Ignacio es arquitecto, tiene treinta y cinco años y ha podido ahorrar un dinero. No es mucho realmente, pero si consiguiese de alguna manera duplicarlo podría invertirlo en algún departamento, cuya renta le permitiría disfrutar de un alivio en su presupuesto mensual. Conversando del asunto con un amigo, éste le sugirió que probase suerte en la Bolsa de Comercio; podría pasarle algunos datos para incrementar la suma en un par de semanas. Como los datos eran de buena fuente, efectivamente la cifra se duplicó con creces en apenas tres semanas, y entonces le sugirieron que vendiera sus acciones, pues el aumento respondió a una maniobra de fuertes inversores y era muy probable que en los próximos días aquellos títulos bajaran abruptamente. Así lo hizo, y ahora está en condiciones de comprarse el departamento que quería. Pero pensó que una renta mensual fija no era en definitiva nada especial. Le gustó aquello de ganar dinero tan fácil y rápido, así que resolvió cambiar de inversión, siempre asesorándose con aquel amigo que le había aconsejado tan bien.
Al comienzo esta inversión prosperó; entonces Ignacio empezó a impacientarse. Le costaba la dedicación al trabajo, su mente ya había quedado atrapada en los altibajos de la Bolsa, y a menudo conectaba la TV de su estudio para seguir de cerca la evolución de las cotizaciones. Se le volvía complicado tener que esperar hasta la noche para enterarse de los resultados por el noticiero, al volver a casa.
Hoy, su trabajo se ha resentido en buena medida, y aunque el juego de la Bolsa no lo ha arruinado todavía, es muy improbable que vaya a convertirlo en millonario. Muchas veces falta al estudio para seguir de cerca el mercado, y lo peor es que uno de sus socios le ha señalado ya varias veces que lo nota ausente, como si tuviera la cabeza en otra cosa. Y claro que la tiene. A este paso su futuro profesional no parece demasiado promisorio. El otro socio insinuó que de persistir en su actitud, sería mejor que Ignacio fuera pensando en abrir otro estudio por su propia cuenta.
Este caso, es ilustrativo de lo que la adicción significa, y nos permiten comprender que nuestro concepto previo de lo que es un adicto era apropiado pero insuficiente.
De acuerdo con el criterio común, el adicto se nos presentaba como un paria, un marginado, alguien completamente diferente de nosotros. Un rebelde desahuciado que nada tenía que ver con nosotros ni con nuestro entorno familiar o social.
Esta imagen ya no resulta creíble. La adicción -ya sea a sustancias, objetos, actividades o personas- ha aumentado considerablemente su espectro, y ya no se puede ya distinguir entre personas ricas o pobres, barrios elegantes o humildes, razas diferentes o creyentes y no creyentes.
Porque todos nos desarrollamos en una sociedad adictiva, que provoca un estado de debilidad ante la adicción. Seremos más o menos vulnerables según sea nuestro interior, y no según el barrio donde vivamos o la raza a que pertenecemos. Desde luego que hay una escala entre las diversas adicciones, y a nadie se le ocurriría sostener seriamente que es lo mismo emborracharse que trabajar compulsivamente, o tener sexo compulsivo que comer chocolate sin control. Claro que en todos estos casos hay siempre dolor; y en los menos graves, al no haber una censura legal o social, los adictos no se sienten incitados a buscar ayuda. El cigarrillo tiene mayor tasa de reincidencia que la poderosamente adictiva heroína porque aquel no tiene sanción legal ni social.
Adicción a drogas legales e ilegales
Aunque el propósito de este libro no es ahondar en estos temas, nos vemos obligados a hacer una somera referencia, dado que el término adicción se identifica con los de drogadicción y alcoholismo.
En primer lugar consideramos necesarias algunas aclaraciones previas. Los criterios para clasificar las drogas son variados. Pueden agruparse según los efectos que producen, su procedencia, el tipo de dependencia que generan (blandas o duras), la intensidad de la adicción que provocan, si son legales o ilegales, y otros criterios. Muchos de los cuales son arbitrarios. Por ejemplo, clasificar a las drogas como legales o ilegales resulta demasiado subjetivo, ya que esa variable depende de cambiantes factores culturales, económicos y políticos. Hemos optado por la enumeración anterior para simplificar el panorama. También nos referiremos someramente a los diferentes trastornos de la alimentación (compulsión por la comida, anorexia, bulimia). No hace falta aclarar que la comida no es una droga, pero lo que aquí hemos tratado de resumir es el conjunto de las conductas adictivas más frecuentes.
Las drogas ilegales. Desde tiempo inmemorial el hombre ha buscado y consumido sustancias que transforman la percepción de la realidad. En la sociedad actual, y siguiendo esta clasificación convencional, podemos considerar como drogas ilegales a la cocaína, la marihuana, la heroína, el LSD y el éxtasis, por citar sólo las más conocidas. Del total de los consumidores, alrededor del 80% pertenece al sexo masculino y 20% al femenino. La franja etarea más castigada es de los 16 a los 25 años de edad. Se estima que actualmente el narcotráfico mueve unos seiscientos mil millones de dólares. Cada vez en forma más acelerada parecen ir desapareciendo los principios éticos y morales que sustentaban nuestra cultura, lo que nos obliga a fortalecer al individuo para que esta corriente no lo arrastre y termine por sumergirlo.
Las drogas legales. El stress o la depresión producidos por las condiciones en que se desarrolla la vida en nuestra sociedad actual, llevan a mucha gente a buscar un alivio inmediato en psicofármacos. Se trata de sustancias de origen natural, cuya estructura química se ha modificado mediante su manipulación en el laboratorio. Entre ellas podemos mencionar al alcohol, la nicotina, los somníferos, tranquilizantes, estimulantes y analgésicos. Y hasta podrían agregarse las gotas para la nariz. El mayor porcentaje de consumo pertenece al sexo femenino (alrededor del 60%) y el 65% de los consumidores es gente mayor de 40 años. Frente a un factor desencadenante (angustia, insomnio, stress) se recurre por lo habitual a la prescripción médica, y en muchos casos la persona experimenta la necesidad de incrementar las dosis, cayéndose en lo que se denomina iatrogenia, donde el remedio termina siendo peor que la enfermedad. Por último suele caerse en la autoprescripción, y la persona se vuelve adicta casi sin darse cuenta.
Si se consideran las enfermedades que produce, los conflictos familiares que desencadena y el enorme costo social que implica, puede decirse sin temor a exagerar que el alcohol es una de las drogas más peligrosas que se conoce. Tomado en moderadas dosis no implica problemas, pero más allá de ese límite prudente provoca situaciones de descontrol y lleva a muchos bebedores a caer en el alcoholismo, una enfermedad en sí misma y que causa un alto porcentaje de mortalidad. Una de las propiedades del alcohol consiste en producir un aflojamiento de los frenos inhibitorios de la conducta; si a esto agregamos el hecho de que su consumo, lejos de estar prohibido, es estimulado por una creciente publicidad, se comprende fácilmente que vastos sectores de la población lo usen sin tener demasiado en cuenta la peligrosidad que entraña su simple uso. Basta el hecho de que en todos los brindis se chocan las copas invocando un deseo para todos: "Salud!".
La adicción al tabaco es una de las más comunes y peligrosas, con la particularidad de que su consumo no acarrea las consecuencias socialmente perjudiciales de otras substancias permitidas, como el caso del alcohol, por ejemplo, lo que dificulta el hecho de recuperarse. Progresivamente la sociedad ha ido tomando conciencia de lo nocivo de esta adicción, y cada vez se restringe más la posibilidad de fumar en lugares públicos.
Adicción a la comida
Debido a que la sociedad actual privilegia el modelo de la delgadez y lo promueve desde los medios masivos de comunicación, todo lo que no calce dentro de esos cánones es inaceptable. Dada esta circunstancia, el obeso no tiene cabida dentro de los grupos de "gente linda". El temor a la obesidad y la persecución obsesiva de la delgadez son la causa de la bulimia y de la anorexia, que son un tipo de adicción que se relaciona con la comida.
La bulimia y la anorexia son enfermedades casi exclusivamente femeninas. Las estadísticas indican que 9 de cada 10 personas que las sufren son mujeres, aunque la tasa de hombre ha ido en aumento. La anorexia consiste en mantener una dieta estricta y permanente que en casos extremos puede llevar a la muerte. A las anoréxicas no les interesa el sexo ni tener amigos. Los síntomas más comunes de la anorexia son el temor morboso a volverse gordo; el control exagerado de la alimentación; el abuso de determinadas sustancias; los vómitos; el pensamiento constante acerca de la ingestión de alimentos; sentimientos de inferioridad respecto de la inteligencia y la apariencia; retraimiento familiar y social; pensamientos equivocados respecto de la propia imagen corporal; trastornos en el ritmo cardíaco.
Una característica muy importante de las chicas que sufren anorexia es que cumplen con sus obligaciones de una manera estricta. Por eso no es de extrañar que cuando comienzan una dieta la hagan con patológica exageración. Bajo la aparente ausencia de conflictos en las familias de estas jovencitas, que aún volviéndose escuálidas se sienten gordas, se oculta con frecuencia un problema de comunicación, en especial con la madre. En su mayoría son chicas inteligentes, buenas estudiantes y perfeccionistas. Sin embargo, les resulta difícil expresar sus deseos y emociones, tienen una baja autoestima y necesitan constantemente sentirse aprobadas por los demás.
La bulimia tiene etapas de control seguidas por otras de gran descontrol. Las bulímicas incurren muchas veces en conductas promiscuas tanto en lo referente a la sexualidad como en la actitud con las drogas y el alcohol. En estos aspectos se muestran tan voraces como con los alimentos. Estas personas suelen padecer una marcada inestabilidad emocional y una clara tendencia a la depresión. Tienen una pobre imagen de ellas mismas, son muy sensibles al rechazo y a menudo se sienten incómodas e inseguras. Tienden a sentirse culpables y son excesivamente autocríticas.
Los episodios recurrentes de atracones compulsivos hacen perder a las bulímicas el control sobre la ingesta de comida. Para evitar el lógico aumento de peso, acostumbran a provocarse vómitos, abusan de laxantes y diuréticos y adoptan regímenes estrictos o simplemente ayunan.
Entre los factores que colaboran con la aparición de estas enfermedades que se encuentran hoy en un período de plena expansión, está la problemática global que debe enfrentar cualquier adolescente: crecimiento, logro de una identidad propia y necesidad de relacionarse con el medio de una manera adulta. En principio, hay que tener en cuenta el contexto social, que cada vez se vuelve más competitivo y propone una innumerable gama de modelos e ideales muchas veces alejados de un desarrollo sano. Luego las crisis evolutivas de la familia y las relaciones que le son propias.
Aunque ninguno de estos factores por sí solos constituye la causa directa de estas enfermedades, la suma de ellas aumenta la probabilidad de su aparición. Una sociedad en la que la delgadez no sólo es sinónimo de belleza sino de inteligencia y de felicidad, crea modelos con los que una gran mayoría desea identificarse. Si estos modelos son tomados por la familia como valores que, de forma manifiesta o no, deben cumplirse, se está propiciando la aparición de los trastornos mencionados.
Las nuevas adicciones: adicciones de moda
Son las otras adicciones que forman parte de este libro.
Los adictos al juego no sólo se perjudican en su patrimonio, sino que pierden interés por cualquier otra cosa, y entre ellos es alto el porcentaje de personas con problemas cardíacos e incluso de suicidas.
La adicción a las compras quizá hoy más que nunca se vea restringida a un alto nivel socio-económico, pero no deja de ser un asunto a considerar.
La adicción al trabajo es grave, aunque no lo parezca, porque sustrae al adicto de su familia y le impide disfrutar del esparcimiento indispensable para llevar una vida equilibrada y saludable.
Los adictos a los ejercicios físicos no parecerían revestir mayor gravedad, pero sin embargo pueden correr serios riesgos. Las relaciones familiares y de trabajo se perjudican por el interés exclusivo que ponen en su actividad, y viven en la constante preocupación de superar sus propias marcas.
También la TV, los videojuegos y actualmente Internet contabilizan un número de adictos que parece ir creciendo.
Por otra parte, aunque no menos importante, están los adictos al sexo, que usan el mismo como si se tratara de una droga. Las variantes son múltiples, desde los que mantienen contactos sexuales diversos, los seductores, los que se obsesionan con prostitutas o travestis, quienes se masturban compulsivamente, hasta el voyeur, el exhibicionista y en el extremo más grave los que gozan con el abuso sexual, los castigos físicos como medio de obtener placer, y los violadores.
Por último hay que referirse a los adictos al amor, aunque podría caracterizárselos más bien como adictos a las relaciones afectivas. Suele denominárselos "codependientes", por su inclinación a vincularse con personas que a su vez ejercitan otra adicción. Generalmente son víctimas de menoscabos en el terreno emocional, físico e incluso sexual.
Los cuatro jinetes del Apocalipsis
Los síntomas de toda adicción pueden ser detectados y descriptos. Para efectuar un diagnóstico adecuado existen sin embargo problemas, pues es común que el propio adicto eche mano de ciertos medios dirigidos a disimular su conducta adictiva.
Veamos cuáles son los cuatro síntomas de la adicción:
La negación es un mecanismo de defensa común a la mayoría de los seres humanos, pero en el adicto se ejerce con inusitada intensidad. Esto implica no sólo que procura ocultar su situación a los demás, sino que también lo hace ante sí mismo, recurriendo a innumerables trampas para lograr su propósito. Se convierte así en una maquinaria de negar, girando alrededor de dos afirmaciones falsas: a) La persona, sustancia o actividad de su adicción no es un problema que le incumba. b) Sus problemas en aumento nada tienen que ver con el objeto de la adicción.
Niega el asunto ("¿cuál es el problema?"); le resta importancia ("vamos, no es para tanto", "no pasa nada"); echa la culpa a un tercero ("qué quieren, con la esposa que me tocó") o a una situación ("con lo mal que van las cosas"); se niega a abordar el asunto ("por favor, cambiemos de tema") o echa mano a la racionalización ("lo de Fulano sí que es grave, no van a compararme con él").
Son muchísimos los ejemplos que ilustran este temperamento. Jaime nos relata lo que ocurría cada vez que alguien osaba insinuarle que tenía una manera de beber anormal:
"¿El alcohol? ¿Y eso a qué viene? Pero qué tendrá que ver. Me gustaría verlos a ustedes en mi situación. Con un sueldo que no alcanza, una mujer que no colabora para nada y dos hijos que hacen la suya y no son capaces de preguntarme si necesito algo. Y por si fuera poco, la empresa que anda en serios problemas y mi jefe que me tiene entre ojos, vaya uno a saber por qué… Ustedes se equivocan. Las copas que me tomo, que al fin de cuentas no son tantas, me ayudan a sobrellevar esta vida de porquería…"
Las excusas no tienen fin. Marcela, una jugadora en recuperación, puede hablar del asunto ahora que lo ha superado.
"¿Lo he superado? La respuesta es sí, pero como decimos en el grupo, sólo por hoy. La mente de uno es muy traicionera. Todavía deberá pasar un tiempo hasta que me sienta verdaderamente afirmada en mi convicción de no volver a jugar. De todas maneras, hoy no jugaré, y puedo ver cada vez con más claridad lo que me ocurrió. Me ponía toda clase de excusas para escaparme al bingo: con el sueldo que gana mi marido jamás terminaremos de pagar la hipoteca; después de todo, ¿desde cuándo está prohibido soñar?; ya van a ver cuando aparezca con cien mil dólares, ahí se van a dejar de vigilarme, se van a acabar esas críticas solapadas que yo les veo en la mirada…"
"Lo peor es que me lo creía de veras, y me endeudaba con gente con tal de que no me faltara esa platita salvadora que me iba a conseguir una fortuna. A veces ganaba, pero era lo mismo que nada. Pagaba alguna cuentita pero al día siguiente volvía a jugar para hacerme millonaria y volvía a casa sin un centavo. A veces tuve que pedir a algún desconocido que me pagara un boleto de ómnibus, aunque parezca increíble. Como en el barrio me conocían, yo me iba a jugar bien lejos, con la excusa de visitar a una amiga cómplice que vivía a cincuenta cuadras y siempre estaba enferma. Los adictos somos capaces de cualquier cosa con tal de salirnos con la nuestra. Hasta que todo termina por descubrirse. Lejos de pagar la hipoteca, mi marido tuvo que recurrir a un hermano que le prestó el dinero para pagar a mis acreedores, que perdieron la paciencia y empezaron a exigir el cumplimiento de mis promesas. Uno de ellos era un prestamista profesional, un usurero, y me quise morir cuando se las ingenió para conocer mi domicilio y aparecer en casa amenazando con un juicio por unos pagarés que yo había firmado en el bingo… Creo que allí toqué fondo. Pero qué duro camino tuve que recorrer…"
La negación "desenchufa" al adicto de la realidad. Uno podría preguntarse si, de no tomar esas copas, el sueldo de Jaime no le rendiría algo más. O si su jefe lo tendría entre ojos si lo viera cumplir los horarios y trabajar con eficacia. Y con la plata tirada en el bingo, la situación económica de Marcela no habría estado cada vez más comprometida, hasta podría haber ayudado al marido con las cuotas de la hipoteca.
La negación fomenta el bloqueo de las facultades mentales, y no sólo en el caso de drogas que en sí mismas tienen el poder de alucinar y anestesiar la conciencia. Se produce en cualquier adicto una verdadera "fuga de la realidad", y en este sentido nos encontramos frente a una "micropsicosis", como lo señala la Dra. Margaret Bean-Bayog, psiquiatra de la Universidad de Harvard. La denominación está significando que la persona tiene la capacidad de razonar coherentemente en todos los asuntos que hacen a su vida cotidiana, pero es incapaz de reflexionar acerca del tema de su adicción. No está en condiciones de admitirla, simplemente no puede reconocerla.
Además, el adicto desarrolla una extraordinaria habilidad para confundir a las personas de su entorno, convenciéndolas muchas veces de que están viendo visiones y allí "no pasa realmente nada". Como si proyectara su propia confusión en los demás. Quienes lo rodean deberán recurrir a todo su sentido común para no dejarse envolver en esta verdadera cortina de humo que el adicto despliega con la finalidad de que nada ni nadie pueda interferir entre él y su adicción. El adicto parte de un sistema erróneo de creencias, basado en cuatro suposiciones básicas: a) Él debe ser perfecto. b) La solución rápida es eficaz. c) Cuando quiera puede salirse del problema d) Nadie puede ayudarlo.
La fijación es consubstancial a la conducta adictiva. Significa que el adicto no puede dejar de pensar en la persona u objeto de su adicción, y constantemente planea el próximo "encuentro", sin ser capaz de descansar hasta lograrlo. Se sustrae de la realidad para fijar su atención en el objeto adictivo, obsesionándose con él. Si sus expectativas se ven frustradas experimenta un sufrimiento que puede arrastrarlo en ciertos casos a una situación de pánico. En un tiempo que varía según sea la personalidad de cada individuo y sus circunstancias, la adicción pasa a ocupar el primer puesto en sus intereses, y termina por suprimir cualquier otro interés. Su actividad se centra en conseguir la droga, o en obtener una entrevista con la persona que lo obsesiona, o en realizar el deporte que no lo deja pensar en otra cosa.
Alfredo, un ex-corredor compulsivo, ofrece su testimonio:
"Un sábado por la mañana tenía programado salir a correr con dos amigos. Recuerdo que siempre solía preparar mi equipo la noche antes, y aquello constituía una especie de ritual. Todo tenía que estar impecable. A las seis de la mañana mi esposa me despertó en estado de tremenda agitación. Escuchó un quejido en la habitación de nuestros hijitos y comprobó que Julio, el menor, de apenas dos años y medio, se había caído de su cama. No presentaba ninguna herida pero tampoco respondía a los estímulos para despertarlo. Podía haberse producido una lesión interna. Como en el teléfono del pediatra estaba puesto el contestador automático, le dejamos un mensaje rogándole que viniera cuanto antes. Al no obtener respuesta, resolvimos lanzarnos al hospital más próximo. Me puse el equipo de correr y salimos disparando con el auto, llevando también a nuestro hijo mayor para no dejarlo solo. En el hospital nos hicieron ingresar a la guardia y trataron de tranquilizarnos. Julio parecía respirar con cierta dificultad y apenas abría los ojos. Miré mi reloj por cuarta o quinta vez. Eran las siete apenas pasadas y yo había quedado con mis amigos en encontrarnos a las siete y media. En aquel preciso momento "toqué fondo". Fue el descubrir con horror que durante esa hora me preocupaba más el hecho de llegar a la cita y correr que la salud de mi hijo. Había estado sufriendo un espantoso mal humor, diciéndome todo el tiempo "el maldito chiquilín me arruinó el programa". Tuve que esconderme en el baño del hospital para no afligir a mi mujer con mis lágrimas. Felizmente Julio se recuperó. Y yo también. A partir de aquel día dejé de correr, pues comprendí que no podía controlarlo. Se trataba de todo o nada, y por suerte opté por esto último. Entonces comencé una psicoterapia que me ayudo a ver qué me estaba pasando."
Este impulso puede describirse como un mandato interno, frente al cual no hay razonamiento que valga. Una adicta a las compras procede con la misma irracionalidad que Alfredo, y si bien él tuvo la oportunidad de un último acto sensato, la mayor parte de las veces esto no ocurre y las consecuencias de semejante conducta pueden llevar, en casos extremos, a la muerte propia o de alguien cercano, a quien el adicto jura amar con toda su fuerza.
Los efectos perjudiciales son indispensables para poder hablar de adicción. Si a uno le agrada, por ejemplo, un vaso de jugo de frutas con el desayuno y repite todos los días esa experiencia gratificante, en realidad adquiere un hábito saludable que no acarrea ninguna consecuencia negativa. Sería absurdo referirse al hecho en términos de adicción. Por lo tanto, sólo puede hablarse de ella cuando se vuelve en contra de uno. Si bien al principio no se detectan mayores problemas, y hasta es seguro que las primeras experiencias resulten agradables, tarde o temprano la conducta adictiva comienza a producir efectos contraproducentes, y a pesar de ellos el adicto persiste en su actitud con una perseverancia que difícilmente haya sostenido en otros terrenos. La conducta adictiva suele proporcionar placer al principio; de otra forma sería improbable que se la pudiera sostener e incrementar. Pero a largo plazo el placer se transforma en malestar y por último en dolor y desesperación.
Los efectos perjudiciales de la adicción invaden tanto las relaciones personales (conyugales, familiares, sociales) como las laborales e intelectuales ( trabajo, estudio, proyectos de desarrollo intelectual o laboral) el dinero, la salud física y mental y el comportamiento de la persona.
Gonzalo es un adicto al sexo, gracias a lo cual su vida se ha convertido en algo así como un laberinto sin salida. Desde muy chico sintió una fuerte vocación por la medicina, pero también descubrió que le costaba mucho estudiar, aunque pasaron años hasta que comprendiera la causa de esa dificultad. Con todo, pudo terminar el bachillerato y se recibió de médico a los veintiséis años, especializándose en traumatología. Poco después se casó con su novia, hermana de un compañero de colegio, y a quien hacía sufrir con sus escapadas sexuales que trataba de ocultar lo mejor posible. Un año después nació su primer hijo, y Gonzalo se prometió que "sentaría cabeza". Pero ya desde la Facultad, y pasando luego por la residencia médica, sus aventuras sexuales le ocupaban no sólo un considerable tiempo sino que además le absorbían la mente sin descanso. La obsesión por nuevas conquistas no lo dejaba en paz, lo que terminó en una dura separación conyugal. Por otro lado, su trabajo profesional se fue resintiendo al punto de perder su puesto en un conocido sanatorio, al que había accedido por sus antecedentes y una importante recomendación.
Gonzalo ha intentado varias veces reconstruir su vida afectiva, pero su compulsión por el sexo lo conduce a reiterados fracasos. Por lo que respecta a su labor profesional, realiza rutinariamente su trabajo en otro sanatorio privado. Sus expectativas de convertirse en un traumatólogo de primera línea no se han cumplido, y seguramente sospecha que no se cumplirán. Próximo a los cuarenta años y sin haberse dado la oportunidad de buscar ayuda terapéutica, ni siquiera toma conciencia de su adicción y atribuye su estancamiento a factores externos: la mala suerte, el haber tenido un padre excesivamente severo, la muerte de su madre que le causó tanto dolor.
En realidad, muchos adictos arruinan aun sin proponérselo su matrimonio; además, le roban tiempo a la convivencia familiar, lo que redunda en falta de diálogo, desinterés por los proyectos en común, indiferencia sexual, rencores y falta creciente de comunicación. Su entorno empieza a desconfiar y termina por no conceder ningún crédito a sus declaraciones. A menudo todo termina en dolorosas separaciones y aislamiento.
Jaime, el alcohólico en recuperación, puede comprender ahora toda la injusticia que cometía al reprochar constantemente a su mujer y sus hijos: "Y claro, yo los acusaba de indiferencia cuando en realidad estaban tratando de defenderse. Porque a mí la culpa me volvía huraño, prefería no entablar un diálogo. Y alguna vez, cuando mis hijos eran pibes, hasta ligaron algunos golpes, en la época en que empezaba a darle fuerte al trago. Gracias que pude parar a tiempo, y que me dieron una segunda oportunidad. Pero las heridas que quedan no son fáciles de cicatrizar."
En lo que se refiere al aspecto laboral, empiezan las llegadas tarde y la falta de concentración; los vínculos con los compañeros comienzan a deteriorarse y pueden llegar a ser una causal de despido; en el más leve de los casos se pierde la posibilidad de obtener premios y ascensos.
Ignacio, el arquitecto que jugaba a la bolsa, no podía concentrarse en su trabajo y corría a su casa para enterarse de los resultados. Uno de sus socios llegó a insinuarle que pusiera un estudio por su cuenta, pero ni siquiera esa velada amenaza de ruptura laboral logró disuadirlo de su actitud.
Por otra parte, la conducta adictiva exige un considerable gasto, ya sea para adquirir la droga de preferencia, objetos más o menos costosos en el caso de compra compulsiva, o apuestas si se trata de juego. Suelen aparecer deudas, los ahorros se evaporan y se solicitan más préstamos, muchas veces imposibles de devolver.Viene al caso lo que relató Marcela. "Yo creía, cada vez que me disponía a jugar, que iba a hacer saltar la banca y así se acabarían todos los problemas económicos de la familia. Tuve que encontrarme con aquel acreedor en la puerta de calle para que se derrumbaran todas mis fantasías respecto del juego. Si me hubieran dejado seguir, si ese hombre no hubiera aparecido, quién sabe hasta qué extremos habría llegado yo con tal de seguir desafiando a la suerte…"
Con respecto a la salud física y mental, cualquier elemento capaz de alterar el ánimo termina por producir un deterioro físico. La conducta adictiva implica necesariamente estados de tensión emocional, lo que trae como consecuencia desórdenes del apetito, jaquecas, úlcera, insomnio y un sinnúmero de inconvenientes orgánicos. En e caso de los adictos a las drogas y al alcohol, estos padecen además las consecuencias propias que producen. En cuanto a la salud mental, hay un vasto espectro de secuelas psicológicas, tales como intolerancia, irritabilidad, mal humor habitual, desvalorización, vergüenza o sentimientos de culpa. Particularmente la autoestima se desmorona, debido a los problemas y fracasos que ocurren en el hogar, en el trabajo y en el presupuesto. Sin contar las alteraciones mentales que se producen en el caso de los adictos a drogas y otras sustancias tóxicas. Inmersas en la adicción, las personas actúan inconscientemente de una manera no habitual, adoptando actitudes que los demás consideran en el menor de los casos como "extravagantes", cuando no egoístas y desdeñosas. Suele comprobarse desprolijidad en el arreglo personal y falta de aseo. La preocupación del adicto por procurarse el objeto de su adicción lo lleva a menudo a descuidar estos detalles que le parecen "secundarios"
4) Por último, el descontrol resulta ineludible. Es muy común que a medida que la adicción progresa, el adicto perciba ciertas "señales" que le indican el peligro. En esos casos intentará moderar su conducta, y es frecuente que comience a proponerse un control, suponiendo que realmente tiene la suficiente capacidad de "manejar" la situación. Ocurre que la fuerza de voluntad no es suficiente, y la sustancia o actividad en cuestión son las que en realidad lo manejan. Una vez hecha la primera apuesta, el jugador ya no podrá detenerse hasta perder el último centavo, y es probable que incluso se endeude para recuperar lo gastado. Lo mismo le sucede a un alcohólico si intenta un solo trago, convencido de que allí mismo se detendrá. Un adicto al tabaco podrá proponerse un determinado número diario (diez por día) y es posible que se mantenga en esa cifra por un breve lapso. Pero tarde o temprano perderá esa supuesta "conducta". Los ejemplos abundan. Un adicto a comer en exceso lo explica:
"Me propuse infinitas veces comenzar un régimen. Habitualmente empezaba así: "A partir del lunes…" o "el mes que viene…" y siempre terminaba comiéndome todo. Yo me decía a mí mismo que era inteligente y voluntarioso, y confieso con honestidad que no me considero tonto ni débil de carácter. Una vez llegué a mi récord: 125 kilos, y me dije que ahora era el momento de decir basta de veras. Empecé con las mejores intenciones, y dos meses después pesaba 108. La cosa iba bien, era cuestión de perseverar. Sin embargo, se acercaba la Navidad y mi mujer me propuso pasarlo solos en casa, para evitar tentaciones peligrosas. Me pareció una falta de consideración hacia ella y sus padres, que siempre nos esperaban con los brazos abiertos. En realidad, poco me importaban ellos. Hoy puedo comprender que, aun sin darme cuenta, yo deseaba y quería volver a las andadas. Fuimos a casa de mis suegros y pasamos una noche verdaderamente inolvidable. Tan inolvidable, que cuatro meses después yo me encontraba superando mi propio récord."
A veces, en efecto, existe un cierto dominio, un lapso durante el cuál el adicto mantiene la ilusión de tener el control. Puede abstenerse durante algunos períodos. Claro que cuando lo hace sin ayuda, por sus propios medios, su enfermedad se tomará la revancha. Suele volverse intratable, se encapsula en un mutismo impenetrable, encuentra que la vida es algo cruel, que no vale la pena continuar. Siente que algo no funciona y no acierta a explicárselo. Una sensación de aislamiento, un temor exagerado y una falta de autoestima lo llevan a vivir sin motivaciones válidas; carece de auténticos objetivos.
En este caso, el adicto ejerce un control sobre el objeto, pero no puede defenderse contra la raíz de su adicción. La pregunta fundamental, entonces, no pasaría por controlar o no el asunto. La pregunta debería formularse así: "¿Puede usted prescindir de esto sin preocuparse, puede tomarlo o dejarlo según y cuando usted lo decida, y no vivir pendiente del tema?"
Toda adicción es un síntoma que nos permite ver qué nos esta pasando. Pone de manifiesto una crisis en el ser humano y como toda crisis tiene dos salidas (crisis en chino tiene dos ideogramas que significan peligro y oportunidad). La adicción es la oportunidad para hacer una revisión interna de nuestra vida y crecer a partir de ella. Haciendo un paralelismo, es similar a un automóvil en el que se enciende una luz en el tablero. Inmediatamente el conductor se ensaña con esta luz, que indica que al auto le falta aceite. Una salida fácil pero falsa al modo adictivo consiste en cortar el cable de luz para dejar de ver el problema; claro que de esta manera el motor se funde. La salida más sana implica parar y hacer una revisión del motor. Este es el mensaje de las adicciones: "En tu vida hay algo que no funciona, cambialo para seguir creciendo"
Breve referencia al sistema de creencias y a la personalidad adictiva
La insatisfacción adictiva implica la incapacidad para soportar la frustración, por una parte, y el deseo de obtener una gratificación inmediata.
En el origen mismo de la adicción anida un falso sistema de creencias. Se basa en la idea de que la perfección es posible, que el mundo debería ser ilimitado, que la imagen es más importante que la persona, que no se es lo suficientemente valiosos y que determinados elementos externos (personas, sustancias, actividades) poseen la solución mágica que arreglará la vida.
Estas creencias nos inducen a dejarnos seducir por la oferta de una gratificación inmediata, aunque quiten la posibilidad de un premio mayor y estable a lo largo del tiempo.
La personalidad adictiva pone de manifiesto algunos rasgos que agravan la insatisfacción adictiva. Entre ellos se destacan un afán de perfección, la constante búsqueda de aprobación y reconocimiento, excesiva susceptibilidad al rechazo, timidez exagerada, insensibilidad emocional, cólera, necesidad exagerada de control, intolerancia a las frustraciones, sentimientos de impotencia, pasividad, dejadez con uno mismo, fuerte tendencia al autoengaño y aislamiento. Todos estos sentimientos son enmascarados por la adicción.
La sociedad adictiva y las familias que inculcan creencias falsas impiden desarrollar la capacidad para afrontar la vida y resolver los problemas que presenta. Los modelos que se ofrecen no inducen precisamente a una comunicación honesta y directa, o a aprender a soportar la frustración, o a ser solidarios y actuar en forma positiva. Por el contrario, todo parece llevarnos a buscar soluciones rápidas.
Las necesidades insatisfechas de ser aceptados tal cual se es y no por la imagen que se da; de gozar de intimidad, seguridad y esparcimiento, producen un negativo estado anímico. Estos sentimientos de frustración, cólera y ansiedad son los disparadores que conducen a buscar alivio en las adicciones.
El no sentir pertenencia a algún soporte (familia, amistades, grupos) hace que el encarar y resolver problemas se convierta en un asunto abrumador, siendo más fácil recurrir a una adicción.
Los grupos de autoayuda cumplen una saludable función social al contener a los adictos y ofrecerles, además de un programa de recuperación, un medio capaz de orientarlos y un hondo sentido de pertenencia. Es esa falta de contención y apoyo lo que está alimentando la actual epidemia. La soledad, sin duda, fomenta la adicción.
Cualquier persona que se encuentre en estado de insatisfacción y se vea sometida a uno o varios de estos factores de riesgo, muy posiblemente terminará por adquirir adicción a "algo". En este caso, la insatisfacción entra en contacto con el objeto adictivo, y el resultado será una mezcla explosiva. No será igual si se trata de cocaína, tabaco, sexo o comida. Las drogas siempre producirán un efecto mucho más rápido; en otros casos, esa explosión puede demorar años y sus efectos serán menos espectaculares.
Ambos factores, la insatisfacción y el objeto adictivo, son necesarios para producir la explosión. En el caso de la droga, nadie se vuelve drogadicto si no toma contacto con ella. Y tampoco continuará consumiendo si no obtiene a cambio algún placer. Ese placer que no puede encontrar a causa de su propia "insatisfacción".
Al fin de cuentas, parece claro que a nadie se le puede ocurrir alterar su ánimo porque sí. "Algo" debe obtener a cambio de esa modificación. Se supone que mucha gente cae en una conducta adictiva porque la encuentra divertida o "queda bien". Pero si persiste en ella a pesar de las progresivas y negativas consecuencias que le acarrea, es válido suponer que extrae de eso algún beneficio secundario, no importa cuánto pueda arriesgar.
En efecto, muchas personas no están dispuestas a sufrir el aislamiento. Tienen dificultades para relacionarse, y al sentirse sin protección ni consuelo encuentran en la adicción un alivio. A largo plazo sentirán mayor soledad, pero en lo inmediato procuran una desinhibición gratificante, y quizá la posibilidad de establecer contacto con otros adictos.
Otros no quieren saber nada de mirarse a sí mismos. Hay un espejo del que necesitan huir a toda costa, y la adicción los mantiene ocupados (por ejemplo, trabajadores compulsivos) permitiéndoles así escapar de la molesta tarea de saber quiénes son.
Quienes experimentan insensibilidad o "inercia" emocional encuentran en la adicción emociones y crisis que los "ayudan" a superar ese estado de estancamiento vital. Algunos obtienen de la adicción la fantasía de ejercer el poder y el control que ambicionan; al no conseguirlos gratuitamente, recurren a una adicción que les crea la ilusión de haberlo obtenido.
La sociedad estimula a fabricarse una imagen que concuerde con los patrones de conducta publicitados, y lleva a desentenderse de aquello que se vincula con principios de honestidad, o que proponga el ser auténticos y leales a sí mismos. La adicción proporciona un sustituto de autoaceptación.
Cualquier actividad adictiva ayuda por un tiempo a evitar todo sentimiento negativo, se trate de inseguridad, impotencia, desorientación o autocompasión, por citar sólo algunos. Actúa a manera de "puente" que "auxilia" para superar las barreras que parecen infranqueables. La sociedad promueve las soluciones rápidas, y así no es casual esta proliferación de conductas adictivas.
La organización de la sociedad, tal como está planteada, no da respuesta a las legítimas necesidades individuales, y se echa mano a los elementos alteradores del ánimo como una manera rápida de satisfacer aquellos reclamos. Hoy, la adicción generalizada parece ser la reacción "natural" frente a un estado de cosas anti-natural: el esfuerzo por adaptarse a una sociedad cada vez menos funcional.
¿Qué se persigue, qué se busca a través de la adicción? Al haber identificado los beneficios secundarios, se puede deducir lo que se busca en ella: un sentido de pertenencia, una mayor comunicación; autonomía personal; dignidad; y por sobre todo, un rumbo y un sentido de vida.
La sociedad actual no da satisfacción a estas legítimas demandas. Es posible, a veces, encontrar una satisfacción ocasional; las adicciones, alteradoras del ánimo, prometen en cambio una gratificación predecible y "segura". Son sustitutos insuficientes de la auténtica gratificación, pero sus efectos son rápidos y contundentes.
Sería difícil que las adicciones pudieran abrirse paso en un mundo que ofreciera bienestar y seguridad. La causa del problema no está en los objetos o actividades en cuestión, sino dentro de cada uno. Se busca con desesperación satisfacer necesidades insatisfechas. No se cae en la conducta adictiva por un oscuro deseo de autodestrucción (salvo casos sumamente patológicos) sino por la necesidad de encontrar un sentido que el medio social no ofrece.
Considerar que la sociedad y las familias no están dando las respuestas adecuadas no debe servir de excusa para caer en la autocompasión y el muro de los lamentos. Después de todo, eso significaría un hábil medio para sacarse el fardo de encima y proyectar hacia afuera el problema. Familia y sociedad son condicionantes aunque no determinantes de la adicción.
Es indispensable detectar y admitir las necesidades insatisfechas, como la única manera de abandonar la debilidad adictiva y el egocentrismo propio de la adicción, que induce a la falsa creencia de que el problema está afuera. Se debe comenzar por la recuperación personal. Al fin y al cabo, la sociedad está formada por individuos. Cuando la suficiente cantidad de personas se modifique, necesariamente se modificará la sociedad.. Hay un sabio proverbio chino que reza: "Si no formas parte de la solución eres parte del problema"
Hoy se habla mucho acerca de la personalidad adictiva. Es sin duda cierto que muchos rasgos de la personalidad hacen que aumente la probabilidad de hacerse adicto a algo. El ejemplo más ilustrativo quizá lo proporcione el individuo tímido y pusilánime, que de pronto descubre algo sorprendente: una o dos copitas de alcohol le transmiten una seguridad antes desconocida, se siente desinhibido y capaz de encarar lo que parecía un mundo que se le venía encima. Probablemente a partir de ese momento se eche a rodar la máquina de la adicción.
Esto es cierto pero no suficiente. Porque ese individuo es tímido y retraído a causa del sistema de creencias que le fueron inculcadas y sigue alimentando en su interior. Esas creencias son las que modelan en gran parte nuestra personalidad, los sentimientos que albergamos y nuestra forma de conducirnos.
Sistema de pensamiento y creencias adictivas
Resulta evidente que lo que conduce a la adicción se encuentra enquistado en la forma de pensar, de modo que los pensamientos deben ser tratados y curados, como requisito indispensable para combatir las conductas adictivas.
Si bien algunas personas parecen manifestar una mayor predisposición a la adicción puede suponerse que todos los seres humanos somos susceptibles de adquirir formas de pensamiento adictivas, que de hecho incitan a la adicción.
El miedo a vivir
Más allá del comprensivo temor que se pueda sentir hacia algún factor externo que amenaza la salud e incluso la vida, hay un miedo irracional que proviene del propio Yo y que está instalado en el centro mismo del sistema de pensamiento adictivo. Alrededor de esta aprensión irracional se encadena un sinnúmero de conflictos y pensamientos en pugna. Así, el temor lleva al adicto a vivir alternativamente en el futuro o en el pasado y no en el presente, experimentando una sensación de permanente carencia. Este temor mayormente está relacionado con un miedo latente a la muerte, que en realidad se traduce en un miedo a la vida. El adicto tiene miedo a vivir. Paradójicamente, en especial en los drogadependientes y alcohólicos, el miedo a la muerte los lleva a matarse en cuotas.
El temor es el verdadero motor que pone en movimiento todo el sistema de creencias adictivo y el que conduce a buscar la felicidad fuera de la persona, en una droga, o cualquier otra cosa o actividad.
Una buena forma para quebrar este verdadero círculo vicioso de temor es posibilitar al paciente que exprese lo que se siente. Muchos se resisten a trasmitir sus sentimientos porque imaginan que no van a interesar a nadie, que van a ser censurados, que no merecen ser tenidos en cuenta o que quizá sean tan abrumadores que el ponerlos de manifiesto pueda llegar a herir seriamente a alguien. Es muy común que la gente crea que en su mundo interior existe una especie de caja de Pandora, y que al abrirla se desparramarán todos los males y vicios habidos y por haber. Es común que el adicto imagine que sus sentimientos y experiencias vividas son solamente patrimonio de él y no de la condición humana. Por este motivo son tan liberadores los grupos de autoayuda, ya que permiten una fácil identificación y compresión de que estos problemas son comunes a todos.
De hecho, una terapia resulta fundamental, y los grupos de autoayuda cumplen en este aspecto un destacado servicio social, pues incluyen padrinos y reuniones, donde se eligen a dos o más concurrentes en forma exclusiva y confidencial, con quienes compartir los sentimientos. La supuesta ventaja, imaginada por el adicto, de guardarse ciertas cosas es en realidad un serio inconveniente para el progreso.
Oscilar entre el pasado y el futuro.
Resulta muy difícil recordar el pasado tal cual fue. Esto se nota claramente en las novelas y películas policiales. Ocurrido el crimen, varios testigos oculares son citados a declarar, y rara vez coinciden en lo que vieron. Para uno, el supuesto asesino llevaba anteojos oscuros; para otro, se trataba de un sombrero de ala ancha que cubría los ojos; un tercero dirá que no está seguro, pues concentró su atención en las botas de goma; y el último testigo asegurará que no eran botas de goma sino zapatos de gamuza. Ocurre que en buena medida registramos apenas una porción de realidad y tendemos a "rellenar" el resto. En otras palabras, "reinventamos" el pasado. Y así no es de extrañar que nos enredemos en una serie de recuerdos a medias, terminando por cargar a ese pasado con una culpabilidad que nos impide vivir en paz. Insistimos en recordar viejas ofensas, tanto las que infligimos a otros como las que nos cayeron encima, haciendo de nuestra vida actual un cúmulo de rencores, ira descontrolada y permanentes reproches.
Como contrapartida, el futuro se nos ofrece como un signo de interrogación que por lo general nos encargamos de colorear con los tintes más sombríos. Después de todo, esta es la forma en que el Yo nos desvía del momento presente, donde justamente están las responsabilidades cotidianas cuyo cumplimiento tanto nos fastidia. Al evitar ese fastidio presente, se lo endilgamos al futuro: "¿Llegaré a viejo o me moriré al cumplir los cincuenta?". "¿Y si llego, me alcanzará el dinero o me convertiré en una carga para los demás?". "¿Y si me quedo paralítico, o ciego, o ambas cosas?". Esta serie de tortuosas preocupaciones constituye un formidable obstáculo que nos impide llevar una existencia plena de afecto y alegría.
El pasado y el futuro no son. El pasado fue. El futuro será. Pero nuestra mente se encarga de conferirles presencia, y a menudo se incorporan frente a nosotros como gigantescas figuras de ademanes amenazantes. Nuestra aflicción al respecto resulta completamente inoperante, y sólo sirve para instalar en nuestra mente los temores alentados por el Yo. Es más: la preocupación constante termina por convertirse en una especie de profecía, y los temores y proyecciones del Yo muchas veces acaban por cumplirse inexorablemente.
Nuestra única posibilidad de vivir está en el tiempo presente. Cuando "revivimos" el pasado lo hacemos sin duda en el presente, y lo mismo sucede con el futuro. Si anticipamos un hecho, algo que por ejemplo, ocurrirá mañana mismo, lo estamos anticipando hoy. Cuando se cumpla el plazo y el hecho ocurra, nos sorprenderemos al comprobar las diferencias entre lo ocurrido y lo que suponíamos que ocurriría.
Si uno se preocupa por alguna frustración del pasado, es muy probable que no pueda superarla en el presente y que incurra en los mismos errores que lo habían conducido a fracasar. Casi como si se tratara de un libreto que hay que repetir obligatoriamente. Si por el contrario prefiere imaginar un futuro negro, es casi inevitable que esa presunción lo lleve a realizar sus temores, cumpliendo obedientemente los dictados de su oscura profecía.
La carencia que no tiene fin
Este sistema se basa fundamentalmente en una creencia errónea: la escasez. Nada parece alcanzar, nada es suficiente. No hay amor que baste, ni dinero que alcance, ni posesiones suficientes para abastecer la avidez del adicto. A partir de esta suposición, se cae en una vorágine sin fin, una especie de agujero negro.
El adicto sufre por sentirse incompleto, y el Yo incita a vencer el vacío resultante buscando afanosamente personas, cosas o actividades supuestamente capaces de llenarlo. Al no conseguirlo, se reinicia el proceso. La creencia en la escasez se ha generalizado hasta tal punto que todos los días se repite el estribillo de que falta siempre algo. Los avisos comerciales insisten con la idea: no importa tanto lo que se ofrece, sino la ilusión de que lo ofrecido colmará plenamente nuestras aspiraciones. Un dentífrico, una marca de cigarrillos, un automóvil, una prenda íntima o una gaseosa terminan cumpliendo la misma función: están allí, a nuestro alcance, para satisfacer nuestra necesidad y colmarnos de un placer inimaginable.
Semejante cantidad de estímulos externos induce a creer que efectivamente ha de existir algo fuera de nosotros capaz de volvernos libres, poderosos y perfectos. Desde luego, sería una ingenuidad suponer que el sentimiento de escasez es producido por los medios de comunicación masiva. Sucede lo contrario: lo que estos medios hacen es reflejar un estado mental adictivo.
Aunque la forma de pensar adictiva tenga una apariencia coherente, su fundamento es completamente falso; en efecto, la suposición de que somos incompletos constituye una falacia.
Ese deseo de "algo más" no es otra cosa que un anhelo espiritual, pero lo desviamos de su objetivo, lo encauzamos erróneamente y terminamos por extraviarnos en un laberinto cuyos senderos no conducen a ningún lugar.
Mensajes y pensamientos tóxicos
Cualquier sistema de creencias se encuentra instrumentado y apoyado en una suma de suposiciones que se transmiten en forma de mensajes. Estos, al ser recibidos, se van incorporando y constituyen una trama de creencias con las que aprendemos a manejarnos en la vida. El sistema de creencias está compuesto por la suma de los mensajes que nos dieron.
Como una tabla rasa, incorporamos todos los mensajes. Muchos de ellos pueden ser nutritivos: actúan de la misma manera que lo hace la comida sana en el organismo, sirviéndonos para el crecimiento y el desarrollo de nuestra personalidad. Pero también podemos recibir mensajes tóxicos, similares al veneno o al excremento.
Hay innumerables ejemplos de ambas clases de mensajes. Para señalarlo en la forma más evidente posible, se entiende que "eres una buena persona" es un mensaje nutritivo, mientras que "haces todo mal" es tóxico. Luego estos mensajes se transforman en nuestros pensamientos. Hay pensamientos nutritivos y tóxicos. "No voy a poder" es un ejemplo de los segundos.
Los diferentes mensajes se van introduciendo en nuestra mente desde que somos chicos y se sedimentan en forma de pensamientos, formando mandatos a los que más adelante adecuamos nuestra conducta
Es evidente que los adictos son personas que no aprendieron a identificar estos mensajes externos (dados por personas) e internos (dados por los propios pensamientos). De esa manera, no pudieron decidir si el mensaje era nutritivo o tóxico, y lo incorporaron en forma indiscriminada. El adicto carece de la capacidad para identificar lo bueno y lo malo, porque no distingue. Confunde el límite o frontera entre lo positivo y lo negativo. Confunde algo tóxico con nutritivo y viceversa. Prefiere una copa de alcohol, por ejemplo, a un plato de sanas verduras.
Claro que muchos de esos mensajes no se dan unilateralmente. Identificarlos puede resultar bastante complejo, ya que la mayor parte de las veces son en sí mismos contradictorios. Por .ejemplo, se le puede inculcar a un niño el pensamiento de que es muy inteligente pero carece de bondad.
La falta de autoestima que manifiestan muchos adictos tiene su oscuro origen en una considerable cantidad de mensajes tóxicos que han ido recibiendo, por lo general a lo largo de su infancia y primera adolescencia.
Descalificación del otro
Otro de los elementos del sistema de creencias esta basado en la permanente descalificación y censura de las personas, muchas veces sin que el sujeto se dé cuenta de este modo de pensar. El adicto prejuzga negativamente a su entorno. Existe una imposibilidad de aceptar al otro como es, producto de su propia no aceptación y sentimiento de inferioridad e invalidez. Aquí vemos claramente el mecanismo de la proyección, en el cual se ponen afuera y en otras personas, contenidos no aceptados por uno mismo, que le causan vergüenza e inseguridad. Ya en los Evangelios se advierte contra aquellos que "ven la paja en el ojo ajeno para no ver la viga en el propio". Como veremos ahora esta descalificación del otro tiene sus fuentes en la propia desvalorización.
Desvalorización: la autoestima por el piso
"Yo no valgo nada" es la primera creencia consciente o inconsciente y el punto de arranque de toda adicción. Si una persona se considera poco valiosa probablemente incurrirá en alguna conducta adictiva, con la intención de sentirse compensada del balance peyorativo que se ha adjudicado. Ahora bien: si al principio cree experimentar alguna clase de alivio, con el transcurso del tiempo irá comprobando que la adicción no le sirve para mejorarse. Al contrario, de hecho la empujará a vivir cada vez peor, alimentando así el pobre concepto que tenía de sí misma. Todos conocemos la imagen de la serpiente que se muerde la cola, y que en términos menos familiares se denomina círculo vicioso.
Es preferible utilizar la terminología doméstica, porque "círculo vicioso" puede asociarse a la vieja idea de adicción = vicio, y nada se encuentra más alejado de la realidad. Por otra parte, este grave error conceptual, lejos de haber significado una ayuda o un adelanto, contribuyó a confundir los términos, adjudicando al drama de la adicción connotaciones morales que en los hechos lo han acrecentado, convirtiéndolo en muchos casos en una auténtica tragedia. La adicción era considerada desde una óptica moral; pero desde hace más de cuatro décadas la Organización Mundial de la Salud la definió como una enfermedad.
A la pregunta ¿es usted adicto?, se responde sólo de dos maneras: sí o no. Sería absurdo que alguien respondiera "mas o menos". Sin embargo, si por ejemplo, formuláramos la pregunta a cien personas, notaríamos con asombro que alrededor de la mitad la contestaría de esta manera ambigua. Y también alrededor de la mitad nos respondería con un rotundo "no". ¿Cuántos, entonces, estarían dispuestos a admitir que efectivamente son adictos? Pocos. Poquísimos. En parte por ignorancia, ya que la gente asocia la palabra adicción con las drogas prohibidas o el abuso de alcohol o tabaco, dejando de lado una larga lista que pasa por la dependencia emocional de otra persona, el juego, el trabajo, la comida, las compras….y la serie no termina aquí. En buena medida, porque muchos adictos no están en condiciones de confesarse a sí mismos su conducta adictiva; ¿cómo podrían decirle "sí, soy adicto" a un tercero si con sinceridad creen que no lo son? En definitiva, otra clase de ignorancia, en este caso no sobre el objeto de la adicción sino sobre el sujeto, o sea, ellos mismos.
Es imposible que alguien pueda llegar a hacer una ponderación exacta de sí mismo. En primer lugar, porque nadie puede llegar a ser juez y parte al mismo tiempo. Y además, porque el ser humano está sujeto a permanentes cambios, y lo que vale hoy ya no sirve mañana. Con todo, un grado de autoconocimiento es siempre posible, deseable y necesario, pues hay aspectos de la personalidad que se van asentando y pueden detectarse en una etapa de mediana madurez.
Evaluarse de manera positiva es indispensable para no incurrir en alguna adicción, o para abandonarla si se ha incurrido en ella, pero a la mayoría de los adictos le resulta sumamente arduo, por el temor a considerarse engreídos o arrogantes. Habitualmente se produce en el adicto una suerte de oscilación, que se puede observar con claridad en los alcohólicos. Cuando el nivel de autoestima desciende a niveles insoportables, comienzan a beber para "levantar el ánimo", para atreverse a ser o sentir que son personas respetables. A medida que aumenta la cantidad de alcohol, su Yo va creciendo hasta adquirir proporciones descomunales, lo que no pasa exactamente por la autoestima; constituye por lo general un prurito de grandiosidad (que tampoco tiene que ver con la grandeza, ya que más bien es su caricatura) y culmina en el estado de embriaguez. Pasado el mismo, llega la famosa resaca, en la cual la autoestima está más baja que nunca, y el ciclo recomienza en una especie de rueda giratoria.
El ejemplo anterior es paradigmático. Sirve para comprender la mentalidad y el ciclo que recorre la conducta de un adicto, más allá de la clase de adicción de que se trate. Por eso en muchos grupos de autoayuda se inculca a quienes recién ingresan a repetirse diariamente la frase "primero yo." Esto, que a muchos les resulta chocante y egoísta, es la base indispensable para dejar su adicción. Ocurre que es difícil aprender a amarse; mucho más fácil es menospreciarse y seguir perjudicándose.
Creencias básicas del sistema
La mente adictiva queda atrapada en esta red de creencias, dando lugar así a que comience a girar la rueda de la adicción. Enumeramos a continuación una lista de creencias adictivas, que son consecuencia directa de estos seis fundamentos.
1) El sentimiento de exclusión. Debemos sortear a diario un conjunto de dificultades. Frente a cualquier desafío existen dos actitudes básicas: afrontarlo con confianza o suponer que no podremos vencerlo. La mente adictiva tiende a lo segundo, y la consecuencia inmediata será activar una serie de temores y suponer que se esta solo frente al mundo. Si se procede de esta manera, lo lógico resulta levantar murallas y defensas con la finalidad de protegerse. Consultar con alguien para pedirle un consejo resulta impensable, porque se parte siempre de la misma creencia falsa: a nadie le importa en realidad los problemas ajenos. Una vez aceptada esta mentira, se actúa en forma adecuada a ella; es lógico protegerse si el mundo es realmente así.
El origen de esta actitud puede encontrarse en muchas experiencias de la infancia. Por lo general es en esa época de la vida cuando comienza a desarrollarse este sentimiento de exclusión. Sin contar, desde luego, que el nacimiento implica algo "exclusivo", en el sentido de que la persona se ve abruptamente expulsada, excluída, de un antro tibio y protector, donde nada tiene que pedir o hacer para dar satisfacción a sus necesidades vitales. Enseguida, en cambio, se ve obligada a poner algo de nuestra parte para conseguir lo que precisa. La diversa forma en que fuimos educados y la índole de nuestro carácter definirán el mayor o menor grado en que tendemos a sentirnos excluidos, aislados del resto. A veces puede ocurrir que una determinada experiencia traumática de la infancia haya tenido, en este aspecto, influencia decisiva. Personas que en su niñez fueron objeto de malos tratos, abandono o abuso sexual se encuentran, al entrar en la vida adulta, más predispuestas que otras a experimentar este sentimiento de segregación.
2) Juzgar a los otros y defenderse de ellos resulta una consecuencia natural de lo anterior. Las experiencias pasadas sirven de base para juzgar a otras personas, con la minuciosidad digna de un entomólogo que examinara un insecto bajo su microscopio. Se supone que esta es la mejor manera, si no la única, de mantenerse seguro frente a un eventual ataque exterior. Esta prolijidad para clasificar, ordenar y ponerle una etiqueta a cada persona no hace otra cosa que aumentar el propio aislamiento, ya que la gente prefiere relacionarse con los demás de una manera más espontánea, y la actitud de ponerla bajo la lupa termina por ahuyentarla.
3) El perfeccionismo es otra creencia profundamente arraigada en la mente adictiva. La premisa fundamental consiste en la suposición de que el criterio propio es la único que sirve. Incluso se hace alarde de ser muy objetividad en los juicios. Esta actitud esconde un considerable temor frente a la realidad, y el afán de perfección es lo que mantiene las cosas en su lugar, como una especie de brújula que fuera marcando permanentemente el rumbo y se sacudiera ante la menor desviación.
Así conducida, la vida se ve limitada a un conjunto de rígidos preceptos, cuyo cumplimiento es la mayor motivación de la existencia. El tema no pasa por ser feliz sino por tener razón. O mejor dicho, la única posibilidad de ser feliz pasa por el hecho de tener siempre razón, no equivocarse nunca. Cometer un error y admitirlo es considerado como una verdadera desgracia. Para el sistema de creencias adictivo sólo existen o el blanco o el negro, obviando que la vida está llena de tonalidades intermedias
Las personas perfeccionistas son implacables consigo mismas, y por lo tanto resulta casi imposible que sean magnánimas con los demás. Esta obsesiva búsqueda de perfección y el fracaso por no conseguirla es lo que induce a la mente a obtener esa huidiza perfección en la conducta adictiva
4) El pasado y el futuro son entidades vivas para este sistema, por lo que deben ser minuciosamente evaluados y perseguidos, constituyendo así una fuente de constante preocupación.
El pasado retorna con dos máscaras: una de ellas muestra el cúmulo de errores, penas, desaciertos cometidos o sufridos, mientras la otra evoca todo lo bueno que se ha perdido. En cualquiera de los casos, la mente adictiva confiere actualidad al pasado; o bien los errores están allí para ser inevitablemente repetidos, o bien el paraíso perdido reaparece para insinuar que acaso podamos recuperarlo a través de algún talismán.
A la mente adictiva se le hace muy arduo soportar la condición humana. Nadie tiene la vida comprada, y por eso la incertidumbre es algo a lo que debemos acostumbrarnos. Pero la creencia adictiva quiere certezas absolutas, exige una certidumbre total, y se ilusiona con controlar el tiempo, entre otras cosas. Es así como se pierde la oportunidad de vivir y disfrutar en el presente. La ansiedad crece, y la mente adictiva se siente tironeada por un tiempo fantasmagórico que sólo permanece en la imaginación.
5) "Si el pasado está vivo, la culpa no acabará". Aunque esta creencia es una prolongación de la anterior, en muchas ocasiones suele desarrollarse de manera independiente. La posibilidad de maniobrar un cambio positivo en la vida se ve trabada a menudo por la idea de que en el pasado se han cometido actos irreparables. La culpa, ya sea consciente o inconsciente, no da tregua, impidiendo desarrollar alguna aptitud o encarar con decisión alguna alternativa que podría aportar bienestar. La vergüenza paraliza, como si la persona fuese una estatua y no pudiera realizar el menor avance.
Es muy común encontrar esta creencia en muchos ex adictos, aun años después de haber iniciado su recuperación. Algunos de ellos evitan el autoexamen sugerido por los programas de los grupos de autoayuda, y no es casual que permanezcan "empantanados", a la espera de algún "milagro" salvador.
Las sustancias adictivas por sí mismas poseen la "virtud" de esconder todo lo que pueda ser motivo de perturbación, y el adicto a ellas permanece en una especie de campana de cristal que le impide la menor posibilidad de crecimiento interior. Claro que en diversos casos, las necesidades insatisfechas de la infancia inducen al adicto a buscar la sustancia que va a detenerlo en el tiempo, como si el permitirse crecer le quitara definitivamente la oportunidad de satisfacerlas. Casi como la actitud empecinada de Juancito, niño caprichoso que en lugar de seguir caminando junto a su madre se arroja al suelo y organiza una pataleta porque no le han regalado el helado que reclama. Pero esto pertenece a una de las posibles causas, y ahora se trata de considerar las consecuencias.
Al abandonar la adicción, todo aquello que permaneció dormido comienza a activarse y es frecuente que al cabo de un tiempo, ya superado el síndrome de abstinencia, el ex adicto empiece a sentir una extraña inquietud, un desgano que le impide disfrutar de su recién adquirida liberación. Le molesta la sugerencia de un autoexamen. A veces se siente intachable, y atribuye al objeto de su adicción todos los errores cometidos; ahora que no ejerce su adicción, supone que su conducta no deja nada que desear. Claro que este no es el caso más común. Por lo general, la idea del autoexamen le produce temor porque intuye que allí dentro de él hay mucho de indeseable, exactamente todo lo indeseable que pretendió cubrir por medio de su adicción. Hará un denodado esfuerzo por evitar ese inventario, y hasta pretenderá de esa forma enterrar el pasado. Pero así cae en su propia trampa, porque el pasado no se borra con dejar de mirarlo. Al contrario: eludir un autoexamen será la manera más segura de mantener vigente el pasado. Por eso sucede que muchos adictos en recuperación recaen en la adicción. Para ellos, aunque pretendan ignorarlo, el pasado sigue vivo. Y si el pasado sigue vivo (en la fantasía, pero vivo al fin) la culpa jamás desaparecerá.
6) "Los errores deben pagarse, no corregirse". Esta creencia, como las otras, casi nunca actúa en el nivel consciente. El sentido común indica que el castigo está reservado para quien comete un delito o una grave contravención. Si se hiciera una encuesta al respecto, sólo un desequilibrado se atrevería a afirmar que también deben ser castigados todos aquellos que se equivocan.
Esto deriva directamente del perfeccionismo, para el cual el más mínimo error es inadmisible. Con esta forma perversa de pensar y actuar se esta impidiendo la entrada del amor y el bienestar en la vida. El adicto se esta condenando a convertirse en severo fiscal de si mismo y, en consecuencia, en el inexorable carcelero (y muchas veces verdugo) de los demás.
Semejante creencia adictiva puede convertir la existencia en un pequeño infierno cotidiano. Revertir la tendencia resultará un trabajo considerable, según sea el grado de la misma. Señalar un grave error es necesario y hasta conveniente, ya se trate de una equivocación propia o ajena. Una vez detectado y admitido, se hará lo humanamente posible por corregirlo. Pero muchas personas que desarrollan una mentalidad adictiva son capaces de armar un escándalo por la forma equivocada de enrollar un dentífrico o el imperdonable error de haber marcado con un doblez la página de un libro. ¿No existen, acaso, los señaladores?
7) "El miedo no se discute, porque es real". Este es un recurso infalible para mantener intacto todo el sistema de creencias adictivo. El Yo se encarga de inventar sus propios miedos y estos continúan alimentándose a sí mismos. La función del temor consiste en proteger al yo de ciertas amenazas externas, y en realidad puede terminar asfixiándolo en sus tentáculos.
Esto puede notarse con claridad en los casos de extremada timidez, en los que la persona termina enredándose en una suerte de "miedo al miedo." También se esconde aquí la pretensión de perfeccionismo y la convicción de que uno no estará al nivel de semejante exigencia. "Calmar los nervios" suele ser indispensable para algunas personas antes de asistir a una simple reunión social, donde ni siquiera se les pedirá nada especial fuera de concurrir y comportarse correctamente. Nadie va a pedirle que pronuncie un discurso o diga tan sólo unas palabras de circunstancia, pero el Yo se confiere a sí mismo un inusitado interés (compensando su baja autoestima) y resuelve que todos van a clavar en él sus miradas inquisitivas cuando haga su entrada en el salón. Muchos adictos a los psicofármacos empezaron así.
Es indispensable afrontar el miedo si lo que se pretende es superarlo. Llevará tiempo, pero el hecho de negarlo o neutralizarlo por medios químicos no hará que desaparezca sino momentáneamente. Si se intenta atacarlo por esos medios, quedará agazapado en el interior, temporalmente adormecido. Y se reproducirá sin ningún tipo de cuestionamiento dentro de su tibia madriguera.
8) La trampa del subjuntivo. Por medio de este mecanismo, la mente adictiva tiende a condicionar la conducta a un sinnúmero de factores externos. En una situación ventajosa, se achacará todo a la extraordinaria suerte que se ha tenido. Y viceversa: una situación perjudicial será la culpa de algo o alguien, y su voluntad no habrá intervenido para nada en el asunto. Esto puede convertirse en sí mismo en un hábito compulsivo, que no deja espacio para la reflexión. Tomar conciencia de esta costumbre no resulta fácil, pues se la ejerce en forma automática, sin darse cuenta.
En todo caso, hacerse cargo de sí mismo sea quizá la empresa más ardua que pueda encarar un ser humano. Desparramar culpas a diestra y siniestra, después de todo, no parece una tarea demasiado complicada. Sólo se trata de comenzar. Con esta clase de mentalidad la propia conducta es condicionada: "Yo dejaría de protestar si mi marido fuera más afectuoso." "Yo no tomaría esas dos copitas si mi hija me acompañara más a menudo." Es otra de las tantas formas de pretender manejar la vida ajena e inventar excusas. Lo que se pretende en realidad es justificar la propia conducta, en cualquier circunstancia.
9) Sin competencia no hay éxito posible. Conforme a esta creencia, la autoestima sólo puede adquirirse mediante una rigurosa comparación con los demás y como resultado de vencerlos. La creencia se desarrolla particularmente desde la escuela y se ejercita en los ámbitos familiar y laboral. Se mira con desconfianza los principios que recomiendan la solidaridad y la cooperación. Si bien un adecuado sentido competitivo es saludable para abrirse paso en la vida, esta creencia lo fomenta hasta las últimas consecuencias. En el mundo empresarial es frecuente la expresión "movida de piso", o "serruchar las patas del sillón". Métodos utilizados de mala fe para desplazar a alguien que puede estorbarnos en el logro de algún ascenso.
La persona que se sirve de estos procedimientos puede conseguir sus propósitos, pero deberá pagar un precio caro: tendrá que renunciar a todo sentimiento humanitario, y es probable que incurra en alguna adicción para ocultarse a sí misma su falta de ética y su conducta cínica. Así nos encontramos con artistas o prominentes ejecutivos cuyo éxito provoca admiración y envidia, pero que se encuentran hundidos en la más absoluta soledad interior. Luego resulta extraño enterarse por el diario o la TV de su "trágica desaparición."
Una reciente tendencia impulsa nuevas modalidades en la conducta empresarial, basadas en la colaboración recíproca y la valoración del trabajo, con independencia del cargo que se ocupe dentro de la escala jerárquica. Se parte de la idea de que en un ámbito donde todos se sientan respetados y dignos la productividad mejorará considerablemente.
Pero el sistema de pensamiento adictivo desdeña todo aquello que tienda a fortalecer los vínculos. Es más: promueve directamente la separación y el aislamiento. La comparación no se establece confrontando al individuo con un código de normas éticas y reglas profesionales, sino enfrentando a dos o más competidores y otorgando el premio al que supo ingeniárselas para vencer por "knock out."
10) La felicidad está en el extranjero. El sentimiento de ser incompleto es aprovechado por el sistema de creencias adictivo, que lo fomenta por medio de un hábil desvío. El ser humano experimenta siempre alguna clase de vacío, que los grandes místicos de muchas religiones sufrieron a lo largo de su vida. Pero incluso esta "sed de Dios" ha pretendido saciarse con un concepto estereotipado de la divinidad, inventando un Dios con un conjunto de atributos humanos no particularmente seductores. Así, el Ser Supremo se presenta como castigador, implacable y vengativo. Se trata de invertir los términos: en este caso, Dios ha sido hecho a imagen y semejanza del hombre.
Hay, desde luego, una carencia espiritual en el ser humano. Pero cuando se incurre en una adicción, cualquiera sea, lo que se está haciendo es desviar la dirección y transformar el contenido de esa carencia. Se busca llenar la necesidad con objetos, actividades o personas que nunca podrán cubrirla y es habitual que muchos adictos sostengan la fantasía de que encontrarán la felicidad cambiando de barrio, o de ciudad, o de provincia. Incluso llegan a creer que la solución de todos sus problemas llegará cuando puedan abandonar su país, iniciando en el extranjero una nueva vida plena de logros y aciertos. En los grupos de autoayuda es frecuente escuchar historias de ex adictos que reconocen haber alimentado esta utopía durante años. La denominan "fuga geográfica."
Esta creencia está en la base del sistema de pensamiento adictivo. Cuando el adicto comprueba con angustia que la persona o sustancia objeto de su adicción no puede brindarle la felicidad anhelada, recurre al curioso subterfugio de iniciar ese imaginario viaje sin retorno. De hecho, su adicción no es otra cosa. En el caso de las drogadependientes y alcohólicos se ve con mucha claridad: en vez de intentar cambiar el mundo que los agobia, con una sustancia cambian la percepción que tienen del mismo.
Mientras se siga sosteniendo que para ser completos necesitamos de algo o alguien diferente, no podremos alcanzar una auténtica intimidad. Para conseguirla será necesario partir de otra premisa: somos seres completos, y hasta el ansia de Dios debe satisfacerse con una búsqueda interior. Muchas religiones sostienen que debemos buscar a Dios dentro de nosotros mismos. El Cristianismo va aún mas allá: gozaremos de intimidad cuando seamos capaces de entablar una genuina relación con nosotros y con nuestro prójimo.
11) Cumplir con el deseo del otro. Si desde la infancia a uno le han hecho creer que no valemos gran cosa y que la única manera de volverse valioso consiste en cumplir escrupulosamente con el deseo de los padres, es muy probable que esta creencia lo acompañe durante un largo trecho de la vida. Cambiarla es difícil aunque no imposible, y será un requisito indispensable para restablecer la maltrecha identidad.
Esta creencia puede sustentarse con tanta fuerza que constituye en sí misma una adicción. Más adelante, en el capítulo referente a la adicción a las relaciones personales, será examinada con mayor profundidad. Constituye el núcleo de la codependencia, y las personas que la ejercitan y desarrollan terminan por perder su propia identidad.
Hay que hacer una distinción. Un acto de servicio al prójimo no significa de ningún modo el cumplimiento de una creencia adictiva. Incluso muchas personas hacen de la solidaridad el profundo motivo de su vida, y no por eso deben ser consideradas adictas. En ese caso están cumpliendo con una legítima necesidad propia, y al servir a los demás también se están sirviendo a sí mismas. En cambio, cumplir el deseo del otro con el propósito de obtener su aprobación puede ser un intento de compensar la falta de autoestima, y si la conducta se reitera concluye por convertirse en adictiva, sin perjuicio de abrir la puerta a otras adicciones.
Se comienza por pedir una simple aprobación, dado que el codependiente no es capaz de aprobarse a sí mismo. Una vez obtenida, la aprobación no parece suficiente y se reclama un tibio aplauso, para concluir exigiendo pleitesía. Al no conseguirla se renuevan las acciones meritorias, llegando frecuentemente a caer en la obsecuencia y un estado de confusión y desaliento.
La acción en sí no implica codependencia. Lo que la califica es la intención con que se lleva a cabo y la creencia subyacente que la impulsa.
12) Dirigir la vida ajena. Esta creencia es la contrapartida de la anterior, y termina produciendo un equivalente nivel de frustración, ya que los demás no están dispuestos a dejarse conducir porque sí. El fundamento de esta creencia es el deseo compulsivo de manejar la vida ajena. El miedo a perder el control mantiene a estas personas en un estado de permanente ansiedad, y por lo general tienden a somatizarla en una serie de malestares crónicos. El descanso es algo desconocido para quienes alientan la pretensión de controlar a los demás.
Así, los familiares, compañeros de trabajo y amistades son concebidos como prolongaciones de la propia personalidad, instrumentos aptos para cumplir sin chistar la voluntad del mandón.
Cuando alguien cree que efectivamente es capaz de controlar la vida ajena, por lo general busca y encuentra a quien se desvive por cumplir el deseo del otro. Este tandeo suele verificarse en algunas parejas que apuntalan mutuamente su necesidad de mando y obediencia. Ocurre que las exigencias se redoblan, pues nada alcanza para calmar el ansia de dominio. Los supuestos méritos de la persona dominada apenas si son reconocidos con una tibia aprobación; resultaría contraproducente reconocerlos en forma expresa, ya que esto podría llevar a perder el control sobre el otro, o incluso a invertir los términos de la relación. Esta actitud se da con mayor frecuencia en las adicciones emocional, sobre todo en la adicción al trabajo y a las relaciones personales.
13) Cosificación del otro: complementando lo anterior, muchos adictos no ven a los demás como personas, sino como medios o cosas que les posibilitarán el pleno ejercicio de su adicción y la satisfacción de sus necesidades, caprichos y exigencias. La persona que se tiene enfrente no es vista como tal, sino como un instrumento a su servicio y al servicio de su adicción. Muchos drogadictos y alcohólicos se interesan más por el dinero de la persona que tienen enfrente (que les permita comprar alcohol o droga) que la persona en sí misma.
Un mensaje a dos voces
Es sabido que los niños tienen un código específico para manifestarse. Lo primero que deben aprender es diferenciar su yo del mundo circundante, lo que implica desde ya el concepto de límite. Sin esta diferenciación resultaría imposible manejarse en la vida. Para conseguirla, el niño exige un rumbo y a menudo reclama más de lo que le corresponde, con la secreta finalidad de que se lo ayude a reubicarse. Es decir, está demandando los límites que no acierta a imponerse a sí mismo. Cualquier exageración al respecto por parte de sus padres lo convertirá a la larga en un ser desubicado: si se exageran esos límites y se lo reprime por sistema, probablemente sea luego pusilánime, demasiado tímido y muy inseguro. Si no se le fijan fronteras y se le permite todo, querrá llevarse el mundo por delante y su relación con los demás estará sujeta a constantes choques.
Parecido al niño, el adulto que suscribe una o varias de las creencias que acabamos de analizar, no encuentra con facilidad su lugar en el mundo. Su comportamiento puede llegar a resultarnos insufrible. O bien llegamos a enrostrárselo severamente, o bien terminamos por tomar distancia, dejándolo librado a su propia confusión. A veces sentimos que nos cuesta demasiado tolerarlo, cuando en realidad lo que más nos cuesta es comprenderlo. Porque este adulto (ya sea que se encuentre predispuesto a la adicción o que haya caído en ella) también como el niño, está pidiendo que le muestren con amor cuáles son los límites que necesita para desenvolverse en la sociedad. Y tampoco aprendió a pedir ayuda de una manera explícita. Lo hace a través de gestos, actitudes y palabras que desconciertan y fastidian a los demás. Parafraseando a San Pablo, su voz es "como una campana que repica en el desierto."
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