Cuando la conducta sexual presenta o manifiesta ciertas tendencias aberrantes suele clasificársela de trastorno parafílico (perversión) pero hay que tener en cuenta que, sin dejar de serlo, siempre se trata de una actitud que tiende a producir alivio en el sujeto, por lo que resultará siempre conveniente encuadrar el caso dentro de los parámetros que se aplican a la conducta adictiva en general.
Siguiendo la clasificación propuesta por la Asociación Psiquiátrica de los Estados Unidos, la sexualidad de cualquier persona se vincula estrechamente a cuatro factores que a su vez están relacionados entre sí:
a) Identidad sexual
b) Identidad genérica
c) Orientación sexual
d) Comportamiento sexual
La identidad sexual está configurada por las peculiaridades sexuales biológicas de la persona: cromosomas, genitales, hormonas, gónadas y características sexuales secundarias.
La identidad genérica tiene connotaciones psicológicas. A muy temprana edad (de dos a tres años) cada uno ya sabe si es chico o chica, lo que no implica que el sexo y el género se desarrollen necesariamente en armonía. La identidad genérica depende mucho de la actitud de los padres y de pautas culturales, así como de la influencia genética, y se afirma a través del rol sexual. Este último se va desarrollando a través de un largo aprendizaje.
La orientación sexual se refiere al objeto del deseo sexual de la persona, según se trate de heterosexual, homosexual o bisexual. Un caso que presenta ciertas dificultades es el de quienes buscan para su satisfacción a un travesti, lo que analizaremos más adelante.
El comportamiento sexual, por su parte, se refiere a las fases por las que atraviesa el acto sexual: deseo, excitación, orgasmo y resolución.
Cuando Javier concurrió a mi consultorio detecté en la primera entrevista que se trataba sin duda de un individuo con una marcada tendencia a la depresión. Tenía alrededor de veinticinco años y cursaba su penúltimo año de la carrera de abogacía. Lo primero que me dijo fue que estaba hondamente preocupado a causa de sus dificultades para concentrarse en el estudio. De chico y adolescente había sido un buen estudiante. A diferencia de sus compañeros de colegio, no tenía ninguna resistencia a aprender, en especial si se trataba de materias que tenían que ver con lo humanístico. Las materias vinculadas a lo científico o técnico le generaban dificultades en la comprensión, pero trataba de dedicarles más tiempo y él no tenía el menor inconveniente en esforzarse todo lo necesario para dominarlas. Más adelante supe que se desvivía por complacer a sus padres, especialmente a la madre, que casi nunca le dedicaba un rato para compartir.
– Y ahora no entiendo para nada lo que me pasa -dijo frunciendo las cejas y mirando de soslayo, como si buscara la respuesta en algún lugar del consultorio- Mis compañeros están a punto de recibirse y a mí me falta algo más de un año -agregó con un tono lastimero- Simplemente no puedo concentrarme, me esfuerzo y es como si mi cabeza estuviera en otra cosa…
No quise adelantarme y preguntarle qué sería para él esa otra cosa. Con el tiempo íbamos a descubrirla juntos.
Una considerable cantidad de pacientes que han recurrido a la terapia a causa de problemas relacionados con una actividad sexual compulsiva, manifiestan a lo largo de la misma el haberse sentido abandonados por sus madres en la infancia. Desde luego que algunos de esos pacientes no son capaces de detectar su problema al inicio de la terapia. Muchos de ellos, como el caso de Javier, concurren al terapeuta para tratar de solucionar alguna situación que es consecuencia de su excesiva actividad sexual, ya que su mecanismo de defensa adictivo los induce a negar la existencia misma de su adicción.
La hiperactividad sexual ayuda a estos adictos a compensar ese profundo sentimiento de haber sido despreciados por sus madres, y además fortifica en ellos la sensación de ser amados y necesarios. Por lo general temen la relación íntima, prefiriendo las aventuras y los contactos esporádicos. Suponen que una relación prolongada va a conducir ineludiblemente al fracaso, pues en el fondo temen que se repita el abandono del que fueron objeto en su infancia. Además, lo que obtienen a través del sexo es una suerte de "medicación antidepresiva", ya que muchos de ellos tienen una fuerte tendencia a la depresión, y la actividad sexual compulsiva impide que aquélla se manifieste.
El terapeuta debe saber distinguir con claridad cuándo está ante un caso de adicción al sexo o de algún trastorno de la sexualidad, pues ambos supuestos requieren muy diversos tratamientos. En algunos casos el límite parece claro: si una persona manifiesta tendencias aberrantes, lo que habrá de analizarse es su conducta sexual desviada, con prescindencia de que sea o no compulsiva. En cambio, otros casos ofrecen límites difusos, ya que por ejemplo ciertas manifestaciones sádicas no excluyen el hecho de una conducta básicamente adictiva, que deberá ser tratada en primer término. Más adelante haremos una somera descripción de las variantes en el comportamiento sexual: homosexualidad, bisexualidad, parafilias y abuso sexual.
Javier puso de manifiesto muchas dificultades para integrarse al tratamiento. Su resistencia asumía diversas actitudes, desde no concurrir a la sesión hasta permanecer en ella en silencio por espacios muy extensos. Tampoco se atrevía a expresar claramente la menor disconformidad. Al principio todo transcurría como si se tratara de una relación social donde los buenos modales eran prioritarios. La primera entrevista iba quedando cada vez más lejos, como si Javier se hubiera arrepentido de haberme confiado alguna inquietud.
Recién a los seis meses de tratamiento me manifestó que se sentía abrumado. Desconfiaba de la terapia, pues no notaba la más mínima mejoría.
– Usted no me sirve. A veces tengo la sensación de que hablamos de bueyes perdidos…
– Me alegro mucho de que se sienta abrumado, según sus propias palabras -dije.
Me miró perplejo. Para él aquello era en cierta medida experimentar de nuevo el rechazo de su madre. Tuve la sensación de que estuvo a punto de irse dando un portazo.
– Javier -agregué, procurando pronunciar su nombre con un tono pausado y afectivo- Hace seis meses que usted concurre aquí y, salvo la primera sesión, no dice nada que me permita suponer el menor conflicto en su vida. A tal punto que yo debería preguntarme para qué viene si no le ocurre nada que justifique o explique su concurrencia… Por eso le digo que me alegro, ya que de lo contrario habría sido yo quien le propusiera interrumpir la terapia o darla por terminada.
Hizo una profunda inspiración, aflojó su postura y pareció experimentar un hondo alivio. A partir de aquella sesión todo cambió en la relación terapéutica. Era como si se hubiera sentido fuertemente contenido, su necesidad de atención y afecto encontró por fin el marco que venía buscando y no se sentía capaz de solicitar.
A esa altura de las cosas comenzó a hablar de la relación con sus padres. Estaba casi paralizado en sus estudios y el padre le había sugerido un corto viaje para "reordenar sus ideas", ya que no confiaba demasiado en los tratamientos psicológicos. Se trataba de un industrial que pasaba largas horas del día en su empresa, aunque no pudiera hablarse de un adicto al trabajo, según lo que manifestaba Javier. Era un hombre amable y relativamente afectuoso, dispuesto a dialogar siempre que su interlocutor estuviera a su vez dispuesto a coincidir con él y no llevara la conversación al terreno de las incómodas confidencias. Con todos esos límites, Javier consideraba que el suyo había sido siempre un buen padre, sobre todo si lo comparaba con la madre, "una frívola que sólo piensa en los trapos y se cree muy generosa porque organiza canastas a beneficio de los niños pobres. Una señora gorda más".
Hablando de los padres, Javier se fue atreviendo a descubrir su propia adicción al sexo. La primera vez que lo hizo fue de manera tangencial, apenas una alusión acerca de lo provocativas que se ponían las chicas con la llegada de la primavera. A lo largo de las siguientes sesiones comenzó a contarme detalles acerca de sus innumerables aventuras con mujeres, especialmente con compañeras de Facultad, lo que a veces le acarreaba dificultades, a causa de las escenas de celos que le armaban las que tras la aventura se sentían despechadas.
– A mí, la verdad, no me importa mucho. Están locas si creen que las encaro con "intenciones serias". Para casarme tengo tiempo, y tampoco sé si llegaré a convertirme en el marido de nadie. Después de todo, el tema es pasarla bien mientras haya pólvora, ¿no?
Y agregó que en una cosa estaba agradecido a sus padres. Conocía a algunos homosexuales, y aunque no eran sus amigos tampoco tenía inconveniente en conversar con ellos, siempre que no se les ocurriera buscarlo para otra cosa. Sentía lástima de ellos, porque sabía que en muchos casos su inclinación estaba estrechamente vinculada a severos conflictos de relación con la madre.
– El complejo de Edipo y todo eso –agregó- No me voy a poner a explicárselo, usted sabe de eso. En ese sentido debería estar agradecido a mi vieja, por ejemplo. Preferible que me haya dejado arreglármelas por mi cuenta en vez de convertirme en un pollerudo. A mí, por suerte, me vuelven loco las minas. Nada de cosas raras.
Al principio del capítulo se dijo que la conducta sexual de los seres humanos es muy variada y está sujeta a distintas influencias. El ámbito familiar ejerce siempre un sello sobre el desarrollo de la sexualidad; los valores sociales y culturales también pueden condicionarla; y además hay que considerar los factores individuales, predisposiciones psicológicas, anímicas y sobre todo biológicas, un conjunto de elementos cuyo influjo es sin duda preponderante.
En principio, puede considerarse como "anormal" toda conducta que difiera de aquélla que conduce al coito entre un hombre y una mujer. Es necesario repetir aquí que la sexualidad cumple dos funciones fundamentales: la reproducción y el placer. La primera se cumple por medio de la relación heterosexual. La segunda también se realiza en esa relación, pero en muchos casos tiene otras manifestaciones, de las que haremos una reseña.
En términos generales, se puede afirmar entonces que la conducta sexual "anormal" se pone de manifiesto a través de actitudes y preferencias que excluyen la satisfacción producida por la unión de sexos opuestos por medio del coito. Es decir que la satisfacción se obtiene exclusivamente a través de una de las siguientes prácticas. A partir de esta definición, podemos esbozar un esquema que puede incluir:
a) La sexualidad autoerótica (masturbación).
b) La elección de un objeto sexual del mismo sexo (homosexualidad) o de algún objeto (fetichismo). El caso de la bisexualidad.
c) Una relación sexual que incluya más de dos personas (pluralismo), o que haya una exagerada diferencia de edad (pedofilia, gerontofilia) o un grado de parentesco (incesto).
d) Determinadas condiciones para producir el orgasmo (sadismo, masoquismo, travestismo, transexualismo, voyeurismo, exhibicionismo)
a) Sexualidad autoerótica: La masturbación es un acto frecuente durante la primera fase del desarrollo sexual. Más allá de la censura de que ha sido objeto, muchas investigaciones han confirmado que casi todos los hombres y por lo menos tres cuartas partes de las mujeres incurrieron en ella en algún período de su vida.
Se trata de un hábito muy común en los niños, quienes a partir del año y medio comienzan a dirigir su curiosidad hacia sus genitales y los ajenos.
Esta curiosidad aumenta con la llegada de la pubertad, estimulada por la producción de hormonas sexuales, y a partir de esa etapa la masturbación se incrementa. Aun estando en condiciones de obtener el orgasmo por medio de un coito, los adolescentes se sienten inhibidos de "iniciarse", y recurren a la masturbación como un medio de aplacar su creciente urgencia sexual. Por lo general, esta conducta prosigue durante los primeros años de la adultez, y finalmente es sustituida por el coito. Pero en muchos casos particulares puede reincidirse en ella, y es habitual que algunas parejas la practiquen en forma esporádica cuando existen dificultades para obtener satisfacción.
Puntos de vista religiosos y morales prohíben la masturbación, afirmando que puede traer aparejado, a largo plazo, impotencia y hasta algún tipo de enfermedad mental, no siendo hasta el momento fehacientemente comprobado.
Sin duda se trata de un síntoma psicopatológico, siempre que se realice de manera compulsiva, sin ningún control por parte de quien la practica.
b) Elección de un objeto sexual del mismo sexo o de algún objeto (fetichismo). El caso de la bisexualidad.
1) Homosexualidad. Dentro de la homosexualidad masculina cabe distinguir tres supuestos básicos, según la actitud anímica y sexual que se adopte en la relación: homosexual activo, activo/pasivo o pasivo. Con todo, es imposible encontrar características generales que puedan aplicarse, ya que los casos individuales presentan perfiles completamente disímiles y hasta opuestos. Algunos homosexuales prefieren disimular por todos los medios su condición, llegando a casarse o a formar una pareja heterosexual para ocultar sus tendencias; conviene aclarar que algunas de esas parejas son ficticias y se establecen de común acuerdo con la mujer, muchas veces una lesbiana que también desea ocultarse. Otros, en cambio, disfrutan de su condición homosexual y hacen un excesivo alarde de ella, formando parte de asociaciones que exaltan y enaltecen la homosexualidad.
Quizá el rasgo de personalidad más común entre los homosexuales sea una gran susceptibilidad, lo que no es extraño si se piensa que la sociedad tiende a discriminarlos, más allá del cambio de mentalidad que se ha venido operando al respecto en los últimos veinte o treinta años.
En otro orden de cosas, recientes investigaciones han comprobado que ciertos componentes genéticos y biológicos pueden influir en la orientación homosexual. En los homosexuales se ha detectado niveles más bajos de andrógenos que en los heterosexuales.
Pero sobre todo, la homosexualidad está fuertemente condicionada por la influencia del medio. Las posibles causas fueron investigadas por Freud, y a partir de sus conclusiones se pudo establecer algunos rasgos fundamentales. El desarrollo psicosexual de ciertos varones aparece íntimamente ligado a una sólida fijación con la figura materna, la ausencia de un padre orientador que sirva como modelo, y un fuerte narcisismo que los lleva a buscarse en el otro, entre diversas motivaciones. Otra causa fundamental estaría dada por el temor a la castración por parte del padre. La castración podría evitarse sólo renunciando a la mujer como objeto erótico.
Freud descartó la idea de que pudiera considerarse a la homosexualidad como una enfermedad mental. Incluso señaló que muchos homosexuales se han destacado por un alto desarrollo intelectual, ético y artístico.
Por lo que respecta a la homosexualidad femenina, es menos conocida aunque no menos frecuente. Esto puede deberse a que en la sociedad machista se supone que la mujer es siempre elegida, mientras que el hombre elige. De esa manera, un hombre que llegado a cierta edad y no ha elegido compañera es señalado por todos. En cambio, se supone que la mujer no se casó porque no tuvo la suerte de ser elegida, por lo que nadie la señalará como lesbiana.
La homosexualidad femenina no difiere básicamente de la masculina, si bien por lo general no suele ser tan exclusivista, ya que muchas de estas mujeres no tienen mayor inconveniente en mantener relaciones con hombres, mientras que la mayor parte de los homosexuales prefiere mantenerse dentro de su tendencia. También se puede observar una marcada diferencia con respecto al rol; muchas lesbianas no pierden su femineidad, al menos en lo que se refiere a imagen y presencia, y suelen ser el sujeto "pasivo" de la relación. Otras, en cambio, asumen sin mayores problemas un rol masculino, y gustan vestirse y actuar casi como hombres, asumiendo un rol "activo".
Conviene aclarar que en la mayoría de los casos, se trate de homosexualidad masculina o femenina, la sexualidad es vivida como una cultura que se enfrenta y opone al resto de la sociedad. En ese sentido configura casi siempre una conducta adictiva, ya que la vida de estas personas gira por lo habitual alrededor de esa cultura, más allá de la frecuencia con la que practiquen actos sexuales.
2) Fetichismo. No todas las personas admiten idénticos estímulos para excitarse sexualmente.
El fetichismo consiste en el instinto sexual desviado hacia algún objeto. El fetichista es decididamente un adicto, ya que su predilección por un determinado objeto asume una actividad crónica y exclusiva, de modo que la persona no puede encarar la vida prescindiendo de su actividad fetichista.
El objeto elegido varía, desde ropa interior femenina o masculina hasta artículos que a primera vista poco tienen que ver con lo sexual (frascos, ceniceros, libros encuadernados en cuero) o bien objetos que cumplen alguna función de símbolo (muñecas, aves embalsamadas).
El fetichista, por lo general, actúa solo y no comparte con nadie su actividad, procurando mantenerla en secreto. En casos extremos puede llegar al crimen para conseguir algún objeto cuya posesión lo obsesiona.
El nexo sexual del fetichista con su objeto no ha podido ser explicado en su dimensión más profunda, sin perjuicio de que se hayan desarrollado teorías al respecto. Algunas lo describen basándose en motivaciones inconscientes; para estas teorías, la libido del fetichista ha quedado fijada sobre ciertos objetos que fueron sobrevalorados desde el inicio mismo de la vida (seno materno, pene, nalgas) y que al volverse irreconocibles son substituidos por el objeto-fetiche.
La curación del fetichismo presenta muchas dificultades, ya que el fetichista no recurre habitualmente a la psicoterapia. Con todo, se puede obtener algún éxito con un tratamiento basado en los principios de aprendizaje (terapias de aversión).
3) El caso de la bisexualidad. Muchas personas heterosexuales han tenido relaciones homosexuales sólo en forma esporádica, lo que no justifica plenamente el considerarlas bisexuales. La bisexualidad se caracteriza sobre todo por una suerte de indefinición en materia de preferencia sexual, y a veces suele aparecer en una etapa tardía de la vida. Sin dejar su matrimonio, algunos hombres y mujeres descubren al cabo de un tiempo una tendencia hacia el mismo sexo que ellos mismos ignoraban. Probablemente los prejuicios sociales contra la homosexualidad los indujeron a reprimir esa tendencia. A partir de ese momento comienzan a experimentar relaciones homosexuales clandestinas, sin por eso abandonar por completo su práctica heterosexual. Con todo, es difícil que alguien sostenga esa situación ambigua por demasiado tiempo, y a la larga volverá a definirse, ya sea afirmando su heterosexualidad o inclinándose por un comportamiento netamente homosexual. En el último caso han surgido serios problemas para los niños cuyos padres separados se presentan luego con una pareja de su propio sexo, ya que no les resulta fácil ocultar por demasiado tiempo esa situación.
Un caso aparte, del que muy poco se habla, es el del "cliente" de un travesti. Parece obvio que se trata de un hombre bisexual, cuya búsqueda de placer está condicionada por una confusa preferencia inconsciente. Por un lado desea una mujer con pene, y por otro un hombre con pechos. O quizá ambas cosas. Puede tratarse de un individuo que haya reprimido tan intensamente tendencias homosexuales, que sólo se atreve a darles desahogo por medio de alguna clase de "justificación", ya que un travesti, después de todo, conserva su apariencia femenina.
Más allá de los escándalos que provocan, los travestis son profundamente rechazados por otros motivos. Los analizaremos al referirnos específicamente al travestismo.
c) Pluralismo, pedofilia, gerontofilia. Algunas personas pueden encontrar satisfacción cuando se relacionan simultáneamente con más de un compañero. Muchos hombres han manifestado en su terapia que para poder excitarse necesitan imperiosamente la presencia de dos mujeres que se exciten entre sí. Otros se obsesionan por concurrir a verdaderas orgías. Si esta costumbre se incrementa, llegan a desinteresarse por una relación sexual de a dos, y suelen perder por completo el control en lo que se refiere a la frecuencia. Terminan literalmente viviendo entregados a la relación sexual promiscua. Aunque en bastante menor proporción, también las mujeres participan de ella.
Un tema que está hoy en primera plana es el que se refiere al abuso sexual de los niños. Conviene hacer una aclaración previa. No todos aquellos que abusan sexualmente de menores deben ser considerados como pedofílicos (amante de los niños) ya que muchos de aquellos lo hacen esporádicamente, favorecidos por alguna circunstancia, pero de hecho son capaces de dirigir su interés sexual hacia los adultos. Hablando estrictamente, entonces, un pedofílico es una persona que sufre una obsesión por relacionarse sexualmente, y en forma exclusiva, con un menor. En muchos casos se trata a su vez de personas que sufrieron alguna clase de abuso sexual en la infancia, desde contactos manuales hasta la violación. La pedofilia implica una intensa urgencia sexual, y va siempre acompañada de fantasías eróticas que giran alrededor de la figura de un impúber. En la gran mayoría de los casos, los pedofílicos eligen niños a quienes conocen, siendo excepcional que busquen a desconocidos. En muchas ocasiones sus actividades no trascienden, ya sea porque amenazan al menor con vengarse, o lo convencen de que la culpabilidad es compartida y tarde o temprano ambos serán severamente castigados. Además también ocurre que la familia no desea dar trascendencia al hecho, casi siempre por temor a la opinión descalificante de vecinos y amigos.
Los niños que han sido víctimas de un pedofílico terminan por manifestar algunos síntomas que en buena medida pueden considerarse como inequívocos. La masturbación sin freno y en presencia de terceros, exagerado interés por los órganos sexuales de los mayores y tendencia incontrolada a buscar y fomentar el juego sexual son los más notorios. También suelen presentar algunos problemas como vómitos, diarreas o jaquecas que no parecen responder a motivaciones físicas una vez realizado el correspondiente examen clínico.
La pedofilia produce severos trastornos psicológicos que por lo general se proyectan a la edad adulta, sobre todo cuando la víctima ha practicado esos actos con alguno de sus progenitores o quien los sustituye (padrastros, tutores).
Las consecuencias más frecuentes son depresión, una muy baja autoestima y una serie de graves problemas sexuales, como imposibilidad de realizar el coito, masturbación compulsiva en la edad adulta o promiscuidad incontrolada.
La gerontofilia es un caso que ocurre con mucha menor frecuencia, y los daños que su práctica puede provocar tienen menor gravedad que aquellos que inflige la pedofilia, salvo el caso de severas violaciones seguidas de muerte, un supuesto que excede el marco de ambas desviaciones. Prácticamente no existe material clínico referido a la gerontofilia.
Con respecto a las relaciones incestuosas, significan contacto sexual entre personas que tienen un muy estrecho vínculo familiar (padres con hijos, hermanos entre sí) ya que si el parentesco es algo más lejano (primos entre sí o tíos con sobrinas, por ejemplo,) la relación es aceptada, en principio, en casi todas las sociedades.
En Chile, sin embargo, el casamiento entre primos hermanos es legalmente permitido aunque inaceptable desde el punto de vista social, sobre todo en las clases altas.
El concepto amplio de incesto puede configurar también una situación cultural. El caso está muy claramente presentado en la novela "Cumbres borrascosas", de la escritora inglesa Emily Brontë (1818-1848) en la que ambos protagonistas se han criado juntos pero no tienen un lazo de sangre; su apasionada relación puede considerarse en cierto sentido incestuosa.
La relación específicamente incestuosa pone de manifiesto un mal ajuste psicológico y un grave trastorno de la conducta. La más común se da entre padres con un hijo o una hija, sumándose a veces un caso de pedofilia o de homosexualidad. Los traumas que estos actos imprimen en la mente y el ánimo no son de fácil resolución, y en algunos casos han arrastrado al suicidio a los menores víctimas de tales excesos.
Puede agregarse que en las clases de muy bajos ingresos el incesto es altamente fomentado, sobre todo por el hacinamiento habitacional.
d) Sadismo, masoquismo, travestismo, transexualismo, voyeurismo, exhibicionismo.
El sadismo sexual consiste fundamentalmente en que la posibilidad de obtener placer sexual está condicionada al hecho de poder producir sufrimiento al otro. Para poder lograrlo, el sádico necesita desplegar todo un escenario donde la situación sexual es dramatizada al máximo, y necesita algunos elementos para cumplir su propósito (agujas, cigarrillos encendidos, látigos). Cuando la situación de violencia llega a su punto máximo sobreviene el orgasmo.
Por su parte, el masoquismo subordina el placer sexual al hecho de experimentar un fuerte dolor físico. El masoquista se deja golpear, pisotear o quemar voluntariamente, y todo forma parte de un rito cuidadosamente programado. La excitación sexual se incrementa con el aumento de las sevicias, y el dolor constituye en sí mismo una fuente de placer. Si el instinto de conservación no es lo suficientemente intenso, en algunas de estas "sesiones" puede producirse una muerte súbita por exceso de dolor.
Freud formuló la idea de que el sadismo y el masoquismo conviven habitualmente en un mismo sujeto, como si ambos fueran dos polos, uno positivo y otro negativo, de la misma perversión. A partir de ese concepto usó el vocablo "sadomasoquismo". Se trata, sin duda, de una parafilia muy poco investigada, ya que quienes la practican no son fácilmente detectables. Los resultados de los estudios hechos hasta ahora no son sencillos de interpretar, debido a que las muestras disponibles son poco representativas.
El travestismo consiste en que el placer sexual está subordinado al hecho de usar ropa del sexo opuesto. La costumbre puede ser episódica o bien habitual, y M. Hirschfeld la describió como "el instinto de travestirse", agregando que se da con mayor asiduidad en el hombre; esto sin duda ocurre porque la sociedad permite sin demasiados prejuicios que la mujer se vista con un estilo masculino. Se puede distinguir dos clases fundamentales de travestismo: el heterosexual y el homosexual. En el primero, que tiene cierta similitud con el fetichismo, el hombre se disfraza antes de la relación sexual, y a veces se conforma con usar una sola prenda íntima: la identificación con la mujer a través de su ropa permite reprimir los deseos incestuosos hacia la madre. El segundo tiene por objeto satisfacer una profunda exigencia interior, el hombre que no acepta su sexo y necesita verse como mujer, o viceversa, y muchas veces cumple además una función utilitaria que se realiza por medio de la prostitución.
Ya se dijo que los travestis producen un rechazo que seguramente va más allá de los eventuales escándalos que protagonizan. Muchas madres se quejan amargamente de que sus hijos pequeños se ven expuestos en la puerta de sus casas a contemplar el espectáculo callejero de la oferta de sexo de travestis y prostitutas, pero no confiesan que dentro de su casa dejan a ese mismo niño horas frente al televisor, ensimismado con programas en los que prostitutas y travestis gritan palabrotas y muestran bastante de su anatomía. Debe haber otro motivo secreto para tanta discriminación, y podría tratarse del hecho de que los potenciales clientes de los travestis no son homosexuales, ni lesbianas, ni siquiera bisexuales, sino señores "normales" como podría serlo el marido o un hermano de esa misma señora que tanto se escandaliza.
Algunos clínicos consideran que el travestismo proviene de una relación desequilibrada con los padres; otros lo interpretan como producto de un desarrollo psicosexual aberrante. El conductismo lo estudia como una respuesta condicionada que responde a la terapia de aversión.
El transexualismo consiste en la convicción de pertenecer al sexo opuesto, más el deseo (en ocasiones realizado) de obtener el cambio anatómico y civil del sexo.
No es exactamente una perversión del deseo sexual, sino una inversión psicológica. El transexual se identifica en forma total y absoluta con el sexo opuesto, y por lo tanto rechaza de plano todo sentimiento o pensamiento que pueda asimilarse a su propio sexo. Se niega rotundamente a ser considerado homosexual, ya que si le gustan los hombres es porque se considera mujer, y tampoco acepta el rótulo de travesti, ya que sostiene que usa la ropa adecuada a su verdadero sexo.
Se calcula que el porcentaje de transexuales es ínfimo, aproximadamente uno cada 30.000 para los hombres y uno cada 100.000 para las mujeres. Quienes se someten a una operación, en el caso de los hombres, reciben previamente hormonas femeninas para desarrollar los pechos y reducir el vello, y se someten a la extirpación de sus genitales y la formación de una vagina artificial. Las mujeres adquieren un pene que no entra en erección por medios naturales ni registra estimulación al tacto, por lo que se implanta un mecanismo inflable para permitir la erección. Muchas de estas cirugías no han dado resultados satisfactorios, y al menos un tercio de quienes se sometieron a ellas se consideró defraudado.
Son profundos los trastornos de personalidad de los transexuales, y con frecuencia ofrecen cuadros delirantes. Son muy comunes los episodios depresivos intensos.
El "voyeur" ("mirón") es un individuo que goza sexualmente espiando a terceros cuando realizan actos sexuales u otros actos íntimos como la micción o la defecación, que en la fantasía del "voyeur" tienen connotaciones eróticas. El "voyeurismo" se trata de una perversión exclusivamente masculina, y el orgasmo se obtiene siempre por medio de la masturbación. El "voyeur" es siempre un adicto, ya que su obsesión por el placer de contemplar escenas sexuales lo lleva a una permanente búsqueda, ávida e inextinguible. Como en el caso del exhibicionista, la causa parece estar centrada en la angustia de castración. El peligro de ser castrado en el coito queda desplazado a quien lo realiza.
Por lo general el "voyeur" no es peligroso y escapa en cuanto lo descubren, salvo casos excepcionales en los que da la cara e incluso pretende participar en el acto que espiaba. De los arrestados por voyeurismo, un 25% son hombres casados, y la mitad vuelve a reincidir.
El exhibicionismo es una conducta patológica que lleva a algunos sujetos a mostrar sus órganos genitales; se trata de una perversión casi exclusivamente masculina, ya que cuando las mujeres exhiben sus senos lo hacen más por seducir que por una exigencia autoerótica. Es habitual que el exhibicionista ejerza en lugares especiales (rincones oscuros, coches, iglesias) y se masturbe con preferencia delante de mujeres y niños. Si no logra provocar una reacción negativa evidente no puede eyacular.
El exhibicionismo puede estar asociado a trastornos neuróticos en los fóbicos y en los ansiosos. Suele denominárselo perverso cuando lo que se busca es el placer genital a costa del desagrado de la víctima. Algunos sujetos con lesiones cerebrales orgánicas, retraso mental o alcoholismo suelen practicarlo.
Puede comenzar poco antes de la adolescencia, pero se presenta a menudo entre los veinte y treinta años.
Muchos exhibicionistas no pueden resistir la compulsión de mostrar sus genitales, aun cuando el hecho les produzca depresión, vergüenza o ansiedad.
Adicción al juego
"Yo me maravillaba de que hubiera podido aguantar esas siete u ocho horas, sentada en su silla y casi sin apartarse de la mesa, pero Potapych me dijo que en tres ocasiones empezó a ganar de veras sumas considerables y que, deslumbrada de nuevo por la esperanza, no pudo abandonar el juego. Pero bien saben los jugadores que puede uno estar sentado jugando a las cartas casi veinticuatro horas sin mirar a su derecha o a su izquierda".
El jugador
Fiedor Dostoyevski
Generalidades.
Jugar y beber alcohol moderadamente, trabajar, amar al prójimo, comprar lo necesario y aun lo superfluo, disfrutar del sexo son actividades que hacen a la vida misma. Algunas de ellas, incluso, resultan esenciales para que esa vida pueda desarrollarse en un marco de creatividad y armonía. Otras, en cambio, parecen prescindibles, aunque agregan a la existencia una dosis de interés.
El juego está indisolublemente relacionado al hombre. Incluso muchos animales evolucionados lo practican a diario. En los seres humanos significa el desarrollo de la imaginación y la posibilidad de aflojar tensiones acumuladas a lo largo del día. La práctica de algún deporte resulta siempre altamente saludable, mientras se lo ejerza con regularidad y mesura.
El asunto cambia radicalmente cuando en el juego se hace intervenir el dinero. Este ingrediente introduce un elemento extraño al juego en sí mismo, y es el factor desencadenante de la adicción. Sin dinero de por medio no puede hablarse legítimamente de adicción al juego.
La adicción al juego o ludopatía es una enfermedad adictiva en la que el sujeto es empujado por un abrumador e incontrolable impulso de jugar. El impulso persiste y progresa en intensidad y urgencia, consumiendo cada vez más tiempo, energía y recursos emocionales y materiales de que dispone el individuo. Finalmente, invade, socava y a menudo destruye todo lo que es significativo en la vida la persona.
La búsqueda del tesoro
Todo el mundo recuerda aquel juego, que convocaba caravanas en pos de un supuesto tesoro oculto. Desde luego, participaba de algunas características del deporte, sobre todo por lo que tenía de competitivo. Ganar era, sin duda, la finalidad primordial. El valor del "tesoro" era lo de menos.
Este ejemplo puede resultar esclarecedor para hacer un primer intento por comprender lo que ocurre en la mente del jugador compulsivo. Más adelante se analizará con mayor detenimiento, pero por ahora es suficiente con saber que el adicto al juego no pretende exactamente ganar. Su ambición pasa por otro lado. El "tesoro" que el adicto persigue no es precisamente el dinero.
Ernestina era hija única. Había tenido un hermano mayor, que murió en un accidente cuando ella no había cumplido todavía cinco años, de modo que apenas si lo recordaba. A partir de entonces sus padres le otorgaron una dedicación desmedida, convirtiéndola sin proponérselo en una criatura caprichosa y malcriada.
El padre era ingeniero, y cuando Ernestina cumplió diez años la familia abandonó la capital para instalarse en una ciudad de provincia, donde una empresa azucarera contrató al padre. Ernestina y su madre sufrieron al principio el desarraigo, pero al cabo de un año lograron adaptarse al nuevo ambiente, ya que la empresa era de tipo familiar y los dueños pasaban buena parte del año en el ingenio, dándoles un trato sumamente cordial.
Las compañeras de escuela no eran menos amables con Ernestina, a pesar de que ella provenía de la capital. Alguna que otra, sin embargo, la miraba con cierta aprensión. Ernestina era muy sensible al menor signo de menosprecio, por lo que estableció de inmediato una distancia con aquellas que, según su criterio, no la trataban con la debida consideración. Pero con todo se hizo de dos íntimas amigas, a quienes dominaba sutilmente.
Casi todos los fines de semana se turnaban para dormir juntas en casa de cada una. Para evitar peleas, determinaron que la que recibía a las otras dos tenía el derecho de elegir los juegos. El ingenio quedaba relativamente cerca de la ciudad, y allí podían optar por lo que más les gustara. Tenis, básquet, cabalgatas, natación durante casi todo el año. Ernestina no era tonta. Sabía que para lograr su propósito tenía que ser complaciente con sus amigas, que preferían las actividades al aire libre.
Ella, por su parte, se había hecho amiga de Ricardo, uno de los hijos menores de los dueños del ingenio, que le llevaba apenas tres años. Se sentían mutuamente atraídos por una especie de sutil afinidad, y se consideraban compinches, casi cómplices.
Después de un partido de tenis o de algún chapuzón en la pileta, Ernestina lo invitaba a su casa y junto con sus amigas iniciaban un juego de cartas que duraba demasiado. Las chicas participaban como por obligación, pero aquello las enervaba. Una de ellas propuso que se siguiera jugando pero no por dinero.
-¿Cuál es la gracia entonces? -preguntó Ernestina- No seas tonta.
-¿Cómo le explico después a mi mamá si llego a perder, como el otro día, y vuelvo a casa sin un peso?
-Hagamos una cosa. Anotamos las deudas y a lo largo de la semana se van pagando… -intervino Ricardo:
La astucia del jugador no tiene límites. Rapidez, imaginación, todo se combina como por arte de magia para sortear la menor dificultad que impida el juego. Pero de todos modos aquello no podía durar mucho. Las amigas de Ernestina se fueron abriendo lentamente, incluso una de ellas comentó algo a sus padres. Al cabo de un tiempo Ernestina y Ricardo se quedaron solos. Jugar entre ellos no tenía mayor sentido. Casi sin darse cuenta Ernestina descubrió que él empezaba a gustarle. Muchos años después descubriría con enorme dolor qué era exactamente lo que le atraía en él.
Principales características del adicto al juego
Entre los diversos sujetos que actúan compulsivamente en el ejercicio de una adicción, los jugadores presentan ciertas peculiaridades que los distinguen con nitidez del resto. La ansiedad, la baja autoestima y el autoengaño son, de alguna manera, comunes a la inmensa mayoría de los adictos. También el pensamiento mágico forma parte de su idiosincrasia, pero en pocos de ellos se da con tanta fuerza como en el caso del jugador.
El asunto es más complejo de lo que parece. A primera vista podría suponerse que el jugador cifra en el juego esperanzas exageradas e irrazonables, ya que no puede ignorar el cálculo de probabilidades, y la lógica le indica que su caso no debe necesariamente ser una excepción. Si bien esa lógica no es casi nunca patrimonio de los adictos, resulta imposible suponer que el jugador la ignora por completo. No existirían hipódromos, casinos o salones de bingo si la mayoría de los asistentes saliera de ellos con los bolsillos repletos, y el jugador compulsivo no puede ignorar un hecho tan evidente. ¿Qué es, entonces, lo que lo induce a insistir con una perseverancia que parece no tener límite?
Todo pensamiento mágico se funda en la no aceptación de la realidad. El jugador, en el fondo, es un individuo pesimista, aunque alguno de ellos crea y sostenga lo contrario. Supone que no es capaz de ganarse la vida como la mayoría de las personas, y recurre al juego para "dar el batacazo" y convertirse en millonario de la noche a la mañana. Claro que esto ocurre en las primeras etapas, aun antes de que aparezca la adicción. Algunos dejan de insistir luego de experimentar sucesivas pérdidas: se trata de aquellos que no son jugadores compulsivos, y por lo tanto están en condiciones de apelar a aquella lógica y comprender que ese camino conduce a la bancarrota. Otros, en cambio, quedan atrapados en esa maraña de la que se sienten incapaces de prescindir. Y aquí, precisamente, es donde el pensamiento mágico funciona de una manera paradojal. El verdadero jugador compulsivo sabe que es muy difícil ganar, sobre todo si recurre al juego con una frecuencia inusitada. Pero persiste en el intento porque secretamente su finalidad ha ido cambiando mientras su adicción progresa. Algunos jugadores en proceso de recuperación descubren que en realidad lo que deseaban era perder, perder para seguir jugando. Uno de los primeros miembros de Jugadores Anónimos cuenta cómo vio ganar a un adicto al juego en una mesa de cartas. Sus contrincantes perdieron hasta el último centavo y finalizada la partida se disponían a retirarse, cuando les hizo entrega de todo lo ganado con tal de seguir jugando. La anécdota ayuda a comprender en cierta medida lo que ocurre en la mente del jugador: lo que interesa es jugar por dinero; ganar o perder pasa a segundo plano.
Otra característica del adicto al juego es una profunda inmadurez emocional, que le impide hacerse cargo de la realidad y lo incita a sumergirse en ese mundo de fantasía, donde de alguna manera todo es posible. Esa inmadurez lo hace sentirse inseguro en todas partes menos en la mesa de juego; aunque tenga la intuición de que se está destruyendo, no puede sustraerse a la atracción que el ambiente ejerce sobre él, y jugando se siente aliviado de la presión que experimenta en todos los actos de la vida cotidiana.
En la base misma de casi todo jugador compulsivo existe una fuerte tendencia a la falta de responsabilidad, que lo lleva a buscar refugio en el azar, como si los problemas pudieran arreglarse por arte de magia. Estos individuos manifiestan además una gran irritabilidad, y desde luego son particularmente ansiosos.
Los adictos al juego tienen un cierto parecido con los ladrones profesionales. Son solitarios, no quieren socios. En materia sexual, el juego sustituye al sexo hasta límites insospechados. Algunos ex-jugadores de carreras de caballos confiesan que al final de la carrera experimentaban algo similar al orgasmo, ya que toda su libido está desplazada. Por otra parte, si conocían alguna "fija" le jugaban en contra, fundamentalmente porque ganar por sugerencia ajena carecía de gracia. No soportaban indicaciones o meras sugerencias de ninguna índole en lo referente al juego.
El jugador compulsivo rara vez toca un fondo moral, y si se resuelve a abandonar el juego es porque ha tocado fondo económicamente. Recién al promediar su recuperación está en condiciones de evaluar su conducta desde un punto de vista ético.
Un rasgo típico de su personalidad es la mentira como sistema. Más allá del autoengaño que implica, la mentira es un arma que el jugador compulsivo esgrime con peculiar habilidad. A un alcohólico, por ejemplo, la mentira puede servirle hasta un cierto punto, ya que su adicción lo pone en evidencia a pesar de todos los trucos de que eche mano. En cambio, el jugador está en condiciones de manejar sus embustes con mucho tacto, y es capaz de embaucar a cualquiera para conseguir un préstamo. Puede llegar un momento en que el mismo jugador comience a creer en lo que dice a terceros, y en ese caso incurre en la mitomanía.
Un mundo subterráneo
El juego por dinero es una actividad sumamente lucrativa para quienes asumen el lugar de la banca, y lleva casi indefectiblemente a la ruina a aquellos que se dedican a apostar. Muchos juegos se encuentran oficializados, y el Estado los explota con la finalidad de obtener fondos que se dedican a beneficencia, justificando así la existencia de hipódromos, casinos, salones de bingo y agencias de lotería y otros juegos. Claro que todo eso no impide que el juego clandestino siga proliferando. Para muchos adictos, esa clandestinidad agrega sin duda una cuota de tensión, el ingrediente que convierte a su actividad en algo verdadera-mente excitante. Los riesgos del juego clandestino son siempre mayores, aunque desde luego existen acuerdos con la policía local, que de esa forma se hace cómplice y colabora con los "banqueros", avisándoles la posibilidad de cualquier peligro. En realidad, todo ese submundo entraña una estafa al fisco, pero lo grave del caso es que esa estafa no es ocasional o fragmentaria, sino que forma parte de una vasta organización criminal. La droga, la prostitución y el juego constituyen la fachada de una red cuyas raíces se hunden en las profundidades mismas del poder.
Conviene decirlo sin eufemismos. Las políticas que los Estados instrumentan para combatir este verdadero flagelo no parecen proporcionar resultados eficaces, simplemente porque los enormes intereses involucrados impiden que la investigación llegue más allá de un cierto límite. En el caso específico del juego (y lo mismo ocurre en los demás) de vez en cuando se desbarata alguna red, pero se trata sólo de poner en descubierto a algunos "chivos expiatorios", con la exclusiva finalidad de hacer creer a la opinión pública que los gobiernos se ocupan de combatir las actividades ilícitas.
Ricardo tenía otros planes. Ernestina le resultaba agradable pero no podía sentirse atraído por ella. Le parecía demasiado independiente, y su excesiva intrepidez le molestaba. Los dos eran ya adolescentes y sus vidas iban a tomar pronto rumbos diferentes.
El se fue a vivir a la capital, a casa de sus abuelos, con la idea de estudiar ingeniería y completar después sus estudios con un posgrado fuera del país. Ernestina se consideró burlada, en muchos sentidos había puesto demasiadas expectativas en aquel muchacho que a veces la hacía sentirse única. Al cabo de dos años ella también se recibió de bachiller y comenzó a estudiar arquitectura en la Universidad provincial. No tenía muy en claro si había elegido bien, pero lo que le interesaba era la posibilidad de despegarse del ámbito familiar. Sus padres le parecían demasiado rígidos y moralistas. Por otro lado, sus amigas del colegio se habían ido apartando poco a poco. Todo un mundo infantil que se desvanecía. Pero ella no era una persona melancólica, y le costó poco suplantar los viejos afectos con nuevas amistades. Convenció a sus padres de que el viaje todos los días era desgastante e incluso peligroso, (el ingenio quedaba en las afueras de la ciudad) y por aquella época comenzaban a agudizarse los conflictos políticos y sociales. Así que se las arregló para quedarse a dormir en casa de una compañera de Facultad, Anita, con la que se entendía a la perfección.
Algunas noches se daban una vuelta por el casino, aunque los padres de Anita creían que iban al cine. Ernestina estaba en su mundo, y las dos conocieron de cerca ese ambiente de estafa velada, diversión y trampa. Anita empezó a robarle algunos pesos a la madre, y Ernestina no tardó en hacer lo mismo en su casa, los fines de semana que iba a visitar a sus padres. Las dos decían que aquello no tenía nada de malo, ellas no eran mojigatas. Claro que una vez los padres de Ernestina despidieron a una empleada acusándola de haberles robado. -Son gajes del oficio -comentó Ernestina como si tal cosa.
Ricardo pasaba las vacaciones de invierno en el ingenio, y alguna vez volvieron a verse. Pero todo había cambiado. El tenía una novia en la capital, una chica "modosa, a la antigua, un encanto" según comentaba su madre. ¿Y Ernestina? No, no tenía novio, no estaba para esas cosas.
Claro que al cabo de unos años se casó. Con el hijo de un poderoso industrial, desde luego. Ella no se iba a entregar a un tipo cualquiera, ¡qué esperanza!
El requisito sine qua non para recuperarse del juego compulsivo es sin duda la firme decisión de abandonar por completo cualquier clase de juego, ya se trate de que haya o no dinero de por medio. Quienes intentaron seguir jugando sin un interés pecuniario han fracasado casi ineludiblemente. Tarde o temprano las apuestas se mercantilizan, y el resultado es siempre una recaída en la adicción.
Esta es una de las adicciones más compulsivas y desconcertantes, en las que el autoengaño funciona con mayor preponderancia. Por eso es indispensable, para hablar en términos de recuperación, que el adicto esté dispuesto a reconocer su condición de tal y se prepare a encarar un plan de vida basado en la honestidad consigo mismo y una considerable dosis de receptividad a las sugerencias y hasta consejos terapéuticos.
Los grupos de Jugadores Anónimos proponen un tests para los que se acercan a ellos con la intención de recuperarse, y sobre todo para aquellos que concurren obligados por algún familiar, pero que secretamente abrigan la esperanza de no reunir las características de un jugador compulsivo. Suponen por lo tanto que quizá puedan aprender a jugar con prudencia, lo que puede suceder si quien concurre no es en efecto adicto al juego. Pero la mayoría de los que dudan termina por admitir su realidad. Estos tests son sumamente eficaces y esclarecedores, ya que resumen la experiencia de miles de adictos.
Test para saber si usted es adicto al juego.
1) ¿Le ha quitado tiempo al trabajo o al estudio por causa del juego?
2) ¿Su afición al juego ha sido causa de infelicidad en su hogar?
3) ¿Su reputación se ha visto afectada por el juego?
4) ¿Ha sentido alguna vez remordimiento después de haber jugado?
5) ¿Jugó alguna vez para obtener dinero con el cuál pagar sus deudas o para resolver.
problemas financieros?
6) ¿El juego le produjo una disminución de su eficiencia o de sus ambiciones?
7) Después de perder, ¿sintió que tenía que regresar tan pronto como fuera posible y ganar para recuperar sus pérdidas?
8) Después de una ganancia, ¿sintió la necesidad urgente de regresar y ganar más?
9) ¿Jugaba a menudo hasta perder su último centavo?
10) ¿Alguna vez pidió prestado para financiar su juego?
11) ¿Alguna vez vendió algo para seguir jugando?
12) ¿Le molestaba utilizar el dinero del juego para sus gastos cotidianos?
13) ¿Llegó a descuidar el bienestar de su familia debido al juego?
14) ¿Alguna vez jugó por más tiempo del que había planeado?
15) ¿Ha jugado para escapar de alguna preocupación o problema?
16) ¿Alguna vez ha cometido o consideró cometer un acto ilícito para financiar el juego?
17) ¿Le ha causado el juego dificultades para dormir?
18) ¿Las discusiones, desilusiones o frustraciones le han creado en su interior una urgencia por jugar?
19) ¿Ha sentido alguna vez la necesidad de celebrar cualquier grato acontecimiento con algunas horas de juego?
20) ¿Ha considerado alguna vez la autodestrucción como consecuencia del juego?
La mayor parte de los jugadores compulsivos responde afirmativamente por lo menos siete de estas preguntas.
El jugador compulsivo que intenta recuperarse necesitará indispensablemente un apoyo terapéutico y ayuda familiar. Si casi todo adicto proviene de una familia relativamente disfuncional, es necesario tener en cuenta que el núcleo familiar que él mismo ha constituido se ve seriamente afectado como consecuencia de su adicción.
Aquí se puede señalar un efecto peculiar del juego compulsivo, causado por el comportamiento del jugador. Aun sin saberlo, un adicto al juego elige su pareja en base a determinadas características. El hombre jugador busca una mujer relativamente sumisa, capaz de comprenderlo y aceptarlo sin demasiados cuestionamientos; debe estar dispuesta a secundarlo y enfrentar con valentía y decisión todos los inconvenientes y problemas causados por la adicción. Entre otras cosas, pagar las deudas de juego o pedir prestado para que él siga jugando. Por lo general se trata de una mujer cuya posición económica es bastante sólida, por lo menos en el momento de contraer matrimonio. Muchas esposas de adictos al juego han visto esfumarse la herencia que recibieron. En cuanto a la mujer jugadora, elegirá casi siempre hombres de sólida posición económica, capaces de solventar lo que al principio ellos mismos suelen considerar un mero capricho. En cualquiera de los dos casos, cuando el adicto inicia su recuperación necesita que su pareja lo apoye. Pero al cabo de cierto tiempo es probable que se separe, porque toma conciencia, entre otras cosas, de que su elección fue completamente equivocada. "¿Qué hago yo al lado de esta persona? En el fondo me parece que no tenemos nada en común" es una frase que se escucha a diario en las reuniones de Jugadores Anónimos.
Dejar de jugar requiere una serie de estrategias que muchas veces no son fáciles de cumplir. Durante los primeros tiempos de abstinencia conviene que el adicto delegue en alguna persona de confianza el uso y manejo del dinero, ya que la tentación de seguir jugando puede ser muy fuerte y de hecho es un riesgo que no conviene correr. Además, en algunas ocasiones necesitará un acompañante terapéutico que lo ayude a evitar cualquier tipo de apuesta, por inocente que la misma pueda parecer. Muchos jugadores en recuperación sostienen que el dinero era para ellos lo que el alcohol significa para un alcohólico, y una de las cosas que más les ha costado es aprender a manejarlo con discreción y entendimiento. Por eso deben mantenerse alejados de los lugares de juego, lo que incluye casinos, hipódromos, salones de bingo y hasta agencias o kioscos donde se venden billetes de lotería o juegos similares.
Para que la recuperación sea efectiva y tenga resultados duraderos es indispensable que la terapia grupal, en caso de efectuarse, se complemente con un terapeuta que conozca a fondo el tema. Lo que en última instancia se pretende es lograr en el ex-jugador un profundo cambio de personalidad, hasta donde sea posible. Esto se puede conseguir comenzando por un drástico cambio de hábitos, para que la terapia sea efectiva y no se interrumpa por continuas recaídas en el juego, lo que retrotrae la situación al principio, con la consiguiente pérdida de tiempo y la decepción, que a la larga puede llevar al jugador a abandonar la terapia y entregarse por completo a su vieja y destructiva adicción.
Alrededor de los cuarenta y cinco años Ernestina apareció por mi consultorio. Se notaba, en la voz y los gestos algo bruscos, un deterioro prematuro, aunque su aspecto físico no permitiera suponerle más edad de la que declaraba.
– Estoy vencida, completamente vencida -afirmó mientras agachaba la cabeza y se tomaba las sienes con las manos-. Hace apenas un año me divorcié, ¡por fin!, y ahora vivo con tres hijos adolescentes que parecen fantasmas, cada uno hace su vida y ya no me siento con fuerzas para soportar mi soledad. Para colmo, hace un par de años me detectaron un amago de infarto, y no tuve más remedio que dejar el pucho… mi vida no es precisamente un lecho de rosas. Necesito ayuda. -agregó en forma inesperada y cargando el tono de su voz con un tinte dramático, actoral.
Su historia se parecía a la de muchos pacientes, aunque ella supusiera que se trataba de una tragedia inédita en el transcurso de la humanidad. Su tendencia a exagerar fue uno de los primeros rasgos que me llamaron la atención.
Se había casado a los veinte años con un hombre de treinta, ingeniero como el padre de ella y dueño de una floreciente situación económica. Habían planeado una breve luna de miel en Estados Unidos, pero tuvieron que posponerla porque a su marido se le presentó un inesperado viaje de negocios que los llevó a Mar del Plata durante un mes. Ernestina tuvo entonces un pequeño ataque de nervios, él le había prometido que irían a Las Vegas. Pero se consoló pensando que después de todo Mar del Plata no estaba del todo mal, a pesar de que era invierno y no podría disfrutar de la playa.
-¿A quién le importaba la playa? -me comentó Ernestina-. Mientras funcionara el casino yo no tenía ningún problema en realidad.
Para abreviar, Ernestina comenzó a abrumar a su esposo con continuos pedidos de dinero, hasta que al cabo de un mes se había gastado mucho más de la cantidad que sus suegros les habían regalado para la luna de miel. Su viaje a Estados Unidos quedó definitivamente cancelado.
– Nunca más tuvimos la oportunidad -suspira Ernestina-. Y lo peor de todo: ya nunca en mi vida conoceré Las Vegas…
Pocos pacientes como ella tenían tan en claro que su problema más serio pasaba por su adicción. Antes de venir a verme había comenzado su recuperación en un grupo de autoayuda.
En la mayoría de las sesiones se entregaba a recordar con nostalgia los tiempos idos.
Ella, que siempre había hecho alarde de desdeñar a la gente melancólica, se ponía a llorar durante largos minutos. El recuerdo de Ricardo la mortificaba. Los años de adolescencia transcurridos en el ingenio eran revividos en forma idealizada, y sentía remordimiento al recordarlos.
-Yo supuse entonces que Ricardo me despreciaba porque en el fondo él pertenecía a una clase social superior, y me sentí abandonada. Tardé mucho tiempo en descubrir que fui yo la que hizo lo imposible por apartarlo. Cuando volvía al ingenio para sus vacaciones yo procuraba ignorarlo, y como él tenía novia ni se me ocurrió atraerlo. En el fondo, lo que me había atraído en él era su posición económica y nada más. Ya en aquella época yo era una jugadora compulsiva en potencia, y creo que en el fondo nos parecíamos demasiado como para gustarnos en serio…¡Pobre Ricardo! Me dio mucha pena enterarme de su decadencia, su mujer lo dejó por otro cuando él terminó perdiendo todo… y hace dos años se murió del corazón. ¿De qué otra cosa se podría haber muerto, pobrecito? -sollozaba Ernestina.
Si idealizar el pasado es algo común a todo ser humano, los ex-adictos suelen inventarlo con un énfasis exagerado. Al abandonar el objeto de su adicción, que sirve casi siempre para disfrazar la realidad, recurren durante los primeros tiempos de abstinencia a fantasear alrededor de su vida pasada. La terapia irá poniendo las cosas poco a poco en su lugar. En el caso de la adicción al juego es muy frecuente encontrarse con situaciones donde los vínculos afectivos han sido seriamente deteriorados. En particular, lo atinente a los lazos matrimoniales sufre un desgaste equivalente al que se produce en casos de drogadicción.
El terapeuta debe conocer a fondo el problema y sostener al ex-adicto en todo momento, sobre todo cuando aparece la posibilidad de abandonar la terapia. Los casos que muestran una óptima recuperación son aquellos donde la asistencia a los grupos de autoayuda se complementa con una sostenida terapia individual, siempre que el profesional sea experto en materia de adicciones.
Adicción al trabajo
"El hombre estaba tan ocupado que ni siquiera levantó la cabeza cuando llegó el principito.
– Buenos días -le dijo éste- Su cigarrillo está apagado.
– Tres y dos son cinco. Cinco y siete, doce. Doce y tres, quince. Buenos días. Quince y siete, veintidós. Veintidós y seis, veintiocho. No tengo tiempo para volver a encenderlo… Veintiséis y cinco, treinta y uno. Da un total pues, de quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno.
– ¿Quinientos millones de qué?
– ¡Eh! ¿estás siempre ahí? Quinientos millones de… ya no sé… ¡tengo tanto trabajo! Yo soy serio, no me divierto con tonterías. Dos y cinco, siete…"
El principito
Antoine de Saint-Exupery
Generalidades.
Una pregunta insoslayable: ¿de qué huye un adicto al trabajo? Como toda adicción es progresiva y solapada, lo más probable es que al principio nada pueda hacer suponer la existencia de un problema. La ironía y el refinamiento del autor nos muestran en pocas palabras lo que puede llegar a ser el mundo de un adicto al trabajo. Parecería que el tiempo de un trabajador compulsivo nunca alcanzara, y que su interés estuviera enfocado a la actividad por la actividad misma.
Y si la adicción continúa desarrollándose sin interrupción, es muy probable que su desenlace no permita augurar nada positivo.
Detectar y caracterizar un caso de adicción al trabajo no resulta simple, debido a que la línea demarcatoria entre alguien que trabaja muchas horas por día y un adicto al trabajo no es fácil de distinguir. Ocurre que el trabajo en sí no sólo es beneficioso sino también necesario, y la sociedad está estructurada en base a él. La sentencia bíblica "ganarás el pan con el sudor de tu frente", que Jehová anunció a Adán al arrojarlo del Paraíso, se convirtió a lo largo de las generaciones casi en una suerte de bendición. Incluso las personas que tratan de vivir sin trabajar son mal miradas por el conjunto de la sociedad. Por ese motivo mucha gente no toma demasiado en serio la adicción al trabajo, suponiendo que el adicto es un individuo sumamente responsable y virtuoso.
Con todo, existen pautas para diferenciar al trabajador comprometido del adicto. Mientras el primero encara su tarea con entusiasmo y disfruta de ella, el trabajador compulsivo suele sentirse abrumado. Por otra parte, es fácil comprender que muchas personas recurren a más de un trabajo para poder sostener su hogar; la persona que trabaja muchas horas considera su ocupación sólo como un medio para sostenerse y progresar; en cambio, el adicto hace de su trabajo un medio para ejercer el control y obtener el reconocimiento de los demás. Así considerado, el trabajo se convierte casi en un fin en sí mismo. El trabajador comprometido divide su tiempo, y suele compartir con su familia ratos de entretenimiento y ocio, particularmente durante los fines de semana; el adicto, por el contrario, parece no disponer de un minuto libre, y prácticamente todos sus pensamientos giran alrededor del trabajo.
Ricardo está satisfecho. Los negocios van viento en popa, lo que no es poco decir en estos tiempos. Fue una idea afortunada asociarse con Gustavo, su compañero de Ciencias Económicas. Ninguno de ellos hubiera imaginado, cuando abrieron sus negocios, que los mismos iban progresar tan rápido. Alicia, su mujer, resulta un complemento ideal, ya que es una excelente compañera y la madre perfecta de sus dos hijos.
Ella lo ha estimulado sin descanso, y Ricardo sabe reconocerle todos los méritos. Claro que a veces lo impacienta con sus exigencias, casi todas de tipo doméstico. Ahora, por ejemplo, se le ha metido en la cabeza que deberían mudarse a una casa, ya que el departamento les queda chico y además es demasiado céntrico. Una casa en las afueras, preferiblemente en San Isidro. Siempre soñó con algo así, y después de todo muchos clientes de Ricardo viven por esa zona, lo que permitirá mantener con ellos un trato menos comercial, invitándolos a su casa de tanto en tanto. Las relaciones públicas son más importantes de lo que parecen.
Ricardo considera los pro y los contra. ¿Irse tan lejos de la oficina? Bueno, después de todo podrá tener un escritorio sólo para él, lejos de los chicos que lo molestan sobre todo los fines de semana. Alicia los sacará a pasear, y él podrá llevar trabajo a casa, para compensar el tiempo que invertirá desde su nuevo hogar hasta el centro… y además, será una buena oportunidad para invertir parte del dinero que ha ganado en los últimos años.
Los miedos característicos
Todos los miedos, el miedo. Aun cuando un adicto al trabajo se esfuerce por demostrar circunspección y aplomo, resulta ser una persona acosada por un sinnúmero de temores.
Uno de los más evidentes es el miedo a perder el control sobre el medio circundante. La familia inmediata, las personas vinculadas por el trabajo, y a veces hasta algunos amigos experimentan la forma en que el adicto intenta dominarlos. La relación se vuelve cada vez más rígida, y el adicto impone cada vez mayor distancia, una manera de conservar el control. Este temor está vinculado a otro no menos importante: el miedo a la intimidad. El adicto al trabajo teme a la relación, rehuye el trato confidencial, y si algo de esto se insinúa esgrime uno de sus argumentos favoritos: "por favor, no tengo tiempo para hablar de estas cosas. Tengo problemas muy importantes que resolver".
Otro miedo característico de esta adicción se refiere a la posibilidad e fracasar, siempre latente. Este temor está directamente vinculado a la clase de afecto que se ha recibido en el hogar. Muchos niños experimentan que ser amados constituye una especie de premio a su buena; dicho de otra manera, se acostumbran a recibir un amor sujeto a determinadas condiciones, aprendiendo a esforzarse para conseguirlo. De ese modo postergan o sepultan necesidades emocionales legítimas, cuya manifestación se considera impertinente y hasta peligrosa. La consecuencia inmediata de esta actitud es el perfeccionismo, y cualquier posibilidad de equivocarse se experimenta como un fracaso que puede amenazar la estructura de vida cuidadosamente elaborada por el adicto.
El miedo a la inactividad conduce a estar permanentemente ocupado. Cuando un adicto al trabajo se enferma suele ponerse irascible: el no trabajar se experimenta como "pérdida de tiempo", y en última instancia implica el riesgo de ponerse en contacto con aspectos personales que no se está en condiciones de encarar, mucho menos de resolver. Fuera de este caso, cualquier tiempo libre es vivido como una amenaza, y el adicto se las ingenia para evitarlo. Es muy común que organice tres semanas de vacaciones con la familia, y que a los siete días se encuentre de vuelta ante un escritorio lleno de papeles.
No soporta el hecho de delegar responsabilidades, por miedo a perder el control de la situación, y procura siempre no dejar nada librado al azar. Incluso los breves lapsos de entretenimiento y distensión que se permite están prolijamente planificados.
Las fantasías persecutorias constituyen otra característica descollante de este tipo de adicto. En muchos casos se trata de personas que han desarrollado y adquirido una considerable situación de poder, y basta imaginar a cualquier dictador persiguiendo a sus enemigos para que no lo persigan, o inventando enemigos donde no los hay. Este miedo en particular se vuelve especialmente mortificante para el entorno del adicto, sobre todo la familia, ya que termina por instalarse un irrespirable clima de sospecha. El sujeto comienza por desconfiar de todos, con el agravante de que descalifica cualquier argumento, prueba o manifestación en contrario. Termina por creerse el único dueño de la verdad, suponiendo que tiene toda la razón y proyectando en los demás su inseguridad.
Parece claro que todos estos temores giran alrededor de uno solo: el temor a reconocerse. En términos generales, todo adicto lo experimenta, entre otras cosas porque no llega a desarrollar la capacidad de observarse a sí mismo, sino que lo que hace a través de la opinión que los demás se forman de él. Para el adicto al trabajo, su actividad equivale a una droga que lo defiende contra el conocimiento de sí mismo.
A medida que su adicción avanza va perdiendo contacto con su propia esencia, hasta que se vuelven difusos los límites entre su persona y la realidad. Pretende compensar su carencia de autoconocimiento aconsejando a los demás que es lo que les conviene. Esta actitud egocéntrica puede llegar a extremos intolerables, y se produce la paradoja no deseada: el egocéntrico termina por convertir a quien lo ejerce en un verdadero excéntrico.
Luego de muchas consideraciones, dudas, esperanzas frustradas e indecisiones, Ricardo y Alicia se mudaron. Si bien la nueva casa estaba algo lejos de colmar todas sus aspiraciones, no había legítimo motivo para lamentarse. Habrían preferido un jardín más amplio, una pileta para el verano, mayores comodidades. Pero las expectativas básicas se habían cumplido. Ricardo tenían un escritorio exclusivamente para él, y se encargó de hacerles saber a sus dos hijos, e incluso a su mujer, que no estaba dispuesto a compartir aquel territorio con nadie. Era su pequeño paraíso, un refugio exclusivo que le permitía encapsularse en su mundo propio, lleno de planes para el futuro, proyectos secretos y un sinfín de papeles, que traía y llevaba de su oficina cada vez más asiduamente.
Por su parte, Alicia sentía que empezaba a tocar el cielo con las manos. Había tenido una niñez de privaciones, y su casamiento con Ricardo le abrió un panorama menos limitado. Claro que se las tuvo que ver con la tensa oposición de sus suegros, que pretendían para su hijo una mujer con otro rango. Y ese no era el menor de los motivos porque quería mudarse. Su suegra, viuda hacia apenas un año, vivía cerca del departamento anterior y aprovechaba cualquier ocasión para entrometerse o hacerle la vida imposible con su mejor cara de ángel. Claro que Alicia nunca profirió una queja. No era tonta, y sabía la influencia que su suegra ejercía sobre Ricardo, hijo único y, para peor, de madre viuda. Por fin se había librado de esa carga, y cuando la señora empezó a llamar por teléfono para lamentarse de su soledad Alicia se las fue ingeniando para escabullirse. Pasaba la comunicación, "por favor, estoy muy ocupada. Trataré de darme una vuelta mañana al mediodía, si querés te llevo a almorzar rápido, o sino voy a visitarte el sábado un ratito. Pero por favor ni se te ocurra venir por acá… no tenemos lugar para que te quedes a dormir. Tenemos todos la vida complicada, no nos la hagas más difícil todavía…"
Alicia empezaba a tocar el cielo con las manos. O mejor dicho, eso es lo que creía.
Rasgos de personalidad
¿Qué es lo primero que se destaca en la actitud de los adictos al trabajo? El afán de hacerlo todo en forma impecable parece ser su rasgo prominente. No pueden evitar una manifiesta intolerancia ante resultados más o menos aceptables, o incluso buenos. El dicho "lo bueno es enemigo de lo mejor" constituye para ellos una especie de ley suprema, y pretenden que todo el mundo se comporte de acuerdo a esa premisa. Ignoran que la perfección absoluta es una utopía, y para lograrla aprenden a desplegar ciertas aptitudes que en sí no son malas, pero que llevadas al extremo pueden terminar por ser perjudiciales. Así, el tesón, la perseverancia, una tenacidad casi sobrehumana y una no menos sobrehumana fuerza de voluntad son virtudes que estos adictos despliegan al servicio de su propósito primordial: obtener un resultado perfecto. Claro que esta ambición perfeccionista cobra a menudo precio excesivo. Muchos artistas sacrificaron su niñez, adolescencia y juventud para llegar al estrellato, entregándose compulsivamente a una disciplina que los privó de disfrutar las mejores cosas de la vida. Abundan los ejemplos. El perfeccionista suele suponerse superior al resto de los mortales, y con esta presunción acaba por traicionarse a sí mismo sin darse cuenta. Si bien es cierto que por lo general su coeficiente intelectual es efectivamente alto, parecería que en esta carrera por alcanzar la cima se le escapara lo esencial, terminado por perderse en su propio laberinto. Su excesiva autoexigencia concluye por volverse contra los demás, y sus actividades arrogantes no hacen otra cosa que ocultar una profunda inseguridad, de la que no son capaces de tomar conciencia.
En el fondo, el perfeccionismo está ocultando una sutil falta de autoestima, ya que todo lo actuado lo es en función de conseguir que los demás aprueben la propia conducta. Este deseo de aprobación se vuelve insaciable, y la necesidad de ser admirado desemboca inexorablemente en la exigencia de pleitesía por parte de los otros.
Esta característica conduce a la obsesión, de manera que el adicto al trabajo no sólo ocupa un tiempo excesivo en cumplirlo, sino que además no deja lugar en su mente para cualquier pensamiento que no esté directamente vinculado a aquel. La consecuencia de este accionar obsesivo es una creciente ansiedad, que a la larga lleva al adicto a inmovilizarse. Su supuesta seguridad comienza a fallarle, y las dudas respecto a tomar decisiones llegan a transformar la ansiedad en angustia. Por un mecanismo de proyección suele poner su propia incertidumbre en los demás, volviéndose irascible e intolerante. Los pensamientos obsesivos tienen un contenido negativo, y el miedo al fracaso o a veces a un simple error termina por paralizar al trabajador compulsivo. En esa etapa de la adicción el rendimiento decae, y es lo que los franceses denominan surmenage, o exceso de trabajo. En realidad, se trata de ocupación excesiva a la que se agrega un severo trastorno emocional, y no pocos adictos al trabajo han experimentado a través de el su propia "tocada de fondo", comenzando a partir de esa crisis el camino de su recuperación.
El adicto al trabajo es profundamente narcisista, lo que significa sobre todo que tiene de sí mismo una imagen idealizada. Este sentimiento de superioridad lo lleva a exigir una consideración especial de los demás, y estará siempre atento para detectar en ellos la menor falencia. En realidad se encuentra incapacitado para amar a otro que no sea él mismo, y considera a quienes forman parte de su entorno como prótesis o prolongaciones de su persona. Esta es la razón por la cual la convivencia con un adicto al trabajo se vuelve ardua, y la dificultad para sostenerla se torna insuperable. Lo peor consiste en que el narcisista es incapaz de reconocer errores propios, y está seguro de que su vida sería impecable si no fuera por los demás, que hacen lo imposible por ponerle trabas y dificultades. Al "no poder amar", el narcisista adicto al trabajo transforma esa carencia en un afán desmedido de controlar a los otros, y el miedo a perder ese dominio lo convierte muchas veces en un tirano, aun cuando se cuide muy bien de "no tirar excesivamente de la cuerda". Se trata sobre todo de "manejar" sin que se advierta demasiado, pero a medida que la adicción avanza ese manejo se torna cada vez más evidente.
La secreta inseguridad del adicto al trabajo lo incita a desplegar una complicada estrategia para conservar el poder y acrecentarlo. Uno de los instrumentos más eficaces para conseguirlo consiste en el control de la información, ocultando ciertos hechos e incluso tergiversando otros. La mentira como sistema forma parte de un vasto arsenal que el adicto usa para sus fines. Las tácticas para ejercer el control son innumerables, y varían según el tipo de personalidad. Mientras unos se muestran avaros, otros prefieren ser magnánimos, una forma sutil de "comprar" voluntades. En definitiva se trata de ocultar la verdad, pues nadie sabe a ciencia cierta el monto del patrimonio.
Este rasgo de personalidad se origina en la negación de la realidad. Es muy probable que provenga de una familia en la que el adicto haya necesitado mentir para obtener la aprobación de sus padres, o para evitar algún castigo. Amurallado en su propia falacia, el trabajador compulsivo se acostumbra a encerrarse en un mundo falso y poco a poco va considerándolo como cierto, elaborando verdaderos mitos cuya veracidad no debe ponerse en duda. Cualquier intento de perforar esa muralla es considerado como una traición. A lo largo de los años el adicto va creando su propio personaje, un disfraz que le permite mostrarse ante los otros como alguien invulnerable, ajeno a las necesidades e incertidumbres de los seres comunes.
La influencia de la sociedad
En la parte referente a la recuperación nos ocuparemos de la familia de origen del adicto, como causa inmediata de adicción.
La otra gran causa hay que buscarla en la mentalidad social de nuestros tiempos, aunque en la última década se haya producido un cambio favorable.
A partir de mediados del siglo XVI la Reforma protestante introdujo en Occidente una mentalidad que pretendía frenar el relajamiento de las costumbres, y el trabajo comenzó a ser exaltado como una virtud moral. Esta forma de pensar alcanzó su máxima expresión a partir de la Revolución Industrial, hacia fines del siglo XVIII, y se desarrolló sin interrupción casi hasta nuestros días. Baste recordar que las primeras leyes de protección referidas al trabajo de lo niños ocurrieron en Inglaterra durante la amenaza de Napoleón. Los militares sugirieron al Parlamento que si las cosas continuaban así, en pocos años más no dispondrían de soldados sanos para defenderse contra Francia, ya que el trabajo infantil contribuía a desarrollar niños raquíticos. La jornada laboral era de catorce horas, y el descanso se limitaba al domingo por la tarde, sugiriendo a los operarios que se dedicaran a limpiar y acondicionar sus instrumentos de trabajo.
Después de la Segunda Guerra Mundial la mujer tuvo acceso a la actividad laboral, acrecentando considerablemente el número de personas inmersas en el mundo de la producción de bienes.
Ya desde los años 60 empezó a insinuarse un cuestionamiento, que reflejó con claridad el movimiento hippie, sobre todo en los Estados Unidos. Luego de la década del 80 comenzó a reducirse el número de horas laborales por semana, y hoy se trata de hacerlo para dar cabida a más personas, debido a los serios problemas de desocupación.
La virtual divinización del trabajo ha influido en buena medida para convertirlo en una adicción.
Se ha hablado mucho, quizá demasiado, de consagrarse al trabajo, poniendo de manifiesto un exagerado desdén por el ocio, confundiéndolo con la pereza. A causa de esto, muchas personas no saben qué hacer con el tiempo libre y hasta se sienten culpables cuando lo tienen. La experiencia de los años 70 ha inducido a tomar más en serio esta adicción, ya que entonces se contrató a directivos que demostraban una excesiva contracción al trabajo. Las consecuencias evidenciaron un menor rendimiento general, y en muchos casos el resultado fue el caos. Con todo, el problema está lejos de resolverse y esta adicción continúa arrastrando a muchas personas, sobre todo porque todavía no se ha tomado debida conciencia de ella.
"…diez años después las cosas parecían inmejorables. El hijo mayor había terminado el colegio y cursaba segundo año de economía, para no ser menos que su padre. La hija estaba en el último año de magisterio y pensaba ser maestra jardinera. Lo principal para Alicia era que habían crecido sanos y ya podía disponer de mucho más tiempo para ella. Su suegra había muerto dos años antes, de modo que no tenía que preocuparse más por aquella sorda competencia que la había enfrentado con ella sin proponérselo. Y los negocios de Ricardo iban cada vez mejor. La importación de mercaderías ensanchaba su horizonte, a tal punto que la vieja oficina del centro se había vendido, y ahora Ricardo y Gustavo ocupaban un amplio piso en la zona más prestigiosa del mundo de los negocios.
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