¿Y cuál tendría que ser nuestra voz en este caso? ¿El grito del que ataca, o acaso el de quien huye?.
La voz del amor es infalible. Si aceptamos que todos los seres humanos buscan amor, no deberá importarnos si el camino que eligieron no nos parece el más adecuado. Dando afecto y mostrándonos perseverantes en esa actitud lograremos finalmente demoler las defensas que erige ese ser lastimado, que no sabe expresar su necesidad y su insatisfacción de una manera menos ruda.
Tampoco debemos adoptar una postura omnipotente y creer que con sólo nuestra paciencia y tolerancia las cosas van a cambiar. Estaríamos incurriendo en la misma actitud que desaprobamos. Muchas veces, una prueba de amor consiste en dar un paso al costado y dejar el lugar a los profesionales que encararán con idoneidad el camino de la recuperación.
El deber ser
Este sistema de creencias se encuentra estructurado en base a un mundo ideal y no a la realidad. Lo que es cede paso a lo que "debería ser". A través de las siguientes suposiciones básicas:
1) El perfeccionismo.
2) La Omnipotencia.
3) El mundo ideal.
Como estas creencias no pasan de ser utopías, el futuro adicto siente que no tiene el suficiente valor o la necesaria capacidad para cumplirlas, y que en alguna parte puede haber algo o alguien capaz de procurárselo mágicamente. Casi nunca estas creencias son conscientes, y por eso están fuertemente arraigadas en la mente. Nadie supone con seriedad que puede llegar a cumplir esa lista de paradigmas, pero sin embargo internamente no puede dejar de alimentar esa fantasía.
1) El perfeccionismo. Esta actitud, mucho más generalizada de lo que podría observarse a primera vista, induce a la adicción al trabajo, los ejercicios físicos, las compras y las drogas. El adicto se siente lleno de imperfecciones y pretende entonces gratificarse ofreciéndose como modelo en su ámbito laboral, consiguiendo una copa en el torneo de natación, comprando un nuevo traje o tomando cocaína para trabajar más o anfetaminas para estar más delgado. Como vemos, esta creencia se basa en la desvalorización y no en la aceptación de la persona tal cual es.
2) Omnipotencia. Hay en esta creencia un fuerte componente infantil, basada en el pensamiento mágico-omnipotente, normal en el caso de bebes y niños, pero patológico cuando se trata de adultos. Una persona vulnerable a la adicción tiene por lo general ideas bastante confusas en lo que respecta a los límites de su propia capacidad. Si por un lado se siente a veces inservible, por otra parte alienta la fantasía de perderlo todo; la falta de auto control lo lleva a la urgencia de controlar su entorno, y la actividad o sustancia adictiva le proporciona una sensación compensatoria que elimina temporalmente las tensiones internas. Un comprador compulsivo, o un adicto al juego, por ejemplo, creen que su dinero no debería acabarse nunca. Esa incapacidad para soportar las limitaciones los lleva a suponerse omnipotentes en una interminable búsqueda de gratificación y placeres.
3) El mundo ideal. La obstinación por evitar todo conflicto y dolor, y el anhelo interminable de sentirse siempre bien, llevan obligadamente a buscar mil maneras de evitar la realidad y transformar el estado de ánimo. Y esta resistencia al dolor conduce paradójicamente a sufrir de la peor manera. El adicto nunca aprende a enfrentar el dolor y tratar de superarlo cara a cara. Y esa es la forma más segura de perder la libertad, que ante los inconvenientes de la vida se recurra invariablemente a máscaras: una vuelta por el casino, un par de tragos o mil disfraces más. En el siguiente capítulo se analizará más extensamente el tema.
Como estas tres suposiciones son irrealizables, el adicto sigue sintiéndose en falta frente a la realidad, y a partir de ese sentimiento elabora otra serie de creencias distorsionadas.
La ausencia de autoestima es característica de la mente adicta. Al no poder conseguir parámetros perfectos para conducirse, el adicto suele caer en "pozos" de depresión, con toda su secuela de angustia, miedo y falta de motivación. Se considera a sí mismo alternativamente tonto, perverso, desaprensivo o egoísta. Su horror al término medio lo empuja permanentemente a los extremos, y la única forma que encuentra para evitar ese estado negativo es recurrir al objeto de su adicción.
Suele también recurrir a factores externos con la finalidad de conferirles el poder que se siente incapaz de experimentar en su interior. Esta forma de pensamiento mágico es también característica de los niños, que "inventan" un mundo propio para defenderse de una realidad difícil de aprehender. El adicto coloca así en el objeto de su adicción todo el impulso y la solución que se siente incapaz de desarrollar y encontrar por sí mismo. Por medio de ese mecanismo es capaz de cambiar su realidad en un instante, pasando sin transición de la infelicidad al éxtasis.
Marcela, la jugadora compulsiva, ofrece al respecto un testimonio sumamente ilustrativo: "No le encontraba ningún sentido a la vida… todo parecía árido, terriblemente insulso. Me había casado enamorada, es cierto, pero con el tiempo fuí sintiendo que mi marido no era aquel príncipe azul con el que soñábamos todas las chicas de mi época. No puedo precisar cuándo apareció el juego en mi vida. El juego por dinero, claro. Y cuando me sumía en esos estados melancólicos tenía la sensación de que el vacío iba a tragarme para siempre… Entonces se presentaba la idea "liberadora". Todo iba a cambiar en mi vida a partir de aquella vuelta por el salón de Bingo. Me transformaba en una ganadora por anticipado, entraba a disfrutar de un mundo mágico…"
Otra de las creencias características de este sistema es la que afirma que los sentimientos son peligrosos. El peligro consistiría no sólo en manifestarlos, sino también en tenerlos. Por lo tanto, la mejor ocurrencia sería suprimirlos. Porque la creciente sensación de derrota lleva al adicto a un estado de paroxismo, a medida que pasa el tiempo, y siempre le resultará preferible negar sus sentimientos como otra de las variadas formas de evitar el dolor.
El invento de una imagen para ofrecer al mundo es algo típico de muchos adictos, en especial de los que trabajan compulsivamente o los que no pueden parar de comprar. También la esgrimen los cocainómanos. La creencia básica es que "la imagen todo lo es, la imagen todo lo puede". Se trata de algo así como enarbolar un escudo, y en el fondo distraer la atención sobre uno mismo. Ese falso yo va ganando terreno poco a poco, y termina por absorber al verdadero por medio de una suerte de mimetismo. De este modo, el adicto logra (o cree que logra) ser aceptado por el medio en el cual se desenvuelve.
El deseo de arreglarlo todo velozmente conduce a buscar la solución fuera de uno mismo. En otra persona, o por medio de una actividad o sustancia capaz de suplir fantasiosamente las propias carencias. Se trata de tomar un atajo en lugar de recorrer el camino que corresponde, no importa los peligros o inconvenientes que pudieran surgir. Esto implica una postura ante la vida. Se basa en la suposición de que es inútil perseguir el logro de beneficios permanentes, y es sin duda una actitud pasiva frente a la realidad: lo que yo no puedo arreglar, que me lo arregle otro.
La realidad ofrece múltiples posibilidades, y si la describiéramos en términos de color, diríamos que abarca todas las gamas del espectro solar. Pero el adicto desdeña el arco iris, porque descree de él. Para un adicto, como dijimos, todo es negro (ausencia de color) o blanco (la suma de todos los colores). Los términos medios no existen y los rechaza, quizá porque confunde lo mediano con lo mediocre. Ningún ser humano es perfecto y omnipotente, ni absolutamente inservible y egoísta. El adicto suele aplicarse a sí mismo atributos que pertenecen a la divinidad o a los demonios. Pero si se diera permiso de habitar el arco iris empezaría a sentirse libre. Libre de su exagerada autoexigencia, libre para librar la batalla de la vida en el terreno que corresponde, y no agazapado tras los biombos y máscaras de la adicción. Ser uno mismo, sin disfraces, y aceptar sin temor la realidad propia; esa es la verdadera esencia de la recuperación.
La personalidad adictiva
Las emociones
Antes de abordar el tema de la personalidad adictiva, resulta importante referirse someramente a las emociones.
Las emociones son una parte esencial de la vida humana. Sin ellas podríamos funcionar sólo automáticamente como máquinas, estaríamos privados de experimentar todos los matices que ofrece la existencia. Precisamente, la palabra emoción proviene del latín emovere, que significa agitar, mover, excitar.
Como si se tratara de la vieja diversión infantil, nuestras emociones juegan a las escondidas. En el libro "Venza sus adicciones", la Dra. Corinne Sweet introduce el concepto de "Alfabetización emocional", y dice al respecto: "No tenemos ninguna preparación formal para entender nuestras emociones, aunque a lo largo de nuestras vidas necesitamos ser capaces de comunicarnos y de relacionarnos con la gente en casa, en el trabajo, en la calle, en todas partes. Llamó alfabetización emocional a este proceso de aprender a reconocer, enfrentar y manejar los propios sentimientos. Por supuesto, cuanto más entiende sus propios sentimientos, mejor puede establecer lazos de empatía con otras personas."
La primera afirmación induce a reflexionar profundamente. ¿Por qué "no tenemos ninguna preparación formal para entender nuestras emociones"?
La sociedad se estructura en base a permisos y prohibiciones destinados a regular la conducta de cada individuo con referencia al entorno. Sin estas pautas la convivencia no sería posible. Si cada uno de nosotros tuviera la potestad de dar rienda suelta a sus instintos, nadie podría disfrutar del mínimo de seguridad que tiene derecho a exigir para sí mismo, su familia, bienes y actividades.
A lo largo de las diversas épocas y culturas, las sociedades ofrecen muy distintos parámetros de permisividad y prohibición. Desde la horda primitiva, caracterizada por sus escasos vínculos sociales, hasta la sociedad contemporánea, los permisos y prohibiciones se acrecentaron en una progresión lenta y persistente, más allá de los naturales retrocesos y estancamientos propios de la evolución. La proclamación de los derechos esenciales del Hombre trajo aparejada una mayor responsabilidad social, que se condensó en una frase esclarecedora: "Mi derecho termina donde empieza el derecho ajeno". En el siglo XIX imperó en Inglaterra una moral estricta, que sería mejor designar moralina, y que gracias a la expansión del Imperio Británico alcanzó una gran extensión en los países occidentales. Esta forma de hiperconciencia social, con su fuerte dosis de fariseísmo, pretendió imponer a la conducta humana una fachada impecable, sin importarle cuánto habría que reprimir para obtener sus objetivos. Así, poner de manifiesto una emoción se llegó a considerar por lo menos inconveniente. La ética fue desplazada por una moralina estética. La consigna era "no mostrar".
¿Luz verde para la emoción?
Este ya es otro asunto. Porque una cosa es detectar una emoción reprimida, y otra muy distinta es actuarla. Mucho se ha hablado acerca de dos caracteres prototípicos y opuestos: el flemático y el sanguíneo. El primero, típico de los sajones, se distingue por contener el impulso y mostrarse hierático, impasible; es el que se ajusta precisamente a esa moralina que imperó hace un siglo y que todavía no ha desaparecido por completo. El carácter sanguíneo, en cambio, se manifiesta por medio de grandes explosiones emocionales y es típico de la cultura mediterránea, más específicamente latina.
Entre ambos extremos sería necesario encontrar un equilibrio.
¿Por qué reprimimos la emoción? Más allá de los frenos sociales que fijan maneras de comportamiento correcto o incorrecto, cualquier emoción puede producirnos otra, el temor, motivo por el que se la puede negar o reprimir. Llorar, por ejemplo, puede ser para algunos un sano desahogo; para otros, un acto descalificante, aun sin testigos a la vista. El llanto los hace sentir todavía más desdichados. Y habrá incluso quienes sientan la necesidad de llorar, pero algo en su interior les impide sentir ganas de hacerlo; simplemente no se les cae una lágrima, como si estuvieran desconectados de su emoción.
Esto puede deberse a diversos motivos. O bien se ha sufrido una fuerte represión en la infancia, sintiéndose obligado a ocultar la emoción; muchos padres, maestros o cuidadores, no contentos con imponer una penitencia, prohíben cualquier protesta o manifestación en contra, la que sólo conseguirá aumentar la penitencia. O bien se es víctima de alguna discriminación, lo que incita al discriminado a "no mostrar la hilacha", pues puede ser objeto de mayores burlas o persecución. O bien puede creerse, siguiendo la opinión generalizada, que poner de manifiesto ciertas emociones puede conducir directamente a la locura; las personas que viven solas, por ejemplo, tienden naturalmente a hablar consigo mismas en voz alta, y al hacerlo pueden sentir que no están en su sano juicio. Reprimen esa necesidad legítima, o bien se compran un mascota para que les sirva de interlocutor, lo que tampoco encaja dentro de sus rígidos esquemas: hablar solo o con la tortuga no cambia demasiado la cosa.
Desarrollar emociones que sostienen la adicción o enmascaradas por la adicción
Alegría y tristeza; placer y dolor
La alegría y la tristeza son sentimientos antagónicos que tienen un correlato en las percepciones de dolor y de placer. La alegría se puede considerar como placer en un plano psíquico, y la tristeza como dolor. Si bien el placer y el dolor son percepciones sensoriales, de orden físico, comunes a todos los animales, en el hombre traspasan ese umbral y se transforman en alegría y tristeza, es decir, en manifestaciones específicamente humanas.
La alegría es una respuesta del ser humano a determinadas experiencias de la vida y, al mismo tiempo, es un factor positivo para desarrollar la personalidad y emprender nuevos proyectos.
La tristeza expresa la falta de plenitud y es a menudo un factor negativo, que paraliza o hace más difícil el desempeño de la persona. En la actualidad la tristeza se puede considerar como una plaga contagiosa que se extiende entre los seres humanos y se manifiesta como depresión. La angustia, la ansiedad, la melancolía, el temor son todos malestares que tienen como síntoma común la tristeza.
Ahora bien, no todo dolor es malo ni toda alegría es buena. El dolor y la tristeza bien aceptados pueden conducir a una existencia más plena y sólida. Cuando placer y la alegría están desconectados del amor, la verdad y la libertad, pueden convertirse en el principio de una vida mezquina y miserable.
Ningún ser humano puede eludir el dolor. Tarde o temprano se le presentará tanto física como psíquicamente. Es una vivencia que penetra hasta lo más íntimo y exige al hombre que adopte una postura. De cómo se pronuncie el hombre en esa decisión, dependerá que la experiencia le sirva para madurar y crecer o para hundirse en el egoísmo y la amargura.
El dolor puede conducir tanto al egoísmo como a la generosidad, a la contracción a una vida primaria e instintiva o al desprendimiento y a la apertura de la persona, lo cual le permite conocer mejor las limitaciones existenciales y las posibilidades espirituales del hombre.
En su estudio sobre el dolor, Alfons Auer señala que se trata de uno de los sentimientos que tienen un fin objetivo y perceptible en el mantenimiento de la vida humana. La vergüenza y el pudor protegen la intimidad personal e impiden que se exponga públicamente; el cansancio nos advierte la necesidad de relajarnos o de dormir; el apetito o el asco anuncian la utilidad o el perjuicio que un alimento representa para nuestro organismo; el arrepentimiento nos advierte y nos libera de la carga de un pasado culpable y hace posible un nuevo comienzo.
De modo semejante, el dolor es una señal de alarma de la naturaleza que sirve al médico para localizar y diagnosticar la enfermedad.
Por evidente que nos parezca esta finalidad del dolor en el gobierno de nuestra naturaleza, también nos plantea enigmas impenetrables. No sabemos por qué han de hacer daño esos avisos, por qué no puede haber advertencias más suaves de que nuestra salud o nuestra vida están en peligro. Menos aún se entiende la razón de por qué, en ocasiones, esas señales de alarma tardan en producirse. Puede que una tuberculosis haya horadado grandes cavernas en los pulmones o que el cáncer haya destruido grandes zonas del estómago antes de que aparezca la alarma del dolor. De manera análoga, una tristeza profunda puede ser amordazada o derivada por las vías de alguna evasión compensatoria – alcohol, droga, patologías alimentarias, excesos sexuales, adicción al trabajo, agresividad, etc. – sin dar opción al hallazgo de la causa que la provoca.
Esto nos sugiere que la trascendencia del dolor y de la tristeza no puede reducirse a una mera finalidad alarmista dentro del orden de la naturaleza. Al dolor, que es inevitable y que constituye parte integrante de la existencia humana, hay que encontrarle un sentido, ya que no hay nada tan demoledor como sufrir y no saber por qué se sufre.
El dolor cumple funciones de gran trascendencia en el complejo entramado psicológico del hombre. Estas funciones son:
( Estímulo para la madurez. Las opresiones internas o externas invitan al hombre a centrarse cada vez más en el núcleo de su personalidad, a pasar de lo falso a lo auténtico, de lo superficial a lo verdaderamente sustancial. En el dolor se desvanece la ilusión de que todo en la vida responde sólo a un orden placentero. El hombre maduro sabe que tales ilusiones encubren la verdad y por eso es modesto con respecto a sus planes de vida.
( Experiencia de limitación. El dolor nos recuerda la caducidad y limitación de nuestro ser, lo cual nos hace comprender cuál es nuestro lugar en la naturaleza. Es esta conciencia la que nos permite afrontar la decadencia física e intelectual que se produce con el paso de los años.
( Anticipación de la muerte. Quien acepta el dolor, anticipa la aceptación de la muerte como un hecho natural. La muerte no nos aguarda sólo al final de la vida, está íntimamente presente a lo largo de la vida y "levanta cabeza" en cada dolor.
Nuestra cultura no nos enseña a aceptar el dolor. Paradójicamente, poner como criterio de vida la búsqueda del placer genera una tensión que suele provocar insatisfacción y disgusto por la existencia. Esto predispone al hombre a entregarse a una vida mediocre y trivializada.
Esta derivación paradójica – el placer causa del dolor – se produce por la pérdida del sentido de la vida y por consiguiente del sentido del dolor.
En nuestros tiempos, la progresiva intolerancia ante el dolor está deteriorando la capacidad para afrontar compromisos arduos (que son los únicos que producen verdadera satisfacción). El exagerado afán por evitar a toda costa el menor disgusto tiene como secuela insoslayable la dificultad cada vez mayor de experimentar placer.
Al perder la capacidad para sufrir, el hombre abandona los valores que dan sentido a la vida. Esta carencia de convicciones y de entereza ante el dolor físico o psíquico está presente en casi todas las manifestaciones de nuestra cultura. La drogadicción es un prototipo de esta situación.
Un diálogo entre sordos
Una de las grandes paradojas de nuestra era consiste en que mientras las comunicaciones realizan progresos técnicos inimaginables hace algunos años, el diálogo ha entrado en un cono de sombra. Cada vez estamos mejor comunicados con el mundo, mientras que ya no sabemos qué piensa nuestro vecino o peor todavía, qué siente nuestra pareja o algún familiar cercano. Ante este panorama no es extraño que los individuos tiendan a aislarse interiormente, defendiéndose de lo que sienten. Si quienes nos rodean no manifiestan su intimidad, respondemos de la misma manera y nos encerramos en nosotros mismos. El resultado no es una sana introspección, indispensable para crecer, sino más bien la mordaza para nuestros sentimientos. Necesariamente ha de producirse una ruptura, y no sólo con el entorno. El individuo necesita comunicarse con el exterior para recibir información e integrarla; pero con esta modalidad lo que se consigue es producir una fragmentación interna. Las necesidades insatisfechas se van petrificando, y se termina viviendo de espaldas a uno mismo. La sociedad actual fomenta la quiebra de la identidad individual.
Si un niño no recibe atención y afecto, crecerá buscándolos en todas partes. O mejor dicho: no crecerá. El empeño para recibir lo que no obtuvo y sin duda merece, le impedirá desarrollarse normalmente. Y nada hay tan apropiado para detener el crecimiento personal como una adicción. Porque dicho crecimiento requiere un intercambio emocional, un constante fluir de los sentimientos, y la adicción "fija" cualquier avance o retroceso. La normal necesidad de expresarse se trunca, y el adicto se expresa a través de la adicción.
Se dice de las adicciones orales que "entran por la boca y se curan con la boca." Es decir, hablando. Y no sólo hablando de la adicción en sí y sus modalidades, sino sobre todo de las emociones y sentimientos tantas veces reprimidos. En los grupos de autoayuda se emplea el método de hablar por turno, como una forma de evitar las constantes interrupciones que ocurren en nuestros diálogos cotidianos; la finalidad, por supuesto, es que la persona que habla sea y se sienta escuchada, y que los demás se acostumbren a escuchar.
Muchas personas se sienten inclinadas a ayudar al prójimo, sin saber que esa actitud les proporciona una íntima satisfacción provocada por un sentimiento de superioridad, aunque se cuiden muy bien de detectarlo como tal. Y en consecuencia, les resulta muy difícil pedir ayuda en caso de necesitarla. En realidad, parecen no necesitar nada, hasta el momento en que se ven expuestas a un dolor insufrible: la muerte de un ser querido, una inesperada bancarrota, una penosa separación conyugal. Sus necesidades petrificadas estallan, y se ven expuestas a "buscarse" un accidente sin darse cuenta o a contraer una grave enfermedad al tener muy bajas sus defensas orgánicas. Algunas, incluso, incurren en el suicidio. Es entonces cuando se debe pedir ayuda. El baile de máscaras concluye, y es necesario reconocer el propio rostro de una vez.
Dijimos al principio que las adicciones de nuestra época tienen múltiples perfiles, y parece conveniente reiterar algunos conceptos. Un jugador compulsivo, un alcohólico, un fumador empedernido, son generalmente personas que sufren por falta de amor, no toleran la adversidad y no poseen un proyecto o un estímulo que les brinde la ilusión necesaria para enfrentar la vida con optimismo.
Es por eso que lo que comienza como un juego inocente y agradable, similar al de gratificarse haciendo compras para ahuyentar la depresión o consultar a un astrólogo para evitar calamidades futuras, puede desembocar en una conducta adictiva.
El tipo y la intensidad de la adicción estarán directamente vinculados a la personalidad de cada individuo. El inquieto se entregará de manera compulsiva a la cocaína, al trabajo, a la limpieza, a la velocidad y a todo aquello que le permita descargar su adrenalina. El calmo escogerá la marihuana, la comida, la hipocondría, es decir, todo lo que le genere un estado de relajación. Estos son los casos típicos. Es menos frecuente
– aunque también se da en un número no desdeñable de casos – que personas inquietas busquen algo que las relaje o que personas cuya personalidad sea aplacada elijan drogas que las estimulen.
Un adicto puede hablar pero no expresarse, ya que sus palabras estarán disociadas de sus sentimientos. Esta disociación es una especie de barrera que el adicto crea para no tomar contacto con los estados de ánimo de los cuales busca evadirse.
Todo adicto es esencialmente un adolescente -adolece: carece de madurez- y vive en la instancia de transición a través de la cual intenta perfilar su identidad como persona y su sitio dentro de la sociedad. Además de consolidar su Yo, el adolescente necesita contar con un proyecto vital para poder elaborar correctamente los duelos por todo lo que quedará atrás para siempre, esto es, la protección paterna y su imagen infantil dependiente. Pero la realidad demuestra que aunque haya una madurez biológica, ésta no siempre va acompañada por la madurez psicológica.
Las reacciones del adicto están regidas más por el principio del placer que por el principio de realidad, que es el que debería prevalecer en la edad adulta. Por eso, el adicto no puede soportar ningún tipo de dilación y lo que necesita y desea, quiere conseguirlo ya. Para entender este tipo de personalidad imaginemos el comportamiento de un chico de dos años. Si le diéramos a elegir entre un simple caramelo para comer en el momento y un kiosco lleno de golosinas al que podría ir más tarde, sin duda elegiría el caramelo. Los adictos prefieren lo efímero, el placer inmediato a la posibilidad de esperar y obtener un bien mayor.
En los hechos, droga, alcohol, comida, trabajo, sexo, televisión, juego, deporte o cualquier otro objeto o actividad pueden ser motivo de adicción. Lo que hace que una persona, posiblemente sin darse cuenta, llegue a ser adicta, no es la actividad o el consumo de una determinada sustancia sino el modo de relacionarse con éstas. En el caso de la drogadicción y alcoholismo, el mismo objeto -la sustancia tóxica- es de por sí adictivo y esto refuerza el proceso.
La ecuación adictiva tiene dos términos: un vacío afectivo y un estímulo -objeto, sustancia, persona- que brinda la ilusión de que la angustia desaparecerá. Así se establece un círculo vicioso, ya que una vez que pasa el efecto del estímulo, la angustia aumenta y la compulsión hacia el objeto o la actividad se va haciendo incontrolable. Como consecuencia de esto, la persona comienza a empeorar día a día en un camino que muchas veces no tiene retorno. Por eso, si la adicción no es tratada a tiempo, deriva en consecuencias fatales para la mente y para el cuerpo.
Todo adicto es portavoz de un conflicto familiar que puede existir en forma manifiesta o latente. Sin saberlo, el adicto se hace cargo de esa crisis y la pone en evidencia.
La vida ingobernable
Es muy común escuchar, entre los miembros de grupos de autoayuda, una frase que encierra una gran verdad pero que se encuentra mal expresada: "El problema conmigo es que tengo mucha omnipotencia". Obviamente, lo que se quiere decir es otra cosa, que podría formularse así: "Mi problema es el deseo de ser omnipotente".
Esto implica la aspiración de controlar todo, ya vimos cómo la persona predispuesta a contraer una adicción es inducida en el ámbito familiar a desvalorizarse, lo que instala una de las causas del "malestar" adictivo.
Es evidente que la condición humana se encuentra sujeta a un sinnúmero de circunstancias que escapan a su control. Nadie puede ejercer su influencia para evitar un terremoto o cualquier otra catástrofe natural; pero incluso la guerra, por ejemplo, es decidida por un muy reducido grupo de personas, y la inmensa mayoría no tiene el poder de realizarla, impedirla o detenerla. Sin hablar de enfermedades, o condiciones económicas que resultan inmanejables para el común de la gente. Hasta la creciente ola de delincuencia crea una sensación de inseguridad que no puede manejarse según la decisión individual, y las condiciones laborales son impuestas sin consultar al trabajador, quien no tiene el menor poder de decisión sobre las mismas. Horarios, productividad, premios y diversas cláusulas no son decididos por el empleado. Incluso en las relaciones personales (de familia y amistad) el poder tiende a ser monopolizado, lo que lleva a muchas personas a sentirse inseguras.
Los Alcohólicos Anónimos fueron los primeros en proponer un programa de doce pasos para llevar a cabo la recuperación individual, que hoy se han extendido a innumerables grupos de autoayuda. Que los adaptaron a las peculiaridades propias de cada adicción. EL primero de esos pasos dice: "Admitimos nuestra impotencia ante el alcohol, y que nuestras vidas se volvieron ingobernables". En la sociedad actual, la vida ingobernable se ha convertido prácticamente en un común denominador.
Esta sensación de ambicionar algo y no obtenerlo; el deseo de modificar personas, cosas o situaciones que de hecho uno no puede cambiar, más el convencimiento de que debería ser capaz de cambiarlas, conducen sin duda a buscar una escapatoria a través de un mecanismo ilusorio que compense esa impotencia: la adicción.
Muchos alcohólicos recuperados declaran haber recurrido a la bebida como una posibilidad de "realizar" mágicamente sus necesidades de control y dominio. Jaime lo describe con peculiar realismo:
"Tenía aquella sensación de inutilidad, y los fines de semana resultaban particularmente mortificantes. Me refiero a los inicios de mi adicción, cuando mis hijos eran chicos y la relación con mi esposa apenas había empezado a deteriorarse. Todo parecía encarrilado, y sin embargo… En realidad yo tenía una sensación de fracaso. De adolescente, había anhelado otra cosa para mi vida. Como no tenía mal aspecto (aseguraban que me parecía a James Dean) soñaba con convertirme en un galán de éxito, aunque ni siquiera había intentado algún curso de declamación. Aquello iba a ocurrir como por arte de magia. Quince años después, casado y con dos hijos, la nostalgia por aquel galán que no pudo ser no me dejaba en paz. Y descubrí que el alcohol lo hacía revivir. Dos copas eran suficientes para que se me apareciera, y con tres o cuatro ya empezaba a actuar y obtener sus primeros éxitos. Con el paso del tiempo hubo que ir aumentando las copas para que mi "actor interno" se pusiera en movimiento. Y me imaginaba cosas formidables: un éxito descomunal, una inmensa casa de veraneo en Acapulco, un gran piso en París, mujeres a granel, un desmesurado triunfo profesional (en el festival de Cannes me consagraban como "el mejor actor de todos los tiempos") y el público del mundo entero rendido a mis pies. No valía la pena fantasear por menos de eso. Y en el mostrador de aquellos bares descubría, ya borracho, a un pobre infeliz que lagrimeaba reflejado en el espejo…"
En esta dura confesión podemos comprobar la íntima relación existente entre el sentimiento de impotencia (el deseo "imposible" de convertirse en estrella) y el imán de un alterador del estado de ánimo (en este caso el alcohol). Los ejemplos podrían repetirse en el caso de otras drogas, el juego o cualquier otra actividad que fomente la ilusión de poder. Si la sociedad, por una parte, incrementa la idea de que deberíamos ser omnipotentes, por otro lado la realidad nos muestra la otra cara de la moneda: de hecho nuestra influencia en el conjunto tiene una importancia prácticamente insignificante. Pero aquí nos encontramos con la actitud malsana. Porque tener conciencia de nuestra relativa insignificancia dentro del contexto social no tiene nada de pernicioso. Lo insalubre es incitarnos a la omnipotencia por medio del ofrecimiento de metas inalcanzables.
Al sentirnos incapaces, cultivamos el ansia de poder y tratamos de extraerlo de una fuente exterior a nosotros; o bien procuramos dominar a otros, como una forma de alimentar nuestra fantasía de omnipotencia. Ninguno de estos caminos conduce a algún lado, porque lo verdaderamente significativo es aprender a conducir nuestra propia vida para que se vuelva gobernable. Esto es lo importante para obtener una recuperación efectiva y encontrar así un auténtico sentido.
Sigmund Freud decía: "Cualquiera que entienda la mente humana sabe que pocas cosas son tan difíciles de abandonar como un placer que ha sido experimentado alguna vez". Pero el precio a pagar es muy alto.
Ningún adicto se siente libre y feliz. Su vida es, por el contrario, un terrible laberinto de simulaciones, sentimientos de culpa, soledad y dolor, un infierno del que no puede salir sin ayuda. La adicción es el síntoma de una enfermedad cuya raíz es el miedo a aceptar la vida. La inmensa mayoría de las personas soporta con desigual equilibrio los problemas cotidianos. Aunque se sientan deprimidas o angustiadas, luchan por vencer las dificultades y salir lo mejor posible del trance. El adicto, en cambio, adopta una postura infantil e irresponsable, rehuye enfrentar lo que le provoca frustración y se repliega en su caparazón autodestructivo. En estos casos, las características de la personalidad que favorecen a la adicción son las siguientes:
Identidad mal integrada
Desajustes emocionales, intelectuales y sociales
Inmadurez
Angustia latente o manifiesta
Ansiedad
Baja autoestima
Sentimiento de abandono afectivo
Curiosidad
Deseos de sentirse bien
Déficit normativo
Baja tolerancia a la frustración
Escaso control de los impulsos
Otros factores a tener en cuenta son el descontento con la calidad de vida, la ausencia de un proyecto de vida, y la disconformidad con el presente. Pero por el avance de las adicciones como patología social demuestra que personas con un psiquismo medianamente bien constituido puedan sentir un vacío existencial que se trasluce en falta de valores, desgano y carencia de normas cayendo víctimas de estas.
La búsqueda de la dicha fuera de nosotros
Isabel tuvo una infancia aparentemente llena de cariño y cuidado. Era la menor de cuatro hermanos; los tres mayores eran varones, de modo que sus padres la rodearon de todo el amor posible. Sus hermanos la colmaban de protección y atenciones, y su vida se deslizaba sin demasiados contratiempos.
A medida que fue creciendo le pareció que entre su madre y ella se establecía una sutil y sorda rivalidad, de manera que casi insensiblemente se inclinó hacia su padre, quien no desmentía su condición de médico. Al menor síntoma de enfermedad por parte de Isabel, el doctor le dedicaba una atención desmedida y era capaz de pasar la noche velando su sueño. La madre protestaba, ya que poco a poco Isabel se fue convirtiendo en una criatura irascible y caprichosa, segura de que estaba respaldada por un señor todopoderoso.
Mientras la relación con su padre se volvía más absorbente, se ahondaba la brecha entre ella y su madre. Los hermanos mayores se fueron casando, hasta que Isabel quedó sola con sus padres en una casa que les quedaba grande. No había estudiado más allá del secundario; tampoco necesitaba trabajar, y sus planes no incluían el matrimonio, a pesar de varios novios que fueron desechados uno a uno. Próxima a los treinta años, la vida de Isabel parecía entrar en un cono de sombra. Comenzó a encerrarse en sí misma y pasó por varias crisis emotivas, con accesos de llanto incontrolable. El padre resolvió internarla por quince días en una clínica cuyo director era un prestigioso colega. Le recomendaron iniciar un tratamiento psicológico, y le recetaron psicofármacos para controlar su ansiedad.
Al poco tiempo abandonó el tratamiento, pues aseguraba que ya se encontraba curada. Pero no abandonó los psicofármacos sino que fue aumentando secretamente la dosis.
Pocos años después murió su padre, y a Isabel le pareció que el mundo había terminado. La relación con la madre había entrado en un punto muerto, un acuerdo de buenos modales para poder convivir.
El exceso de medicamentos trajo nuevas internaciones. Isabel no acierta a realizar su propia vida, y en el intento por hacerlo sólo logra embotarse más en su mundo de pastillas y recuerdos.
Hoy todos hablamos de adicción, pero pocos conocemos su exacto significado. Lo primero que salta a la vista es el hecho de que la persona adicta no tiene conciencia de serlo. Sólo en casos excepcionales un adicto está dispuesto a reconocer su problema, y cuando lo hace esgrime un vasto conjunto de excusas para justificarse. Una de las características más notorias de la adicción consiste precisamente en su manera encubierta de introducirse y permanecer en la vida de una persona. De hecho, casi nadie se declara adicto, aunque la experiencia comprueba que la conducta adictiva predomina hoy en la sociedad.
La raíz de la adicción
Alicia tenía todos los elementos como para que cualquiera pudiese considerarla una mujer razonablemente feliz. Tenía 35 años cuando se convirtió en mi paciente; se había recibido de arquitecto diez años antes y trabajaba en su profesión en el estudio que había abierto con dos socios. Estaba casada con un odontólogo de renombre y sus hijos eran sanos y estudiosos.
En una de las primeras sesiones me dijo que dos años atrás había tenido que dejar de fumar, ya que excedía los cuarenta cigarrillos diarios y tomó la decisión al comprender que aquello perjudicaba no sólo a ella sino a todo el grupo familiar. Cuando le pregunté si había recurrido a algún grupo de autoayuda me contestó que no lo consideró necesario. Al cabo de un breve período de abstinencia comenzó a experimentar un extraño desasosiego, la desagradable sensación de que "algo" no andaba bien.
Llevaba alrededor de tres meses de tratamiento cuando un día se quedó muda frente a mí, los ojos clavados en la biblioteca a mis espaldas y las manos entrelazadas en un gesto de crispación. Quería decirme algo, pero le resultaba muy difícil articular alguna palabra. De pronto, el mentón comenzó a oscilarle en un temblor incontrolable, y se lanzó a llorar sin poder contenerse. Tardó un rato en recuperarse y por fin pudo articular una frase. La más breve y concisa, pero que encerraba todo un mundo: "Tengo miedo."
Su vida era convencionalmente armoniosa, pero ese "algo" que no funcionaba empezaba subrepticiamente a socavar los cimientos de su edificio. Fue ella quien lo dijo, haciendo una comparación de obvias referencias a su actividad profesional. Experimentaba un creciente vacío, y era evidente que hasta dos años antes había estado tratando de taparlo con su adicción al tabaco.
A partir de aquella sesión reveladora, Alicia empezó a comprender los mecanismos que usamos para satisfacer la profunda necesidad de protección y afecto cuando no alcanzamos a colmarla. Ese vacío existencial puede llevarnos a buscar afuera de nosotros mismos un remedio que está en nuestro propio interior, en algún lugar que por diversos motivos no somos capaces de descubrir.
La propuesta espiritual
Mucha gente considera a los adictos como personas cuya fragilidad moral o insuficiencia mental los conduce a incurrir en su conducta adictiva, sin tener en cuenta la profunda necesidad espiritual que los habita.
El vacío existencial y la adicción se alimentan entre sí, formando un círculo de autodestrucción. La tangente para librarse de ese círculo giratorio es sin duda de in cambio interior que incluye las dimensiones: biológica, psicológica, social y espiritual. Cuando alguien se empeña en buscar la felicidad fuera de sí mismo está negándose la posibilidad de encontrar la respuesta adentro. Generalmente se opta por recurrir a una serie de condicionamientos para obtener lo que se desea: "Si trabajo más horas conseguiré un premio mensual"; "si me tomo dos copas podré afrontar el problema con mayor decisión". Estos y otros razonamientos parecidos consiguen desplazar y postergar la verdadera índole de cada situación y de la verdadera necesidad: el demorado encuentro con uno mismo.
Al acceder a la edad adulta muchas personas optan por renegar de una espiritualidad que les fue equivocadamente impuesta (por lo general a través de normas y ritos religiosos cuyo incumplimiento acarreaba una amenaza a la propia seguridad) o bien relegan lo espiritual a un segundo plano. No es casual que el programa de recuperación de Alcohólicos Anónimos y muchos programas de recuperación de las adicciones tengan nombres que aluden a una nueva forma de vida y propongan un "despertar espiritual".
Buscar las coincidencias y no las diferencias
Este consejo se imparte a todo miembro que ingresa en un grupo de autoayuda. La razón es simple: si una persona hace hincapié en todo lo que le resulta diferente a sí misma, particularmente en lo que se refiere a experiencias que no ha tenido, abandonará el grupo con la convicción de que eso no le incumbe, y que el problema que la llevó hasta allí estaba sólo en su imaginación. Viene al caso, filosofía de Daytop Village, uno de los programas de recuperación de drogadictos más grande del mundo, donde se recitan los siguientes párrafos:
"Estamos aquí porque no hay ningún refugio donde escondernos de nosotros mismos.
Hasta que una persona no se confronta en los ojos y en el corazón de los demás, escapa. Hasta que no permite a los demás compartir sus secretos, no se libera de ellos.
¿Cómo podemos conocernos mejor sino a través de nuestros puntos comunes?
Aquí, juntos, una persona puede manifestarse claramente. No como el gigante de sus sueños, no como el pequeño de sus miedos, sino como un hombre, parte de un todo, con su aporte a los demás."
Pero más allá de esto, el tema de las diferencias está estrechamente relacionado con nuestro sistema de educación occidental, basado entre otras cosas en un procedimiento de separación y descarte antes que en la búsqueda de similitudes.
Por lo general, el temor a todo lo diferente está disfrazando otro temor: el de encontrar coincidencias. Si una persona nos resulta desagradable por su manera de expresarse, la ropa que usa o el comportamiento excesivamente desinhibido que pone de manifiesto, muchas veces no reparamos en que lo que nos molesta es su libertad, pues quizá nosotros hemos reprimido todo lo que vemos dolorosamente reflejado en el otro. Por otra parte, insistir en señalar las diferencias ahonda la distancia entre las personas y fomenta la desconfianza mutua; al contrario, descubrir las coincidencias tiende a crear lazos afectivos más sólidos.
En el texto de los Evangelios más arriba citados "buscar la paja en el ojo ajeno para no ver la viga en el propio", resulta muy útil para saber que cuando nos dedicamos con esmero y fruición a escudriñar en los recovecos de la vida ajena, ufanándonos de ser tanto mejores, estamos negando en nosotros aquello mismo que criticamos.
En definitiva, lo que es importante destacar es que cuando alguien se esfuerza por diferenciarse o bien pretende cambiar a los demás, se interna insensiblemente en el terreno de la adicción, haciendo depender su bienestar de un comportamiento ajeno, buscando afuera la solución que no se atreve encontrar en sí mismo.
Tres factores de riesgo
El Yo alberga y alimenta sentimientos que influyen directamente en la conducta adictiva, conformándose una suerte de tríada emocional: la culpa, la vergüenza y el temor. La culpabilidad, consciente o inconsciente, contribuye a generar un constante malestar, una sensación de encontrarnos en falta frente a nosotros mismos o a los demás. Es común que muchos adictos recuperados señalen a la culpabilidad como un factor determinante de su caída en la adicción.
Martín, un ex adicto al juego, nos cuenta parte de su historia: "Cuando yo tenía quince años murió mi padre. Yo era hijo único, y seguí viviendo con mi madre en el pequeño departamento que pudimos conservar. El era alcohólico y no nos dejó ninguna pensión o algún otro seguro social. Ella realizaba trabajos de limpieza y sus ingresos apenas cubrían nuestras necesidades. La veía llegar cansada a casa y ponerse a cocinar para los dos. No recuerdo haber recibido de ella ningún castigo, salvo las reprimendas normales por mis travesuras y rebeldías de adolescente. Y sin embargo comencé a llenarme de culpas sin saber bien por qué. La historia de cómo empezó aquella compulsión por jugar sería demasiado larga de referir; pero recuerdo con toda claridad que me inicié en el juego clandestino con la fantasía de que ganaría una fortuna y se acabarían nuestros problemas. En resumen, hoy lo entiendo claramente se acabaría, sobre todo, aquella sensación de culpa que no me dejaba vivir en paz.
Íntimamente vinculado a la culpabilidad aparece un sentimiento de vergüenza, una perturbación anímica que hace que la persona se sienta inferior a los demás.
Clara, una alcohólica recuperada, puede referirse a su vergüenza ahora que la ha superado: "Timidez, vergüenza… no sé. Algo que me paralizaba y que sentí siempre, desde muy chica. Tenía vergüenza de saludar a la gente; vergüenza ante las maestras y compañeras de estudio. En fin, creo que vergüenza hasta de respirar. Sentía la obligación de ser perfecta, tal como yo concebía a mi mamá, y la convicción de que nunca llegaría a serlo me hizo llorar muchas veces de vergüenza, y enseguida sentir más vergüenza por haber llorado… Al concluir mi adolescencia apareció el alcohol. ¿Cómo no iba a aparecer? Aquellas inocentes copitas me daban un aplomo y seguridad que nunca había conocido. Y por último me llevaron (ya no eran inocentes, ni copitas) de nuevo a la vergüenza, la peor de todas, convertida en una borracha que tenía que esconderse para llorar toda su impotencia.".
Del temor ya se hemos hablado al comienzo. Estos tres elementos son productos del Yo, que distorsiona las dimensiones y nos induce a creer que no podremos superarlos. Por medio de este mecanismo la mente adictiva tiende a equivocadamente a vencer las trabas, buscando un objeto que actúe a manera de compensación, ya se trate de alguna sustancia, actividad o incluso alguna persona que neutralice la insatisfacción producida por aquellos sentimientos.
¿La felicidad está afuera?
Los comerciales de la televisión nos bombardean incesantemente con artículos que nos prometen la felicidad que no supimos o no pudimos conseguir. Y esto ya nos está indicando dónde se encuentra la semilla de la personalidad adictiva: la idea central consiste en creer y sentirse insuficiente, y que necesita algo exterior a uno mismo para suprimir esa deficiencia.
La mayor parte de la gente considera que, en efecto, la felicidad es algo que debe buscarse afuera de uno mismo, y esta creencia tan arraigada se propaga a través de todos los medios de comunicación.
¿Pero de qué se trata, en definitiva, la felicidad? Algunos pueden equipararla a la posesión de riquezas, la realización de viajes o la experiencia de un eterno romance que no se vea empañado por el menor disgusto. Claro que ninguna de estas cosas puede disfrutarse realmente si no se dispone de un mínimo de paz interior. La felicidad, entonces, puede equipararse a este último bien.
Felicidad no es necesariamente sinónimo de un continuo estado de satisfacción, que suele reflejarse en la eterna sonrisa de algunos supuestos triunfadores. En la vida incluso hay momentos de dolor que no excluyen el estado de felicidad. No se trata de lo que se vive, sino sobre todo de cómo se lo vive, la manera en que somos capaces de percibir nuestra situación.
Muchas personas con discapacidades físicas se han visto en la necesidad de aprender los métodos para aceptarlas, e incluso han desarrollado otras habilidades que no creían poseer. La fortaleza moral que extrajeron de sí mismas les ha significado una ayuda invalorable, y se han permitido ser felices a pesar de su seria limitación. Otros, en cambio, cuentan con todos los medios a su alcance para obtener lo que, se supone, es la felicidad. Sin embargo, ni el dinero ni el poder se la han procurado. Quizá ignoran que la felicidad no es un asunto del mercado. No se compra ni se vende. Sólo puede conquistarse con un perseverante y decidido esfuerzo personal.
Mecanismos de defensa
Los mecanismos de defensa fueron descritos por Anna Freud como una actividad del Yo cuya finalidad es proteger al sujeto de una excesiva exigencia pulsional y así eliminar la tensión interna. Son esencialmente inconcientes y no reconocibles espontáneamente por el sujeto.
La negación
Este mecanismo de defensa, común a todos los seres humanos, arraiga con particular vigor en la personalidad adictiva. Los adictos químicos y emocionales suelen convertirse en verdaderos maestros de la negación, al extremo de no tomar conciencia de su conducta adictiva. La negación es enemiga del razonamiento, y al echar mano de ella el adicto continúa sin cuestionamientos su conducta destructiva.
Esta actitud consiste en lo que popularmente se conoce como "hacer la del avestruz".
El diccionario de Psicoanalisis Laplanche-Pontalis la define como: "un procedimiento en virtud del cual el sujeto, a pesar de formular uno de sus deseos, pensamientos o sentimientos hasta entonces reprimidos, sigue defendiéndose negando que le pertenezca.
La proyección
Negar la culpabilidad, reprimirla, conduce a abrirle la puerta hacia adentro. Y comienza a carcomernos, produciendo en nuestro fuero interno un estado de desazón que no acertamos a explicarnos, precisamente porque negamos la causa de su existencia. Es entonces cuando proyectamos inconscientemente esa culpabilidad, colocándola fuera de nosotros. Muchas veces experimentamos un torcido placer frente a los errores ajenos, nos burlamos socarronamente de gestos y actitudes de los demás, y por añadidura notamos un extraño alivio. Al obrar así, casi nunca caemos en la cuenta de que lo que estamos haciendo es pura y simplemente colocar afuera "eso" que negamos en nosotros. Lo detectamos en los demás y nos sentimos liberados, al menos temporariamente. Esto nos conduce a querer cambiar a los demás, sin advertir que lo que estamos proyectando en ellos es el estado de nuestra propia mente. Suponemos así que modificando la conducta ajena vamos a encontrar la clave de la felicidad. Casi todo lo negativo que vemos en otras personas, lo vemos fundamentalmente porque hemos negado su existencia dentro de nosotros, y en nuestro afán por desentendernos del asunto se lo endilgamos al primero que nos lo muestra.
En incontables ocasiones se hace uso de este mecanismo, la mayor parte de las veces de manera inconsciente. Es muy común, por ejemplo, cargar sobre factores externos la responsabilidad de nuestros fracasos. Se puede echar la culpa a un padre excesivamente severo, a un país que no ofrece oportunidades de desarrollo personal o a la mala suerte que nunca dejó de perseguirnos. A menudo, hasta el mismo Dios debería hacerse cargo de nuestras frustraciones: todo lo malo que nos sucede o lo bueno que deja de sucedernos se debe exclusivamente a Su voluntad.
Cuando culpamos a algo o a alguien por nuestra desdicha, debemos ver en esa actitud una señal que nos indica bucear dentro de nosotros mismos, averiguar las verdaderas causas que la produjeron y hacernos responsables, con la confianza de que realmente podremos conducir nuestra propia vida. Al habituarnos a culpar a los otros, ahondamos la brecha de nuestra imagen, que será cada vez mejor en nuestro consciente y consiguientemente peor en nuestro inconsciente. Al ahondarse, esta fragmentación de nuestra imagen nos conducirá a realizar proyecciones cada vez más profundas y frecuentes.
Rasgos de la personalidad adictiva.
Si bien existe un hilo conductor y características de personalidad comunes entre todos los tipos de adicciones, hay diferencias entre las múltiples personalidades de los adictos: algunos son arrogantes y displicentes, otros son sumisos y atentos; unos agresivos, otros pacíficos. Claro que las diferencias no son tan abismales si comprendemos que en el fondo demuestran dos maneras extremas de reaccionar frente a un mismo asunto; la ira y la sumisión completa pueden indicar dos formas opuestas de responder ante una agresión, y el tema sería uno solo: la ineptitud para reaccionar con equilibrio. Algunos adictos ponen de manifiesto una gran responsabilidad frente a terceros, y otros se muestran totalmente irresponsables. En el fondo, ninguno de ellos se siente con capacidad de desarrollar una mediana responsabilidad para manejar sus propios asuntos.
Los rasgos de personalidad adictiva son indicadores del riesgo a contraer una adicción. Más allá de los que ya examinamos más arriba, la lista es extensa y merece ser considerada detalladamente.
1) Las personas inclinadas a contraer adicciones suelen confesar que muchas veces han experimentado un vacío existencial. Como habitualmente viven de espaldas a sí mismas, no encuentran su verdadera identidad y sienten una carencia interna que los impulsa a llenar ese vacío con lo primero que encuentren disponible. Muchos de ellos se apegan excesivamente a alguien, otros recurren al alcohol o a la droga, otros prefieren llenarse de trabajo y soslayar de esa manera esa insoportable sensación de ausencia. El adicto es incapaz de experimentar pasión por la vida. Busca en el objeto o actividad de su adicción, el sustituto, que le permita apasionarse.
2) La obsesión egocéntrica es uno de los rasgos prominentes de la personalidad adictiva. Una constante observación sobre la propia persona está relacionada con el perfeccionismo. Si bien esta preocupación pone de manifiesto una actitud egoísta y desaprensiva, como si lo único existente en el mundo fuera uno mismo, la razón más profunda de esta postura es el autorrechazo. Hay una disconformidad permanente respecto de la propia persona, y este malestar debe ser tapado por la adicción. El adicto posee los rasgos de personalidad que son "subproductos" del egocentrismo: el egoísmo y la egolatría. El adicto se considera a sí mismo y a sus necesidades, caprichos y pretensiones como los mas importante del mundo, y también es incapaz de brindar su tiempo o sus bienes salvo contadas ocasiones.
3) La persona inclinada a la adicción no encuentra un sentido a su vida, y por lo tanto tampoco puede trazarse metas u objetivos. Como si todo careciera de un propósito. Esta especie de parálisis hace que la adicción se presente con un particular atractivo, como una propuesta novedosa y diferente. Se trataría en ese caso de algo parecido a un encandilamiento. Allí aparece una "opción" que vuelve menos insoportable la angustia de considerar a la propia vida como carente de sentido.
4) En muchos casos el sujeto suele ejercer una dura autocrítica, como consecuencia de su temor a ser censurado por los demás. Está constantemente pendiente de su aspecto, sus palabras y hasta sus gestos. Este "fiscal interno" es causa de un profundo sufrimiento, ya que se vive en un permanente estado de incomodidad y desagrado, como si la existencia transcurriera en una cárcel donde la vigilancia no baja los brazos ni por un instante. Algunas drogas como el alcohol tienen la facultad de aflojar esos frenos inhibitorios de la conducta, y en pequeñas cantidades pueden producir un alivio.
5) Una vez que se ha caído en la adicción, la culpa es otro de los rasgos prominentes, debido a la posibilidad de incurrir en actividades improcedentes. En el caso de personas que han padecido una educación represora, la culpa sirve también para enmascarar la ira que se produce como consecuencia de la represión, ira que tampoco se permite manifestar. La agresión reprimida genera culpa, y se entra así en un círculo en el cual a mayor culpa, mayor adicción, lo que aumenta la culpa y ensancha y perpetúa el círculo.
6) La necesidad de sentirse aprobado es provocada por el hecho de que el adicto no es capaz de aprobarse a sí mismo, y su deseo de conformar a los demás responde a su propio anhelo de ser aceptado. Siente las críticas y el rechazo como amenazas peligrosas, lo que lo induce a preocuparse por complacer a los otros, postergando sus propias necesidades de gratificación. Esta actitud desemboca en sentimientos de persecución, ya que la indiferencia ajena, por ejemplo, es interpretada como un rechazo potencial. La adicción "suministra" todo aquello que el mundo parece negarle al adicto.
7) La identidad débil del adicto lo lleva a encontrarla en aquellas definiciones que dan otras personas sobre sí mismas. Todos los seres humanos tenemos personalidad. Durante la evolución de nuestras vidas vamos adquiriendo lo que se denomina identidad, concepto generalmente confundido con el de personalidad. En nuestra temprana infancia aquélla se va formando de acuerdo al concepto que tengan los demás, especialmente nuestros padres, de nosotros mismos. Así por ejemplo, cuando un niño se lastima su reacción depende de la actitud de sus padres que sirve como estímulo para su respuesta. Si estos ríen, el niño ríe. Si estos gritan o se preocupan el niño llora. La situación obra a manera de espejo. Algo similar le ocurre al adicto quien no tiene bien formado un concepto de sí mismo. El mismo cambia, según lo que sugieran los demás, con mayor intensidad que en el caso de las personas no adictas.
8) La ira resulta inmanejable para la persona inclinada a la adicción. O bien tiende a reprimirla, en cuyo caso termina volviéndose contra sí misma, o bien suele explotar de manera incontrolada y con un exceso impropio. La adicción le proporciona un camino para descargar su agresividad; no sólo contra sí misma sino también contra su entorno familiar y de relaciones sociales; toda adicción significa siempre una actitud de desdén hacia la sociedad, y de esta manera el adicto da rienda suelta a una agresividad que de todas formas es incapaz de manejar por sí mismo.
9) Es frecuente percibir en el adicto una especie de sopor emocional. Todos los seres humanos experimentamos pérdidas y frustraciones, pero el adicto resulta particularmente sensible a ellas, sobre todo en lo que respecta al abandono afectivo. Suele ocurrir que lo haya sufrido en su infancia y no haya sido capaz de manifestarlo. Se acostumbra a negar el sentimiento de abandono y con el tiempo se habitúa a convivir con este letargo afectivo. La adicción se presenta entonces como un falso "despertador" de esa conciencia adormecida, sin que el adicto pueda siquiera comprender el motivo que lo induce a buscarla. Es común que muchos alcohólicos hayan pretendido compensar esta carencia afectiva "sumergiéndose" en su propia adicción. Por medio del alcohol pueden dar salida a un mundo interior que se encuentra estancado, y a través de la bebida lo ponen en movimiento y encuentran su única posibilidad de manifestarlo.
10) En la persona propensa a la adicción existe una depresión latente, que no se manifiesta o bien tarda mucho tiempo en evidenciarse. El rencor reprimido, la culpa y la falta de autoestima alimentan este desaliento depresivo. Por otra parte, también colabora a la depresión la necesidad de controlar, y la evidencia de la imposibilidad de hacerlo. La adicción se ofrece así como una posibilidad de sacudir ese estado, particularmente en el caso de adicciones que implican una actividad o acción excitantes.
11) El temor a enfrentarse con el riesgo es otro de los rasgos sobresalientes de la personalidad adictiva, más allá de las apariencias. En efecto, muchas personas suponen que el adicto es un individuo que vive en permanente estado de peligro, y esto es real pero sólo hasta cierto punto. En realidad, el miedo al fracaso y a cualquier crítica llevan al adicto a buscar la adicción como si se tratara de una coraza que servirá para defenderlo del medio hostil. A través de la adicción se disfrazan así el temor, la vergüenza, y hasta se hace alarde de un falso coraje, que lleva a correr riesgos innecesarios y a veces altamente peligrosos. Un jugador compulsivo, p. ejemplo, pone en alto riesgo su patrimonio y la seguridad económica de toda su familia. El peligro es notorio, pero cualquier cosa le parece preferible a sentirse emocionalmente débil.
12) Las personas proclives a la adicción se encuentran muchas veces sometidas a una intranquilidad constante – clínicamente angustia y/o ansiedad – lo que las lleva a estar en permanente actividad. De ese modo no resulta extraño que se vuelvan adictas al trabajo, los deportes o las drogas estimulantes, cualquier cosa que les impida un momento de reflexión interior. Lo importante para ellas es sostener ese ritmo febril de acción sin medida, con la finalidad de calmar el desasosiego interno que aparece en cuanto se detienen. Aquellos que han sufrido abandono o malos tratos durante su niñez experimentan a menudo esa tensión que los impulsa a cualquier clase de actividad compulsiva.
13) Muchos niños no han tenido la oportunidad de satisfacer sus legítimas necesidades de dependencia, y se acostumbran a ocultarlas a medida que crecen, convirtiéndose en adultos cuyo hábito es esconder su necesidad de dependencia. Algunos incluso aprenden a manejarse con total desenvoltura, como si se tratara de individuos "duros" o "fuertes", dispuestos a llevarse el mundo por delante. Esta máscara, sin embargo, es insuficiente para aplacar su sed de dependencia, y la adicción aparece como una compensación que cubre aquella necesidad negada. En realidad, les produce un alivio muchas veces instantáneo, "confiriéndoles" la seguridad y confianza que no se sentía capaces de poseer. Por medio de la adicción, el adicto construye un puente ficticio que le permite ignorar su verdadera necesidad de dependencia, sin advertir que todo lo que ha logrado es un mero cambio de perspectiva: ahora depende de su adicción.
14) El individuo propenso a la adicción tiene el hábito de culpar a otros por todo aquello que no funciona normalmente en su vida. Como le resulta demasiado difícil hacerse cargo de sí mismo, no encuentra nada mejor que colocar su responsabilidad (o falta de ella) afuera. Esta culpa puede ser adjudicada a otras personas, a factores externos que van desde el clima hasta las finanzas del país, o incluso a un difuso destino que se empeña en causarles dificultades. Como esta actitud no produce en los hechos ningún resultado práctico, quien la lleva adelante termina cayendo en una adicción como una forma de soslayar el hecho de no poder hacerse responsable de su accionar.
15) Los problemas con las figuras de autoridad son propios de las personas propensas a la adicción. Los padres, los jefes y todos aquellos que ejercen mando son mirados con desconfianza y aprensión, debido al hecho de que sienten que le han robado el control y el poder que pretenden detentar. Y lo que es mas importante es que estas figuras representan el limite que el adicto no puede tolerar. En algunos casos (como la adicción al trabajo, por ejemplo,) se intenta complacer a esa autoridad, "comprársela", o bien ejercer directamente el mando. En otros (alcohol, drogas, comida) el adicto obtiene la sensación de poder al desafiar directamente con su actitud desenfrenada. Allí, la única autoridad es él.
16) La incompetencia para resolver las cosas suele ser común en todas las personas adictas, quienes no se sienten con la capacidad suficiente de hacerlo. Les resulta muy difícil detenerse para considerar con serenidad un problema, no soportan fácilmente los inconvenientes y frustraciones, y a menudo no se encuentran en condiciones de optar entre diversas alternativas. Tampoco pueden fijar con precisión determinados límites, y el comunicarse honestamente con los demás suele convertirse en un arduo problema. También la permanente indecisión suele paralizarlas, buscando postergar las cosas indefinidamente. Recurrir a la adicción como una forma de "esquivar el bulto" sólo complica los problemas, y de esa manera la fuga a través de su conducta adictiva parece convertirse en el único medio para resolver cualquier asunto que requiera reflexión y aplomo.
17) La falta de perseverancia es otra característica. Es muy común que las personas proclives a la adicción inicien proyectos de difícil concreción. Suelen encararlos con empuje, y al cabo de cierto tiempo pierden el impulso y los abandonan. Esta actitud se repite en casi todas las actividades, ahondando de ese modo la frustración y desengaño.
18) La persona inclinada a cualquier adicción alimenta el secreto deseo de no crecer nunca. Jamás se verá obligada a hacerse cargo de sí misma, y no tendrá que asumir las responsabilidades propias de todo adulto. Fracasa porque le resulta muy difícil cumplir las obligaciones inherentes a cualquier ser humano. El objeto de su adicción le procura una especie de cápsula que le fomenta su mundo ilusorio, en el que sus necesidades se verán cumplidas sin que se vea forzada a realizar nada para obtener lo que pretende. La responsabilidad y el peligro quedan excluidas de este panorama.
19) Pensar en términos condicionales es otro de los rasgos peculiares de la personalidad adictiva. "Si no fuera porque…" es la mejor manera de justificar cualquier conducta. Esta perseverancia de habitar un mundo de fantasía implica la necesidad imperiosa de desoír cualquier mensaje que la contradiga; se hace indispensable suprimir todos los datos de la realidad que se opongan a la "realización" de esa fantasía. Un jugador compulsivo necesita ignorar el hecho de que está poniendo en jaque su economía y la de su familia. Y el adicto a una relación personal desastrosa se niega a admitir esa realidad, no quiere escuchar nada que se lo indique y continúa sosteniendo su adicción echando mano a la misma expresión de deseos que lo ayuda a sostenerse dentro de la fantasía: "Si tan sólo pudiéramos mudarnos a un lugar más grande todo cambiaría y volveríamos a ser felices".
20) También la falta de límites es propia de las personas propensas a adquirir una adicción. Tienden a evitar todo aquello que los obligue a "demarcar su jurisdicción", ya sea por exceso o por defecto. O bien consideran que nada ni nadie debería oponerse a sus deseos y caprichos, o bien caen en una actitud sumisa y son capaces de dejarse avasallar. Según su educación haya sido represiva o demasiado permisiva, se les hace muy difícil la tarea de ubicarse y encontrar su lugar en la familia, las relaciones de amistad o de trabajo. Entonces, la conducta adictiva las exime de marcar los límites necesarios para desenvolverse en la vida.
21) La urgencia por gratificarse es otra característica de la personalidad adictiva, ya que el adicto presume en general que no le será posible dar cumplimiento a la mayoría de sus necesidades insatisfechas. Así, prefiere obtener una satisfacción a corto plazo aunque deba postergar la promesa de beneficios mayores que no le parecen demasiado creíbles. Simplemente le cuesta mucho creer en logros que requieran un mediano o largo plazo, más aún si requieren un esfuerzo sostenido. Supone entonces que obtener una gratificación inmediata forma parte de la lista de sus derechos adquiridos, y la adicción aparece como algo que está seguro de merecer.
22) Una intimidad conflictiva pone también de manifiesto la tendencia a la adicción. Los problemas para relacionarse con terceros, la necesidad de contarlo todo y la dificultad para establecer límites llevan a la persona, entre otras cosas, a experimentar un doloroso sentimiento de exclusión y soledad. Claro que este rasgo muchas veces es cuidadosamente disimulado y el adicto puede presentarse como alguien sumamente sociable, conversador y entretenido. Pero "la procesión va por dentro", y en sus relaciones íntimas las cosas no parecen ser tan distendidas. La adicción entra entonces a ocupar el lugar de la intimidad, y el adicto queda como hipnotizado por el objeto, actividad o sustancia de su preferencia. Por otra parte, el aislamiento se evapora si la adicción puede proporcionar un grupo de pertenencia que contenga al solitario y le ofrezca una sensación de vida comunitaria.
23) También los problemas para sentir verdadero placer forman parte de la personalidad adictiva. La falta de un sentido de la vida, la baja autoestima y la incompetencia para desenvolverse llevan a experimentar ese desinterés generalizado que suele convertirse en un terreno fértil para que prospere la adicción. Una adicción muchas veces enmascara una personalidad aburrida, que no es capaz de divertirse con lo que tiene a mano. Por medio de ésta, al menos, se obtiene un pseudo placer que ayuda a "seguir tirando".
24) La falta de un buen padre internalizado es otra de las características distintivas. Los padres pero por sobre todo la "función paterna" es aquella instancia que le permite al ser humano su entrada en la sociedad. La misma nos dice que cosas podemos hacer y que cosas no, poniendo un límite a nuestros impulsos. Si carece de esa base la personalidad queda sin sustento, y se persigue la conducta adictiva como una manera de encontrar el respaldo que faltó en el momento adecuado.
25) La baja tolerancia a la frustración es un rasgo muy importante de la personalidad adictiva. Mientras algunas personas desarrollan la capacidad para aceptar los contratiempos y sinsabores naturales de la condición humana, otras interpretan que los mismas son autenticas tragedias que les impiden avanzar en la vida. Esto se da en situaciones relevantes sino también en pequeños hechos cotidianos. La personalidad adictiva no soporta que se le ponga un límite a cualquier deseo y para el adicto no existe peor palabra que el NO.
Como expresáramos, algunos de estos rasgos no son de ningún modo exclusivos de las personas propensas a la adicción. Es más, puede asegurarse que algunas de estas características son comunes a la mayor parte del género humano. Es frecuente que muchos adictos en recuperación consideren al principio que estas peculiaridades forman parte de una "personalidad" que les pertenece de manera excluyente, y suelen calificarse a sí mismos como "marcianos" o "sapos de otro pozo". Hasta que comparten en un grupo sus miedos, angustias, obsesiones y vivencias, dándose cuenta de que son comunes no sólo a los adictos sino a todos los seres humanos. Esta constituye una experiencia por demás liberadora: el tomar conciencia de que no son anormales y que tienen muchos puntos en común con otras personas. Ocurre que viven "presos" de esos sentimientos que creen "exclusivos"; tienen un profundo desconocimiento de la naturaleza humana y de sí mismos, lo que equivale a falta de identidad. Sólo el paso del tiempo los ayuda a cambiar este punto de vista erróneo.
Claro que la combinación de varios de esos rasgos resulta "perfecta" para que una persona incurra en alguna de las adicciones más comunes. Si alguien, por ejemplo, experimenta falta de confianza en sí mismo, y a ello le agrega la supuesta obligación de ser perfecto y el miedo a no serlo, lo lógico es que busque la solución al dilema presumiendo que algo o alguien exterior a sí mismo podrá procurársela. Pero no toda la gente que participa de estas características cae necesariamente en una adicción.
La pregunta, entonces, sería la siguiente: ¿cuál es la causa de que estos rasgos y creencias que provocan tanto dolor hayan podido difundirse tan masivamente?
El sistema de creencias adictivo se encuentra profundamente arraigado en el ámbito familiar y social. Muchos padres adquieren y a su vez transmiten una escala de valores que poco tiene que ver con la autenticidad y un sentido cabal de la vida: la imagen se antepone a la persona, el éxito cuenta más que el conocimiento de uno mismo, el poder y el dinero desplazan a la virtud personal. La realidad parece consistir en un conglomerado de ilusiones banales.
Desde luego, no se trata de echar culpas a la familia y la sociedad por los problemas personales que puedan aquejarnos. Eso sería proyectar afuera algo que es de nuestra incumbencia. Pero será preciso calar hondo para poder extirpar las creencias adictivas que parecen haberse convertido en un común denominador. Es necesario revisar sin disimulo los mensajes recibidos y la influencia que tuvieron, y que en muchos casos indujeron, aún sin habérselo propuesto, a caer en la adicción.
La familia adictiva
Generalidades
Criar hijos es una de las tareas más importantes que una persona puede desempeñar, y es la tarea para la que existe menos preparación formal. La mayoría de nosotros aprende a ser padres a través de la experiencia y siguiendo el ejemplo de sus propios padres, aunque se haga justamente lo contrario.
Las familias han cambiado. Tiempo atrás los niños eran tomados como pequeños adultos y no se tenían en cuenta sus necesidades; se los sometía a castigos aberrantes, se ignoraba la importancia de la comunicación y los afectos. Por suerte y con el advenimiento de las nuevas ciencias, esto ha cambiado, pero hemos llegado al polo opuesto. Hoy encontramos padres excesivamente permisivos, que confunden amor con dejar al hijo hacer lo que quiera, sin la concientizaciòn de que los límites, conforme a la edad y necesidades de los hijos, sirven para protegerlos. Muchos padres quieren educar a sus hijos sin frustraciones, haciendo que todo lo que vivan sea placer. Un joven educado así, no podrá enfrentarse a la vida, a la realidad, y optará por evadirse.
Del mismo modo, aquel joven que sólo recibió frustraciones seguramente también optará por evadirse de esa realidad.
Los padres que no ponen límites lo hacen tres razones principales: por el miedo al rechazo por parte de los hijos, por miedo a ser anticuados o por comodidad. Es más fácil decir siempre sí.
Tanto el amor como las frustraciones y los límites hacen crecer a una persona.
El trabajo a diario con personas que sufren patologías adictivas nos muestra la dificultad que tienen o tuvieron sus padres para establecer límites. No son personas que tienen carencias afectivas sino más bien carencias normativas.
Un país sin un código interno o constitución se transforma en una anarquía. Lo mismo sucede con las familias. Cada familia tiene expectativas de comportamiento determinadas por principios y normas que son los valores. Los padres son los encargados de velar por su cumplimiento, quedando bajo su responsabilidad el establecer reglas que protejan a sus hijos, aunque muchas veces estos no entiendan la razón.
El factor emocional de la adicción suele surgir durante la infancia y se desarrolla con las experiencias adquiridas en la familia. Se sostiene a menudo que las familias de padres separados constituyen el máximo factor de riesgo para los hijos, pero en realidad lo que tiene mayor incidencia es la "atmósfera" familiar; que los padres estén divorciados o no, suele constituir un factor importante pero no exclusivo para predisponer a una persona a adquirir determinada adicción. En algunos casos, es preferible una separación bien llevada y el establecimiento de una familia extendida, que dos cónyuges mal avenidos que someten a sus hijos a una tensión insoportable.
La familia es sobre todo un núcleo para aprender y experimentar, y entre otras funciones cumple la de servir de "paragolpes" entre el individuo y la sociedad en la que más adelante deberá desenvolverse. Sirve para resguardar y proteger a sus miembros menores de las acechanzas y exigencias externas, tanto como para aprender a desarrollar aptitudes necesarias para el trabajo y la convivencia. Los hijos necesitan el estímulo de sus padres, indispensable para acrecentar su autoestima. Cuando esto no sucede, el niño "aprende" desde temprano a quitarse valor y perder la confianza en sí mismo. Por eso la adicción puede examinarse como una enfermedad de familia que se transmite a través de las sucesivas generaciones, sin excluir el hecho de alguna predisposición genética en el caso de adicciones a sustancias químicas, como por ejemplo, el alcohol.
Identificar a una familia adictiva ofrece algunas dificultades, debido al hecho de que la conducta que promueve adicciones constituye hoy la norma en cambio de la excepción. La cultura imperante pone el acento en valores tales como el éxito rápido, la importancia de la imagen y la eficiencia, de modo que es habitual que las necesidades legítimas de los hijos -afecto, comprensión, juegos compartidos y límites- sean olvidadas por sus padres, preocupados por cuidar su propia imagen y sostenerse en un mundo altamente competitivo. Como si no les quedara resto para conducir y dar sostén emocional a sus hijos. Ese abandono es el caldo de cultivo donde ha empezado a desarrollarse la plaga de adicciones que proliferan sin cesar. Se tiende a no detectar ni admitir la condición emocional del niño, y esta omisión lleva de la mano a negar cualquier clase de sentimiento. Como resultado, el niño reprime su verdadero yo y coloca en su lugar a otro, necesariamente artificial.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |