los vinculados con el fenómeno de la adicción. No haremos un desarrollo de los aspectos positivos de nuestra sociedad, ya que éstos no atañen directamente al estudio de la problemática que aquí nos ocupa. Nuestra época nos plantea el desafío de conservar nuestros valores y de adaptarnos a los cambios constantes. Gracias a que tenemos la libertad de elegir es que podemos criticar la actual situación y buscar los medios para contribuir al desarrollo de nuestra cultura.

La nuestra es una sociedad hedonista. Algunos pensadores prefieren llamarla la "cultura de la aspirina", dado que todo dolor es vivido como algo negativo. El hombre se acostumbró a no soportar el dolor sin darse cuenta de que éste, en la medida en que tenga sentido, implicará un crecimiento.

Hoy el hombre se encuentra lanzado a una carrera de obtención constante de bienes materiales y depende de ellos para ser "feliz", más allá de los valores y principios esenciales. Esta tendencia tiene en el adicto a su máximo exponente.

Cambio de valores

La actual crisis de valores nos obliga a fortalecer al individuo para que la influencia cultural no lo perjudique. Los principios éticos y morales que regían hasta no hace mucho el comportamiento de las personas están desapareciendo; y a la decadencia moral se suma el incremento desaforado del consumismo.

Se juzga al hombre por lo que posee. Quien más tiene es más respetado, muchas veces sin cuestionar el origen de esa riqueza. Existe una sobrevaloración de lo material y a menudo para obtenerlo el hombre se ve obligado a emplear todo su tiempo y sus energías.

El capitalismo radicalizado de algunos sectores sociales ha provocado que el consumo sea la única manera de concebir la realidad. En este contexto, el hombre pasa a ser un objeto más cuya voluntad se puede comprar. Quien acepta esta visión del mundo ha dejado de lado los impulsos solidarios que hermanan a los hombres y se ha condenado, acaso sin saberlo, a vivir una vida desprovista de sentido.

Una de las manifestaciones más alarmantes de nuestra cultura es la compulsión a la compra de bienes de todo tipo que se promueve a través de los medios de comunicación. Los mensajes están construidos de tal manera que provocan en quien no puede comprar la sensación de que se está perdiendo algo maravilloso e imprescindible. Lo paradójico es que las personas que sí pueden acceder a estos bienes materiales muchas veces experimentan un sentimiento de desilusión y vacuidad que las hace desear al instante un objeto más novedoso. Es un círculo de desencanto, vértigo, insatisfacción, estrés, fugacidad y frustraciones.

La humanidad vive en una constante crisis provocada por la dinámica de la vida. El miedo al cambio paraliza y deja en el camino a quien se niega a "aggiornarse". Pero la búsqueda de elementos que contribuyan a la evolución y a nuestra inserción en el mundo no se puede llevar a cabo sin tener en cuenta los sentimientos y los valores éticos que dan sentido a la vida y satisfacción al espíritu del ser humano.

El hombre, economía de mercado y sociedad

El macro-Estado benefactor, ya sea en su versión más extrema de tipo socialista o en su variante capitalista, manejaba su parcela de poder de puertas adentro. Los vaivenes económicos dependían exclusivamente de derroches o ajustes domésticos relativamente fáciles de encauzar. Una industria mecanizada colmaba las aspiraciones laborales de casi todos los componentes de la sociedad y la iniciativa individual estaba fuertemente condicionada. Ahora ese modelo está en vías de extinción.

Que ese sistema cayera tan estrepitosamente se debe a un conjunto de causas. La globalización de los mercados y el superlativo desarrollo de la tecnología, entre otras, son las más espectaculares. En un lapso muy breve millones de personas se encontraron con la necesidad de adaptarse velozmente a las nuevas reglas de juego para no quedar fuera del sistema. Esto provocó situaciones de desprotección y de inseguridad en personas que hasta ese momento habían sido eficaces en su trabajo.

Cuando esta encrucijada se manifiesta de manera irreversible se produce en los damnificados un sentimiento de culpa por saberse inadecuados, sentimiento que genera deseos de evasión y hasta tendencias autodestructivas. Conciente o inconcientemente, el individuo capta la disociación que se ha producido con su entorno, siente que es suprimido por el medio y se considera socialmente rechazado y moralmente destruido.

A menudo esta situación acorrala a un jefe de familia, que de pronto pierde la capacidad de hacer frente a los requerimientos más elementales de los miembros de su hogar y, lo que es peor, no advierte una salida. En estos casos es probable que esa persona se hunda en la desesperación y recurra al consuelo del alcohol o de los antidepresivos para poder soportar la vergüenza que le provocan sus limitaciones.

El modelo social de competitividad, el anonimato de las masas urbanas, el cambio de roles en el hogar, donde ante la "debacle" económica y la pérdida de empleo del padre el ama de casa debe insertarse en el mercado laboral y a veces pasa a ser la sostenedora del grupo familiar, la información manipulada, la publicidad acuciante, son todos fenómenos que promueven el individualismo y la falta de sentido comunitario.

La tecnificación ha ido alejando la posibilidad de las relaciones personales. El achicamiento o desaparición de la gran casa familiar, las mutaciones en la estructura barrial, la pérdida del club social como elemento aglutinante y la televisión han acotado la posibilidad de sostener una relación frente a frente en la que dos individuos asumen el compromiso de cultivarla. Esta clase de sociedad tecnológica impide que las personas se conecten entre sí y promueve la comunicación a través de los objetos que poseen. Si analizamos el contenido de la gran mayoría de los mensajes publicitarios nos damos cuenta que las apelaciones que se usan son del tipo: "si no tomás tal bebida, no podés estar en el mejor grupo", "si no comprás tal auto, no podés entrar en este lugar exclusivo", "si no tenés teléfono celular estás fuera del mundo". Esto crea sentimientos de inferioridad y vergüenza en quienes no pueden comprar los objetos que se promocionan.

Las imágenes de un mundo ideal en el que todo es bello, sereno, exitoso y feliz atraen con una fuerza irresistible, y quien no puede acceder a eso -y la gran mayoría no puede- se siente frustrado, inútil y desanimado. Esa persona pierde interés por vivir la vida supuestamente mediocre que le tocó en suerte o intenta lograr el "éxito" a toda costa, sin reparar en los métodos que pone en práctica.

La inseguridad económica condiciona los proyectos individuales y familiares. A su vez, esa falta de proyectos puede provocar adicciones que son un mero intento de salir de una situación frustrante.

Complementando lo dicho es interesante transcribir un párrafo del libro Triunfo de Michel Quoist "Por sus realizaciones extraordinarias, el mundo moderno es prodigiosamente bello y grande. El hombre, orgulloso de sus conquistas y de su poder sobre la materia y sobre la vida, parece dominarlo cada día más. Ahora bien, a medida que el hombre domina el universo con la ciencia y la técnica, pierde el dominio de su universo interior. Penetra el misterio de los mundos, el de los infinitamente pequeños y el de los infinitamente grandes, y se pierde en su propio misterio. Quiere dominar el universo y ya no sabe dominarse a sí mismo. Domestica la materia, pero ahora que -libre de su tiranía- debería vivir más con el espíritu, la materia perfeccionada se vuelve en su contra, lo esclaviza y el espíritu muere…"

Necesidades del hombre

Riesgos del contexto

Identidad

Masificación, aculturación, universalización, desarraigo.

Interioridad

Materialismo, vacío existencial, desacralización de la vida.

Creatividad

Mecanización, robotización.

Pleno desarrollo

Educación fragmentadora, racionalismo.

Conocer e interpretar

Subjetivismo, propaganda, evasión de lo real.

Conocerse a sí mismo

Cosificación, hedonismo, "no a la frustración". Cultura de la aspirina.

Seguridad y confianza

Desintegración familiar, aceleración tecnológica, cambios, agresividad social.

Apertura y comunicación

Desamor, egoísmo, ruptura del diálogo, aislamiento, margi-nación.

Autonomía

Consumismo, conformismo, autoritarismo, irresponsa-bilidad, dependencia.

Escala de valores

Relativismo de los valores, anemia social, falta de modelos.

Las adicciones son un síntoma de que algo en el plano social no funciona.

La esencia de la condición humana aparece enfrentada a las características sociales y familiares de "nuestros tiempos". Nos muestra así, una situación de contradicción y de riesgo que se puede esquematizar como en el cuadro anterior.

Resulta impensable el poder desarrollarse en nuestra cultura y quedar completamente inmunes frente a alguna clase de adicción. Los hijos de padres adictos al alcohol o a las drogas corren desde luego un riesgo mucho mayor que aquellos de quienes no ponen de manifiesto una conducta ostensiblemente adictiva. De una u otra manera, es necesario tomar conciencia de que todos corremos el riesgo de incurrir en una o varias adicciones.

Muchos rasgos de la personalidad adictiva se reflejan cada vez con mayor intensidad en las tendencias, modas y conductas sociales. La negación, por ejemplo, propende a disfrazar o a ocultar directamente realidades que se juzga indeseables. La falta de honestidad es moneda corriente en el mundo de los negocios y el deporte, donde además impera con fuerza arrolladora el culto a la imagen. En un mundo altamente tecnificado y globalizado, donde las comunicaciones adquieren una velocidad inusitada, ese contagio se propaga a pasos agigantados.

Si es verdad que en muchos casos una persona se vuelve adicta por características personales y familiares, no es menos cierto que todos nosotros nos vemos de alguna manera impulsados a cumplir las exigencias de una sociedad que ha distorsionado los valores esenciales, suplantándolos por un conjunto de metas intrascendentes y objetivos superficiales. El escritor irlandés Oscar Wilde, a fines del siglo XIX, definió a un cínico como el individuo que ignora la diferencia que existe entre valor y precio. Un siglo más tarde, no resulta demasiado complicado identificar con la misma definición a una sociedad profundamente cínica.

Ya hemos visto que la inmensa mayoría de la gente que se vuelve adicta lo hace porque intenta suplantar equivocadamente sus necesidades insatisfechas por algo exterior a ellas que supuestamente les suministrará lo que les falta y buscan con tanto afán. Quienes por ejemplo, sienten el impulso de controlarlo todo incurren a menudo en la adicción a objetos que en sí carecen de voluntad para oponérseles. La ropa en la vidriera "está siempre allí" para satisfacer la demanda del adicto a las compras. Basta pedirla y pagarlo para que sea "entregada" sin oponer la menor resistencia.

Los avisos publicitarios cumplen un papel primordial en la instigación a contraer adicciones. Nuestras preferencias se encuentran muchas veces condicionadas por una publicidad que no ignora nuestras falencias y se dispone a usarlas en su beneficio. Una de sus tácticas predilectas consiste en la repetición hasta el cansancio, "machacando" con la misma imagen y las mismas palabras hasta obtener de nuestra parte un consentimiento del cuál no somos plenamente conscientes. Es más: en ciertos casos somos capaces de detectar la manipulación de que se nos hace objeto, lo cuál no nos impide adherir a la propuesta. La tentación es demasiado fuerte cuando la promesa de "salvación" no ahorra argumentos y nos estimula con la idea de arreglar nuestra vida de manera eficaz y veloz.

El costo social de la adicción es demasiado alto. Las reiteradas ausencias al trabajo implican millones de horas, sin contar los bajos rendimientos y las enormes sumas que deben invertirse para atender los problemas de salud que originan muchas adicciones. En última instancia son los individuos quienes padecen las consecuencias, pagando un precio que no puede medirse solamente en términos de dinero.

Pero la plaga de adicciones tiene una implacable lógica interna. Mientras la gente sea incitada a sentir que no vale demasiado y que ha perdido un control, que se lo invita a reconquistar (por medio de productos o actividades que alteran el ánimo y embotan la conciencia), será difícil revertir la situación a nivel social.

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