Descargar

Las Adicciones (socialmente) Permitidas (página 5)

Enviado por Mariano Gonzalez


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Quedará siempre a salvo la opción personal. Más allá de la presión ejercida por el medio el individuo está en condiciones de elegir. Desde luego que la elección no es fácil, porque a menudo se produce una sensación de falta de alternativa, y resulta siempre menos incómodo sumarse a la corriente general y dejarse arrastrar por ella. Pero debemos tomar conciencia de algo fundamental: si bien la perfección es imposible, es en cambio posible optar por una vida sana, como requisito indispensable para ser uno mismo y desarrollar las propias aptitudes y capacidades. Sólo así lograremos una existencia plena de goce y sentido.

La sociedad "imaginaria"

Cada vez un mayor número de personas experimenta la angustiosa sensación de carencia de valores propios, con la consiguiente secuela de inseguridades y frustraciones. Esta sensación se produce como consecuencia directa de una publicidad masiva consagrada a fomentar el culto de una imagen impecable, un cuerpo perfecto y una conducta intachable. Las adicciones contribuyen en gran medida a encontrar la sensación de ser más aptos para cumplir con esas expectativas.

Esos generalizados sentimientos de insatisfacción llegan a asumir proporciones de tragedia, y explican el hecho de la proliferación de adicciones. Cuando alguien se convence de que tiene escaso valor automáticamente tiende a poner los medios para demostrar lo contrario, fabricándose una imagen propia que por lo menos le ayude a disimular aquella carencia. Esta obsesión por la imagen incita a desarrollar algunas actividades o a consumir determinadas drogas capaces de mejorarla, o que nos eximan de continuar con la implacable autocrítica.

La creencia en la incuestionable superioridad de la imagen es en sí misma adictiva y genera el malestar imperante en la cultura. Se trata de negar el verdadero yo y suplantarlo por una máscara, fabricar y proyectar una imagen que resulte "funcional" para nosotros y el entorno. Así, la persona y su máscara se yuxtaponen en una aleación indestructible, y terminamos por "comprarnos" esa imagen y suponer que a través de ella la perfección es posible.

Más allá de que las familias fomenten la negación del yo y la implantación de un yo ficticio, como acabamos de ver, la sociedad misma imprime en los individuos la idea de autorrechazo. Lo hace a través de los medios de comunicación masiva y otros elementos que forman parte de la cultura. Es indispensable tomar conciencia de este hecho, como una eficaz manera de frenar la tendencia colectiva y volverse menos vulnerable a la posibilidad de contraer una adicción.

En mayor o menor grado, todos nos encontramos obsesionados con nuestra apariencia. Por todas partes se hace todo lo posible para convencernos de que el aspecto físico es primordial, y el insistir con esta idea consigue antes o después que terminemos por asimilarla.

Las diversas modas van transformando el patrón que debe regir cada imagen. A fines del siglo XIX y hasta bien entrado el XX prevaleció una imagen de gordura como el ideal de la mujer. Quizá debido a los estragos que había hecho la tuberculosis, la imagen rubicunda era síntoma de salud, que se asociaba automáticamente a la belleza. Recién a mediados del siglo XX comenzó a hablarse de anorexia, y algo más tarde de bulimia. Obviamente, la imagen promocionada había cambiado, y el "ideal" de mujer respondía a otros cánones. La exigencia de delgadez fue llevada al extremo, con las perniciosas consecuencias para la salud que todos conocemos.

Existe una obsesión (inducida por los medios publicitarios) por los ejercicios físicos. Sin salir de casa, una persona puede adquirir una figura esbelta gracias a los aparatos profusamente promocionados y que se entregan a domicilio. Los modelos aparecen tostados y no tienen un solo gramo de grasa; su expresión denota algo parecido a la inquietud, como si la única meta de la vida fuese conseguir ese físico escultural, y ellos la estuvieran obteniendo a costa de un esfuerzo ciclópeo. Se desecha de plano la sola posibilidad de envejecer, negando así una parte esencial de la condición humana; por otra parte, la obsesión por adquirir un cuerpo perfecto requiere el gasto de energía (no sólo física) tiempo y dinero que podrían emplearse en el logro de objetivos de mayor utilidad. Al negarse obstinadamente al paso del tiempo, con la ineludible consecuencia del envejecimiento, la persona se priva de disfrutar la alegría que es característica de la juventud.

Si la imagen del hombre rudo y de la mujer frágil como condición indispensable para caracterizar los respectivos sexos ha sido dejada de lado a partir de la última década, también es cierto que se ha estado promoviendo últimamente una imagen "unisex" que no responde a la realidad. El hombre recio ya no es una imagen capaz de deslumbrar a nadie, y la virilidad suele pasar por otros carriles; lo mismo ocurre con la mujer sumisa, imagen que ya no coincide con un ideal de feminidad. Pero el tener que amoldarse a un muñeco unisex, una especie de híbrido sin personalidad definida, lleva a reprimir inconscientemente las verdaderas aspiraciones del yo auténtico. Esto en lo que se refiere específicamente al físico, pues el mensaje subliminal sigue incitando a la mujer al sometimiento, mientras incita al hombre a dominar e incluso ocultar cualquier sentimiento que dejara al descubierto sus debilidades, propias de todo ser humano.

Los adictos a la relación afectiva, por ejemplo, también se dedican a proyectar una imagen idílica, y hacen todo lo posible por mostrarse como parte integrante de una pareja ideal, aun cuando a veces se vean sometidos a infidelidades y otra clase variada de malos tratos, que pueden llegar incluso a la agresión física. Las canciones y las películas se dedican a transmitir el mensaje de que alguien que no vive una relación emocional intensa no tiene una verdadera identidad y suele ser considerado como "material descartable" en el marco de una sociedad dedicada a promover los ideales del amor romántico. A veces, la misma familia es portadora de esta creencia, empeñada en amoldarse a los cánones en boga. Otras, el intento obsesivo por conseguir una relación sentimental a toda costa produce el efecto contrario, y la persona vulnerable a la adicción cae fácilmente en un estado de soledad que la impulsa a echar mano de la tabla de salvación más próxima. Como su verdadero yo ha sido sofocado por un yo artificial, a menudo experimentan la sensación de no ser vistas por los demás, con el resultado de hacer cualquier cosa con tal de llamar la atención.

De aquí surge la tendencia de nuestra época a venerar a las personalidades famosas, llegando en muchos casos a incurrir en el fanatismo. El deseo de ser visto conduce lentamente a un anhelo de notoriedad, y esto suele convertirse en un pozo sin fondo. Las personas incapaces de ponerse un "aprobado" buscan fuera de sí mismas esa aceptación. Si llegan a obtenerla, recorren una segunda etapa en la que la aceptación no basta: será preciso el aplauso. Y de ahí a la exigencia de pleitesía hay apenas un paso. Personas inclinadas a la adicción, desde luego, cuyas apetencias semejan "barriles sin fondo", ya que no hay nada que pueda suplantar legítimamente al verdadero yo que ha sido sepultado. Al enfrentarse a una celebridad se sienten representadas por ella y la consideran depositaria de todos sus anhelos frustrados. El éxito y el triunfo de la celebridad pasan a convertirse en propios.

Ya vimos que la mentalidad adictiva tiende a reconocer sólo los extremos: blanco o negro, todo o nada. Para ser importante hay que destacarse, llamar la atención a cualquier precio, sobresalir sobre el conjunto de los seres grises. Ser alguien normal, con un conjunto de valores promedio, equivale a no tener importancia, a no ser importante. El termino VIP (very important person) se utiliza en aeropuertos, medios de transporte, lugares de entretenimiento entre otros reservado el termino solo para una "elite". Es por eso que gran parte de las adicciones (drogas, juego, alcohol, trabajo, por ejemplo,) representan un considerable esfuerzo por conseguir notoriedad, no importa el precio que haya que pagar. Lo expresa con ironía Elena, una jugadora recuperada: "Me costó un tiempo admitir mi ludopatía, pero los grupos me ayudaron a rendirme a la evidencia. Bueno, de acuerdo: yo soy jugadora compulsiva, me dije. Después de todo, siempre pudo haberme tocado una peor. Y recién a los dos años comencé a entender en profundidad el sentido del anonimato. "Anteponer los principios a la propia personalidad", decían; expresado de otro modo, conocerse a uno mismo (principio) antes que desvivirse por destacarse (personalidad). De modo que eso quería decir "anónimo", en definitiva. Parecía algo imposible de lograr, porque lo último que desea un jugador es ser anónimo."

También suele utilizarse a la celebridad como punto de referencia o comparación para asignarnos un puntaje, y a menudo salimos bastante maltrechos de la confrontación. Nos parece que las personas famosas están exentas de toda contrariedad y disfrutan de la vida en todo su esplendor. Ocurre que ellos también están obligados a ofrecer determinada imagen, y en sus entrevistas y apariciones públicas se ven forzados a exprimir esa imagen hasta las últimas consecuencias. Terminan por quedar presos de esa imagen fabricada por sus promotores. En algunos casos notorios, incluso, llegan a ser víctimas de un sistema que exalta esa imagen sin darles los elementos para establecer un contrapeso, y que una vez logrado su objetivo (el dinero que esa imagen fue capaz de conseguir) los abandona, dejándolos librados a su propia suerte. Sin llegar a esos extremos, las imágenes de éxito sostenido nos dejan pensando que nosotros nunca lograremos esa cima, que en el fondo valemos poco y nunca seremos capaces de encontrar la oportunidad para salir de toda la mediocridad que nos rodea. Y aunque encontráramos la oportunidad, jamás seríamos capaces de aprovecharla. Necesitamos a tal punto proyectar una imagen segura y desenvuelta que dedicarnos a trabajar en exceso, marearnos con unas cuantas copas o lanzarnos a la práctica desenfrenada de algún deporte de nuestra preferencia termina por parecernos un medio idóneo para lograrla.

El marketing y las adicciones

La técnica del doble mensaje se ha convertido en moneda corriente para nuestra sociedad. Y también recurren a él las familias, sumiendo a los destinatarios en un estado de perplejidad.

Supongamos, por ejemplo, una madre severa para quien su hijo nunca hace las cosas suficientemente bien. Las clasificaciones que obtiene el hijo en el colegio "no están mal, aunque deberían ser mejores". Su conducta en el colegio es buena, pero en casa "deja bastante que desear". Y su costumbre de decir malas palabras es algo "que tendremos que corregir de una vez por todas". La señora invita a un conjunto de amigas a tomar el té y jugar a las cartas, y en algún momento reclama la presencia del niño para que sus amigas lo admiren, una forma de que ella se sienta satisfecha. No contenta con las alabanzas dirigidas a su hijo, declara ante sus amigas y en presencia del niño: "es un excelente estudiante y tiene una conducta irreprochable. Realmente no tengo ningún motivo para quejarme".

¿En qué quedamos? Ocurre que la madre está cumpliendo allí dos papeles netamente diferenciados. Como "ministro del Interior" se ve en la necesidad de extremar el rigor, una forma de ejercer el poder y no permitir el menor desajuste. En cambio, como "ministro de Relaciones Exteriores" quiere ofrecer la mejor impresión de ese "país" que es su hijo.

La sociedad entera se está comportando como esa señora. Las drogas, el juego, el alcohol y otros perturbadores del ánimo son objeto de dobles mensajes. Se rechaza de plano el uso de drogas ilegales, pero se publicitan hipnóticos para combatir el insomnio y una parafernalia de píldoras para neutralizar la angustia, la depresión y el estrés. Las extraordinarias "virtudes" de algunas bebidas alcohólicas son publicitadas sin retacear promesas mágicas: gracias a ese aperitivo, el joven estudiante conocerá a la mujer de sus sueños o la secretaria ejecutiva será promovida a nivel gerencial; sin embargo, se recomienda no beber alcohol si hay que manejar en un largo viaje, y los menores de edad no deben consumirlo en lugares públicos, perdiéndose sus "propiedades mágicas". El juego tampoco escapa al mensaje ambivalente. Por un lado se lo persigue calificándolo de "clandestino" pero se hace un culto de él cuando obtiene el visto bueno oficial, y los casinos exhiben un alto nivel de confort y sofisticación con la finalidad de motivar al máximo a sus clientes.

La fiebre publicitaria promueve directa o indirectamente la adicción al fomentar el sentimiento de que "uno no vale todo lo que podría". Muchos comerciales están dirigidos a "crear necesidades" basándose en esta difundida suposición. Se ofrece lo que se nos muestra que "nos falta", vendiéndonos la idea de que con eso estaremos completos. Las frases publicitarias ponen énfasis en palabras "triunfadoras". Si uno adquiere el producto promocionado o se dedica a la actividad propuesta será "el número uno", "invencible" "exclusivo" o "gente bien".

Como el futuro cliente está haciendo denodados esfuerzos por satisfacerse y salir del gris anonimato que lo mortifica, nada mejor que prometerle un éxito rotundo e inmediato. Cualquiera sabe que tomar una bebida determinada no va a proporcionarle mágicamente las cualidades prometidas. Pero el tema no pasa por lo racional, no apunta a la reflexión sino a la impresión de la imagen en el subconsciente. Así, por ejemplo, esa bebida queda asociada a momentos de diversión, inolvidables encuentros, playas espectaculares, jóvenes impecables, lujosos hoteles y magníficos automóviles. Todo al alcance de la mano con sólo tomarse un trago. Ni más ni menos que la lámpara de Aladino.

Tener o no tener

Si William Shakespeare puso en boca de Hamlet la famosa frase "ser o no ser", casi tres siglos y medio después el novelista Ernest Hemingway publicó en 1937 tres novelas cortas bajo el título "tener o no tener".

Esta es, sin duda, la disyuntiva que nos ofrece la sociedad actual. Mucha gente depende hoy de la acumulación de bienes materiales para sentirse "realizada", y se es según podamos tener un auto mejor que el del vecino o la última palabra en materia de heladeras. Semejante cortedad de miras no es producto de la casualidad, sino más bien de una programación social que poco a poco va desplazando el eje por donde pasan los intereses primordiales de la vida.

La juventud se ve paulatinamente inclinada a optar por carreras y profesiones "útiles", y el interés por la filosofía o las letras cede ante disciplinas donde se destaca lo netamente tecnológico. La idea consiste en procurarse comodidad material en primer lugar, y el conocimiento que se adquiera está dirigido a cumplir esa finalidad. Si alguien se atreve a cuestionar estas aspiraciones (legítimas en sí, aunque no prioritarias) será seguramente considerado como un inútil, un resentido que critica aquello que no se siente capaz de obtener por sus propios medios.

Si por un lado se fomenta el consumo desenfrenado y por otro se limitan cada vez más los ingresos de vastos sectores de la población, no resulta exagerado inferir que con esta actitud se está fomentando la adquisición de conductas adictivas. El ser humano tiene una profunda necesidad de sentido, y la sociedad lo está privando de la ocasión de encontrarlo. A cambio de esto, se le muestran opciones incapaces de llenar su vacío existencial, pero que se ofrecen como si se trataran de una porción del paraíso. Si se logra obtenerlas, no satisfacen. Y si no se alcanza a adquirirlas, aparece la frustración. En los dos casos, siempre habrá adicciones más accesibles, dispuestas a hacernos un guiño para que las adquiramos.

La doctrina del "sálvese quien pueda"

La era industrial trajo como consecuencia un lento pero progresivo aflojamiento de los lazos comunitarios. La imagen del artesano o campesino que trabajaba en su casa o compartía las tareas rurales con miembros de su familia fue desplazándose hacia la del operario que llega a su hogar rendido luego de doce o más horas de trabajo, sin tiempo ni ganas para dialogar con sus familiares. Esta situación, multiplicada por los avances tecnológicos que exigían más mano de obra colaboró en gran medida a arrancar al hombre del núcleo natural (la familia) y enfrascarlo poco apoco en su propia individualidad. Si el hombre es por definición un ser gregario, que sólo se desarrolla en un contexto comunitario (o grey) el creciente individualismo alentado por el sistema político y socio-económico atenta contra sus necesidades básicas de protección y compañía. Muchas adicciones compensan aparentemente de ese aislamiento mortificante.

Aquel individualismo promueve en exceso la mentalidad competitiva, y el esfuerzo personal tiene cada vez más importancia que el trabajo de equipo o cualquier otra clase de emprendimiento cooperativo. Al no satisfacer el deseo de participar y compartir, todo el sistema está volviéndonos más proclives a la adicción. Hay una relación directa entre el aumento de la inseguridad personal, el anhelo de pertenecer a un ámbito comunitario y la debilidad ante la adicción.

Es precisamente por esto que los grupos de autoayuda resultan tan eficaces en la recuperación de innumerables adictos. Más allá de ofrecerles un programa que recomienda la honestidad como principal herramienta de cambio ofrecen a los concurrentes un cálido sentido de pertenencia. Al nuevo miembro no se le exige nada, ni siquiera debe dar su apellido y hasta puede inventarse un nombre cualquiera.

Acerca de esto último, conviene advertir que muchas adicciones crean una ilusión de pertenencia. Los jugadores suelen reunirse en grupos, y la charla en el mostrador del bar instala entre los bebedores una "camaradería" cómplice. Para no hablar de las cofradías secretas entre los adictos a drogas prohibidas.

Claro está que estas uniones resultan ser un simulacro de la verdadera comunidad; que no se caracterizan precisamente por inspirar confianza entre los miembros, y los lazos de unión son transitorios; tampoco hay un objetivo en común, y si existe resulta ser superficial e intrascendente.

Por eso, la función de los grupos de autoayuda no debe ser desdeñada. La persona que llega experimenta la inmediata satisfacción de ser aceptada sin condicionamientos, y como por lo general viene de conocer la dureza del rechazo y la exclusión disfruta de un considerable alivio. Y lo más importante: el "sálvese quien pueda" es sustituido por un saludable "salvémonos todos juntos".

Aquí y ahora

Si el ámbito familiar ejerce sobre el individuo una influencia inevitable, no menos importante es la fuerza que despliega sobre el mismo la sociedad. Nos encontramos literalmente sumergidos en una corriente de apariencia incontenible, en la que el oficio de vivir se transforma cada vez más rápido en la habilidad de sobrevivir.

¿Qué hacer cuando uno se encuentra en semejante situación? ¿Cómo defenderse de la catarata de avisos publicitarios que nos sugieren la felicidad a cambio de una compra en comodísimas cuotas?

Cada uno de nosotros desarrolla sus propios mecanismos de defensa. Al principio, las adicciones no son otra cosa, y tienen la particularidad de compensar la ansiedad o la angustia por medio de insensibilizarnos ante ellas. Finalmente, parecería que la alternativa consiste en elegir la clase de artículo o actividad que supuestamente nos librará de tanta presión publicitaria. Es decir que la opción no es tal. ¿Dulces o alcohol? ¿Telenovelas o videojuegos? ¿Sexo compartido o solitario? ¿Trabajo compulsivo o televisión basura? Porque al fin de cuentas, a muy poca gente se le ocurre canalizar su ansiedad a través de la lectura sana o cualquier otra actividad intelectual. Y ni hablar de vida espiritual: eso está reservado para los que perdieron la batalla y no saben qué hacer con su vida.

La publicidad define nuestras preferencias, nutre nuestros temores y dudas, todo el tiempo nos muestra por contraste que somos imperfectos y hasta desvalidos. Un simple "shampoo" nos devolverá la confianza en nosotros mismos; la chica que usa una determinada remera conseguirá (gracias a eso) novio a la vuelta de la esquina; tomando ese aperitivo obtendrá un reconocimiento sin límites en su grupo de amigos. En definitiva, todos sus problemas se resolverán gracias a una marca de cigarrillos, un espectacular auto sport o un perfume exclusivo.

Los mecanismos de la publicidad proceden por asociación de ideas y apuntan a un nivel subconsciente. Desde luego que nadie cree, por ejemplo, en el caso de un perfume, que tres gotitas diarias le darán todo lo que ambiciona. Pero ese elixir queda asociado a un deslumbrante hotel en la costa del Mediterráneo, en cuya terraza un "príncipe azul" espera a la perfumada dama, que llega en una no menos deslumbrante limousine. Nadie se come ese bocado, pero muchísima gente se traga el anzuelo.

La globalización está haciendo que las condiciones de trabajo se vuelvan cada vez más inciertas. En España, por ejemplo, una gran mayoría de los nuevos empleos consiste en los tristemente famosos "contratos basura". Pero sin llegar a esos extremos de degradación, las pautas laborales presentan características que se deben analizar en cualquier estudio serio sobre las adicciones. El hecho mismo de trabajar en relación de dependencia implica un considerable desgaste emocional, al vivir con la sensación de tener que rendir cuentas permanentemente. Y quienes trabajan por cuenta propia gozan de mayor libertad en ese sentido, pero los resultados de su trabajo son mucho menos seguros. En cualquier caso, cualquier trabajo exige profesionalismo, lo que implica mantener separada la vida privada de la laboral, más una alta cuota de idoneidad. Todo este conjunto de exigencias incita a descargar las tensiones, y mucha gente elige hacerlo a través de una actividad o una sustancia que suele ser el primer paso en el camino de la adicción. Sin hablar de la adicción misma al trabajo, que arruina la salud y puede llegar a destruir una familia.

Mientras el índice de desempleo tiende a aumentar, los salarios descienden cada vez más. La recesión trae un sinnúmero de trastornos, entre los que sobresale la ola de despidos en masa. La gente se ve forzada a aceptar una indemnización exigua o a iniciar un juicio que demorará una cantidad de tiempo que no están en condiciones de esperar. Los subsidios por desocupación duran un breve lapso y la cifra que ofrecen es irrisoria. Todos estos son datos de la realidad cuya evaluación no corresponde hacer aquí, pero que no pueden soslayarse como muy posibles causas de una conducta adictiva. Si en condiciones normales la gente se ve incitada por el sistema imperante a adquirir alguna clase de adicción, mucho más lo estará en situaciones de necesidad extrema que conducen a la angustia irreprimible. No es casual que en la ciudad de Nueva York el índice de criminalidad haya descendido abruptamente en los últimos años, mientras en el mismo lapso la economía ha crecido a niveles sorprendentes. Entre nosotros, en cambio, desciende el nivel de empleo, bajan al mínimo los salarios y aumenta el índice de criminalidad. Y entre los jóvenes delincuentes (más de la mitad de los delitos se cometen por personas menores de 30 años) hay un alto porcentaje de personas drogadas.

El panorama expuesto puede parecer demasiado alarmista. El tiempo dirá si se experimentará o no alguna clase de mejoría. Mientras tanto, resultaría útil repasar lo dicho y preguntarse hasta qué punto la familia, la escuela y la sociedad en general han podido influenciarnos en el sentido de nuestra conducta adictiva, si es que consideramos tener alguna.

Discriminación social

Hablar de discriminación requiere algunas aclaraciones previas, referidas al uso que se da a la palabra en nuestros días.

Es frecuente escuchar que el vocablo discriminación debería ser borrado del lenguaje, y esto se debe a la acepción peyorativa que se le confiere. Porque discriminar, según el diccionario, no es otra cosa que "separar, distinguir." Y en este sentido es una de las mejores aptitudes del ser humano. La vida se volvería tremendamente complicada si no tuviéramos la facultad de distinguir las cosas entre sí, y sería bueno detenerse a considerar cuántos actos discriminatorios realizamos a lo largo de un solo día. "¿Qué ropa me pongo? ¿Dónde voy a almorzar?" Y una vez en el restoran, "¿dónde me siento, qué voy a comer, tomaré vino, de qué clase, de qué marca?" La lista podría estirarse casi hasta el infinito.

Puede parecer banal esta aclaración. Ocurre que a veces ciertas palabras se ponen de moda y la gente las repite sin tener una idea cabal de lo que significan. Y es importante conocer lo que se habla.

Cada vez que rendimos un examen somos discriminados. O sea, separados, distinguidos. De otra manera, daría lo mismo estudiar o no, saber o no saber. Lo que hay que tener muy en cuenta es la base de la discriminación. Si un profesor aprueba o reprueba según un criterio basado en un programa de examen y lo que el alumno conoce del mismo, habrá discriminado bien. Si en cambio lo hace basándose en el apellido o el color de la piel del alumno, habrá cometido un acto de aberrante injusticia.

En otros países hablan de "opresión", refiriéndose a lo que nosotros entendemos por discriminación. En definitiva, se trata de una cuestión de palabras. Después de todo, sin ellas nuestra comunicación sería muy rudimentaria.

Hecha esta salvedad podemos dedicarnos a bucear en el tema.

Conforme a pautas económicas las sociedades se dividen en diferentes grupos. Estos, a su vez, marcan su propio territorio y tienden a diferenciarse entre sí. Pero son los grupos que detentan el poder los que se atribuyen a sí mismos determinados valores "inmutables", a menudo teñidos de un prurito esteticista, y promueven la más injusta de las discriminaciones. Motivos de raza, religión, preferencias sexuales, clase social, sexo o limitaciones físicas dan pie a un trato discriminatorio.

La idea central puede detectarse con claridad, aun cuando los discriminadores la nieguen: se trata de sentirse superior por comparación, para lo cual es indispensable que otros se sientan inferiores.

Mucha gente es discriminada desde el momento mismo de su nacimiento; los hijos de madres solteras, por ejemplo, o los adoptivos, no reciben un trato igualitario con los hijos nacidos dentro del matrimonio. Por lo general, las personas que han sufrido desprecio por su origen o condición social tendrán luego mucha dificultad para tratarse bien a sí mismas.

Las variantes son múltiples y a pesar de algunos progresos, en este sentido todavía puede observarse que las mujeres son víctimas del machismo; sin excluir otras razas, los negros y los judíos en particular sufren como consecuencia de la fobia racista; fieles de una religión discriminan a los de otra o a los agnósticos y ateos; y estos últimos también pueden discriminar a los creyentes por el mero hecho de su profesión de fe; los jóvenes se ven frenados por los adultos, quienes a su vez son cada vez más discriminados por razones de edad; los homosexuales son apartados de ciertos ambientes y se les niega la posibilidad de acceder a ellos por el solo hecho de sus preferencias en materia sexual. La lista puede extenderse, sin duda.

La discriminación puede ser una fuente de adicciones, ya que éstas configuran un abuso hacia uno mismo y refuerzan la idea de que uno vale poco, idea que está en la raíz de la discriminación.

La clase trabajadora es cada vez más discriminada en los hechos, más allá de pomposas y solemnes declaraciones de quienes detentan el poder. Muchas veces ocurre que una persona es víctima de más de una discriminación, en cuyo caso su autoestima se verá atacada por varios flancos.

El secreto y perverso propósito de la discriminación se cumple acabadamente cuando el destinatario de la misma "compra" el mensaje discriminatorio y se lo incorpora. Y es precisamente en ese caso cuando la vulnerabilidad ante la adicción aumenta. El discriminado empieza a verse con la mirada del discriminador, y la adicción puede insinuarse como una posibilidad de apagar esa mirada inexorable. Las adicciones aplacan en algunos casos el dolor que produce el sentirse discriminado, y por extraño que parezca pueden haber ayudado a sobrellevar una humillación insoportable. Por eso cuesta dejarlas, pero si se continúa con ellas se terminará pagando un precio más caro que el que se quiso evitar con la conducta adictiva. Podrán servir como paliativo, pero jamás sirven para enfrentar la raíz del problema sino más bien para postergar la búsqueda de una auténtica solución.

Quien se siente discriminado experimenta un constante agobio por esa causa, y es probable que llegue a despreciarse hasta el límite de lo tolerable. Si la persona ha caído en una adicción, le resultará cada vez más difícil abandonarla mientras no cambie el punto de vista acerca de sí misma. Lo más grave es que su autodesprecio puede llegar a convertirse en una verdadera adicción emocional.

Podrá desahogarse culpando al discriminador, ya se trate de un patrón, la familia o la sociedad en general. Pero terminará por volver a inculparse, pues la baja autoestima le hará sentirse el verdadero causante de su situación.

De cualquier modo, el hecho de ser o haber sido discriminado no es sino una excusa más para justificar la adicción. Implica aferrarse a una explicación para justificar la conducta adictiva, y no es ése el camino para liberarse. También suele afirmarse dogmáticamente que ciertas cosas no pueden ser cambiadas, como una cómoda manera de quedarse instalado en ellas.

La honestidad con uno mismo es el principio de la auténtica liberación.

Segunda Parte

Algunas Adicciones en Particular

Adicción al amor y las relaciones personales

"No nos une el amor sino el espanto.

Será por eso que la quiero tanto."

Jorge Luis Borges

Generalidades.

Los dos versos con los que Borges finaliza uno de sus mejores sonetos dan lugar a más de una reflexión.

Más allá de las apariencias, las relaciones humanas supuestamente "perfectas" no son comunes. Es más, prácticamente se podría afirmar que no existen, o bien existen en una proporción insignificante. Claro que hay grados, y tampoco uno debe suponer que la gran mayoría de las relaciones está viciada de conflictos insolubles y dramáticos problemas.

Entre otras muchas definiciones, el ser humano se describe a sí mismo como gregario, lo que equivale a decir miembro de una comunidad. Salvo casos muy excepcionales (que confirman la regla) las personas somos interdependientes y para desarrollarnos en plenitud necesitamos una comunidad que nos sirva de continente y estímulo. En otras palabras, el hombre es esencialmente social. Casi todos los seres humanos vivimos conformando una estrecha red de relaciones: familia, amigos, compañeros de trabajo, profesionales, conocidos, etc..

Las relaciones humanas pueden adquirir muy diversas características. La familia es el núcleo primordial de aquéllas, pero a medida que se crece deja de ser suficiente y ya en la temprana niñez se traban las primeras amistades; en la adolescencia se robustecen y surgen nuevas relaciones, creándose un entramado que se expande al campo profesional y laboral. Sin hablar de las relaciones amorosas, que en muchos casos derivan en matrimonio y la constitución de una familia propia.

La vida de relación ofrece gratificaciones pero también exige un precio. La comunicación será más o menos íntima de acuerdo a la intensidad del vínculo.

Amores que matan: el adicto a la relación amorosa.

Todos conocemos esta expresión, que sintetiza con ironía situaciones de conflicto. Por lo general se tiende a identificarla con las relaciones de pareja en las que el sexo tiene preponderancia; pero en realidad puede aplicarse a muchas otras "parejas": madre/hijo o hija; padre/hijo o hija; hermanos entre sí; jefe/empleado; adictos entre sí. La lista no es taxativa, y cada uno podrá recordar alguna relación peculiar que no figura aquí. Existen diversos tipos de relaciones adictivas, y nos referiremos en particular a la que se da en las parejas con sexo de por medio.

Doris está más contenta que de costumbre. Bueno, para decir la verdad, ella no es precisamente una muchacha alegre. Muchas veces su madre le pregunta por qué está tan callada, y Doris se limita a sonreírle y encogerse un poco de hombros. Pero hoy se ha despertado con un entusiasmo desacostumbrado. Se envuelve en su bata y baja a desayunar silbando "Según pasan los años". A la madre no le resulta fácil entender ese cambio de humor.

-Doris, querida… me alegro de verte tan contenta… ¿puedo saber el motivo?

Doris sonríe y no contesta. Se pone a calentar café y unta una tostada con jalea de frutilla. Cualquier día le va a contar el motivo.

-¿Y cómo te fue anoche en el baile?

La pregunta se veía venir, y Doris dice "bien" con su mejor tono de indiferencia.

En eso suena el teléfono y la mamá atiende enseguida, y se compenetra en una larga charla con una amiga. "Menos mal", piensa Doris. "Así deja de preguntarme y averiguar, vieja metida…"

Había sido el baile en el club social para festejar la primavera. Sí, Doris estaba preciosa con su vestido de gasa verde, que combinaba tan bien con el color de sus ojos negros. Y su hermano le presentó a Alfredo, ese nuevo compañero de Facultad, que la sacó a bailar como veinte veces y no se apartó de su lado en toda la noche…

En toda relación humana coexisten lazos saludables y gratificantes con otros que no lo son. Los acuerdos afectivos se ven muchas veces perturbados por conflictos y malentendidos, y tratar de resolverlos positivamente es parte de la vida. Pero bajo determinadas condiciones y circunstancias, las relaciones se ven a menudo trabadas por una pesada carga. Alguno de los miembros de esa relación establece un vínculo sofocante, como si necesitara de ese lazo para respirar. Se trata, sin duda, de un adicto a la relación personal.

El hecho ocurre prioritariamente en las llamadas relaciones de pareja -con o sin matrimonio de por medio- pero además es posible en cualquier otra relación humana. Sucede bastante a menudo, según lo adelantamos, en las relaciones entre padres e hijos, hermanos entre sí, amigos supuestamente entrañables y hasta entre jefes y subordinados. Hasta se da el caso de fans que consagran su vida a un ídolo del cine o de la música.

El caso de los adictos a la pareja es paradigmático y su análisis puede servir para explicar todos los demás.

Primero es necesario fijar los atributos de la personalidad codependiente y delinear los rasgos distintivos del adicto a la relación amorosa, quien casi siempre se adhiere a una persona insensible, a la que podemos describir como un adicto a la evitación, según la acertada terminología empleada por empleada por Robin Norwood en su libro "Las mujeres que aman demasiado"

 Alfredo durmió hasta el mediodía, porque cuando terminó el baile, a eso de las cuatro de la madrugada, se dio una vuelta por el bar de unos amigos y allí se quedó hasta que cerraron. Charló con varios conocidos.

– Sí, un baile en el club de Bernal… me invitó un compañero de Ingeniería

-¿A cuántas enganchaste? -pregunta alguien.

Alfredo sonríe con sorna y esa es toda su respuesta. Tiene bien ganada fama de mujeriego. Pero esto es algo diferente. Cuidado. No se va a hacer el vivo con la hermana de un amigo, aunque la verdad, la chica esa estaba muy buena… Se le quedó dando vueltas en la cabeza. Claro que a los veintitrés años no hay que andar pensando en nada serio, con toda la vida por delante para disfrutarla bien a fondo. "En fin, ya veremos" se dijo. Y se puso a hablar de cualquier otra cosa.

Las características de los miembros de esta relación y sus síntomas de codependencia serán analizados detenidamente. Luego podremos proponer un plan de recuperación, señalando someramente las pautas a seguir para desarrollar una relación saludable.

Muchas personas que no han obtenido en su infancia el amor que merecían, deseaban y necesitaban, buscan afanosamente a lo largo de la vida aquello que les fue negado, y están dispuestas a sacrificar lo que sea con tal de conseguirlo. Necesitan a toda costa una "tabla de salvación" para escapar del vacío que les sigue produciendo aquella carencia. Si conocen a alguien que les parece conveniente, no hacen una evaluación mesurada, tal es la urgencia que las impulsa a vivir una relación amorosa. Empezarán por exagerar las posibles virtudes del otro, sin querer siquiera enterarse de sus defectos. Sencillamente, porque necesitan amar a alguien perfecto. Y por lo general ese "alguien" se siente naturalmente halagado con esta nueva devoción que le profesan, de modo que no hará grandes esfuerzos por demostrar que no es Dios. Lo más probable es que se deje adorar; hasta en algún caso puede comprender la situación y sacar de ella el mejor partido.

Un adicto a la relación amorosa es alguien que se encuentra involucrado con otra persona a un punto tal que depende casi por completo de ella, o bien se consagra por entero a su atención y cuidado. La relación así planteada es desde luego una forma de codependencia, aunque esta última implica un contorno más amplio. Por lo tanto, todos los adictos a la relación amorosa son codependientes, pero no todos los codependientes son adictos a la relación amorosa.

La codependencia es siempre un signo de inmadurez causada por un trauma en la infancia. Todos los codependientes tienen una baja autoestima; presentan graves problemas en lo que se refiere a hacerse cargo de sí mismos y no saben demarcar los límites con los demás, permitiendo por lo general que los avasallen en sus derechos y legítimas pretensiones. No saben cuidarse y tampoco pueden afrontar sus necesidades o satisfacer sus deseos en forma directa. Les resulta arduo conocer su realidad y por lo tanto aceptarla.

Tienden a culpar a otros por sus propias dificultades, y les cuesta mucho establecer relaciones genuinas con la gente. A veces intentan dominar a los demás sometiéndolos a sus dictados, pero si no lo consiguen prefieren que alguien los controle; para ellos, una relación en mediana igualdad de condiciones resulta inconcebible. Una vez que se dejan dominar suelen llenarse de rencor contra el dominante. Por lo general incurren en algún otro proceso adictivo, como una manera de compensar el dolor que les produce su estado. Su vida espiritual se va empobreciendo a medida que desarrollan la codependencia, y la costumbre de idolatrar a otra persona o pretender someterla a sus designios les produce un acusado desgaste en su capacidad general.

Han pasado casi diez años de aquel baile de 1957. Luego de un largo y azaroso noviazgo, Alfredo y Doris finalmente se casaron. Hoy tienen dos hijos pequeños y todo el mundo admira y felicita a esos esposos "tan unidos".

Sin embargo, hay muchas cosas con las que Doris no está contenta. Él parece bueno, sí, trabajador, pero esos que la felicitan no saben que Alfredo llega muchas veces tarde y siempre tiene una excusa para hacerlo. Doris no habla del tema con casi nadie, salvo con Estela, su amiga de toda la vida.

– Y bueno, Doris, los hombres son así. Vos tenés que priorizar el hecho de haber formado una familia. Después de todo, a vos la vida en casa de tus padres no te resultó nunca un lecho de rosas

Doris recuerda. Su infancia con esa madre despótica, manejadora, insufrible. Y aquel padre al que adoraba en silencio… pero que jamás le demostraba el menor afecto.

– No sé, no sé… A veces pienso en el divorcio, y me corre frío… Yo sé que Alfredo me quiere… pero no me respeta como mujer.

– ¿Y vos nunca lo encaraste a él? -pregunta Estela.

– ¿A Alfredo? ¿Pero a quién se le ocurre? Sí, bueno, alguna vez se lo insinué, pero me sacó vendiendo almanaques, se puso como leche hervida…

La conversación entre las dos amigas sigue girando alrededor de ese tema que no parece tener solución. Doris está nerviosa y enciende un cigarrillo tras otro.

– Che -le dice Estela- Pará un poco… ¿no estás fumando mucho?

– ¿Y qué querés que le haga? -replica Doris- Son los nervios.

Cuando un codependiente tiene además otra adicción, será prácticamente imposible que pueda librarse de la codependencia si primero no suprime la otra adicción. Esto se da particularmente en los casos de alcoholismo, tabaquismo, juego compulsivo y trastornos de la alimentación.

Los adictos a la relación amorosa dedican su tiempo en forma exclusiva no sólo a la persona con quien comparten la relación sino a la relación misma. Quizá este sea el rasgo que sobresale en esta adicción. Cuando están con su pareja hacen lo imposible por satisfacerla, y cuando no están junto a ella piensan obsesivamente en esa persona, a quien han conferido exageradas cualidades. Le hacen virtualmente entrega del poder, lo que al principio les permite sentirse bien. Convierten a su pareja en el único poder superior a sí mismos, y por lo tanto esperan que les solucione la vida. Es decir que su veneración tiene un precio.

Con el paso del tiempo comienzan las decepciones, ya que ningún ser humano puede estar a la altura de semejantes expectativas, y empieza la etapa de la relación donde se insinúan los reproches. Por otra parte, a veces llegan a intuir que en realidad se han enamorado no de la persona real sino del invento que hicieron a partir de ella. Si al principio había mutua confianza, con la familiaridad todo parece desmoronarse.

Los pedidos se van transformando sutilmente en exigencias. Por lo general, los adictos a la relación amorosa terminan descubriendo con pavor que no pueden vivir con su pareja, pero tampoco pueden hacerlo sin ella. Un adicto a la relación puede cumplir otra función además de la de miembro de una pareja con sexo de por medio. Puede tratarse de un padre que "asfixia" a un hijo, un íntimo amigo que quiere ser el primero o acaso el único en la vida del otro, o un hijo que se aferra patológicamente a cualquiera de sus progenitores, por citar sólo ejemplos.

Por otro lado, estos adictos exigen del objeto de su amor una consideración especial, que es difícil de saciar y a medida que crece adquiere características de exclusividad. La inmadurez y la ausencia de autoestima provocan esta conducta irracional. Suelen experimentar celos patológicos y reclaman cada vez más atención, no soportando ni siquiera una breve separación por motivos de trabajo o negocios; concluyen por fabular que ese corto viaje es un pretexto para engañarlos.

También Alfredo tiene su confidente, un ingeniero de la empresa donde trabajan juntos. A veces, a la salida de la oficina, pasan por el mismo bar a tomar un par de copas. El tema de su matrimonio inquieta a Alfredo.

– Y bueno, que querés… la verdad es que Doris ya me tiene medio podrido. Ahora mismo, por ejemplo, debe estar llamando a la oficina para averiguar a qué hora salí. Esta no es vida, viejo…

– Pero seguramente vos le habrás dado algún motivo, alguna vez…

– Escuchame un poco, Julio. ¿Quién no se tira una canita al aire de vez en cuando, eh? ¿O vas a decirme que vos sos un santito? -se encrespa Alfredo.

– Y… la verdad, la verdad… pero hay maneras y maneras…

– Doris se busca que la engañe. Desde el vamos se me pegó como una sanguijuela. Y eso que le advertí que no me escorchara… No, viejo, no… Me parece que la cosa está llegando al límite. ¿Hace mucho que no la ves? ¿Te acordás lo prolija que era, en todo? Ahora no la reconocerías, se ha vuelto una desgreñada.

Lo que Alfredo no le cuenta a su amigo es que hace seis meses tiene una amante estable. Antes eran aventuras "sin importancia", pero ahora siente que está al borde de descubrir el gran amor de su vida.

Una vez que han conseguido establecer el vínculo y a medida que se dejan absorber por él, los adictos a la relación van desatendiendo su propia persona. En realidad, suponen que su cuidado es asunto del otro, y efectivamente no saben amarse a sí mismos. Si desarrollaban alguna clase de actividad antes de la relación, la irán dejando a medida que la unión parezca ir consolidándose. Se abandonan a sí mismos.

Paradójicamente, los adictos a este tipo de relaciones experimentan un gran temor al abandono por parte del otro. Son capaces de hacer cualquier cosa y sufrir cualquier tipo de humillación con tal de no quedarse solos. Es posible que esta actitud esté directamente vinculada a situaciones o incluso episodios soportados en la infancia. Alimentan la suposición de que el otro miembro de la pareja tiene capacidad para revertir la historia, y que en adelante vivirá para sostenerlos y estimularlos. Seguramente fueron niños que no recibieron la suficiente cuota de atención, y a quienes nadie ayudó a valorarse. No importa demasiado que el abandono haya ocurrido ni en qué medida, ya que a veces niños emotivamente frágiles sienten esa sensación a pesar de recibir cuidados. Y una primera sensación de abandono provoca miedo, dolor y vacío, que al no expresarse se deposita internamente y sólo puede explotar muchos años después. Así, tampoco importa que la persona amada sea demasiado valiosa. Como si no estuviera en condiciones de elegir, el adicto a la relación amorosa se encargará de "inventar" a esa persona, adjudicándole el poder y la gloria.

Pero otro miedo más sutil, mucho menos obvio, se desarrolla en la mente inconsciente de este tipo de personas. Al haber experimentado el abandono -real o imaginario- el niño que fue se habituó a refugiarse en un mundo de rica fantasía, donde mitológicos héroes ocuparon el lugar de quienes debían cuidarlos y protegerlos. Así, la posibilidad de desarrollar un sentido de intimidad se vio bastante reducida, y al llegar a la adultez desean la relación íntima pero no saben llevarla a cabo y además la temen, por miedo a fracasar y volver a sentirse abandonados. Sufren esta gran contradicción, y no es casual que busquen unirse a un adicto para evitar toda unión profunda.

Qué hermoso era todo al principio, recuerda Doris. Tan atento, servicial, además de buen mozo. ¿Cómo no me iba a enamorar la noche misma en que lo conocí? El no tenía ojos más que para mí. Era propiamente El Príncipe Azul, sí… ¿Y ahora, en cambio? ¿Por qué habrá dejado de quererme, qué hice para que todo se volviera negro? Creo que no doy más… voy a tener que encarar seriamente el tema de separarnos…

Si los adictos a la relación amorosa conocen a alguien que les produce aunque más no sea un mediano impacto, casi de inmediato dan rienda suelta a su fantasía e inician de esa forma un "viaje" emocional que comprende diversas etapas. Por lo común se sienten atraídos por personas adictas a esquivar todo compromiso profundo, según vimos, y empiezan por conferirle un poder que seguramente no tienen. Suponen que esa persona tiene dotes excepcionales, y sienten lo que comúnmente se designa "amor a primera vista". Si el adicto a la evitación les demuestra interés, enseguida ponen a girar la rueda de su propia fantasía.

Rescatan en su mente la imagen del héroe o heroína, según el caso, que los acompañaba en sus fantasías infantiles, y son secundados por la otra persona, ya que ésta habitualmente "entra en el juego" y se deja admirar sin oponer resistencia. Suele ser el principio de una fantástica (y fantasiosa) luna de miel. El adicto a la relación amorosa no quiere apreciar al otro tal como es, y sin darse cuenta se enamora de su propio invento. Es como si de pronto su héroe infantil se hubiera corporizado. Desde luego, tampoco puede poner en juego una relación íntima y madura; por este motivo, todo lo que alcanza a hacer es pegotearse y confundirse con el otro, echando las bases de una relación altamente intoxicante.

La fantasía del amor perfecto y eterno comienza a cobrar vuelo, y el adicto a la relación experimenta un gran alivio al sentirse transportado a un mundo ideal. Tan ideal que sólo existe en su mente. Empieza a sentirse valorado, protegido y satisfecho. Pero es ahí donde se insinúa el pozo sin fondo de sus apetencias. A medida que se siente menos inseguro va demandando más atención, como si tuviese un derecho adquirido y lo que recibe no bastara para colmarlo.

En ese preciso punto el adicto a la evitación inicia una toma de distancia, como si olfateara el peligro. Surgen poco a poco indicios cada vez más claros de que está "marcando su territorio"; pero el adicto a la relación no quiere saber nada de eso y continúa con sus exigencias, que habitualmente se vuelven compulsivas. Aun a riesgo de desgastar la pareja, no puede evitar sus actitudes fagocitantes.

Al cabo de un tiempo le resulta muy arduo negar la realidad, porque es evidente que su pareja le rehuye. La luna de miel toca a su fin y el adicto a la relación se vuelve intolerante, exigente y hasta amenazador. Perdido por perdido, arriesga una última carta para salvarse de un posible abandono. Las figuras de su infancia que no cumplieron con su deber de contenerlo afectivamente resurgen con inusitada fuerza en su recuerdo, y por un proceso de identificación asimila al adicto a la evitación con quienes lo abandonaron. Entonces comienza una persecución sin tregua; las sospechas, los celos -fundados o no- y un descontrolado rencor invaden la pareja.

Antes jamás se le hubiera ocurrido ponerse a revisar los bolsillos de Alfredo en busca de alguna evidencia de la traición. Pero ahora Doris empieza a desplegar dotes de detective. El llega tarde por la noche, y ella tendría que fingir que duerme, pero la ansiedad contenida la hace explotar en una catarata de reproches. Alfredo aparenta serenidad, recomienda no levantar la voz, los chicos duermen…

– Los chicos… los chicos. -protesta Doris- Para lo que te importan a vos tus hijos…

Alfredo reacciona: – Pará un poco, pará…

La discusión recién empieza, y siempre termina en trifulca. Al día siguiente, en cuanto Alfredo sale, Doris se aferra al saco que él usó ayer. Lo olfatea minuciosamente, busca un resto de perfume, algún cabello delator. ¿Qué pasaría si encontrara algo? Sufriría horriblemente, claro. Pero por ahora no ha encontrado nada. Y también sufre horriblemente, claro…

Aunque le cueste un enorme trabajo, finalmente el adicto a la relación no tiene más alternativa que rendirse a la evidencia. Baja los brazos y reconoce que aquello "no va más". De la misma manera en que un alcohólico, un fumador o cualquier otro adicto experimenta un síndrome de abstinencia al abandonar el objeto de su adicción, el adicto a la relación amorosa atraviesa también por una serie de trastornos. La cólera, el miedo y el dolor se ponen en evidencia en diversa intensidad y proporción, sin excluir otras emociones negativas. Alimenta proyectos de venganza y, aunque no los lleve a cabo, la obsesión por cumplirlos aparece como una defensa frente a un dolor que de otra manera le resulta insoportable.

Cuando el sentimiento predominante es la cólera, la respuesta será la venganza. Se pueden planificar cuidadosamente innumerables actos que tendrán por finalidad arruinar la vida del otro. Desde llamarlo por teléfono a horas intempestivas para hacerlo sentirse culpable hasta imaginar (y en casos extremos ejecutar) un crimen.

Si en cambio predomina el miedo, se urdirán planes para reconquistar a la otra parte. Se le puede enviar mensajes llenos de arrepentimiento, o usar cualquier otro tipo de chantaje emocional.

Pero cuando lo que se destaca es el dolor, lo más común es que el adicto a la relación amorosa incurra en alguna otra adicción, preferiblemente oral. Es frecuente el caso de personas que al romper una relación sentimental se entregan al alcohol o a la comida. Algún tiempo después parecen irreconocibles.

En la etapa final de la relación, los planes de venganza o reconquista son llevados a cabo como último "manotón de ahogado". Si la venganza resulta eficaz lo más probable es que la relación quede definitivamente cortada. La reconquista, en cambio, puede dar resultado, y la relación interrumpida se reanudará; pero lo más seguro es que sólo se logre prolongar una lenta agonía. Estas acciones son realizadas compulsivamente por el adicto a la relación.

Una vez que la relación ha terminado, el adicto queda como vaciado de sí mismo y es muy posible que durante un tiempo experimente un estado de estupor, como si en realidad no hubiera vivido y todo lo que ocurrió fuera parte de un sueño. Ya que se encuentra de nuevo en el punto de partida, su luna de miel no ha sido otra cosa que una modesta aunque azarosa vuelta a la manzana.

– Esto se acabó, viejo -dice Alfredo a su compañero de trabajo, mientras revuelve el hielo de su whisky y llama al mozo para pedirle el segundo.

Su amigo se rasca reflexivamente la nuca.

– Esperá un poco, Alfredo, pará. No vayas a tomar una resolución apurada…

– Ma qué apurada… son años, che. Años de bancármela. En realidad, si me pongo a pensarlo, la verdad es que ni siquiera sé por qué me casé con Doris -agrega Alfredo con un tono melancólico.

– Y bueno -dice el amigo al cabo de un rato- Vos sabrás…

De vuelta en casa, Alfredo piensa en cómo va a encarar la cosa. No va a ser fácil, nada fácil. Pero ha tomado la decisión. En realidad, su nueva amiga viene presionándolo. Pronto va a hacer un año que salen, y hace un par de meses ella le arrancó la promesa. Alfredo está entre dos fuegos, aunque el de Doris tiene más de ceniza que otra cosa. En cambio Norah, su nueva novia, le trae el recuerdo de su primera juventud, lo enardece, casi podría decirse que lo vuelve loco. Claro que tampoco es para tanto, en asuntos de mujeres Alfredo siempre mantuvo la cabeza fría. Pero esta vez… ¿por qué será? ¿no se estará poniendo viejo? Y bueno, ya no falta tanto para los cuarenta. Por otra parte, Norah parece tan… vulnerable, digamos. Sí, eso es: vulnerable. Y a él esa característica de algunas mujeres lo desarma por completo.

El adicto a la evitación

Los adictos a la relación personal se sienten atraídos hacia un determinado tipo de personas, aunque a primera vista parezca que su necesidad de unión no les permite discernir demasiado. Y ese determinado tipo de personas, a su vez, se siente atraído hacia los adictos a la relación amorosa. Este es un esquema básico, y desde luego admite múltiples variantes, grados y combinaciones, debiendo ser tomado como marco referencial.

Llamamos adicto a la evitación a quien se siente atraído por y atrae al adicto a la relación amorosa. Presenta dos características fundamentales que conviene tener en cuenta:

a) Busca constantemente mantener su intimidad fuera de la relación, como una forma de no dejarse absorber.

b) Tiene alguna actividad a la que confiere mayor importancia que a la relación amorosa, y a menudo esa actividad puede girar alrededor de alguna adicción.

Contrariamente al adicto a la relación personal, el adicto a la evitación teme conscientemente la posibilidad de mantener una relación íntima. Por lo general, se trata de adultos que de niños fueron excesivamente responsabilizados, y sobre quienes se ejerció un amor absorbente. A su manera también experimentaron una clase de abandono, pues sus necesidades afectivas no fueron atendidas. Por ese motivo también temen al abandono, aunque de manera inconsciente. En este sentido son como la imagen en el espejo del adicto a la relación, y ambos parecen llamarse mutuamente para cerrar una figura cuyas piezas separadas encajan a la perfección.

Este miedo inconsciente al abandono incita al adicto a la evitación a sostener una relación, pero el temor a ser absorbido lo hace mantenerse siempre a distancia prudencial. Por otra parte, necesita a toda costa conservar el control, y para evitar ser absorbido despliega una sutil táctica de equilibrio, tratando de mantenerse siempre al borde de la relación, con un pie adentro y otro afuera, listo para desprenderse al primer síntoma de dominio por parte del adicto a la relación.

Intenta por todos los medios mantener la relación en un nivel liviano, porque todo lo que sea apasionado le resulta agobiante. Para lograr este propósito procura entusiasmarse con algo externo a la relación, que a veces puede ser una adicción, y vuelca allí todo el fervor que escatima a la relación amorosa. De esta forma, el adicto a la relación se siente abandonado. Por miedo a ser utilizado y absorbido, el adicto a la evitación no quiere darse a conocer en profundi-dad, y para rechazar una intimidad comprometedora trata de mostrarse siempre ocupado o preocupado por otros asuntos en presencia de su pareja. Como si levantara una muralla para protegerse de posibles asedios. Puede, por ejemplo, manifestar una especie de ligero mal humor crónico, o responder con evasivas a la constante demanda de atención y afecto por parte del adicto a la relación amorosa; una de las tácticas más comunes consiste en no mostrarse jamás vulnerable, creando una atmósfera de solidez emocional que le permitirá mantener el control de la relación.

El adicto a la evitación suele manejarse bien en lo que se refiere a administrar el dinero, otra manera de conservar el poder. A veces puede llegar a convertirse en adicto al trabajo, lo que le permite estar muy ocupado en otra cosa y obtener así una motivación fuerte fuera de la relación.

Mientras los adictos a la relación experimentaron primordialmente un abandono, los adictos a la evitación sintieron lo contrario, lazos asfixiantes a su alrededor. No conocieron la unión afectiva sino la atadura emocional, y harán cualquier cosa para no probar de nuevo esa situación amenazante. Por lo general se trata de personas cuyos padres no fueron capaces de sostener una relación adulta, y uno de ellos se volcó afectivamente al hijo, sofocándolo con su protección y exigiéndole a cambio una desmedida atención hacia su persona. Para cualquiera de esos padres, el vínculo afectivo con ese hijo se ha antepuesto al vínculo matrimonial. El niño fue obligado a involucrarse emocional-mente con uno de ellos, quien muy probablemente era a su vez un adicto a la relación. Si por una parte ese hijo siente su excesiva importancia para uno de sus padres, por otra debe pagar un precio muy caro al hacerse responsable de nutrirlo afectivamente. Muchas mujeres que se sienten abandonadas de hecho por un marido distante o indiferente, optan por colocar a un hijo varón en su sitio.

Así se comprende que los adictos a la evitación no estén dispuestos ni preparados para mantener relaciones íntimas saludables. En realidad, son codependientes que tienen extrema dificultad en trazar límites y conocer o expresar su propia situación.

Algunos niños han experimentado abandono por parte del padre y exigencias desmedidas por parte de la madre, o viceversa, lo que los hace proclives a ser al mismo tiempo adictos a la relación personal y a esquivarla. O a veces un mismo progenitor ha tenido hacia ellos las dos actitudes simultáneamente. Como se dijo al principio, este esquema básico debe tomarse como marco referencial. Cada situación concreta ofrecerá diversas combinaciones, y en todo caso nunca se debe generalizar.

Los adictos a la evitación también forman parte de la luna de miel, y por lo general también terminan dando la vuelta a la manzana. ¿Cómo inician este viaje, cómo lo recorren y cómo lo concluyen?

Lo primero que los atrae del adicto a la relación es su fragilidad emocional, que les resulta conocida. La debilidad manifiesta del otro les confiere casi de inmediato una sensación de poder, al percibir que la persona que tienen enfrente puede ser fácilmente dirigida; es más, de hecho está pidiendo que la dirijan. Se sienten entonces necesarios, y reviven una confortable sensación de la infancia, cuando uno de sus padres les otorgó preponderancia y un lugar de privilegio en su vida.

El paso siguiente consiste en desplegar el arte de la seducción. Seducir es una especialidad de los adictos a la evitación, y la llevan a cabo con una habilidad casi profesional. Se presentan como alguien poderoso y dispuesto a complacer al otro en sus más mínimos deseos. Pueden llegar a ostentar un poder que en realidad no tienen, haciendo alarde de un gran sentido común y decisión para encarar cualquier problema que se les plantee. En estas primeras etapas se preocupan especialmente por colmar de atenciones al adicto a la relación, lo que se conoce popularmente como "conquista". Transmiten al otro la sensación de protegerlo, y de hecho lo hacen, pero cuidándose siempre de conservar una prudente distancia afectiva, sin sentirse demasiado involucrados en las necesidades del adicto a la relación, que sutil y lentamente se vuelve más demandante y queda encandilado por las atenciones que recibe.

No sintiéndose saciado, el adicto a la relación despliega a su vez todos los elogios posibles hacia el adicto a esquivarla: semejante actitud tiene por objeto que éste renueve su esfuerzo para estar a la altura de tantos cumplidos. La adulación del adicto a la relación personal estimula al adicto a la evitación, quien siente íntimamente que se ha convertido en un poder superior del otro, con todo lo que implica desde el punto de vista de los privilegios y ventajas que se dispone a disfrutar. En esa etapa apenas puede intuir el peligro de ser absorbido, todo parece ir sobre ruedas. Y de hecho, va sobre la rueda de la mutua adicción.

Claro que esta luna de miel no dura habitualmente demasiado, y la situación de precario equilibrio empieza a desbalanzarse. Los adictos a la evitación sospechan que acaso han ido demasiado lejos con su oferta, y hacen intentos para poner una nueva distancia. Si de niños han reprimido y hasta negado secretamente la ira que les provocaba el sentirse atados a uno de los padres, en esta oportunidad esa ira contenida suele estallar dando comienzo a las famosas rencillas pasionales. Muchas veces de la agresión verbal puede pasarse a la física, con su secuela de culpas y disculpas.

Al sentirse absorbido, el adicto a la evitación escapa de la relación y para lograrlo busca habitualmente refugio en otra adicción. Llega un punto en que cualquier cosa le parece preferible a seguir "enganchado" con el adicto a la relación amorosa, aunque en este punto las marchas y contra-marchas son comunes, ya que cortar de un solo golpe le resulta muy doloroso. También puede experimentar mucha culpa, y de ese modo va maniobrando la situación, volviendo a la pareja y dando así una vuelta completa de la rueda adictiva.

Si por fin consigue desprenderse, seguramente no permanecerá mucho tiempo sin recomenzar el ciclo con otro adicto a la relación amorosa. La rueda y sus ejes volverán a ponerse en movimiento.

Finalmente Alfredo y Doris se separaron. Cada uno sufrió a su manera. Ella encaró una terapia con una psicóloga. -Mujer, mujer -repetía cuando le preguntaban por su terapeuta- Con los hombres no quiero saber más nada.

Por su parte, al principio Alfredo se sintió desconcertado. Rechazó de plano la posibilidad de una terapia ("esas son cosas para los locos", decía) pero no entendía bien sus sentimientos contradictorios. Por un lado experimentaba alivio, pero extrañaba la vida en familia y a menudo se preguntaba si habría tomado la decisión correcta. Y además, Norah no era exactamente la que había imaginado. De vez en cuando le organizaba pequeñas escenas de celos, sobre todo cuando él iba a visitar a los hijos.

Doris tuvo muchas crisis de llanto, y no sólo frente a su terapeuta. Su amiga Estela tuvo que armarse de paciencia y escuchar una larga, a veces interminable, lista de gemidos, quejas y lamentaciones…

Encuentros cercanos de muchos tipos

Prácticamente toda persona adicta tiende a establecer relaciones absorbentes en las que se consume. No importa demasiado si el objeto de la adicción es una sustancia, una actividad u otra persona. Lo que define a la relación adictiva es su carácter "abismal", así como la manera compulsiva y obsesiva de abordarla.

En el caso de la adicción a las relaciones personales, lo que afirmamos puede comprobarse con toda claridad. Una vez analizados los diferentes tipos de individuos proclives a esta clase de adicción, resta analizar las diversas modalidades que ésta puede asumir.

La adicción aparece cuando una persona quiere superar una realidad que le resulta insoportable. Al principio podrá experimentar cierto alivio, pero a la larga los efectos secundarios de la adicción terminan por volverse en contra del adicto. Como suele afirmarse vulgarmente, "es peor el remedio que la enfermedad", aunque aquélla se convierta en una prioridad de la que no se puede aparentemente prescindir.

Para el adicto a la relación amorosa, esa prioridad consiste en la relación misma y la otra persona que la configura. En cambio, para el adicto a la evitación la prioridad consiste en una adicción fuera de la relación. Es importante repetir que estas relaciones no tienen necesariamente un elemento erótico-sexual, y pueden estar formadas por personas que se atraen por muy diversos motivos.

Una misma persona puede protagonizar diferentes roles. Un adicto a esquivar, por ejemplo, el asedio afectivo de su madre, puede muy bien convertirse en adicto a la relación amorosa en su pareja. En este sentido las variantes son múltiples y no se debe encasillar a alguien rígidamente en un determinado papel.

Todas estas personas tienen una deficiente relación consigo mismas, lo que se proyecta en su conducta dentro de la relación interpersonal. La falta de límites precisos parece ser el común denominador, de manera que la función de cada uno no está claramente definida. Las consecuencias de esta suerte de promiscuidad afectiva se manifiestan en un estado de confusión general, plagada de malentendidos y reproches.

Esa falta de límites impide el establecimiento de una auténtica intimidad, siendo frecuente que ambas partes se "invadan" mutuamente. Cada uno de los miembros de esta relación intenta por todos los medios cambiar al otro antes que proponerse un cambio personal, y es común que proyecte en el otro gran parte de su propia problemática. Los adictos a la relación viven exigiendo un cambio de las condiciones, con el propósito de obtener mayores beneficios. En cambio, los adictos a la evitación prefieren mantener las cosas como están; desconfían de los cambios, que según ellos pueden desestabilizar la relación.

El origen de la mutua atracción pasa sin duda por el reconocimiento que cada uno hace en el otro de ciertas características familiares. Más allá de lo que puedan haber sufrido por esas características, para ellos tienen el imán de lo conocido y los incitan a poner en marcha sus mecanismos de repetición. Por otra parte, ninguno de ellos se sentirá atraído por alguien no adicto. Es muy común escucharles decir que tal persona será muy buena y virtuosa, sin duda, y hasta físicamente agradable, pero que les resulta "un plomo", profundamente aburrida y carente de todo interés.

Lo que atrae específicamente a un adicto a la relación personal hacia un adicto a la evitación, aparte del aire "familiar" que lo envuelve, es la ilusión de que esa persona pueda reparar los daños que sufrieron en la niñez y pueda cumplir acabadamente todas las fantasías de la infancia. La posición de mediana prescindencia afectiva del adicto a la evitación ejerce un fuerte atractivo para el adicto a la relación, por el mero hecho de recordarle una actitud parecida de sus familiares o personas que debían cuidarlo. Por otra parte, quienes mantienen hacia ellos cierta distancia los atraen particularmente, casi como si les propusieran un desafío: esta vez las cosas serán diferentes y el dolor por el abandono se compensará gracias a esta nueva persona, que es elevada a la categoría de héroe salvador.

Por su parte, el adicto a la evitación se siente atraído hacia el adicto a la relación por motivos similares, con exclusión del último, ya que no lo coloca en ningún pedestal. Pero su costumbre de sentirse necesario lo lleva a detectar de inmediato al desvalido emocional que es todo adicto a la relación, y encuentra también que allí se respira una atmósfera conocida. Por otro lado, alberga la esperanza de que esta vez podrá ser querido pero no usado, y entra en el juego creyendo acaso que lleva todas las de ganar.

Por lo general este tipo de vínculo afectivo termina en una mutua decepción, ya que ninguna de las dos partes está en condiciones de cumplir las exigentes expectativas de la otra. La decepción también puede ser una manera oscura de volver a sentir todo el dolor del pasado, una aviesa forma de la compulsión a repetir, tan común en el ser humano.

Como se dijo antes, si la ruptura parece inevitable no suele realizarse de una sola vez, ni tampoco es el adicto a la evitación quien siempre toma la iniciativa. A veces, el adicto a la relación es quien determina darla por terminada, ya sea porque el desgaste le resulta intolerable o bien porque resuelve iniciar otra relación. En cualquier caso, se produce entre ambos algo parecido al juego del escondite. Quien escapa primero es finalmente descubierto, y si no lo es puede arrepentirse de su actitud e iniciar por su cuenta una nueva búsqueda obsesiva.

Las pautas de esta relación son más o menos predecibles. A cada acción de una de las partes corresponde una reacción de la otra, y la pareja se alimenta y deteriora a través de innumerables idas y venidas. Si el adicto a la relación se siente buscado, experimenta inevitablemente una satisfacción. También el adicto a la evitación se siente satisfecho si es el otro quien lo busca. En el caso de que cualquiera de ellos inicie una separación, el otro se resiente y pierde seguridad.

Todo este juego es bastante común, y nuestra cultura lo considera normal porque se confunde el amor con la pasión. Por lo general se tiende a considerar que el adicto a la relación termina siendo víctima del otro, cuando una mirada más profunda demuestra que ambas partes son perjudicadas. El hecho de que el adicto a la relación se presente como el más débil parece justificar aquella opinión, pero la realidad suele ofrecer más de un matiz. La relación carente de madurez es siempre una responsabilidad compartida, y echar las culpas a una sola de las partes equivale a aumentar el ámbito de la inmadurez.

Estas relaciones pueden establecerse entre un adicto a la relación y un adicto a la evitación. Es la forma más común. Pero también puede ocurrir que un adicto a la relación se involucre afectivamente con alguien que participa de la misma adicción. En ese caso, la persona menos fuerte termina por sucumbir ante las pretensiones de la otra, o bien cambia su rol y actúa de la manera en que lo hace un adicto a la evitación. Por último, la relación entre dos adictos a la evitación tiene muy baja intensidad emotiva, ya que cada uno de ellos busca esa intensidad fuera de la relación.

Adicción al sexo

"Sólo existen dos cosas importantes en la vida. La primera es el sexo y la segunda… no me acuerdo"

Woody Allen

Generalidades.

Para abordar esta adicción nos parece indispensable referirnos en primer término a las principales características y funciones de la sexualidad humana.

El comportamiento sexual de los seres humanos es sumamente variado, y sufre la influencia de muy diversos factores: la cultura, la familia, los rasgos individuales. La sexualidad cumple en principio una función reproductora, pero tiene además la función de generar placer al permitir el desahogo de una pulsión natural. Por otra parte, se encuentra estrechamente vinculada con el sentido de la identidad y la biología de cada persona.

¿Cómo puede definirse con precisión lo que se considera una sexualidad normal? En realidad no existen parámetros rígidos al respecto, resultando por lo tanto mucho más exacto proceder a contrario sensu y describir lo que puede considerarse como conducta anormal. En este sentido, parece anormal el comportamiento sexual egoísta, que no va dirigido a otra persona, que tiende a la destrucción propia o de un tercero, que es compulsivo y no repara en medios para obtener satisfacción, o que va acompañado de ansiedad, angustia o un fuerte sentimiento de culpa. Pero aún así los límites son imprecisos, y es necesario proceder con la mayor cautela, evitando toda clasificación rígida.

Esto ocurre sin duda porque no se puede abstraer cualquier acto sexual del contexto de la personalidad del individuo que lo realiza. Y el desarrollo de esa personalidad está directamente relacionado con la sexualidad. La Asociación Psiquiátrica de los Estados Unidos hace referencia al término "psicosexualidad", precisamente para explicar esta circunstancia; el vocablo no es excluyente en lo que concierne a la atracción y a las conductas sexuales, sino que abarca más ampliamente al concepto de libido, considerado en el sentido amplio que le confirió Sigmund Freud.

La importancia concebida a la sexualidad es muy variable de unas personas a otras y no está relacionada directamente con el grado de salud mental. Hay personas sanas en que la motivación sexual es muy baja y otras, en cambio, en que es muy alta. Sin embargo, la adicción al sexo, a diferencia de la sexualidad normal –más o menos alta- se caracteriza porque el objetivo de la conducta es más la reducción de un malestar que la obtención de un placer. El sexo reconvierte en un remedio para reducir la ansiedad y la actividad sexual se transforma en algo morboso y obsesivo. (Mellody, 1997).

Más allá de la cantidad, lo que aparece en primer plano es una conducta sexual irrefrenable que genera autogratificación y especialmente, el alivio de un malestar interno. Se trata de conductas no deseadas -ahí está la diferencia con la promiscuidad o con el apasionamiento- y que producen consecuencias muy negativas para el sujeto: físicas (enfermedades de transmisión sexual), psicológicas (sentimientos de culpa y vergüenza, ruptura matrimonial no deseada, daño a los hijos, autoestima devaluada, soledad, etc.) y sociales (pérdida de empleo, devaluación del status socioeconómico, etc.). Esta vorágine de sexo sin control lleva a un abandono de las obligaciones familiares, sociales y laborales. La vida sexual se vive en secreto y con culpa. La depresión, incluso ideas de suicidio, están muy asociadas a este tipo de conductas (Earle, Earle y Osborn, 1995).

Las mujeres afectadas sufren una doble sensación de vergüenza, en función de su rol de protección de la familia, y experimentan un descenso brutal de la autoestima (Norwood, 1986).

La adicción al sexo puede revestir diversas formas: masturbación compulsiva, búsqueda ansiosa de relaciones sucesivas con múltiples amantes, frecuentación habitual de prostíbulos, consumo abusivo de teléfonos o programas eróticos, llamadas telefónicas obscenas o recurso irrefrenable de las páginas de Internet dedicadas al sexo, en donde intentan satisfacer fantasías sexuales de toda índole. El contenido de la adicción puede referirse a una sexualidad normal (es decir, a relaciones consentidas con adultos) o a una sexualidad parafílica (por ejemplo: el exhibicionismo, voyeurismo, etc.).

Las personas sexualmente hiperactivas pueden considerarse adictas y suelen presentar un comportamiento relativamente similar, más allá de la orientación en lo que se refiere a sus preferencias sexuales, que por lo general abarca un amplio espectro. El desborde en materia de sexo ha sido nombrado de muy diversas maneras: desorden en el control impulsivo, ninfomanía, conducta sexual compulsiva, parafilias o adicción sexual. Una aclaración aparte merecen las parafilias, que consisten en desviaciones o aberraciones, pues casi siempre se presentan en forma obsesiva, configurando sin duda un comportamiento adictivo dentro de una sexualidad que puede considerarse anormal. Pero no debe olvidarse que la adicción al sexo también se da, y con mucha frecuencia, en casos de una sexualidad normalmente orientada. Es el caso de la ninfomanía (hiperestesia sexual en la mujer) y el donjuanismo, esa compulsión que lleva al hombre a una conquista sexual obsesiva.

El donjuanismo merece un párrafo aparte, por constituir un caso muy común en nuestra sociedad. Se trata sin duda de adictos al sexo que no pueden circunscribirse a una sola relación. Muchos de ellos son individuos con un bajo nivel de autoestima, más allá de lo que aparentan, y no se arriesgan a llevar adelante una relación en serio o duradera, por temor a que la mujer termine por descubrir lo que ellos consideran sus falencias. Si están casados, no pueden mantenerse fieles. Necesitan compulsivamente la nueva conquista, que les proporciona en forma esporádica un estímulo para contrarrestar su desvalorización.

La conducta sexual adictiva se caracteriza por una excepcional actividad, mediante la cual el individuo persigue el alivio de una pulsión interna que lo lleva a repetir incesantemente el acto. A esto debe agregarse un comportamiento por lo general promiscuo, ya que la idea de una pareja estable no es un objetivo de estos adictos; si llegan a formarla, por lo general tiene poca duración, ya que la hacen objeto de una permanente infidelidad. Su conducta puede compararse a la de los drogadictos, ya que buscan a través de su actividad una suerte de "automedicación" que les sirva de alivio para desahogar su tensión interna. En este sentido, el sexo actúa como una droga de la cual se hace muy difícil prescindir.

La transición de una sexualidad alta, pero normal, a una sexualidad adictiva viene marcada fundamentalmente por dos variables:

  • a) la interferencia grave en la vida cotidiana (sufrimiento y autodestrucción, soledad, pérdida de la familia, incapacidad de mantener una relación afectiva duradera, etc.).

  • b) aparición del síndrome de abstinencia cuando no se puede llevar a cabo la conducta sexual (nerviosismo, irritabilidad, dolores de cabeza, temblores, insomnio, etc.)

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente