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Euro-visión. 15 años del Euro: ¿festejo o funeral? (página 9)

Enviado por Ricardo Lomoro


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A lo largo de los cinco últimos años, nada menos que 344.000 millones de euros han pasado de los acreedores oficiales, como el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional a las arcas del Estado griego y a los bancos comerciales de este país, pero, seis meses después de negociaciones casi fútiles, se había llegado al agotamiento y las vacaciones estaban al caer, por lo que se prestó poca atención a las condiciones reales para un nuevo rescate de Grecia. Aunque el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera había declarado oficialmente en quiebra a Grecia el 3 de julio, los dirigentes de la zona del euro volvieron a aplazar el asunto de la insolvencia.

El último acuerdo sí que detuvo -o al menos interrumpió- la mayor crisis de la zona del euro hasta la fecha, lo que puso fin a un período sin precedentes de antipatía, oprobio, humillación, incordios y chantaje dentro de Europa. De hecho, Grecia se libró por los pelos de salir de la zona del euro.

El ex ministro de Hacienda de Grecia Yanis Varoufakis reveló que, después de tomar posesión de su cargo, montó un grupo, con el consentimiento del Primer Ministro, Alexis Tsipras, que se reunió en secreto para preparar la introducción de una moneda paralela y la toma del control del Banco Central de Grecia: la salida, en realidad, de la zona del euro. El Gobierno de Alemania estaba dispuesto también a aceptar lo que parecía inevitable. Si el Presidente de Francia, François Hollande, no hubiera asesorado a Grecia, a espaldas de la Canciller de Alemania, Angela Merkel, sobre cómo negociar, los acontecimientos habrían seguido un rumbo totalmente distinto.

La enconada disputa dentro del Eurogrupo (compuesto por los ministros de Hacienda de la zona del euro) no sólo creó tensiones en las relaciones entre los miembros de la unión monetaria, sino que, además, avivó las existentes dentro de los gobiernos nacionales. Muchos dirigentes europeos siguen sintiendo el escozor y lamiéndose las heridas, pero éste debería ser también el momento de que reflexionaran sobre lo sucedido y sus causas.

El rifirrafe fue la consecuencia de un intento de colocar la política por encima de las leyes de la economía. El dogma de la infalibilidad de las autoridades europeas y la irrevocabilidad de todos los avances hacia la integración chocaron con la realidad.

Si Europa sigue aplicando el mismo planteamiento a sus problemas de deuda que ha utilizado en el caso de Grecia, afrontará muchos conflictos en el futuro. El error fundamental se produjo en abril y mayo de 2010, cuando los prestadores oficiales -en forma de los demás Estados miembros de la zona del euro- substituyeron a los acreedores privados de Grecia.

Propuso ese plan el entonces Presidente del BCE Jean-Claude Trichet, con una clara violación de la regla del Tratado de Maastricht que prohibía los rescates de países y que había sido la condición fundamental de Alemania para abandonar el marco alemán, pero el Presidente francés Nicolas Sarkozy amenazó con abandonar el euro (como más adelante reveló el ex Primer Ministro de España, José Luis Rodríguez Zapatero, al periódico El País), a no ser que Alemania firmara el acuerdo sobre el rescate. Christine Lagarde, la ministra de Hacienda de Francia en aquel momento, dijo: "Violamos todas las reglas porque queríamos cerrar filas y rescatar de verdad a la zona del euro".

Se violaron las reglas, en efecto, pero está por ver si la decisión sobre el rescate rescató el euro. Desde luego, rescató a muchos bancos comerciales, que en el primer trimestre de 2010 corrían grandes riesgos en relación con el Estado griego. Los bancos griegos habían sido los que habían prestado más al Estado griego (29.000 millones de euros), seguidos por los bancos franceses (20.000 millones de euros), los bancos alemanes (17.000 millones de euros) y los bancos de los EEUU (4.000 millones de euros).

Con el rescate se rescató también al BCE, en la medida en que el crédito fiscal substituyó parte de su crédito Target, acumulado desde el comienzo de 2008. En aquel momento, la economía griega afrontó una interrupción repentina de las entradas de capitales privados y el Banco Central de Grecia financió todo el déficit por cuenta corriente del país con un crédito suplementario de refinanciación procedente de su imprenta electrónica local.

Pero rescatar a bancos no es lo mismo que rescatar el euro. Además, rescatar el euro no es lo mismo que rescatar el proyecto europeo.

La decisión sobre el rescate de 2010 transformó una controversia comercial normal entre acreedores y deudores -que siempre surge cuando los deudores dejan de saldar su deuda- en una disputa entre Estados soberanos. Con ello se creó animosidad entre los pueblos de Europa y se proporcionaron armas a partidos radicales de toda clase, lo que dañó gravemente el proceso de integración europea.

Sin la socialización de la deuda brindada por los planes de rescate, Varoufakis o quienquiera que hubiese dirigido el Ministerio de Hacienda de Grecia habría tenido que declararse insolvente y después afrontar a los acreedores privados de una diversidad de países. Después los gobiernos de éstos se habrían visto obligados a rescatar a bancos tambaleantes con el dinero de sus contribuyentes.

Desde luego, el rescate de bancos locales no habría sido un paseo por el parque, pero habría ahorrado a Europa el espectáculo de los gobiernos de sus Estados miembros enseñándose los dientes unos a otros. En 2008, Alemania rescató a Hypo Real Estate y en 2011 Bélgica, Francia y Luxemburgo rescataron a Dexia Bank. Como indican estos casos, se podría haber hecho la limpieza de la casa propia sin gran alboroto o al menos sin provocar tensiones internacionales.

Los bancos y quienes los apoyan en los medios de comunicación siempre predicen desastres cuando se ciernen deudas incobrables. Entonces los políticos suelen acceder, temblorosos, a sus peticiones y meten en un apuro a sus contribuyentes, pero las más de 180 suspensiones de pagos soberanas que ha habido desde 1945 no hicieron caer a los incumplidores por un precipicio. Al contrario: por lo general, tuvieron una nueva oportunidad. En realidad, los peligros que ahora afronta Europa a consecuencia de la socialización de las deudas son mucho mayores que los planteados por una posible y simple crisis financiera.

La enseñanza que se desprende del desastre griego es la de que la zona del euro debe formular procedimientos para abordar las insolvencias soberanas lo antes posible para impedir que otros soberanos pasen a ser acreedores mediante la mutualización de la deuda. Si los gobiernos nacionales de la Unión Europea quieren ayudarse unos a otros en una crisis, deben prestar ayuda humanitaria unilateralmente, sin condiciones y sin rescate. Si prestas a un amigo, dejará de ser tu amigo. Si no se tiene en cuenta ese principio de sensatez, será imposible mantener unida a Europa.

(Hans-Werner Sinn, Professor of Economics and Public Finance at the University of Munich, is President of the Ifo Institute for Economic Research and serves on the German economy ministry"s Advisory Council. He is the author, most recently, of The Euro Trap: On Bursting Bubbles, Budgets, and Beliefs)

– ¿Se puede reparar el euro? (Project Syndicate – 31/7/15)

París.- Cuando Wolfgang Schäuble, ministro de Hacienda de Alemania, planteó recientemente la opción de una salida de Grecia del euro, quería señalar que ningún miembro podía abstenerse de las disciplinas estrictas de la unión monetaria. En realidad, su iniciativa desencadenó un debate mucho más amplio sobre los principios que sustentan el euro, su gestión idónea y la propia lógica de su existencia.

Tan sólo dos semanas antes de la propuesta de Schäuble, los dirigentes de Europa apenas habían prestado atención a un informe sobre el futuro del euro preparado por el Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, y sus colegas de las demás instituciones de la Unión Europea, pero la nueva disputa sobre el caso de Grecia ha convencido a muchos encargados de la formulación de políticas de la necesidad de volver a empezar. Entretanto, los ciudadanos se preguntan por qué comparten esa divisa, si tiene sentido y si se puede lograr un acuerdo sobre su futuro.

Para las monedas, como para los países, los mitos fundacionales tienen importancia. La teoría establecida es la de que el euro fue el precio político que Alemania pagó por la aquiescencia francesa a su reunificación. En realidad, la reunificación sólo brindó el impulso final para un proyecto concebido en el decenio de 1980 con miras a resolver un dilema de antiguo. Los gobiernos europeos eran extraordinariamente reacios a los tipos de cambio flotantes, que, según suponían, serían incompatibles con un mercado único y no estaban dispuestos a perpetuar un régimen monetario dominado por el Bundesbank. Una moneda de verdad europea creada conforme a principios alemanes parecía la forma mejor de avanzar.

Retrospectivamente, la reunificación alemana fue más una maldición que una bendición. Cuando los tipos de cambio quedaron fijados en 1999, el de Alemania estaba sobrevalorado y su economía tenía dificultades; el de Francia estaba infravalorado y su economía iba viento en popa. Durante el decenio siguiente, aumentaron lentamente los desequilibrios entre una Alemania resurgente y los países en los que unos tipos de interés bajos habían desencadenado auges crediticios y, cuando estalló la crisis financiera mundial en 2008, se daban las condiciones para que se produjera una tormenta tremenda.

Nadie puede decir cómo habría evolucionado Europa sin el euro. ¿Se habría mantenido el sistema de tipos de cambio fijos o se habría desplomado? ¿Habría estado el marco alemán sobrevalorado? ¿Habrían reintroducido barreras comerciales los Estados, con lo que se habría acabado el mercado único? ¿Se habría desarrollado una burbuja inmobiliaria en España? ¿Habrían hecho más o menos reformas los gobiernos?

Establecer una situación hipotética de referencia ficticia gracias a la cual se pudieran evaluar los efectos del euro es imposible, pero ésa no es una excusa para la complacencia. A lo largo de los quince últimos años, los resultados económicos de la zona del euro han sido decepcionantes y su sistema normativo debe remediarlo.

Lo que de verdad importa es si una moneda común europea sigue teniendo sentido para el futuro. Con frecuencia se evade esa cuestión, porque se considera que el costo de abandonarla es demasiado alto para planteárselo (y podría ser mayor aún, si la desintegración se produce en una crisis y acentúa la acritud recíproca entre los países participantes). Además, desechar el euro podría desencadenar las fuerzas obscuras del nacionalismo y del proteccionismo, pero, como ha sostenido recientemente Kevin O"Rourke, de la Universidad de Cambrige, en modo alguno se trata de un argumento suficiente. Es el equivalente lógico de recomendar a una pareja que siga casada porque el divorcio es demasiado caro.

Entonces; ¿tiene sentido el euro? Se esperaba que aportara tres beneficios económicos. Se suponía que la unión monetaria fomentaría la integración económica, al impulsar el crecimiento de Europa a largo plazo. En cambio, el comercio y la inversión dentro de la zona del euro han aumentado sólo modestamente y el potencial de crecimiento se ha debilitado en realidad. Se debe en parte a que los gobiernos nacionales, en lugar de contribuir a la unificación monetaria para convertir la zona del euro en un motor económico, intentaron aferrarse al poder que les quedaba. Tal vez fuera lógico políticamente, pero carecía de sentido económico: el enorme mercado interior de Europa es uno de sus principales activos y no se deberían desperdiciar las oportunidades de fortalecerlo.

En segundo lugar, se esperaba que el euro llegara a ser una importante divisa internacional (en particular porque muy pocos países cuentan con las instituciones legales, normativas y de mercado), y, según la reciente estadística del BCE, esa esperanza se ha cumplido en gran medida. Como la utilización del euro sólo va a la zaga del dólar de los EEUU, ese logro puede ayudar a Europa a dar forma al orden económico mundial, en lugar de deslizarse hasta la irrelevancia.

En tercer lugar, se creyó (algo ingenuamente) que las instituciones que sustentan el euro mejorarían la calidad general de la política económica, como si las políticas a escala europea fueran automáticamente mejores que las nacionales. La prueba del fuego llegó a raíz de la crisis financiera mundial de 2008: por haber sobreestimado la dimensión fiscal de la crisis y subestimado su dimensión financiera, la zona del euro tuvo peores resultados que los Estados Unidos y el Reino Unido.

Así, pues, para que el euro cree prosperidad hacen falta más reformas del sistema normativo, pero, sólo si hay un amplio consenso sobre la naturaleza del problema, se puede formular y aplicar un programa, y, como ilustra la controversia actual sobre Grecia, el acuerdo sigue siendo esquivo: los países participantes han formulado análisis contradictorios sobre las causas de la crisis de la deuda, de los cuales deducen prescripciones contradictorias.

Richard Cooper, de la Universidad Harvard, observó en cierta ocasión que en los primeros tiempos de la cooperación internacional en materia de salud pública, la lucha contra las enfermedades mundiales resultó entorpecida por las diferentes concepciones de los países sobre los modelos de contagio. Todos eran partidarios de adoptar medidas conjuntas, pero no podían acordar un plan, porque discrepaban sobre la forma como la epidemia cruzaba las fronteras.

Ése es el problema que la zona del euro afronta actualmente. Por fortuna, no es irresoluble, como lo demuestran reformas importantes como la creación del Mecanismo Europeo de Estabilidad y el lanzamiento de la unión bancaria. Las discrepancias tampoco impidieron al BCE actuar audazmente, lo que demuestra que la gestión idónea de las instituciones tiene su importancia, pero el hecho de que sólo se emprendieran las reformas y se adoptasen las medidas tardíamente y bajo la presión de una crisis aguda recuerda la dificultad para alcanzar el consenso y debe hacer reflexionar.

Europa no puede darse el lujo de andarse con dilaciones y fingir. O bien los miembros de la zona del euro llegan a un acuerdo sobre un programa de gestión idóneo y reformas políticas que conviertan la unión monetaria en un motor de prosperidad o bien irán tambaleándose una y otra vez de disputas en crisis hasta que los ciudadanos pierdan la paciencia y los mercados la confianza.

La claridad es un requisito previo de un debate serio y de una reforma ambiciosa. Todos los participantes más importantes tienen ahora la obligación de determinar lo que consideran indispensable, lo que consideran inaceptable y lo que están dispuestos a dar a cambio de lo que desean.

(Jean Pisani-Ferry is a professor at the Hertie School of Governance (Berlin) and Sciences Po (Paris). He currently serves as Commissioner-General of France Stratégie, a public policy advisory institution)

– Una propuesta para la deuda soberana en la eurozona (Project Syndicate – 17/8/15)

Atenas.- La deuda pública de Grecia quedó postergada en la agenda de Europa. Es quizás el principal logro del gobierno griego en estos cinco meses de dura negociación con los acreedores. Tras años de extender plazos y fingir que podrían cumplirse, hoy casi todos coinciden en que la reestructuración de la deuda es esencial. Y no sólo para Grecia.

En febrero, presenté al Eurogrupo (que reúne a los ministros de finanzas de los países de la eurozona) un menú de opciones, entre ellas bonos indexados por el PIB (propuesta que hace poco recibió el apoyo de Charles Goodhart en el Financial Times), bonos a perpetuidad para saldar la deuda acumulada en los libros contables del Banco Central Europeo, etcétera. Esperemos que propuestas de este tipo ahora encuentren un terreno más fértil, antes de que Grecia se hunda más en el pozo de la insolvencia.

Pero la cuestión más interesante es el significado de todo esto para la eurozona en su conjunto. Los proféticos llamados de Joseph Stiglitz, Jeffrey Sachs y muchos otros a dar un tratamiento diferente a la cuestión de las deudas soberanas en general deben adaptarse a las características particulares de la crisis de la eurozona.

Como área monetaria, la eurozona es única: su banco central no tiene un Estado detrás que respalde sus decisiones, y sus miembros no tienen un banco central que los apoye en tiempos difíciles. La dirigencia europea intentó llenar este vacío institucional con reglas complejas y poco creíbles, que a menudo no se cumplen y que, a pesar de esto, terminan asfixiando a los países necesitados.

Una de ellas es el tope que fija el Tratado de Maastricht a la deuda pública de los estados miembros: 60% del PIB. Otro es la cláusula de prohibición de rescates, del mismo tratado. La mayoría de los países de la eurozona, incluida Alemania, incumplieron (subrepticiamente o no) la primera regla, y para otros, la segunda regla sucumbió ante el peso de costosos paquetes de financiación.

El problema con la reestructuración de deuda en la eurozona es que es esencial y, al mismo tiempo, incompatible con la constitución implícita de la unión monetaria. Cuando hay conflicto entre la economía y las reglas de una institución, las autoridades deben hallar formas creativas de enmendar las reglas, si no quieren ver derrumbarse sus creaciones.

He aquí pues una idea (incluida en Una modesta proposición para resolver la crisis de la eurozona, que escribí junto con Stuart Holland y James K. Galbraith), cuyo propósito es recalibrar las reglas, fortalecer su espíritu y resolver el problema económico subyacente.

En síntesis, el BCE debería anunciar el inicio inmediato de un programa de reconversión de deuda para cualquier estado miembro que desee participar. Cada vez que venza un bono, en vez de redimirlo en su totalidad, el BCE pagará una parte correspondiente al porcentaje de la deuda pública del país en cuestión autorizado por las normas de Maastricht. Es decir, en el caso de dos países cuyos cocientes deuda/PIB sean, por decir algo, 120% y 90%, el BCE cubrirá el 50% y el 66,7%, respectivamente, de cada vencimiento.

Para financiar este rescate de bonos en beneficio de algunos países, el BCE emitirá bonos en su propio nombre y con su exclusivo respaldo, pero que serán pagados en su totalidad por el país beneficiario. Junto con la emisión, el BCE abrirá una cuenta de débito para dicho país.

Este estará legalmente obligado a hacer depósitos en esa cuenta para cubrir los intereses y el capital de los bonos del BCE. Además, el BCE tendrá prioridad máxima para el cobro de esa deuda, que estará garantizada por el Mecanismo Europeo de Estabilidad contra el riesgo de un impago declarado (hard default).

Este programa de reconversión de deudas ofrece cinco beneficios. En primer lugar, a diferencia de la actual flexibilización cuantitativa del BCE, no implica monetización de las deudas y, por ende, no supone riesgo de impulsar burbujas de precios de activos.

Segundo, el programa traerá una gran reducción de los pagos de intereses de la eurozona en su conjunto. La parte de la deuda soberana autorizada por Maastricht se reestructurará con vencimientos a más largo plazo (los de los bonos del BCE) y con los tipos de interés bajísimos que sólo el BCE puede conseguir en los mercados de capital internacionales.

Tercero, el tipo de interés a largo plazo para Alemania quedará igual, porque este país no será garante del esquema de reconversión ni respaldará la emisión de bonos del BCE.

Cuarto, se reforzará el espíritu de la regla de Maastricht sobre la deuda pública y se reducirá el riesgo moral. Al fin y al cabo, el programa aumentará considerablemente el tipo de interés diferencial entre la deuda sujeta al Tratado de Maastricht y la que les quede a los estados miembros (deuda que antes no tenían permitido acumular).

Por último, para la parte de la deuda no cubierta por el programa, y sólo para esa parte, podrán usarse bonos indexados por el PIB y otras herramientas, para resolver razonablemente el problema de la deuda insostenible, de acuerdo con las mejores prácticas internacionales para el manejo de deudas soberanas.

La solución obvia a la crisis del euro sería de tipo federal. Pero esta crisis que, trágicamente, enfrentó a dos naciones orgullosas, alejó las posibilidades de una federalización.

De hecho, cualquier unión política que el Eurogrupo avale hoy sería extremadamente rigurosa e ineficaz. En tanto, es improbable que la reestructuración de deuda que pide a gritos la eurozona (no sólo Grecia) resulte políticamente aceptable en el clima actual.

Pero hay maneras de reestructurar la deuda en forma razonable, sin costo para los contribuyentes y uniendo más a los europeos. Una de ellas es el programa de reconversión aquí propuesto. Adoptarlo ayudaría a curar las heridas de Europa y sentaría las bases para el debate que necesita la Unión Europea sobre la clase de unión política que merecen los europeos.

(Yanis Varoufakis, a former finance minister of Greece, is a Member of Parliament for Syriza and Professor of Economics at the University of Athens)

– La tormenta en ciernes de Schäuble (Project Syndicate – 23/10/15)

Atenas.- La crisis europea está lista para adentrarse en su fase más peligrosa. Después de obligar a Grecia a aceptar otro acuerdo de rescate para "extender plazos y pretender cumplir", se están marcando nuevas líneas de batalla. Además, con el ingreso de los refugiados, que expone los daños causados por las perspectivas económicas divergentes y el desempleo juvenil por las nubes en la periferia europea, las ramificaciones son ominosas, como recientemente las declaraciones de tres políticos europeos -el primer ministro italiano, Matteo Renzi; el ministro de economía francés, Emmanuel Macron; y el ministro de finanzas alemán Wolfgang Schäuble- dejaron en claro.

Renzi se acercó a demoler, al menos retóricamente, las normas fiscales que Alemania ha defendido durante tanto tiempo. En un acto de desafío destacable amenazó con que si la Comisión Europea rechaza el presupuesto nacional de Italia, volverá a presentarlo sin cambios.

Esta no fue la primera vez en que Renzi se distancia de los líderes alemanes. Y no fue accidental que su declaración siguiera a un esfuerzo de meses por parte de su propio ministro de finanzas, Pier Carlo Padoan, para demostrar el compromiso italiano con las «normas» de la zona del euro respaldadas por los alemanes. Renzi entiende que adherir a la parsimonia inspirada por los alemanes está llevando a la economía italiana y a sus finanzas públicas a un estancamiento más profundo, acompañado por un mayor deterioro del coeficiente de deuda a PBI. Como político consumado, Renzi sabe que esta es una vía rápida hacia el desastre electoral.

Macron es muy distinto de Renzi, tanto en su estilo como en sus fundamentos. Como banquero devenido político, es el único ministro del presidente François Hollande que combina una comprensión seria de los desafíos macroeconómicos franceses y europeos, y cuenta con una reputación en Alemania como reformador y hábil interlocutor. Cuando habla, entonces, de una inminente guerra religiosa en Europa entre el noreste dominado por alemanes calvinistas y la periferia mayormente católica, es momento de prestar atención.

Las recientes afirmaciones de Schäuble sobre la actual trayectoria de la economía europea destacan de manera similar que Europa está en un callejón sin salida. Durante años, Schäuble ha jugado un largo juego para hacer realidad su visión de la arquitectura óptima que puede lograr Europa dentro de las restricciones políticas y culturales que considera dadas.

El "plan de Schäuble", como lo he llamado, requiere una unión política limitada para apoyar al euro. En resumen, Schäuble está a favor de un Eurogrupo (formado por los ministros de finanzas de la zona del euro) con un presidente que disponga de poder de veto -legitimado por una Cámara Europea compuesta por legisladores de los estados miembros de la zona del euro- sobre los presupuestos nacionales. A cambio de renunciar al control de sus presupuestos, Schäuble ofrece a Francia e Italia -los principales objetivos de su plan- la promesa de un pequeño presupuesto común para toda la zona del euro, que financiaría parcialmente al desempleo y esquemas de seguros de depósitos.

Una unión política disciplinaria y minimalista de ese tipo no es bien recibida en Francia, donde las élites siempre se han resistido a renunciar a la soberanía. Aunque los políticos como Macron han recorrido un largo trecho hacia la necesidad de transferir poderes sobre los presupuestos nacionales al "centro", temen que el plan de Schäuble pide demasiado y ofrece demasiado poco: límites severos sobre el espacio fiscal francés y un presupuesto común macroeconómicamente insignificante.

Pero incluso si Macron logra persuadir a Hollande para que acepte el plan de Schäuble, no resulta claro si la canciller alemana Angela Merkel estará de acuerdo. Las ideas de Schäuble hasta el momento no han logrado convencerla ni, de hecho, al Bundesbank (que, a través de su presidente, Jens Weidmann, se ha mostrado tremendamente negativo respecto de cualquier grado de mutualización fiscal, incluso la versión limitada que Schäuble está dispuesto a entregar a cambio del control de los presupuestos francés e italiano).

Atrapado entre una canciller alemana reticente y una Francia nada dispuesta, Schäuble imaginó que la turbulencia causada por una salida de Grecia de la zona del euro ayudaría a convencer a los franceses, así como a sus colegas del gabinete, sobre la necesidad de implementar su plan. Ahora, mientras espera que el actual «programa» griego colapse bajo el peso de sus propias contradicciones inherentes, el ministro de finanzas alemán se prepara para las batallas que lo esperan.

En septiembre, Schäuble distribuyó entre sus colegas del Eurogrupo un resumen de tres propuestas para evitar una nueva crisis del euro. En primer lugar, los bonos gubernamentales de la zona del euro deben incluir cláusulas que faciliten que sus tenedores deban asumir parte de las pérdidas (bail-in). En segundo lugar, las normas del Banco Central Europeo deben ser modificadas para evitar que los bancos comerciales cuenten esos bonos como activos líquidos ultraseguros. En tercer lugar, Europa debe desechar la idea de un seguro común para los depósitos y reemplazarlo con un compromiso para dejar que los bancos quiebren cuando no cumplan las normas de solvencia del BCE.

Si esas propuestas se hubieran implementado en, digamos, 1999, tal vez hubiesen limitado la salida a borbotones del capital hacia la periferia inmediatamente después de la introducción de la moneda única. Lamentablemente, en 2015, dadas las deudas públicas y las pérdidas bancarias heredadas por los miembros de la zona del euro, un esquema de ese tipo causaría una recesión más profunda en la periferia y casi con certeza conduciría a la disolución de la unión monetaria.

Exasperado por la marcha atrás de Schäuble respecto de su propio plan para lograr la unión política, Macron recientemente dio rienda suelta a su frustración: "Los calvinistas desean que otros paguen hasta el fin de sus vidas", se quejó. "Desean reformas sin contribución alguna en favor de la solidaridad".

El aspecto más problemático de las afirmaciones de Renzi y Macron es la desesperanza que transmiten. El desafío de Renzi a las normas fiscales que empujan a Italia cada vez más hacia una espiral de deuda deflacionaria inevitable es comprensible, pero ante la ausencia de propuestas de reglas alternativas, no conduce a ninguna parte. La dificultad de Macron es que parece no existir un conjunto de reformas dolorosas que pueda ofrecer a Schäuble para persuadir al gobierno alemán de que acepte el grado de reciclado del superávit necesario para estabilizar a Francia y la zona del euro.

Mientras tanto, el compromiso alemán con las "normas" incompatibles con la supervivencia de la zona del euro desautoriza a los políticos franceses e italianos que, hasta hace poco, esperaban lograr una alianza con la mayor economía europea. Algunos, como Renzi, responden con actos de ciega rebelión. Otros, como Macron, están comenzando a aceptar con pesimismo que el marco institucional y la combinación de políticas actuales de la zona del euro llevarán en última instancia a una ruptura formal o a una muerte lenta, que adoptará la forma de una divergencia económica continua.

El resquicio de esperanza en la nube de tormenta que se está formando es que las propuestas minimalistas para la unión política, como el plan de Schäuble, están perdiendo terreno. Nada que no incluya reformas institucionales macroeconómicamente significativas estabilizará a Europa. Y solo una alianza democrática paneuropea de los ciudadanos puede generar la oleada de interés necesaria para que esas reformas arraiguen.

(Yanis Varoufakis, a former finance minister of Greece, is Professor of Economics at the University of Athens)

– Europa ha perdido el rumbo (Project Syndicate – 4/11/15)

Washington, D. C.- La respuesta de Europa a los desafíos estratégicos que enfrenta -la agresión rusa en Ucrania, la huida de los refugiados frente a la violencia en Oriente Medio, y los problemas en África del Norte- dan la impresión de que sus líderes no tienen idea de qué hacer. Y, de hecho, tal vez no la tengan (una realidad que hay que reconocer, en vez de intentar disimularla).

En términos simples, la estancada economía de la Unión Europea está condicionando su respuesta a las presiones externas que enfrenta; las crisis internas han dejado los líderes de la UE con poco margen de maniobra. Afortunadamente, Europa cuenta con los medios para ocuparse de esta crisis, si es que consigue reunir la sabiduría y la voluntad política necesarias.

Los orígenes de los problemas de la UE descansan en su respuesta a la crisis financiera mundial de 2008: dos años de estímulo fiscal a gran escala. Aunque esto no contribuyó demasiado al crecimiento, sí generó una deuda pública agobiante. Siete años más tarde, el producto per cápita en la UE no es mayor que al inicio de la crisis. Mientras tanto, la deuda pública promedio se ha disparado al 87 % del PIB y esto deja poco espacio para la flexibilidad o la innovación en las políticas.

En retrospectiva, el camino que se debió seguir resulta extremadamente obvio. La economía de Grecia, el país que implementó el mayor estímulo fiscal, es la que más daños ha sufrido: su depresión continúa, mientras que países como Letonia, Lituania y Estonia -que implementaron ajustes fiscales radicales y tempranos, y liberalizaron sus economías- disfrutan de un sólido crecimiento.

Además, la lentitud en la toma de decisiones europeas ha exacerbado los problemas griegos. Para la política económica, una decisión rápida y equivocada a menudo es mejor que la inacción. En vez de solucionar rápidamente la crisis financiera griega, los líderes de la UE permitieron que desplazara de la discusión a otros temas durante cinco largos años. Mientras tanto, Grecia avanzó con dificultad y nunca tomó las medidas decisivas que podrían haber devuelto la confianza.

Con la atención centrada en la macroeconomía, la UE no tomó las medidas que hubieran logrado la recuperación del crecimiento económico: liberar los mercados, recortar el gasto (en vez de aumentar los impuestos) y, sobre todo, desarrollar aún más el mayor de sus activos: el mercado común europeo.

Poco ha cambiado desde que los economistas italianos Alberto Alesina y Francesco Giavazzi notaran hace casi una década que: "Sin reformas serias, profundas e integrales, Europa se deteriorará, tanto económica como políticamente". Advirtieron que: "Sin cambios profundos, en 20 o 30 años la participación de Europa (en el producto mundial) será significativamente menor que hoy día y, lo que tal vez sea más importante, su influencia política se verá reducida".

De hecho, un informe del Banco Mundial sobre el crecimiento europeo en 2012 resumió la situación de la siguiente manera: "Los europeos, una población que está envejeciendo, se ven aplastados entre los innovadores estadounidenses y los eficientes asiáticos".

Los principales culpables del mal desempeño europeo son bien conocidos: elevados impuestos, excesiva cantidad y mala calidad de normas, falta de mercados clave y elevado gasto público. Y solo existe un motivo por el cual los gobiernos europeos gastan tanto: un exceso de protección social. Como observó el Banco Mundial: "Los gobiernos de Europa Occidental gastan aproximadamente un 10 % más del PIB que Estados Unidos, Canadá y Japón. La diferencia en el gasto de protección social es del 9 % del PIB".

Para financiar este gasto, hay que aumentar el ingreso y, como es difícil gravar eficientemente al capital, Europa ha impuesto tributos exorbitantes sobre el trabajo. En todo el continente, pero especialmente en el sur de Europa, los impuestos y las estrictas normas laborales mantienen el desempleo en niveles elevados -el 11 % de la fuerza de trabajo– y disuaden a los europeos de invertir en su educación. Las consecuencias naturales son empleo insuficiente, falta de inversión en educación sofisticada, muy poca innovación, y aumentos mínimos en la productividad.

Lo que más llama la atención es el atraso europeo en el desarrollo y la innovación en alta tecnología. Según casi todos los indicadores, la situación de la mayor parte de Europa es lamentable. De las 50 mejores universidades del mundo según la lista de Shanghái y la lista del Suplemento de Educación Superior del Times, unas 30 son estadounidenses; 6 o 7, británicas; y solo unas pocas se encuentran en Europa Continental. Una media docena de países del norte de Europa pueden competir con EE. UU. en términos de inversión en investigación y desarrollo, y patentes obtenidas, pero el sur y el este de Europa sufren un profundo retraso.

Mientras tanto, la UE aún no ha abierto sus mercados a los servicios empresariales y al comercio digital, gracias a los cuales prospera la economía estadounidense, incluso cuando los servicios representan aproximadamente el 70 % del PIB en la mayoría de los países de la UE. En 2006, la Comisión Europea emitió una directiva sobre la liberalización del comercio de los servicios, pero los países más importantes -en especial, Alemania- se han rehusado a implementarla. La ausencia de servicios y mercados digitales afecta el desarrollo de una economía moderna en Europa. No es casualidad que gigantes estadounidenses como Apple, Amazon y Google dominen el mundo de la alta tecnología.

Nada hay de inevitable en el malestar europeo, así como no hay nada intrínsecamente europeo en las transferencias sociales excesivas. Los gobiernos europeos serios -del irlandés al polaco- se han ocupado exitosamente del problema. El resto de la UE no solo debiera imitarlos, sino también reducir los impuestos sobre el ingreso y los salarios, y liberalizar sus mercados de trabajo.

Las reformas económicas fundamentales habitualmente se implementaron solo después de una grave crisis, como ocurrió en Gran Bretaña a fines de la década de 1970, en Suecia y Finlandia a principios de los noventa, y en Europa del Este después del colapso del comunismo en 1989. La UE ha desperdiciado las oportunidades que ofrecían la crisis financiera mundial de 2008 y la posterior crisis del euro. En vez de implementar los difíciles cambios que permitirían una sólida recuperación, los responsables de las políticas europeas han abrumado a la economía con más gasto y más deuda.

La UE continuará con sus tropiezos hasta que reconozca sus errores y comience implementar las reformas que su economía necesita. Solo si reencauzan firmemente al continente en la senda del crecimiento los líderes europeos serán capaces de atender a los desafíos externos que hoy enfrentan.

(Anders Åslund is a senior fellow at the Atlantic Council in Washington, DC, and the author, most recently, of Ukraine: What Went Wrong and How to Fix It)

– Dos Europas en una (Project Syndicate – 10/11/15)

Washington, D.C. – En la actualidad se están llevando a cabo conversaciones informales sobre la relación del Reino Unido con la Unión Europea. En el contexto de que a fines de 2017 se realizará un referendo acerca de cuál será el futuro del RU como miembro de la UE, serán el primer paso en la negociación de cambios que, según esperan las autoridades de la UE, convenzan a los británicos de escoger Europa.

No cabe duda de que hay que hacer cambios. Como bien sabe el Primer Ministro David Cameron, en la actual dinámica de la relación del RU con la UE los votantes británicos elegirían abandonarla.

Sin embargo, Cameron también sabe que tiene que manejar las negociaciones con cuidado. Si pide más de lo que la UE puede dar, parecerá que está cediendo. Si pide demasiado poco, los euroescépticos británicos tendrán más munición para su campaña contra la continuidad del país en la UE.

De manera similar, si las autoridades de la UE otorgan demasiado a Cameron (permitiendo que el Reino Unido coseche los beneficios de ser miembro, pero sin asumir las mismas responsabilidades que sus socios) sus electorados se les volverán en contra. Pero si dan demasiado poco, se arriesgan a perder al Reino Unido como socio.

Más allá de estos asuntos tácticos, el RU y sus socios europeos tienen que abordar problemas de largo plazo acerca de la cambiante forma de la eurozona. La crisis del euro ha llevado a un consenso de que debe seguir impulsando una mayor integración para funcionar con eficacia. Algunas de las propuestas específicas son crear un presupuesto común, elevar la coordinación de políticas fiscales entre sus miembros y crear el puesto de ministro de finanzas de la eurozona.

Esto es causa de inquietud en el Reino Unido, que escogió no adoptar el euro, ya que podría quedarse al margen de importantes procesos de toma de decisiones, especialmente si en más áreas se produce la necesaria transición hacia una mayoría ponderada, eliminándose la necesidad del voto unánime. Cameron ya ha presionado para que haya un mecanismo de "freno de emergencia" que permita reducir el ritmo de las decisiones sobre temas importantes que afecten a países no pertenecientes a la unión monetaria.

No hay duda de que la necesidad de una mucha mayor integración de la eurozona se debe equilibrar con el intenso deseo de algunos países de conservar más soberanía nacional que la que es posible en la unión monetaria. La mejor manera de hacerlo sería dividir a Europa en dos grupos. La inclusión en uno u otro no dependería de la potencial "velocidad" de integración, sino de la decisión de un país de adoptar el euro de manera permanente (o, al menos, por un buen tiempo).

Por supuesto, hasta cierto punto esta ya es la estructura fundamental de la UE. Pero establecer esta división categórica (partiendo por el reconocimiento explícito de que la UE es una unión con diferentes monedas, como ha pedido el RU) haría posible la creación de un marco de toma de decisiones que proteja de mejor manera los intereses de ambos grupos.

El grupo que no usa el euro (que abarca a Gran Bretaña, Dinamarca, Suecia, Polonia y algunos otros países de Europa del este) seguiría eligiendo representantes al Parlamento Europeo y participando plenamente en las instituciones de la UE. Mientras tanto, el grupo que sí lo utiliza impulsaría una mucha mayor integración fiscal, además de su actual cooperación. Para asegurar la legitimidad democrática y satisfacer los tribunales constitucionales nacionales (no en menor medida el de Alemania), tendría que crearse un segundo Parlamento europeo que actúe como rama legislativa de la eurozona.

Este nuevo parlamento podría estar formado por un subconjunto de miembros del Parlamento Europeo mayor, o por alguna combinación de representantes del Parlamento Europeo y parlamentos nacionales. El ministro de finanzas propuesto, responsable de supervisar la política fiscal de la unión monetaria, daría cuenta ante el parlamento de la eurozona.

Para que esta visión se haga realidad sería necesario un cambio a los actuales tratados o, lo que es más factible, que los miembros de la eurozona acuerden un nuevo tratado, como el "pacto fiscal" que entró en vigencia en 2013. Mientras tanto, el Artículo 136 del actual Tratado sobre el Funcionamiento de la UE permitiría dar algunos pasos preliminares, como la designación de votos en el Consejo Europeo reservados sólo para países de la eurozona.

La creación de "dos Europas en una" más que una "Europa a dos velocidades", le permitiría organizarse de forma duradera. La eurozona más federal sería parte de una unión más grande que cooperaría en temas de defensa, política exterior, medidas contra el cambio climático y políticas migratorias. Se mantendría la libre circulación de ciudadanos europeos dentro de la UE.

Este sistema permitiría que los países que no deseen compartir su soberanía monetaria o formar parte del tipo de cooperación fiscal que finalmente implicaría puedan escoger esa opción. Al mismo tiempo, evitaría las complicaciones de tener varias Europas, opción que tal vez sea atractiva para los eurócratas veteranos desde una perspectiva puramente funcional, pero que pronto se volvería demasiado compleja. Para la legitimidad democrática son esenciales la claridad e inteligibilidad de un sistema político, además de su naturaleza voluntaria.

Por supuesto, será un proceso prolongado, y habrá que pulir muchos detalles. Pero si las autoridades de la UE acometen la tarea con seriedad hoy, para cuando se celebre el referendo británico se podrá haber avanzado un cierto trecho. Las actuales conversaciones son una oportunidad que ningún lado puede permitirse perder.

(Kemal Dervis, former Minister of Economic Affairs of Turkey and former Administrator for the United Nations Development Program (UNDP), is a vice president of the Brookings Institution)

– El acertijo de Minsky para la zona del euro (Project Syndicate – 12/11/15)

Bruselas.- La tenacidad de la baja inflación tiene preocupado al Banco Central Europeo, pero su respuesta -básicamente, un aumento de la expansión cuantitativa- podría resultar contraproducente, exacerbar los desequilibrios y generar una grave inestabilidad financiera.

Al momento, el índice de precios al consumidor anunciado en la zona del euro se mantiene cercano a cero, e incluso la inflación básica se continúa debajo del 1 %, demasiado lejos de la meta del 2 % del BCE como para que este se sienta cómodo. Si bien otra ronda de debilidad en los precios mundiales de las materias primas a principios de este año contribuyó con esta situación, no explica las bajas expectativas inflacionarias para el largo plazo, que poco han mejorado desde marzo, cuando el BCE comenzó su masivo programa de compra de bonos por 60.000 millones de euros (66.300 millones de dólares) al mes.

Pero, en vez de repensar su estrategia, el BCE considera redoblarla: comprar aún más bonos y bajar la tasa de interés de referencia más aún para llevarla al territorio negativo. Eso sería un grave error.

Se supone que las mayores facilidades crediticias y las menores tasas de interés impulsan el crecimiento, ya que estimulan la inversión y la demanda de consumo. Pero en el núcleo de la zona del euro -como en Alemania y los Países Bajos- el crédito ha sido abundante y las tasas de interés se han mantenido cercanas a cero durante cierto tiempo, por lo que nunca hubo demasiadas posibilidades de que las compras de bonos tuvieran allí un impacto significativo. De hecho, el pronóstico más reciente de la Comisión Europea muestra que el gasto en los países centrales no aumentó gracias a las políticas del BCE; en realidad, el superávit externo alemán está aumentando.

Por supuesto, en los países periféricos altamente endeudados existía margen para que las tasas de interés cayeran y la oferta de crédito aumentara, algo que ha ocurrido y llevó a los gobiernos y los hogares a incrementar su gasto. Aunque el impacto asimétrico de la política del BCE resulta apropiado en principio (ya que el desempleo es mucho mayor en la periferia), la realidad es que una recuperación basada en las economías menos solventes no es sostenible.

Allá por 1986, Hyman Minsky advirtió sobre los peligros para la estabilidad financiera en el largo plazo que se pueden generar cuando prestatarios de tipo "Ponzi" -quienes solo pueden repagar su deuda con nueva deuda- se convierten en el principal pilar de la economía. Un entorno con tasas de interés nulas es, por supuesto, ideal para ellos, ya que no hay referencias sobre su solvencia: los prestatarios sencillamente pueden refinanciar sus deudas. Pero ese mismo entorno es perjudicial para quienes cuentan con sólidas posiciones en activos: al reducir su poder adquisitivo, los alienta a ahorrar aún más.

La respuesta estándar a la preocupación de Minsky -que quienes suelen gastar no puedan permitírselo y quienes suelen ahorrar no gasten- es que la política monetaria debe centrarse en garantizar la estabilidad de los precios y las políticas macroprudenciales, a salvaguardar la estabilidad financiera limitando el crédito para los agentes altamente endeudados. Pero este enfoque no funciona. Si la política macroprudencial logra limitar eficazmente el crédito adicional para los prestatarios marginales, la política monetaria no tendrá impacto sobre la demanda (siempre que los agentes más solventes se rehúsen a gastar más).

Este problema surgió en Estados Unidos después de la recesión de 2001. Aunque la Reserva Federal mantuvo bajas las tasas de interés durante un período prolongado, el sector corporativo no aumentó sus inversiones. La recuperación fue alimentada en última instancia por las llamadas hipotecas "de baja calidad": créditos para la compra de vivienda que fueron extendidos a prestatarios con menores calificaciones crediticias. El resultado, como sabemos, fue la megaburbuja que disparó la crisis financiera de 2008.

En el caso de la zona del euro, el riesgo es mayor debido a la ineficacia de su principal instrumento macroprudencial -el Pacto Europeo de Estabilidad y Crecimiento- para limitar el gasto de los países, ya que las bajas tasas de interés proporcionan libertad de acción a los países endeudados para gastar más. La relación entre deuda pública y PBI está aumentando en Italia y España, aun cuando ambos países, junto con sus socios de la zona del euro, se han comprometido a reducir este indicador. De hecho, aún sin las menores tasas de interés, los límites al déficit que impone el Pacto no fueron respetados, como lo demostró el desacato francés desde 2009.

En resumidas cuentas, la política monetaria está perpetuando el desequilibrio entre las economías acreedoras y deudoras en la zona del euro y la política macroeconómica no logra impedirlo. Cuando las tasas de interés se normalicen, esto podría generar una grave inestabilidad financiera. Pero -y este es el acertijo- el BCE cuenta con pocas opciones para estimular la demanda entre los agentes más solventes de la eurozona y apoyar así una recuperación sostenible.

Mientras decide su próxima jugada -ya sea para llevar a cabo más compras de bonos, reducir aún más las tasas de interés, o ambas cosas- el BCE debe reconocer que cualquier impacto positivo sobre la demanda probablemente se verá limitado a las economías más débiles de la zona del euro, aquellas que menos pueden permitírselo. Se trata de una jugada de alto riesgo que probablemente no justifique el esfuerzo que implicaría elevar los precios para acercarlos unas pocas docenas de puntos básicos a la meta del BCE.

Ya ha comenzado una recuperación en la zona del euro, debemos dejar que siga su curso. Una política monetaria aún más expansionista podría fortalecer la recuperación de manera marginal, pero al costo de aumentar los ya peligrosos desequilibrios de la región.

(Daniel Gros is Director of the Brussels-based Center for European Policy Studies. He has worked for the International Monetary Fund, and served as an economic adviser to the European Commission, the European Parliament, and the French prime minister and finance minister…)

– Restableciendo la esperanza de ayer (Project Syndicate – 16/12/15)

Washington, D.C. – El año 2015 fue difícil, sobre todo por los pronósticos de caída del crecimiento, los terribles atentados terroristas, los masivos flujos de refugiados y los serios desafíos políticos, con el populismo en ascenso en muchos países. En Oriente Medio, en particular, el caos y la violencia han seguido proliferando, con consecuencias devastadoras. Esto representa un giro decepcionante del mundo incuestionablemente lleno de defectos pero mucho más esperanzado de hace apenas unas décadas.

En su autobiografía El mundo de ayer, Stefan Zweig describió un cambio igualmente dramático. Nacido en1881 en Viena, Zweig pasó su juventud en un entorno optimista, civil y tolerante. Luego, a partir de 1914, presenció el colapso de Europa en la Primera Guerra Mundial, seguido de convulsiones revolucionarias, la Gran Depresión, el ascenso del estalinismo y finalmente la barbarie del nazismo y el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Devastado, Zweig se suicidó durante su exilio en 1942.

Uno imagina que Zweig se habría sentido reconfortado por la creación luego de la Segunda Guerra Mundial de las Naciones Unidas y del sistema de Bretton-Woods, para no mencionar las subsiguientes décadas de reconstrucción y reconciliación. Podría haber sido testigo de la cooperación y el progreso que marcaron la era de posguerra. Quizás entonces habría mirado el período de 1914 a 1945 como un desvío terrible pero limitado en la marcha del mundo hacia la paz y la prosperidad.

Por supuesto, la segunda mitad del siglo XX estuvo lejos de ser perfecta. Hasta 1990, la paz estaba asegurada en gran medida por la amenaza de la destrucción nuclear mutua. Los conflictos locales, como en Corea, Vietnam, partes de África y Oriente Medio, se cobraron un precio muy alto. Y si bien unos 100 países en desarrollo ganaron su independencia, el proceso no siempre fue pacífico.

Al mismo tiempo, sin embargo, la economía mundial creció más rápido que nunca. En los países avanzados surgió una clase media fuerte que luego comenzó a aparecer en otras partes. Las democracias occidentales y Japón crearon economías en las que el crecimiento de la productividad condujo a una prosperidad compartida; los gobiernos tomaron medidas en materia de regulación y redistribución, mientras que las empresas privadas fomentaron el crecimiento mediante la implementación de métodos de producción avanzados desde un punto de vista tecnológico.

A nivel tanto regional como global, se hizo un progreso decisivo en cuanto a recoger los beneficios del comercio y las economías de escala. El proyecto de integración europea parecía pregonar un nuevo tipo de cooperación, que podía extenderse a otras regiones y hasta influir en la cooperación global.

La generación que llegó a la mayoría de edad en los años 1960 tenía una sensación muy parecida a la que había experimentado Zweig en su juventud. Creíamos que, si bien el progreso puede no ser linear, podíamos contar con él. Esperábamos un mundo cada vez más pacífico y tolerante, en el que los progresos tecnológicos, junto con mercados bien administrados, generarían una prosperidad en constante expansión. En 1989, cuando la Unión Soviética estaba a punto del colapso y China viraba hacia una economía basada en el mercado, Francis Fukuyama anunció el "fin de la historia".

Sin embargo, en las últimas dos décadas, nuestras esperanzas -políticas, sociales y económicas- se vieron frustradas repetidamente. Hubo un momento en el cual los legisladores estadounidenses se preguntaban si Rusia debía ser parte o no de la OTAN. Aun hoy resulta difícil considerar esa posibilidad, después de la intervención de Rusia en Ucrania y la anexión de Crimea (aparentemente llevada a cabo en respuesta a los temores de que Ucrania pudiera afianzar sus vínculos con la Unión Europea y la OTAN).

Muchas economías emergentes alcanzaron un rápido crecimiento durante años -inclusive décadas- permitiendo que miles de millones de personas huyeran de la pobreza extrema y que se redujera la brecha de riqueza entre los países desarrollados y en desarrollo. Pero ese crecimiento últimamente se ha desacelerado de manera sustancial, lo que llevó a muchos a preguntarse si los economistas no nos habíamos apresurado demasiado cuando las catalogamos como los nuevos motores del crecimiento económico global.

De la misma manera, la Primavera Árabe de 2011 supuestamente iba a promover un nuevo futuro, más democrático, para Oriente Medio y el norte de África. Si bien Túnez ha evitado el desastre, la mayoría de los otros países afectados han terminado sumidos en el caos, mientras que la brutal guerra civil de Siria facilitó el ascenso del Estado Islámico.

El euro, mientras tanto, sufrió su propia crisis. La moneda común, alguna vez retratada como el inicio de una Europa cuasi federal, creó una tensión aguda entre los países "acreedores" y "deudores" cuando muchos deudores enfrentaron una crisis económica prolongada. Cuando parecía que Europa escapaba finalmente de la crisis del euro, los refugiados, especialmente provenientes de Siria, comenzaron a llegar en masa. Eso ha puesto en peligro la zona Schengen de turismo sin fronteras, y algunos están preguntándose si la UE podrá soportar la presión.

En Estados Unidos, la crisis de refugiados sirios llevó al Congreso a apresurarse para restringir la entrada sin visa de turistas provenientes de 38 países. Esto se produce en un momento en el que la desigualdad de ingresos y riqueza se está disparando en Estados Unidos -el salario promedio para los hombres no ha aumentado en décadas-, lo que lleva a muchos a preguntarse si sus hijos podrán mantener el estándar de vida que han tenido. Además de todo esto, por primera vez en décadas, el crecimiento del comercio internacional ya no supera cómodamente el crecimiento de la producción global.

Un motor esencial de muchos de estos problemas bien puede ser la velocidad sin precedentes del cambio -impulsada por la globalización y la innovación tecnológica– que ha producido alteraciones demasiado rápidas y en una escala demasiado importante como para que lo pudiéramos manejar. Por ejemplo, si bien la tecnología de las comunicaciones ha hecho maravillas, digamos, para expandir el acceso a las finanzas en África, también ha permitido que las redes terroristas encriptaran sus comunicaciones de manera efectiva. Y como demostró claramente la crisis financiera global, los reguladores se han esforzado por llevar el ritmo de la innovación financiera.

El potencial para el progreso humano sigue pareciendo inmenso, porque al mundo no le faltarán ni recursos ni innovación tecnológica. De hecho, la tecnología ofrece la esperanza de tratamientos médicos que salvan vidas, de una mayor productividad económica y de sistemas energéticos sostenibles. Pero la gente tiene miedo, como lo demostró el retorno de la política de identidad y una falta de inclusión económica y política. En consecuencia, el crecimiento de la productividad se está desacelerando y, si bien el capital parece barato y las ganancias abundantes, la inversión sigue rezagada.

La clave para administrar las alteraciones y aliviar los temores de la gente es la gobernancia. Zweig vio cómo el mundo se desintegraba hace un siglo no porque el conocimiento humano dejara de avanzar, sino por los fracasos generalizados en materia de gobernancia y políticas. Ahora que ingresamos en el año 2016, debemos enfocarnos en adaptar la gobernancia, en todas sus dimensiones económicas y políticas, al siglo XXI, para que nuestros recursos y conocimiento produzcan un progreso inclusivo, no un conflicto violento.

(Kemal Dervis, former Minister of Economic Affairs of Turkey and former Administrator for the United Nations Development Program (UNDP), is a vice president of the Brookings Institution)

– La falta de un sistema monetario global (Project Syndicate – 6/1/16)

Nueva Delhi.- Llegados al fin de 2015, en el mundo hay pocas áreas de crecimiento firme. En un momento en que tanto los países desarrollados como los emergentes necesitan un crecimiento veloz para mantener la estabilidad interna, es una situación peligrosa, reflejo de una variedad de factores, entre ellos poco aumento de la productividad en los países industriales, el sobreendeudamiento de la Gran Recesión y la necesidad de reformular el modelo de crecimiento exportador de los mercados emergentes.

¿Cómo compensar la falta de demanda? En teoría, mantener tipos de interés bajos debería impulsar la inversión y crear empleo. En la práctica, si el sobreendeudamiento implica insuficiencia continua de demanda de los consumidores, el rendimiento real de las inversiones nuevas puede derrumbarse. Incluso puede ocurrir que el tipo de interés real neutral identificado por Knut Wicksell hace un siglo (grosso modo, el tipo de interés que se necesita para llevar la economía a pleno empleo con inflación estable) sea negativo. Esto explica la atracción que sienten los bancos centrales por políticas monetarias no convencionales, como la flexibilización cuantitativa. Pero su capacidad de impulsar la inversión y el consumo internos no está totalmente demostrada.

Otro modo tentador de estimular la demanda es aumentar el gasto público en infraestructura. Pero en los países desarrollados, la mayoría de las inversiones obvias ya están hechas. Y aunque la necesidad de reparar o reemplazar infraestructuras ya creadas es evidente (los puentes en Estados Unidos son un buen ejemplo), una mala asignación del gasto puede aumentar el temor del público a posibles subas de impuestos, incrementar el ahorro de las familias y reducir la inversión de las empresas.

Puede decirse que el potencial de crecimiento de los países industriales ya era reducido antes de la Gran Recesión. El ex secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Larry Summers, popularizó la frase "estancamiento secular" para describir la falta de demanda agregada causada por el envejecimiento de poblaciones que quieren consumir menos y la mayor participación en el producto de los más ricos, quienes difícilmente aumenten su ya elevado nivel de consumo.

Son razones estructurales de crecimiento lento que señalan la necesidad de reformas igualmente estructurales: medidas que aumenten el potencial de crecimiento alentando la competencia, la participación y la innovación. Pero esas reformas chocan contra los intereses creados. Como dijo Jean-Claude Juncker, por entonces primer ministro de Luxemburgo, en lo peor de la crisis del euro: "Todos sabemos lo que hay que hacer; lo que no sabemos es cómo lograr que nos reelijan después de hacerlo".

Si a los países desarrollados les cuesta tanto conseguir más crecimiento, ¿por qué no conformarnos con menos? Después de todo, la renta per cápita ya es alta.

Una razón para pedir más es cumplir con los compromisos del pasado. En los sesenta, las economías industriales hicieron grandes promesas de seguridad social para el público en general, luego seguidas por compromisos fiscalmente insostenibles con los trabajadores del sector público. Además, el crecimiento es necesario para mantener la armonía social, porque los jóvenes (que siempre pueden salir a las calles a protestar) tienen que trabajar para pagar las promesas hechas a las generaciones anteriores. Y si para un nivel dado de crecimiento, el cambio tecnológico y la globalización implican menor disponibilidad de buenos empleos de clase media, se necesita más crecimiento para evitar que la desigualdad se agrande.

Por último, está el temor a la deflación, de lo que el ejemplo típico es Japón, a cuyas autoridades se las acusa de permitir que se afianzara un círculo vicioso de caída de los precios, depresión de la demanda y estancamiento del crecimiento.

Pero en la práctica, puede ser que esa visión convencional esté errada. Después del estallido de la burbuja de activos japonesa, a inicios de los noventa, las autoridades prolongaron la desaceleración al no hacer limpieza del sistema bancario o reestructurar las corporaciones sobreendeudadas. Pero en cuanto emprendieron acciones decididas, a fines de los noventa e inicios de este siglo, el crecimiento per cápita llegó a niveles comparables al de otros países industriales. No solo eso, sino que la tasa de desempleo promedio entre 2000 y 2014 fue 4,5%, contra 6,4% en Estados Unidos y 9,4% en la eurozona.

Es cierto que la deflación aumenta la carga real de las deudas. Pero ante un exceso de deuda, una reestructuración discriminada es mejor que diluirla con inflación.

Independientemente de estos argumentos, el espectro de la deflación acecha a gobiernos y bancos centrales. De allí el dilema de las economías industriales: cómo reconciliar el imperativo político de crecer con la realidad de que las medidas de estímulo resultaron ineficaces, las condonaciones de deuda son políticamente inaceptables y las reformas estructurales crean demasiado sufrimiento inicial como para que los gobiernos estén muy dispuestos a adoptarlas.

A los países desarrollados solo les queda otro camino al crecimiento: estimular las exportaciones depreciando el tipo de cambio, por medio de una política monetaria agresiva. En condiciones ideales, los países emergentes, financiados por las economías desarrolladas, absorberían esas exportaciones mientras invierten en su futuro, y eso reforzaría la demanda agregada global. Pero la crisis de los mercados emergentes en los noventa enseñó que depender de capitales extranjeros para financiar las importaciones necesarias para la inversión es peligroso. Por eso a fines del siglo pasado varios países redujeron las inversiones y empezaron a mantener superávits de cuenta corriente, decididos a acumular reservas de moneda extranjera para mantener un tipo de cambio competitivo.

En 2005, Ben Bernanke, entonces uno de los directores de la Reserva Federal de Estados Unidos, acuñó el término "sobreabundancia de ahorro global" para describir el fenómeno de esos superávits externos (sobre todo en los mercados emergentes) que fluían a Estados Unidos. Bernanke señaló las consecuencias negativas, especialmente una mala asignación de recursos que llevó a la burbuja inmobiliaria estadounidense.

Dicho de otro modo, antes de la crisis financiera global de 2008, los países emergentes y los desarrollados estaban atrapados en una peligrosa simbiosis de flujos de capitales y demanda, exactamente contraria a la pauta igualmente peligrosa que se había asentado antes de las crisis de los mercados emergentes de fines de los noventa. Después de 2008, la pauta volvió a invertirse, conforme el flujo de capitales comenzó a ser desde los países desarrollados a los emergentes, lo que creó fragilidades que saldrán a la luz cuando los primeros comiencen a aplicar políticas monetarias más restrictivas.

En un mundo ideal, el imperativo político del crecimiento no iría más allá del potencial de las economías. En el mundo real, donde las promesas de seguridad social, el sobreendeudamiento y la pobreza no desaparecerán, necesitamos formas de conseguir crecimiento sostenible. Al fin y al cabo, hay que evitar estrategias de empobrecer al vecino, como la aplicación de políticas monetarias no convencionales o la intervención sostenida en los tipos de cambio, que más que nada inducen salidas de capitales y devaluaciones competitivas.

La conclusión es que las instituciones multilaterales como el Fondo Monetario Internacional deben ejercer su responsabilidad de mantener la estabilidad del sistema global, analizando y juzgando cuidadosamente cada política monetaria no convencional (entre ellas la intervención sostenida del tipo de cambio). La falta actual de un sistema está llevando al mundo hacia la flexibilización monetaria competitiva, que no beneficia a nadie. Crear un consenso para el libre comercio y la ciudadanía global responsable (lo que implica resistir a presiones provincianas) sentaría las bases para el crecimiento sostenible que el mundo necesita con urgencia.

(Raghuram Rajan is Governor of the Reserve Bank of India)

– La amenaza que salvará a Europa (Project Syndicate – 8/1/16)

Bruselas.- Para la Unión Europea, 2015 fue otro año de desafíos fundamentales. Dos elementos clave de la integración europea (el euro y el libre cruce de fronteras dentro del Espacio Schengen) estuvieron bajo intensa presión, y todavía no están fuera de riesgo. Sin embargo, en 2015 se produjo un cambio que da motivos para esperar que el año entrante los líderes de la UE dejarán la política de aplicar parches temporales y comenzarán a implementar soluciones más audaces: ahora la amenaza de expulsión es más creíble.

Aunque la crisis económica global que comenzó en 2008 expuso los serios defectos de la unión monetaria europea, hizo falta la experiencia límite de la crisis del euro de 2010 a 2012 para que los líderes europeos se vieran obligados a actuar, creando un cuantioso fondo para ayudar a los países en problemas e instituyendo una unión bancaria. Aun así, más de tres años después, esa unión (que otorga facultades de supervisión al Banco Central Europeo y sienta las bases de un fondo para la reestructuración de bancos en quiebra, pero carece de un sistema de seguro de depósitos común) dista de ser perfecta.

A pesar de sus defectos, la unión bancaria ayudó a mantener la calma en los mercados financieros durante la primera mitad de 2015, aun mientras el nuevo gobierno griego, liderado por el primer ministro Alexis Tsipras, cuestionaba un elemento básico de la estrategia europea para la solución de crisis financieras nacionales: que los receptores de ayuda deben ajustarse el cinturón. En un referendo celebrado en julio, los votantes griegos respaldaron la postura de Tsipras y rechazaron rotundamente las condiciones que los acreedores de Grecia exigían a cambio de un nuevo rescate (incluidas estrictas medidas de austeridad).

Pocas semanas después, todo cambió. Tsipras aceptó un programa de rescate que, en ciertos aspectos, era aún más duro que el que los votantes habían rechazado. Una abrumadora mayoría del electorado y del parlamento apoyó la decisión.

La razón del cambio de actitud fue evidente: después del referendo, el ministro alemán de finanzas Wolfgang Schäuble propuso dar a Grecia unas "vacaciones" del euro: una apenas velada advertencia de que la exclusión de la eurozona estaba sobre la mesa. Es evidente que la amenaza funcionó.

El significado de dicha amenaza es tema de discusión. Algunos la interpretan como sinónimo de que la eurozona se ha convertido de facto en un sistema de tipo de cambio fijo, cuyo abandono puede llegar a ser la mejor solución para los países en problemas y sus socios más competitivos. Si es así, la eurozona tiene los días contados.

Pero tal vez sea más exacto ver este episodio griego como prueba de la capacidad de resistencia de la eurozona, sostenida por su aún poderoso atractivo. Incluso arriesgándose a una contracción del PIB mayor a la que experimentó Estados Unidos durante la Gran Depresión de los años treinta, Grecia prefirió seguir en la eurozona en vez de volver al dracma, una decisión que hubiera liberado algunas herramientas adicionales para recuperar competitividad e impuesto una importante quita de deuda a los acreedores.

Si la segunda interpretación es correcta, la unión monetaria europea, aun con sus muchos defectos, hoy tiene más poder de cohesión. Si la pertenencia a la eurozona no puede darse por sentada, si no respetar las reglas compartidas supone riesgo de expulsión, los países se esforzarán más por no perderla.

Los problemas dentro del Espacio Schengen muestran una evolución similar. Como la eurozona, Schengen es una estructura incompleta, porque eliminó las fronteras internas sin crear un mecanismo común para la vigilancia de la frontera externa.

Hasta hace poco, esta falencia no suponía un problema grave, porque regímenes dictatoriales en Medio Oriente y África controlaban la presión migratoria resultante de las guerras y el colapso económico. Pero la reciente ola de migraciones a Europa, en gran parte impulsada por el recrudecimiento de la guerra civil en Siria, trajo a primer plano los defectos del Espacio Schengen. A mediados de 2015, los países situados a lo largo de la ruta de los Balcanes (primero Grecia, después Hungría y Eslovenia) estuvieron a punto de colapsar bajo la presión de cientos de miles de refugiados que intentaban abrirse paso hacia la seguridad.

La respuesta inicial de Europa fue incoherente: diferentes estados miembros de la UE adoptaron posturas radicalmente distintas frente al flujo de refugiados. Como sea, se están reinstaurando controles en cada vez más fronteras internas (el caso más reciente es la frontera entre Dinamarca y Alemania). Para muchos, el Espacio Schengen se cae a pedazos.

Pero la reposición de algunos controles de frontera es solo una medida temporal. Como los controles de capitales en Grecia (y hasta hace poco en Chipre), el objetivo es contener la crisis mientras se implementan otros mecanismos mejores. Además, los controles fronterizos internos siguen siendo la excepción, no la regla.

Los países del Espacio Schengen saben que recrear controles plenos en todas las fronteras internas sería extremadamente costoso y los obligaría a desviar una importante suma de recursos del objetivo principal de combatir el crimen y el terrorismo. Por eso sus líderes siguen comprometidos con mantener abiertas las fronteras internas, reforzando al mismo tiempo la frontera externa, aun si eso implica (como se le hizo saber claramente a Grecia) revocar la pertenencia al Espacio Schengen de cualquier país al que se considere incapaz de hacer su parte.

Que tanto la eurozona como el Espacio Schengen hayan superado las duras pruebas que se les presentaron se debe a una sola razón: ambos ofrecen a sus miembros beneficios prácticos y tangibles. Es lo que los economistas llaman "preferencia revelada". El valor agregado de la integración europea ya no solo está en pertenecer a la UE, sino que también incluye participar en subáreas como la eurozona o el Espacio Schengen que tienen un impacto más directo y tangible en la vida diaria y en las principales elecciones en materia de políticas.

En el mundo real, las grandes declaraciones valen mucho menos que las acciones concretas. Y las acciones concretas del año que pasó (especialmente, la advertencia de que los países que no cumplan las reglas corren riesgo de quedarse afuera) sugieren que 2016 traerá más avances, aunque sean graduales, hacia una eurozona más fuerte y una auténtica unión política.

(Daniel Gros is Director of the Brussels-based Center for European Policy Studies. He has worked for the International Monetary Fund, and served as an economic adviser to the European Commission, the European Parliament, and the French prime minister and finance minister…)

– La política de la ira (Project Syndicate – 9/3/16)

Cambridge.- Tal vez lo único que sorprende de la reacción populista que ha abrumado a la política en muchas democracias avanzadas sea que haya tardado tanto en llegar. Incluso hace dos décadas era fácil predecir que la falta de voluntad de los políticos dominantes para ofrecer remedios contra la inseguridad y la desigualdad de nuestra era hiperglobalizada abriría un espacio político para los demagogos con soluciones fáciles. En esa época fueron Ross Perot y Patrick Buchanan; hoy son Donald Trump, Marine Le Pen y varios más.

La historia nunca se repite exactamente, pero sus lecciones no dejan de ser importantes. Debemos recordar que la primera época de la globalización, que alcanzó su cúspide en las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, produjo eventualmente una reacción política todavía más grave.

La evidencia histórica ha sido bien resumida por mi colega de Harvard, Jeffry Frieden. En el apogeo del patrón oro, sostiene Frieden, los actores políticos dominantes tuvieron que restar importancia a la reforma social y la identidad nacional porque priorizaron las vinculaciones económicas internacionales. La respuesta asumió dos formas fatales en el período de entreguerras: los socialistas y los comunistas eligieron la reforma social, mientras que los fascistas prefirieron la reafirmación nacional. Ambos caminos se alejaban de la globalización y propugnaban un cierre económico (y cosas mucho peores).

La reacción actual probablemente no llegue a tanto. Sin importar cuán costosos hayan sido los trastornos derivados de la Gran Recesión y la crisis del euro, palidecen frente a los de la Gran Depresión. Las democracias avanzadas han creado -y mantienen (a pesar de los reveses recientes)- amplias redes de seguridad social en forma de seguros de desempleo, jubilaciones y beneficios familiares. La economía mundial ahora cuenta con instituciones internacionales funcionales -como el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio (OMC)- que no existían antes de la Segunda Guerra Mundial. En último lugar, pero no por ello menos importante, los movimientos políticos extremistas como el fascismo y el comunismo han sido en gran medida desacreditados.

De todas formas, los conflictos entre una economía hiperglobalizada y la cohesión social son reales, y las élites políticas dominantes los ignoran por su cuenta y riesgo. Como sostuve en mi libro de 1997 ¿Ha ido demasiado lejos la globalización?, la internacionalización de los mercados de bienes, servicios y capital abre una brecha entre los grupos cosmopolitas, profesionales y capacitados que pueden aprovecharla, y el resto de la sociedad.

Se exacerban dos tipos de divisiones políticas en este proceso: una identitaria que gira alrededor de lo nacional, las etnias o la religión; y una de ingresos, vinculada con las clases sociales. Los populistas basan su atractivo en una u otra de estas divisiones. Los populistas de derecha como Trump hacen política de identidad. Los populistas de izquierda como Bernie Sanders enfatizan el abismo entre los ricos y los pobres.

En ambos casos queda claro quién es el "otro" hacia el cual dirigir la ira. ¿Apenas llegas a fin de mes? Son los chinos los que han estado robando nuestros empleos. ¿Te molesta el crimen? Son los mexicanos y otros inmigrantes que traen sus luchas de pandillas al país. ¿Terrorismo? Pues, son los musulmanes, por supuesto. ¿Corrupción política? ¿Qué puedes esperar cuando los grandes bancos financian nuestro sistema político? A diferencia de las élites políticas dominantes, los populistas pueden señalar fácilmente a los culpables de los males de las masas.

Por supuesto, los políticos dominantes están comprometidos porque fueron quienes tomaron las decisiones todo este tiempo, pero también están inmovilizados debido a su narrativa central, que huele a inacción e impotencia.

Esta narrativa culpa a fuerzas tecnológicas que están más allá de nuestro control por el estancamiento de los salarios y la creciente desigualdad. Trata a la globalización y las normas que la sostienen como algo inexorable e inevitable. El remedio que ofrece -la inversión en educación y habilidades- promete pocas recompensas inmediatas y, en el mejor de los casos, daría resultado dentro de años.

En realidad, la economía mundial actual es producto de decisiones explícitas que los gobiernos han tomado en el pasado. Fue una decisión no detenerse en el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por su sigla en inglés) y crear la OMC, mucho más ambiciosa y entrometida. De manera similar, será una elección la de ratificar los futuros megaacuerdos comerciales, como el Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica y el Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión.

Fue decisión de los gobiernos relajar las normas financieras y procurar la completa movilidad transfronteriza del capital, así como fue una elección mantener estas políticas casi intactas a pesar de la tremenda crisis financiera mundial. Y, como Anthony Atkinson nos lo recuerda en su magistral libro sobre la desigualdad, incluso el cambio tecnológico no es inmune a la capacidad de agencia del gobierno: los responsables de las políticas pueden hacer muchas cosas para influir sobre la dirección del cambio tecnológico y garantizar que genere más empleos e igualdad.

El atractivo de los populistas es que dan voz a la ira de los excluidos. Ofrecen una grandiosa narrativa y soluciones concretas, aun cuando sean engañosas y, a menudo, peligrosas. Los políticos dominantes no recuperarán el terreno perdido hasta que también ellos ofrezcan soluciones serias que dejen lugar a la esperanza. Deben dejar de esconderse detrás de la tecnología o la globalización inevitables, estar dispuestos ser audaces y encarar reformas de gran escala que afecten la forma en que funcionan las economías locales y la mundial.

Si una de las lecciones de la historia es el peligro de los estragos de la globalización, otra es el de la maleabilidad del capitalismo. Fueron el New Deal, el estado de bienestar y la globalización controlada (bajo el régimen de Bretton Woods) los que eventualmente revitalizaron las sociedades orientadas a los mercados y llevaron al boom de la posguerra. Estos logros no se produjeron con ajustes superficiales y pequeñas modificaciones de las políticas existentes, sino una ingeniería institucional radical.

(Dani Rodrik is Professor of International Political Economy at Harvard University"s John F. Kennedy School of Government. He is the author of The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy and, most recently, Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science)

– ¿Qué hay de malo con las tasas de interés negativas? (Project Syndicate – 13/4/16)

Nueva York.- A principios de enero escribí que las condiciones económicas este año iban a ser tan débiles como las del 2015, que fue el peor año desde la crisis financiera mundial del 2008. Y, tal como ya ha ocurrido en varias ocasiones durante la última década, después de transcurridos unos pocos meses del año, los pronósticos más optimistas realizados por otros están siendo corregidos a la baja.

El problema subyacente -que ha plagado la economía mundial desde la crisis, pero que se ha empeorado ligeramente- es la falta de demanda agregada global. Ahora, en respuesta a ello, el Banco Central Europeo (BCE) ha intensificado su estímulo y se ha unido al Banco de Japón y a un par de otros bancos centrales en sus esfuerzos por mostrar que el "límite inferior cero" -es decir, la incapacidad de las tasas de interés de convertirse en negativas- es un límite que sólo está presente en la imaginación de los economistas convencionales.

Y, no obstante, en ninguna de las economías que intentan ejecutar este experimento poco ortodoxo de tasas de interés negativas se ha retornado al crecimiento y al pleno empleo. En algunos casos, el resultado ha sido ciertamente inesperado: algunas tasas activas han aumentado.

Debería ya haberse hecho evidente que la mayoría de los modelos pre-crisis de los bancos centrales -tanto los modelos formales como los modelos mentales que guían el pensamiento de los formuladores de políticas- estaban muy equivocados. Ninguno predijo la crisis; y, en muy pocas de estas economías se ha restaurado el empleo a un nivel que se asemeje en algo al pleno empleo. Es famoso el hecho de que el BCE elevó las tasas de interés en dos ocasiones en el año 2011, precisamente en el momento en el que la crisis del euro empeoraba y el desempleo aumentaba a niveles de dos dígitos, lo que hizo que la deflación se acerque aún más.

Los formuladores de políticas continuaron utilizando estos antiguos modelos desacreditados, quizá en formas ligeramente modificadas. En estos modelos, la tasa de interés es el instrumento fundamental que utilizan las políticas, y se incrementará y se reducirá la tasa de interés para garantizar un buen rendimiento económico. Si una tasa de interés positiva no es suficiente, entonces una tasa de interés negativa seguramente va a funcionar.

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