Expedición Vilcabamba – Romanticismo, ciencia y aventura (página 5)
Enviado por Fernando Jorge Soto Roland
La Selva ha sido, y es, desde hace siglos, un extraordinario caldo de cultivo a experiencias maravillosas, místicas u horrorosas. "Laboratorio propicio para el imaginario", la selva supo enmarcar, en su ambiente extraño y poco accesible muchos de los miedos y sueños de Occidente, gestando la producción de cientos de testimonios escritos o plásticos que, por lo menos desde la Edad Media, han dejado ver las ambivalentes actitudes del ser humano frente a la densa espesura de la floresta.
Como espacio económico, de refugio o de prueba, la selva aparece también como el lugar ideal para la alteridad y lo fantástico; escenario de cuentos populares, rumores y leyendas. A ella se han trasladado miedos y anhelos, monstruos, pesadillas y aspiraciones de riqueza fácil o vuelta a la Naturaleza. Por momentos cobró vida propia, premiando o castigando a sus invasores por intermedio de seres y/o personajes que la secularización racionalista del siglo XVIII convirtió en supersticiones sin fundamento, pero que no desechó del todo. Sus límites señalan el fin de un mundo y el inicio de otro, en el que la vacilación intelectual y los sentidos le confieren al hombre un lugar subalterno; un rol en el que la vieja premisa bíblica de ser "rey de la Creación" se desvanece, retrotrayéndolo a una situación holística en la que se advierte como una parte más del entorno y descubre su situación de inferioridad ante una "Creación" que lo domina y convierte en el más débil de sus vasallos.
La selva y lo desconocido entablaron por siglos una relación muy estrecha que perdura y se agiganta cuando cae la noche, la otra incondicional aliada de la floresta imaginaria. La selva, la noche y lo ignoto construyeron una barrera difícil de franquear que, como señaló Marc Bloch (aunque refiriéndose específicamente al tema del bosque), atrajo y repelió al mismo tiempo las interferencias humanas en su entorno.
Selvas reales e imaginarias pueblan toneladas de documentos y obras literarias; producciones que supieron movilizar las vertientes románticas desatadas en el siglo XIX, con sus claroscuros y contornos misteriosos.
La selva, siempre la selva (y/o la montaña), demarcando, sitiando los espacios civilizados y recreando, en ese acto, conflictos que en ocasiones no aisladas transmutaron los temores subjetivos en acciones concretas de crueldad ofensiva contra aquellos que vivían, trabajaban o simplemente disfrutaban de la densa y solitaria conglomeración arbórea.
La selva, como espacio referencial del imaginario colectivo en perpetua elaboración, ha sabido conservar a lo largo del tiempo una de las características esenciales, de la que hemos hablado más arriba: la plausibilidad. Dentro de sus límites todo puede ser posible. Comarca ambigua por excelencia, sus escenarios encierran supuestos hechos inusuales que, raras veces, quedan resueltos en la mentalidad popular (o que no quieren ser resueltos).
No podemos negar los peligros objetivos que las selvas encierran. Aquellos que van desde la simple desorientación hasta las amenazantes presencias de animales salvajes, muchos de los cuales han contribuido a la construcción de esas "otras bestias", las imaginarias, que desde hace centurias apuntalan los temores del inconsciente colectivo de variadísimas sociedades a ambos lados de los océanos.
Pero, a pesar de la desacralización que las selvas han sufrido dentro de la cultura occidental, siguen empleándose, para describirlas, adjetivos que mantienen aquella cosmovisión animista de antaño y que aún perdura en las actuales comunidades que viven en la espesura. La selva continúa siendo "inmensa", "vacía", "difícil de penetrar", "inhóspita" y "secreta", "misteriosa" y "mágica"; aquel lugar "en el que el hombre abandona todas sus empresas profanas".
Los seres y comarcas maravillosas que han poblado (y pueblan) las selvas extrajeron sus fuerzas de la imaginación; participando en nuestra historia de forma extendida y duradera. El catálogo es inmenso, tanto en número como en variedad. Desde el "Hombre Salvaje" del medioevo (representado una y otra vez en las catedrales y manuscritos europeos) hasta el "Bigfoot" o "Pie Grande" (de la moderna leyenda urbana canadiense y norteamericana), la alteridad se instaló siempre más allá de las fronteras conocidas. Hadas y enanos; duendes o númenes protectores de la naturaleza; tribus perdidas o ciudades inalcanzables de oro y plata, encontraron en lo opaco de la foresta un refugio seguro; sólo perturbado en las extravagantes aventuras relatadas por novelas, tradiciones orales o diarios de viajes de románticos exploradores.
Entre sus árboles también era posible retrotraerse a los "Tiempos Primordiales", a lo primitivo; a un mundo sin restricciones ni tabúes, revelando así ocultas, inconfesables y reprimidas pulsiones. La selva participó en la creación de un mundo paralelo y original, en donde la salvación (material y espiritual) se mezclaba con la perdición del alma y del cuerpo, gestando un sin fin de personajes y actitudes que iban de lo sublime a lo profano.
Hoy nos paramos ante la selva con cierta nostalgia. Nos sabemos responsables de su diaria destrucción y, quizás, sea ese el motivo por el cual solemos tomar este sentimiento de culpa como ejemplo de crítica a la moderna y contaminada sociedad industrial. El antiguo rechazo a la naturaleza "bruta" y a lo "no urbano" (tan propio del siglo pasado) ha mutado en seducción y atracción. Y la selva, divinizada, explotada, arrasada, contaminada o idealizada, continúa siendo el reservorio ideal para ese imaginario de estructuras duras del que antes hablábamos; capaz de crear efervescencias en el más desencantado de los hombres.
Por lo tanto, la noción de selva, como parte constitutiva del paisaje, designa, ambiguamente, dos cosas distintas a la vez: por un lado, un lugar material determinado y, por el otro, una representación figurativa, una construcción imaginaria, en la que participan los valores morales y estéticos de una época. Así pues, la relación entre los exploradores y la "foresta" se inscribiría dentro de una historia de larga duración, una historia de las miradas, en la que espectador y escenario se relacionan combatiendo la conciencia de ruptura que separa al hombre de la naturaleza; y en la que el sujeto construye, según su propia mirada, el paisaje que tiene delante.
Analizados de esta forma, no sólo la selva, sino también la montaña, el desierto o el bosque, quedan impregnados de un significado muy profundo y paradójico. Profundo, porque las descripciones que se hacen del paisaje nos hablan más de la sociedad que los describe, que del paisaje mismo. Paradójico, porque sus caracteres básicos fueron construidos desde la ciudad. Como bien señala Fernando Aliata, "el paisaje es un producto del saber urbano que esconde la nostálgica antinomia entre la ciudad y el campo".
En este contexto, real e imaginario a la vez, se desarrollaron las grandes expediciones del siglo XIX. Allí se formó la figura arquetípica del Explorer y de su particular mirada de la naturaleza que, desde entonces, ha venido resistiéndose a cambiar en muchos de sus aspectos esenciales.
EL UNIVERSO ONIRICO DE LOS EXPLORADORES
Una de las tantas hebras que tejen el telón de fondo de las grandes expediciones del siglo pasado, y que definen en parte el espíritu de sus exploradores, es, sin duda, el fenómeno cultural del romanticismo.
Tempestuoso y turbulento, el movimiento romántico, tal como lo define Francisco Villacorta Baños, "es antes una sensibilidad que un sistema fijo de ideas". Esto permitiría explicar su voluntaria pulsión hacia lo desconocido, lo maravilloso y lo ideal; su prédica contra el utilitarismo y el racionalismo, deificando la poesía y la imaginación, aún dentro del lenguaje de la observación científica. Problemático e insatisfecho, el hombre romántico, aspiró a reconstruir los lazos perdidos con la Naturaleza; acercándose a ella con los instrumentos de la ciencia, pero no desechando el camino de la intuición. Reforzó los factores subjetivos y aspiró a resolver la tensión, siempre latente, entre lo finito y lo infinito. El entorno natural comenzó a ser visto como un organismo vivo y el hombre se paró frente a la Naturaleza atraído por las vetas exóticas que ésta mostraba.
Quizás sea Alexander von Humboldt (1769-1859) uno de los exploradores y viajeros que mejor sintetice esta combinación de empirismo e idealismo. Él mismo aconsejaba estudiar la realidad "conservando siempre una visión rigurosa y a la vez exaltada del mundo"; y no dudaba en establecer conexiones entre lo natural y las necesidades más profundas del ser humano cuando sostenía: " El contorno de las montañas […], la oscuridad del bosque de pinos, el torrente que se escapa del centro de las selvas[…], cada una de estas cosas ha existido […] en misteriosa relación con la vida interior del hombre".
Por otra parte, el mismo Humboldt es quien resalta los contrastes y las distancias existentes entre la vida cotidiana de las ciudades y el contacto con una Naturaleza exuberante y cuasi sagrada, cuando escribe que: " El recuerdo de un país lejano y abundante en los dones todos de la Naturaleza, el aspecto de una vegetación libre y vigorosa, reaniman y fortifican el espíritu; oprimidos en el presente nos deleitamos en apartarnos de él para gozar de esa sencilla grandeza que caracteriza a la infancia del género humano".
Huir del presente. Esta es, con seguridad, otra de las tantas notas esenciales del ser romántico. Movimiento y huida. Escape de la simétrica y del frío racionalismo. Regreso a la libertad y al vigor natural de lo salvaje. Tendencia que se advierte también en la pintura de la época, al abandonar los interiores finitos del clasicismo del siglo XVIII y salir al encuentro de lo infinito; la montaña, la selva, la Naturaleza toda.
En muchos de estos sentidos seguimos siendo hijos del movimiento romántico.
Mucha de toda la fantasía e irracionalidad de la que hablamos encontró en la literatura un soporte insustituible. La gran difusión del periodismo y el enorme éxito que desde el siglo pasado tuvieron los diarios de viajes y la novela, no hicieron más que aumentar la curiosidad y el interés del público por aquellas regiones extrañas, en cuyos límites se terminaba la "civilización" y en donde "cosas raras" eran posibles.
El sensacionalismo de la prensa popular, que a partir de mediados de siglo empezó a ganar mayores clientes y tiradas describiendo sucesos morbosos, exaltando lo pintoresco o lo exótico, supo explotar, muy inteligentemente, la fértil veta que los viajeros dejaban como estela. Periódicos como Le Petit Journal, en Francia desde 1863; el Evening News y el Star, en Londres desde 1881 y 1888 respectivamente, constituyen ejemplos bien claros de ese nuevo negocio de lucrar con la mentira y la imaginación del público. Se convirtieron en otro de los tantos caminos de huida.
Por otra parte, la aparición de las agencias de prensa internacionales (Associated Press, 1848; Reuter, 1851; United Press, 1884), como la rapidez y economía en la edición de diarios y revistas, gracias a la prensa mecanizada y el abaratamiento de los procesos técnicos de la publicación, permitieron que más gente tuviera la oportunidad de seguir, maravilladas, las cautivantes historias relatadas por las novelas folletines o las extravagantes noticias inventadas respecto de países y sociedades lejanas. De esta manera, tal como había ocurrido durante el siglo XVI con la novela de caballería (que incentivara a más de un conquistador español a arriesgar su dinero y su vida en suelo americano persiguiendo quimeras), las noticias fantásticas y los escritos de aventura empujaron a más de un romántico explorador hacia lugares que todavía no estaban en los mapas.
Pero, es justo aclarar, que no todo se movilizaba por la fantasía. También la curiosidad científica y los inevitables intereses económicos de una era imperialista impulsaron a la organización de muchas expediciones en busca de civilizaciones remotas y prácticamente desconocidas. El avance científico, que desde el siglo XVIII venía produciendo asombro y orgullo dentro de los propios europeos, intensificó el interés del público por el conocimiento de disciplinas tales como la historia, la geografía y la antropología. Las expediciones científicas aportaron nuevos datos, nuevas cuestiones y problemas. El panorama se hizo mucho más amplio y con él viejos mitos se vinieron abajo. Viaje tras viaje los espacios en blanco de los mapas se acotaban, pero la fuerza del imaginario se resistía a ceder ante ese desencantamiento del planeta; y la extraña necesidad de seguir suponiendo que, efectivamente, más allá de las montañas y de las selvas lo maravilloso perduraba, hizo que el universo onírico del explorador no se viera consumido por el academicismo racionalista imperante. Sólo se limitó a correr las fronteras. La plausibilidad aún no estaba agotada. Unicamente empezaba a quedar relegada en el campo de la ficción literaria; en esos libros y artículos de los que hablábamos antes.
La posibilidad de mantener abierta una ruta hacia la alteridad (hacia lo otro, lo distinto) permanecía sin grandes cambios. Y a pesar de que las sociedades extrañas, humanas o semihumanas, de los viejos mitos de frontera se replegaban, desde una supuesta realidad objetiva a las páginas de utopistas y novelistas, era advertible un claro rechazo a dejar a un lado el principal argumento de los exploradores y aventureros romantizados: ese que concebía al mundo como algo inacabado.
No toleraban quedar despojados de sus misteriosos bastiones de inexpugnabilidad; razón por la cual, y ante el achicamiento del escenario imaginario y la agonía de las zonas inexploradas, se impusieron con fuerza inaudita ciertos "bolsones vírgenes". En ellos todavía era posible una realidad alternativa, por más que estuvieran siempre traspasando los límites de lo conocido. El viejo axioma occidental, que dice "Cuanto más lejos más raro", se sostuvo, incluso, hasta hoy en día. Y si bien ya no era posible aplicarlo en las regiones del planeta que habían sido relevadas, cartografiadas y controladas, ya desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX, la sutil frontera de lo fantástico empezó a desplazarse más allá de la superficie de la Tierra. Los monstruos y extrañezas, antes ubicables en parajes cargados de misterio (la India, África, las islas del Pacífico o el interior del Amazonas) se transplantaron a los planetas del sistema solar. Incluso la Luna, con sus bondadosos selenitas, o los marcianos y venusinos, con sus canales y prodigiosa inteligencia, reemplazaron a los cinocéfalos (hombres con cabeza de perro), las sirenas, los enanos y monstruos de la Antigüedad o la Edad Media.
Los viejos hábitos no se perdieron, sólo se reformularon con un lenguaje nuevo; Legitimados por nuevas teorías científicas como la de la evolución, planteada por Charles Darwin, desde 1859.
En el siglo XIX, salir del ámbito europeizado de las ciudades e internarse en escenarios que raras veces habían tenido por visitantes al modelo humano propuesto desde los países industrializados (varón, blanco, europeo, nórdico, urbano, burgués y educado), significaba cargar en las mochilas algo más que ropa y alimentos. Toda una pesada carga de preconceptos y prejuicios, tanto raciales como culturales, acompañaban al explorador.
En una época en donde la ciudad ganaba en prestigio y el campo, la montaña, la selva o el desierto se convertían en sinónimos de atraso y barbarie (contrariamente a la mirada ecologista actual), fue difícil no dejarse arrastrar por las teorías, profundamente ideologizadas, que circulaban por los circuitos culturales de las grandes capitales imperialistas del mundo.
El darwinismo social, el eugenismo (una especie de purificación racial propuesta por destacados intelectuales que se decían humanistas), el racismo biologizante y la idea de Progreso, asociada únicamente al hombre blanco, permitió que se construyera una imagen de lo más estereotipada de lo salvaje, que contrastaba profundamente con la misión civilizadora que se había autoimpuesto Occidente.
Según uno de esos discursos, la división de la especie humana en "caníbales" y "no caníbales" era un hecho más que evidente. Bastaba salir de los límites de Europa para poder ver, con propios ojos, el atraso, la barbarie y salvajismo de todos aquellos grupos que no compartían las mismas ideas, conceptos o visión del mundo que se sostenía en Inglaterra o Francia, por citar sólo dos de los países más imperialistas. La gran mayoría de los pueblos africanos y los aborígenes de Oceanía o América, fueron etiquetados como consuetudinarios comedores de carne humana y violadores bestializados de los tabúes más arraigados de la cultura occidental: la desnudez y el incesto (que, supuestamente, todos también practicaban).
No hubo, pues, peor pesadilla en una expedición, real o imaginaria, que caer en manos de tan asalvajados individuos. El primitivismo se midió por el paladar, como en muchas otras ocasiones. Pura ideología que se ha conservado en una estampa humorística de larga data: aquella que muestra a un grupo de exploradores europeos, portando sus sombreros stetson, en una gran olla negra a fuego lento, frente a una choza de hambrientos caníbales de color tan negro como sus intenciones.
Con imágenes como estas se consiguió subestimar las conductas y comportamientos de muy variadas sociedades y justificar la misión de civilizar el mundo que Occidente se arrogaba; además de legitimar la ocupación y el control. Se exaltó el eurocentrismo y los "incivilizados" se convirtieron en objeto de estudio y curiosidad. Tanto así que, en más de una de las Exposiciones Universales que se organizaban en los países industrializados, se llegó a mostrar, encerrados en corrales, a comunidades enteras de hotentotes, esquimales, bosquimanos o indios amazónicos. Pero cuando lo exótico se trasladaba "a casa", mucha de la magia morbosa de las historias de viajes, se diluía en las oficinas de aduanas, por donde hacían ingresar a los mencionados "salvajes".
Estos pueblos llamaron la atención por sus "extrañas" costumbres y por estar fuera de la historia, detenidos y estancados en el tiempo. Todos estos juicios de valor hacían gala de un arraigado sentimiento racista que negaba cultura, religión, inteligencia y gobierno a una porción enorme de la humanidad. Incluso Camile Flammarion, el gran divulgador francés de fines de siglo, llegó a sostener que los animales domésticos, "en especial el galgo inglés", eran moralmente superiores a los pueblos primitivos, por el solo hecho de ser "animales muchísimo más leales.
Pero no sólo Flammarion emitía pensamientos como el precedente. También grandes pensadores y filósofos de su tiempo ayudaron a crear el camino que conduciría al genocidio nazi. José Arturo de Gobineau fue uno de los más devotos creyentes del dogma racista. De hecho es considerado el creador del racismo moderno. En su obra, Ensayo sobre la Desigualdad de las Razas Humanas (1853-55), Gobineau no trepidaba en sostener que "toda la civilización provenía de la raza blanca", que "los negros son animales y los amarillos inferiores a los blancos". Hablaba de la desvergüenza sexual de los "salvajes" y de las desviaciones que éstos representaban en la Naturaleza.
Estos pensamientos se vieron reafirmados en una obra "científica" publicada, en 1876, por Cesare Lombroso. En El Hombre Criminal, Lombroso decía que los locos, los criminales y los degenerados biológicos podían ser identificados por su constitución física; es decir que, las "anomalías morales" de los individuos podían detectarse midiendo cráneos, orejas, narices y mentones. Nació así la antropometría, disciplina que llevó al prejuicio a su máxima potencia; y que fuera utilizada durante mucho tiempo por policías, antropólogos y exploradores.
Una distinta conformación física era suficiente para etiquetar a un individuo, o a toda una comunidad, como superfluo, voluble, pueril e inmoral. La antropofagia y las desviaciones sexuales eran consecuencias ineludibles de los aspectos anteriores.
Muchas de estas ideas quedaron también plasmadas en folletines, diarios de viajes y novelas; esas que impulsaron a buscar las diferencias fuera de "casa", entre otras cosas, para reafirmar el convencimiento de una supuesta e innata superioridad. La búsqueda y exploración en dichas regiones, brindaron a las historias dramatismo y verosimilitud, generando una especie de "efecto dominó": el que leía partía, y el que regresaba escribía, motivando a otros a reiniciar el círculo de la aventura.
Fue así como literatura, ficción y realidad se mezclaron. Surgieron y renacieron "Terras Incógnitas", poseedoras de ciudades perdidas, monstruos y raras sociedades que, resaltando su maravilloso exotismo, invitaban a la comparación, estimulando la adhesión a lo propio, ampliando el sentido occidental de pertenencia y menoscabando la naturaleza de aquello que, aunque extraño, atraía.
Así, frente a la vulgaridad de lo cotidiano, lo exótico se convirtió en el escenario perfecto para mezclar prejuicios, sentimientos estéticos, poéticos y científicos. El explorador, convertido en demiurgo, se encargó de transmitir al imaginario colectivo una "Segunda Creación": la suya propia.
Gracias a la extraordinaria cantidad de litografías, dibujos y grabados, publicados en los diarios de viajes y periódicos de la gran era de las exploraciones interiores, podemos darnos una idea de la forma en que se conceptualizaban los desconocidos espacios que se recorrían.
Inmerso en mundos extraños, el explorador occidental afirmaba su identidad y analizaba el entorno que lo absorbía a partir de sus propios valores antropocéntricos. Demarcó los contrastes entre "lo civilizado" y "lo primitivo", resaltando su propia superioridad al mantener siempre una singular separación respecto del mundo que exploraba. Él mismo constituía una frontera cultural andante ya que, su tecnología, manera de decodificar el entorno y vestimenta, constituían una porción del "progreso", en un universo visto, descripto y dibujado como salvaje y atrasado.
En 1842, Herbet Ingram, un fabricante británico de píldoras laxantes, tuvo la feliz idea de publicar un semanario que contribuiría a la difusión de esa tan simbólica representación del mundo. El nombre de la publicación era The Ilustrated London News, y muy pronto debió competir con otras tan prestigiosas y conocidas como The Grafic y The Pictorial World. En ellas, las noticias eran dibujadas; y para poder hacer eso posible, los directivos de periódicos enviaron a sus reporteros a cubrir notas en diversas partes del mundo. Se los vino a llamar Artistas especiales (Special Artist), y uno de los más famosos personajes de esta nueva raza de viajeros fue el célebre y discutido explorador de África Henry Morton Stanley.
El método utilizado para reproducir los bocetos, desde un frente de guerra o la línea de vanguardia de una expedición, no era sencillo. "Al llegar los dibujos a destino, se los reproducía en imagen invertida sobre madera de boj, la más apropiada por su grano y dureza. Esta tarea estaba reservada a los llamados Artistas de la Madera (Wood Artists), quienes debían completar o definir las líneas de los bocetos, dado que, como tales, eran dibujos realizados deprisa, con excesiva espontaneidad. Sin duda la intervención de esas otras manos quitaba sabor e impronta al boceto original, pero […]atraían más la atención del público".
Así, pues, varias manos, pero guiadas por una misma mentalidad romántica y prejuiciosa, se sumaron a los artistas independientes que recorrían el mundo, para dar de él una inconfundible descripción gráfica que mezcló exotismo, sentimentalismo, una cierta dosis de estilo naif, crueldad y heroicidad.
Mary Louise Pratt distingue tres tipos de exploradores a lo largo de los siglos XVIII y XIX: los linneanos, seguidores del célebre naturalista sueco Carl Linneo (creador de taxonomías de fama internacional, a partir de parámetros visuales), que impondrían sus sistemas de clasificaciones a lo largo y lo ancho del planeta, destacando principalmente los aspectos meramente naturales del paisaje; los humboldtianos, discípulos de Alexander von Humboldt, que sumergidos en un vocabulario lleno de adjetivos lograban otorgarle al paisaje una profunda densidad de significado, resaltando la veta poética de la ciencia; y los victorianos, poseedores de una retórica imperialista siempre lista a remarcar los momentos triunfantes del "descubrimiento". Cada uno de ellos, ya sea con la estilográfica o el pincel, plasmaron sus propias opiniones y visiones de los territorios que recorrían, inscribiéndoles cualidades que sólo estaban en las pupilas occidentales con las que los observaban.
Analizaremos a continuación algunos de los grabados que aparecen reproducidos en los relatos de viajes de algunos reconocidos exploradores del siglo pasado, intentando destacar aquellos elementos importantes que nos permitan realizar una aproximación a esas miradas sorprendidas y cargadas de ideología.
En 1866, el francés Marie Joseph Garnier (1839-1873) fue destacado por su gobierno para explorar el cauce del río Mekong y abrirlo al tráfico entre Indochina (Vietnam) y China. La expedición duró más de un año, recorriendo las fronteras entre Laos y Birmania, primero en vapor y luego a pie, conduciéndolo a través de más 1.600 Km de terreno hasta ese momento inexplorado. En esa oportunidad, Garnier, tuvo el privilegio de descubrir, en plena jungla tropical, las majestuosas ruinas de la perdida ciudad de Angkor, cuyos dibujos, a cargo de M. L. Delaporte, inspiraron la fantasía y el deseo de explorar de muchos otros ansiosos viajeros.
Publicados en Le Tour du Monde, 1872, los dibujos de Delaporte reproducen la típica imagen de unas esculturas aborígenes asomando sus extraños rasgos por entre las retorcidas ramas de la selva. El tema de la civilización perdida es así rescatado por el arte, la técnica y curiosidad occidental, para beneficio de editores y libreros, que supieron vender muy exitosamente esas concluyentes pruebas del arrojo e iniciativa colectiva (en este caso, francesa). Estos dibujos, especialmente el de las ruinas de Xieng-Sen, emplazadas a orillas del río Mekong, son un excelente ejemplo del exotismo oriental, que tanto fascinaba a Europa. Templos semiderruídos; estatuas colosales de deidades desconocidas; extraños animales (como el rinoceronte) y una exuberante vegetación que devora al explorador (representado, de tamaño muy pequeño, en el ángulo inferior derecho; y que participa de manera casi accidental en el conjunto de la obra).
También el trajinar por la espesura de la jungla fue registrado por Delaporte en un dibujo cuyos elementos esenciales pueden ser encontrados en casi todos los grabados hechos sobre el tema, en cualquier parte del mundo que se explorara El artista supo reflejar la marcha (interesante y penosa) por plena selva; la fuerza de la naturaleza salvaje, aún no controlada por el ser humano; el espíritu inquisitivo del hombre blanco (que observa, analiza, cataloga, toma apuntes) en contraste con la "naturaleza semisalvaje" de los porteadores autóctonos, que sólo aparecen representados cargando equipo y provisiones. Finalmente, podemos ver en la obra de Delaporte el soñado reencuentro simbólico con el Edén perdido.
Otro grabado que muestra, quizás como ningún otro, la grandeza de la naturaleza virgen, es el realizado por Jules Crevaux, otro gran explorador de ríos, en este caso del Amazonas y del Orinoco. En su libro, Viaje a América del Sur (1880), Crevaux reproduce la imagen de los grandes bosques ecuatoriales de la Guayana, con singular maestría. En el grabado se observa un bosque ominoso, imponente, casi sobrenatural. Los exploradores, que aparecen recorriéndolo, semejan liliputienses buscando una salida de ese majestuosos laberinto forestal; que repele y al mismo tiempo atrae al hombre arrojado. Tanto por la perspectiva, que invita a sumergirse en la oscuridad producida por las ramas y los troncos, como por los gigantescos árboles, de gruesas y retorcidas raíces, todo el cuadro plasma la pequeñez del hombre frente a las fuerzas incontroladas de la Naturaleza, transportando al observador a un universo fascinante, desconocido y pletórico de sorpresas. Con esta obra queda perfectamente plasmada esa idea de alteridad, que referíamos en páginas anteriores. Si algún dibujo refleja al bosque como un espacio propicio para el imaginario, ese es el de J. Crevaux.
Una imagen prototípica en las novelas y crónicas de viajes es aquella que representa a los europeos tranquilamente explorando territorios desconocidos mientras, desde la espesura o la montaña, son vigilados por miembros de tribus locales que, por su aspecto, revelan casi siempre actitudes amenazantes. Ya sea en América, África o Australia, esta escena constituye, de por sí, un lugar común. En tanto que el hombre blanco aparece claramente definido; de los aborígenes sólo se perfilan sus siluetas negras, sus extraños peinados y primitivas armas (lanzas, arcos y flechas). Sus intenciones son tan oscuras como sus rostros y, por lo general, protagonizan los instantes más angustiantes, y con mayor carga emocional, de los relatos de viaje: el encuentro con el otro. Mediante este artilugio artístico quedan confundidos los roles de invasores e invadidos; y los nuevos conquistadores de la época industrial pasan a convertirse de victimarios en víctimas.
Cuando se observan los objetivos que se proponían alcanzar la mayor parte de las exploraciones del siglo pasado, casi siempre nos topamos con la figura del río. Sea éste el Nilo, el Congo, el Amazonas o cualquier tributario menor de estas, u otras, corrientes hídricas, el gran río inexplorado constituye un icono insustituible en los dibujos y literatura de viajes.
Es probable que no exista una mejor imagen que la de una pequeña embarcación remontando las corrientes (calmas o turbulentas) de un río bordeado de espesícima vegetación, para reflejar el ambiguo sentimiento de una seguridad insegura; es decir, el sentimiento de una protección limitada sólo por la débil cubierta de una barcaza, que parece no encajar en el paisaje.
Desde la famosa Lady Alice (construida por H. M. Stanley para remontar el río Congo, en 1874), pasando por los pintorescos barcos de vapor que surcaban los ríos Missouri o Mississippi, en Norteamérica, el barco ha simbolizado (de la misma manera que el ferrocarril) la punta de lanza del empuje progresista de Occidente, sobre un universo potencialmente controlable.
En un grabado realizado por el explorador italiano Louis. M. D’Albertis, que remontara el río Fly en Nueva Guinea, entre 1875 y 1877, quedan claramente reflejadas algunas de las características detalladas arriba. La ilustración en cuestión (publicada en el libro Relación del Viaje de L. M. D’Albertis) muestra al curso del Fly calmo, pero traicionero. Los troncos retorcidos que sobresalen por la superficie crean una sensación de riesgo, anticipándole al explorador (resguardado en su barca) los futuros peligros, que necesariamente requiere todo relato de aventura. A ambos lados del río, las márgenes cubiertas de vegetación, semejan las fauces de dos monstruos mantenidos a raya por la corriente líquida. Monstruos que acechan aún más cuando el cauce se angosta, permitiendo que ramas y lianas rasguñen a la temerosa e intrépida barca del europeo. Así, la tecnología (tan importante para las mentalidades del siglo XIX) se convierte en el diminuto refugio del viajero; y la embarcación marca los límites controlables del hombre blanco.
Cuando nos trasladamos a los áridos desiertos del planeta y tratamos de mirarlos con los ojos de sus primeros exploradores occidentales encontramos, una vez más, la superposición de los valores europeos sobre el paisaje de dunas y arena.
En Le Tour du Monde (1892), se reproduce un típico paisaje iranio en un dibujo de D. Lancelot, realizado hacia el año 1800. En él se destaca un terreno desolado, desértico, con escabrosas montañas rocosas. En el centro, una construcción que semeja un monasterio y que hace las veces de simbólica frontera entre lo civilizado y lo incivilizado; indicando la presencia implícita del hombre y acentuando el enfrentamiento de éste con un entorno agreste y solitario. Unicamente un débil sendero invita al observador a orientarse hacia el edificio que domina el desierto, imponiendo así un claro sentimiento de antropocentrismo.
También los objetos exóticos de status social llamaron la atención de los artistas. Los lujos y las "impúdicas" costumbres de amerindios u orientales incitaron a la fantasía de muchos, por lo tanto no dejaron de estar representadas en casi todas las publicaciones que referían travesías por esos lejanos países.
Cuando Richard Burton, el famosísimo explorador y espía inglés, publicó en 1855 Peregrinación de Medina a La Meca, no omitió ilustrar su libro con uno de los símbolos más reconocidos del exotismo oriental: la litera. Bajo el diestro lápiz de C. F. Kell, la litografía muestra un "tajt rawan" (litera de los poderosos) ricamente tallado en madera y transportado por dos camellos; animales que por si solos encarnan el ansiado, misterioso y, al mismo tiempo, rechazado Cercano Oriente. La presencia de árabes, vistiendo sus característicos turbantes; el oasis en el que se enmarca toda la escena y la límpida ciudad blanca que aparece en el fondo del cuadro, permiten reeditar plásticamente los antiguos relatos de las Mil y Una Noches y resumir gran parte de los elementos del imaginario occidental, respecto del mundo musulmán.
Tanto con un palacio árabe como con una choza amazónica, los exploradores podían resaltar claramente las diferencias que los separaban de aquellos que visitaban. Para un viajero europeo, aburguesado e instruido, nada podía llamar más la atención que la forma en que vivían los aborígenes. Y cuanto más "primitivos" eran, mayor interés despertaban.
Las cabañas, tiendas y "casas" que se observaban en comarcas alejadas, y de las que existen páginas y páginas de descripciones y dibujos, nos dicen mucho sobre el objeto de curiosidad del occidental, que hacía de su hogar, la privacidad y la familia su centro universal.
En un dibujo, publicado por Alexander von Humboldt en su libro Del Orinoco al Amazonas, puede observarse el interior de una choza india que contrasta profundamente con los interiores burgueses de la época (siglo XIX). Aquí, el brocado, los manteles, los cuadros, mesas y sillones de las recargadas mansiones burguesas, son sustituidos por tucanes, loros, flamencos, papagayos, pieles y exóticas plantas, desordenadamente dispuestas sobre el piso. Las figuras elegantemente vestidas de Humboldt y su amigo, Aimé Bonpland, rodeados de instrumentos de medición y muestras enfrascadas, son también simbólicas, puesto que, detrás de ellos, pueden verse (a través de la puerta abierta) a dos indios desnudos, tranquilamente tirados debajo de un árbol e ignorantes de la infinita riqueza natural que los rodea.
Este breve recorrido, por algunas muestras del arte asociado a las exploraciones, deja de manifiesto que detrás de cada dibujo, acuarela, opinión o comentario, lo menos que existía era inocencia. El ser romántico no implicaba despojarse de los prejuicios culturales de la época. Era prácticamente imposible. La tolerancia respecto del otro no terminaba por definirse, y tendríamos que esperar a ser testigos de las atrocidades de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial y del fin del imperialismo (décadas de 1950-1960) para poder concebir que el hombre es hombre bajo cualquier contexto cultural o en cualquier parte del planeta. Recién cuando el eurocentrismo fue puesto en duda, la soberbia de Occidente se moderó y pareció diluirse; aunque lamentablemente no de manera completa.
La visión que se tiene del otro siempre ha estado prisionera e impregnada por lo imaginario. Sobre "ellos" transferimos nuestras propias miserias y temores; razón por la cual las perturbaciones y problemas sociales de cada coyuntura histórica han hecho que variemos nuestra mirada sobre el "hombre diferente". Inclusive las opiniones científicas no han podido atrincherarse en su supuesta y falsa objetividad; ellas también se vieron infectadas por teorías y concepciones imaginarias (prejuiciosas) que pasaron al acervo cultural como "verdades inobjetables".
Si lo extraño se agiganta con la distancia, era lógico pensar que las rarezas, observables en diversas partes del mundo, aumentaran en aquellas zonas que aun faltaban explorar. Costumbres, comportamientos, organización social, aspectos físicos, e inclusive flora y fauna radicalmente diferentes, eran factible que se mantuvieran ocultas en los bolsones de virginidad ya mencionados. Y las novedosas sociedades, animales y plantas, que entraban a formar parte de las modernas taxonomías científicas, eran sólo la punta de un iceberg que anunciaba la existencia de una pluralidad de mundos y humanidades diversas.
Y en busca de ellas partieron muchos.
La atracción que han despertado los lugares no cartografiados es ancestral. En ellos, imaginación y realidad se confunden, y sus misteriosas comarcas "en blanco" se hacen depositarias de las más ambivalentes fantasías. Allí es posible encontrar aspectos que van de lo sublime y lo paradisíaco, a lo más abyecto y horroroso; de sociedades perfectas y cuasi celestiales, a infiernos de atraso y primitivismo. Basta con observar cualquier mapa, medieval o moderno, para advertir que, a esas inquietantes Terras Incógnitas, el hombre siempre trasladó sus más ansiados sueños y pesadillas. Reinos de oro, plata y piedras preciosas se mezclan con caminos repletos de monstruos y dragones. Iluminación y perdición se intercalan a lo largo de los senderos que conducen a lo desconocido. Y fueron esos senderos los que fijaban los límites entre lo real y lo inventado.
Vencer la ansiedad y el temor para ingresar en ellos implicaba desenmascarar viejos mitos y leyendas; pero, al mismo tiempo, se ponía en movimiento un mecanismo que corregía antiguos prejuicios con otros que eran nuevos. Desde el siglo pasado el imaginario ha luchado por mantener (readaptada) la existencia de supuestas especies y sociedades humanas, distintas a la especie humana normal. Es algo bastante común encontrar, en relaciones e informes de viajes, referencias (directas e indirectas) que aluden a comunidades perdidas o a mundos olvidados. Así pues, reaparecieron los enanos, ahora designados como pigmeos y toda una galería de seres imaginarios, producto de una interpretación deformante de ciertas realidades culturales, históricas o biológicas; o, directamente, como resultado de una construcción por entero derivada de la fantasía. Algunos seres híbridos, como las sirenas, los cíclopes, los sátiros o los cinocéfalos, corrientes en las crónicas de los siglos XVI y XVII, quedaron relegados al ámbito de la literatura; pero otros, como los Ñam Ñam (hombres con cola), lograron llegar hasta mediados del siglo XIX vivitos y "coleando". A tal punto que, en 1850, ciertos rumores que circulaban por el Sudán (África), motivaron la organización de una expedición, a cargo del Coronel Louis Du Gournet, quien afirmó, a posteriori, haber visto un Ñam Ñam en 1853. Más tarde, el conocido explorador norteamericano Henry M. Stanley, tampoco dejó de mencionar a los hombres coludos del Sudán, aunque derribaría el mito estableciendo que las colas eran meros adornos. Pero lo interesante es que, a pesar de la desmitificación, los Ñam Ñam siguieron conservando su lado monstruoso: eran consumados caníbales.
Como puede advertirse, el control directo de la ciencia y la razón cesa, muchas veces, cuando alguien se interna en una selva inexplorada, en un ámbito cultural distinto o se aleja del mundo cotidiano. En esos parajes, fuera de todo mapa conocido, el hombre se confía a los dioses y demonios locales, y el racionalismo se limita a ejercer una influencia ocasional.
Fuera del mapa el explorador suele tomar sus deseos por realidades, y la convicción emerge con anterioridad a la experiencia.
No figurar en los mapas es sinónimo de Caos y desorden. Salirse del mapa implica ingresar en lugares en los que todos los paradigmas u ortodoxias posibles corren el riesgo de ser violentados, debilitados o superados.
Alejamiento e inaccesibilidad; alteridad y distancia. Todo se une. Todo se combina para generar esa curiosidad motora, que lleva siempre a buscar aquello que se recorta difuso detrás de las fronteras. Y alimenta el impulso por el descubrimiento, que no es otra cosa que un acto creador, un poner Orden (occidental, se entiende) sobre un Caos naturalizado y no europeo. Surge así, con fuerza inaudita, la necesidad de resemantizar el mundo, de volver a bautizarlo; mostrando el inmenso poder de la palabra sobre las cosas.
Montañas, ríos, lagos, llanuras, mesetas y regiones enteras sufrieron esa furia nominativa, de la que habla Todorov, cuando vieron cambiados sus nombres aborígenes y pasaron a ser parte del corpus cartográfico de Occidente.
Instrumento privilegiado de la geografía, "el mapa es el simulacro de lo lejano y mantiene con el exotismo una relación paradigmática. Es a la vez el modelo y la aproximación intocable. Permite ver pero no permite apropiarse. Para apropiarse hay que partir. Sin mapa no hay descubrimiento, pero sin descubrimiento no hay mapas. El mapa tiene una doble función: es imagen y representación del mundo, es instrumento de descubrimiento y conquista".
El impulso por catalogar el mundo, inaugurado por Carl Linneo en el siglo XVIII, que llevara a la creación de un exitoso método de clasificación de la Naturaleza (Homo Sapiens incluido), derivó en el deseo por encontrar, fichar, recolectar y coleccionar, con serias intenciones científicas, las especies vegetales y animales (conocidas y desconocidas) que poblaban la Tierra. Surgió así la figura del trotamundos por excelencia, el naturalista; representante del más acabado academicismo que, contrariamente al conquistador, pretendía ejercer sobre el entorno estudiado una acción aséptica y neutra. Su misión consistía sólo en observar, describir, traducir en palabras las características del universo material que lo rodeaba. Pretendía ser imparcial, sin ser consciente de que su mirada era parte de la voluntad occidental por retraducir y controlar el mundo. Era inevitable, que en esa recolección, los cánones y paradigmas de la vieja Europa se impusieran.
Junto con el explorador naturalista se originó toda una literatura de viajes que lo mostraba como la imagen viva del antihéroe, un individuo culto y pacífico que debía soportar mil y un inconvenientes entre sociedades y parajes extraños, mientras transitaba en pos del conocimiento. Y fue el afán de originalidad y prestigio, asociado a todo descubrimiento, el que empujó a encontrar, en las regiones aisladas del planeta, esa especie perdida, ese espécimen extraño y no catalogado, que le permitiera a su potencial descubridor quedar en los anales de la Historia Natural.
Escépticos y creyentes, racionalistas y románticos, se enroscaron en discusiones interminables respecto de la posibilidad o imposibilidad de hallar indemnes mundos perdidos, aislados y no tocados por el Progreso. Fue en ese contexto en que el imaginario se disparó, alimentado por las leyendas y rumores de las regiones de frontera.
Si existiera un modelo estereotipado del Explorer, éste debería ir acompañado, indefectiblemente, con el acto de escribir. Mediante la escritura se aprehendía al paisaje, a los ejemplares biológicos y a las exóticas (y "caóticas") sociedades que se encontraban. Constituía un acto de conquista simbólico, y fueron el cuaderno de notas y la estilográfica ( la que se solían llevar colgada del cuello, a modo de instrumento ofensivo) las renovadas armas de control semántico, que referíamos en un apartado anterior.
Como escribió explícitamente Alexander von Humboldt: "[…]Ya no con la espada, sino con la pluma y el cuaderno de notas .Ya no en pos de la riqueza material, sino buscando la comprensión y el análisis […]"se lanzaron sobre el mundo; por más que detrás del explorador científico vinieran los comerciantes, los ejércitos y los cañones.
Cada expedición se convertía en un potencial trampolín a la fama. Cada entrada, en algún territorio inexplorado, alimentaba el latente deseo por trascender, por quedar inmortalizado en el registro científico a través de algún nombre latino que denotara el apellido o el nombre del explorador/descubridor. Cada iniciativa exploratoria, en síntesis, se convertía en el momento ideal para el ensalzamiento de los más relevantes valores burgueses de Occidente: el individualismo, el propio esfuerzo, la contención y el sacrificio; síntomas todos del hombre que se hace a sí mismo.
Pero, simultáneamente, se ponía en juego un prestigio que excedía al individuo arrojado. Cada proyecto expedicionario traía sobre la palestra una competencia que podía ser empresarial e incluso nacional. Empresas patrocinantes y países enteros depositaban en sus exploradores sus sueños de riqueza y expansión, pasando a ser parte de una carrera por conquistar el mundo, en la que un ramillete de naciones europeas compitieron denodadamente. Así, expedición y competencia aparecen unidas en una simbiosis que también la literatura de ficción supo explotar excelentemente [Véase la obra de Julio Verne, como ejemplo más acabado de lo antedicho].
¿Y qué hace uno cuando compite?, ¿Qué hacen los Estados que persiguen objetivos semejantes y luchan por la primacía? : guardan el secreto; convierten toda la información recabada en "confidencial". De idéntica forma que los españoles durante la conquista de América (que se cuidaban muchísimo de no revelar sus mapas y descubrimientos a las potencias enemigas), los exploradores del siglo XIX, y del nuestro, se vieron obligados a ocultar la información, o a caer en una publicación ambigua cuyo propósito último era desorientar al competidor, manteniendo en reserva los datos, las rutas y los detalles conseguidos. De esta forma, regiones retiradas y poco conocidas, cuyos nombres y ubicación quedaban supeditados a un secreto que casi siempre se violaba, exaltaron no sólo el interés, sino la fantasía de muchos. Y como era costumbre desde hacía siglos, la búsqueda real se confundió con la búsqueda imaginaria (muy a pesar del racionalismo vigente, aunque posible gracias a la permanencia del espíritu romántico que empapaba a muchos hombres sensibles de la época).
Todos los tópicos señalados fueron ricamente explotados por la literatura de aventura. Cientos de títulos anunciaban las peripecias que debían correr los protagonistas de esas novelas, cuando perseguían alcanzar los últimos bastiones vírgenes del planeta y, con ellos, encumbrarse en la riqueza, el prestigio y la fama. El salvamento de los archipiélagos de alteridad se apoyaba en la fantasía pero, como bien señala J. Boia, "[…]de la literatura a la exploración no había más que un paso". Por otra parte, "en un mundo con vocación tecnológica las ISLAS marchan en sentido opuesto, su papel es el de aislar y proteger a la naturaleza intocada de la civilización"37. En esos sitios se abrigarían seres salvajes y animales desconocidos, especies diferentes proyectadas por la ficción y la angustia tecnológica sobre el mundo real. Con los grandes exploradores del siglo pasado "[…] la naturaleza había disminuido tan rápida y radicalmente que era una novedad: es por esta razón que la exploración […] cautivó la imaginación del hombre siglo XIX. Entrar en un mundo verdaderamente natural era exótico, estaba más allá de las experiencias de la mayoría de la humanidad, que vivía del nacimiento a la muerte en circunstancias enteramente fabricadas por el hombre". Aunque, la mayoría de los "Mundos Perdidos" ubicados en las selvas americanas, montañas de África, rincones de Asia o desolados territorios polares, eran también fabricados por el urbano, rutinario y acongojado Homo Sapiens.
Se construía una nueva realidad que, al tiempo, terminaba absorbiendo a su creador y quedaba constituida como única y posible, olvidando la activa participación del primero. Y es que el rumor y la fantasía, la leyenda y el miedo, entretejían las barreras más difíciles de atravesar: aquellas intencionalmente creadas para nunca ser traspuestas.
Desde la Edad media, "el viajero se ha sentido atraído por los misterios presentidos y las maravillas posibles, encarnando a toda una época con sus sueños, temores y necesidades". Y, en ese aspecto, los siglos precedentes no podían ser diferentes. Incluso hoy en día, cuando la creencia general sostiene que todo el planeta está perfectamente conocido y que los satélites impiden que sobrevivan rincones inexplorados, ni el misterio, ni las maravillas se diluyen cuando uno encamina sus botas a montañas, selvas o cuencas fluviales de regiones exóticas. Y el moderno turismo de aventura ha contribuido a mantener el halo fascinante de lo extraño. En esta práctica, algo se arrastra de las viejas expediciones, y por eso interesa tanto. El viajero se ve llevado por fotos deslumbrantes a parajes verdes, ricamente decorados con cascadas o picos nevados que atraen, como atraían los dragones y países de abundancia en los viejos mapas de los archivos coloniales. Los contrastes siguen siendo movilizadores.
Pero si al paisaje le agregamos una pizca de historia (humana o natural), se configura un escenario abierto a posibilidades maravillosas. En esos espacios puede que el pasado no esté enterrado, puede que mantenga vigente aquellas cualidades que todo Mundo Perdido reclama para ser tal: el aislamiento, la lejanía, la alteridad, la plausibilidad pura. Y, en este sentido, el auge de la arqueología y la antropología, desde el siglo pasado, contribuyeron a exaltar la potencial existencia de sociedades perdidas, gracias al descubrimiento de grandes civilizaciones y pueblos que el hombre ni siquiera había imaginado.
En las líneas que siguen intentaré hacer un relevamiento de aquellos temas que se asocian y repiten constantemente cuando uno se sumerge en esta poco convencional variable que hemos dado en llamar Mundo Perdido. Para ello, he consultado los datos e informes de excéntricas expediciones reales del siglo XIX y principios del XX; y asimismo releído (con nuevos ojos) las tradicionales novelas de aventura y exploración, que tan atractivos hicieron los días de mi infancia.
En cualquier ejemplo de literatura de viajes, por poco delirante que esta sea, es imposible no encontrar desarrolladas, o a pie de página, referencias a fenómenos y sucesos extraordinarios. Esto es una prueba más de que las leyendas y los rumores raras veces son omitidos por el explorador; ya sea para denostar los resabios de superstición que quedan en el mundo y combatir la credulidad, o reafirmar y difundir la certeza de que esas maravillas realmente existen.
Hemos detectado las siguientes temáticas: [1] Monstruos y/o animales desconocidos;
[2] Ciudades y tesoros perdidos,
[3] Tribus y exploradores perdidos.
MONSTRUOS Y ANIMALES DESCONOCIDOS
Los monstruos y las expediciones han venido recorriendo los mapas imaginarios de Occidente desde hace centurias. Los griegos crearon sus monstruos, los romanos los conservaron y las sociedades medievales poblaron el planeta desconocido con bestias salidas de sus propios temores y angustias. Durante las exploraciones de los océanos, a lo largo de los siglos XV y XVI, esta extraña fauna, que emanaba de la fantasía de los hombres, creció en América y en todo los rincones que pasaban a ser parte del universo conocido. Allí donde el hombre posaba sus botas surgían los seres monstruosos, enfrentando los dictámenes de la razón y el sentido común. Y, como era de esperar, ni el siglo XIX, ni el nuestro, carecieron de ellos. Éstos ya no eran productos de castigos divinos o milagros; la Providencia le dejaba paso a un evolucionismo mal interpretado que trató, por todos los medios, de explicar con argumentos científicos hechos que excedían la comprobación empírica y que, por lo tanto, eran imposibles de certificar.
Creaturas del imaginario, en todas las culturas, los monstruos han acompañado al hombre desde los orígenes mismos de la historia. Sus angustiantes y atractivas presencias se detectan tanto en momentos de aislamiento como de expansión territorial; y por ello las relaciones que guardan con la exploración y los exploradores es más que evidente.
Cada entrada en un nuevo territorio ha estado precedida por una imaginaria colonización anterior, no de hombres o sociedades "normales", sino de seres y animales que atentan contra las teorías y concepciones tradicionalmente aceptadas. El monstruo es la más clara personificación de lo caótico, de las fuerzas descontroladas de la naturaleza; seres que cuestionan, o impiden el avance del universo ordenado, que el hombre encarna con su razón y tecnología. Constituyen una extraña galería que es lógico ubicar fuera de los mapas, puesto que los escenarios caóticos requieren de seres que representen lo mismo.
Una de sus cualidades es que son, por esencia, asociales; desoyen el llamado de las aglomeraciones y prefieren el aislamiento y la soledad. Los sitios inhóspitos son sus guaridas y la elusividad, su permanente conducta. Difíciles de encontrar, su potencial existencia queda condicionada por las coordenadas del lugar y del tiempo, aún analizadas sincrónicamente. Con esto quiero decir que todo contexto crea significado, y que ciertos ambientes son más apropiados que otros para que la creencia se asiente y solidifique. Es fácil combatir a los monstruos por medio de la risa cuando uno está resguardado por los cuatro muros de una casa, en pleno corazón de la ciudad. En esas circunstancias lo primero que aflora es lo grotesco. Pero la cuestión se vuelve un tanto diferente cuando, sumergidos en regiones extrañas y rodeados de selva o montaña, nos convertimos en atentos oyentes de leyendas y rumores locales. Es entonces cuando la arrogancia racionalista, hija de las luces urbanas, se debilita.
Y justamente, de esta debilidad se aferraron muchos exploradores para absorber y difundir cientos de historias sobre seres monstruosos y extraños animales que aún faltaban catalogar (o que estaban "fuera de catálogo" -extintos- desde hacía millones de años).
Percy Harrison Fawcett (1867 – 1925), inglés, miembro de la Real Sociedad Geográfica, topólogo y militar del ejército británico, personifica, como ningún otro, al prototipo del explorador romántico de fines del siglo XIX y principios del XX. Entre 1906 y 1925 (año en que desapareció) organizó variadas expediciones al "Infierno Verde" amazónico para actuar como árbitro en los conflictos limítrofes suscitados entre Bolivia, Perú y Brasil. Agudo en sus observaciones, Fawcett estableció con pericia los límites político de dichos Estados, internándose y explorando regiones por las cuales pocos occidentales habían dejado sus huellas. Si bien cronológicamente sus viajes se practicaron a inicios del siglo XX, debemos dejar por sentado que su espíritu, motivaciones y valores fueron claramente decimonónicos. Fawcett fue un hombre del siglo XIX, hijo del imperialismo inglés y del expansionismo europeo sobre suelo americano. Su función, como árbitro entre Estado soberanos de Iberoamérica, perseguía un objetivo que él mismo dejara por escrito en su obra A Través de la Selva Amazónica: "aumentar el prestigio inglés en la zona".Y es que Inglaterra se veía sumamente interesada en mantener su presencia en la región a causa de un producto que por sí solo encierra una larga y trágica historia: el caucho, el "árbol que llora", fuente de inmensa riqueza, y de la que los británicos no querían quedarse al margen.
Así pues, con la intención de prestigiar a su país y mantener activa la presencia británica en la región Fawcett entró en relación con una selva misteriosa, que terminaría amando y en la cual dejaría sus propios huesos.
Las crónicas de sus viajes (que escribiera en 1924, un año antes de morir) se encuadran dentro de la denominada literatura de supervivencia, inaugurada con las grandes exploraciones del siglo XVI y que perdurara hasta bien entrado el siglo XX. En este género, el explorador/escritor se convierte en el héroe de su propio relato, describiendo las penurias, peligros y sucesos extraños de los que fuera testigo. A lo largo de las páginas de su libro, Fawcett hace desfilar los más variados productos del imaginario, esos que van desde las ciudades perdidas, las minas ocultas y las tribus "blancas" a los monstruos. Así, el excéntrico explorador inglés, hace de la selva un escenario en donde toda proporción, toda norma, queda desequilibrada. El "infierno emponzoñado", como él la denomina, es el símbolo mismo de la anarquía. Allí, la ley de los hombres y de la Naturaleza, no tienen cabida. Todo es caos, desorden, nada es claro ni "ajustado a derecho". Tanto la esclavitud por deudas (sufrida por los indios, en pleno siglo XX) como los actos de espantosa barbarie (cometidos impunemente por los empresarios del caucho o fugitivos alejados de la civilización) denotan que esas selvas son "otro mundo", uno muy distinto de aquel del que Fawcett salía.
Tampoco la naturaleza se manifiesta de manera "normal". Las descripciones que hace de animales y plantas están empapadas de exotismo y misterio. Serpientes, pirañas y cocodrilos (sic) coprotagonizan más de una de sus desventuras a lo largo de la obra, y en todos los casos llaman la atención por lo desproporcionado de sus dimensiones.
De todas las bestias que habitan el Amazonas, la anaconda gigante es, con seguridad, la que mayor cantidad de historias ha desatado y Fawcett fue uno de los tantos que se encargaron de divulgarlas.
Según el propio explorador, él mismo fue testigo presencial de la aparición de una anaconda que medía un total de 18 metros de largo. Un verdadero monstruo que, al decir de los lugareños, no era el de mayor tamaño, ya que afirmaban haber encontrado ejemplares de 23 metros, y aún de 40 metros de longitud (por más que los zoólogos sostengan que dimensiones como esas sean muy poco probables y que la exageración haya dotado a esos reptiles de una monstruosidad dimensional que excede con creces los 9 metros científicamente comprobados a la fecha).
Pero Fawcett no se limita a la anaconda, va mucho más allá.
Su galería de monstruos incluye también a un "[…] Tiburón de agua dulce, enorme, pero sin dientes, de los que se dice que ataca a los hombres y los traga, si tiene una oportunidad"; habla del Mipla, ("un gato negro de aspecto perruno y del tamaño de un sabueso"), de "culebras e insectos aún ignorados por los hombres de ciencia y, en las selvas del Madidi (Bolivia), de bestias misteriosas y enormes que han sido perturbadas frecuentemente en los pantanos, posiblemente monstruos primitivos como aquellos que se han informado en otras partes del continente".
"Monstruos primitivos". Aquí Fawcett pega un salto hacia la credulidad absoluta y se zambulle de lleno en el imaginario aborigen del Amazonas (repleto de seres extraños y demonios descriptos como antediluvianos). Él no los desecha, los incorpora a una realidad plausible cuando escribe la siguiente pregunta retórica: "[…]¿Por qué dudar, si quedan aún tantas cosas extrañas por descubrir en este continente misterioso? ¿Por qué, si viven insectos, reptiles y pequeños mamíferos todavía no clasificados, no podría existir una raza de monstruos gigantes, remanentes de especies extinguidas, que viviesen en la seguridad de las vastas áreas pantanosas aún no exploradas? En el Madidi, Bolivia, se han descubierto grandes huellas, y los indios nos hablan de una criatura enorme, descubierta a veces semisumergida en los pantanos".
El párrafo anterior sintetiza, como pocos, el típico Mundo Perdido del que hablábamos. Un espacio inaccesible en el que el tiempo parece haberse detenido y los vestigios del pasado se mantienen con vida, atentando todo razonamiento lógico y evolucionista. Al respecto, quisiera desarrollar una relación que encuentro sumamente interesante y que probaría las íntimas conexiones existentes entre la novela de aventuras y el espíritu de exploración. Para ello tendremos de dejar a Fawcett y dirigir por un momento nuestra atención al reconocido escritor británico Arthur Conan Doyle, célebre por su detective de ficción, Sherlock Holmes.
Conan Doyle (1859 – 1930), de igual manera que P. H. Fawcett, fue un caballero británico del Imperio, conservador, defensor del sistema colonial y un claro producto de la sociedad inglesa de fines del siglo XIX. Prolífico escritor, publicó un elevado número de cuentos, ensayos y novelas que lo llevaron a la fama y a abandonar su actividad como médico, en la que se iniciara profesionalmente. De todos aquellos escritos el que a nosotros nos interesa es uno titulado, justamente, El Mundo Perdido, publicado en 1912 como folletín en el Strand Magazine de Londres, y que se convirtiera en un clásico dentro del género de la novela de aventuras.
En él, Conan Doyle relata la peripecias sufridas por un grupo de científicos en una expedición realizada a una misteriosa y aislada meseta del Matto Grosso, en la que sobrevivían especies prehistóricas, extinguidas desde hacía millones de años. A lo largo de sus páginas se pueden detectar claramente los prejuicios de la época, el imaginario imperante y el atractivo despertado por lo exótico en las mentalidades victorianas. Es, en sí mismo, un compendio inmejorable de todas las expediciones de ficción que se escribirían más tarde y una fuente de inspiración para muchos exploradores de la vida real que, imitando al personaje de la novela (el profesor George E. Challenger), se lanzaron en la búsqueda de cápsulas territoriales, detenidas en el tiempo.
Fawcett fue uno de ellos.
Escribe el malogrado explorador inglés: "Ante nosotros se levantaban las colinas Ricardo Franco, de cumbres lisas y misteriosas, y con sus flancos cortados por profundas quebradas. Ni el tiempo ni el pie del hombre habían desgastado esas cumbres. Estaban allí como un mundo perdido, pobladas de selvas hasta sus cimas, y la imaginación podía concebir allí los últimos vestigios de una Era desaparecida hacía ya mucho tiempo. Aislados de la lucha y de las cambiantes condiciones, los monstruos de la aurora de la existencia humana aún podían habitar esas alturas invariables, aprisionados y protegidos por precipicios inaccesibles".
Creo que no hay mejor ejemplo para reflejar el sentimiento de insularidad que el párrafo anterior; pero por más que Fawcett se esfuerce en decirnos que fueron sus experiencias exploratorias, y sus fotografías, las que inspiraran a Arthur Conan Doyle a escribir su encantadora novela, hay ciertas discordancias cronológicas, y paralelismos en las tramas de ambos textos, que nos permiten sospechar que el sentido de la influencia fue exactamente al revés: Conan Doyle fue el que incitó la imaginación de Fawcett
Conan Doyle publicó El Mundo Perdido en 1912 y Fawcett escribió sus aventuras recién en 1924 (casi veinte años después de haber vivido las experiencias de las que habla). Si se comparan ambos textos, se vuelve evidente que el explorador inglés organizó todo su relato a partir del folletín del Strand Magazine, emulando en muchos aspectos al profesor Challenger. Fawcett es Challenger y las estribaciones de la meseta de Ricardo Franco (Bolivia) no son otras que las de la fascinante Tierra de Maple White (nombre con el que Conan Doyle bautizó su mundo perdido).
Basta con comparar el párrafo citado anteriormente (1924) con el siguiente, extraído de la novela de 1912: "[…] Desde aquella altura me encontraba en situación ventajosa para formarme una idea más exacta de la meseta que se alzaba en lo alto de los montes rocosos. Saqué la impresión de que era extensísima; no pude distinguir ni por el Este ni por el Oeste el final del panorama rocoso cubierto de verde.[…] Una zona, quizás de la extensión del condado de Sussex, fue alzada en bloque con todo su contenido viviente y cortada del resto del continente por precipicios perpendiculares de una dureza que los hace resistentes a la erosión que tiene lugar en todo el resto del continente. ¿Qué resultado se derivó de ahí? El de que las leyes naturales quedaran en suspenso. Allí quedaron neutralizados o alterados los distintos impedimentos y trabas que influyeron por la lucha de la existencia en el ancho mundo. Sobreviven seres que de otro modo habrían desaparecido ya[…]. Han sido conservados artificialmente gracias a esas condiciones accidentales y extrañas".
¿Quién es quién? ¿Quién fue primero, Fawcett o Doyle/Challenger?
El coronel Fawcett arribó a Bolivia en 1906, y fue recién en su segunda expedición de 1908 en la que pudo observar las colinas de Ricardo Franco. Sus comentarios a Conan Doyle debieron de haberse realizado entre ese año (ya en el mes de noviembre estaba en Buenos Aires de regreso de la selva) y 1912, año de la publicación de la célebre novela. No negamos (puesto que es un hecho comprobado) que Conan Doyle se haya sentido atraído y motivado por los relatos del explorador, especialmente por sus sugestivas fotos de la meseta, pero no es desatinado suponer que Fawcett reacondicionara, varios años más tarde, sus recuerdos y apuntes, al argumento central de la taquillera novela de aventuras y que, en las expediciones posteriores a 1912, buscara y encontrara los lugares y situaciones que describiera Conan Doyle.
Así, la ficción y la realidad se mezclan, se entrecruzan y confunden. La realidad alimentando la imaginación de un escritor, y ésta movilizando a un explorador a seguir buscando imaginarios parajes, civilizaciones y razas. Esta interrelación señala un aspecto de interés, al que muchos historiadores de mentalidades le han dedicado largas y debatibles páginas. Me refiero a los mecanismos por los cuales situaciones, generadas en un marco estrictamente literario, se transportan a la realidad histórica y pasan a ser objetos de búsqueda, ya no por personajes de ficción, sino por hombres de carne y hueso que, como P. H. Fawcett, arriesgaron sus vidas en pos de maravillosas quimeras.
Por otro lado, el ejemplo analizado deja claramente al descubierto aquella excelente máxima escrita por Jean Paul Sartre, en su libro La Náusea, en la que dice que "todas las aventuras se viven en el pasado"; revelando (como lo hace Fawcett) que en todo relato de viaje la invención no queda nunca ausente.
Desde los días de Francisco Pizarro (siglo XVI), las inmensidades sudamericanas han venido generando un imaginario movilizador. Una simple palabra o una frase bien armada, que combinen los ingredientes indispensables para la aventura, fueron suficientes para catapultar a una expedición en búsqueda de Dorados fantasmas (sean éstos culturales o biológicos). Ciertos escritores han sabido explotar muy bien la veta y, sin proponérselo, contribuyeron al impulso romántico por explorar lo inexplorado.
"¿Por qué esa región no habría de ocultar alguna cosa nueva y maravillosa? – se pregunta Lord John Roxton, emblemático personaje de ficción salido de las páginas de Conan Doyle -."La gente no la conoce todavía, y no se da cuenta de lo que un día puede llegar a ser. Yo la he recorrido de arriba abajo, de un extremo a otro […]. Pues bien: estando allí, llegaron a mis oídos algunos relatos […], leyendas de los indios y cosas por el estilo, pero que encerraban, sin duda, algo auténtico. Cuanto más conozca usted ese país, más comprenderá que todo es posible, absolutamente todo. Existen algunas estrechas vías acuáticas de comunicación por las que viaja la gente; pero a un lado y otro de ellas todo es misterio" .
Pero no sólo el continente Americano ha dado refugio a bestias extrañas. De igual modo que todos los lagos importantes del planeta se dignan en poseer un dinosaurio acuático (por ejemplo el "plesiosaurio" del Loch Ness, en Escocia; el monstruo lacustre del lago Storsjön, en Suecia; el nadador antediluviano del lago Champ, en Estados Unidos; o el Nahuelito, del lago Nahuel Huapi, en Argentina), casi todos los continentes poseen sus "reservas ecológicas" de criaturas prehistóricas y gigantescas. El tamaño sigue constituyendo el principal signo de alteridad, desde la época en que los gigantes y los enanos poblaban la Tierra.
A fines del siglo pasado, y sin que la industria cinematográfica desplegara sus millones de dólares y tecnología de animación por computadora para revivir a las bestias de la época Jurásica, mucha gente consideraba posible la existencia de animales prehistóricos en remotos lugares del mapa; sean éstos mamuts lanudos, pájaros gigantes o brontosaurios africanos escondidos en pantanos del Congo. En cada uno de estos casos se organizaron expediciones para certificar la existencia de los mismos; y en todos los casos, también, se terminó por no encontrar nada.
De todos los animales desaparecidos, el mamut lanudo (extinguido hace aproximadamente unos 10.000 años) es el que mayor falsa certeza ha despertado. Quizás se deba a que hace relativamente poco tiempo que desapareció, si lo comparamos con los grandes saurios del Mesozoico, borrados de la faz de la Tierra hace más de 60 millones de años.
De todas formas, sea el margen cronológico que sea, lo cierto es que hacia 1899 mucha gente creía posible encontrar en las frías estepas asiática, o en las heladas planicies de Alaska, a estos enormes elefantes con pelo pastando tranquilamente. Se organizaron expediciones para cazarlos. Se siguieron historias ficticias publicadas por diarios sensacionalistas; e incluso, en 1918, un cazador ruso informó al cónsul francés de Vladivostok sobre cierto mamut, que dijo haber perseguido por el cinturón boscoso del Asia Rusa. El descubrimiento de restos congelados de mamut, en excelente estado de conservación, reavivaron la fantasía y aún hoy en día se sigue especulando sobre la existencia de los mismos en la Taiga.
Hubo una época en que hasta las aves eran gigantescas. El Didornis o Moa, por ejemplo, llegó a medir unos 3,7 metros de alto, y solía pasear su esbelta figura por la espesura de Nueva Zelanda. No se sabe con exactitud cuando se extinguió; pero todo hace suponer que los aborígenes de las islas cazaron a este enorme pájaro (semejante al avestruz actual), indiscriminadamente, hasta el año 1300 d. C.; momento en que el último Moa cayó muerto. Pero, en la década de 1830, un traficante llamado J. S. Polack, brindó algunos informes sobre el animal. Dijo haber visto sus huevos y escuchado que aún vivían "en lo alto de las montañas".
Otro ejemplar de un Mundo Perdido resucitaba; y los testimonios sobre su existencia, y las búsquedas que se desencadenaron, se sostuvieron hasta 1878.
Las islas del Pacífico sur, con su poco convencional fauna, ayudaron al respecto.
Como hemos dicho anteriormente, África fue el Continente Misterioso preferido del siglo XIX. Aventureros, funcionarios, cazadores de fortuna y exploradores se fascinaron con las extensiones africanas, con sus gentes tan distintas, con sus selvas y lugares olvidados de la mano de Dios (del Dios cristiano, se entiende). Allí también los grandes reptiles resurgieron de sus fósiles y volvieron a caminar sobre el planeta.
Durante más de dos centurias se ha venido difundiendo la noticia de que en África Central existe un animal enorme, con fuertes garras, extensa cola, largo pescuezo y nariz prominente, habitando los inexplorados pantanos del Congo. Se cuentan de él historias increíbles, esas que congregan a la gente y excitan la imaginación. Los viajeros europeos del siglo pasado conocían de estas preferencias y le dieron al público lo que el público pedía: un reptil gigantesco, conocido por los congoleños como el Mokele-Mbembe.
Un relato temprano y popular de fines de la época victoriana fue divulgado por el viajero y narrador de exageraciones Alfred Aloysius Horn, quien siguiendo el estilo tradicional escribió que "Más allá de Camerún viven cosas sobre las que no sabemos nada […]. Dicen que Jago-Nini todavía se encuentra en los pantanos y los ríos. Significa ‘zambullidor gigante’. Sale del agua para devorar a la gente. Los ancianos te dirán que lo vieron sus abuelos, pero aún creen que está allí".
Este relato congolés fue y es creído todavía por toda una legión de exploradores, autodefinidos con el pomposo título (no oficial) de criptozoólogos (buscadores de animales extintos o desconocidos) que, desde hace décadas, se siguen lanzando tras la elusiva bestia de los pantanos.
A principios de siglos, y partiendo del supuesto de que el animal era un dinosaurio, se financiaron expediciones que fracasaron a causa de las fiebres, los ríos y lo inaccesible de los lugares en los que el rumor ubicaba al monstruo. Pero ese mismo fracaso era el que mantenía viva la llama de la esperanza, de la posibilidad futura de encontrarlo y seguir conservando el convencimiento de su existencia.
Según relata Daniel Cohen en Enciclopedia de los Monstruos, el criptozoólogo inglés Ivan Sanderson, en 1932, aseguró haber visto huellas grandes y oído ruidos aterradores salir de las cuevas localizadas a orillas de un río en el Congo. Esta experiencia se enlaza con la historia relatada por los miembros de la expedición alemana del capitán Freiherr von Stein Lausnitz, quienes, antes de 1914, también juraron escuchar hablar del dinosaurio conocido como Mokele-Mbembe, en la región central de África.
En cada una de estas expediciones el rumor cumplió un rol protagónico destacado. Suscitando atracción y repulsión, rechazó constantemente la verificación de los hechos. Se alimentó de todo y no dudó en pasar del estatuto del "se dice" al de la certeza. Si el monstruo existía desde el comienzo no había más que buscar sus rastros. Y se siguieron encontrando hasta entrada la década de 1980. En esa oportunidad, el bioquímico norteamericano Roy P. Mackal, recorrió con sus colegas, James Powell y Richard Greenwell (todos reconocidos "cazadores de monstruos"), las traicioneras extensiones de los pantanos de Likouala, en la República Popular del Congo, recogiendo informes sobre el enigma biológico en cuestión. Ninguno pudo ver al Mokele-Mbembe. Nadie jamás fotografió a uno o descubrió los restos de un ejemplar muerto, pero todos saben que llega a medir más de nueve metros de largo y que su comida favorita es el fruto de la landolfia, de sabor agridulce y semejante a una bergamota.
La lista de monstruos es infinita. Los podemos catalogar por tamaño, por comportamiento o por lugar (terrestres, lacustres, fluviales y marinos). Podemos dar descripciones ambiguas o pormenorizadas de cada uno de ellos. Podemos reírnos, asustarnos o descreer, pero nunca obviarlos. Han estado y seguirán estando con nosotros, sobreviviéndonos. Son parte de la "arquitectura fantástica del universo" y caracterizan "el viejo culto al misterio, que llegó a ser en muchos casi una embriaguez".
Los monstruos son imprevisibles, anómalos, y por lo tanto símbolos perfectos del peligro y el terror. Abren un agujero de sentido; rompen las leyes; representan la materialidad pura y lo orgánico. Carecen de moral y encarnan el más arcaico de los temores humanos: la fantasía de devoración.
Han desaparecido de muchos continentes explorados, pero se niegan a abandonar la imaginación del hombre. Siguen exigiendo su derecho a estar.
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