- La herencia cultural de los Incas
- El Tahuantinsuyu
- La conquista española
- Los últimos días del Cuzco incaico
- El valor de una región
- Vilcabamba "la vieja": resistencia y ocaso.
- El diario de viaje
- La expedición Vilcabamba ‘98
- La noticia rica del Paititi
- El impacto de una leyenda
- En la ruta hacia el Paititi
- El Paititi
- Palabras finales
- Los exploradores y el imaginario
- El imaginario y lo plausible
- Selva y alteridad
- El universo onirico de los exploradores
- Salirse del mapa
- Mundos perdidos
- Mundos encontrados
- Monstruos y animales desconocidos
- Ciudades y tesoros perdidos
- Tribus y exploradores perdidos
En este libro hemos querido volcar las experiencias recogidas a lo largo de la Expedición Vilcabamba '98 de manera tal que pudieran combinarse, en su justa medida, los tres principios rectores de la misma: "romanticismo, ciencia y aventura". Principios que, lejos de ser antagónicos, creemos se han complementado desde siempre en todas las iniciativas exploratorias.
Cuando el proyecto nació, una tarde de septiembre de 1997, no suponíamos el trabajo arduo en el que nos embarcábamos, ni tuvimos en cuenta los sinsabores y alegrías que viviríamos a lo largo de los nueve meses de preparación. Estábamos organizando la realización de un sueño muy poco común en estas latitudes: salir tras los pasos de los últimos incas y alcanzar las ruinas de la semiperdida ciudad de Vilcabamba "La Vieja", a la que muy pocos habían llegado en los últimos años. Desde el principio el proyecto interesó y gracias al apoyo de instituciones de la ciudad de Mar del Plata, y a la paciencia de nuestros seres queridos, pudimos, finalmente, internarnos en las selvas orientales del Perú y vivir, en carne propia, una de las experiencias más fuertes y enriquecedoras de nuestras vidas.
Queríamos llegar a la última capital de la resistencia incaica, y lo hicimos. Pretendíamos seguir las rutas de penetración a la selva, inauguradas por incas y españoles en el siglo XVI, y también lo hicimos. Nos propusimos recopilar testimonios orales sobre leyendas y mitos locales, que de alguna manera reflejaran el sentimiento de resistencia de la región, y los registramos. Buscábamos reeditar el espíritu de exploración, y lo encontramos.
Afortunadamente, todo salió bien, consiguiendo logros que jamás hubiéramos pensado antes de salir. Logros que exceden el mero plano del conocimiento, ya que la convivencia del grupo permitió afianzar los lazos de amistad preexistentes y la puesta en práctica de la cooperación mutua. Fue una prueba tanto física, intelectual como humana.
Dado que los miembros del grupo poseemos intereses y formaciones diferentes ( uno viene de la historia, el otro de la filosofía y un tercero de la geografía) pudimos brindar de la expedición ángulos y matices distintos que, seguramente, enriquecieron el trabajo final. Cada uno desde su perspectiva brinda, pues, sus puntos de vistas y opiniones, sus conocimientos y dudas, haciendo de la Expedición Vilcabamba una experiencia multidisciplinaria.
Por razones prácticas hemos dividido el libro en seis capítulos, cada uno subscripto por uno de los miembros de la expedición y en los que se tratan aspectos puntuales de la investigación. El lector que opte por la lectura que se describe en el índice, capítulo tras capítulo, podrá advertir la contigüidad de sentido; observando también que cada capítulo posee su propia estructura y sentido autónomo. Esto es lo que permite, también, abordar cada sección de la obra como un trabajo unitario, como un ensayo corto, que encuentra en los demás un apoyo y una ampliación de conceptos.
En el capítulo I, Del Gran Imperio a la Resistencia, Fernando J. Soto Roland intenta una breve aproximación a la historia incaica, contextuando a la ciudad de Vilcabamba en el tiempo y narrando los pasos de los últimos incas en las selvas orientales del imperio.
En el capítulo II, Los Andes de Vilcabamba: un escenario natural majestuoso, Juan Carlos Gasques analiza la región explorada desde la perspectiva que da la geografía.
En el capítulo III, El Diario de Viaje, Fernando Soto Roland describe, paso a paso las vicisitudes de la expedición, sus logros, sus peligros y sentimientos.
En el capítulo IV, Apuntes de Viaje, Eugenio César Rosalini brinda una visión particular de la expedición, a partir de sus vivencias y contactos con la gente.
En el capítulo V, La Noticia Rica del Paititi, Fernando J. Soto Roland analiza una de las leyendas más perdurables del imaginario andino, y que acompañara a la expedición a lo largo de todo el trayecto.
Finalmente, en el capítulo VI, Los Exploradores y el Imaginario, una vez más Fernando J. Soto Roland, nos introduce en el sentir del explorador, en sus sueños y fantasías; y en la fuerza innata del hombre por saber que hay más allá de las montañas; mostrando que muchos prejuicios y motivaciones de siglos pasados siguen vigentes y actuantes hoy en día.
Mar del Plata, Marzo de 1999.
FJRS, ECR..
DEL GRAN IMPERIO A LA RESISTENCIA.
Y VILCABAMBA "LA VIEJA" (1200-1572).
PROFESOR EN HISTORIA -DIRECTOR DE LA EXPEDICIÓN Vilcabamba ‘98
LA HERENCIA CULTURAL DE LOS INCAS
Mucho antes de que el Imperio de los Incas floreciera, otras organizaciones políticas, en la costa y en la sierra peruana, trataron de incorporar en una sola gran sociedad a los miles de pequeños grupos que se habían acomodado en los valles y montañas del altiplano. Gracias a las magníficas condiciones climáticas de la franja costera del Perú, podemos conocer el largo proceso de cambio y desarrollo cultural del área andina.
Sabemos que las primeras construcciones ceremoniales del sector costero datan de entre los 2000 y 1800 a. C., y que denotan la existencia de una organización comunitaria, y de una división jerárquica del trabajo, realmente notables. Señalan también la existencia de una incipiente elite sacerdotal encargada de ejercer el control social por medio de un sistema teocrático que le permitió a los grupos sacerdotales ir tomando un creciente prestigio y poder. Los estudios arqueológicos han probado que estas sociedades costeras no conocieron la agricultura hasta mucho tiempo después, pudiendo sostenerse gracias a los recursos marinos, que se hallaban disponibles durante todo el año.
Hacia mediados del segundo milenio antes de Cristo (1500 a. C. en adelante), la agricultura se generaliza, iniciándose la canalización de valles y ríos, con fines agrícolas. Desde entonces, ya encontramos establecidas las bases para la formación de organizaciones proto-estatales, en forma de pequeños núcleos urbanos autónomos, de creciente poder e influencia. Un claro ejemplo de ello lo constituye el pueblo que habitó, alrededor del 1400 a. C., el sitio arqueológico de Sechín Alto, en el valle de Casma (costa del Perú); o, medio siglo después, hacia el 1350 a. C., la gente que levantó el "palacio" del Cerro Sechín. En ambos casos, las bellas lápidas de piedras grabadas nos muestran a una sociedad profundamente guerrera y controlada por una casta de sacerdotes capaces de organizar el trabajo colectivo y centralizar todo el poder en sus manos.
Pero será hacia el 900 a. C. cuando aparezca, en los Andes centro-norte del Perú, la primera gran cultura con capacidades expansionistas efectivas. Estamos hablando de la cultura Chavín de Huantar, que encarnó el primer proceso de integración del área andina, logrando unificar culturalmente un vasto territorio, y generando lo que hoy se denomina el Primer Horizonte Panandino.
Chavín decayó hacia el siglo IV a. C., a raíz de lo cual se produjo un fenómeno de regionalización cultural que, como el propio nombre lo indica, permitió a varias culturas regionales (antes bajo la influencia chavinoide) organizar autónomamente sus vidas. Surgieron, así, diversos estilos y formas arquitectónicas, tejidos, cerámicas y monumentos de carácter funerario o religioso muy variados. El área andina se convirtió en un mosaico de pueblos diferentes; y, entre el 300 a. C. y el 800 d. C., seremos testigos del florecimiento de culturas como la Mochica (costa norte del Perú), la Nazca (costa central) y la más importante, la cultura Tiahuanaco (a orillas del lago Titicaca, Bolivia).
Tiahuanaco (o Tiwanaku) floreció entre el siglo VII y el IX d. C., en una región ubicada casi a 4000 metros sobre el nivel del mar. Sus imponentes ruinas muestran que allí se levantó un importantísimo centro de culto y de peregrinación, con templos, plazas subterráneas, estructuras piramidales y enormes piedras paradas. Esta civilización alcanzaría una fase de fuerte expansión territorial, fijando su capital militar en la ciudad de Huari (hoy departamento de Ayacucho, en Perú), desde la cual organizó el Segundo Horizonte Panandino, conocido justamente con el nombre de Tiahuanaco – Huari. A diferencia de Chavín, esta cultura altiplánica, ejerció una fuerte presión militar sobre los pueblos que sojuzgó (la de Chavín fue sólo cultural y religiosa), generando motivos para el estallido de una aparente insurrección armada que terminó con el poderío Huari aproximadamente en el siglo XI d. C.; dando origen a una nueva etapa de regionalización cultural.
El Imperio Huari, al fragmentarse, originó varios reinos locales; uno de ellos, con base en el valle de Cuzco, serían en el futuro los Incas.
Como podemos ver, el proceso general de la cultura andina del Perú, se puede esquematizar a partir de la imagen de un péndulo; ya que su ritmo al ser, efectivamente, pendular, alternó momentos de separación, aislamiento y autonomía (regionalización cultural), con movimientos de unificación y centralismo ("Horizontes"). El último Horizonte Panandino, antes de la llegada de los españoles (1531-32), fue el de los Incas. Por lo tanto, lejos estamos de tratar con gentes surgidas como por "generación espontánea". El pueblo inca fue copartícipe y heredero de una larguísima cadena cultural, que puede extenderse en el tiempo hasta los días de Sechín, o incluso antes. Y esa herencia sería la que ellos pondrían en práctica para transformarse en una de las civilizaciones más destacadas de la antigüedad americana.
El Imperio de los Incas, conocido como el Tahuantinsuyu (del quechua, "Cuatro Regiones o Rumbos del Mundo"), no se forjó de la noche a la mañana. La cultura incaica necesitó más de doscientos años para poder construir el andamiaje político-económico que le permitiera sojuzgar militarmente al resto de las etnias, que habitaban el área andina. Fue un proceso lento y repleto de luchas y competencia por el territorio que, más tarde, sería el centro neurálgico del Estado Incaico: el valle del Cusco (o Qosqo).
Hoy se afirma que los incas no eran originarios de la región que los hiciera famosos. La zona del Cuzco fue habitada por muy diversos pueblos o "naciones" mucho tiempo antes de que el imperio Huari (o Wari) los invadiera, hacia el 750 d. C. Una vez éste caído, en el año 1000 d. C., nuevas etnias poblaron el valle (wallas, lares, poques, pinawas, ayarmacas, alqawisas) aproximadamente hasta el 1200 d. C., que es cuando los incas arribaron al lugar. Es decir, que, al finalizar la hegemonía Huari se creó un momento favorable para los movimientos migratorios de diversas etnias que, en sucesivas oleadas a lo largo de doscientos años, se instalaron el valle.
Incluso los propios mitos señalan que los incas no eran oriundos de la zona del Cusco, al revelar, en un lenguaje con difíciles categorías simbólicas, la marcha a lo largo de la sierra de pueblos enteros en busca de tierras fértiles. Según el investigador cuzqueño, Manuel Chávez Ballón, existieron varias oleadas de migrantes procedentes del altiplano, siendo los incas la más reciente y nueva de todas ellas.
Instalados en el valle, los incas iniciaron una gesta que los transformó, del pequeño cacicazgo que eran, en un gran Estado. Debieron enfrentarse a numerosos y peligrosos enemigos; pero el tiempo, y la habilidad que desplegaron, terminaron llevándolos a la victoria, edificando un imperio en menos de cien años.
Para poder tener un panorama general de la dinámica cultural de los incas, creo conveniente, antes de meternos de lleno en la historia de la ciudad de Vilcabamba, mostrar una clara periodización de su historia y, a partir de ella, gozar de una perspectiva cronológica que permita ordenar los complejos antecedentes que llevaron a la Conquista europea y a la caída del Tahuantinsuyu.
Período Legendario o Curacal (1200 – 1300 d. C.): En esta fase, el estado incaico es un pequeño curacazgo (cacicazgo) más, del valle del Cusco. Sus gobernantes son considerados míticos y muchos historiadores dudan de la existencia real de los mismos. El poder era meramente local y se encontraban rodeados de etnias más vigorosas. Fue un momento de competencia y lucha entre diversos pueblos.
Período del Estado Regional (1300 – 1438): Constituye una fase de la historia en la que los incas consiguen conformar un Reino Local capaz de organizar una limitada confederación quechua, sin establecer un estado unificado, ni evitar la mutua dependencia que entre estos reinos existía. El poder inca sigue siendo limitado y regionalizado al valle del Cusco, manteniendo tensos límites con otros reinos regionales, tales como el de los Chinchas (costa), los Chankas (región actual de Ayacucho, al NO de Cusco) y los reinos Qolla y Lupaca (región del Titicaca). Durante esta fase, el Inca era ante todo un rey – sacerdote (Sinchi), y no un emperador.
Primera Etapa de los "Tiempos Revueltos" (1430 – 1438): Constituyó un momento de desorden, peligro y extrema violencia. El reino enemigo de los Chankas invade el Cusco, generando una crisis interna profunda y desestabilizante. El inca reinante (Huiracocha) huye, abandonando la ciudad, y obligando a que el príncipe Kusi Yupanqui tome las riendas de la defensa. Éste, organizando una rápida alianza con pueblos vecinos, logra vencer a los Chankas. Esa victoria fue, quizás, el momento más significativo de la historia incaica ya que, estimulados por el triunfo y el botín conseguido, los habitantes del Cusco, guiados por el nuevo Inca (ahora denominado Pachacuti o Pachacútec, "El Reformador del Mundo"), inician una fase expansiva imperial sin precedentes en América.
Período Imperial (1438 – 1527): Con Pachacuti Inca Yupanqui, cuyo gobierno se extendió desde 1438 a 1471, comienza la fase propiamente "histórica" del Imperio Incaico; así denominada por poseer pruebas concretas sobre la existencia real de los soberanos cusqueños, que desde entonces se sucedieron en el poder. Ya no estamos hablando de personajes mitológicos, sino de hombres de carne y hueso que dejaron pruebas materiales de su paso por la vida.
Del mismo modo, a partir de 1438 podemos dar por iniciada la etapa propiamente imperial, caracterizada por una rápida expansión territorial y un efectivo control sobre cientos de etnias vecinas. Así todo es, conveniente aclarar dos conceptos, que usualmente suelen utilizarse como sinónimos, sin serlos.
Ellos son: "Cultura Incaica" e "Imperio Incaico". Éste último tuvo una existencia limitada y perfectamente circunscripta al período que va desde la asunción de Pachacuti a la ocupación de Cusco por Francisco Pizarro, en 1533. Es decir, que, cuando hablamos de Imperio Incaico, estamos haciendo referencia a una coyuntura histórica de sólo noventa y cinco años de duración. En cambio, cuando aludimos a la "cultura inca" nos estamos refiriendo al conjunto de creencias, modos de organización, formas de trabajo y cosmovisión que existen desde, por lo menos, el año 1200 d. C., y aún perduran en la actualidad. Los Estados mueren, las culturas no.
Con el poder centralizado en la nueva capital imperial, los incas "históricos", a partir de sucesivas campañas militares, convirtieron al otrora diminuto reino provincial en un vasto imperio de más de 3.000.000 de kilómetros cuadrados, que se extendía, por el norte, hasta Ancasmayo, en la frontera ecuatoriana – colombiana; y por el sur, hasta el río Bío Bío, en Chile. En este imparable impulso conquistador, los incas convirtieron en sus vasallos a los reyes de otras regiones. Desde el gran Señorío Chimú (en la costa norte) y su poderosa capital Chan Chan, hasta los Qollas y Lupacas, de la región del lago Titicaca, todos acabaron por someterse al emperador del Cusco. La difusión de técnicas, ideología, religión y lengua aseguró por un tiempo la hegemonía cusqueña, pero los problemas internos y externos no tardaron en hacerse presentes.
Segunda Etapa de los "Tiempos Revueltos" (1527 – 1537): A lo largo de estos diez años el Imperio Incaico advirtió que en realidad era un "gigante con pies de barro". El espectacular derrumbe del Estado Inca se produjo por una serie de motivos que pueden dividirse en dos tipos: las causas visibles y las causas profundas.
Los fundamentos visibles son bien conocidos y fueron: la guerra fratricida que mantuvieron Atahualpa y Huascar (sucesores al trono), tras la muerte del Inca Huayna Cápac en 1527; la llegada de las huestes españolas al dividido territorio peruano, y la captura del Inca Atahualpa en la ciudad de Cajamarca en 1532; y la superioridad tecnológica europea referida a sus armas (arcabuces, perros, caballos, enfermedades). Pero, si bien estas razones pesaron en los acontecimientos, no fueron las únicas que determinaron el triunfo de los españoles.
Existieron otros elementos que actuaron de manera decisiva, y constituyeron las causas profundas. Ellas fueron: la falta de integración nacional (los aborígenes no tuvieron nunca conciencia de unidad frente al peligro extranjero, ésta surgiría muchísimo tiempo después de desaparecido el Tahuantinsuyu); la carencia de cohesión entre los grupos étnicos; el creciente descontento de los grandes "señores provincianos" frente a la política de los soberanos cusqueños; la permanencia de grandes señoríos étnicos, a los que el estado Inca sólo les reclamaba reconocimiento y fuerza de trabajo (los cusqueños en ningún momento procedieron a anular las singularidades de los territorios que incorporaban al Imperio); la competencia entre las panacas o familias reales incas (que reclamaban tierras, mano de obra y honores de manera constante para mantener la fidelidad al Inca reinante) y un imperio que se había extendido demasiado, como para mantenerlo controlado exitosamente.
A la llegada de los europeos el Tahuantinsuyu ya mostraba signos de decadencia. Evidentemente, cuando decimos que una sociedad está en decadencia nos referimos a algo que ha ido mal dentro de su propia estructura, o en las relaciones entre los diversos grupos que la componen. Aún así, cada decadencia es un caso propio, y para comprenderlas hay que estudiarlas en su individualismo histórico, lo que no quita que encontremos algunas notas características comunes en todas ellas: las dificultades económicas, la pérdida de preeminencia política, la declinación y muerte. Y estos puntos, de una u otra forma, se dieron en la fase final del Incanato.
Sería sencillo analizar las decadencias causadas por catástrofes, pero, por lo general estas calamidades no son respuestas suficientes para explicar la decadencia de una civilización. Las desapariciones de imperios por catástrofes son extraordinariamente raras en historia. Comúnmente, la cuestión se explica como una "falta de respuesta al reto", y son factores internos los que determinan la debilidad estructural de un Estado para que éste pueda sucumbir a una invasión externa.
Cubierta en su mayor parte por el denso follaje de la selva, la ciudad de Vilcabamba "La Vieja" encierra una historia muy poco conocida. Sus ruinas testimonian mucho más que la destreza arquitectónica de los incas; son el símbolo de una resistencia activa y duradera que ha quedado al margen en la mayoría de los manuales que tratan sobre la Conquista del Tahuantinsuyo, por las huestes españoles de Francisco Pizarro; o bien le dedican resumidos comentarios en las últimas páginas de los libros. Afortunadamente, desde hace algunos años, temas que antes eran marginales en la historiografía de la América prehispánica y colonial son ahora importantes y han pasado a acaparar el esfuerzo de muchos historiadores y arqueólogos. Uno de esos temas es el de los incas de Vilcabamba, tan rico en matices como en problemáticas.
Dado que explicar y describir todo el proceso de descubrimiento y conquista del Perú puede resultar una tarea demasiado extensa y complicada, y puesto que ya existen trabajos excelentemente documentados al respecto, he decidido remitir al lector a que los consulte, en caso de que sienta interés y curiosidad por conocer los pormenores de tan significativo momento histórico. De todas formas, se me hace necesario recrear mínimamente el panorama general que vivía el tambaleante Tahuantinsuyu, momentos previos a que Vilcabamba, y la resistencia desde ella desplegada, entraran en escena.
El Perú fue descubierto por Occidente en el año 1528, cuando un grupo de españoles provenientes de la ciudad de Panamá (fundada en 1523) y al mando de Francisco Pizarro, desembarcaron en sus costas septentrionales.
El capitán, autorizado por la corona española para descubrir y conquistar nuevas tierras, había llegado en un pequeño carabelín a la ciudad de Tumbes, que por aquel entonces era un espléndido centro provincial inca. Tras ser recibido por el gobernador quechua, quién aparentemente se cuidó mucho de no revelar ninguna noticia sobre su pueblo (e informara al emperador Huayna Cápac sobre los extraños visitantes), los españoles prosiguieron su avance hacia el sur en un navío que, conforme consta, causó sorpresa en todas las sociedades aborígenes costeras, a la sazón bajo el yugo inca. Todos aquellos que fueron testigos de su paso, la definieron como una "torre o casa flotante", y no pocos creyeron que se trataba de la gran balsa que traía a los emisarios del legendario dios Viracocha, que regresaba tal como prometían los mitos.
Todo el viaje transcurrió sin problemas, siendo recibidos con ceremonias y regalos; hasta que, cerca de la desembocadura del río Santa, próximo al actual pueblo de Chimbote, la marinería se amotinó, negándose a proseguir el avance hacia lo desconocido. Ante tal situación, Pizarro pegó la vuelta hacia el norte, no sin antes tomar posesión de toda la costa en nombre del rey Carlos V y sin haber sabido nada del fabuloso imperio que existía a sólo días de la franja costera.
Pero los españoles dejaron algo más que una sorprendente impresión en el litoral peruano. Con su sola presencia en la zona, depositaron un terrible virus, del que ni siquiera ellos mismos eran conscientes: la viruela. Y fue esta peste, tras la partida del europeo, la que arrasó con cientos de miles de aborígenes, incluyendo al mismísimo Inca Huayna Cápac y al heredero nombrado al trono, Ninan Cuichi. Estas dos muertes produjeron tal vacío de poder que terminarían constituyendo el inicio de la cruenta guerra civil que estallaría entre dos de los hijos del Inca muerto: Atahualpa (con su base de operaciones en la ciudad de Tumebamba, Ecuador) y Huáscar (desde la capital imperial del Cusco).
Simultáneamente, aprovechando el enfrentamiento fratricida, varias etnias y aristocracias locales se sublevaron contra el dominio cusqueño, desarrollándose así un enfrentamiento de descomunal violencia.
Tras tres años de ausencia (1528-1531), y después de haber recibido las capitulaciones que le otorgaban la facultad de seguir su descubrimiento y conquista, Francisco Pizarro y sus socios, desembarcaron una vez más en la costa norte del Perú (20 de enero de 1531).
Desde la gran isla de Puná, y después de fuertes enfrentamientos y matanzas contra los habitantes del lugar, los conquistadores atacaron Tumbes. Estaban decididos en seguir hacia delante. Los sueños de riquezas, honores, fama y tierras constituían los motores primarios del avance. Por otra parte, las corazas de acero, los ensordecedores arcabuces (de gran impacto psicológico sobre los indios), los caballos (desconocidos en América) y los perros, terminaron otorgándoles caracteres divinos. No había dudas de que los "barbudos" eran dioses que venían en ayuda de aquellos pueblos que soportaban la opresión inca; y por ello recibieron el incondicional apoyo de numerosas sociedades costeras. Ahí estuvo la real fuerza de los españoles, quienes sin los miles de "indios amigos" que los secundaron muy poco hubieran podido haber hecho contra los disciplinados ejércitos del Inca.
Informado por sus espías, Atahualpa subestimó a la fuerza invasora. Su atención estaba dirigida hacia la guerra que libraba contra su hermanastro, Huáscar, y aparentemente no consideró problemática la presencia de los doscientos treinta españoles en sus costas; que, por lo demás, lejos estaban de ser "dioses" puesto que "enfermaban y morían", tal como lo precisaban sus informantes.
Entre tanto, Pizarro, enterado ya de la guerra civil que desangraba al imperio, se aprovechó de las circunstancias consumando pactos y uniones con las diversas etnias que se encontraba a su paso. Como bien señala Juan José Vega, "El avance español no fue una guerra, sino un desfile triunfal", en el que colaboraron con aquellos pueblos que se rendían a sus encantos y promesas; y destruyeron (o ayudaron a destruir) a los que les negaban obediencia.
En ese ínterin, el enfrentamiento entre los incas hermanos tomaba una inesperada dirección. Huáscar, que había tenido desde el principio exitosos triunfos en el campo de batalla, fue derrotado y apresado por los capitanes de su hermano, en agosto de 1532. Posteriormente, Cusco fue ocupada por los atahualpistas, ejerciéndose sobre los partidarios del vencido soberano cusqueño severas represalias. El Ombligo del Mundo había caído y la situación militar se inclinaba irremediablemente a favor de Atahualpa. Fue recién entonces cuando éste puso su atención en los españoles e, interesado por conocerlos, resolvió atraerlos hasta el tambo de Cajamarca, sitio en el que había levantado su campamento y base de operaciones bélicas.
Los emisarios del Inca fueron los encargados de llevar a cabo la invitación, y en setiembre de 1532, sin advertir las futuras consecuencias de tal decisión, Atahualpa les abrió a los conquistadores españoles las puertas de su Imperio.
Tras un largo y azaroso viaje desde la costa, Pizarro y ciento setenta de sus soldados, arribaron a las montañas de Cajamarca, una lluviosa tarde del 15 de noviembre de 1532. Acamparon en la plaza del tambo y, de inmediato, se envió una comisión hacia el campamento del Inca (ubicado en las afueras de la ciudad) para invitarlo a cenar. El soberano rechazó la invitación, por estar ayunando, y les comunicó que iría a verlos al día siguiente.
Durante las siguientes veinticuatro horas, tanto Pizarro como Atahualpa prepararon sus respectivas celadas. Por lo que se sabe, no existía de parte del inca la intención de recibir pacíficamente a los "barbudos", y menos aún someterse dócilmente a ellos. Su objetivo era cercarlos y destruirlos de un solo golpe. Jamás se mostró Atahualpa temeroso ante los europeos; por el contrario, los testimonios escritos dejados por testigos presenciales, lo muestran altivo, arrogante y totalmente escéptico respecto del origen divino de los "viracochas blancos". Por su parte, Francisco Pizarro mandó secretamente a todos sus soldados a que se armasen y tuvieran los caballos ensillados, dentro de las posadas que rodeaban la gran plaza cercada de Cajamarca.
Cuando en el crepúsculo del 16 de noviembre de 1532, Atahualpa finalmente ingresó en el recinto, rodeado de soldados y de todo el boato y parafernalia ritual de nuevo Inca, estaba decidido a humillar y castigar a los españoles por los crímenes cometidos en la costa. Lo que no podía imaginar era que las Cuatro Partes o Rumbos del Mundo estaban a punto de caer en manos de esos enemigos que él mismo definiera como débiles y "poca cosa".
El Elemento sorpresa fue esencial. En determinado momento, mientras el Inca intercambiaba gestos con el padre Valverde, y rechazaba airadamente la Biblia que éste le ofreciera, los españoles arremetieron con violencia contra él, bajo el estruendo de los arcabuces, que semejaban truenos, y seco ruido de los cascos de los caballos, que parecían monstruos impensables montados por figuras de brillante acero. Los soldados incas corrieron desesperados, en medio de una sangrienta matanza. Y para cuando todo hubo terminado, Pizarro tenía prisionero al todopoderoso soberano del Tahuantinsuyu.
Poco después de estos trágicos hechos, se debió de llevar a cabo el regateo entre el jefe español y Atahualpa, sobre los términos de un rescate en oro y plata, para dejar a éste último en libertad.
La captura del Inca fue recibida con júbilo por los partidarios de Huáscar en Cusco; aunque no por mucho tiempo: desde su prisión, Atahualpa mandó, secretamente, a ejecutar a su hermanastro prisionero. Fue entonces cuando un grupo de hijos del ex – soberano Huayna Cápac decidió elegir al joven Manco Inca Yupanqui como sucesor de la borla real.
En Cajamarca, las remesas de oro prometidas por Atahualpa llegaban con atraso, razón por la que Pizarro decidió enviar dos expediciones para agilizar los trámites: una, al centro ceremonial costero de Pachacamac (que fue saqueado y destruido) y la otra, al Cusco.
Para mediados de junio de 1533 se pudo finalmente reunir el rescate exigido y Pizarro, haciendo caso omiso a su promesa, acusó al inca de conspirar contra él y lo mandó a ejecutar, tras una parodia de juicio. Atahualpa fue agarrotado el 26 de julio de ese año en la gran plaza de Cajamarca.
Ahora debían marchar hacia la capital con todas las fuerzas; y para ello, Pizarro y los suyos, decidieron nombrar al príncipe Túpac Hualpa como Inca títere obediente de los peninsulares. Se pusieron en marcha en el mes de agosto de 1533, pero a poco de dejar Cajamarca Túpac Hualpa murió inesperadamente (probablemente envenenado por los propios incas).
Entre tanto, la guerra entre atahualpistas y los partidarios de Huáscar continuaba solapadamente.
A poco de llegar al Cusco, la hueste conquistadora europea se topó con los ejércitos de un capitán de Atahualpa, librándose una cruenta batalla. Pero no debemos confundir los tantos: en ella los principales contrincantes fueron los propios incas entre sí, ya que los españoles actuaron como meras fuerzas mercenarias.
Vencidos y replegados los atahualpistas, Pizarro fue recibido por Manco Inca Yupanqui en el pueblo de Xaquixaguana, el 12 o 13 de noviembre de 1533. En este encuentro, según relata un cronista, Manco y Pizarro se "confederaron" contra la gente de Atahualpa, y el español reconoció la autoridad del soberano recientemente elegido. Muchos funcionarios cusqueños se oponían a dicha unión (entre ellos la segunda personalidad más poderosa de la sociedad incaica: el Wilca Oma o Huilca Huma, Sumo sacerdote del Sol), pero debieron acatar la resolución del Inca, quien internamente confiaba quitarse de encima a los españoles una vez consolidado su poder.
Así pues, al día siguiente, el 14 o 15 de noviembre, Manco Inca y su nuevo aliado, Francisco Pizarro, entraron triunfalmente en la ciudad sagrada del Cusco.
LOS ÚLTIMOS DÍAS DEL CUSCO INCAICO
Entre noviembre de 1533 y mayo de 1534, los españoles cumplieron con lo prometido desarticulando y finalmente venciendo al bando atahualpista, que mantenía una fuerte resistencia desde el actual territorio de Ecuador. Con esta victoria el poder de Manco Inca Yupanqui se consolidó, aunque no por mucho tiempo.
El comportamiento de los españoles en el Cusco estaba lejos de ser el de un aliado respetuoso. Se movían por la ciudad a su antojo, violando lugares sagrados, tomando mujeres y despreciando altivamente a muchas personalidades de la aristocracia quechua. Se mostraban como lo verdaderos dueños del Cusco. Estos hechos puntuales fueron los que le demostraron a Manco que la partida de "Viracochas", instalados a su lado, no era lo que parecía ser. Gradualmente se advertía que los "aventureros – mercenarios" de las primeras horas eran en realidad la avanzada conquistadora del lejano reino que llamaban España.
Manco no se apresuró. Debía aguardar el momento oportuno para quitarse de encima a sus desleales vecinos. Éste pareció llegar a mediados de 1535, cuando, tras el regreso de Francisco Pizarro a la costa (a la ciudad de Lima, fundada en febrero de ese año) y la ida de su socio, Diego de Almagro, en campaña de conquista hacia el Collasuyu, el Cusco quedó con una pequeña guarnición de soldados españoles.
Pero la capital imperial era un nido de intrigas y no faltó el traidor (un "indio de servicio") que alertara a los peninsulares sobre la conspiración que se planeaba. De inmediato, y sin considerar en absoluto la dignidad de su cargo, los españoles tomaron prisionero al Inca, colocándole cadenas en el cuello y metiéndolo en la cárcel.
Tras un intento de fuga, en el que participaran activamente varios miembros de la elite quechua, Manco fue re-capturado, con terribles represalias, tanto para él como para sus seguidores. Fueron torturados, vejados y se les exigieron rescates cuantiosos bajo la amenaza de ser "quemados vivos". El propio Inca recibió la mayor de las humillaciones cuando los soldados que lo custodiaban orinaron y cagaron sobre su cara. Para enero de 1536 las relaciones con el Inca estaban rotas. Los nuevos dueños del Cusco continuaron con sus tropelías, denigrando a la personalidad más sagrada y respetada de la sociedad aborigen.
Numerosos curacas provinciales se levantaron en armas contra la opresión española, asesinando a varios soldados europeos y solicitando la libertad y restitución del Inca preso. La respuesta no se dejó esperar: la mayoría fueron capturados y ajusticiados, generando un mayor recelo en contra del invasor.
En tanto, Manco y su Sumo Sacerdote, seguían tramando, desde las rejas, la evasión del Cusco; y llegado el momento, le tendieron una trampa a Hernando Pizarro (hermano de Francisco y encargado de la ciudad en ausencia de éste).
Según varias versiones, el Inca alimentó la codicia del capitán regalándole objetos de oro de gran valor; y cuando supo que se había ganado la confianza del español, le dijo que en una fiesta que se celebraría en el Valle de Yucay sacarían de un escondite la estatua de oro macizo de su padre Huayna Cápac, y que quería obsequiársela. Hernando no pudo resistirse a tremenda fortuna y lo dejó salir del Cusco, para que le trajera aquella famosa obra de orfebrería aborigen.
Manco escapó de la ciudad el día 18 de abril de 1536, en compañía del Sumo Sacerdote y varios capitanes. Se dirigió al pueblo de Calca, sito en el valle de Yucay; y lejos de buscar la estatua prometida, convocó una reunión con todos sus seguidores en la que se juramentaron luchar hasta la muerte contra los españoles y sus aliados. Era el primer acto de resistencia activa que protagonizaba un Soberano cusqueño.
Comprendiendo tardíamente su error, Hernando Pizarro salió del Cusco con el ánimo de volver a capturar a Manco, pero los ejércitos del Inca lo atacaron, obligándolo a refugiarse en la ciudad. Entonces, temeroso, el español observó cómo, las tropas de las cuatro regiones del Imperio, lo cercaban totalmente
Según refieren los cronistas del siglo XVI, un total de 50.000 a 100.000 hombres de guerra rodearon la ciudad; y para principios de mayo de 1536, el cerco estaba terminado, pudiéndose ocupar el Cusco sin temor al fracaso. Pero un error táctico desbarató todo.
Manco, que dirigía las operaciones desde Calca, mandó a frenar el ataque, aduciendo que deseaba dejar a los españoles en el mismo aprieto que él había tenido que sufrir, y prometiendo ir en persona al día siguiente para darles el golpe final. Jamás habían estado los incas tan cerca de terminar con la conquista española en la sierra, y nunca más tendrían esa oportunidad.
La decisión, aunque acatada (venía del mismo Inca), no fue bien recibida por los capitanes. La demora, efectivamente, les dio tiempo a los peninsulares para organizarse mejor y resistir con éxito durante un buen tiempo.
Cuando el 6 de mayo los incas llevaron a cabo el asalto al Cusco, los españoles ya estaban prevenidos y se habían parapetado en el reducido perímetro de la gran Plaza de Armas, y sus edificios vecinos. Desde allí, rechazaron los ataques durante una larga y angustiante semana. Cercados y a punto de ser vencidos, los españoles, con el apoyo de ciertos indios colaboracionistas, lanzaron un golpe desesperado, que terminó convirtiéndose en un "golpe de suerte", al poder tomar la "fortaleza" de Sacsahuaman, la egregia construcción mandada a iniciar por el Inca Pachacuti, varios años atrás, con el objeto de conmemorar la victoria sobre los Chancas.
Pero el poder e influencia de Manco todavía no estaban destruidos.
En Lima, y al enterarse del alzamiento, Francisco Pizarro ordenó que varias columnas de militares españoles marcharan en auxilio de su hermano. El plan no resultó. Los ejércitos incaicos vencieron en el camino a las expediciones ibéricas; y no sólo eso, también asediaron y atacaron a la mismísima Ciudad de los Reyes (agosto de 1536). Pero Lima estaba fuertemente defendida y, tras unos días, los capitanes incas levantaron el cerco y regresaron a la sierra.
Envalentonados por la "victoria" los españoles, tras recibir refuerzos de Ecuador, Panamá, Centroamérica y el Caribe, iniciaron la marcha de varios meses hacia el Cusco, con el objeto de romper el sitio y recuperar la ciudad. Este avance conquistador estuvo marcado por la revancha y el odio. Se tomaron esclavos, se incendiaron pueblos y se quemaron vivos a cuanto partidario del Inca encontraron por el camino.
Por su parte, Almagro y su ejército (que había marchado hacia el Collasuyu), regresaba ofuscado por su fracaso, y en abril de 1537 ocupaba la ciudad del Cusco, poniendo tras las rejas a los hermanos de Pizarro. Era el preludio a una nueva guerra civil, esta vez entre los propios conquistadores españoles.
Ya había muy poco que hacer. El proyecto de Manco, de recuperar su capital, hacía agua por todas partes. Las iniciales ventajas comparativas se habían desperdiciado y ahora no quedaba otra cosa que levantar el cerco. Por otra parte, ya empezaba a sentirse la falta de alimentos en las propias filas del ejército sitiador, y parte del mismo debió regresar a sus tierras para cultivarlas. Entendiendo que ya no era posible mantenerse en una situación ofensiva, Manco Inca Yupanqui decidió terminar con el asedio y se dirigió, con toda su comitiva y guerreros, al nuevo cuartel general en la fortaleza de Ollantaytambo, en el valle de Yucay y al borde mismo de la selva.
Hacia junio de 1537, siendo consciente de que sería imposible hacer frente a los españoles desde su nueva base militar, Manco se retiró a la difícil, estratégica y casi infranqueable región de Vilcabamba.
Se iniciaba, entonces, una resistencia larga y desgastante que demandaría la constante atención de Manco, y de tres incas sucesivos, desde 1537 a 1572.
Según un gran número de cronistas, entre ellos el fidedigno Juan de Betanzos (1551), el control incaico sobre las regiones del Antisuyu había sido inaugurado por Túpac Inca Yupanqui, allá por 1476. Sin embargo, se atribuye también esta conquista al gran Pachacuti, el noveno Inca y fundador del Tahuantinsuyu. Al respecto, el arqueólogo e historiador norteamericano John Rowe afirma que Pachacuti, tras la campaña militar victoriosa sobre los Chancas en las cercanías de Cusco (1438), decidió crear, en el actual valle del río Vilcabamba, fortificaciones y tambos (centros administrativos) con el objeto de mantener la frontera con el enemigo controlada. Como producto de esas intenciones habría sido fundado Vitcos, fortaleza levantada en la cumbre de un cerro (hoy conocido como "Rosaspata") y desde el cuál era posible no sólo controlar el acceso al territorio de Vilcabamba, sino enviar escuadrones de soldados contra los debilitados Chancas, ubicados al norte (hoy departamento de Ayacucho).
Por otra parte, en ese inicial ímpetu expansionista, Pachacuti encontró la zona ideal para edificar la ciudadela más famosa de los incas: Machu Picchu. En ruta hacia Vitcos, esta magnifica obra de arquitectura, hoy considerada Patrimonio Histórico de la Humanidad por la OEA, se levanta varios kilómetros al norte de Ollantaytambo, en el valle del río Urubamba.
Pero Manco Inca no pasó por Machu Picchu cuando huía de los españoles, casi cien años después. La ruta de su predecesor había sido distinta.
¿Qué ruta siguió Manco Inca Yupanqui, en 1537?
Cuando en 1438, en su persecución de los Chancas, Pachacuti arribó al valle de Vilcabamba, el camino que seguirían las tropas de Manco no era conocido. Sólo mucho más tarde se descubriría la ruta de que usarían los últimos incas; convirtiéndose en la preferida, por ser menos abrupta, difícil y mucho más poblada. Esto explicaría por qué los españoles (que siguieron al inca rebelde) nunca se toparon con Machu Picchu.
Al momento de abandonar Ollantaytambo (junio de 1537), Manco Inca viró hacia el este, tomando el trayecto que lleva al Abra de Málaga (o Panticalla), para luego remontar el valle del Amaybamba hasta llegar al puente de Chuquichaca (o Choquechaka), la entrada misma a la región de la resistencia [ver mapas]. El antiguo sendero por el Urubamba (seguido inicialmente por Pachacuti) había entrado en desuso, por las razones arriba nombradas.
Pero, ¿qué características tenía el territorio de Vilcabamba, para ser seleccionado por Manco Inca?.
En primer lugar, era una región marginal, de frontera; desolada y con ciertas características naturales que la convertían en una "zona refugio" ideal. En ella era posible la protección que brindaban tanto las montañas, los glaciares como la selva; al tiempo que era posible explotar los diferentes pisos ecológicos que existían (existen), con su consiguiente diversificación de productos.
En segundo término, las innumerables quebradas y difíciles caminos de cornisa, constituían sitios perfectos para las emboscadas y la puesta en práctica de una táctica profusamente usada por los incas: la guerra de guerrilla. Estas condiciones fueron las que les permitieron a Manco y sus descendientes detener a los europeos en el puente de Choquechaka; haciendo de los valles, de los río Vilcabamba y Pampaconas, sitios prácticamente inexpugnables.
¿Qué otros factores fueron los que los empujaron hacia las selvas del oriente?.
Más allá de los motivos tácticos y estratégicos señalados, cuando se analiza el comportamiento de un pueblo tan diferente al nuestro (y al de los españoles de aquel entonces) se vuelve inevitable tener que considerar variables que, a primera vista, pueden resultarnos fuera de lugar. Estamos tratando con una forma de vida que nos es ajena; con tecnología, organización social, política y económica que, aún después de tantos años de estudios, siguen apareciendo turbias en muchos de sus aspectos. Es que nos encontramos ante una sociedad que no compartió nuestra actual cosmovisión antropocéntrica, y que su "forma de ver el Mundo" (y de verse en el mundo) se hallaba en las antípodas, respecto de la nuestra.
Para los incas la religión y el mito eran la forma "natural" de entender los acontecimientos y darle sentido a todos sus actos. Nada quedaba al azar y la ritualización no se excluía de las decisiones militares (como hemos visto en el cerco del Cusco), ni mucho menos del destino de una "huida" que, como la de Manco, estaba tan cargada de significado.
El joven Inca intentaba reeditar, o al menos sostener, lo que quedaba del Tahuantinsuyu. Había abandonado su adorado Cusco, dejado atrás el precioso Coricancha (Templo del Sol), y por más que portaba las momias de los Incas precedentes (consideradas inapreciables objetos de poder sagrado, huacas), no es lógico pensar que se dirigiera hacia una región que careciera de un alto valor mítico – religioso. Como bien dijo Mircea Eliade, en su libro El Mito del eterno retorno, "El mundo arcaico ignora las actividades profanas: toda acción dotada de sentido participa de un modo u otro con lo sagrado".
Los numerosos núcleos, construcciones y lugares que están comprendidos por el área de Vilcabamba denotan un singular peso religioso, ya sea por su ubicación, orientación, forma o técnicas usadas en la edificación de los mismos. Los sitios rituales ("mochaderos", según las crónicas españolas) aún pueden observarse, pocas son las corrientes de aguas o cerros que no hayan sido depositarias de un reverencial respeto (que hoy se mantiene).
No cabe duda, pues, de que Vilcabamba tomó parte activa en una geografía sagrada que mucho influyó en la decisión de Manco, al hacerla su residencia permanente. El hecho de que el propio soberano fuera al frente del grupo exiliado, nos está marcando una clara acción ritual: la imposición del "orden" en el espacio que pretendía convertirse en el núcleo originario de un nuevo imperio.
Si atendemos al carácter cíclico de la cosmovisión andina, el repliegue de la elite incaica en esa zona, tras el desastre frente a los españoles, resulta un hecho significativo ya que implicaría sumergirse en el "otro lado del mundo", un lado caótico, informe y poco controlado, requisito indispensable para reanudar ritualmente el "cosmos" y aspirar a un retorno al antiguo orden.
Por otra parte, el mismo nombre de "Vilcabamba" posee una raíz ligada a lo trascendente.
Según Hiram Bingham (descubridor de Machu Picchu), la palabra deviene de la conjunción de dos vocablos quechuas: "huilca" y "pampa". El primero, haría referencia a un árbol subtropical utilizado como medicina purgante del cuál también se preparaba un polvo narcótico de aplicación nasal (cohoba), que producía una especie de intoxicación o estado hipnótico, acompañado con visiones consideradas sobrenaturales. El segundo término, "pampa", implicaría un terreno plano. Por consiguiente, para el célebre historiador norteamericano, "Vilcabamba" significaría: "Pampa en que crece la huilca".
Pero el término "huilca" (también willka o villca) tiene otras acepciones más explícitas, para denotar la profunda carga religiosa del mismo.
Luis E. Valcarcelobserva que la palabra willka antecedió a Inti, para denominar al sol; que, como es sabido, desde los tiempos de Pachacuti se convirtió en la deidad oficial del Tahuantinsuyu. Incluso el río más sagrado del valle de Yucay, el Urubamba, era conocido antiguamente con el nombre de Willkamayu o Vilcamayo, el Río Sol.
Finalmente, poseemos una última traducción que, a partir de sinónimos en quechua, recrea la acepción que, a nuestro entender, es la más completa y correcta. Ésta sostiene que "villca" es un término de parentesco recíproco que significa "bisabuelo" y "bisnieto", y por extensión "antepasado" y "descendiente". Como los incas practicaron un complicado culto a los antepasados, los mismos eran considerados sacros (ya vimos la importancia que tenían las momias), por lo tanto eran huacas. Si "villca", entonces, es sinónimo de "huaca" estamos frente a una palabra que tiende a designar el genérico concepto de "lo sagrado". En consecuencia, Vilcabamba podría traducirse como "La Pampa Sagrada".
Naturalmente, con la llegada de Manco y su séquito, el prestigio, ya no militar, sino religioso de toda la región se vio ensalzado por la presencia del Inca y las prácticas rituales que se desplegaron en toda la zona. Vilcabamba "La Vieja", la última capital, se convirtió en el centro de las celebraciones religiosas y asiento de las todopoderosas momias o "bultos" de los soberanos (antepasados) fallecidos.
Como el propio Juan de Betanzos afirmaba en 1551: "…lo que entienden allí donde están es en hacer toda la vida sacrificios y ayunos y idolatrías gentilicias a sus guacas e ídolos y en hacer todas las demás sus fiestas según que se hacían en el Cuzco en tiempos de los Yngas pasados según que se lo dejó orden Ynga Yupangue…".
Estas prácticas y creencias serían muy difíciles de erradicar después de la victoria española en 1572.
VILCABAMBA "LA VIEJA": RESISTENCIA Y OCASO.
Una vez abandonado Ollantaytambo, Manco guió a sus seguidores por el valle de Amaybamba, región que fortificó para evitar que las tropas españolas, enviadas por Almagro, le dieran un fácil alcance. También procedió a romper puentes y diques con el objeto de retrasar el avance de sus enemigos. Estas tareas no le impidieron enviar un mensajero al Cusco para pedirle a su hermano Paullu (asociado con Almagro y nombrado, por éste, "Inca") que abandonara a los "viracochas" y se le uniera en la lucha. Paullu se negó y Manco, tras cruzar el río Urubamba por el puente de Choquechaka, se internó en la región de Vilcabamba.
Cuando llegó a la fortaleza de Vitcos decidió permanecer en ella, pero las huestes españolas enviadas desde el Cusco, y al mando de Rodrigo Orgoñez, consiguieron rodear el cerro en el que se levantaba el refugio y, en un ataque sorpresa, pudo tomar prisioneros a varios miembros de la familia real (al pequeño hijo de Manco y su esposa, entre otros). El Inca logró evadirse, internándose en los glaciares y dirigiendo sus pasos hacia la zona tropical, en donde se levantaba su capital de la resistencia.
Orgoñez, por su parte, recibió la orden de regresar a Cusco, para poder acompañar a Diego de Almagro a Lima y conferenciar con su ex – socio Francisco Pizarro.
Durante aquel año de 1537, Manco Inca se ocupó de organizar, desde Vilcabamba, una efectiva guerra de guerrillas contra las haciendas y poblados españoles. La seguridad de los peninsulares empezó a tambalear en muchas regiones de la sierra. La "Cuestión Vilcabamba" se volvía un serio problema, en tanto que otros nuevos debilitaban la efectiva ocupación del territorio por parte de los peninsulares. De todos ellos, la guerra civil, desatada entre los mismos españoles, fue algo que, seguramente, llenó de alegría y optimismo al propio Inca.
El triunfalismo de Almagro duró poco. Tras el fallido viaje a Lima, debió regresar huyendo al Cusco y, tiempo más tarde fue vencido por los pizarristas, encarcelado, enjuiciado y sentenciado de muerte el 8 de julio de 1537. Su fiel amigo Paullu cambió de bando sin remordimiento ni culpa.
Gonzalo Pizarro (otro de los hermanos de Francisco) era ahora quien controlaba la antigua capital. Después de tener sendos triunfos sobre varias arremetidas incaicas, decidió organizar una expedición para internarse más allá del puente de Choquechaka y atacar a Manco en sus propios territorios.
En julio de 1539, Gonzalo Pizarro y Paullu entraron en el valle de Vilcabamba y tras sufrir emboscadas terribles, escapando por milagro de los ataques del Inca, debieron regresar sobre sus pasos, sin pena ni gloria. Se dice que el Inca se dio el lujo de desafiarlos, haciéndole burlas y gritando:" Yo soy Manco Inca; yo soy Manco Inca". En represalia, Gonzalo ordenó la muerte de Kura Oqllo, la esposa de Manco, capturada en Vitcos. El odio del Inca por los invasores se agigantó, emprendiendo, entre 1540 y 1541, una feroz campaña contra ellos. La fama de Manco creció y se convirtió en el símbolo mismo de la resistencia.
En 1541, un grupo de almagristas tomó venganza asesinado al mismísimo Francisco Pizarro, pero debieron huir a la selva. Manco, entendiendo las ventajas que obtendría recibiendo a los fugitivos, les dio asilo en sus propias tierras. Se dice que los siete españoles le enseñaron al Inca el uso de las armas de fuego, la equitación y el juego de bolos, ajedrez y damas, entablando con él lazos interesada amistad.
En tanto, el poder de los conquistadores en el Perú entraba en su fase final. La Corona, deseosa de controlar directamente sus posesiones, sin tener que lidiar con esa nueva aristocracia guerrera nacida de la conquista, colocaba al licenciado Vaca de Castro como nuevo gobernador del Perú. Éste inició tratativas diplomáticas con el Inca pudiendo evitar nuevos ataques a las propiedades españolas, así como encausar las negociaciones hacia lo que el funcionario llamaba la "paz".
Pero muy poco duró esa situación. Dos años más tarde, en 1544, el rey de España enviaba a su más alto representante hacia América: el primer Virrey del Perú, Blasco Nuñez Vela, cuya misión consistía en aplicar las Nuevas Leyes de Indias (promulgadas en 1542), por las cuales se pretendía acabar de una vez y para siempre con el abuso de encomenderos y conquistadores. La respuesta no se dejó esperar: éstos se levantaron en armas e intentaron echarlo del Perú.
Mientras los peninsulares luchaban entre sí, en las cordilleras de Vilcabamba se estaba gestando una traición. Los siete soldados almagristas, que vivían en la corte del inca, decidieron tenderle una trampa y a fines de 1544, o principios de 1545, tras un juego de bolos en la plaza de la fortaleza de Vitcos, lo asesinaron a sangre fría.
La muerte de Manco Inca Yupanqui fue rápidamente vengada (los asesinos fueron decapitados), pero la pérdida de tan insigne líder debió crear confusión y temor en la "zona refugio"; situación que sólo se estabilizó tras la elección del nuevo soberano: su hijo mayor, Sayri Túpac.
Entre 1545 y 1555, Sayri Túpac, que contrariamente a su padre era poco afecto a la guerra, se mantuvo en Vilcabamba sin molestar a los peninsulares, aunque sosteniendo la tradicional actitud de resistencia ante el poder español.
Cuando el conflicto entre los conquistadores y la corona terminó en 1548 con el ajusticiamiento de Gonzalo Pizarro, las autoridades reales decidieron inaugurar un período de diplomacia con los incas rebeldes. El nuevo virrey del perú (desde 1557), Marqués de Cañete, se propuso sacar pacíficamente a Sayri Túpac de las selvas en donde residía, prometiéndole una renta, una encomienda de indios y tierras en el valle de Yucay. Para ello envió una comisión, encabezada por Juan de Betanzos, hasta el puente de Choquechaka. Ésta regresó con una buena noticia: habían logrado convencer al inca.
En octubre de 1557 Sayri Túpac, contrariando las opiniones de sus capitanes y sacerdotes, abandonaba Vilcabamba y con la escolta de trescientos indios se dirigió a Lima, para conferenciar con el virrey. En enero de 1558, después de un "amoroso" recibimiento, obtuvo de éste todo lo prometido y se instaló en su nueva hacienda en Yucay. Pero sólo un año después, el Marqués de Cañete supo, por una carta remitida desde Vilcabamba, que Sayri Túpac no era Inca y que sus hermanos continuaban manteniendo una férrea resistencia armada contra España.
El virrey falleció a mediados de 1561, y pocos meses después Sayri Túpac también moría en su hacienda, probablemente envenenado.
¿Qué había sucedido? ¿Qué rol jugó el segundo Inca de Vilcabamba?.
Según indica el historiador y explorador Edmundo Guillén, varias probanzas y documentos de la época indican que Sayri Túpac no fue el real sucesor de Manco y que había decidido arriesgar su vida, y conferenciar con el enemigo, al sólo efecto de ganar tiempo y mantener al margen de una invasión a la región de Vilcabamba.
Hacia 1560, un nuevo soberano dominaba la resistencia desde la selva. Su nombre: Titu Cusi Yupanqui, y desde las cordilleras de Vilcabamba implementaría una mayor ofensiva contra los españoles, reiniciando la guerra de guerrilla y organizando un gran alzamiento religioso/militar conocido como el Taqui Ongoy. Éste, era una insurrección general destinada a expulsar a los españoles del Perú que unía los aspectos religiosos y militares de un modo muy particular. El objetivo era restablecer el poder del inca y restaurar el culto a las huacas, enviando "mensajeros" a todos los pueblos y anunciando que la venganza de las huacas se acercaba y que se debía renunciar al cristianismo y al control peninsular. Como se puede observar, los aspectos religiosos no se desechaban jamás. "Si la conquista había sido explicada en términos religiosos (Dios venció a las huacas), consecuentemente la salida se piensa en término proporcionales: serán las huacas las liberadoras y constructoras del nuevo orden".
Si bien su aspecto militar fue rápidamente desbaratado, el aspecto ideológico/religiosos (anticatólico) se difundió a gran velocidad, debiéndose implementar "Campañas de extirpación de idolatrías" para que las almas descarriadas de los pobres indios se encausaran hacia el Paraíso. Así lo creyó la Iglesia colonial, y se así se hizo.
Para 1564 el Taqui Ongoy había sido desactivado y los temores de un levantamiento armado contra España, que involucrara a los pueblos aborígenes desde Ecuador al norte de Argentina, se había desvanecido. Por ese entonces el Perú esperaba a un nuevo virrey y era el gobernador Lope García de Castro el encargado provisional de guiar los destinos de la colonia; y como consideraba muy peligrosa la existencia de un Estado dentro del Estado, entró en nuevas tratativas diplomáticas con Titu Cusi.
En 1565 se envía a Vilcabamba a un nuevo mediador, Diego Rodríguez de Figueroa, cuya misión consistía en intentar convertir al cristianismo al Inca y convencerlo de que saliera de la región. En mayo de ese año, Rodríguez de Figueroa consigue atravesar el puente de Choquechaka, con autorización del Inca, y reunirse con éste en el poblado de Pampaconas, tras pasar por Vitcos. Su crónica constituye uno de los mejores documentos para identificar hoy los sitios arqueológicos de la zona.
Después de varios de días de charlas, marchas y contramarchas, Titu Cusi accedió a conversar con el oidor Juan de Matienzo en el famoso puente, y el 18 de junio de 1565, a orillas del río Urubamba, se celebró la importante reunión.
Durante la entrevista, Titu Cusi pidió ser reconocido oficialmente como Inca y conservar el derecho a dejar sucesión en el mando. También reclamó ampliar sus territorios hacia la margen izquierda del río Apurímac y la derecha del Urubamba; amén de una renta vitalicia y heredable a sus descendientes. El funcionario español regateó durante un tiempo, pero finalmente accedió a las propuestas, solicitando a cambio que se le permitiera el ingreso a miembros del clero, para caquetizar Vilcabamba; dejando abierta, para más adelante, la posible salida del Inca de sus protegidas selvas. Acordado estos puntos, Matienzo regresó al Cusco. Había hecho un buen negocio. Tras tantos años de insistencia, España tendría ahora una quinta columna dentro del territorio rebelde.
En 1568, dos frailes agustinos, Fray Marcos García y Fray Diego de Ortiz, entraron en la región.
Según consta en las crónicas del Padre Calancha, fueron bien recibidos por el Inca, pudiendo edificar dos iglesias: una en la localidad de Puquiura (o Pucyura), en la base misma del cerro donde se levantaba la fortaleza de Vitcos (y a "tres largos días de distancia de la ciudad de Vilcabamba"); la otra, en el pueblo de Guarancalla, a varios días de camino de la primera.
La labor misionera tuvo éxitos iniciales bastante significativos. El mismo Inca terminó por bautizarse, aunque esto puede ser interpretado más como una maniobra política que como una sincera conversión a la nueva fe. De hecho, el culto a las huacas no desapareció en Vilcabamba, situación ésta que enardeció el celo evangelizador de los agustinos, quienes asumieron una actitud predicativa que rozaba con la violencia.
Después de una buena convivencia con Titu Cusi (tanto es así que en febrero de 1570 el Inca le dictó a Fray Marcos un Memorial en el que contaba la vida de su padre y la propia), las relaciones empezaron a deteriorarse, especialmente después de que los sacerdotes quemaran el adoratorio más reverenciado del valle: la gran piedra blanca de Yurac Rumi (también conocida como Ñustahispana).
Enterado de tal sacrilegio el Inca, que estaba en la capital de Vilcabamba, viajó hasta Vitcos y expulsó a Fray Marcos (principal instigador del hecho). Su compañero permaneció con Titu Cusi, muy a pesar del odio que por él sentían todos los sacerdotes incaicos.
La suerte de Fray Diego estaba echada.
Muy poco tiempo después el Inca cayó enfermo y murió (entre fines de 1570 y principios de 1571). El misionero católico fue acusado de haberlo envenenado y tras recibir un terrible tormento, fue ultimado en la localidad de Marcananay (o Marcanay) con un golpe en la cabeza. La historia colonial del Perú poseía ya su primer mártir.
Muerto Titu Cusi asumió en Vilcabamba su hermano Túpac Amaru, quien según las crónicas estaba residiendo en el pueblo de Picchu (probable Machu Picchu), de donde fue sacado por los partidarios de una guerra total contra los españoles.
El nuevo Inca cumplió con su cometido, cerrando el ingreso a la región y reactivando los ataques en contra de los peninsulares. Pero la situación política del Virreinato del Perú estaba cambiando a principios de la década de 1570.
Francisco de Toledo, el flamante virrey, tenía en mente reorganizar todos los territorios bajo su administración. El Perú debía asumir el rol de colonia y por eso no era admisible que un grupo de incas rebeldes pusieran en jaque el prestigio y capacidades militares del gran Imperio español. Había que erradicar, de una vez y para siempre, la idolatría que persistía, como así también una insurrección que tenía casi treinta y cinco años de vida.
Cansado y contrariado, Toledo decidió poner punto final al problema y organizó el más poderoso ejército de su tiempo para destruir "a sangre y fuego" a los "salvajes" incas.
A fines de mayo de 1572, una de las tres ramas en que se había dividido el ejército español, inició la invasión de Vilcabamba por el puente de Choquechaka (o Chuquichaca). Avanzaron con rapidez rompiendo toda resistencia por el valle de Vitcos (hoy valle de Vilcabamba) y, tras cruzar el abra de Qollpaqasa, entraron en el valle del río Pampaconas, controlando los diversos fuertes que en zona se levantaban (por ejemplo, el famoso Wayna Pucara, hoy perdido en la selva).
Finalmente, en la mañana del 24 de junio de 1572, los españoles entraron triunfalmente en la ciudad de Vilcabamba, que los esperaba abandonada y en silencio, mostrando sus residencias y templos destruidos por el fuego. Túpac Amaru había escapado.
Después de tomar formalmente posesión de la ciudad, el capitán general de la expedición punitiva, Martín Hurtado de Arbieto, mandó a que se persiguiera al Inca, ofreciendo una suculenta recompensa en honres y dinero para aquel soldado que lo aprendiera.
Martín García de Loyola y un grupo de hombres partió inmediatamente en su búsqueda, y a unas cincuenta leguas de Vilcabamba consiguió atrapar a Túpac Amaru, antes de que éste se perdiera en las profundidades de la selva amazónica.
Trasladado al Cusco, encadenado y vejado, el Inca fue ejecutado en la Plaza de Armas, junto con familiares y seguidores. La resistencia aborigen había terminado, y con ella lo que podía haber quedado del Estado incaico. La ciudad de Vilcabamba, tras una corta ocupación, fue olvidada. La selva la cubrió y su existencia histórica se convirtió desde entonces en leyenda.
***
ROMANTICISMO, CIENCIA Y AVENTURA
PROFESOR EN HISTORIA – DIRECTOR DE LA EXPEDICIÓN VILCABAMBA ‘98
Tras nueve largos meses de organización, estábamos cruzando la cordillera de los Andes rumbo a Lima. Quedaban atrás las idas y venidas, las reuniones y reportajes, las promesas y las decepciones. La agotadora fase preparatoria de la Expedición Vilcabamba había terminado y sentados en las incómodas butacas (clase turista) del boing 737 en el que viajábamos, no hacíamos otra cosa que recordar los primeros e inconsistentes pasos de ese proyecto, que nos había demandado tanta atención y trabajo. Estábamos ansiosos por llegar.
El avión se sacudía a causa de las corrientes de aire frío que provenían del océano Pacífico, obligándonos a permanecer con los cinturones de seguridad abrochados y sin poder disfrutar de la insulsa comida plástica que nos ofreció la azafata. En un ejercicio de masoquismo, trataba de imaginar los picos nevados que tenía justo debajo de mis pies y no en pocas oportunidades me vino a la memoria el tan mentado accidente aéreo de los ‘70, ése en el que los sobrevivientes debieron practicar el canibalismo para poder resistir el frío y el paso de los días. Intenté sacar de mi mente esas ideas macabras, pero cada sacudida del fuselaje repercutía tanto en mis vísceras como en los nudillos de mis manos, blancos de tanto aferrarse al posabrazos de la butaca. A mis treinta y cinco años de edad, debía reconocer que detestaba volar.
El 17 de julio de 1998 amaneció muy húmedo y con una densa niebla que había demorado todos los vuelos al exterior. No era un buen día para viajar, y a los reclamos y quejas de los cientos de turistas que iniciaban sus vacaciones de invierno, se les sumaba la noticia de un avión accidentado y la posibilidad de tener que suspender el viaje por veinticuatro horas. Todos estos contratiempos nos retuvieron en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza (Buenos Aires) más de lo previsto, con sus consiguientes gastos en café y cigarrillos que, como en toda terminal aérea, son mucho más caros que en cualquier otra parte.
Afortunadamente esos inconvenientes iniciales fueron superados; pero durante un buen tiempo me encontré sentado en un aséptico ataúd volante, suspendido por encima de unas montañas que la noche impedía que viera y con una bandeja de acero inoxidable sobre mis rodillas, en la que la se movían de un lado a otro los paquetes de celofán que envolvían la cena. El único aliciente que calmaba mi angustia eran esas ruinas incas que nos esperaban semiperdidas en la selva. Pero ellas estaban todavía muy lejos.
Aterrizamos en Lima muy de madrugada, tras cuatro horas y media de tortura psicológica. Recogimos nuestras mochilas y nos dispusimos a seguir soportando una espera de ocho horas más, en los impersonales pasillos del aeropuerto de la capital peruana. Debíamos hacer la combinación aérea hacia el Cusco. Fue una noche larga y aburrida. El cansancio nos impedía hacer algo productivo, como leer o escribir. Sólo atinamos a comer algo y a intentar dormir sobre el frío mármol de una mesa, siempre atentos a nuestro equipaje, que para entonces parecía pesar el doble.
Arribamos, finalmente, a la antigua capital inca hacia el mediodía del 18 de julio, justo cuando el sol (el adorado Inti) iluminaba las rojizas tejas de la achaparrada capital departamental. A la admiración, por una estética urbana diferente de la que estamos acostumbrados, se le sumaban los recuerdos de mis viajes anteriores por tierras incas. ¡Cuántas imágenes queridas volvían a mi memoria!, ¡Cuántos momentos cruciales de mi vida personal se reeditaban, mientras sobrevolábamos aquel Ombligo del Mundo!
Habíamos llegado y la expedición estaba a punto de comenzar.
Permanecimos en el Cusco durante cinco días organizando el equipo, contratando al guía y, por supuesto, adaptándonos a la altura.
Queríamos partir cuanto antes pero debíamos recibir una autorización del Instituto Nacional de Cultura (INC) y una aprobación oficial de nuestro proyecto por parte de las autoridades cusqueñas. No queríamos pasar por encima de nadie, por lo que demoramos nuestra salida más de lo previsto. Esto nos permitió recorrer la ciudad y recabar cierta información adicional sobre las ruinas de Vilcabamba.
Pocas de las personas que consultamos (fuera del ámbito académico) sabían algo al respecto. Nadie viajaba a Vilcabamba por aquellos días y las historias que nos llegaban tenían más que ver con el terrorismo, y los supuestos focos guerrilleros, que con la historia de los últimos incas. Por otra parte, la gente suele confundir los lugares como consecuencia de una vieja costumbre, heredada de la conquista española: nombrar una misma localidad con nombres diferentes. Lo que nosotros denominábamos Vilcabamba ellos lo llaman Espíritu Pampa (la Pampa de los Espíritus), y la Vilcabamba de ellos es para nosotros el pueblo colonial de San Francisco de la Victoria. De todas formas, cada vez que nos explayábamos en nuestro proyecto de exploración, la sorpresa y las advertencias hacían acto de presencia. Nos decían que íbamos a meternos "muy adentro" en la selva y que la empresa no estaba exenta de peligros. Que debíamos darle un pago a la tierra, a la Pachamama, para que nos devolviera sanos y salvos; que contratáramos guías confiables, porque era bastante común que los inexpertos gringos se pusieran en manos de sinvergüenzas que terminaban dejándolos desnudos en plena caminata. No faltaron aquellos que se ofrecieran a llevarnos o los que se negaban a meterse en la antigua comarca/refugio, por seguir considerándola una "zona roja", bajo control del grupo terrorista Sendero Luminoso.
Pero aquellos días previos en el Cusco no fueron todos tan pesimistas ni cargados de malos augürios. La bellísima ciudad invita a soñar, trasladando a todo espíritu sensible a un lugar fuera del tiempo, retrotrayéndonos a los días en que los españoles invadieron la capital imperial, o incluso a los días mismos del Imperio Incaico. Allí se respira historia. Se experimenta el orgullo que el cusqueño siente por su pasado y el cariño con el que se recrean los hechos pretéritos. Hay mucho de nostalgia por un Paraíso Perdido (que la historia muestra que no fue tal) y de furia contendida contra una invasión europea que terminó dándoles la lengua con la que la critican. Cusco es indescriptible, un sitió al que se suele regresar más de una vez. Atrae, envuelve, encanta a sus visitantes, quienes desde el momento mismo de pisar sus callejuelas y trabar conversación con su gente, empiezan a sentirse parte de su historia; y saben que al marcharse un pedazo de ellos quedará para siempre en esos muros de pulidas piedras, hechos por los incas. Cusco aún conserva ese místico magnetismo sagrado que la convirtiera en la capital político/religiosa del imperio más descollado de la América precolombina.
Queríamos disfrutarla y no dejamos momento libre del día para recorrerla de arriba abajo. Visitamos sus locales de artesanías, que incitaban al gasto; y en los que una fauna políglota y cosmopolita se arremolinaba alrededor de los preciosos ponchos de vicuña o alpaca que se exhibían. Los trabajos de platería, tan conocidos en el mundo a partir de los famosos tumis (hachas ceremoniales convertidas hoy en aros y brazaletes) fascinaban a europeos y yanquis, quienes sin percibir la dura realidad social que se escondía detrás de cada pequeña obra de arte, regateaban las ofertas, sintiéndose consumados compradores cuando lograban rebajar el precio inicial un veinte o treinta por ciento (sólo unos pocos dólares). Y es que en Cusco, como en tantas otras partes de Sudamérica, no hace falta que uno salga a buscar productos tradicionales. Ellos van a uno, guiados por ejércitos de vendedores ambulantes; que sorprenden al turista a cada paso, en cada esquina, insistiendo hasta el cansancio y cambiando el costo del producto ofrecido a medida que se avanza por la calle. La ley de la oferta y la demanda funciona bien Cusco.
Como es común en esa hermosa ciudad colonial, nuestro centro de operaciones, de reunión y debate era la Plaza de Armas, que no es otra cosa que el corazón mismo del Cusco y el antiguo centro del Imperio del Sol. Se dice que la Plaza era la síntesis de todo el Tahuantinsuyu, y que ella reflejaba el orden del Estado, el aparato administrativo y la jerarquía social. Era el altar de todos los dioses del Imperio y el punto de partida hacia los cuatro "suyus", o rumbos, en que los incas habían dividido el inmenso territorio que controlaban. Su nombre original era Haucaypata (del quechua, "la plaza o lugar del llanto y la tristeza"), y mucho antes de que llegaran los españoles, estaba unida a otro gran espacio abierto, de profundo significado religioso, conocido como el Cusipata (o "la plaza de la alegría). En ellas se practicaban todos los rituales políticos y sagrados del Estado. Configuraba un enorme espacio rectangular, dividido en dos por el río Saphi (hoy canalizado de manera subterránea) y tenía funciones diferentes a la moderna Plaza de Armas. Por allí no se paseaban meditabundos turistas, ni extraviados buscadores de ciudades perdidas.
Era un lugar reverenciado, en donde los incas adoraban al Sol con muestras de dolor y llanto. Estaba rodeado de seis palacios y en el centro se alzaba, en una de las rocas, el Usno Ceremonial, el trono del Inca, del que partían las calzadas hacia los cuatro lados de la plaza. Sobre uno de ellos, en lo que actualmente es el Templo de la Compañía de Jesús, se erigía el palacio llamado Amaru Cancha, que perteneciera al Inca Huayna Cápac, ése que a su muerte dejara al Tahuantinsuyu en plena guerra civil. Un poco más allá, se levantaba la Piedra de la Guerra, una roca considerada huaca y adornada de ídolos de oro, tomados como trofeos en las hazañas guerreras. Frente al palacio de Qora Qora, hoy calle Procuradores, estaba una bella fuente, adorada como huaca principal; y en lo que actualmente se denomina Portal de Panes, se alzaba el palacio de Q’asana, propiedad del célebre Inca Pachacuti. Incluso los terrenos ocupados hoy en día por la imponente Catedral servían de base al Suntur Huasi o Casa de las Armas, verdadero museo de emblemas e insignias, escudos y armas, que llevaron los Incas en sus conquistas.
Pero en la actualidad ninguna de estas construcciones se mantiene completamente en pie. Sólo con los ojos de la imaginación puede uno tratar de reconstruir ese otro Cusco, el puramente incaico.
Sea como fuere, allí, en el Haucaypata, descansábamos todas las noches antes de retirarnos al hostal en donde nos alojábamos, disfrutando de las pequeñas luces de las casas, titilando en las laderas de las montañas que circundan el valle. Era un espectáculo fabuloso, que ningún comerciante ambulante podía vendernos.
Sin pensarlo, estábamos en el sitio en donde todo comenzó y en el cuál todo terminó. Allí, bajo ese mismo espacio cercado (hoy por restaurantes, bares y negocios), el último de los Incas de Vilcabamba, Túpac Amaru, había sido ajusticiado por las duras leyes de Castilla en 1572. Caminábamos por el sitio que deberíamos haber recorrido hacia el final de la expedición, y no al principio. El ciclo del eterno retorno nos envolvía.
Aquellos primeros días en Cusco estuvieron en gran parte ocupados por trámites burocráticos y entrevistas. Los papeles sellados iban y venían, y en cada dependencia oficial debíamos defender nuestra iniciativa, presentándonos como los Embajadores Turísticos, que efectivamente éramos (gracias al interés puesto en nosotros por la Municipalidad de Mar del Plata), para que los funcionarios nos prestaran su valiosa atención. Eugenio Rosalini, el "enemigo número uno de la burocracia", protestaba a cada rato, haciéndonos ver que el papeleo sólo terminaría cuando estuviéramos aislados en las montañas.
Las horas pasaban deprisa; nuestro tiempo se acotaba y los planes de abandonar Cusco lo más pronto posible habían quedado únicamente en la carpeta donde guardábamos nuestro proyecto.
Según se dice, cuando alguien emprende una expedición por regiones inexploradas, o muy poco transitadas (como lo era la nuestra), debe confiar su vida y seguridad en un buen guía. El éxito de la empresa depende por completo del baquiano, de su sinceridad, conocimientos y lealtad. En ese aspecto, nosotros fuimos sumamente afortunados al encontrar a un personaje nativo de la región de Vilcabamba y gran conocedor del área y sus costumbres. Seguramente su nombre nos acompañará de por vida, puesto que a él le debemos la posibilidad de escribir estas líneas.
Cuando hacia el mediodía del 20 de julio nos dirigimos a la calle Fierro 571, a sólo unas diez cuadras de la Plaza de Armas, jamás supusimos que en ese patio cuadrangular, embaldosado y con casi cien años de antigüedad, se iba a formalizar uno de los tratos más importante de todo el viaje. Habíamos acudido a esa dirección guiados por el buen consejo de un gran amigo, Enrique Palomino Díaz, orgulloso qosqoruna (nativo del Qosqo, o Cusco) y valioso informante de la expedición. Gracias a sus conocimientos de la historia incaica, y a los contactos que nos ofreciera, es que pudimos retro-alimentar nuestros espíritus románticos y aventureros escuchando leyendas, mitos y rumores sobre sitios que la mayoría considera puramente imaginarios. Su tono gentil y acompasado, respetuoso y lleno de generosidad, fue el que nos sumergió en una realidad de la que no habíamos tomado cabal conciencia: aquella que nos decía que estábamos a punto de salir en expedición hacia la selva.
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