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La cultura como mecanismo de adaptación de los seres humanos


Partes: 1, 2, 3, 4, 5
Monografía destacada
  1. La fuerza de la conservación y la fuerza del cambio: fuerzas de la vida
  2. La cultura como cuenco y sistema cerrado
  3. La cultura como sistema abierto
  4. Del nomadismo al sedentarismo: el sedentarismo, otra forma de leer la realidad
  5. Retrato del experimento de El centésimo mono, de Ken Keynes Jr., aparecido en la obra Lifetide, del biólogo Lyan Watson, publicada en 1979
  6. La vida está en peligro: el problema es el cuenco
  7. La crisis civilizatoria: crisis de los referentes culturales que sostienen la cultura hegemónica
  8. Precursores de "un mundo diferente": Jesús de Nazareth, Henry David Thoreau y León Tostói
  9. Gandhi y la lucha por los derechos civiles en EE.UU.: aportes a la cultura emergente de la Noviolencia
  10. La lucha por los derechos civiles en EE. UU.
  11. Discurso de Martin Luther King leído en las gradas del Lincoln Memorial durante la histórica Marcha sobre Washington
  12. Aportes a la cultura emergente de la no violencia
  13. Matices y tonalidades al educar para la paz
  14. Posludio

La cultura, entendida como un mecanismo de adaptación mediante el cual los seres humanos han construido histórica y socialmente las capacidades de adaptación y sobrevivencia, se remonta a la aparición de la raza, la sapiens-sapiens, hace 100.000 años, como resultado de las fuerzas que impulsan el universo y, por lo tanto, las que impulsan la vida sobre el planeta hace unos 3.500 millones de años, aproximadamente.

La construcción de la cultura es entonces un elemento que determina a los seres humanos de forma distinta de los demás seres vivos. Sin embargo, esta determinación no le concede características naturales a la cultura como algo inmanente a los seres humanos, sino a la necesidad de hacer una construcción cultural para poder sobrevivir, porque sin ella no se garantiza la vida.

Las características de la cultura son adaptables, cambiantes y definidas por seres históricos y procesos concretos en condiciones medioambientales y frente a retos específicos. En este sentido, la cultura es el conjunto de construcciones históricas y sociales que han posibilitado la supervivencia de nuestra raza (Álvarez, 2005).

La construcción de algunas de estas capacidades de adaptación a los medios planteados por las diversas circunstancias geográficas y ambientales de la vida del planeta, se han incorporado a los códigos genéticos determinando el color de la piel, de los ojos, del pelo, sin que hayan significado mayores diferencias entre los hombres y mujeres de hoy respecto de aquellos grupos que lograron sobrevivir a la extinción en los albores de la humanidad, aunque sí existen diferencias en sus culturas.

Hay construcciones culturales que en un momento determinado sirvieron a la vida y hoy pueden amenazarla, entrando en un proceso de deslegitimación social. La cultura como construcción social, en permanente cambio, es histórica, no es una unidad monolítica y está formada por un conjunto de imaginarios y significaciones sociales que van dándole sentido a las acciones humanas.

Esos imaginarios y significaciones sociales son diversos, sin embargo, se han configurado algunos de esos imaginarios y significaciones como centrales en la cultura y que han trascendido la historia: se trata de los imaginarios atávicos. Entendiéndose por estos aquellos imaginarios que han surgido en relación directa con la vida y que son aprendizajes colectivos que se trasmiten, que se heredan, que se mantienen y reproducen.

La fuerza de la conservación y la fuerza del cambio: fuerzas de la vida

Las culturas, en tanto construcciones históricas y sociales, son cambiantes como el medio en el que la vida se desenvuelve, sin que esto signifique un proceso consciente y voluntario. Al mismo tiempo, las culturas desarrollan la capacidad de conservarse y permanecer, porque provienen de aprendizajes necesarios para sobrevivir.

En este punto, como muy seguramente en el trascurso de los 100.000 años de vida de la humanidad, nos encontramos impulsados, ante la fuerza de protección de la vida, a realizar profundas transformaciones en algunos de los imaginarios culturales que la han sostenido y a resistir pertinazmente a conservarlos al mismo tiempo, como producto del miedo y de la incertidumbre que supone el cambio.

Si la fuerza de la cultura lograse acallar los avisos de la vida, la especie humana estaría en inminente peligro de extinción. La dependencia cultural ha distraído probablemente nuestras capacidades genéticas para sobrevivir, desconectándonos de la vida. Pero la fuerza de la vida que nos interpela a protegerla no es exclusiva de los seres humanos, sino que la vida misma tiene la capacidad de autoprotegerse como lo evidencian experimentos y descubrimientos que la ciencia ha hecho sobre ella.

La conservación y el cambio son dos fuerzas aparentemente antagónicas que se complementan: conservamos aquello que posibilita la vida y cambiamos lo que la impide o amenaza. Nos encontramos, entonces, viviendo esta profunda paradoja entre la necesidad de cambiar y las resistencias pertinaces de la cultura a abandonar aquello que ha sustentado la vida durante tanto tiempo.

En este camino, ya es un avance que estemos diferenciando entre la capacidad humana para construir cultura y las características concretas, históricas y sociales de la misma. Confundir estos dos momentos nos ha llevado al error de "naturalizar" los imaginarios atávicos como una forma de garantizar su continuidad, dándoles características de inmutabilidad, como si respondieran a la existencia de leyes que definieran la naturaleza humana y el devenir histórico, de la manera que estas formas culturales que permiten la sobrevivencia, o los imaginarios atávicos, se camuflan tras el manto de verdades inmutables por su conexión directa con la vida, fortaleciendo su resistencia a ser cambiadas, porque la vida misma depende de su conservación.

La cultura como cuenco y sistema cerrado 

La cultura se ha construido a partir de imaginarios y significaciones. Los imaginarios atávicos surgen en un momento de amenaza para la vida y terminan configurándose como disposiciones o leyes sobrenaturales o extraordinarias que de alguna manera garantizan su permanencia y aceptación social, y es lo que llamamos mitos. Los mitos no son otra cosa que las construcciones sociales e históricas que han adquirido especial relevancia en el universo simbólico de los pueblos.

Detrás de los mitos se encuentran creencias que han procurado la aceptación social de las normas, como fuente oculta que ha coincidido con las percepciones de la divinidad y que en esta conexión de la sacralidad ha naturalizado la cultura.

La conexión con la divinidad ha contribuido a comprender el sentido de la vida que está inmerso en la misma y los imaginarios que la componen, su trascendencia, que no es otra cosa que la construcción humana, que se corresponde con su inmanencia, entendida como la capacidad de autoprotección y posibilidad de continuidad.

No es posible la realidad si no existen significaciones a través de las cuales entenderla: de alguna manera son los símbolos socialmente aceptados los que le dan la forma de cuenco cultural en el que se han de leer e interpretar los sucesos de la vida misma. Cuando los hechos cambian y los mitos continúan siendo esencialmente los mismos, es decir, sus significaciones no se transforman, terminamos haciendo interpretaciones iguales de circunstancias históricas distintas.

Es entonces la cultura como un cuenco. Una realidad delimitada y un universo cerrado de significaciones. De alguna manera, la cultura es una especie de contenedor en el que se vierte la realidad, determinando sus comprensiones, alcances y limitaciones, así como las interpretaciones que se hacen de la misma y sus niveles de significación.

La cultura es el cuenco: significaciones, mitos, imaginarios y la realidad constituyen el líquido que se deposita en él. Por lo tanto, toma la forma del cuenco y se delimita por este, con pocas posibilidades de transformarse, de tal manera que cuando los cambios no logran transformar los imaginarios atávicos, estos terminan siendo leídos desde las significaciones ya existentes.

Cambiar el cuenco de la cultura supone construir "nuevos mitos" capaces de demostrar su capacidad para proteger la vida o llenar de significaciones los mitos existentes, desde los retos históricos del momento. Entonces, los imaginarios atávicos que definen la estructura del cuenco cultural son transformables a partir de la evidencia de una "crisis civilizatoria", es decir, de una necesidad inaplazable de proteger la vida de otra forma.

La cultura como sistema abierto 

Si bien la cultura como cuenco es un sistema cerrado, la cultura al mismo tiempo es un sistema abierto y en permanente transformación: de nuevo las fuerzas de cambio y de conservación en constante interacción, conformando lógicas aparentemente opuestas, pero profundamente complementarias.

La realidad para los seres humanos está formada por las percepciones que tienen de la misma, definidas por un conjunto de significaciones. Pero estas se clausuran y se tornan heterónomas cuando se institucionalizan, perdiendo su flexibilidad y su apertura a nuevos significados, su capacidad para crear nuevos mundos.

Es entonces cuando la "sacralización" de las expresiones culturales, a la que nos referíamos anteriormente, se puede pervertir si dichas expresiones se desconectan del cuidado de la vida y se mantienen solo con el argumento de haber sido dictadas por una divinidad; su intervención deja de ser consecuente con la vida y se torna fundamentalismo, verdad suprahistórica que se legitima por sí misma y no en función de la conservación vital.

La imagen del cuenco nos es útil para legitimar la permanencia y reproducción de determinados imaginarios y significaciones: fuera de él solo existe el caos, entendido como una situación que amenaza por principio toda posible continuidad, el campo amenazante de lo incierto. Y a dicha reproducción contribuyen todos los individuos que forman parte de un universo cultural, en la medida en que todas las instituciones sociales responden a su lógica, no siendo ellas solo el resultado de sí mismas, sino también la concurrencia de todo tipo de relaciones, desde las más privadas hasta las más públicas, desde lo más cotidiano hasta lo más político.

Sin embargo, al tiempo que se dan estas condiciones para garantizar la reproducción cultural de los imaginarios dentro de unos límites aparentemente infranqueables, paradójicamente también podemos evidenciar que el "cuenco cultural" hace aguas por todas las esquinas, posibilitando puntos de fuga que escapan a toda planeación y que sugieren y van conformando (en gerundio) nuevos mundos, en una lógica emergente.

Esta capacidad está siempre presente, siempre está obrando, pero se manifiesta de manera más evidente cuando hay una crisis de especiales proporciones. Son estos puntos de fuga los que garantizan el carácter abierto de la cultura y que se expresan especialmente en los espacios de la periferia social.

El cambio suscitado a partir de una situación percibida como punto de quiebre tiene siempre unos niveles impredecibles y se mueve en el campo de la incertidumbre. Acostumbrados como estamos a las planeaciones y a los marcos lógicos (que intentan hacernos creer que la realidad es manipulable si utilizamos los medios racionalmente ordenados en la búsqueda de resultados con sus respectivos indicadores), esta mirada del cambio no logra tener suficiente cabida ni reconocimiento. Seguimos empeñados en creer que los problemas se resuelven en la relación directa causa efecto.

Moverse en el campo de lo incierto necesita un permanente estímulo de la creatividad porque supone imaginar lo que no existe, o lo que se necesita y se presiente. Los gobiernos de cualquier tipo tienen como objetivo regularlo todo, reglamentarlo todo, lograr que la ciudadanía interiorice que todo está prohibido menos lo que está permitido, y el indicador de logro está dado por llegar a manejar todos los aspectos de la vida de los ciudadanos. Eso supone un esfuerzo sistemático de regulación de las personas en la cotidianidad. El Estado es ejercido en la familia por los padres y su necesidad de controlar la vida de los hijos. La escuela es otro espacio en el que se repite el esquema. La religión y los ritos que la acompañan se introducen incluso en la intimidad de las personas para definir allí lo que está bien y lo que está mal.

Sin embargo, a pesar de este trabajo social tan sistemático, la creatividad no logra ser regulada, porque responde a la lógica de cambio de la vida. A pesar de los esfuerzos por lograr que los individuos interioricen la obediencia a las normas, establecidas en todos los ámbitos de la vida social, como lo bueno, lo deseable, lo positivamente reconocido, el bien deseado por Dios, las personas terminan desobedeciendo y aprendiendo que ello es una de las medidas de la libertad.

La creatividad no surge solo en el pensamiento sino que se expresa también, y de forma definitiva, en formas de hacer. Cambiar la mirada de la realidad y de los imaginarios con los que la leemos parte también de evidenciar que nuevas formas son posibles porque ya se "hacen" en diferentes espacios de la vida de la gente. Ello ha venido a revalorar la cotidianidad como espacios de poder, porque de hecho es el espacio de construcción de cultura por excelencia; es allí donde se aprenden y se interiorizan tanto la repetición de lo existente como las nuevas formas de hacer.

Estos imaginarios nuevos se expresan más en la creación de lo nuevo que en la confirmación o la contradicción, y por ello conforman un mundo distinto más que un mundo opuesto. Se debaten en la paradoja de la continuidad y de la ruptura, porque lo que nace guarda relación con lo que lo engendra, pero está siempre abierto a posibilidades inesperadas y creativas. Lo primero, evita la satanización de lo existente. Lo segundo, permite trascender las fronteras establecidas como inamovibles.

Del nomadismo al sedentarismo: el sedentarismo, otra forma de leer la realidad 

El tránsito de la cultura nómada a la cultura sedentaria significó una revolución profunda de los imaginarios que sustentaban el quehacer humano, y que los cambios allí construidos son todavía la esencia de los imaginarios atávicos que definen la cultura hegemónica de hoy.

Este tránsito del nomadismo al sedentarismo seguramente se dio entonces como ahora, en un momento de amenaza a la vida: el dilema entre cambiar o vivir.

Tomar como referencia cultural este proceso largo y ya lejano en el tiempo, en el que parte de los seres humanos iniciamos el camino de transformar nuestra relación con el mundo a través de una mirada distinta o, más bien, desde una ubicación espacial diferente, nos permitirá rastrear las formas culturales que hoy son hegemónicas; porque, como iremos viendo, muchos de los pretendidos cambios que hemos intentado desde entonces, sólo han supuesto la construcción de nuevas formas de legitimación de idénticos imaginarios culturales.

Hasta hace unos 10.000 años, todos los grupos humanos eran nómadas y vivían de la recolección, de la caza y de la pesca, desplazándose de forma permanente en busca del alimento necesario para la subsistencia. Su organización social, sus costumbres, sus creencias y sus mitos respondían a esta necesidad. Durante 90.000 años, es decir, el 90 % de la existencia de la especie, las culturas dependieron de las condiciones y los retos propios de esta forma de vivir.

Algunas características comunes a las culturas que se gestaron en este largo periodo de la humanidad son:

La lógica hegemónica, por cuanto de ella dependía la vida, era la fuerza de cambio, como aquello que nos posibilita una lógica cultural abierta a la contingencia, a la incertidumbre permanente y al cambio permanente, en la medida que los retos eran cambiantes para la supervivencia, se requería una capacidad de adaptación.

El concepto de territorio era móvil, como aquellos espacios por cuales se desplazaban los grupos en busca de alimento, basando sus identidades colectivas en las pertenencias familiares o de clan, y no en los límites y las fronteras.

Los colectivos eran pequeños clanes familiares en desplazamiento permanente, y su supervivencia dependía en gran medida de la fertilidad de las mujeres, como de la fuerza física de los hombres. La caza, la pesca, la recolección eran tareas distribuidas entre hombres y mujeres, niños y niñas, según los peligros, las necesidades y los desplazamientos. Siendo todas tareas y con ellas la fertilidad femenina necesarias para la supervivencia, no tenían posición jerárquica en el grupo, lo cual nos puede hacer pensar que existieron sociedades más equitativas en sus relaciones de género.

El ejercicio del poder, se puede inferir que estuvo basado en estructuras más simples y menos jerarquizadas, en tanto dependían de la dinámica de clan y de las relaciones como grupo; la autoridad tenía un fácil reconocimiento.

No existían actividades de acumulación, el desplazamiento o viaje continuado lo impedía. Acumular era innecesario y no existía el concepto de trabajo. La naturaleza proveía lo necesario para vivir y, por lo tanto, había que tomar de ella sólo lo que era necesario; en ese sentido, las relaciones con la naturaleza eran interdependientes y de otras significaciones más vitales.

Solidaridad para la supervivencia, como concepto de clan, de colectivo, de esfuerzo conjunto, guardando concordancia con las relaciones de poder poco jerarquizadas.

Nos adentramos, entonces, en la hipótesis de una mutua influencia entre población humana y territorio, producto de los profundos cambios que este último tuvo hace unos 10.000 años, y su incidencia en las transformaciones culturales que surgieron como consecuencia de esta relación.

¿Cómo se da el tránsito a una cultura sedentaria? La disminución de la necesidad de viajes largos durante generaciones debió incidir en la pérdida de las costumbres y los aprendizajes sociales que los hacían posibles. Es importante recalcar que los mitos y sus aprendizajes se mantienen mientras son necesarios para proteger la vida, lo que nos puede hacer pensar que algunos de ellos, relacionados con los viajes permanentes y largos, fueron reemplazados por los que justificaban una migración cíclica en espacios más limitados.

Este cambio de los grandes y permanentes desplazamientos por migraciones más cíclicas en un mismo territorio o, lo que es lo mismo, la circunscripción del nomadismo a espacios menos amplios, unido al aumento de la población en los diferentes clanes, debió poner en peligro la continuidad de la vida ante una mayor competencia por los recursos.

Si la vida dependía de la fertilidad de las mujeres, la carencia de alimentos para sobrevivir muy seguramente presionó, como lo señala Pierre Lévéque (1991), la búsqueda de alternativas que impulsaron profundas transformaciones culturales. Es muy posible que la agricultura haya surgido como alternativa planteada por la escasez de la caza, la pesca y la recolección, como producto del aumento demográfico y su consecuente presión sobre la limitada producción de alimentos, que además dependía de los ciclos de la naturaleza. Solo así se explica que vivir de lo que la naturaleza proveía haya sido reemplazado por una actividad tan dura como la del agricultor.

El mito fundante de un pueblo de la región en que se registraron los primeros sedentarismos conocidos es el del "paraíso terrenal", en el que aparece el nomadismo como situación ideal, como un lugar que todo lo provee, una naturaleza que es pródiga con sus huéspedes, una divinidad que protege: la relación entre naturaleza, divinidad y seres humanos es profundamente armónica.

El cambio de este estado es percibido como un castigo, como la consecuencia de un "pecado original", una traición. De alguna forma, en esa lectura, el cambio es el producto de un error cometido, consecuencia de algún comportamiento inadecuado del grupo o de alguno de sus miembros: en este mito podemos leer que dicho cambio no fue percibido como un proceso natural, sino como un proceso traumático.

Es en los momentos amenazantes cuando se dan las mayores y más profundas transformaciones culturales. Este "mito del paraíso", narrado en la Biblia, nos habla de este tránsito: el abandono de una realidad nómada, en la que la naturaleza proveía todo lo necesario, a la obligación de "ganarse el pan con el sudor de la frente". Da cuenta del difícil paso de una cultura nómada a una cultura sedentaria. De hecho, en la predilección que Dios tenía por las ofrendas del pastor Abel, podemos ver que aquel colectivo valoraba de forma especial los restos del nomadismo; sin embargo las ofrendas realizadas por el agricultor no eran bien recibidas, en concordancia con la percepción de que esta actividad era el resultado de un castigo.

Es tan difícil el tránsito entre las dos culturas que hoy se puede evidenciar en lo que les cuesta a los pueblos nómadas aún existentes asumir costumbres sedentarias, a pesar de las múltiples presiones sociales y políticas que han sufrido por siglos. Se cambian las costumbres bajo la presión de la supervivencia, pero este cambio se produce en medio de la incertidumbre que producen los nuevos imaginarios, las nuevas formas de hacer, de creer y de pensar, porque no existe una realidad que confirme que lo nuevo va a ser capaz de sustentar la vida. Sólo se tiene la certeza de que lo existente ya no es capaz de sostenerla.

La cultura se fue transformando "haciendo", y se fue legitimando socialmente a partir de evidenciar en el tiempo su conexión con la protección de la vida. Ahora bien, los cambios culturales no se dan a partir de rupturas absolutas con el modelo anterior.

Este proceso pudo durar entre cinco y seis mil años en el caso de la cultura sumeria, la primera sedentarización importante hasta ahora conocida y que comenzó hacia el año 8.000 a. C., lo que nos demuestra que el tránsito del nomadismo al sedentarismo y la configuración de este durante 10.000 años no es un proceso sincrónico.

El sedentarismo institucionaliza la domesticación como mecanismo necesario para la sobrevivencia de la especie. Y domesticar tiene que ver con el sometimiento de las fuerzas de cambio naturales de la vida, en todas sus expresiones, desde la naturaleza (lo no humano), hasta la vida en sociedad. Para sobrevivir, había que domesticar a los animales, a las plantas y a las comunidades humanas, sometiéndolas a la guía y vigilancia de una autoridad superior fácilmente identificable. En esto se encuentra la fuente del antropocentrismo, expresado en el mito de la creación que aparece en la Biblia y se legitima a través de una supuesta orden divina.

Con el asentamiento cambian varios de los imaginarios y de las comprensiones que sostenían el nomadismo y se reconfiguran otros.

Podemos apreciar que estos imaginarios culturales, asombrosamente simples, construidos en el crisol de la vida, es decir, con una demostrada capacidad para permitir la sobrevivencia en un momento histórico determinado, siguen siendo la base que explica muchos de los comportamientos humanos ocho mil años después, y son la columna vertebral de la cultura hegemónica de hoy.

La domesticación y el sometimiento se hace desde los más fuertes, fragilizando al resto; pero la fuerza se demuestra en la competencia permanente hasta construir un poder único y centralizado que impone fronteras, que define lo que está bien y lo que está mal, que legitima el uso de la violencia, que desdibuja su propia violencia en el imaginario social hasta "normalizar" y "naturalizar" esta cultura instituyente a través de una supuesta pretensión del bien de todos y de todas y de la sobrevivencia social. Pero también podríamos decir que la supervivencia ha suscitado mecanismos culturales a lo largo de su proceso instituyente, que han sido leídos como la intervención de una voluntad divina que procura la vida. Y así podríamos construir múltiples y distintos acercamientos. Con esto se pretende decir que no hay una relación lógica, racional y jerarquizada entre estos "imaginarios atávicos" que, citando a Elizalde (2010), nos hablan poderosamente, pero sin dejarse ver, no son explícitos, son la tierra que nutre nuestras teorías.

En este contexto nos acercamos a los siguientes imaginarios propios de esta nueva cultura sedentaria, que tiene aproximadamente diez mil años y que se configuró a partir del resultado social e histórico de una lucha colectiva por la supervivencia:

La domesticación, que define unas relaciones de dominación con la naturaleza. Esta se concibe como una externalidad, un otro al que hay que someter y dominar. El ser humano se escinde de ella, no es parte de ella.

La construcción de fronteras, que cambia el concepto de territorio. Entre las sociedades nómadas, el territorio era móvil y es remplazado por uno estable, fijo, definido por límites reconocidos. Con ello, cambia también el concepto de pertenencia, al pasar de los límites del clan a los límites del territorio.

La supremacía de la fuerza física, las relaciones de género y los roles asignados a los hombres y a las mujeres pasan a ser definidos por la posesión natural de la fuerza física, no sólo necesaria sino fundamental para la producción de los alimentos. La memoria, la agilidad y la destreza, que entre los pueblos nómadas no dependían de la pertenencia a determinado sexo, son reemplazadas por la posesión o no de dicha fuerza necesaria para labrar la tierra y someter a los animales. Por otro lado, la fuerza física se torna esencial para la defensa de los límites territoriales contra los extraños. La solución de los conflictos es mediada por la posesión o la ausencia de esta fuerza física.

La Verdad solo puede ser una, lo que lleva a construir un concepto de autoridad jerarquizado, patriarcal, centralizado y autoritario. Se empiezan a consolidar las sociedades patriarcales, como forma "natural" de organización social. La espiritualidad, entendida como la relación con la trascendencia, que incide y ayuda a la conservación de la vida, se institucionaliza como legitimadora de quienes tienen la fuerza. Los seres humanos empiezan a percibir la divinidad como un hombre: esta espiritualidad se institucionaliza y surgen las religiones que legitiman un nuevo orden natural de las cosas que facilitan la aceptación social de las nuevas condiciones, no como imposición de unos intereses, sino como condición de sobrevivencia.

De paso, se instituye la centralidad como única fuente de poder. La decisión del cambio es característica exclusiva de quien detenta el poder. Sólo el poderoso tiene la capacidad y sabiduría para considerar la conveniencia o inconveniencia de un cambio. Él es el tamiz y el ejecutor de cualquier posible transformación. Por fuera de él solo existen la anarquía y el caos; y el miedo a ellas garantiza la obediencia y el sometimiento de los subordinados. Se instituye laobediencia como virtud reconocida socialmente, que supone la delegación del poder a los que se muestren más fuertes.

El ahorro que surgió como necesidad de sobrevivencia, conectado con la vida, se tornó símbolo de prosperidad, es decir, se volvió un medio de competencia en una sociedad que necesita definir unas relaciones basadas en la jerarquización. Esta competencia rompe el sentido de solidaridad con que nació el ahorro, porque ser solidarios no es posible entre quienes necesitan competir.

La violencia al servicio del bien es buena y útil para proteger la vida. Surge también la necesidad de utilizar la violencia sistemática como método de defensa del territorio. La divinidad toma partido por los nuestros, nos defiende y destruye a los enemigos; legitima la institución armada a través del Dios de los ejércitos y legitima desde arriba las normas que han de guiar el comportamiento de la nueva sociedad.

El miedo como regulador social, que lleva al sometimiento servil y a la autocomplacencia en el servilismo.

La justicia inspirada en el Código de Hammurabi, que legitima el ojo por ojo y diente por diente o ley del talión, sigue siendo la inspiración de la justicia retributiva o justicia basada en el castigo ejemplar como medio para inhibir los comportamientos considerados socialmente inadecuados.

La construcción de dualismos como método para percibir la realidad y, por ende, la división de la misma entre el bien y el mal. Se equipara el bien con los nuestros, los amigos, los iguales; mientras el mal está presente en los "ellos", los enemigos, los diferentes. La violencia es el mecanismo que debe utilizar el bien, y quienes lo encarnan, para acabar con el mal y con quienes lo representan.

En resumen, esta cultura prioriza la lógica de la conservación a la lógica de cambio, sacraliza las características de la primera: la estabilidad, la seguridad, la construcción de normas que deben ser aceptadas socialmente, la obediencia, la autoridad, entre otras, y sataniza las que definen la segunda: el movimiento, la inestabilidad, la desobediencia, el caos, la libertad. La estabilidad y el equilibrio son definidos como falta o ausencia de movimiento y como situación ideal y pretendida.

Las construcciones culturales del sedentarismo no han sido modificadas de manera fundamental desde entonces. Las revoluciones que les han sucedido solo han reconstruido las mismas estructuras y formas de pensamiento, con un sujeto distinto. Han cambiado el contenido sin transformar el contenedor, el cuenco.

Retrato del experimento de El centésimo mono, de Ken Keynes Jr., aparecido en la obra Lifetide, del biólogo Lyan Watson, publicada en 1979 

El mono macaca fuscata fue observado en su estado salvaje durante un período de más de treinta años. En 1952, en la isla Koshima, los científicos empezaron a proporcionarles a los monos patatas dulces, que dejaban caer en la arena. A los monos les gustó el sabor de aquellas patatas dulces y crudas, pero hallaban poco grata la arena. Una hembra de 18 meses de edad, llamada Imo, vio que podía solucionar el problema lavando las patatas en el océano. Le enseñó el truco a su madre. Sus compañeros de juego también aprendieron ese nuevo método y también se lo enseñaron a sus respectivas madres. Esta innovación cultural fue aprendida gradualmente por varios monos ante la mirada de los científicos. Entre 1952 y 1958, todos los monos jóvenes aprendieron a lavar las patatas dulces para que fuesen más sabrosas. Sólo los adultos que imitaron a sus hijos aprendieron esta mejora social. Otros adultos continuaron comiendo las patatas dulces con arena. Entonces, sucedió algo asombroso. En el otoño de 1958, cierto número de monos lavaba sus patatas dulces… si bien se desconoce el número exacto de ellos. Supongamos que cuando salió el sol una mañana, había 99 monos en la isla Koshima que ya habían aprendido a lavar las patatas dulces. Supongamos también que aquella mañana el mono número 100 aprendió a lavar las patatas.

¡Y entonces sucedió! Aquella tarde todos los monos lavaron las patatas antes de comerlas. ¡La suma de energía de aquel centésimo mono creó, en cierto modo, una masa crítica y, a través de ella, una eclosión ideológica!

Pero lo más sorprendente observado por los científicos es que la costumbre de lavar las patatas dulces cruzó espontáneamente el mar… ¡Las colonias de monos de otras islas y el grupo continental de monos de Takasakiyama empezaron a lavar sus patatas dulces!

Aunque el número exacto puede variar, el fenómeno del centésimo mono significa que cuando un número limitado de personas conoce un nuevo método, sólo es propiedad consciente de tales personas; pero existe un punto en que con una persona más que sintonice con el nuevo conocimiento, ¡este llega a todo el mundo!

 

Mapa conceptual: los imaginarios atávicos de la cultura sedentaria

edu.red

La vida está en peligro: el problema es el cuenco

Hemos visto que las culturas y los imaginarios que las componen nacen y se legitiman por su consonancia con la vida, y que, en consecuencia, cuando crecen las evidencias de que su utilización sistemática la amenazan, entran en un proceso de deslegitimación social que plantea una crisis de civilización. Crisis, porque muchas de nuestras formas de hacer y de pensar se empiezan a percibir como suicidas, sin que aún hayamos construido alternativas. Sabemos que muchos de los imaginarios que hoy guían nuestro actuar ya no se sostienen, pero nos cuesta dejar de usarlos mientras no existan otros que le den nuevo sentido a nuestras relaciones.

El fragmento del texto de Gabriel García Márquez llamado "El cataclismo de Damocles" (1989) nos introduce de forma poética, pero no por ello menos angustiosa, en el sentimiento de crisis cada vez más compartido por un mayor número de ciudadanos, con que nos ha correspondido transitar por la vida en los últimos cien años. La amenaza nuclear es solo una dimensión de esta crisis.

Los frágiles equilibrios construidos en la historia del planeta, y de los que somos uno de sus resultados, están cada vez más amenazados y deteriorados, sin que alcancemos a vislumbrar si la capacidad de adaptación de las diferentes expresiones de la vida responderá a unas nuevas condiciones. Lo que más angustia produce es saber que la intervención de los seres humanos es la responsable directa de muchas de estas rupturas.

La "crisis civilizatoria" hace referencia a un cuestionamiento profundo de la cultura que hasta ahora ha soportado las relaciones entre los seres humanos y la relación de estos con la naturaleza, basadas en la violencia, entendida como el aprendizaje cultural a través del cual resolvemos los conflictos. Esta crisis ya es innegable; lo que puede existir son dos lecturas de la misma que nos llevan a la búsqueda de distintas salidas: un momento de readaptación de los patrones culturales hegemónicos o un espacio de ruptura de dichos patrones o, al menos, de algunos de ellos. La primera salida, que se construye sobre la idea de que la capacidad humana para innovar y avanzar tecnológicamente será capaz de resolver la crisis coyuntural, solo ha de llevarnos a un aplazamiento temporal de la misma. La segunda, supone develar aquellos imaginarios que han de ser transformados y trabajar en los puntos de fuga que lo posibiliten.

Dos son las situaciones que evidencian con mayor profundidad el sentimiento cada vez más generalizado de inviabilidad de nuestro esquema civilizatorio: la crisis ambiental y la capacidad destructiva de la industria de la guerra

La primera, es el resultado del imaginario cultural atávico que plantea la dominación de la naturaleza por parte del ser humano, con todas sus legitimaciones antropocéntricas. Los avances tecnológicos han estado al servicio de hacer cada vez "más efectiva" esta dominación, acrecentada por un modelo económico que basa su crecimiento en la explotación de los recursos naturales renovables y no renovables, hasta el punto de poner incluso a los primeros, que por definición se renuevan, en la cercana posibilidad de no hacerlo. A modo de ejemplo, es cada vez mayor la certeza de que si seguimos incrementando la explotación pesquera, puede darse la desaparición de especies marinas, pues el desarrollo de esta industria está llevando a pescar más rápido de lo que necesitan las propias especies para reproducirse, afectando el frágil equilibrio de la biodiversidad, y estamos entendiendo que existe una relación directa entre biodiversidad y supervivencia de la especie.

El informe "Cambio Climático 2007: Evidencia Científica", elaborado por más de 800 autores, revisado por 2.500 científicos de 130 países, y dado a conocer en la Reunión Internacional del Panel Intergubernamental de Cambio Climático concluyó que existen suficientes evidencias científicas para establecer una relación entre las emisiones contaminantes del ser humano durante los pasados 250 años y los dramáticos cambios en el clima de la Tierra, los cuales son una amenaza a su civilización y al futuro de nuestro planeta (Quiroga, mayo de 2008, párr. 2).

La segunda situación que evidencia la crisis de la sociedad humana responde al imaginario atávico que legitima la violencia como método para dominar y destruir el mal, encarnado en la figura del enemigo. La llamada "guerra fría" respondió a este imaginario profundamente simple. La percepción del enemigo ubicado en Oriente u Occidente, dependiendo del lugar de sus protagonistas, potenció a niveles inimaginables la industria de la guerra con el fin de inhibir en el enemigo cualquier intención de avanzar más allá de las fronteras establecidas al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

E. P. Thompson, importante pacifista inglés, trabajó su tesis del exterminismo afirmando que esta tendencia de la humanidad se mantiene y consolida en el sustento permanente de este imaginario del enemigo. Detrás de la amenaza constante, se legitimó la idea de un Estado de la Seguridad que aún hoy justifica todo tipo de acciones totalitarias y represivas a cuyo interés debe supeditarse cualquier otra responsabilidad del poder, y se pretendió también enmascarar los intereses económicos y militares de las potencias enfrentadas, haciendo de esta competencia el impulso de sus economías y sus sociedades con base en la construcción de este enemigo permanente, y acercando de paso la posibilidad de la destrucción de la vida en el planeta.

La crisis civilizatoria: crisis de los referentes culturales que sostienen la cultura hegemónica

La realidad de los últimos cien años está cuestionando o, al menos, poniendo en entredicho los referentes culturales que nos siguen sustentando. Estamos descubriendo que la obediencia, como virtud por antonomasia, nos ha llevado a situaciones que nos avergüenzan como especie; que las fronteras físicas e ideológicas nos han conducido a construir enemigos multiplicados a nuestro alrededor y hemos terminado levantando muros de discriminación allí donde hemos observado diferencias religiosas, políticas, por el color de la piel o por la orientación sexual, por nombrar sólo algunas. Nos estamos dando cuenta de que los unanimismos empobrecen las culturas y amenazan la necesaria diversidad de la vida, y que detrás de la verdad única hemos legitimado despotismos capaces de cometer los peores crímenes. Cada vez tiene menos fuerza el método de construir chivos expiatorios, por su incapacidad para plantear soluciones y transformar los conflictos. El miedo, como regulador social por excelencia, ha ido perdiendo terreno y, con él, la esencia de la justicia retributiva como única forma de inhibir comportamientos considerados socialmente inadecuados. El dualismo entre el bien y el mal y el predominio de la fuerza física, que han construido éticas acomodaticias a los intereses particulares de los más poderosos, se está desmoronando en el crisol de la vida por su capacidad para destruirla, sugiriendo la necesidad de nuevas éticas. Y la columna vertebral de la cultura sedentaria, la violencia en todas sus formas, ha ido perdiendo terreno no solo al develar sus consecuencias, sino también al revelar su incapacidad para construir mundos mejores.

Procuraremos adentrarnos en los síntomas de la crisis de estos imaginarios aún hoy hegemónicos, pero cada vez más cuestionados:

 

La crisis de la obediencia

 Durante milenios, la obediencia ha sido una virtud social fundamental para garantizar la continuidad de los aprendizajes colectivos. Es el sustento de las instituciones jerarquizadas; de hecho, el funcionamiento de estas depende del aprendizaje de la obediencia, y no es gratuito que ella sea una de las características culturales que se interiorizan desde la más tierna infancia.

El siglo XX ha puesto esta reflexión en el centro de la preocupación humana. La mayoría de los hechos que hoy nos avergüenzan han dependido, en buena medida, del deber de la obediencia, como lo llama Pontara, a partir de una identificación profunda entre quien obedece y el poder que ordena:

El "súbdito" que obedece en base a tal concepción del deber de obediencia es generalmente un sujeto en el que la identificación con el poder (de turno) tiende a ser muy profunda. Es un tipo de persona dotada de ese carácter autoritario por el cual su disposición a someterse y obedecer es automáticamente activada allí donde él, o ella, ven a una persona, a un grupo o a una institución potente (Pontara, en proceso de publicación).

Para Hanna Arendt (2009) fue muy importante profundizar en las razones que llevaron al nazismo a cometer sus crímenes, tras descubrir que detrás de Eichmann solo había un hombre que creía obrar bien, obedeciendo las órdenes de sus superiores, como lo hicieron también los que, de parte de los aliados, bombardearon Dresde o Hiroshima. Qué diferencia hay entre el testimonio de Eichmann, que manifestó su disposición absoluta a obedecer, "…y dejó bien sentado que hubiera matado a su propio padre si se lo hubiesen ordenado" (p. 41), con las declaraciones del militar británico Robert Saudby (1963, Prólogo), quien participó en el bombardeo sobre Dresde, cuando escribió que:

… ni él ni su superior Arthur Harris eran responsables de la masacre, ya que su deber era, justamente, "ejecutar del mejor modo posible" las instrucciones recibidas del Ministerio de la Aeronáutica que, a su vez, lo único que hacía era transmitir las órdenes recibidas de quien, aún más arriba en la jerarquía del poder, era el responsable último de la conducta de la guerra.

Estos dos testimonios nos plantean el problema moral que tiene la humanidad: Eichmann fue condenado a muerte por obedecer órdenes que supusieron la muerte de miles de inocentes. Saundby fue condecorado por la misma razón.

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