Muchos académicos -si no la mayoría- que han explorado el tema, como un esfuerzo conjunto de la Brookings Institution y el American Enterprise Institute, incluyen elementos de la izquierda y de la derecha, particularmente estrategias destinadas a fortalecer a las familias, mejorar la calidad y volumen del trabajo disponible y romper el ciclo de reincidencia. El EITC también cuenta con un amplio respaldo (más de las tres cuartas partes de los economistas encuestados por la American Economic Association apoyan su expansión). También existe un amplio consenso sobre la necesidad de una mejor evaluación cuantitativa de lo que da buenos resultados.
A otros, especialmente muchos en el mundo tecnológico de Silicon Valley y algunos en el movimiento laboral, les preocupa que la tecnología supere la creación de empleo y deje a muchos fuera de la fuerza laboral. Preferirían un ingreso básico universal (IBU, por su sigla en inglés), que rompería el vínculo entre empleo e ingreso. Los ciudadanos suizos rechazaron rotundamente esa estrategia en un referendo reciente, pero la energía dedicada a estrategias más radicales para ayudar a quienes lo necesitan es bienvenida, aún si las especificidades del IBU y su costo todavía no han sido comprobadas.
Ejemplos como Bridge Academy -y otros, como el Federal Home Visiting Program- demuestran que las iniciativas profundamente arraigadas y adaptadas a las necesidades de las comunidades en las que se aplican, y que están impulsadas por la evidencia de resultados efectivos, pueden funcionar. Desafortunadamente, muchas veces adoptamos la estrategia opuesta: programas nacionales generalistas sin ningún énfasis en los resultados.
Consideremos el Servicio de Alimentos y Nutrición del Departamento de Agricultura de Estados Unidos. Aproximadamente el 88% de su gasto anual de 82.000 millones de dólares está destinado a ayuda directa (SNAP, o "cupones para alimentos"), mientras que apenas el 0,33% está destinado a brindarle a la gente las capacidades que necesita para evitar una asistencia del gobierno. Peor aún, ninguno de los programas focalizados en las capacidades tiene datos que permita evaluarlos.
Un programa "federalista y progresista" aumentaría sustancialmente este tipo de gasto y lo evaluaría rigurosamente. Un programa de estas características fijaría normas federales altas, pero les permitiría a las ciudades y a los estados innovar, y así financiar lo que funcione. Es hora de pensar de manera diferente y alinear nuestro pensamiento -y nuestro gasto- con lo que realmente da resultados.
(Laura Tyson, a former chair of the US President's Council of Economic Advisers, is a professor at the Haas School of Business at the University of California, Berkeley, a senior adviser at the Rock Creek Group, and a member of the World Economic Forum Global Agenda Council on Gender Parity. Lenny Mendonca, Senior Fellow at the Presidio Institute, is a former director of McKinsey & Company)
– Cómo combatir el estancamiento secular (Project Syndicate – 30/8/16)
Milán.- En los últimos años, gran parte del mundo, especialmente las economías avanzadas, ha estado atascado en un patrón de crecimiento del PIB lento y en baja, lo que llevó a muchos a preguntarse si esto se está convirtiendo en una condición semipermanente -el llamado "estancamiento secular"-. La respuesta probablemente sea que sí, pero la pregunta carece de precisión y, por ende, tiene una utilidad limitada. Después de todo, existen diferentes tipos de fuerzas que podrían estar moderando el crecimiento y no todas ellas están fuera de nuestro control.
Sin duda, es preciso destacar que sería difícil, si no imposible, contrarrestar en el corto plazo muchos de los vientos de frente que destruyen el crecimiento y que hoy enfrentamos, sin poner en peligro el crecimiento y la estabilidad futuros. El resultado de estas condiciones persistentes se puede llamar "estancamiento secular uno" (SS1 por su sigla en inglés).
El primer indicio de que estamos experimentando una situación de SS1 se relaciona con la tecnología. Si como dice el economista Robert Gordon experimentamos una desaceleración de la innovación tecnológica que mejora la productividad, el crecimiento potencial a largo plazo se vería limitado. Pero aún si la innovación no cayera demasiado, o si se volviera a recuperar pronto, la adaptación estructural y los cambios actitudinales necesarios para sacar ventaja de las alzas de productividad concomitante llevarán tiempo.
Una segunda condición detrás de un SS1 está arraigada en el impacto que tiene la incertidumbre acentuada -respecto del crecimiento, la seguridad laboral, las políticas y regulaciones y los muchos desenlaces que podrían afectar alguno de estos factores -en la inversión y el consumo. La gente sencillamente no sabe si sus gobiernos van a empezar a hacer progresos en cuanto a combatir la presión deflacionaria, contrarrestar la creciente desigualdad, ocuparse de la fragmentación social y política y restablecer el crecimiento económico y el empleo.
Frente a una demanda futura lejos de estar garantizada, la inversión privada se ha venido reduciendo en muchos países, inclusive, más recientemente, en China. Lo mismo es válido para el consumo de los hogares, particularmente en las economías avanzadas, donde un porcentaje mayor del consumo es opcional (por ejemplo, sustituyendo bienes de consumo duraderos, viajes y salidas a restaurantes). Si consideramos el tiempo que le llevó a la economía estadounidense, por ejemplo, recuperarse por completo de la Gran Depresión -hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando el gobierno asumió gran parte del lado de la demanda de la economía-, pareciera que estas tendencias no se revertirán en lo inmediato.
El tercer indicio de que estamos atascados en un SS1 es la deuda. Los hogares, las corporaciones, las instituciones financieras y los gobiernos enfrentan restricciones de balances, algo factible de suponer, están recortando el gasto y la inversión, aumentando los ahorros y contribuyendo a un entorno ampliamente deflacionario.
Las acciones destinadas a respaldar un desapalancamiento y un ajuste de los balances -como reconocer pérdidas, sanear activos y recapitalizar bancos– conllevan beneficios a más largo plazo pero costos en el corto plazo. Por cierto, el ajuste de los balances lleva tiempo, especialmente en el sector de los hogares, y genera una rémora inevitable para el crecimiento.
El panorama es un tanto sombrío. Pero la cosa no termina ahí y de ello da cuenta otro interrogante más preciso: ¿existe un conjunto de respuestas políticas que podría, con el tiempo, incrementar el nivel y la calidad del crecimiento? Aquí, la respuesta también parece ser sí, lo que sugiere que también enfrentamos otro tipo de estancamiento secular -llamado "estancamiento secular dos" (SS2 por su sigla en inglés)- que está dictaminado por nuestra falta de voluntad o incapacidad para implementar la combinación de políticas correcta.
Un elemento clave de esa combinación de políticas se centraría en enfrentar la creciente desigualdad. Si bien las fuerzas que alimentan esta tendencia -en particular, la globalización y el progreso en tecnología digital- serán difíciles de contrarrestar plenamente, sus efectos adversos se pueden mitigar mediante la redistribución a través de los sistemas tributarios y de seguridad social. Mientras las economías sufren transformaciones estructurales prolongadas, los individuos y las familias necesitan los recursos para invertir en nuevas capacidades.
Es más, deber repensarse la política monetaria, que ha venido asumiendo gran parte de la carga de la recuperación desde la crisis económica de 2008. El hecho es que años de tasas de interés ultra bajas y de una flexibilización cuantitativa masiva no han incrementado lo suficiente la demanda agregada, y mucho menos reducido de manera adecuada las fuerzas deflacionarias.
Pero aumentar las tasas de interés de forma unilateral conlleva serios riesgos, porque en un contexto de demanda restringida, las tasas de interés más elevadas atraen ingresos de capital, haciendo subir así el tipo de cambio y minando el crecimiento en la parte negociable de la economía. Dada esta situación, los responsables de las políticas en los países avanzados deberían considerar imponer algunos controles a sus cuentas de capital (como hacen las economías emergentes exitosas) -una medida que facilitaría estrategias más independientes y a medida para salir de la opresión financiera.
Una tercera prioridad debería ser la de fortalecer las respuestas fiscales, especialmente con respecto a la inversión del sector privado. Europa, en particular, está pagando un precio alto por subutilizar su capacidad fiscal -una decisión que ha sido motivada por la impopularidad política de la deuda y las transferencias fiscales-. En las condiciones correctas, también se podría recurrir a los balances de los fondos de pensión y riqueza soberana para financiar la inversión.
Existen muchas más áreas en las que los países tal vez necesiten considerar reformas. Estas incluyen la política tributaria, el uso ineficiente o inapropiado de los fondos públicos, impedimentos para un cambio estructural en los mercados de productos y factores, y disparidades entre el alcance de las instituciones financieras globales y la capacidad de los balances soberanos de intervenir en caso de una crisis financiera.
El SS1 hará que resolver el SS2 resulte más difícil. Por cierto, parece que ni siquiera la implementación de respuestas políticas robustas, tanto domésticas como internacionales, bastaría para eliminar el riesgo de que la demanda y el crecimiento se mantengan amortiguados durante un período prolongado. Pero ése no es motivo para demorar la acción en aquellas áreas donde la política puede marcar una diferencia. De la misma manera que las elecciones de políticas pasadas ayudaron a generar el SS1 que enfrentamos hoy, la no implementación de políticas destinadas a enfrentar el SS2 podría crear una situación mucho más intrincada y potencialmente inestable mañana.
(Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU"s Stern School of Business, Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations, Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University, Academic Board Chairman of the Asia Global Institute in Hong Kong )
– Los inevitables costes del helicóptero monetario (Project Syndicate – 2/9/16)
Múnich.- El prolongado debate sobre la conveniencia del llamado helicóptero monetario ha ido cambiando a medida que aparecen nuevas ideas sobre qué forma tendría y se pregunta si ya se está utilizando en algunas economías. En todo caso, no ha cambiado la noción de que sería muy mala idea adoptarlo.
Se trata de un recurso por el que los bancos centrales insuflan dinero recién impreso a la economía sin registrar activos o pasivos en sus balances como contrapeso. Puede ser a través de transferencias de efectivo al público o monetización de la deuda pública; en ambos casos resulta ser una pérdida permanente para el banco central.
En la práctica puede parecerse mucho a la facilitación cuantitativa, es decir, la compra por parte de los bancos centrales de bonos públicos en los mercados monetarios para inyectar liquidez al sistema bancario. La versión del helicóptero monetario sería la adquisición de bonos públicos sin tasa de interés y que nunca se pagarán, ya sea por ser bonos a perpetuidad o porque se renuevan cada vez que caduquen.
Se supone que eso es lo que está haciendo el Banco de Japón, cuyo gobernador Haruhiko Kuroda ha señalado que no es una opción suscribir directamente el déficit presupuestario. No obstante, ha impulsado una política de sustituir los bonos públicos en el balance del BDJ una vez que venzan, al tiempo que aumenta constantemente el volumen de la deuda pública en los libros del banco central.
Esto ocurre tras años de declaraciones de importantes economistas, como Bradford DeLong de la Universidad de Berkeley y Ben Bernanke, ex presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, de que el helicóptero monetario es una manera de superar la deflación (contra la que Japón ha luchado por décadas). La idea es que al monetizar el déficit fiscal, el banco central ayude al gobierno a financiar inversiones que fomenten el crecimiento en, por ejemplo, el sector de la infraestructura, al tiempo que proporciona la liquidez necesaria para contrarrestar las fuerzas deflacionarias.
Si suena demasiado bueno para ser cierto, es que así es. Como solía decir Milton Friedman, en economía no hay nada parecido a una comida gratis.
De hecho, el helicóptero monetario tiene importantes desventajas. La mayor es que, al permitir la monetización de cantidades ilimitadas de deuda pública, puede afectar la credibilidad de las metas de las autoridades en cuanto a la estabilidad de los precios y del sistema financiero. No es tanto un riesgo como una certeza, como lo demuestra con claridad la historia en lo referente a la economía de guerra (de hecho, Japón ha sido un ejemplo histórico).
A principios de los años 30, Japón impulsó un gasto deficitario a través de la emisión de dinero (bajo el ministro de finanzas Takahashi Korekiyo) para lograr que su economía saliera de la deflación, pero funcionó tal vez demasiado bien, generando una ola inflacionaria. Fallaron sus intentos subsiguientes de controlar los déficits públicos recortando el gasto militar; las fuerzas armadas acabaron por rebelarse y Korekiyo fue asesinado en 1936.
El colapso monetario de Alemania tras la Primera Guerra Mundial también tuvo su origen en la emisión de bonos de guerra al público alemán. En Estados Unidos, el exceso de impresión de dólares para financiar la Guerra Civil fue un factor que contribuyó a la alta inflación. La lista suma y sigue.
Algunos de quienes proponen el helicóptero monetario, como Adair Turner, ex presidente de la Autoridad de Servicios Financieros del Reino Unido, argumentan que este riesgo se puede neutralizar con reglas claras que limiten el uso del estímulo monetario y fiscal. En teoría, tienen razón, ¿pero son limitaciones políticamente realistas?
La verdad es que el banco central tendría que esforzarse por defender su independencia una vez que se haya violado el tabú de la financiación monetaria con deuda pública. Las autoridades lo presionarían para que siguiera utilizando este impulso gratuito al crecimiento, especialmente en los periodos preelectorales.
Incluso si los bancos centrales conservaran su independencia, es dudoso que pudieran avanzar gradualmente a un objetivo inflacionario, por ejemplo de un 2%, y quedarse allí. Dispensar liquidez para impulsar la inflación es mucho más fácil que limitarla para evitar que los precios inicien una espiral sin control.
El problema, identificado por Friedman en 1969, es que si bien el helicóptero monetario genera más demanda en la economía, no crea más oferta. Por ello, si se sigue recurriendo a él una vez que la economía haya regresado al uso normal de su capacidad (el punto de equilibrio entre oferta y demanda), comenzará a haber inflación.
Las economías desarrolladas todavía no llegan a este punto, ya que las consecuencias de la crisis financiera de 2008 siguen afectando la demanda. Pero una vez se haya completado el desapalancamiento y cambie el ciclo del crédito, es probable que vuelva a haber presiones inflacionarias. Y, tal como ocurrió en los años 80 y 90, las medidas de los bancos centrales para limitarla conllevarán costes importantes en términos de empleo y crecimiento.
Pero incluso si, por ejemplo, China mantuviera el crecimiento de la oferta, evitando con ello el aumento de los precios de los bienes transables, el helicóptero monetario conllevaría costes importantes porque la deuda seguiría creciendo por sobre el PIB nominal. En el largo plazo, esto afectaría la confianza en el banco central, agobiado por los cobros a un gobierno sobreendeudado, y pondría en riesgo el sistema de dinero fiduciario. Una vez que los inversionistas comenzaran a hacer que sus bienes se expresaran en monedas más estables, la moneda local se depreciaría y los precios de los bonos colapsarían.
Todas las formas de estímulo monetario (desde la facilitación cuantitativa a las tasas de interés negativas) conllevan riesgos, pero el helicóptero monetario es especialmente peligroso; de hecho, no hay ningún escenario realista en que acabe bien.
Es hora de reconocer de una vez por todas que los gobiernos, no los bancos centrales, tienen la responsabilidad de generar empleo y crecimiento en el largo plazo mediante condiciones más favorables para la inversión, un sistema educativo de alta calidad y mercados abiertos y competitivos. Las autoridades monetarias deben defender esta línea roja, lo que implica dejar los helicópteros en tierra.
(Michael Heise is Chief Economist of Allianz SE and the author of Emerging From the Euro Debt Crisis: Making the Single Currency Work)
– El Gran Estancamiento del Ingreso (Project Syndicate – 7/9/16)
Berkeley.- Actualmente el debate por la desigualdad suele centrarse en la acumulación desproporcionada del ingreso y la riqueza en una pequeña proporción de los hogares estadounidenses y de otras economías avanzadas. Algo que se percibe menos -pero resulta igualmente corrosivo- es la tendencia a la caída o el estancamiento del ingreso para la mayoría de los hogares.
Durante gran parte del período posterior a la Segunda Guerra Mundial y hasta la década de 2000, un sólido crecimiento del PBI y el empleo en las economías avanzadas implicó que casi todos los hogares experimentaran un aumento de sus ingresos, tanto brutos como después de impuestos y transferencias. En consecuencia, una generación tras otra creció esperando estar mejor que sus padres. Pero según la nueva investigación del McKinsey Global Institute, es posible que ya no haya garantías para esa expectativa.
Durante la última década, el crecimiento del ingreso se detuvo abruptamente para la mayoría de los hogares en los países desarrollados, entre los cuales se vieron más afectados los monoparentales con jefas de hogar mujeres, o con trabajadores jóvenes de menor nivel educativo. El ingreso real de los salarios y el capital para los hogares en el mismo segmento de la distribución del ingreso fue inferior en 2014 que en 2005 para aproximadamente dos tercios de los hogares en 25 economías avanzadas: más de 500 millones de personas. Entre 1993 y 2005, por el contrario, menos del 2 % de los hogares en esas economías tuvo ingresos iguales o menores.
Los aumentos en las transferencias gubernamentales y las menores tasas fiscales redujeron el efecto del estancamiento o la caída del ingreso de mercado (antes de transferencias e impuestos) sobre los ingresos disponibles. Sin embargo, entre el 20 % y el 25 % de los hogares sufrieron un estancamiento o una caída del ingreso disponible entre 2005 y 2014, mientras que en los 12 años anteriores ese porcentaje había sido del 2 %.
Entre los principales responsables de este cambio se cuentan la profunda recesión y la lenta recuperación posterior a la crisis económica de 2008 en las economías avanzadas. Entre 1993 y 2005 el crecimiento del PBI aportó aproximadamente 18 puntos porcentuales al crecimiento anual del ingreso medio de los hogares, en promedio, en EEUU y Europa; ese indicador se desplomó hasta los 4 puntos porcentuales entre 2005 y 2014.
Pero la caída poscrisis del crecimiento dista de ser el único problema. (En ese caso, la última década podría simplemente constituir una anomalía). Existen factores de largo plazo, como la débil inversión, la desaceleración del crecimiento de la fuerza de trabajo y una violenta disminución del crecimiento de la productividad, que han reducido el crecimiento del ingreso para el hogar promedio en la mayoría de los países avanzados respecto del período 1993-2005.
Los cambios demográficos -entre los que se cuentan cambios en la estructura familiar, las bajas tasas de fertilidad y el envejecimiento de la población– llevaron a reducciones tanto en el tamaño total de los hogares como en la cantidad de personas en edad de trabajar con ingresos por hogar. Y los cambios en el mercado de trabajo -impulsados por el cambio tecnológico, la globalización de los empleos con baja y media capacitación, y la creciente preponderancia del empleo temporal y a tiempo parcial- han llevado a que la participación del salario en el ingreso nacional baje y la distribución de ese ingreso entre los hogares resulte cada vez más desigual. Ninguna de esas tendencias se revertirá pronto, Por el contrario, es probable que algunas de ellas se profundicen.
La investigación de McKinsey confirma que esos factores de largo plazo socavan el ingreso en la mayoría de los hogares y Muestra que el ingreso real de mercado en la mayoría de los hogares se mantuvo estable o cayó, aun cuando el crecimiento agregado fue positivo durante el período 2005-2014.
Especialmente en EEUU, la capacidad de los trabajadores para proteger su participación en el ingreso nacional y de los hogares de ingresos bajos y medios para mantener su participación en la masa salarial, se vieron sustancialmente erosionados. Por ello, el crecimiento real del ingreso medio disponible se redujo en nueve puntos porcentuales entre 1993 y 2005, y en otros siete puntos porcentuales entre 2005 y 2014.
Suecia, donde los hogares promedio recibieron una mayor proporción de las ganancias del crecimiento del producto durante el período 2005-2014, logró revertir esta tendencia negativa. En respuesta al lento crecimiento de la última década, el gobierno sueco trabajó con los empleadores y los sindicatos para reducir la cantidad de horas de trabajo y conservar los empleos. Gracias a esas intervenciones, los ingresos de mercado cayeron o se estancaron en sólo el 20 % de los hogares y hubo generosas transferencias netas, que lograron que el ingreso disponible aumentara para casi todos los hogares.
Ciertamente, EEUU también intervino después de la crisis: implementó un paquete de estímulo fiscal en 2009 que, junto con otras transferencias, aumentó el crecimiento del ingreso medio disponible en el equivalente a cinco puntos porcentuales. Una baja de cuatro puntos en el ingreso medio de mercado se convirtió así en una ganancia del 1% del ingreso medio disponible. Pero eso no cambió el hecho de que entre 2005 y fines de 2013 los ingresos del mercado cayeron para el 81 % de los hogares estadounidenses.
De manera semejante, la reciente investigación llevada a cabo por Emmanuel Saez, de Berkeley, muestra que el ingreso real de mercado para el 99 % inferior en EEUU creció tanto en 2014 como en 2015 a tasas que no se veían desde 1999. Sin embargo, para fines de 2015, los ingresos reales de mercado para ese grupo habían recuperado sólo dos tercios de las pérdidas que sufrieron durante la recesión de 2007-2009. En otras palabras, la intervención estadounidense fue mucho menos eficaz que la de su contraparte sueca para lograr que los trabajadores recuperaran sus niveles de ingreso anteriores.
Las consecuencias de esos fracasos son de gran alcance. El estancamiento y la caída del ingreso real no sólo funcionan como un freno a la demanda de consumo y el crecimiento del PBI, sino que además alimentan el descontento social y político, ya que los ciudadanos pierden confianza en las estructuras económicas existentes.
Encuestas de MGI en Francia, el Reino Unido y EEUU han encontrado que las personas cuyos ingresos no crecen y que no prevén una mejora tienden a percibir el comercio y la inmigración de manera mucho más negativa que quienes experimentan o prevén ganancias. El voto por el brexit en el RU y la oposición bipartidaria a los acuerdos comerciales en EEUU son claras señales de esto.
El debate reciente sobre la desigualdad del ingreso en EEUU y otros países desarrollados se ha centrado en el rápido aumento de los ingresos para unos pocos, pero el estancamiento y la caída del ingreso para muchos suma una dimensión distinta al debate y exige distintos tipos de soluciones que enfaticen el crecimiento de los salarios para la mayoría en la distribución del ingreso. Frente a un continuo estancamiento y caída del ingreso de los hogares -y con las generaciones más jóvenes camino a ser más pobres que sus padres- resulta urgente encontrar ese tipo de soluciones.
(Laura Tyson, a former chair of the US President's Council of Economic Advisers, is a professor at the Haas School of Business at the University of California, Berkeley, a senior adviser at the Rock Creek Group, and a member of the World Economic Forum Global Agenda Council on Gender Parity. Anu Madgavkar is a McKinsey Global Institute partner)
– La paradoja de la productividad, a prueba (Project Syndicate – 13/9/16)
Washington, DC.- Durante la última década (más o menos), el crecimiento de la productividad se frenó considerablemente en la mayoría de las economías desarrolladas, a pesar de impresionantes avances en áreas como la computación, la telefonía móvil y la robótica. Se suponía que todos estos avances deberían haber impulsado una mayor productividad; sin embargo, en Estados Unidos (líder mundial en innovación tecnológica), el crecimiento promedio de la productividad de la mano de obra en el sector empresarial entre 2004 y 2014 fue menos de la mitad del registrado en la década anterior. ¿Qué está sucediendo?
Una teoría que últimamente ganó mucho respaldo es la de que la llamada paradoja de la productividad no existe. Según este razonamiento, el crecimiento de la productividad parece estar en caída porque las estadísticas que usamos para medirlo no registran bien los avances recientes, especialmente los derivados de innovaciones y mejoras de calidad en las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC). Si los precios no reflejan las mejoras en los nuevos productos, entonces estamos usando deflactores de precios excesivos, y la producción real es superior a la estimada.
Además, los escépticos señalan que las mediciones usuales de la productividad se basan en el PIB, que por definición sólo incluye la producción de bienes y servicios, pero ignora el excedente de los consumidores (que está creciendo a toda velocidad, a la par de la utilidad sustancial obtenida de ciberservicios como Google y Facebook, a un precio de mercado cercano a cero).
Este argumento tiene cierta lógica. De hecho, una reseña reciente de investigaciones sobre la productividad, realizada por la Brookings Institution y la Chumir Foundation, confirmó que los beneficios de las nuevas tecnologías son mayores a lo estimado, lo que se debe a problemas en la medición de calidad de los productos y el excedente de los consumidores.
Pero según el informe, ambos tipos de error de medición sólo explican una parte relativamente pequeña de la desaceleración del crecimiento. Además, estos errores son de larga data, y no parece que hayan aumentado sustancialmente los últimos años. La conclusión es clara: la desaceleración del crecimiento de la productividad es real.
Quizá entonces debamos mirar el otro componente de la paradoja: la innovación tecnológica. Muchos argumentan que el problema real es que las últimas innovaciones tecnológicas no han sido tan trascendentales como las anteriores. Según los "tecnopesimistas", las nuevas TIC no producen la clase de beneficios económicos amplios que en su momento produjeron, por ejemplo, el motor de combustión interna y la electrificación. Los "tecnooptimistas", por su parte, creen que los avances en TIC tienen potencial para impulsar un rápido crecimiento de la productividad; lo que ocurre es que sus beneficios tardan en manifestarse y lo hacen en oleadas.
¿Qué dicen los números? Los datos desglosados por empresas muestran que el crecimiento de la productividad se mantuvo relativamente bien para las situadas en la frontera tecnológica; la mayor desaceleración se dio en las empresas menos avanzadas en tecnología, que suelen ser más pequeñas. Esto sugiere que el problema tal vez no sea la tecnología en sí misma, sino la lentitud de su difusión.
El declive del crecimiento de la productividad también tiene un elemento macroeconómico, que se origina en la escasez de demanda agregada. Según Larry Summers, ex secretario del Tesoro de los Estados Unidos, cuando el nivel deseado de inversión es inferior al nivel deseado de ahorro, a pesar de un tipo de interés nominal igual a cero, la escasez crónica de demanda restringe el PIB y el crecimiento de la productividad y produce "estancamiento secular".
Pero por supuesto, los argumentos que hablan de la demanda y los que apuntan a la oferta están intrínsecamente ligados. Y de hecho, puede ser que el tecnopesimismo, al reducir las expectativas de ganancia, esté desalentando la inversión. Entretanto, un exceso de concentración de los ingresos en la cima de la pirámide (situación que la inadecuada difusión de la tecnología puede agravar) contribuye a un exceso de ahorro.
Toda estrategia para resolver los problemas subyacentes al bajo crecimiento de la productividad (desde una inadecuada difusión de la tecnología hasta la desigualdad de ingresos) debe tener en cuenta la falta o inadecuación de habilidades de los trabajadores, que afecta la capacidad del mercado de mano de obra para ajustarse. En la situación actual, los trabajadores (sobre todo en los sectores de menos ingresos) tardan en responder a la demanda de nuevas habilidades superiores; esto se debe a retrasos en educación y capacitación, rigideces de los mercados laborales y tal vez también factores geográficos. Todo esto, sumado a casos de captura de renta y concentración monopolista, puede reforzar la desigualdad y limitar la competitividad en los mercados.
También es importante alentar la inversión. En la mayoría de las economías avanzadas y en muchas de las emergentes, las tasas de inversión cayeron en picada tras la crisis financiera global de 2008, y todavía no regresaron a los niveles anteriores. Pero las innovaciones suelen incorporarse en bienes de capital, por lo que su difusión demanda inversiones nuevas.
Felizmente, los líderes mundiales parecen conscientes de algunos de los imperativos que enfrentan. En la reciente cumbre del G20 en Hangzhou (China), recalcaron la necesidad de impulsar la inversión y acelerar las reformas estructurales para mejorar la productividad y aumentar el crecimiento potencial. Ojalá este sea el primer paso hacia una estrategia integral para encarar las fuerzas que impiden la difusión de la tecnología, menoscaban la competitividad y agravan la desigualdad.
No hay modo de saber cómo las nuevas tecnologías afectarán a la economía mundial a largo plazo. Pero hay algo que sí sabemos: la paradoja de la productividad es real, y contribuye al aumento de la desigualdad en muchas sociedades. Es tiempo de resolverla.
(Kemal Dervis, former Minister of Economic Affairs of Turkey and former Administrator for the United Nations Development Program (UNDP), is a vice president of the Brookings Institution. Zia Qureshi, a former director of development economics at the World Bank, is a non-resident senior fellow at the Brookings Institution)
– Bancos centrales a la desesperada (Project Syndicate – 26/9/16)
New Haven.- El último día del verano estuvo marcado por otro ejemplo de medidas fútiles por parte de dos de los principales bancos centrales del mundo, la Reserva Federal de Estados Unidos y el Banco de Japón (BOJ). La Fed no hizo nada, lo cual es precisamente el problema, mientras que los alquimistas del BOJ desvelaron otra débil apuesta por una política no convencional.
Tanto la Fed como el BOJ están impulsando estrategias terriblemente desconectadas de las economías que se les ha confiado gestionar. Más aún, sus últimas medidas refuerzan su creciente involucramiento con un mecanismo de transmisión cada vez más insidioso entre política monetaria, mercados financieros y economías dependientes de activos, enfoque que condujo a la crisis de 2008-2009, y bien podrían sembrar las semillas de otras crisis en los años próximos.
La cruda realidad del débil crecimiento económico queda oculta en el debate sobre las nuevas y potentes herramientas que los banqueros centrales pretenden sumar a los recursos a su disposición. Japón es un ejemplo obvio: atrapado en la que ha sido una trayectoria de crecimiento de un 1% durante el último cuarto de siglo, su economía no ha reaccionado a las múltiples iniciativas, caracterizadas por un extraordinario estímulo monetario.
Sea cual sea la sigla en inglés -primero, el ZIRP (la política de tasa de interés cero de fines de los años 90), luego la QQE (la facilitación cuantitativa y cualitativa lanzada por el Gobernador del BOJ Haruhiko Kuroda en 2013), y ahora la NIRP (las medidas recientes hacia una política de tasas de interés negativas)-, el BOJ ha prometido más de lo que ha podido lograr. De hecho, con un crecimiento anual real del PIB de apenas un 0,6% (un tercio más bajo que el desganado promedio de 0,9% de los 22 años que le precedieron desde 1991) desde que Shinzo Abe fuera electo como Primer Ministro a fines de 2012, el supuesto súper estímulo de las "Abenomics" ha demostrado ser un enorme fracaso.
La Fed no lo ha hecho mucho mejor. El crecimiento real del PIB en EEUU ha sido en promedio solamente un 2,1% en los 28 trimestres posteriores al tercer trimestre de 2009, que marcara el fin de la Gran Recesión, siendo apenas la mitad del ritmo promedio de un 4% en periodos comparables de recuperaciones anteriores.
Como en el caso de Japón, esta recuperación inferior a la esperada ha sido en gran medida insensible a las intensas medidas de la Fed de estímulo no convencional –tasas de interés cero, tres dosis de expansión del balance (QE1, QE2 y QE3) y una operación de intervención de la curva del rendimiento que parece tener como antecedente las últimas medidas del BOJ. (El BOJ acaba de anunciar que apunta a tasas de interés cero para los bonos públicos japoneses a 10 años).
A pesar de la persistente debilidad del crecimiento, los banqueros centrales siguen pensando que su enfoque está funcionando porque arroja resultados que "cumplen el mandato". La Fed señala la fuerte reducción de la tasa de desempleo de EEUU -de un 10% en octubre de 2009 al 4,9% actual- como evidencia prima facie de una economía que se acerca a uno de los objetivos del llamado mandato dual de la Fed.
Sin embargo, si se yuxtapone el crecimiento aparentemente sólido a la débil producción, queda en evidencia una importante desaceleración de la productividad que plantea serias dudas sobre el potencial de crecimiento de largo plazo de Estados Unidos y una eventual acumulación de presiones inflacionarias y de costes. No se puede culpar a la Fed por intentarlo, argumentan quienes refutan los hechos, insistiendo en que entre la Gran Recesión y otra Gran Depresión solamente se interpusieron las políticas monetarias no convencionales. Sin embargo, esa es más una aseveración que una conclusión que se pueda comprobar.
Mientras que la falta de capacidad movilizadora de las políticas ha sido notable en las economías reales de Japón y Estados Unidos, los mercados de activos son una historia bien diferente. Los valores y los bonos han aumentado mucho gracias a las políticas monetarias de tasas de interés bajísimas y enormes inyecciones de liquidez.
Es evidente que las nuevas políticas monetarias no convencionales de ambos países no advierten la desconexión entre los mercados de activos y la actividad económica real, lo que refleja las consecuencias de unas tremendas recesiones de los balances, en las que la demanda agregada, elevada artificialmente por las burbujas de los precios de los activos, colapsaron cuando éstas estallaron, llevando a una disfunción crónica de consumidores (Estados Unidos) y empresas (Japón) que se han sobreapalancado y dependen demasiado de los activos. En circunstancias así, sorprende poco la falta de respuesta a las tasas de interés cercanas a cero. De hecho, recuerda bastante a la llamada trampa de liquidez de los años 30, cuando los bancos centrales también intentaron reactivar la economía con este tipo de medidas.
Lo que resulta especialmente desconcertante es el hecho de que los banqueros centrales sigan haciendo caso omiso a la cruda realidad. Como indican las últimas medidas del BOJ, sigue viva la inclinación por hacer ingeniería financiera. Y como ha mostrado una vez más la Fed, la siempre elusiva normalización de las tasas de interés se sigue postergando para más adelante. Tras haber agotado hace mucho su arsenal de medidas tradicionales, los banqueros centrales persisten en la miopía de tratar de inventar nuevas herramientas, en lugar de reconocer lo destructivo de sus acciones en la generación de la crisis.
Si bien a los mercados financieros les encantan las medidas de relajación monetaria, no se puede obviar su lado oscuro. Los precios de los activos se están manipulando de manera generalizada: acciones y bonos, activos de largo y mediano plazo, así como las monedas. Como resultado, sufren los ahorristas, se reprime el coste del capital y se estimula la toma de riesgos imprudente en un clima de limitación del ingreso. Es un terreno especialmente peligroso para las economías que necesitan desesperadamente inversiones que eleven la productividad. No es un panorama muy diferente al clima de excesos basado en activos en que se incubara la crisis financiera global de 2008-2009.
Más aún, en épocas de extrema relajación monetaria, la ebullición de los mercados de activos evita que las autoridades fiscales sientan la presión de tomar medidas. La mayor tragedia de todas sería no prestar atención a una de las lecciones (sí, keynesianas) de los años 30: que la política fiscal es la única manera de salir de una trampa de liquidez. Los bancos centrales necesitan desesperadamente que el público crea que saben lo que hacen. Nada más lejos de la verdad.
(Stephen S. Roach, former Chairman of Morgan Stanley Asia and the firm's chief economist, is a senior fellow at Yale University's Jackson Institute of Global Affairs and a senior lecturer at Yale's School of Management. He is the author of Unbalanced: The Codependency of America and China)
– ¿Estancamiento secular o malestar autoinfligido? (Project Syndicate – 27/9/16)
Múnich.- Hace casi exactamente ocho años, el colapso de Lehman Brothers sumió a la economía mundial en una recesión. El mercado interbancario se derrumbó, y todo el mundo industrializado se sumergió en la peor crisis desde el final de la Segunda Guerra Mundial. A pesar de que los bancos centrales han mantenido tasas de interés extremadamente bajas, aún no se ha superado completamente la crisis. Por el contrario, numerosas economías, como ser las de los países del sur de Europa y Francia, simplemente no están logrando ningún avance. Y, Japón ha estado en la cuerda floja durante ya un cuarto de siglo.
Algunos economistas creen que esto es una prueba que evidencia el "estancamiento secular", un fenómeno descrito en el año 1938 por el economista estadounidense Alvin Hansen, quien se basó en la Ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia de Karl Marx. Debido al agotamiento gradual de los proyectos de inversión rentables, de acuerdo con este punto de vista, la tasa natural de interés continúa disminuyendo. Por lo tanto, la estabilización de la economía sólo es posible mediante una disminución equivalente en las tasas de interés de política monetaria.
En vista de la enorme burbuja de crédito que precedió a la crisis en Japón, Estados Unidos y el sur de Europa, y las agresivas políticas llevadas a cabo por los bancos centrales en los últimos años, tengo mis dudas sobre que esta teoría esté correcta. De hecho, me parece plausible que un mecanismo muy diferente se encuentra detrás del estancamiento posterior a la crisis del año 2008, denomino a dicho mecanismo como el "malestar autoinfligido".
Esta hipótesis se entiende mejor en el contexto de la teoría del ciclo económico del economista Joseph Schumpeter. Las falsas expectativas por parte de los participantes en el mercado regularmente causan burbujas de crédito y de precios de activos. Los inversores, que esperan que los precios e ingresos aumenten, compran propiedades residenciales y comerciales, y también se arriesgan a iniciar nuevos proyectos empresariales. Los precios de los bienes raíces comienzan a elevarse, se produce un auge de la construcción, y se inicia una nueva fase de rápida expansión, misma que se ve sostenida, en parte, por la revitalización de la economía nacional, que incluye la revitalización del sector de los servicios. El crecimiento de los ingresos enfervoriza cada vez más a los prestatarios, lo que a su vez calienta aún más las cosas.
Posteriormente, la burbuja estalla. La inversión colapsa y los precios de los bienes raíces caen; las empresas y los bancos entran en quiebra; las fábricas y los edificios de viviendas queden vacantes; y los empleados son despedidos. Una vez que los precios y los salarios han caído, nuevos inversores llegan al mercado para intervenir con nuevas ideas de negocios y establecen nuevas empresas. Después de esta "destrucción creativa", se estable una nueva fase de rápida expansión.
En la crisis actual, sin embargo, la política monetaria adelantó la destrucción creativa que podría haber servido de base para una nueva fase de expansión del crecimiento. Quienes tenían activos en su poder convencieron a los bancos centrales para que crean que el ciclo económico de Schumpeter podía superarse mediante la compra de bonos a gran escala financiada mediante la impresión de dinero y la correspondiente reducción de tasas de interés.
Sin duda, estas medidas detuvieron, a medias, la caída de los precios de los activos; y, por lo tanto, salvaron mucha riqueza. Sin embargo, también impidieron que una cantidad suficiente de jóvenes emprendedores e inversores se arriesguen a un nuevo comienzo. Por el contrario, las empresas establecidas no fueron desplazadas, manteniéndose a flote, más sin embargo quedaron carentes de los medios necesarios para realizar nuevas inversiones. En Japón y Europa, en especial, un gran número de estos bancos y empresas zombi sobrevivieron, y ahora están bloqueando a posibles competidores capaces de impulsar la próxima expansión del crecimiento. La osificación económica resultante se parece al estancamiento secular que Hansen describió; de hecho, es un malestar autoinfligido.
Y, debido a que las bajas tasas de interés han reducido las ganancias de los administradores de activos, algunos bancos centrales -y el Banco Central Europeo, en particular- se han basado en sucesivos recortes de tasas de interés en un esfuerzo para diseñar ganancias de valor substituto para los activos. Por lo tanto, la economía de esta forma se vio atrapada en una trampa, lo que obligó al BCE a llevar a cabo medidas de política monetaria cada vez más radicales. Su actual programa de flexibilización cuantitativa está destinado a duplicar la cantidad de dinero en un período muy corto. Se están alistando otras armas, como ser tasas de interés nominales que sucesivamente se tornan más negativas o el llamado dinero helicóptero.
La única forma de salir de esta trampa es una fuerte dosis de destrucción creativa, misma que en Europa tendría que ir acompañada de un alivio de la deuda y de salidas de la eurozona, acompañadas, a su vez, por devaluaciones posteriores de las monedas. El shock sería doloroso para los actuales propietarios de la riqueza, pero, después de una rápida disminución de los valores en dólares de los precios de los activos, incluidos los valores de los proyectos de inversión en terrenos y bienes inmuebles, muy pronto nuevos negocios e inversiones tendrían espacio para crecer, y se crearían nuevos puestos de trabajo. El retorno natural sobre la inversión una vez más sería alto, lo que significa que la economía podría expandirse, una vez más, a tasas de interés normales. Cuanto antes se permita llevar a cabo esta purga, más leve será la misma; y, más pronto llegará el momento en que los europeos y otros puedan, otra vez, respirar tranquilos.
(Hans-Werner Sinn, Professor of Economics and Public Finance at the University of Munich, was President of the Ifo Institute for Economic Research and serves on the German economy ministry"s Advisory Council. He is the author, most recently, of The Euro Trap: On Bursting Bubbles, Budgets, and Beliefs)
– Escapar de la nueva normalidad de débil crecimiento (Project Syndicate – 30/9/16)
Milán.- Sin lugar a dudas, la recuperación de la recesión mundial provocada por la crisis financiera del año 2008 ha sido inusualmente larga y anémica. Algunos aún esperan un repunte en el crecimiento. Sin embargo, ocho años después de que estallara la crisis, la situación que atraviesa la economía mundial comienza a mostrarse más como un nuevo equilibrio de bajo crecimiento que como una recuperación lenta. ¿Por qué ocurre esto y hay algo que podamos hacer al respecto?
Una posible explicación de esta "nueva normalidad" que ha recibido mucha atención es la disminución del crecimiento de la productividad. Pero, a pesar de la considerable cantidad de datos y análisis, el rol que desempeña la productividad en el actual malestar ha sido difícil de definir – y, en los hechos, parece no tener la importancia crítica que muchos piensan.
Por supuesto, la desaceleración del crecimiento de la productividad no es buena para el desempeño económico a largo plazo, y puede ser una de las fuerzas que frenan a Estados Unidos, a medida que se acerca al nivel de "pleno" empleo. Pero, en gran parte del resto del mundo otros factores -para nombrar algunos, la demanda agregada insuficiente y las significativas brechas de productividad, enraizadas en el exceso de capacidad y activos subutilizados (incluyéndose entre ellos a las personas)- parecen tener mayor importancia.
En la eurozona, por ejemplo, la demanda agregada en muchos países miembros se ha visto restringida por, entre otras cosas, el gran superávit de cuenta corriente de Alemania, que ascendió a 8,5% del PIB en el año 2015. Al tener una mayor demanda agregada y un uso más eficiente de los recursos humanos y otros recursos de capital existentes, las economías podrían lograr un impulso significativo en el crecimiento a mediano plazo, incluso sin que estén presentes ganancias de productividad.
Nada de esto quiere decir que debemos ignorar el desafío de la productividad. Pero la verdad es que la productividad no es el principal problema económico en este momento.
Hacer frente a los problemas más apremiantes de la economía mundial requerirá de la acción de múltiples actores -no sólo de la de los bancos centrales. Sin embargo, hasta el momento, las autoridades monetarias han asumido gran parte de la carga de la respuesta frente a la crisis. En primer lugar, intervinieron para evitar el colapso del sistema financiero, y, más tarde, para detener la crisis bancaria y de la deuda soberana en Europa. Luego continuaron su accionar para reducir las tasas de interés y la curva de rendimiento, elevando los precios de los activos, lo que a su vez impulsó la demanda vía los efectos de riqueza.
Pero este abordaje, a pesar de hacer algo bueno, ha llegado a su fin. Las tasas de interés muy bajas -incluso negativas- no han logrado restablecer la demanda agregada o estimular la inversión. Y, el canal de transmisión del tipo de cambio no tendrá muchos efectos positivos, ya que no aumenta la demanda agregada, simplemente desplaza la demanda entre los sectores relacionados al comercio exterior de los países. La inflación ayudaría, pero incluso las medidas monetarias más expansivas han estado esforzándose por elevar la inflación para que se alcance los niveles-objetivo, Japón presenta un ejemplo de lo antedicho. Una de las razones para esto es la presencia de una demanda agregada inadecuada.
Nunca se debería haber esperado que la política monetaria por sí sola cambie las economías, llevándolas a una trayectoria más alta de crecimiento sostenible. Y, de hecho, no lo hizo: la política monetaria explícitamente pretendía ganar tiempo para que los hogares, el sector financiero y los países soberanos deudores reparen sus hojas de balance; y, las políticas de crecimiento comiencen a funcionar.
Desafortunadamente, los gobiernos no fueron lo suficientemente lejos en la búsqueda de respuestas fiscales y estructurales complementarias. Una de las razones es que las autoridades fiscales en muchos países -en particular, en Japón y partes de Europa- se han visto limitadas por los altos niveles de deuda soberana. Por otra parte, en un entorno con tasas de interés bajas, estos países pueden vivir con sobreendeudamiento.
Para los gobiernos altamente endeudados, las tasas de interés bajas tienen importancia crítica para mantener los niveles de endeudamiento en niveles sostenibles y para aliviar la presión relativa a la reestructuración de la deuda y la recapitalización de los bancos. El desplazamiento hacia un equilibrio en el rendimiento de la deuda soberana alto haría que sea imposible lograr el equilibrio fiscal. En la eurozona, en el año 2012 el Banco Central Europeo anunció que su compromiso relativo a evitar que los niveles de endeudamiento se tornen insostenibles estaba políticamente condicionado a la restricción fiscal.
También hay motivaciones políticas en juego. Los políticos simplemente prefieren mantener la carga sobre la política monetaria y evitar así ir tras la consecución de políticas difíciles o impopulares -incluyéndose entre ellas las reformas estructurales, la reestructuración de la deuda y la recapitalización de los bancos- mismas que están destinadas a impulsar el acceso a los mercados y la flexibilidad, incluso si esto significa socavar el crecimiento a mediano plazo.
El resultado es que las economías están atrapadas en un supuesto equilibrio de Nash, en el cual ningún participante puede ganar a través de una acción unilateral. El crecimiento sufrirá si los bancos centrales intentan abandonar sus políticas agresivamente acomodaticias sin acciones complementarias para reestructurar la deuda o restablecer la demanda, el crecimiento y la inversión – así como también sufrirá la credibilidad de los bancos centrales, o incluso su independencia.
Pero estas instituciones deben abandonar las mencionadas políticas monetarias expansivas, porque ellas han llegado al punto en el que pueden estar haciendo más daño que bien. Al suprimir los rendimientos para los ahorristas y para los titulares de activos por un período prolongado, las tasas de interés bajas han estimulado una búsqueda frenética de rendimiento.
Esta búsqueda toma dos formas. Una es el aumento del apalancamiento, que ha aumentado en todo el mundo en una cifra de alrededor de $ 70 millones de millones de dólares desde el año 2008, y en gran medida (aunque no totalmente) esto ha ocurrido en China. La otra es la volatilidad de los flujos de capital, lo que ha llevado a los formuladores de políticas en algunos países a ir tras de su propia flexibilización monetaria o a imponer controles de capital, con el fin de evitar daños al crecimiento en su sector de comercio exterior.
En el pasado los líderes políticos mostraron más coraje en la implementación de reformas estructurales y de seguridad social que puede que impidan el crecimiento por un tiempo, pero estabilizan la situación fiscal de sus países. De manera más general, las autoridades fiscales tienen que cooperar mucho más y de mejor manera con sus contrapartes, a nivel nacional e internacional.
Dicho accionar probablemente tendrá que esperar hasta que las consecuencias políticas del bajo crecimiento, la alta desigualdad, la desconfianza en la inversión y el comercio internacional, así como la pérdida de independencia del banco central se tornen en demasiado pesadas para soportar. Probablemente esto no ocurrirá de inmediato; pero, dado el surgimiento de líderes populistas que aprovechan estas tendencias adversas para ganar apoyo, puede que dichas acciones no estén demasiado lejanas.
En este sentido, el populismo puede ser una fuerza beneficiosa, ya que desafía al status quo problemático. Sin embargo, en el caso de que los líderes populistas se hagan del poder, permanece el riesgo de que ellos vayan a ir tras la consecución de políticas que conducen a resultados que son aún peores.
(Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU"s Stern School of Business, Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations, Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University, Academic Board Chairman of the Asia Global Institute in Hong )
– Occidente en la encrucijada (Project Syndicate – 3/10/16)
Berlín.- Este año y el próximo, los votantes de las principales democracias occidentales tomarán decisiones que podrían cambiar de modo fundamental a Occidente -y al mundo- como lo hemos conocido por décadas. De hecho, algunas de estas decisiones ya se han tomado: el principal ejemplo es la reciente decisión del Reino Unido de abandonar la Unión Europea.
Mientras tanto, bien podría ser que Donald Trump y Marine Le Pen ganen las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos y Francia, respectivamente. Hace un año habría parecido absurdo pronosticar la victoria de cualquiera de ellos, pero hoy no podemos decir lo mismo.
Las placas tectónicas del mundo occidental han comenzado a desplazarse, y a muchos les ha costado darse cuenta de las potenciales consecuencias. Hoy, después del referendo del Brexit del Reino Unido, vemos el asunto con algo más de realismo.
La decisión del Reino Unido fue un rechazo de facto a un orden europeo de paz cimentado en la integración, la cooperación y un mercado y jurisdicción comunes. Surgió de una creciente presión sobre tal orden, tanto interna como externa. En lo interno, el nacionalismo ha ido ganando fuerza en casi todos los estados miembros de la UE, mientras que en lo externo Rusia está jugando a la política de las grandes potencias, promoviendo una "Unión Euroasiática" (eufemismo por un nuevo dominio ruso sobre Europa del Este) como alternativa a la UE.
Ambos factores representan una amenaza a la estructura de paz de la UE, y el bloque quedará debilitado sin el Reino Unido, su tradicional garante de estabilidad. La UE es el eje de la integración de Europa occidental, por lo que su debilitamiento provocará una reorientación hacia el Este.
Es un resultado incluso más probable si en Estados Unidos gana Trump, que admira abiertamente al Presidente ruso Vladimir Putin y se adaptaría a la política de gran potencia de Rusia a costa de los vínculos europeos y transatlánticos. Un "momento Yalta 2.0" de este tipo impulsaría a su vez un sentimiento antiestadounidense en Europa y agravaría el daño geopolítico que sufre Occidente.
De manera similar, si en primavera gana la nacionalista de extrema derecha Marine Le Pen, significaría un rechazo de Francia a Europa. Dado que es una de las piedras angulares (junto con Alemania) de la UE, su elección probablemente marcaría el comienzo del fin de la Unión misma.
Si el Reino Unido y Estados Unidos giran hacia un neoaislacionismo y Francia abandona a Europa en favor del nacionalismo, el mundo occidental se volvería irreconocible. Ya no sería el bastión de la estabilidad y Europa caería en el caos de manera indefinida.
En este escenario, muchos volverían los ojos hacia Alemania, la mayor economía europea. Pero si bien el país pagaría el más alto precio económico y político en caso de un colapso de la UE (sencillamente, sus intereses están demasiado vinculados a los de la Unión), nadie debería esperar que resurgiera allí el nacionalismo. Todos sabemos los niveles destrucción y desgracia que puede causar en el continente.
En términos geopolíticos, Alemania quedaría en un estado intermedio. Mientras Francia es claramente un país occidental, atlántico y mediterráneo, a lo largo de su historia Alemania ha oscilado entre el Este y el Oeste. De hecho, por largo tiempo esta dinámica fue un factor constitutivo del Imperio Alemán. La cuestión "este u oeste" no se decidió finalmente sino hasta la derrota total en 1945. Tras la creación de la República Federal Alemana, el Canciller Konrad Adenauer escogió a Occidente.
Adenauer había sido testigo de la tragedia alemana al completo (las dos guerras mundiales y el colapso de la República de Weimar) y pensaba que los vínculos de la joven República Federal eran más importantes que la reunificación alemana. Para él, Alemania tenía que abandonar su posición de intermediaria e integrarse irreversiblemente con las instituciones económicas y se seguridad europeas.
El reacercamiento de posguerra entre Francia y Alemania y la integración europea bajo la UE han sido elementos indispensables de la orientación occidental alemana. Sin esos factores, podría volver a ser una tierra de nadie en términos ideológicos, lo que pondría en peligro a Europa, alimentaría peligrosas ilusiones en Rusia y obligaría a la misma Alemania a asumir retos inmanejables con respecto al continente.
La orientación geopolítica de Alemania será un tema subyacente central en las elecciones del próximo año. Si la Unión Demócrata Cristiana de la Canciller Ángela Merkel la descarta debido a su política hacia los refugiados, es probable que el partido se oriente hacia la derecha en un intento por recuperar a sus votantes que prefirieron a Alternativa por Alemania (AfD), de corte antiinmigrante y populista.
Pero todo movimiento de la CDU para cooperar con AfD o validar sus argumentos presagiaría problemas. La AfD representa a los nacionalistas alemanes de extrema derecha (y peores) que desean volver a la vieja posición intermedia y forjar vínculos más estrechos con Rusia. La cooperación entre la CDU y AfD traicionaría el legado de Adenauer y equivaldría al fin de la República de Bonn.
Mientras tanto, existe un peligro similar desde el otro lado del espectro, porque una potencial coalición entre la CDU y AfD tendría que depender de Die Linke (el Partido La Izquierda), algunos de cuyos dirigentes desean en la práctica lo mismo que AfD: relaciones más cercanas con Rusia y nula o menor integración con Occidente.
Cabe esperar que no tengamos que vivir una tragedia así y Merkel prosiga en el cargo después de 2017. Puede que el futuro de Alemania, Europa y Occidente dependa de ello.
(Joschka Fischer was German Foreign Minister and Vice Chancellor from 1998-2005, a term marked by Germany's strong support for NATO's intervention in Kosovo in 1999, followed by its opposition to the war in Iraq )
– Anticiparse al futuro (Project Syndicate – 11/10/16)
San Francisco.- El surgimiento de nuevas tecnologías es tan veloz que ya nos cuesta manejar su impacto en la sociedad. Los cambios tecnológicos afectan todos los aspectos de la vida, desde la naturaleza del trabajo hasta lo que significa ser humano, y pueden resultarnos abrumadores si no trabajamos juntos para comprenderlos y manejarlos.
Avances revolucionarios en inteligencia artificial, robótica, Internet de las Cosas, vehículos autónomos, impresión 3D, nanotecnología, biotecnología, ciencia de materiales, almacenamiento de energía y computación cuántica están redefiniendo industrias enteras y creando de cero otras nuevas. En el Foro Económico Mundial a esta ola de innovación la bautizamos "Cuarta Revolución Industrial", porque supone un cambio fundamental del modo en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos.
Nuevas tecnologías como la máquina de vapor y la mecanización de la producción textil dieron inicio a la Primera Revolución Industrial, que fue acompañada por transformaciones sociopolíticas históricas como la urbanización, la educación universal y la agricultura mecanizada. Con la electrificación y la producción en masa, la Segunda Revolución Industrial introdujo modelos sociales y modos de trabajar totalmente nuevos. Y con la llegada de la tecnología digital y las telecomunicaciones instantáneas, la Tercera Revolución Industrial, que se desarrolló a lo largo de las últimas cinco décadas, conectó el planeta y redujo el tiempo y el espacio.
La Cuarta Revolución Industrial traerá transformaciones no menos importantes: si bien cada una de las tecnologías tendrá un impacto por separado, lo que más definirá nuestras vidas en el futuro serán los cambios en los sistemas sociales y económicos. En esta etapa, no hay un consenso en relación con temas tan básicos como la propiedad de los datos personales, la seguridad de las infraestructuras y los derechos y responsabilidades de las nuevas empresas disruptivas. Se necesita un marco conceptual que ayude a empresas, gobiernos y personas a anticiparse a los cambios radicales con base tecnológica que se avecinan en los modelos de negocios y en cuestiones éticas y sociales.
Para garantizar nuestra prosperidad futura, debemos preguntarnos si las nuevas tecnologías se diseñan con el objetivo de satisfacer necesidades sociales o si simplemente introducen cambios por el cambio mismo. Más en general, debemos pensar no sólo en el avance tecnológico y la productividad económica, sino también en el efecto de esas fuerzas sobre la gente, las comunidades y el medioambiente.
A la par que la Cuarta Revolución Industrial se desarrolla, cuatro principios deben guiarnos en la definición e implementación de políticas. Para empezar, debemos pensar en sistemas, no en tecnologías aisladas; sólo observando el modo en que interactúan fuerzas tecnológicas, sociales y económicas divergentes podremos determinar y predecir los cambios posibles en las empresas, la sociedad y la economía.
En segundo lugar, debemos oponernos a la muy extendida visión fatalista según la cual el progreso está predeterminado. Hay que educar y empoderar a comunidades e individuos para que dominen las tecnologías con fines productivos, en vez de ser dominados por ellas al servicio de fines ajenos. Si no controlamos las nuevas tecnologías en provecho propio, habremos entregado el poder de decisión personal y colectivo, y quedarán pocas razones para el optimismo.
En tercer lugar, debemos diseñar tecnologías y sistemas nuevos con visión de futuro, en vez de aceptar sin más los cambios según aparezcan. La integración de las tecnologías transformadoras en los sistemas sociales y económicos demandará una estrecha colaboración entre las partes interesadas, en el gobierno, la industria y la sociedad civil. De lo contrario, nuestro futuro se definirá por el devenir de las circunstancias en vez de nuestro juicio colectivo.
Por último, las consideraciones sociales y éticas no son una molestia que sea preciso superar o anular; nuestros valores compartidos deben ser el elemento central de todas las tecnologías nuevas. Si estas se usan en modos que agravan la pobreza, la discriminación o el deterioro medioambiental, entonces no están a la altura del futuro que queremos construir. Invertir en tecnologías nuevas sólo se justifica si contribuyen a un mundo más seguro e integrado.
Ninguna de las partes interesadas puede enfrentar por sí sola los desafíos sociales y económicos de la Cuarta Revolución Industrial. La comunidad empresarial, por su parte, debe crear un entorno en el que las tecnologías se desarrollen y apliquen en modo seguro, y sin perder de vista las consideraciones sociales.
Los gobiernos también deben participar activamente en la introducción de las innovaciones en la sociedad. Las autoridades deben colaborar estrechamente con los tecnólogos y emprendedores que impulsan la revolución, para no quedarse atrás. Y todos nosotros, como individuos, debemos estar informados, para comprender las nuevas cuestiones que surjan de la compleja interacción entre la tecnología y la sociedad, y responder a ellas.
La Cuarta Revolución Industrial traerá consigo cambios sistémicos que demandan un involucramiento colaborativo y nos obligan a pensar nuevos modos de trabajar juntos en las esferas pública y privada. El ritmo de los cambios no se detendrá, antes bien se acelerará, de modo que es preciso mantener la transparencia en beneficio de todas las partes interesadas, para que puedan sopesar los riesgos y las ganancias de cada nuevo avance. Vivimos en una era de complejidad, y el buen liderazgo demanda un cambio radical en nuestra visión del involucramiento colaborativo de cara al futuro.
Si queremos evitar las distopías que la tecnología puede producir muy fácilmente, debemos imaginar juntos el futuro que queremos crear.
(Klaus Schwab is Founder and Executive Chairman of the World Economic Forum)
– Free Trade in Chains (Project Syndicate – 22/10/16)
The growing political backlash against trade in the advanced economies has raised a crucial question: does globalization need to be rolled back in order to preserve an open world economy? If policymakers don"t address it now, they are likely to answer for it later.
London.- At the beginning of the new millennium, when the world was deemed "flat" because of its economic openness, international trade was a subject confined to the business pages and discussions among technocrats. Now, trade tops the political agenda in much of the world; in the advanced economies, it is populists" favorite horse to whip. Even politicians who once embraced trade deals are now disavowing them.
In Britain, as a result of the Brexit vote, debates about the merits of trade with the European Union"s single market versus trade under World Trade Organization rules are now heard almost nightly. In the United States, both presidential candidates have made opposition to mega-regional trade deals – specifically, the 12-country Trans-Pacific Partnership (TPP) and the Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP) with the European Union – central to their campaigns.
None of this should be surprising, given how sharply public opinion has soured on such trade agreements. Opinion polls on both sides of the Atlantic identify trade as one of the major sources of the discontent roiling the world"s developed democracies. A survey by YouGov indicates that approximately 71% of Americans and 58% of Germans believe that their countries should embrace more restrictive trade policies to protect their economies from foreign competition. So the window of opportunity to conclude the TPP and the TTIP is closing; in fact, leaders like French President François Hollande are increasingly adamant that the TTIP is already a dead acronym.
Project Syndicate"s columnists are deeply divided over the meaning of this turn against trade. Is there a risk, as some suggest, that the US -and Britain- could turn the clock back to the 1930s, when the US Congress enacted the Smoot-Hawley Tariff and Britain abandoned the gold standard, allowing sterling to depreciate and triggering a wave of restrictions on international trade and payments? Or is the turn against trade the inevitable reaction to an assumption -that free trade benefits all- that was never true in either theory or practice?
Closing Time?
Despite much academic and official hand-wringing, Harvard"s Dani Rodrik, no free-trade cheerleader, sees "few signs that governments are moving decidedly away from an open economy". Similarly, Rodrik"s Harvard colleague Joseph Nye, referring to the US presidential campaign, warns that it would be "an overstatement to say that the 2016 election highlights an isolationist trend that will end the era of globalization".
Nonetheless, the signals coming from both sides of the Atlantic -and what they imply for the future of the international economic order that emerged at Word War II"s end- worry many observers. Otaviano Canuto, an executive director of the World Bank, points to "a lack of progress in recent rounds of trade liberalization and the implementation of protectionist non-tariff trade barriers". Although such "creeping protectionism has not yet had a significant quantitative impact on trade", he argues, "its emergence has become a major source of concern amid rising anti-globalization sentiment in the advanced economies".
A repetition of the experience of the 1930s was precisely what many experts, policymakers, and business leaders sought to avoid in the aftermath of the 2008 global financial crisis. In the first major test of the G20 -the major developed and emerging countries that account for some 85% of world GDP- its members" leaders were hastily summoned to Washington, DC, in November 2008 to coordinate measures to address the crisis. Maintaining an open trade regime and avoiding protectionist measures were what everyone had in mind.
This was a geopolitical agenda as much as it was an economic one – if not more so. Indeed, as Barry Eichengreen reminds us, it would be wrong to "invoke the old saw that Smoot-Hawley caused the Great Depression, because it didn"t". Nonetheless, by eroding trust and removing incentives to cooperate, currency and trade wars "fanned geopolitical tensions" in the 1930s. In particular, Eichengreen points out, "US, British, French, and Canadian leaders were at one another"s throats at a time when they should have been working together to advance other common goals" – namely, mobilizing "a coalition of the willing to contain the Nazi threat".
Fast-forward to 2016, and "(m)ore than rhetoric has shifted", says Bjørn Lomborg, the director of the Copenhagen Consensus Center. From Lomborg"s perspective, what Canuto characterizes as an upward creep in global trade restrictions is in fact a galloping trend. He laments that "the use of protectionist policies" was "up 50% in 2015, outnumbering trade-liberalization measures by three to one", and that G20 members accounted for 81% of these new restrictions.
So how, asks Nobel laureate economist Joseph Stiglitz of Columbia University, "can something that our political leaders -and many an economist- said would make everyone better off be so reviled?" One reason, as Harvard"s Jeffrey Frankel argues, is that enlarging the economic pie -"a fundamental proposition in economics"- is necessary to maintain consensus on trade. As the size of the pie is no longer increasing enough for the winners, even in principle, to compensate the losers and thus leave everyone better off, the losers have felt increasingly disenfranchised.
Yale University"s Stephen Roach makes a similar case. He cites data from the International Monetary Fund showing that "annual growth in the volume of world trade has averaged just 3% over the 2009-2016 period – half the 6% rate from 1980 to 2008", owing both to the post-2008 recession and a slow and sluggish recovery. "With world trade shifting to a decidedly lower trajectory", he says "political resistance to globalization has only intensified."
Trading Doubts
But that does not mean that faltering growth in world trade is the most important issue to address, as many -including the IMF- believe. On the contrary, Daniel Gros, Director of the Center for European Policy Studies, argues that "(b)lind faith in globalization" is the main source of the current political backlash, because it "led many to overhype" the benefits, "creating impossible expectations for trade liberalization".
Gros blames policymakers" refusal to distinguish between liberalization-driven trade and commodities-driven trade. "By the early 1990s", he says, "when tariffs and other trade barriers had already reached very low levels, the traditional benefits of trade liberalization had largely been exhausted". But the "two-decade-long commodity-price boom" that followed "enabled major commodity exporters to import more", while also boosting the total value of world trade.
It was an outcome that "most economists and politicians", Gros continues, eagerly "attributed to trade-liberalization policies", thereby reinforcing "the notion that "hyper-globalization" was the key to huge gains for everyone". The crucial point is that "growth fueled by higher commodity prices, unlike that produced by the dismantling of trade barriers, caused a decline in living standards in the commodity-importing advanced countries, because it reduced the purchasing power of workers". As a result, "when advanced-country workers were squeezed economically, they concluded that globalization was the problem".
Gros is not alone in doubting that further liberalization can do much to revive world trade and economic growth. Jomo Kwame Sundaram and Vladimir Popov, of the Food and Agriculture Organization of the United Nations and the Russian Academy of Sciences, respectively, make a similar point. "With global trade already significantly freed up -and with incomes already stagnant or falling- claims that new (free-trade agreements) will boost incomes are dubious, at best", they say. Likewise, Eichengreen maintains that "(j)ust as tariff protection is not a macroeconomic problem in deflationary, liquidity-trap-like conditions, freer trade, the economist"s familiar nostrum, is not a solution".
Lomborg, for his part, nonetheless believes that trade liberalization still has much to offer to poorer countries. "Reviving the moribund Doha Development Round of global free-trade talks", he says, would make the world "$ 11 trillion richer each year by 2030, with $ 7 trillion going to developing countries". This would "cut the number of people in poverty by an astonishing 145 million in 15 years".
But Sundaram and Popov offer a sobering corrective to Lomborg"s rosy scenario. They warn that the non-trade provisions contained in deals like the TPP would "strengthen the hand of financial rent-seekers, intellectual-property owners, and multinational corporations vis-à-vis governments – all of which would hold emerging economies down, rather than helping them up".
Threadbare Theory or Unfair Practice?
Roach, who counts himself among "those who defend free trade and globalization", nonetheless takes his fellow economists to task for failing to develop an adequate intellectual basis for the policies they promote. "The best that economists can offer", he admits, "is David Ricardo"s early nineteenth-century framework: if a country simply produces in accordance with its comparative advantage (in terms of resource endowments and workers" skills), presto, it will gain through increased cross-border trade". That"s not good enough, Roach insists:
Ricardo"s arguments, couched in terms of England"s and Portugal"s comparative advantages in cloth and wine, respectively, hardly seem relevant for today"s hyper-connected, knowledge-based world. The Nobel laureate Paul Samuelson, who led the way in translating Ricardian foundations into modern economics, reached a similar conclusion late in his life, when he pointed out how a disruptive low-wage technology imitator like China could turn the theory of comparative advantage inside out.
Stiglitz, a longtime critic of the prevailing globalization agenda, is even more pointed in his criticism of the economics profession"s unconditional support for free trade. The problem for him is not so much with the theory as it is with its proponents" promise that free trade would make everyone better off. In fact, Stiglitz argues, the theory implies just the opposite. "Under the assumption of perfect markets (which underlies most neoliberal economic analyses), free trade equalizes the wages of unskilled workers around the world", he notes. "Trade in goods is a substitute for the movement of people". As a result, "(i)mporting goods from China -goods that require a lot of unskilled workers to produce- reduces the demand for unskilled workers in Europe and the US.
Or it lowers these workers" wages. "Eventually", Stiglitz explains, "it would be as if Chinese workers continued to migrate to the US and Europe until wage differences had been eliminated entirely". Unsurprisingly, he notes, "the neoliberals never advertised this consequence of trade liberalization". Instead, "they claimed -one could say lied- that all would benefit".
From the standpoint of some free-trade supporters, however, globalization is running into trouble not because of neoliberal theory, but because of illiberal practice. Princeton University"s Harold James suggests that "judicial and quasi-judicial decisions to impose large financial penalties on foreign corporations" could be viewed as an analog of the protectionist trade wars of the 1930s, with the US and Europe once again the main antagonists. He provides a telling example: "After the EU announced that it would require Apple to pay 13 billion ($ 14,6 billion) in back taxes, which it alleges were illegally reduced by the Irish government, the US fined Deutsche Bank, a German company, $ 14 billion to settle claims relating to its mortgage-backed securities business prior to the 2008 crash".
As James acknowledges, such penalties could be regarded as "an effective response in a world where multinational corporations have become extremely skilled at reducing their conventional tax liabilities". But he"s not convinced. "Unlike normal taxes", he notes, "fines against companies are not predictably or uniformly levied, and must be haggled over and settled individually in each case". This is not exactly an environment that nurtures a level playing field. On the contrary, "(t)hese discussions are often politicized and involve high-level government interventions".
This reflects the tremendous pressure on national governments to show that implementation of international trade rules does not hinder domestic firms vis-à-vis foreign firms. Consider industrial policy. Both the WTO and the European Commission crack down on any project that has a whiff of state aid, such as the new Airbus A350, which, according to a recent WTO ruling, benefited from the "direct and indirect effects" of long-term government support.
A more pressing example is the new bail-in regime for EU banks, which, less than six months after the Brexit referendum, could turn Italy into Europe"s next political flashpoint. In addition to having one of the EU"s most vulnerable banking sectors, Italy also has one of Europe"s highest rates of ownership of bank shares and bonds by individuals and families. The prohibition on using public funds to bail out banks, which took effect at the beginning of this year, thus makes it very difficult for Italy"s government to resolve the country"s banking crisis without jeopardizing its already-wobbly political stability.
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To answer both questions, Rodrik suggests, one should look not to the 1930s, but to the 1980s. Back then, Rodrik reminds us, "it was Japan, rather than China, that was the trade bogeyman, stalking -and taking over- global markets". With the US and Europe "erecting trade barriers and imposing "voluntary export restrictions" (VERs) on Japanese cars and steel", fear of "the creeping "new protectionism" was rife". And yet the subsequent decade was characterized by the greatest wave of globalization the world has ever known. What happened?
"In hindsight, the "new protectionism" of the 1980s," Rodrik explains, "was more a case of regime maintenance than regime disruption". To be sure, the "import "safeguards" and VERs of the time were ad hoc", he says, "but they were necessary responses to the distributional and adjustment challenges posed by the emergence of new trade relationships".
So where do we go from here? Stiglitz favors strong, Scandinavian-style welfare measures as part of a social contract that maintains an open society and economy. Frankel and Roach suggest specific policies, such as, in the US, universal health insurance, an expanded Earned Income Tax Credit, and broader Trade Adjustment Assistance to help displaced workers retrain. But, given the persistence of depressed global demand and low commodity prices, such measures are unlikely to restore trade and globalization to their previous vigor.
Ultimately, Rodrik is probably right about the need for a "better balance between national autonomy and globalization". As he puts it, today"s anti-trade backlash is a message to policymakers that they must "place the requirements of liberal democracy ahead of those of international trade and investment". Free-trade orthodoxy is not the only alternative to populism, and "center-right and center-left parties should not be asked to save hyper-globalization at all costs". The point is to preserve a relatively open global economy, not to adhere piously to some ideal model that even the staunchest free-trade advocates admit doesn"t exist.
– ¿Sin municiones para combatir la recesión? (Project Syndicate – 21/10/17)
Stanford.- Los pronósticos económicos para 2017 proyectan una fragilidad constante en la economía global, y un crecimiento inferior a lo esperado para la mayoría de los países y regiones. Los problemas económicos obvios incluyen los bancos débiles de Europa, el mercado inmobiliario distorsionado de China, la incertidumbre política en Occidente, los récords históricos de deuda privada y pública -225% del PIB, según el Fondo Monetario Internacional– y la reticencia por parte de Grecia y Portugal, dos países sumamente endeudados, a cumplir con los programas del FMI.
Los riesgos económicos globales adicionales, como una alteración importante del mercado petrolero que podría hacer subir los precios, no son tan obvios y, por ende, reciben menos atención. Los economistas catalogan a estos episodios como "shocks" precisamente porque se producen de manera inesperada y pueden tener consecuencias de amplio alcance.
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