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La cultura como mecanismo de adaptación de los seres humanos (página 2)


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¿Por qué nos horrorizan de distinta forma los crímenes de los vencidos, que los de los vencedores? ¿Qué hace que los crímenes de los primeros sean distintos a los de los segundos? ¿Qué hace que el dolor infligido tenga poca importancia o, dicho en palabras de Arendt, que se banalice el mal? Hoy se llaman "daños colaterales de la guerra".

Algunos estudios e investigaciones que han problematizado el imaginario atávico de la obediencia y su crisis se resumen en el siguiente cuadro:

 

Michel Foucault

Desarrolló su reflexión sobre la microfísica del poder y la domesticación de los cuerpos; entendiendo la microfísica como el espacio donde el poder de centro no necesita llegar porque ya está en el propio individuo que interiorizó el deber de obedecer.

Grupo de Theodor Adorno

Estudios sobre la personalidad autoritaria.

Stanley Milgram

Experimentos sobre la tendencia a la obediencia.

Ana Muñoz

El análisis sobre el experimento de Milgram pone en evidencia cómo los individuos tienen interiorizada la obediencia a la autoridad por encima de sus propios criterios morales.

Renato Hevia en relación con el planteamiento de Hanna Arendt

El sentido del deber, de la obediencia y no las tendencias agresivas son los que determinan que personas normales, trabajadoras, profesionales, tengan comportamientos de extrema crueldad.

Giuliano Pontara

La obediencia, por un sentido de obligación, un concepto de los deberes como sujeto, no es exclusiva de la cosmovisión nazi, sino de la cultura occidental y de la cultura sedentaria. Es la expresión de estructuras mentales culturalmente determinadas por la obediencia irrestricta al poder.

 

Crisis de las fronteras, los límites y la construcción del enemigo

Como vimos en el primer módulo, la revolución cultural del sedentarismo supuso un cambio profundo en la concepción del territorio, no solo en el aspecto físico de las fronteras espaciales, sino también en los sentidos de pertenencia de los grupos y en el concepto de las identidades colectivas, personales, de género y de especie.

Los límites empezaron a ser el punto de referencia a partir del cual la humanidad pudo entenderse; dicho de otra manera, las personas y los colectivos construyeron los elementos que los definían por similitud y diferencia: el adentro fue el espacio de los iguales, y el afuera, el lugar de los distintos. Los nuestros fueron los que tenían la misma procedencia, el mismo color de piel, las mismas creencias, el mismo pedazo de tierra, la misma lengua; a los otros les correspondió el lugar de las diferencias.

Esta naciente percepción del mundo fue apoderándose de todos los espacios, incluidos los más personales e íntimos: se construyeron dos lugares perfectamente diferenciados entre los hombres y las mujeres, y también fronteras que separaron el mundo de los humanos del mundo del resto de los seres vivos: la naturaleza empezó a ser una externalidad.

Las fronteras y los muros empezaron a apropiarse del mundo cultural, permeando transversalmente todo tipo de relaciones: la realidad se escindió en todos los niveles, se dividió en dos. Las religiones, los racismos, los sexismos, los Estados, el antropocentrismo, el machismo, son hijos directos de esta forma cultural de entender la vida. En estos diez mil años nos hemos dedicado a crear y fortalecer fronteras y a levantar muros que nos separan y, en consecuencia, nos definen y dividen a los amigos de los enemigos.

El Estado moderno no se ha liberado de este imaginario atávico, constituido desde la delimitación y defensa del territorio, que definió la pertenencia alrededor del unanimismo religioso y que se inventó el concepto de raza y de sangre como elemento diferenciador. Hemos caído en la trampa de los eufemismos, creyendo que con nombrar distinto estos elementos ya se hacen esencialmente diferentes. Al derecho a los límites y territorios hoy le llamamos soberanía. Al unanimismo religioso hoy le llamamos ideología política y libre mercado. A la sangre y a la raza las hemos reencarnado en "destinos manifiestos".

La historia, a partir de entonces, se volvió el relato de la caída y la recomposición de las fronteras, en una reelaboración permanente del territorio y, por ende, de los amigos y los enemigos. La llamada "guerra fría" respondió al mismo concepto, y cuando se cayó la Cortina de Hierro empezamos a reconocer en las fronteras culturales una nueva forma de recomponer el dualismo amigo/enemigo y a definir las nuevas características del muro que nos separaba.

La caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989, se convirtió en una evidencia de la crisis de las fronteras. Sucedió cuando no se lo esperaban ni siquiera los que más se empeñaban en ello y, por supuesto, por fuera de todo análisis "realista"; no lo tumbó nadie en particular, pero fue derrumbado para convertirse en un signo del cambio de los imaginarios culturales que soportan esta cultura hegemónica.

Pero las fronteras no son solo aquellas que ocupan un espacio geográfico ni los muros normativos. También han entrado en crisis los límites que hemos establecido entre la especie humana y el resto de los seres vivos. Límites que nos han llevado a creernos no sólo con el derecho sino con el deber moral de poner los recursos de la Tierra solo al servicio de nuestra especie, sin importar las consecuencias. Al objetivar la naturaleza, hemos perdido la posibilidad de aprender de la solidaridad que existe entre los iguales, la necesaria solidaridad de la vida.

Los movimientos nacidos y/o fortalecidos a partir de la década de los 60 han profundizado la crisis de esa mirada. Hasta hace poco, otras formas de vivir la sexualidad humana por fuera de los parámetros de la heterosexualidad eran consideradas "anormalidades", enfermedades que debían ser tratadas por los médicos, los psiquiatras y lo psicólogos. Pero sus investigaciones han ido demostrando que la sexualidad no responde a una opción culturalmente moldeada, sino que es una orientación con la que se nace, desvirtuando el miedo machista al acercamiento a expresiones femeninas de la vida, por temor a "torcer" la expresión de la sexualidad por fuera de los límites socialmente admitidos.

Como vemos, las fronteras construyen sociedades que se han estructurado desde la existencia cultural de los dualismos amigo/enemigo, especie humana/naturaleza, masculino/femenino. La dificultad no está solo en que se perciban realidades opuestas, sino en la relación de dominación/supeditación que se establece entre ellas casi que de forma "natural", sin que lo sea. Y ello hace que las relaciones parezcan, en principio, antagónicas.

Estamos transitando hacia la complementariedad de los opuestos, hacia una realidad que no se defina desde las fronteras; pero todavía no sabemos cómo se hace e intentamos aprender de lo que sucede, para irlo decantando e incorporando. Por decirlo de otro modo, cada vez que tenemos un territorio, necesitamos levantar muros que lo separen de los otros y que delimite la posesión. De hecho, cuando alguien compra un terreno, lo primero que hace son los muros y las cercas. Esto permea todos los ámbitos, desde lo más privado hasta lo más público. Sin embargo, los muros se caen –Berlín, 1989-; las fronteras son ignoradas por las poblaciones que las ocupan –miskitos, entre Honduras y Nicaragua; los wayúu, entre Venezuela y Colombia–; la teoría que trata de leer en la realidad cómo la sexualidad se construye en tránsito, la teoría de Gaia muestra que las fronteras que le hemos construido a la vida son artificiales. Estos hechos, junto a muchos otros, muestran formas de hacer que nos pueden sugerir cómo transformar nuestras maneras de pensar.

Crisis del paradigma de los iguales

 Las fronteras definieron los espacios, los territorios en los cuales reunir a los iguales: en el interior de ellos, una sola fe, una sola autoridad, un solo gobierno, una sola verdad, una sola cultura, una sola lengua, un único modelo de producción, una única constitución, una sola historia, una sola raza. Es innegable que, al respecto, algunos pasos se han dado, pero el unanimismo no ha dejado de ser una pretensión que se explicita en los momentos de crisis. Este territorio, entendido como el espacio por el que circulan los "iguales", ofrece sensaciones de seguridad, que no expresan otra cosa que la desconfianza que suscitan los "distintos".

Las grandes migraciones mundiales que se han dado en los últimos cien años, producto de las guerras, de las crisis económicas y políticas, han multiplicado este sentimiento que se manifiesta en una xenofobia creciente. Las "patrias" o su sinónimo, los "Estados modernos", lograron establecer con relativa claridad las fronteras que definieron los sentimientos de pertenencia desde aquellos elementos comunes que disolvieron cualquier diversidad: una bandera, un himno, un gobierno, una lengua, unas mismas creencias, una constitución, unas mismas leyes, un reconocimiento colectivo de los grupos que tenían el monopolio de la dominación y, como conclusión evidente, la paz como el resultado de este proceso de unificación y unanimismo.

La destrucción sistemática de lo diverso no sólo se expresa en el campo de las relaciones humanas (diversidad política, diversidad sexual, diversidad económica), sino también en la forma de relacionarnos con la naturaleza, multiplicando los monocultivos y la producción agrícola industrializada.

Sin embargo, ante la hegemonía del imaginario de los "iguales", la diversidad se manifiesta, tercamente, como condición de la vida, y va permeando este imaginario que sustenta el unanimismo, cuestionando además nuestras formas de vivir, nuestras formas de producir y de relacionarnos con la naturaleza y, por supuesto, las relaciones entre las culturas, los países, los géneros, las diferencias de color de la piel o de creencias de la especie humana. De nuevo se impone la necesidad de reconectar la cultura, sus simbolismos y sus significaciones, a su motivación inicial: la supervivencia de la vida y la protección de la diversidad, como condición sine qua non de la vida misma.

Crisis de la verdad única y absoluta

En la medida en que se cuestiona la obediencia, en que se deconstruyen las fronteras, en que se deslegitima la uniformidad como ideal social, va desdibujándose también la posibilidad de una "verdad única" y el ejercicio del poder centralizado, como omnisciente y todopoderoso.

La historia de la cultura sedentaria ha estado atravesada por la necesidad de conocer y poseer la verdad, porque en las estructuras y en los imaginarios culturales hegemónicos la verdad da la seguridad y la seguridad da el poder. Entonces, surge el propósito de unificar la fuente de la verdad. Y en este ya largo período histórico, los grandes cambios han consistido en trasladar de un sujeto a otro la posesión de la verdad, pero sin cuestionar la existencia de Una Verdad, ni la posesión de la misma por una sola persona, que casi siempre han sido líderes-hombres o, en circunstancias particulares, mujeres que han manejado el poder en perspectiva masculina y en lógica de dominación.

Esto ha sido posible y sigue siéndolo, porque la socialización básica de los humanos sedentarios se da en medio de instituciones que reproducen esta forma de ver el mundo. A modo de ejemplo, en la institución familiar se aprende a no poner en tela de juicio el nivel de verdad de los padres; en la escuela, el de los maestros; en las iglesias, el de sus ministros; en las empresas, el de sus gerentes. Y la realidad política y social termina siendo esta realidad ampliada, porque en todas estas instituciones la verdad y, en consecuencia, el poder son un monopolio al que se le conceden características de infalibilidad.

Y son esta construcción de la verdad y esta visión centralizada y jerarquizada del poder las que han entrado en crisis a partir de sus propias consecuencias en los últimos cien años y en todos los niveles. Solo nombrar algunos casos es suficiente para entender el cuestionamiento: Pol Pot en Camboya, Hitler en Alemania, Pinochet en Chile, Videla en Argentina, Stalin en la ex Unión Soviética, Mao y su revolución cultural en China, Pérez Jiménez en Venezuela, Idi Amín en Uganda, Franco en España, Mussolini en Italia… por no mencionar a quienes hoy hacen esfuerzos por pertenecer a esta lista de "mesías" llamados a salvar a sus pueblos, montados en una verdad indiscutible.

Como alternativa, estamos descubriendo los liderazgos colectivos, los líderes que saben ponerse a un lado para no supeditar la historia a su existencia. Gandhi supo hacer de la verdad una construcción colectiva e histórica para no volverse él la medida de la misma. Ya lo veremos adelante con mayor detalle. A pesar de ello, la India no logró superar la supeditación que supone un imaginario cultural no transformado. Mandela hizo lo propio al retirarse del poder al cumplirse su período, sin la pretensión de transformar la constitución para perpetuarse, a pesar de que le hubiera sido bastante fácil conseguirlo, por el reconocimiento social de su liderazgo. El Foro Social Mundial no tiene cabeza visible, resistiéndose sus organizadores, hasta ahora, a todas las suspicacias que despierta una organización no jerarquizada.

Son esfuerzos en lógica emergente, nuevas formas de hacer y de pensar, que se van insinuando; alternativas a la relación aparentemente indivisible entre verdad única y poder de centro, que sigue siendo hegemónica. Y lo sigue siendo porque la cotidianidad sigue reproduciéndola, como ya lo veíamos anteriormente.

También hace parte de esta lógica emergente aquello que suscitó todas las movilizaciones en contra de la guerra en Irak, bajo el lema de "No en mi nombre". Ellas nacieron de una carta que unas cuantas personas, artistas e intelectuales norteamericanos le enviaron al presidente Bush cuando decidió invadir Afganistán. En ella, le decían que él tenía el poder para hacerlo, pero que quedara claro que no lo hacía a nombre de ellos. Este pequeño esfuerzo fue la semilla de la movilización de millones de ciudadanos que cuestionaron la relación entre verdad y poder de centro, evidenciando, como se comprobó posteriormente, que este poder no ha tenido ni tiene ningún impedimento para mentir. No se logró impedir la invasión, pero se le dio un golpe al símbolo que sostiene al poder y su supuesta relación con la verdad.

La crisis del chivo expiatorio

Como lo señala Girard (1986), el chivo expiatorio fue una construcción cultural que tuvo por objeto purgar una situación social inadecuada a través de la escogencia de una víctima propiciatoria en quien se depositaba la culpa colectiva, que se expiaba con el sacrificio de dicha víctima, consiguiendo así de nuevo el equilibrio social.

Juan José Prat (2008) señala que son tres las ideas fundamentales de la reflexión de Girard: a) el deseo mimético, que hace referencia al aprendizaje cultural de los seres humanos, a través de la imitación colectiva; b) el origen violento del orden social y del equilibrio cultural a través del sacrificio y c) la trascendencia que el cristianismo le ha dado a este mito del chivo expiatorio.

Aunque en muchas de las sociedades actuales el sacrificio humano ha sido superado, el sentido profundo de encontrar un semejante que cargue con la culpa colectiva sigue vigente en nuestras sociedades, más de lo que nos atreveríamos a admitir. Incluso, podríamos afirmar que la pena de muerte, que permanece como una práctica común en muchos países llamados civilizados (varios estados de EE. UU. la tienen), no es otra cosa que una expresión de este imaginario atávico sedentario.

Estamos acostumbrados a mirar los acontecimientos de forma aislada, a analizarlos sin establecer las relaciones que nos permitan trascender la simple sintomatología. La lógica del "chivo expiatorio" sigue presidiendo las reflexiones sociales sobre los acontecimientos que nos preocupan, eximiéndonos de analizar profundamente los patrones culturales que nos mueven y, por lo tanto, seguimos aplazando indefinidamente la posibilidad de suscitar unos nuevos que nos abran caminos como especie. Con la utilización del "chivo expiatorio" la sociedad sigue acusando y señalando con el dedo a la reencarnación del mal, quedando, de paso, como si ella fuera justa, es decir, como si fuera parte del bien.

Es más fácil enjuiciar a los criminales nazis o a Milosevick especialmente y solo cuando pasaron a engrosar las huestes de los perdedores, que preguntarnos por aquellas cosas que dan siempre un margen de posibilidad a otras situaciones similares. Y esto permea toda la realidad social.

Toda situación anómala tiene un culpable, afirma este imaginario. El encontrarlo y condenarlo ejerce en la comunidad una sensación de seguridad. En la vida cotidiana, encontramos diversidad de ejemplos, porque es allí donde se interiorizan y se expresan estos imaginarios:

Los directivos de un colegio en Bogotá estaban muy preocupados porque un estudiante de los últimos grados había amenazado de muerte a una profesora, y al elaborar el manual de convivencia que regula las relaciones en la institución, no incluyeron la amenaza de muerte como causal de expulsión. El estudiante y su familia, que cayeron en la cuenta de esta situación, no estaban dispuestos a dejarse sancionar con una norma inexistente. Por supuesto que todos coincidían en la gravedad de la falta y el peligro que significaba para la comunidad educativa que un delito de estas características quedase sin una "sanción ejemplarizante", es decir, que sirviera de ejemplo para toda la comunidad educativa.

La lógica del chivo expiatorio rondaba el análisis. La preocupación giraba en torno a qué hacer en este caso y cómo reformar el manual de convivencia, de forma que incluyera esta situación como falta grave y causal de expulsión. En medio de la discusión, una profesora de los primeros grados solicitó la palabra para contar la siguiente experiencia vivida por ella en los días recientes: había organizado una actividad con sus niños, y solicitó que le colaboraran estudiantes de cursos superiores. Al concluir la actividad, quiso hacer un reconocimiento al aporte de quienes le habían acompañado, pero en especial a un muchacho que había sido el más proactivo, respetuoso y colaborador con los niños. Cuando estaba haciéndolo, otro estudiante se le acercó por la espalda y en voz baja le señaló que ese era el estudiante que había amenazado de muerte a la profesora.

Las palabras de esta profesora llevaron la reflexión hacia espacios que no habían sido explorados hasta el momento, y que tuvieron en común el análisis de las circunstancias que pudieron conducir al acusado a la situación límite que había que condenar. Sin ellas, se habría cumplido el objetivo inicial de la reunión, que era encontrar un camino para imponerle la peor pena al estudiante: la expulsión no solo del plantel educativo sino de todo el sistema, por la imposibilidad que suponía encontrar otro centro que lo quisiese recibir. De paso, se habría podido legitimar en el estudiante una reacción violenta que terminara en el cumplimiento de la amenaza, aunque esto no hubiera sido pensado en el momento de hacerla.

Este ejemplo de la vida cotidiana nos sirve para corroborar lo fácil que es caer en esta lógica y de qué manera responde a una actitud que es más normal de lo que se quisiera.

Crisis del miedo como mecanismo de control social

 El chivo expiatorio no solo es un mito que permite evadir el análisis a fondo de los problemas sociales, sino que también es un instrumento de control social, en cuanto tiene pretensiones ejemplarizantes; es decir que intenta inhibir un comportamiento similar en otras personas por miedo a que les suceda algo similar. Supone además un manejo jerarquizado de la justicia, pues el señalamiento de la víctima propiciatoria está en manos de una persona o de un grupo que se considera moralmente superior. En el caso del estudiante que amenazó de muerte a su profesora, la preocupación de los educadores no estaba solo en sancionar al sujeto, sino en inhibir un posible comportamiento similar en el resto de los estudiantes.

Durante la existencia de la cultura sedentaria, el miedo siempre ha estado omnipresente, difuso, disperso, inubicable. Tal vez por eso los seres humanos hemos creído a lo largo de la historia que el objeto del miedo era una divinidad, un ojo grande que todo lo veía, que estaba siempre pendiente de lo que hacíamos, a quien nada se le podía ocultar; alguien que podía auscultar hasta tus pensamientos más íntimos y secretos y que no iba a tener misericordia para castigar cualquier intento de desobediencia a las normas sociales establecidas.

Es a partir de esta imagen del poder controlador, omnisciente y omnipresente que se configuraron los diferentes sujetos del poder que han sucedido a la imagen divina, ya sea atribuyéndose sus características o apoyándose en ella para manipular los naturales miedos, temores y ansiedades humanos, en la perspectiva del control social. Este miedo a ser sorprendidos en una anormalidad por ese ser difuso es el mejor regulador, pues consigue que una cosa llamada conciencia, el lugar donde la sociedad deposita sus prejuicios, acompañe todos los actos, logrando así que cada persona sea, para sí misma, la primera enjuiciadora social de sus propias acciones.

Pero el miedo no responde solamente a una externalidad vigilante; también es un mecanismo de protección de la vida que inhibe conductas que la puedan poner en peligro. Ahora bien, muchos peligros son construcciones sociales que producen grandes dividendos a quienes ofrecen una sensación de seguridad: para el miedo a que te roben el salario, acudes a los bancos; las compañías de seguros viven del miedo colectivo a los accidentes, a los ladrones, a la falta en la palabra empeñada, a los incendios, a la muerte; en resumen, a cualquier expresión de la incertidumbre en la vida social.

El miedo al castigo no ha sido suficiente para evitar el delito, a pesar de que las sociedades siguen solicitando el endurecimiento de las penas cada vez que hay una situación que las escandaliza, y los parlamentos y los congresos de los países siguen actuando en consonancia con este clamor.

Esta situación del derecho positivo, unida a su incapacidad para construir mejores sociedades, ha puesto en entredicho la justicia retributiva y está planteando la necesidad de encontrar alternativas. No se trata de desconocer la importancia de dicha justicia, sino de buscar alternativas que la complementen y trasciendan.

El Estatuto de Roma, que le da vía a la Corte Penal Internacional, empieza a ser una búsqueda, en lógica retributiva, que permite trascender las fronteras en lo que tiene que ver con los crímenes de lesa humanidad. Es un caminar lento, tiene autolimitaciones que dificultan su acción, está aún demasiado dependiente de la coyuntura política, aún no se atreve a cuestionar las acciones de los más poderosos, pero empieza a abrir caminos nuevos. A este camino aportaron de forma significativa los esfuerzos por extraditar a Pinochet a España y su detención en Londres, y las luchas persistentes de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina, entre muchas otras, dándole a las acciones de la Corte no solo un valor específico en esta lógica retributiva, sino también un profundo contenido simbólico, que es donde realmente se juegan las viejas y las nuevas significaciones y, por lo tanto, las transformaciones culturales. La búsqueda y puesta en marcha de mecanismos alternativos para la solución de los conflictos (MASC) es otro esfuerzo por incorporar una mirada que trascienda la lógica del castigo y se centre más en la construcción de acuerdos entre las partes.

No es nuevo el tema de la justicia restaurativa. Ella pretende encontrar un camino para la transformación de quien ha infligido un dolor o ha cometido un acto de injusticia. Martin Luther King lo insinuaba al decir que su objetivo no era vencer a su opositor, sino convencerlo. Es ir más allá del castigo, porque este no ha logrado que el asesino transforme su comportamiento; en muchos casos, solo ha conseguido que se empeñe en su error. Para la justicia restaurativa es más importante transformar y garantizar condiciones para que el delito no vuelva a ocurrir, que castigar al culpable. Su fuerza no está en el miedo que pueda provocar, sino en su capacidad para transformar a quien delinque, garantizando así la no repetición de los hechos. No particulariza el delito, sino que pretende una visión más holística de los hechos, porque entenderlos es una condición importante para prevenirlos, y supera la relación autoritaria de la justicia retributiva, vinculando como sujetos a todas las partes implicadas; su éxito se mide más en los daños reparados y prevenidos que en la cantidad de castigo infligido.

Estas búsquedas de nuevas formas de justicia evidencian que las utilizadas hasta ahora siguen reproduciendo el mundo que han pretendido cambiar y hacen que la crisis se convierta en un círculo vicioso. Estas nuevas formas se encuentran permeadas y atravesadas por lo que estamos empezando a nombrar como la "humanización" del opositor, en contravía de la "satanización" a la que estamos habituados por la cultura.

Crisis de la realidad dividida entre el bien y el mal y la preponderancia de la fuerza física

La existencia del dualismo entre el bien y el mal como realidades excluyentes es, tal vez, el imaginario atávico más aferrado a la cultura hegemónica. Con él se han legitimado todas las guerras y las mayores atrocidades: Osama bin Laden destruyó las torres gemelas de Nueva York como una acción en nombre del bien, así como Bush invadió Afganistán e Irak con el mismo argumento. De hecho, este último invocó al Dios de Jesús para que protegiera la vida de sus soldados. Hitler no era un loco depravado y una encarnación de Satán; era un hombre que se percibía a sí mismo como bueno y obró en consecuencia con sus percepciones del bien. El golpe de Estado que dio Franco a la República española fue hecho en nombre de la cristiandad, como una nueva cruzada en defensa de los valores de la fe. Pinochet celebraba con una misa cada año su golpe de Estado en Chile. Stalin asesinó sistemáticamente a todos los disidentes en nombre de la revolución y la dictadura del proletariado. Mubarak, en Egipto, antes de ser derrocado, se dirigía a su pueblo como el padre bondadoso que sólo quería el bien para sus hijos. Gadafi se negaba a abandonar el poder porque él era el líder de una revolución que le devolvió la dignidad a los libios. Las Farc, en Colombia, hacen la guerra en nombre de la equidad y la justicia social, mientras el Estado hace la guerra contra las Farc para combatir el narcoterrorismo. El Estado de Israel bombardea a la población civil palestina, levanta muros, convierte la Franja de Gaza en un campo de concentración e invade tierras palestinas con base en su propia percepción del bien. Los Khmer Rojos, en Cambodia, asesinaron a una cuarta parte de la población en nombre de la revolución, entre 1975 y 1979.

Esta frontera entre el bien y el mal -definida por las percepciones de lo bueno como la adhesión al más fuerte, a los que piensan, sienten y creen de la misma forma, a una verdad que se legitima desde intereses particulares- ha entrado en crisis, cuestionada por los hechos que ella misma ha provocado. ¿Por qué las Naciones Unidas deciden que es importante intervenir en Libia, con el pretexto de que Gadafi dispara contra su población, y este mismo pretexto no es considerado para Bahrein para Siria o para Yemen? ¿Por qué está bien dedicar miles de millones de dólares para salvar la banca, y no lo es para dar agua potable o comida a millones de personas que mueren por la falta de ellas? Son algunas preguntas que, como muchas otras, cuestionan la ética que guía la vida de los seres humanos y sus decisiones en concordancia con ella.

El bien estaba circunscrito a las fronteras del grupo y el mal era todo lo que lo amenazara. Hoy las fronteras son las del planeta, y desde allí deben ser definidos los nuevos conceptos que enriquezcan esa construcción del bien y del mal, al menos mientras aprendemos a deconstruir esta relación dualista, mientras sabemos vivir sin ella y entendemos con mayor profundidad las paradojas de la vida.

No nos es fácil imaginar un mundo en el que el bien y el mal se funden. La lógica dualista no consiste sólo en percibir realidades como aparentemente contrarias, sino en el tipo de lucha excluyente que se plantea entre dichas realidades. Es una confrontación cuya solución es la desaparición o el sometimiento de una de las partes. En el dualismo entre el bien y el mal, esta lucha es más evidente porque tenemos interiorizada la idea de que el mal debe ser destruido sin ningún tipo de reparos: el objetivo consciente del mal es destruir el bien, y la defensa de este último justifica cualquier tipo de recursos y de medios.

El imaginario de la preponderancia de los fuertes, unido al imaginario del bien, permean también las relaciones con la naturaleza, produciendo la crisis ambiental que preocupa a buena parte de la humanidad, y pretende justificar también buena parte de las intervenciones.

Crisis de la violencia como método

Ha sido siempre relativamente fácil identificar y condenar la violencia de los otros, de los enemigos; pero particularmente difícil identificar la violencia propia, que se ha confundido con defensa legítima, con métodos de corrección, con preservación del orden establecido, con daños colaterales, con causas justas.

Hay que reconocer que la aprobación del uso de la violencia sigue siendo la columna vertebral de la cultura hegemónica. Los discursos y las acciones emergentes no logran permear aún a los poderes de centro o, lo que es lo mismo, los centros del poder. Se sigue pensando que lo realmente serio es lo que tiene que ver con la violencia y no con la paz, que sigue viéndose como el resultado de una competencia violenta por la hegemonía y el sometimiento por la fuerza de todo aquello que se considera inapropiado.

Pensar en la paz como camino sigue viéndose como un asunto de mentes ingenuas a las que, como máximo, se las trata con condescendencia, cuando no con burla socarrona. Schell (2005) nos refiere el pensamiento que sobre ello tenían en su momento actores de la política y la sociología:

Las voces que discrepaban de este amplio consenso –las de un puñado de anarquistas, unos pocos marxistas moderados y otros socialistas, así como algunos escritores entre los que se destaca el novelista y pacifista León Tolstói- raramente las tomaban en serio quienes ocupaban el poder ni quienes pensaban en ocuparlo. Lenin se burló del "sermoneo imbécil sobre no resistirse al mal con la fuerza" de Tolstói. Y Max Weber, que había afirmado que "el medio decisivo para la política es la violencia", añadió que "cualquiera que sea incapaz de verlo así es un párvulo político"… Y cuando la derecha, al hacerse revolucionaria, dio lugar al fascismo, no sólo justificó la violencia sino que se regocijó en ella (p. 137).La violencia se aprende a través de las relaciones que se establecen en la cotidianidad. El uso de la violencia en el interior de los hogares responde más al concepto de bien, que a la intención de hacer un mal. "Es por su bien", argumentan los padres para explicar el maltrato físico contra los niños. Incluso hay algunos padres que autorizan a los profesores en el colegio a que hagan uso de este método cuando lo consideren necesario. Está tan interiorizado, que eximirse del maltrato significaría renunciar a educar: dejarlos crecer salvajes, lo cual equivale a afirmar que la violencia es útil para domesticar. Es bastante común escuchar decir frases como "gracias a que mi papá me pegó yo salí derechito", que se complementa con otro dicho que afirma que "árbol que crece torcido nunca su rama endereza". Incluso, la mayoría de la gente no identifica el maltrato con violencia; por eso puede rechazar contundentemente esta última, adoptando al tiempo el método del maltrato. En un contexto como este, los niños crecen interiorizando la bondad de la violencia para conseguir hombres y mujeres de bien. En el contexto de las relaciones entre géneros sucede algo similar.

La legitimación de la violencia tiene su expresión política en la máxima de Marx (1959) "la violencia es la partera de toda vieja sociedad preñada con una nueva" (p. 824), Esta percepción nos ha llevado a construir una historia basada en el recuento de las guerras. Nos acercamos a la historia como el camino recorrido por la humanidad de guerra en guerra y de batalla en batalla, y nos hemos olvidado de dar cuenta de las experiencias pacíficas y colaborativas que han sido fundamentales para salir adelante como especie.

Esta búsqueda hace parte integral de la crisis de la violencia: es un intento por descentrarla como única mirada de la realidad, como única fuerza centrípeta que regula todos los comportamientos humanos. Su deslegitimación también depende de ser capaces de darles espacios y visibilidad social a los puntos de fuga que ocurren en las historias periféricas de la cotidianidad, en el universo de las relaciones sociales, que no se agotan en el pequeño mundo de las relaciones del poder centralizado, cuya influencia cultural está determinada por su excesiva y exclusiva visualización. Abrir cauces sociales a las experiencias de la paz es potenciar su profunda capacidad de pedagogía social.

Esquema de la crisis civilizatoria

 

edu.red

Precursores de "un mundo diferente": Jesús de Nazareth, Henry David Thoreau y León Tostói

 Los puntos de fuga creativos han estado tan presentes y actuantes como aquellos que han determinado la hegemonía de unas formas de hacer y pensar las relaciones humanas. Las investigaciones para la paz han avanzado de forma importante en el esfuerzo de contar la historia desde aquellos puntos de fuga.

Las personas que aquí se nombran no responden a un esfuerzo exhaustivo de destacar las manifestaciones humanas en lógica creativa, pues pretenden ser solo ejemplos de dichas manifestaciones. Y ellas también son hijas de su tiempo. Dicho de otro modo, no son expresiones aisladas de la cultura, como excepciones que se escapan a la misma por una capacidad especial que no puede ser, por definición, compartida por el resto de la humanidad. Aprendieron de su tiempo esa capacidad para descubrir nuevas bifurcaciones. Estamos, en ocasiones, condicionados a creer que fueron espíritus privilegiados, inspirados por una fuerza no humana, y lo que logramos con eso es hacerle el juego a una cultura que pretende individualizar su propuesta hasta el punto de convertirlas en utopías, en el peor sentido de la palabra. Son hijos de la paradoja de la vida, que se expresa de forma permanente. La vida está siempre suscitando capacidad de adaptación en las dos lógicas en que se mueve: conservación y cambio, al margen de que determinada hegemonía esté facilitando o entorpeciendo el desarrollo de una de las dos fuerzas. La visibilidad social de una o de otra dependerá de su funcionalidad con la supervivencia.

Jesús de Nazareth -al margen de su condición divina, lo que es una creencia que no se discutirá en esta reflexión- fue también una persona que aprendió a leer su propuesta desde la vida. Y el análisis de su mensaje es pertinente en la medida en que tenga algo que decir al mundo de hoy, en la medida en que aporta a la deconstrucción de algunos de los imaginarios atávicos que hoy amenazan la vida, de la misma manera que las propuestas de Henry David Thoreau y León Tostói.

Jesús de Nazareth

Se plantea a Jesús en esta reflexión, desde una perspectiva histórica, como hijo de una familia pobre, campesina, artesana, predicador judío que vivió en el siglo I en las regiones de Galilea y Judea, que murió crucificado alrededor del año 30, bajo el gobierno de Poncio Pilato; asimismo, como una de las figuras más influyentes de la cultura occidental, referente fundante de diferentes nominaciones cristianas y reconocido como profeta en el Islam.

En ese sentido, se plantea cómo este Jesús histórico es expresión de una forma de pensar alternativa a la cultura hegemónica y, por lo tanto, expresión también de una sociedad humana que buscó y busca cuestionar y trascender los imaginarios atávicos sedentarios. Desde su sencillez profunda y contacto con el dolor humano, supo plantear salidas alternativas que aún hoy, en medio de la sensación de crisis que hemos vivido como humanidad, seguimos releyendo y buscando.

Es de resaltar la influencia importante del Sermón de la Montaña para varias de las personas que por sus acciones, sus escritos y sus reflexiones mantienen un protagonismo importante en esta búsqueda de nuevos referentes, simbolismos y significantes culturales. Para muchas de ellas aquí está la esencia del mensaje de Jesús, y apoyan en dicho mensaje sus posiciones, convicciones y propuestas. Tolstói y Gandhi son un ejemplo de ello. Para Martin Luther King, hijo del sincretismo religioso que realizó la población afro en América del Norte, el mensaje de Jesús, en su conjunto, tiene un peso mayor que incluye las dimensiones de la fe.

El Sermón de la Montaña plantea tres situaciones que han sido muy debatidas y que provocan todo tipo de reacciones: "si te dan en una mejilla, presenta también la otra", "si te quieren quitar la túnica, regala también el manto", "si te obligan a acompañar un kilómetro, acompáñalos dos", como ejemplos de no devolver al mal con mal.

El Sermón de la Montaña propone un método distinto para confrontar la violencia. Es algo así como: si te atacan con violencia, reacciona de una forma que tu agresor no espera, produciendo en él una sensación de desconcierto tal que el efecto de dicho desconcierto te proteja de su agresión y, de paso, transforme y reduzca su violencia, sintiendo profunda vergüenza de la misma. Esta estrategia del desconcierto no es otra cosa que reaccionar de forma no esperada frente a quien pretende imponerse a través de la violencia, y ha sido la fuente de muchas acciones políticas transformadoras.

La no resistencia al mal con violencia, de la que habló Jesús, tiene una cada vez más demostrada eficacia como mecanismo para deconstruir la violencia como método.

Normalmente, hemos construido un dualismo entre los procesos de transformación individual y los procesos de transformación colectiva o social. Al observarlos como dos situaciones distintas, pretendemos construir métodos diferenciados. Gandhi construye un continuo entre estas dos realidades, mostrando que los mismos métodos pueden ser útiles en ambas circunstancias, y que así como la estrategia del desconcierto funciona en las relaciones interpersonales, funciona también como estrategia política para reducir y manejar la violencia de los "fuertes". Y este método de dos mil años planteado por Jesús es recuperado, con una nueva mirada, del baúl de los imposibles.

Jesús propone la deconstrucción de la relación dualista amigo/enemigo que, como veíamos, es un imaginario fundamental de la cultura, y que legitima y ha legitimado las guerras y todo tipo de violencias. Propone como alternativa el método del amor, no como un gesto de bondad de quien lo siente, como se interpretó normalmente, sino como un método de transformación del opositor, coincidiendo con la conversión del adversario de la que habla Gandhi. Ejemplo de ello fue su metodología con Mateo, el recaudador de impuestos, percibido socialmente como aquel que no merecía más que el desprecio, el odio y el rechazo social. Contrariamente a lo esperado, Jesús se sienta a comer con él, ejemplificando cómo las relaciones entre pares son las que realmente transforman. De estas fuentes aprende Martin Luther King que al enemigo no hay que vencerlo, sino convencerlo. Para los luchadores por los derechos civiles en Nashville era muy importante lograr que el alcalde reconociese como injusta la segregación en las cafeterías, y lo hicieron a través de una presión que no lo agredía, para no fortalecer sus concepciones racistas. En una sociedad regulada por el odio a los enemigos, no sabemos muy bien qué puede significar la propuesta del amor a los enemigos.

El Sermón de la Montaña también es una oda a la fragilidad: Bienaventurados los pobres, los que lloran, los perseguidos, los que sienten misericordia o son capaces de sentir el dolor de los demás como propio, los que trabajan por la paz, los que sufren, los que tienen el corazón limpio; y a renglón seguido dice que de ellos es el Reino de los Cielos, que era la manera de llamar a la utopía en aquellas circunstancias de tiempo y lugar. Si Jesús hubiera vivido en estos tiempos hablaría de "otros mundos son posibles". Y hablar de los frágiles como los sujetos de otros mundos supone una ruptura con la idea de que los fuertes son los gestores por excelencia del mundo de lo humano y, de paso, con el predominio de la fuerza física como la mediadora fundamental en todo tipo de relación. Es recurrente en las historias que se narran de Jesús su reconocimiento de otro mundo posible construido desde la aparente fragilidad. Podemos observar que todo ello tiene relación con la "Ley de la influencia sutil" o el "Efecto mariposa" que aparece en "Las siete leyes del caos" (Briggs y Peat, 1999), en donde se habla del poder de la fragilidad, del poder de la periferia para transformar la realidad.

Para Jesús solo es posible imaginar un mundo distinto desde quienes tienen necesidad de él. De alguna manera, los fuertes tienen el mundo a la medida de como lo quieren e imaginan. Cuando dice que "es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos" (Mateo 19,24), se está refiriendo a la dificultad que tiene el querer e imaginar mundos mejores desde quienes se sienten satisfechos con el existente. No es gratuita la imposibilidad de acuerdos en las cumbres de la Tierra, pues en ellas se pretende que los fuertes sean capaces de promover cambios fundamentales en los estilos de vida que están lesionando seriamente el planeta, cuando tales estilos de vida son la base de su acumulación. El sujeto del poder de la transformación se desplaza, entonces, del centro a la periferia.

Jesús también plantea la ruptura de límites y fronteras, transformando una imagen del Dios de Israel -protector de su pueblo, escogido en exclusiva, que se pone de parte de él para que sus ejércitos violenten y destruyan a sus enemigos-, en el Dios Padre de todas y de todos. De aquí surge de forma creativa la idea de la fraternidad universal. Y él lo aprende de la mujer que lo tira de la túnica para que le ayude con su hija enferma. Muy posiblemente su molestia inicial es derrotada en lógica de desconcierto por esta mujer que casi le impedía caminar cuando, desde su perspectiva cultural, le dice que su misión se restringe a los hijos de Israel, porque "no se le puede echar la comida de los hijos a los perros", y ella le responde que también los perros comen de las migajas que se caen de la mesa, ayudándole a entender que un Dios amoroso no distingue las fronteras con las que hemos dividido la realidad, y Jesús aprende de la fe de esta mujer que la vida desconoce los límites, que estos son construcciones culturales propias del concepto de territorio.

Esa ruptura de fronteras pasa por transformar las relaciones de poder jerarquizado, a partir de proponer la fraternidad universal y las dimensiones horizontales del mismo poder. Dice el Nazareno: "El que quiera ser el primero, que sea el que más sirva" (Mateo 20, 26), transmutando las relaciones de obediencia y dependencia en relaciones de solidaridad. "Ya no los llamo siervos, sino amigos" (Juan 15,15), sugiriendo con ello la construcción de relaciones sociales entre pares, basadas en el reconocimiento del otro y de la otra como iguales.

Jesús también cuestiona el miedo como regulador social por excelencia. Para una sociedad regulada desde el temor a Dios, desde la sacralización de la vida social (intervención directa de Dios en todo tipo de normas), desde la autoridad incuestionable por ser de procedencia divina, prescindir del miedo a Dios, como regulador social, era casi que caer en la anomia social, en el caos colectivo. Desde esta perspectiva, era normal que los dueños del poder político y religioso leyeran a Jesús como una especie de anarquista que ponía en peligro los acuerdos colectivos que posibilitaban la vida en sociedad. Pocas cosas han cambiado en realidad. El imponer temor es una característica inherente al poder, porque hace creer que todo lo ve, que todo lo sabe, que es capaz de imaginar aun lo que no nos hemos atrevido a pensar, y porque tiene el poder y la autoridad para castigarnos sin sentir misericordia.

Jesús puso en entredicho la obediencia basada en el miedo al castigo y pretendió cambiar la percepción de Dios construida con base en una autoridad vertical que supedita sin cuestionamientos. La disposición de Abraham a obedecer es la obediencia que se espera, que no duda, entendida como la máxima expresión de fe y, de paso, de sometimiento. Y es tan importante esta relación del pueblo de Israel con su Dios, que todo lo malo que le sucede lo interpreta como consecuencia directa de un acto de desobediencia e infidelidad.

Entonces, a Jesús le da por decir que Dios es un padre amoroso siempre dispuesto a perdonar, que no exige ni pone condiciones para ello, y cuenta la parábola del hijo pródigo para dar a entender cómo debemos percibir a Dios. Y habla de un papá que cuando se entera de que el hijo equivocado vuelve, sale a recibirlo de nuevo como si nada hubiese pasado.

En lógica de Noviolencia, y más consecuente con el planteamiento de Jesús, en nuestros días viene desarrollándose y encontrando camino la justicia restaurativa o reparativa. Ella responde a la determinación colectiva de dar a quien se equivoca la posibilidad de enmendar su error. La diferencia fundamental está en que no pretende infligir dolor ni violencia, sino crear las condiciones para que sea posible reparar y/o restaurar, estableciendo una relación directa y consecuente entre el error cometido y la sanción establecida por el grupo social afectado. A ello se refiere Jesús cuando habla de perdonar "setenta veces siete" (Mateo 18, 21-22) como una manera de decir "siempre", siendo consciente de que la generosidad transforma más que el castigo. De esta forma, se propone el perdón, no como una virtud individual, como tradicionalmente se enseña, sino como un mecanismo de transformación de las sociedades.

Es fundamental deconstruir la legitimación de la violencia que se esconde detrás de los héroes y los mártires, porque ellos terminan convirtiéndose en símbolos que nos hablan sobre causas por las que vale la pena morir, y que las sociedades humanas convierten en razones por las que vale la pena matar. La idea de Jesús como chivo expiatorio que acepta la muerte violenta al saberse la víctima propiciatoria que permitirá la reconciliación entre Dios y la humanidad, tiene implícita una enseñanza: tan buena es la violencia, que hasta Dios la usa. De hecho, todavía se repite en la liturgia de las religiones de inspiración cristiana que por amor al mundo Dios entregó a su hijo para que redimiera nuestros pecados en la cruz. El mensaje implícito es claro: la violencia salva. De hecho, cuando un creyente ve una cruz, piensa en la salvación.

Consideramos que es fanatismo religioso cuando un musulmán decide autoinmolarse por una causa que considera buena y justa, porque ello lo llevará directamente al cielo; pero nos parece que es otra cosa cuando hablamos de nuestros héroes como aquellos que están dispuestos a morir por la patria, por defender nuestra civilización, y los ponemos como ejemplo máximo de entrega y sacrificio a los que hay que imitar. ¿Por qué es fundamentalismo lo primero y no lo segundo? Jesús no se entregó. La historia que se cuenta lo niega. En realidad, tuvieron que chantajear a uno de sus amigos para poder encontrarlo, porque estaba escondido. Por otro lado, sus palabras en la cruz que reclaman a Dios por su abandono, no se corresponden con quien ya sabía que esa era su misión. Esta teología ha convertido la forma en que murió Jesús en el centro de su reflexión, y poniendo en segundo lugar de importancia la forma como vivió, que es donde se encuentra la esencia de su mensaje. Sí es cierto que no se rebeló contra la violencia, que no respondió al mal con mal, que pretendió con su método desconcertar a quienes lo agredieron, que asumió las consecuencias de sus actos al cuestionar profundamente la cultura de su tiempo… lo que no significa querer ni buscar la muerte a través del martirio. A Jesús, en consecuencia, lo mataron; él no se entregó a la muerte.

En sociedades en las que aún son muy importantes las sacralizaciones, a pesar del camino andado por las miradas seculares, es fundamental deconstruir este tipo de símbolos, elaborando reflexiones desde la vida y no desde la muerte.

Henry David Thoreau

Acercarse a Henry David Thoreau supone necesariamente acercarse también al tema de la desobediencia en general y al de la desobediencia civil en particular. La primera es tan antigua como la vida humana, si tenemos en cuenta, como decíamos en el primer módulo, que responde a la lógica de cambio, la cual, junto con la lógica de conservación, son las dos grandes fuerzas de la misma. Lo cierto es que si queremos profundizar en este tema de la desobediencia civil hemos de acercarnos a Thoreau, pues él supo influir, con su práctica y su reflexión, en personas como León Tolstói, Mohandas Gandhi y Martin Luther King, Bertrand Russel, César Chaves, Petra Kelly, Aung San Suu Kyi, entre otras muchas personas del pensamiento y la acción en el siglo XX, y en las experiencias que a partir de ellos se han venido y se vienen sucediendo. No fue Thoreau un precursor de grandes gestas en cuanto no lideró en su tiempo movilizaciones sociales semejantes a las que inspiró después. Paradójicamente, Thoreau fue más bien un hombre solitario, de pocos amigos, pero profundamente consciente de la necesidad personal de desplegar todo su poder individual. Tal vez allí reside uno de sus aportes más importantes, como una evidencia del poder de la influencia sutil. Tampoco fue un militante orgánico de las luchas de su tiempo, en cuanto a que nunca hizo parte de ninguno de los grupos organizados contra el esclavismo o contra las guerras, tal vez dos de sus causas más importantes; pero sí fue un hombre muy comprometido: la abolición de la esclavitud fue el centro de reflexión de varios de sus escritos, y la ilegitimidad de las guerras fue una de las motivaciones más importantes en su texto Sobre el deber de la desobediencia civil (Thoreau, 1995). Ahora bien, sus inspiraciones no pasaron por la certeza de una lucha colectiva, sino por el convencimiento personal de obrar en consecuencia con sus convicciones, sin necesitar para ello de un reconocimiento social previo. Solo necesitó dejarse llevar por su profundo amor hacia la verdad y la justicia. Así se describiría su acción en lógica del caos que expresan Briggs y Peat (1999).

Aunque la obediencia haya tenido la preponderancia, la desobediencia ha sido la protagonista de los avances y cambios permanentes que ha registrado la historia, aunque haya sido y siga siendo tratada como un comportamiento inadecuado en el ámbito de lo social. Los mitos de los pueblos están llenos de protagonistas que deciden desobedecer el poder de los dioses, el poder de las autoridades, el poder de los fuertes en todas las dimensiones de la vida. Ejemplos: desobedeció Prometeo a los dioses, en la tragedia de Esquilo, con el fin de entregarles el fuego a los seres humanos; fue castigado con un suplicio eterno, pero su figura representa a un héroe que desafió el poder. Desobedeció Antígona a Creonte, en la tragedia de Sófocles, pues consideró que era su deber darle sepultura a su hermano Polinices, anteponiendo la ley natural a la ley humana. Pagó asimismo con la muerte su desacato, optando por el suicidio como una forma de escapar y denunciar la injusticia del rey. Desobedeció Jesús a muchas de las normas de su religión y de su tiempo, cuestionando las leyes que no estaban al servicio de las personas; también pagó con la muerte.

La medida de la libertad tiene una relación directa con la posibilidad de la desobediencia. No es sólo una discusión académica entre ley natural y ley positiva. Como dice Óscar Wilde, "la desobediencia, a los ojos de cualquiera que haya leído la historia, es la virtud original del hombre". La desobediencia, en la lógica de la teoría del caos, se constituye entonces en la acción fundamental de todo acto creativo. Muchas son las acciones que han ocurrido en la historia de estos últimos cien años, que no podrían ser comprendidas sin acercarnos a la significación de la desobediencia civil, dándoles nuevas interpretaciones y haciendo aún más importantes los aportes que dieron relevancia a la figura, a los actos y a las reflexiones de H. D. Thoreau (1995):

  • El mejor gobierno es el que menos gobierna. El mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto, y cuando los hombres estén preparados para él, ése será el tipo de gobierno que tendrán (p. 2). Argumenta que los gobiernos están al servicio de la evidente codicia de unos pocos, que son las que determinan sus acciones en contra del consentimiento de sus pueblos. Pone como ejemplo la guerra de Estados Unidos contra México (en el contexto de hoy, la guerra contra Irak sería un buen ejemplo de esta afirmación de Thoreau, pues el móvil real era el control de sus reservas de petróleo y, al menos en el caso de España e Inglaterra, sus gobiernos participaron en contra de la opinión mayoritaria de sus pueblos). También podría servir de ejemplo el tratamiento que la mayoría de los gobiernos han dado a la crisis económica de los últimos años: la codicia de los banqueros provoca la explosión de la burbuja especulativa, y los gobiernos deciden acudir en auxilio de aquellos con el dinero de todos, evidenciando que su función es proteger a los más fuertes. Para Thoreau, estas acciones deslegitiman a los gobiernos. 

  • La existencia de gobiernos muestra así con cuanto éxito puede someterse a los hombres, que llegan hasta el punto de someterse a sí mismos para su propio beneficio… Mas, para hablar en sentido práctico y como ciudadano, reclamo, no ya la ausencia de gobierno, sino inmediatamente un gobierno mejor. Que cada hombre haga saber qué clase de gobierno ganaría su respeto, y ése será un paso para obtenerlo (pp. 2, 3). Thoreau propone como alternativa la presión de la ciudadanía, como expresión del poder de la periferia, que exija y posibilite un gobierno mejor. Y supedita la ley a la justicia, que no es otra cosa que la expresión del juicio y del sentido moral de cada persona, pues la ley no ha sido capaz de construir sociedades más justas. El juicio moral se escapa de la normatividad, que pretende su obediencia a través de la coerción. Y pone como ejemplo las instituciones militares, que prescinden de la humanidad de sus miembros en cuanto seres capaces de emitir su propio juicio, y los utiliza como máquinas al servicio de los intereses mezquinos de unos pocos. 

  • No es tan importante cultivar el respeto por la ley, como cultivar el respeto por la justicia. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que creo justo… La ley nunca hizo a los hombres un punto más justos; y, gracias al respeto que se le tiene, hasta hombres bien dispuestos se convierten en agentes de la injusticia… (p. 4). El Estado, como casi todas las instituciones, reconoce y valora positivamente al obediente, al que acepta las normas sin emitir ningún juicio sobre ellas, porque estamos educados para acatarlas.

El dicho popular lo confirma: "la ley es dura, pero es la ley", es un brocardo procedente de la conversión de las normas orales en escritas y que ha pasado a nuestro común acervo como verdadero; o aquel que afirma que "el que manda, manda, aunque mande mal", con el propósito de legitimar la existencia de los gobiernos o la autoridad como un bien per se. En consecuencia, castiga, somete o les niega los derechos que les corresponden a aquellos que se atreven a cuestionar su construcción legal. Thoreau se reserva el derecho a objetar y a desconocer a una institución que se deslegitima por sus actos contrarios a la moral.

No deja de ser una paradoja que un hombre que cuestionó el poder y sus métodos haya logrado trascender en una realidad conquistada por la real politik, que considera romántica y utópica esta posición.

  • ¿Cómo le conviene comportarse a un hombre con este gobierno americano hoy? Respondo que no puede asociarse con él sin deshonra. Ni por un instante puedo reconocer como mi gobierno a esa organización política que es también el gobierno de los esclavos (p. 5) Socialmente hablando, esta postura es considerada inconveniente, pues reduce el espacio de acción del poder político que, de forma importante, se apoya en el uso y abuso de la fuerza, mientras logra demostrar con verdades parciales la conveniencia de unos fines que deben ser conseguidos con la utilización de cualquier medio.

Las reformas económicas suelen consistir en reducir los ingresos de los que menos tienen y, con ello, su poder adquisitivo, para lograr entonces dinamizar la economía e incentivar el crecimiento. Con esta motivación y a modo de ejemplo, en Colombia, en el año 2002 se aprobó una ley que redujo el valor de las horas extras y aumentó la jornada laboral. Su justificación política: reducir el desempleo. En poco tiempo, aumentaron las utilidades de las empresas, pero el porcentaje de los desempleados siguió creciendo. A pesar de los resultados contrarios, se insistió en la medida con la certeza de que a más largo plazo se lograría lo pretendido. El imaginario que sostiene estas expresiones sociales consiste en socorrer a lo más fuertes, porque son ellos los llamados a soportar a los más frágiles.

Thoreau (1995) cuestiona la utilización de cualquier medio, incluso en el caso de que ello tuviese como consecuencia la destrucción del Estado. El medio al que normalmente recurre la sociedad consiste en apoderarse de la tabla del náufrago:

  •  Si he arrebatado injustamente una tabla a un náufrago, debo devolvérsela aunque yo mismo me ahogue. Esto, de acuerdo con Paley, sería inconveniente. Pero quien salvase su vida en un caso así, la perdería. Este pueblo debe cesar de mantener esclavos y de hacer la guerra en México, aunque ello le cueste su existencia como pueblo (p. 6).

Este autor reclama la existencia de personas que se atrevan a reclamar la presencia y guía de la bondad absoluta, sin importar su número, porque no es una cuestión cuantitativa. Detrás de los números que muestran las encuestas se apoya todo tipo de inequidad y abusos de poder. La opción ética no es un asunto de opinión mayoritaria, en un mundo que se mueve con facilidad hacia las salidas violentas y las guerras, porque sigue creyendo que la violencia es un método bueno y útil para que el bien acabe o someta al mal.

El rechazo a la institución del Estado, por parte de Thoreau, no responde solo a que esa institución desconoce a la ciudadanía que la sostiene y legitima, sino también a que la exime de responsabilidades con respecto a las decisiones que toma. Es común encontrar gente que reniega de la guerra y de los métodos del Estado, pero no se siente corresponsable al mantener una institución que obra de manera tal.

  • Así en el nombre del orden y del gobierno civil, al final nos han hecho a todos sostener y rendir homenaje a nuestra propia mezquindad. Tras el primer rubor del pecado llega la indiferencia; y de inmoral se convierte, por así decirlo, en amoral, y no poco necesario para la vida que nos hemos organizado (p. 9). Thoreau propone, entonces, la negativa a colaborar con la injusticia, legitimando la objeción de conciencia como una actitud que revalora y dignifica las opciones individuales, al margen de la influencia política y social que ellas puedan tener. La división que hacen los analistas y académicos entre objeción de conciencia y desobediencia civil responde a la necesidad de separar el mundo de lo privado y de lo público. La Noviolencia, como ya lo decíamos, intenta construir un continuo entre estos espacios, deconstruyendo este dualismo y admitiendo que no hay nada que sea solo privado, pues lo más individual es también una construcción social, ni nada que sea solo del espacio de lo público o lo político, pues ello tiene consigo, de alguna manera, el aporte de las subjetividades que lo componen. 

  • Bajo un gobierno que encarcela injustamente a alguien, el lugar apropiado para un hombre justo es también una cárcel. Hoy el lugar adecuado, el único lugar que Massachusetts ha provisto para sus espíritus más libres y menos desalentados está en sus prisiones, para encerrarlos y separarlos del Estado por acción de éste… (pp. 12, 13). Thoreau propone atravesarse en medio de la maquinaria social para constituir lo que llama una mayoría de uno. Propone también ejercer cada cual su propio poder, allí donde puede, como metodología de transformación social. La premio Nobel de Paz, Aung San Suu Kyi, en Birmania, es también un ejemplo paradigmático actual de la propuesta de Thoreau. Durante seis años fue confinada a arresto domiciliario por oponerse al régimen militar en ese país.

La noche que Thoreau pasó preso en la cárcel de su ciudad le sirvió para evidenciar que no era posible encarcelar su espíritu, confirmando su sentido profundo de libertad, que trasciende los barrotes y las paredes construidas para someter los cuerpos de quienes se atreven a desobedecer, barrotes incapaces de apresar sus opciones y decisiones vitales.

  • La autoridad del gobierno, incluso un gobierno como al que estoy dispuesto a someterme… no puede tener más derechos sobre mi persona y mi propiedad que el que yo le conceda (p. 17). Y devela que es un poder delegado lo que se esconde detrás del poder de los que se llaman a sí mismos poderosos, que tal poder no existe sin el consentimiento y la aceptación del dominio por parte de la ciudadanía, que se puede deshacer como la sal en el agua en cuanto esta se haga consciente de ello y lo reclame. Que ese poder centralizado se alimenta y se fortalece con la obediencia, con la servidumbre voluntaria y, por eso mismo, necesita amenazar y someter por el miedo a todo aquel o aquella que pretenda desconocerlo, porque la desobediencia empieza por evidenciar y descubrir que la omnipresencia del poder no es real, que es una construcción subjetiva, que puede ser cambiada y transformada. 

  • Las instituciones como la Iglesia, el Estado, la Escuela, la Propiedad, etc. son fantasmas ceñudos y espectrales como Moloch y Juggernaut debido a la ciega reverencia que se les presta… El único bandolero que he encontrado era el propio Estado. Cuando me he negado a pagar el impuesto que exigía por la protección que yo no quería, él mismo me ha robado. Cuando he defendido la libertad que él declaraba, me ha encarcelado (p. 24). Thoreau comprende que la práctica de la libertad hace innecesarias las instituciones que hemos creado para que supuestamente nos protejan y que, entonces, se puede vivir sin depender de ellas, dedicándoles la menor cantidad posible de nuestros pensamientos.

Y la libertad empieza y pasa por romper y cambiar las costumbres que nos apresan y condenan a la no vida y también a la muerte. En los términos que hemos venido utilizando, Thoreau nos reta a cambiar esos imaginarios culturales que impiden hoy no solo la vida en libertad, sino también la vida sin adjetivos. Thoreau (1995) termina su reflexión atreviéndose a pensar que podemos imaginar y construir otras formas de gobierno; que no es un destino funesto lo que hoy vivimos; que unas nuevas instituciones deben partir de reconocer las dimensiones horizontales del poder; que no es la sumatoria de individuos lo que construye una autoridad alternativa, sino el reconocimiento y la implantación de los derechos de todos los seres humanos y, en concordancia, con su reflexión en Walden (1854), de todos los seres vivos. Thoreau sigue repitiendo aún hoy que nadie está obligado a obedecer en contra de su conciencia, que una ley que obliga a traicionar las convicciones personales debe ser desobedecida. Y este hombre que hizo todos sus planteamientos desde una visión de sí mismo, desde sus derechos como persona individual, sigue siendo recogido por un presente que necesita con urgencia encontrar nuevos caminos que posibiliten otra vez la vida.

Sus reflexiones fueron integradas y recogidas unos años después por León Tolstói en la convulsionada Rusia de los zares. Hay quienes dicen que los fines de siglo se convierten en un esfuerzo reflexivo de las sociedades humanas por condensar aquellos pensamientos que nos han de impulsar por otros cien años. De alguna forma, esto fue lo que hizo Tolstói con las reflexiones de Thoreau.

León Tostói

El Tolstói pacifista es, de alguna manera, el resultado de tres experiencias que marcaron su existencia: su paso por el ejército, que lo adentró en la reflexión sobre los misterios y las tragedias de la vida; su opción religiosa, a la que llegó después de una profunda crisis existencial que lo puso al borde del suicidio, inspirada en la lectura directa del mensaje de Jesús, y su profunda capacidad de aprender de la gente más sencilla, con quienes se acercó a conocer más de cerca las muchas sectas cristianas de los campesinos rusos, enemigos de la Iglesia oficial y perseguidos por ella.

Por sus posiciones con respecto al Estado y a las instituciones religiosas, Tolstói fue catalogado como anarquista, pero dio un paso al frente con respecto a las teorías anarquistas de su tiempo, al imponerse una condición ética, guía de toda posible acción, inspirado en la máxima evangélica de la no resistencia al mal, es decir, el no responder al mal con violencia. Su opción de fe toma distancia de aquellos elementos que sacan a Jesús de Nazareth del contexto de los seres humanos y desvirtúan su mensaje al convertirlo en una propuesta suprahumana. Piensa que en el Sermón de la Montaña hay claves para superar las guerras, la injusticia y la violencia de la sociedad.

Es desde el mandamiento de Jesús que él cuestiona la legitimación social de la violencia. Para Tolstói, la sociedad ha ido construyendo excepciones al mandamiento de la no resistencia al mal con violencia, empezando por la Iglesia que dice representarlo. Analiza tres justificaciones: a) la violencia se encuentra admitida en el Antiguo Testamento; b) dado que existe la maldad, el bien tiene derecho a utilizar la violencia para defenderse, y c) el derecho y el deber de la legítima defensa contra los agresores. A esto, Tolstói (2010) responde: Si Dios permitiera usar la violencia contra los malvados, dado que es imposible encontrar una definición justa e inequívoca para distinguir al malvado del no malvado, las personas empezarían a acusarse mutuamente de serlo, cosa que sucede en la actualidad (p. 51). Ni siquiera el peligro es una justificación válida, pues a él se ha recurrido para legitimar todo tipo de violencia, incluida la muerte de Jesús, que fue considerado un peligro para la sociedad en la que vivió.

Sus consideraciones no se agotan en la reflexión religiosa, pues son profundamente éticas y ponen en tela de juicio las justificaciones que la cultura ha ido elaborando alrededor de la violencia:

Entra de lleno a cuestionar esa frágil frontera entre el bien y el mal que ha permitido que las sociedades humanas hayan legitimado todo tipo de asesinatos, incluido el asesinato masivo de la guerra. Todo sería más fácil si existiese una conciencia de maldad en quienes ejercen la violencia, si pudiesen ser catalogados como mentes enfermas que, producto de su enfermedad, llegan a realizar estos actos que nos indignan. Pero la maldad es insuficiente para explicarlos y, más aún, para superarlos.

Al ser interrogados unos psicoanalistas sobre la personalidad de los torturadores en la Argentina de la dictadura militar en la década de los 70, ellos afirmaban que eran individuos, por paradójico que nos pueda parecer, profundamente normales: padres de familia ejemplares, amorosos con sus hijos, buenos amigos y buenos ciudadanos. Ni siquiera se trataba de una esquizofrenia que pudiese permitirnos una explicación por desdoblamiento de personalidad. Es posible que haya en el fondo un imaginario atávico anterior a cualquier opción moral o religiosa: la obediencia a la autoridad está primero que cualquier consideración de otra índole.

En consecuencia, no ha sido posible que reconozcan el error en el que han incurrido: las torturas, las desapariciones, el dolor infligido. Ya viejos y achacosos, siguen presentándose ante los tribunales que los enjuician con la misma soberbia que suele dar la certeza del deber cumplido y con la tranquilidad de conciencia que les confiere el haber hecho lo que tenían y debían hacer. Obedecían no solo a quienes les daban órdenes, sino también a sus propias certezas, a su propia verdad interiorizada e incuestionable, revestida de poder: el bien de la patria, que pasaba por el mantenimiento del orden establecido.

Para Tolstói, es irreconciliable el precepto evangélico de la no resistencia al mal con violencia, con la existencia de una institución como el Estado, basada en todo tipo de violencias. Tolstói consideró que el Estado ni siquiera es una organización social basada en el derecho, sino en el uso indiscriminado de la fuerza y la violencia al servicio de unos pocos, y que su legitimación, sustentada en el supuesto acuerdo de la ciudadanía que lo compone, no es sino un disfraz de su verdadero sentido.

Escribió que todo Estado dice de sí mismo que es una institución encargada de velar por el bienestar y la felicidad de sus integrantes, a cambio de lo cual exige el fruto de su trabajo y su disponibilidad para formar parte del ejército que habrá de defenderlos, cuando en realidad lo que hace es robar toda expresión de libertad y de conciencia a sus ciudadanos, enseñándoles a matar para que contribuyan a la conservación de su poder y su dominio.

En ejercicio de su propia libertad y de su conciencia, Tolstói afirma que él no necesita del Estado porque no está dispuesto a hacer parte de las acciones que este necesita para existir, porque se reconoce en todos los seres humanos y no necesita diferenciarse de ellos -desconociendo las fronteras como justificación de las guerras-, porque no está dispuesto a pagar impuestos para sostener unas instituciones que rechaza -porque generan violencia e injusticia-, y porque no está dispuesto a participar en ninguna guerra contra ningún pueblo ni contra su propio pueblo.

Considera que el argumento de la dominación de los malvados por parte de los buenos que están en los gobiernos es una verdad que hay que demostrar, porque la dominación no se puede ejercer sin humillar, sin mentir, sin violentar, y sin instituciones adecuadas para ello. Y es esa misma violencia la que deslegitima, desde su punto de vista, toda la parafernalia estatal montada sobre la supuesta necesidad de defender a la ciudadanía de la maldad. Para él, la bondad renuncia a la violencia y ama a los enemigos. Tolstói plantea, entonces, que el cambio y la transformación de la sociedad no puede venir de una institución como el Estado, mecanismo de violencia y dominación, sino de lo que él llama la "opinión pública", que define como una fuerza invisible e intangible, resultado de todas las fuerzas espirituales de ciertas agrupaciones de hombres y de la humanidad entera (Tolstói, 2010, p. 297).

Tolstói considera que, a pesar del evidente sometimiento voluntario de las personas a la violencia estatal, esta misma violencia terminará por deslegitimar esa institución. Este contagio social del que habla es muy parecido a lo planteado en el experimento del centésimo mono (véase Anexo 1). Tolstói habla de transformaciones culturales profundas, producto de la evidencia destructiva de la violencia, que en manos de los Estados ha llegado a amenazar la continuidad de la vida, a través de la subordinación de los intereses generales a intereses particulares, que ha destruido el tejido social y ha producido profundo dolor en la vida de la gente.

El Estado es solo una expresión más de las lógicas culturales que nos domestican. Hay pequeños Estados en cada uno de nosotros, que siguen sometiendo aquellas dimensiones personales socialmente consideradas expresiones de fragilidad, y utilizando la violencia como mecanismo de control de lo llamado femenino. Hay estructuras de poder, similares a los Estados, en el interior de la institución familiar, en donde las normas son impuestas por los adultos y se interioriza la obediencia incondicional. Las instituciones religiosas y civiles responden a la misma lógica, y en ellas se promueve la supeditación ante quien personifique el poder, haciendo uso de violencias disfrazadas para lograrlo. No es pues gratuito que los seres humanos aceptemos el Estado y sus violencias, cuando nuestra realidad cotidiana es un reflejo del mismo. El dualismo entre lo privado y lo público sigue siendo una fuente de reproducción de las estructuras que quisiéramos cambiar. Tolstói habla del estado hipnótico en el que se encuentra la sociedad y que la hace incapaz de revisar y juzgar sus propios actos, obedeciendo inconscientemente a unas formas de hacer y de pensar que ha interiorizado en su proceso de socialización.

En consonancia con Thoreau, Tolstói planteó la necesidad de objetar la violencia desde una posición de conciencia personal, que no puede ser delegada en intereses de grupo y, menos aún, en los intereses particulares de poder expresados en el Estado. Tolstói entendió que las reflexiones de Jesús de Nazareth planteaban alternativas y búsquedas que las sociedades humanas aún no habían recorrido, construyendo una relación de complementos entre lo privado y lo público, entre las transformaciones individuales y las que se necesitaban en el campo de lo social y político para conseguir la justicia y la equidad. Tolstói considera fundamental la desobediencia a cualquier llamado a engrosar las filas del ejército, en concordancia con la norma espiritual y ética que invita a "no matar".

Cabe resaltar, por último, la profunda capacidad de transformación que Tolstói le concede al desobedecer, por razones de conciencia, al Estado y todas las instituciones que se apoyan en la violencia como el asesinato legal. Su reflexión sobre la opinión pública, como ya lo vimos, es un aporte a la fuerza de transformación.

Gandhi y la lucha por los derechos civiles en EE.UU.: aportes a la cultura emergente de la Noviolencia

Las expresiones individuales y colectivas que han procurado las transformaciones de la cultura sedentaria han estado presentes en toda la historia de la humanidad, las estrategias de la Noviolencia tampoco son exclusivas del siglo XX ni pueden ser restringidas a la experiencia gandhiana. Ya lo dice Pontara en su libro La antibarbarie – La concepción ético-política de Gandhi en el siglo XXI (s. f.), refiriéndose a la afirmación de Gandhi "la Noviolencia es vieja como las montañas" (p. 18).

Gandhi recogió de forma creativa esta sabiduría humana y la puso en práctica como estrategia política de transformación, reflexionando de forma sistemática sobre ella y aprendiendo de la misma a través de su experiencia contra la discriminación en Sudáfrica, y su lucha y la de su pueblo contra el imperialismo inglés en la India. Fue un aprendizaje progresivo que consignó en su autobiografía "Mis experimentos con la Verdad" (s. f.).

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