Expedición Vilcabamba – Romanticismo, ciencia y aventura (página 3)
Enviado por Fernando Jorge Soto Roland
La mañana siguiente nos encontró ya en pie, dispuestos a continuar la marcha.
Como de costumbre, los arrieros se nos adelantaron y, a poco de abandonar Ututo, los perdimos de vista, detrás de peñolerías y barrancos.
Íbamos a seguir el curso del río Pampaconas escalando el camino Inca de los fuertes, así denominado por haberse detectado, en las serranías vecinas, restos de pucarás, fortalezas y puestos de vigías. Todos ellos, indicios de que nos encontrábamos más cerca de Vilcabamba.
La fragosidad de la topografía es raramente imaginable mirando un mapa y únicamente transitándola se puede tomar conciencia de lo que significa estar fatigado. Fue, sin duda, la jornada más dura de toda la expedición y también la más peligrosa. En más de una oportunidad estuvimos apunto de despeñarnos por los precipicios; y en más de un momento nos preguntamos qué demonios nos había llevado a ese sitio. Pero, para entonces, rodeados de montañas y ceja de selva, y a casi dos días del último poblado, no nos quedaba otra opción que seguir hacia adelante. Era impensable retroceder.
Las maltratadas y semienterradas escalinatas incas subían y bajaban por empinados falderíos, atravesando quebradas y numerosos riachuelos que bajaban, vaya a saber uno de dónde. Las ramas, las rocas y el barro hacían que esos pasajes fueran verdaderas torturas musculares, obligándonos a vencer varios umbrales de fatiga en pocos metros.
El esfuerzo físico nos mantenía calientes y transpirados, pero no eran sólo esos accidentados cerros los únicos culpables del sudor que corría por frentes y espaldas: la temperatura ambiental subía con el paso de las horas, y para cerca del mediodía llegaba a los 33º C. Lo único que aliviaba nuestra marcha eran las frescas sombras que brindaba el interminable manto de selva que nos envolvía por todas partes.
Recién entonces comprendí las palabras escritas por un anónimo soldado español, en 1572: "ese era una camino más para demonios que para cristianos".
Los desfiladeros caían a plomo en dirección del Pampaconas, que corría cientos de metros más abajo.
Caminábamos en fila india y con todos los sentidos puestos en la senda. No exagero un ápice al decir que la más mínima distracción podía acarrear una torcedura de tobillo o un "vuelo", en caída libre, por el barranco. Millones de piedras sueltas se arremolinaban por la trocha y debíamos tener en cuenta a cada una en particular, para saber en dónde pisar correctamente. Dicen que el mejor amigo del hombre es el perro; aunque en situaciones como esas no me cabe la más mínima duda de que el proverbio es falso; porque cuando se transita por lugares escarpados, quien se convierte en el mejor amigo de uno es su bastón.
Él es nuestra tercera pierna, que mantiene el equilibrio; nuestro tercer ojo, que detecta huecos y grietas, escondidas en el suelo por el follaje muerto de los árboles. Sin nuestros bastones dudo mucho que hubiéramos podido llegar a Vilcabamba sanos y salvos. A ellos y a Pancho, les debemos el pellejo.
Jamás olvidaré la soberbia imponencia de la selva; ni la de los picos verdes de los Andes, que parecen querer alcanzar al sol. Es un espectáculo maravilloso, indescriptible, que, como las mujeres bellas, demanda del caminante toda su atención. Es imposible avanzar y mirar al mismo tiempo. Si uno quiere sentir la insignificancia del ser humano en ese entorno poderoso, debe buscar, primero, un lugar seguro, después detenerse y, recién entonces, admirarlo con los ojos y con el alma.
Pero de todos los inconvenientes con los que puede uno toparse a lo largo del camino, dos constituyeron nuestras más negras pesadillas: los puentes de palos y los "conos de deslizamiento".
Uno de los lugares comunes, en los que caen casi todos los manuales de arqueología peruana, consiste en alabar la maravillosa capacidad que los incas tenían como ingenieros civiles; colocando como ejemplo de tales destrezas a los puentes colgantes y de piedras, que los españoles admiraron al momento de la conquista. Todo ello es cierto, pero sucede que hoy en día ninguna de esas obras se mantiene en pie. Actualmente, la seguridad con que los incas cruzaban los ríos, se ha convertido en una aventura angustiante, mucho más teniendo en cuenta nuestra condición de citadinos.
En más de media docena de oportunidades tuvimos que poner en práctica nuestras dotes de equilibristas para cruzar a la orilla opuesta. Eran simples troncos atados con lianas que, al momento de pisarlos, se balanceaban como una hamaca. Los pies, colocados transversalmente, sobresalían a ambos lados, denunciando a gritos la inconsciencia de estar en ese lugar; máxime cuando se miraba para abajo y veíamos al río correr, literalmente, debajo de nuestras suelas.
Pancho, habituado desde niño a tales peripecias, hasta se tomaba el tiempo de pararse en el centro y ejercitar movimientos cortos de péndulo. ¡Qué locura! Pero a la hora de ayudarnos (o mejor dicho, ayudarme) su actitud socarrona desaparecía y ponía todo de sí para terminar con éxito la operación. Confieso que en dos oportunidades, las rodillas me empezaron a temblar de tal modo que tuve que tomarme unos minutos para calmarme y probar suerte. El hecho de poder escribir estas líneas prueba que la tuve.
La otra amenaza a nuestra seguridad, mucho más esporádica, pero amenaza al fin, fueron los deslizamientos de piedras que bajaban desde las cumbres, arrasando todo cuanto encontraban en su camino. No tenían un movimiento continuo, es decir, no eran cataratas de rocas en permanente caída, sino verdaderos toboganes que parecían estar esperando que alguien los tocara para poder cobrar vida. A su paso, la selva, los peñones y la propia senda por la que caminábamos, desaparecía dejando un espacio perpendicular que variaba su inclinación según el cerro, o la fuerza del arrastre inicial. El grosor también era fluctuante. Estaban aquellos que se podían cruzar con sólo un largo paso, y los otros, los que demandaban dos o tres rápidas zancadas sobre un terreno inestable, en el que producía una cascada de piedrecillas muy resbalosas, que terminaban por caer en el río Pampaconas, unos cuatrocientos metros más abajo.
Fue en uno de estos "conos" en donde casi pierdo la vida.
Recuerdo que venía último en la fila, agotado y con los reflejos aletargados, de tanto observar el piso irregular por el que marchábamos. Delante de mí iban Eugenio, Pancho y Juan (los arrieros caminaban a casi una hora y media de distancia, adelante del grupo). Cuando se toparon con el "tobogán", éste se veía firme y, sin mucho esfuerzo, uno tras otros lograron pasarlo…y "aflojarlo". Para cuando llegó mi turno, una delgada capa de arena y piedras parecía buscar descanso en la base del cerro.
Sin pensarlo demasiado me largué a dar los dos pasos que se necesitaban para estar del otro lado. Pero algo anduvo mal. De improviso, y a medio camino, un pánico visceral se adueñó de todo mi cuerpo y resbalé. Ante la desesperación, me tiré contra la pared de la montaña, con tanta mala suerte, que reboté en ella y me vi despedido hacia atrás.
No sé en qué momento, o cómo, la mano firme de Pancho me sujetó con fuerza de la muñeca derecha; y ahí quedamos, mirándonos a los ojos y dando gritos. No me podía mover, y contrariando las ordenes del guía, de tanto en tanto, miraba hacia abajo.
Tenía un pie en el aire y el otro apoyado en una piedra, ridícula en tamaño. Gritaban para que me impulsara con la pierna en la que tenía base, pero era imposible, estaba paralizado. Fue entonces cuando Pancho, con tono calmo, me dijo: "Haga el intento, jefe, porque nos vamos abajo los dos". No sé de dónde saqué fuerzas, supongo que fue el tirón que me dio el guía, pero para cuando abrí los ojos el maldito cono de deslizamiento estaba a mis espaldas.
Desde ese momento el camino no fue el mismo. En cada curva me imaginaba un escollo parecido, o peor, al que había tenido la suerte de superar.
La montaña quiso que ése fuera el último.
Finalmente, hacia las seis de la tarde llegamos a Urpipata ("El Lugar de la Paloma"),una reducida uña pelada de terreno, completamente rodeada de picos saturados de vegetación. Era la selva en su máxima exponencia.
Levantamos el campamento y cenamos, a poco de caer la noche. Tomé nota de los sucesos del día y me metí en la carpa, liviano de ropas porque hacía calor. Recuerdo haberme dormido pensando en mi familia y en una frase dicha por el guía, en tono de broma: "Dios en el cielo y Francisco Cobos en la Tierra".
Desde muy temprano empezamos a desgastar nuestras botas, "devorando" lo que quedaba del camino a Vilcabamba "La Vieja".
Veníamos cansados, sucios, transpirados y, en mi caso particular, con una experiencia no del todo agradable, que convertía, imaginariamente, cada recodo de la senda en un infierno de posibilidades inciertas.
Añoraba un buen baño de agua caliente, mis pijamas, mi cama y, por sobre todo, a mi familia. Pero aquello estaba muy lejos… "más allá de las montañas".
Transitábamos ya por plena selva tropical y el calor se volvía por momentos insoportable. El sonido del canto de los pájaros y el ruido de los insectos hacían las veces de telón musical y los mosquitos (¡los malditos mosquitos!) pasaron a ser nuestra peor pesadilla.
"Buscan la sangre nueva", nos decían sonriendo los arrieros, insensibles a los ataques. Y algo de cierto debe haber en ello, porque esa noche llegué a contar más de treinta y cinco picaduras en sólo uno de mis brazos.
Si con algún mito antiguo puedo comparar esa séptima jornada, es con el de Sísifo; personaje griego condenado a arrastrar una gran piedra hasta la cima de una montaña, y cuando casi estaba llegando, la piedra volvía a caer hasta el llano, y debía volver, así eternamente, a empezar su trabajo.
Aquel día, nosotros fuimos los "Sísifos".
El sendero subía, bajaba, volvía a subir y volvía a bajar, y cuando en un descenso creíamos haber terminado…subíamos otra vez. Era una lucha, entre el hombre y la montaña, que parecía eterna; y a muy a pesar de los insultos y la bronca exteriorizada… seguíamos subiendo y bajando.
Estábamos en el límites de nuestras fuerzas, y para las tres de tarde le pedí a Coco el favor de montar en uno de los caballos, que venía a medio cargar. No le gustó mucho la idea. Cuidaba a sus animales como si fueran oro; y lo eran de alguna manera, ya que el sustento de su familia dependía del buen estado de las bestias. Incluso, en cierta oportunidad, escuché cómo le recriminaba a Pancho el no haberle advertido sobre lo difícil y trabado del trayecto (que tanto para él, como para Renato, era nuevo).
Finalmente, logré conmoverlo de algún modo y accedió a cargar al caballo con el peso de mi cuerpo.
Monté aproximadamente unos cuarenta y cinco minutos, consiguiendo salvar dos o tres cuestas que me hubieran demandado días remontar a pie, cansado como estaba. Así, pues, relajé mis músculos, aunque no mi corazón, que se mantuvo acelerado con cada paso que el caballo daba al borde del abismo.
Marchábamos todos juntos. La consigna dada por Pancho la noche anterior había sido "no separarse", ya que los miles de recovecos que tiene la selva podían convertirse en verdaderos laberintos. Y no se equivocó.
En determinado momento, Juan Carlos se adelantó más de lo conveniente y, sin conocer el terreno, tomó por un atajo indebido. El resto, confiado de que nos precedía en la marcha, seguimos por el sendero correcto, que era otro, y nos separamos.
Al cabo de unos quince minutos, Coco nos anunció, con tono preocupado, que no había huellas, y que por donde andábamos hacía mucho tiempo que nadie transitaba. ¿En dónde estaba Gasques?
Como teníamos sólo tres horas de luz por delante y (según Coco) un puma rondaba por el lugar, decidimos seguir el camino hasta Vilcabamba mientras Pancho, que sabía como moverse en la noche, en caso de que ésta cayera antes de encontrar a nuestro compañero y arriero, regresó, linterna en mano, tras sus pasos.
Durante la siguiente hora y media, se conjugaron sentimientos de alegría y preocupación.
Eugenio, y yo proseguimos la marcha hasta arribar a lo que parecía un mirador, con un camino de piedras que descendía a un valle exuberante, de cerrado follaje. La panorámica nos cautivó. Sabíamos que finalmente habíamos llegado.
Hicimos el último gran esfuerzo y a las 18:00 horas del 29 de julio de 1998 nos desplomamos sobre la única planicie pelada del lugar. Una roca blanca, de regulares dimensiones, dominaba el sitio. No nos quedaba ninguna duda: habíamos arribado a Vilcabamba "La Vieja".
Una hora más tarde, las siluetas de Juan Carlos y Pancho se recortaron en el camino que bajaba. Afortunadamente, los dos estaban a salvo y el sol daba sus últimas puntadas al día. Llegaron con muy poca luz natural. Fue entonces cuando supimos que, cansado y abstraído con las formaciones geológicas de la zona, Gasques había perdido el rumbo y que a causa de unas sachavacas (vacas cimarronas de gran cornamenta que merodean la selva) se había visto impedido de regresar. Sólo la pericia de Panchito lo salvó de una cornada o de tener que soportar, solo, los peligros de la selva nocturna.
Aquella noche, debajo de un magnífico cielo estrellado y sabiendo que a escasos dos kilómetros se levantaban las ruinas de Vilcabamba, me fumé el cigarro que, desde hacía meses, tenía reservado para esa ocasión.
La antigua capital del exilio se levanta en medio de un valle absolutamente cubierto de árboles, plantas trepadoras y lianas. Desde el lugar en donde acampábamos era imposible ver construcción alguna y, según nos comentara Pancho, muchos aventureros solitarios, que pretendían conocerla, seguían de largo sin percatarse de que, a muy pocos metros, los muros Vilcabamba luchaban contra la humedad y las raíces.
Actualmente, en la zona habitan dos familias campesinas, los Zaka Puma y los Wilka Puma, sufridos colonos que, sustentados por una economía de subsistencia, pasan sus días ignorando la relevancia simbólica de las construcciones, que conocen desde siempre.
Ninguno de los miembros de esas familias sabían algo sobre la historia del valle. Nunca habían escuchado hablar de Manco Inca, de Sayri Túpac, Titu Cusi o Túpac Amaru. El legado arquitectónico de los incas era, para ellos, un mero conjunto de "piedras", sin valor alguno. Muy de vez en cuándo se internaban en la arboleda, y si lo hacían era para "buscar tesoros", para huaquear; es decir, desenterrar piezas de cerámica que, sólo ocasionalmente, podían ser suplantadas por pequeños ídolos de oro y plata, que más tarde cambiaban en Chaullay por arroz y otros productos.
Pero, a pesar de este "saqueo al pasado", la actitud general de los moradores es de respeto y temor. Como ya hemos señalado en más de una oportunidad, el nombre con el que hoy se conocen las ruinas es "Espíritu Pampa", la "Pampa de los Espíritus" o "de los fantasmas", puesto que se asocian con ellas historias de "aparecidos" (vistiendo indumentarias indias) y de extraños sonidos y lamentos de dolor. Nadie se aventura por las ruinas, especialmente de noche.
Es probable que estos relatos tenebrosos no hagan otra cosa que revelar, de un modo inconsciente, el sentimiento de pérdida por un mundo (el incaico), del que tanto los Zaka como los Wilka Puma son sus directos herederos. Y hasta podría llegar a pensarse que los "lamentos" lúgubres, provenientes del "roquedal", son el signo de la permanencia de un pueblo que se resiste a desaparecer, o perder su digno prestigio. Todo, envuelto en forma de leyendas.
No obstante, ese solapado respeto se ve muchas veces contrariado por la lucha que constantemente libran los campesinos contra los restos arqueológicos de Vilcabamba, que pierden construcciones y terreno ante el avance destructor de palos, picos y arados de mano. Las rudimentarias actividades agrícolas de la zona atentan contra la preservación del patrimonio arqueológico, especialmente en los sectores periféricos de las ruinas
Ya teníamos todo listo. Las mochilas cargadas de rollos fotográficos; los flashes con pilas nuevas, para poder vencer lo umbroso de la selva; los fragmentos de las crónicas en la mano y todo el cuerpo rociado con repelente, a fin de espantar las legiones de mosquitos que nos rondaban.
Íbamos a internarnos en un sector sin sendas definidas y, por esa razón, Pancho nos había recomendado que marcháramos siempre juntos. Para mayor seguridad, le pidió a uno de los moradores del lugar que nos acompañara (a cambio de medicamentos) y así, con nuestro guía encabezando la fila y el otro cerrándola, nos dirigimos a observar lo que quedaba de la legendaria capital de la resistencia incaica.
A principios de siglo, cuando Hiram Bingham encontró la ciudad de Vilcabamba "La Vieja" (sin identificarla correctamente), toda la región era un sector olvidado e inaccesible para la mayoría de los peruanos. Sólo las tribus de los Campas y de los Machiguengas (hoy retirados más adentro en la selva) conocían las ruinas y llamaban al lugar con el nombre de la Pampa Eromboni . Pero, actualmente, más allá de los rumores que circulan en Cusco sobre supuestas comunidades aborígenes "protectoras" del lugar, ningún grupo de chunchos hizo acto de presencia durante nuestra exploración y nadie, ni siquiera las autoridades del gobierno, protegían los restos de la ciudad. Sólo la violencia clandestina de la vida vegetal ejercía su soberanía sobre los muros y plaza, invadidos por la maleza.
Gracias a los movimientos, secos y efectivos, de los machetes nos fuimos abriendo camino por la espesura. En un primer momento no pude distinguir nada, a excepción de los troncos y ramas entrecruzadas que impregnaban cada una de las direcciones en las que miraba.
Me estaba desilusionando. El esfuerzo de los últimos días había sido enorme y esperaba encontrarme con algo que me impactara, que me dejara sin aliento, como lo había hecho Machu Picchu, o Chan Chan, años atrás.
Durante casi una hora avanzamos por aquel mundo, pululante de mosquitos, incapaces de identificar ninguna roca que nos anunciara al antigua presencia del hombre en la zona. El silencio era prácticamente absoluto, señalando que la vida salvaje de la tierra sólo subía con la noche. Pero mi ansiedad fue recompensada poco tiempo después.
Para las nueve de la mañana, una estructura larga de piedras irregulares, pero perfectamente ensambladas, emergió de la selva a nuestra izquierda. Fue una experiencia mágica. Vilcabamba empezaba a resucitar de entre las ramas.
¿Qué función había cumplido ese recinto?, ¿Quién lo había construido?, ¿De qué fiestas y batallas había sido testigo?, ¿Qué era, en realidad?.
Las preguntas empezaron a acumularse en mi mente y trataba de esforzar la memoria, reconstruyendo la historia que conocía de esos últimos incas rebeldes. Pero ese primer muro permaneció callado y yo ciego ante él, hasta que mis mitos sintonizaron con los suyos. Recién entonces, la "ciudad perdida" empezó a cobrar vida.
En su crónica, Fray Martín de Murúa escribió:
"Tiene el pueblo, o por mejor decir tenía, de sitio media legua de ancho a la traza del Cuzco y grandísimo trecho de largo, y en él se crían papagaios, gallinas, patos, conejos de la tierra, pabos (…) y otros mil géneros de pájaros de diversos colores y mui hermosos a la vista; las casas y buhíos cubiertos de buena paja; ai gran número de (…) diversos árboles frutales y silvestres".
Cuatrocientos veintiséis años después de esta descripción, las paredes de bloques irregulares, que teníamos a nuestro frente, carecían de los techos alabados por Murúa; no distinguíamos ninguno de los animales domésticos que aparecen en la crónica y los árboles silvestres les habían ganado la batalla a los frutales, cultivados por el Inca. Las construcciones se confundían con la tierra y los sedimentos, acumulados durante siglos. Aún así, pudimos apreciar el exquisito trabajo realizado y, poco a poco, ese muro, de casi sesenta metros de longitud, empezó a mostrarnos sus escondidos detalles: una escalinata, canales para el agua y lo que parecían piletones líticos en los que, seguramente, se practicaban baños ceremoniales antes de ingresar a la ciudad sagrada; aquella que el Padre Calancha describiera como "ciudad principal y donde se encontraban la Universidad de la idolatría y los profesores de hechicerías, maestros de abominaciones".
Continuamos caminando por el sector que ya identificábamos como la "entrada principal". Fue maravillosos advertir cómo unas pocas "piedras" nos permitían reconstruir mentalmente el antiguo esplendor de Vilcabamba, y cómo la imaginación (que nunca está ausente en momentos como ese) recomponía el sitio, dándole la vida que los españoles le quitaran en 1572.
A medida que nos internábamos por aquellas indetectables sendas, pude comprobar que la ciudad era mucho más grande de lo que pensaba, y para cuando terminamos la exploración, sus denunciados 20 Km2. de superficie eran prácticamente un hecho. No había dudas: eran las ruinas más extensas e importantes de toda la provincia.
Arribamos a las orillas de un arroyo angosto y canalizado artificialmente, que cruzaba la ciudad con dirección Norte/Sur. Sus aguas estaban estancadas, obstaculizadas por piedras despeñadas, ramas y barro; pero aún así, detectamos rápidamente un puente de rocas, el mismo en el que Hiram Bingham se fotografiara en 1911, y que es uno de los pocos ejemplos gráficos que de Vilcabamba se han publicado hasta la fecha.
Andábamos por el mismísimo núcleo urbano de la ciudad y, una vez más, advertimos que Murúa estaba en lo cierto al escribir que Vilcabamba "(…) poseía la traza de Cuzco", puesto que, de idéntica manera al Ombligo del Mundo, la última capital de Manco estaba dividida por un riacho, en dos bien definidos sectores,.
Proseguimos la marcha observando, aquí y allá, restos de paredes, hornacinas trapezoidales y construcciones con grandes bloques de piedras, redondeados en sus vértices. Los muros en talud (es decir, inclinados hacia adentro) y las puertas pétreas de granito claro, testimoniaban la factura incaica de esos monumentos, prisioneros por las raíces de árboles altísimos, que crecían encima de los muros.
"Tenía la casa el Ynga con altos y bajos, cubierta de tejas y todo el palacio pintado con grande diferencia de pinturas a su usança, que era cosa mui de ver; y tenía una plaza capaz de un gran número de gente, donde ellos se regocijaban y aún corrían caballos. Las puertas dela casa eran de mui oloroso cedro, que lo ay en aquella tierra en suma (…), de suerte que casi no echaban de menos los Yngas en aquella tierra apartada (…) la grandeza y sumptuosidad del Cuzco, porque allí todo cuanto podían aber de fuera les trayan los yndios para sus contentos y placeres y ellos estaban allí con gusto".
Los detalles enunciados en este párrafo fueron corroborados en su totalidad. Si bien, hoy en día, la "casa de altos" ya no existe, en el sector que suele identificarse con el "palacio" de Titu Cusi, observamos restos de tejas diseminadas por el piso y manchas blancas de estuco sobre algunas piedras de las paredes de la construcción. Paradójicamente, Bingham no había leído la crónica de Murúa; y al detectar las tejas y señales de pinturas que nombramos, llegó a la errada conclusión de que esas ruinas eran de fabricación tardía y que no correspondían a la Vilcabamba que tanto buscaba.
El hecho de encontrar estas señales "decorativas" en el casco urbano de una ciudad incaica (señales que, como las tejas, son claramente de origen español), nos habla a las claras del alto grado de asimilación que desarrollaron los últimos Hijos del Cusco en la selva. Por otra parte, Murúa habla del uso del caballo, herramienta de guerra que, en esencia, también era peninsular.
La felicidad, "contentos y placeres", que refiere la crónica, tampoco podían sentirse; y la plaza, otrora escenario de fiestas y ceremonias, es hoy un bosque de apretados troncos.
El estilo de construcción es variado y ecléctico. Se mezclan los edificios de grandes piedras pulidas, con los de pirca o de lajas finas y alargadas. El llamado "estilo imperial" (aquel que ha hecho famosos a tantas calles del Cusco) se presenta en Vilcabamba de manera más esporádica y sin la magnificencia con que se lo puede apreciar en Machu Picchu. Es probable que las futuras excavaciones le devuelvan a la ciudad un esplendor que hoy sólo cabe imaginar.
De los 300 edificios que denuncian los cronistas, las terrazas o andenes agrícolas son los que mejor se conservan, manteniéndose firmes sobre un terreno en el que ya nadie cultiva nada. Muy cerca de allí, frente a otra plazoleta, está instalada una gran roca sagrada (muy semejante a otra que hay en Machu Picchu), de tres metros de altura, varias toneladas de peso y sin señas de haber sido tallada por la mano del hombre (aunque sí huaqueada recientemente). Teniendo en cuenta el alto valor simbólico que tenían las grandes piedras para los incas, es muy posible que ésa haya representado uno de los lugares más sagrados de la ciudad.
Proseguimos el reconocimiento durante horas, mirando las piedras como queriendo que ellas nos transmitieran su historia. Pero aquel taller lítico invadido por la selva se guardó muchos secretos. Para las seis de la tarde, cansados y picados por los insectos, regresamos al campamento, en donde Renato nos esperaba con la comida lista.
El objetivo propuesto por la expedición (seguir la ruta de Manco Inca hasta alcanzar la ciudad de Vilcabamba) se había cumplido y, como testimonio de ello, hoy flamea entre las ruinas la moderna bandera del Tahuantinsuyu, dejada por el grupo tras una emotiva ceremonia.
DIA 9
Amanecimos con las carpas húmedas. Durante la noche había caído un pequeño chaparrón que nos intranquilizó un poco, al imaginar cómo quedarían los caminos que ese día debíamos empezar a transitar. El cielo estaba cubierto. Seguramente soportaríamos lluvias en el trayecto. No nos equivocamos. A poco de dejar "Espíritu Pampa" empezó a llover.
La jornada se inició a las siete de la mañana. Me había mentalizado muy bien en soportar la caminata de diez horas que tenía por delante, escuchando una cassette de Frank Sinatra mientras me mojaba las piernas en un arroyo de aguas muy frías. No hay nada mejor para los miembros cansados que un baño con agua helada. Reconforta y quita el cansancio. Fue un buen consejo dado por Coco.
El primer gran escollo que tuvimos que pasar fue, una vez más, un puente. Éste no era de palos, sino de troncos y tierra superpuesta y con un grosor aproximadamente de metro y medio. De todas formas su altura, a casi treinta metros del río que corría abajo, fue suficiente como para inquietarse y no sacar la vista de la tierra agrietada que soportaba la estructura. ¿Cómo hacían los caballos y los arrieros para traspasar esos lugares? ¿Cómo era posible que esas bestias, cargadas y cansadas, hubieran transitado por los senderos antes descriptos? La habilidad de Coco y Renato era admirable. Conocían a sus animales y los manejaban como querían. Sólo en una oportunidad, mientras cruzábamos un puente colgante moderno, pero que se balanceaba de izquierda a derecha de una manera un tanto agradable, casi pierden uno de los caballos.
No están acostumbrados a estos puentes, nos dijo Coco; y a pesar de taparles los ojos, los caballos sintieron el balanceo y uno, color blanco, corcoveó a mitad de camino. Sólo la insistencia de Renato logró calmarlo y pasarlo al otro lado con todo éxito.
Durante ese largo y caluroso día (la temperatura llegó a los 39º C.) transitamos por cerros, cañadas, quebradas y campos de cafetales. Las cuestas se nos hicieron insoportables a causa de los rayos del sol, que caían en picada sobre nuestras cabezas. Seguíamos el cauce del rió Pampaconas rumbo al poblado de Changuire, levantado en la confluencia con el río San Miguel, al que llegamos promediando la noche.
Changuire no posee más de cincuenta casas en su haber. Es un pueblo, típicamente selvático, muy pobre, humilde, sucio y con una cancha de fútbol (¡Oh, bendita religión laica!) en el predio central. Un mercado desvencijado, de toldos raídos y vendedores ensimismados, anunciaba que allí se comercializaba el café que los desperdigados colonos cultivan en la selva. Chanchos, pollos y perros hambrientos se arremolinaban en las esquinas, buscando en la basura algo que comer. Pero a pesar de todo, ¡Changuire era París!
Después de los días transcurridos, tan alejados de la civilización, fue en ese villorrio maloliente en el que experimentamos el sentimiento de seguridad, que sólo un conjunto de casas pueden dar, especialmente a un grupo como el nuestro, nacido y criado en un ámbito urbano.
Nos ofrecieron, muy gentilmente, pasar la noche en el interior de una casa de adobe que tenía por uso cotidiano el ser una cocina. Allí degustamos una sopa de gallina con chuño, en compañía de Pancho, los arrieros y tres hombres más de la comunidad. Las mujeres comieron aparte y paradas, atendiéndonos.
La cena fue memorable. Y aún hoy, lamento no haber sufrido de amnesia.
Esa habitación era amplia y oscura (no había luz eléctrica);con tres colchones tirados sobre el piso de tierra: nuestros aposentos. Cuando nos acostamos, linterna en mano, la perspectiva desde el ras del piso fue terrible. La suciedad que se acumulaba parecía centenaria y un entomólogo podría haber descubierto especies no clasificadas de insectos caminando por el lugar. Y, efectivamente, algo caminaba. Pudimos escucharlo.
Es común en el campo que se críen a los cuy en la cocina de las casas. En más de una oportunidad habíamos visto en Puquiura ese inusual espectáculo. Pero dormir con la perspectiva de despertase con un roedor sobre la cabeza fue demasiado.
Cuando terminó de anochecer, levantamos la carpa en plena calle. A nadie pareció molestarle.
Finalmente había llegado el día de la despedida. Coco y Renato debían regresar a Puquiura y muy temprano prepararon los caballos. Les quedaban por delante cuatro días de viaje por esas tortuosas sendas, que ellos mismos calificaron como muy peligrosas. Pero estaban acostumbrados. Eran peregrinos natos.
Intercambiamos regalos y abrazos. Nos deseamos suerte mutuamente y me quedé mirándolos fijamente hasta que se perdieron detrás de los árboles. Probablemente, jamás vuelva a encontrarme con ellos, ni sepa nada de sus vidas; pero de lo que estoy seguro es que ni Eugenio, Juan o yo mismo los olvidaremos. Habían dejado de ser nuestros arrieros para transformarse en nuestros amigos.
Permanecimos en Changuire hasta el mediodía. Nuestra primera idea era partir a pie rumbo a la aldea de Yubeni, pero tuvimos la suerte de encontrar una camioneta que llevaba productos, una vez cada quince días, a esa localidad. Pagamos y nos "embarcamos", junto con sendas bolsas de café.
Para los dos de la tarde la temperatura ascendía hasta los ¡43º C.! Nos estábamos deshidratando, achicharrados bajo los rayos del sol.
Tardamos cinco horas en hacer unos treinta kilómetros; lo que indica las condiciones del "camino", que demás está decir, era de peligrosa cornisa y semiabandonado
Rocas y troncos se interponían ante la camioneta y debíamos bajar para retirarlos y proseguir la marcha. Los choferes, verificaban las condiciones del las ruedas y de los ejes cada media hora. El zarandeo era permanente y en más de una ocasión estuve a punto de vomitar lo ingerido en Changuire, antes de la partida. El único consuelo que tenía era que ya no caminaba más, pero estaba a merced del chofer y esa sensación de no poder controlar uno mismo la situación me producía una profunda ansiedad. Por otra parte, las ramas y hojas, que chocaban contra la camioneta desde sus costados, dejaban caer una peculiar lluvia de exóticos frutos desconocidos, arenilla e insectos. En una ocasión un araña pollito de grandes dimensiones se desplomó sobre una de las mochilas, produciendo una verdadera estampida en todos los que viajábamos en la caja. Supongo que el pobre bicho debió sentirse amenazado por nuestros gritos y espasmódicos movimientos porque, tan rápido como había llegado, se esfumó de nuestra vista buscando algún recoveco seguro en los oxidados hoyos que la movilidad poseía.
Yubeni es otro pueblo miserable, mucho más pequeño que Changuire. Podría decirse que es sólo una calle de tierra muy roja, atestada de gente que comercia sus productos. Pero ese no era nuestro destino final. Seguimos viaje hasta Kiteni (600 m.s.n.m.), en la confluencia con el río Urubamba (¡otra vez el sagrado río!) y desde allí, en otro camión tan incómodo como el anterior, viajamos a Quillabamba, a la que arribamos a medianoche, hechos polvo.
Con diez kilos menos, los músculos agarrotados y completamente cubierto de tierra colorada, me di el primer baño con agua tibia después de casi once días.
DIA 11
Dedicamos toda la mañana a escribir y presentar un reporte de la expedición al municipio, tras entrevistarnos con el regidor y un importante funcionario local.
Por la tarde descansamos.
La conferencia acordada debió suspenderse a raíz de un inconveniente que demandó la atención del alcalde de Quillabamba. Fue un alivio, porque en realidad no teníamos ganas de exponer ninguna de nuestras apreciaciones, sin procesar previamente y con más tiempo la información recopilada.
Deambulamos por Quillabamba. No había nada para hacer. Empecé a añorar desesperadamente a mi mujer y mis hijos. Pancho también extrañaba a los suyos.
A las 19:00 horas tomamos el colectivo que nos trasladaría al Cusco, y en la madrugada del 4 de agosto arribamos a la querida ciudad.
Permanecimos en Cusco cuatro días más, aprovechando la oportunidad para consultar la biblioteca, leer artículos muy difíciles de conseguir en Argentina y recorriendo los sitios arqueológicos vecinos. Estábamos relajados y felices.
Cuando subimos al avión, le eché mi último saludo a la ciudad, prometiendo volver.
La aventura había terminado
ROMANTICISMO, CIENCIA Y AVENTURA
ENSAYO
PROFESOR EN HISTORIA -DIRECTOR DE LA EXPEDICIÓN Vilcabamba ‘98
El Perú encierra todavía muchos misterios. Algunos son de muy corta data y producto de la moderna moda esotérica que invade los mercados del desesperanzado mundo actual en que vivimos; otros, se remontan en el tiempo hasta alcanzar la época de los conquistadores españoles y sus crónicas, siendo éstos los que revisten mayor prestigio, manteniéndose firmes, permanentes, a pesar del inexorable paso de los siglos. El misterio del Paititi combina las dos variantes nombradas de un modo por cierto revelador, puesto que en dicha leyenda podemos observar la mezcla de elementos nuevos y antiguos en una yuxtaposición que se nos antoja sumamente interesante. Ejemplo claro de la perdurabilidad de un imaginario de estructuras duras, el Paititi denota la permanencia de los mitos de frontera; ésos que abren las posibilidades de una manera que, sólo estando en la selva, puede uno considerar con un espíritu tan amplio como subjetivo.
En el presente apartado intentaré describir, explicar y entender toda la información recabada, a lo largo de la EXPEDICION VILCABAMBA ‘98, respecto de la legendaria ciudad perdida del Paititi, excitante realidad que nos acompañara a lo largo de toda la exploración practicada por la selva peruana.
Dicen en el Cusco que más allá de los límites con la selva se levantan, majestuosas y olvidadas, las ruinas del Gran Paititi, una supuesta ciudad incaica que conserva, entre sus mohosos muros, los tesoros que los últimos miembros de la elite inca escondieran ante la conquista española. Tan evanescente como El Dorado, la leyenda del Paititi sigue poseyendo febriles creyentes, como también escépticos detractores que, en un debate no oficializado por la ciencia, mantienen viva la presencia de la mítica ciudad en el imaginario colectivo de todo el Perú.
Mi primer contacto con la leyenda lo tuve hace ya varios años cuando, en un viaje al Perú, practicado en julio de 1985, un joven arqueólogo, destacado como guía turístico en el Museo de Arqueología y Antropología de Lima, me refirió sobre la existencia de una ciudadela incaica, protegida por la selva, en la que aún se conservaban, manteniendo sus más tradicionales y ancestrales costumbres, los últimos miembros de la dinastía inca, derrocada en el Cusco en 1532.
Como por aquel entonces ningún libro de arqueología o de historia, que yo hubiera leído, explicaba con detenimiento qué era en realidad ese tan mentado Paititi, empecé a recabar información oral por todos los pueblos, caseríos y grandes ciudades por las que anduve.
Fue recién entonces cuando entendí que su presencia, más allá del conocimiento libresco que había yo adquirido en mis primeros años de universidad, estaba profundamente arraigada y presente en todos los sectores sociales y culturales del país andino. Casi todo el mundo tenía algo que decir respecto de la perdida ciudad. Muchos "conocían" a personas que se habían adentrado en sus calles, sin poder conseguir las pruebas objetivas necesarias para certificar su presencia en ella; otros, se disponían a organizar la búsqueda, impulsados por intereses que excedían lo meramente arqueológico, para transformarse en simples huaqueros o ladrones de tumbas.
Finalmente, estaban aquellos que, imbuidos de un espiritualismo que me resultaba extraño, mezclaban técnicas esotéricas y marihuana con el fin de comunicarse con los "Hermanos Superiores" que habitaban el Paititi.
Debieron pasar trece largos años para que yo mismo, junto a mis compañeros de viaje, nos viéramos envueltos en una búsqueda que no exagero en definir como obsesionante. La leyenda del Paititi me acompañó durante casi una década y media, y a lo largo de ese tiempo pude acceder a las crónicas del siglo XVI que hablaban de la maravillosa ciudad, como también a las emocionantes descripciones de modernos exploradores peruanos, que invirtieran dinero y salud en pos de lo que muchos dicen es una quimera.
Mi primera opinión sobre el tema estuvo empapada de un fuerte racionalismo, ateniéndome, en parte, a la hipótesis que sostuviera, años más tarde, el historiador peruano Víctor Angles Vargas en su libro El Paititi no Existe , y en el que explica porqué motivo es un delirio seguir sosteniendo que la existencia empírica de la ciudad incaica, con su fortuna en oro y plata, es un hecho histórico comprobado. Debo confesar que, aunque ese libro satisfizo muchas de mis dudas intelectuales, sus frías y documentadas opiniones derrumbaron gran parte de las románticas fantasías que albergaba en mi corazón. Muy dentro de mí me resistía a descartar la posibilidad de que, perdidas en la selva de la Amazonia peruana, pudieran seguir escondidas ciudades incas sin descubrir, siendo una de ellas el famoso Paititi. Fue entonces cuando orienté el ángulo de mis investigaciones hacia el campo de la historia de las mentalidades e intenté analizar la leyenda como parte del imaginario peruano.
A través de este renovado enfoque historiográfico pretendí encontrar una solución a la lucha interna en la que me debatía: ¿fantasía o realidad?. Mi respuesta fue contundente: fantasía; pero una fantasía actuante, movilizadora y tan presente como las piedras mismas de Machu Picchu. Armado, pues, con un arsenal teórico que encajaba perfectamente con los cánones académicos considerados "serios", me convertí, sin saberlo, en un detractor del Paititi y negué de plano su existencia.
Hoy las cosas han cambiado. Ya no niego categóricamente. Hoy dudo, dejando abierta la puerta a posibilidades que antes jamás hubiera permitido que entraran. A diferencia de hace trece años, la rendija es mayor, y el hecho de haber estado en plena jungla peruana ha modificado la manera de percibir muchos hechos del pasado que antes no me habría animado a discutir. La selva es tan inmensa, tan llena de magia y con tantos bolsones sin explorar que, ante la pregunta de si el Paititi existe o no, debo decir que no me parece descabellado contestar afirmativamente.
Pero, ¿qué es el Paititi? ; ¿cuáles son las diversas versiones que circulan sobre él? ; ¿qué elementos de realidad y de fantasía se conjugan en su historia? ; ¿por qué está tan difundida su leyenda? ; ¿en dónde, supuestamente, se ubican sus ruinas? ; ¿quiénes las protegen y por qué?
Estas, y otras preguntas, son las que intentaré responder en las páginas que siguen.
Cuando en setiembre de 1997 empezamos a organizar la expedición que nos llevara hasta las ruinas de la ciudad de Vilcabamba La Vieja, éramos conscientes de que íbamos a internarnos en una región en donde el Paititi no es leyenda, sino una realidad que muy pocos discuten. Por ese motivo decidimos tenerlo como un objetivo secundario y recabar, a lo largo del camino, toda la información posible que circulara oralmente entre los pocos colonos y campesinos que habitan los valles de los ríos Vilcabamba y Pampaconas.
Obvio es que no pretendíamos encontrarlo, pero su presencia en cada fogón nocturno, en cada choza selvática, en cada anécdota relatada por los porteadores, nos obligaba a desviar nuestra atención, alejándonos del mundo concreto de la arqueología, para adentrarnos en una realidad tan mágica como atrayente; una realidad en la que los tesoros ocultos y las ciudades perdidas parecían ser tangibles, y el concepto de imposibilidad se desdibujaba abriendo un sin fin de factibilidades que, analizadas desde la ciudad en la que escribo estas líneas, parecerían ser sólo delirios, producto de la excitación emocional que acarrea la selva.
Aún no habíamos despegado de suelo argentino cuando, en la sala de embarque del Aeropuerto Internacional de Ezeiza (Buenos Aires), entramos en contacto con un gentil caballero peruano que, a poco de iniciar la conversación y enterarse de nuestra expedición a las selvas de Vilcabamba, nos relató una historia que, escuchada una y otra vez por boca de otros informantes, terminó resultando arquetípica. De alguna manera, con don Felipe Gutiérrez Sevilla, se iniciaba una larga cadena de rumores, profundamente arraigados en tierras peruanas, y que definieran, desde hace más de cuatrocientos años, la búsqueda de sitios tan maravillosos como El Dorado, El Candire, el reino de Omagua y el mismísimo Paititi. La leyenda y la realidad empezaban a mezclarse en el principio mismo del viaje, y por más que nos propusiéramos sopesar críticamente las historias que escucháramos, fue casi imposible no dejarnos llevar por el folklore local.
En cierta ocasión, el explorador inglés Percy Harrison Fawcett escribió: "no hay día, en el Perú, en el que uno no escuche historias sobre tesoros, oro y ciudades perdidas"; y es una de las pocas cosas ciertas que pudo haber escrito. Nosotros lo hemos comprobado empíricamente, conversando con la gente; con personas que, como don Gutiérrez Sevilla, nos relataran sucesos como los que a continuación consigno:
"Tengo un amigo que vive en el Callao (Lima), un amigo personal, que tiene en su poder un dedo de oro que procede de la ciudad perdida que usted llama Paititi, y que nosotros denominamos Paykikin. Yo mismo lo he visto, lo tiene en su casa, y me contó que hace unos años, mientras se internaba en las selvas más allá de Paucartambo, se topó con una ciudad de grandes piedras y una amplia avenida. A lo largo de esa calle había estatuas, en tamaño natural, hechas íntegramente de oro. Como estaba solo y no podía cargar con semejante tesoro, le cortó con su machete el dedo pulgar a una de las estatuas. Tiempo más tarde me lo mostró. El Paykikin no es una leyenda, existe; pero no es la única fuente de oro que encontraran en el Perú.
Todo el país tiene tapados escondidos en cerros y lagunas. Mi hermano se ha dedicado durante mucho tiempo a buscar esos tapados, y de hecho, a lo largo de toda su vida encontró tres; uno de ellos en el piso de una pequeña iglesia [los tapados son tesoros, o pertenencias personales de gran valor, enterradas o escondidas en las paredes y pisos de las antiguas casonas coloniales; según el folclore, tanto los españoles como los incas, tuvieron la recurrente costumbre de esconder sus tesoros para luego olvidarlos o dejarlos abandonados]. Hay mucha riqueza en el Perú, caballero. Mire, sin ir más lejos, hace unos cuatro meses tres personas (dos peruanos y un inglés) se metieron en la selva en búsqueda de ruinas. Uno de ellos era el prefecto de un pueblo y tuvo la mala suerte de morir ahogado. Bueno, eso es lo que denunciaron sus dos compañeros cuando regresaron, pero lo cierto es que se piensa que descubrieron el Paykikin y que ellos mismos mataron al funcionario para que no anunciara públicamente el descubrimiento y quedarse ellos solos con las riquezas".
Son relatos como el precedente los que nos auguraban una experiencia exploratoria fascinante. Las claras referencias a leyendas, que datan de épocas pretéritas, y la natural personalización que la gente hace de los mitos, nos indicaban que el Paititi permanecía enquistado en la cosmovisión andina contemporánea. Faltaban todavía varios días para que encamináramos nuestras botas por la selva; recién entonces, nosotros mismos, nos veríamos arrastrados por los comentarios referentes a la legendaria ciudad.
Generalmente, son pocas las personas que se cuestionan acerca de los gustos, creencias y valores que guían y dan contenido a sus actos. El pensamiento sistemático no siempre está presente a la hora de analizar el conjunto de actitudes y aseveraciones que cotidianamente actualizamos en sociedad. Esto es en parte una clara evidencia de que todos hemos heredado (y aprendido) un pesado y complejo bagaje de prejuicios, temores, esperanzas y sueños que, disparados de una forma u otra, los protagonistas de una época determinada comparten de acuerdo al contexto o coyuntura histórica que les toque vivir.
Así pues, intentar una interpretación que permita aclarar los extravagantes móviles que impulsaron, e impulsan, a cientos de exploradores en la búsqueda de fabulosas ciudades de oro y plata (quimeras siempre perseguidas pero nunca alcanzadas) implica analizar aquellos mitos de descubrimiento y conquista que aún siguen vigentes y que continúan recreando las sobremesas de infinidad de familias que, hoy como ayer, necesitan de sueños irrealizables para darle sentido a una vida repleta de necesidades insatisfechas. El Perú es uno de esos lugares.
Cuando aquel 18 de julio de 1998 arribamos a Cusco, antigua capital del Imperio de los incas, fuimos recibidos por una ciudad que renacía de sus propias cenizas, para el turismo internacional. Tras una década de guerrilla, terrorismo y cólera, el moderno Qosqo (así se escribe siguiendo la original pronunciación en lengua quechua) abría sus generosos brazos a los "gringos" de diversas partes del mundo. No era ya la ciudad triste y preocupada de hacía cuatro años. El temor a las bombas se había disipado y, aunque el consejo de muchos era que tomáramos agua mineral, el paralizante virus del cólera estaba perfectamente controlado. La región Inca se despojaba así de la etiqueta de "zona endémica", que tantas quiebras y problemas económicos había acarreado durante largo tiempo. Se respiraba un vivificante aire de esperanza, y no hubo hotelero, taxista o camarero que no nos hiciera llegar su mensaje de optimismo en el futuro. El orgullo cusqueño se tamizaba así de fuerza, buena atención y… dólares.
El Cusco es una ciudad mágica, un lugar en donde el pasado y el presente se mezclan de una forma muy difícil de describir con palabras. Allí están los muros incas, con su majestuosidad e imponencia monolítica soportando el peso de los siglos, de las invasiones y de los terremotos. Allí están los restos de los palacios desde los cuales se controló gran parte de la América del sur, antes que los españoles pusieran sus pies en estas tierras. Hoy convertidos en hoteles, museos o restaurantes, esas prestigiosas obras de la arquitectura precolombina siguen impactando y admirando al más insensible de los viajeros. Cusco, el Ombligo del Mundo, fundada, según reza el mito, hacia el año 1200 de nuestra era por los héroes civilizadores más destacados de la genealogía incaica: Manco Cápac, el primer soberano, y Mama Ocllo, su hermana y esposa. Basta con tener un poco de imaginación, y dejarse llevar por los olores y claroscuros de sus calles, para poder recrear el momento mismo de aquella fundación trascendental, cuando Manco, tras apoyar su cetro de oro en lo que hoy es la gran Plaza de Armas, lo vio desaparecer, como absorbido por la Madre Tierra, en el fangoso suelo del valle, indicándole así el sitio exacto en donde levantar la ciudad que fuera la capital de su imperio. Así se lo había indicado el gran dios Viracocha, a orillas del lago Titicaca, y así fue.
Pero junto a la escenografía quechua se yerguen, vigilantes y orgullosos, los campanarios y torres de capillas e iglesias, atiborradas de una riqueza barroca que ha sabido controlar y emocionar, durante los últimos cuatrocientos años, la espiritualidad y esperanza de los cusqueños. Ellas, junto con las señoriales casonas coloniales, son la otra cara del Cusco mestizo, la cara híbrida de una ciudad que mezcló piedras y culturas tan diferentes como la de incas y españoles. Se ha dicho que todo el Cusco es un símbolo urbanístico de la conquista ibérica y, de alguna manera, es cierto. Caminar por sus callejuelas, sorteando a los mil y un vendedores ambulantes, que impregnan de olores indescifrables cada rincón empedrado, es advertir la imposición de una cultura sobre otra, de un olor sobre otro; porque no sólo son los adobes pintados de blanco, las rejas y las tejas los que se sobreimprimen a los basamentos de fría piedra incaica, sino que son también las voces, las comidas y la música las que nos indican que estamos en una ciudad mitad española y mitad incaica. Una por encima de la otra.
Cusco sigue siendo un centro sagrado para muchos. Nunca perdió su prestigio; todo lo contrario, lo ha conservado en su gente, en sus tradiciones y en el respeto que todavía le guardan los campesinos que llegan a él. Por ello, si uno es atento y para bien la oreja, todavía puede escuchar el saludo que se le brinda a la vieja capital imperial: "Napaykukuykim hatum K’osk’o" ("¡Oh, gran ciudad, yo te saludo!").
Repetí esa frase cuando, por cuarta vez, puse mis pies en tierra cusqueña.
A 3.394 metros sobre el nivel del mar uno se siente extraño. El aire se vuelve insuficiente, las piernas pesan toneladas y a la agitación exagerada, de caminar sólo una cuadra, se le suma un punzante dolor de nuca. Poco es lo que hace el mate de coca, que cortésmente ofrecen todos los hoteles a los inadaptados turistas. La planta sagrada de los Andes se vuelve inoperante, y por más que se tomen litros de aquella infusión quechua, los efectos del soroche (el mal de las alturas) se dejarán sentir durante, por lo menos, cuarenta y ocho horas.
Para nosotros, gringos, los inconvenientes del Cusco los constituyen sus calles empinadas y el aire rarificado de la gran altitud. Cualquier esfuerzo físico se traduce en un latir apresurado del corazón y en una respiración jadeante, entrecortada, que obliga a detenerse a cada paso. Incluso el gusto de los cigarrillos es distinto; supongo que eso se debe a que el tabaco se quema de diferente manera que al nivel del mar.
Por otra parte, el fumar se vuelve una tarea que implica atención permanente, ya que al menor descuido la brasa se apaga, dejándole a la boca un sabor amargo, de consistencia pastosa y desagradable. Pero bastan dos días para que el organismo se adapte a ese techo de América, generando la cantidad necesaria de glóbulos rojos que permiten oxigenar adecuadamente cada centímetro cuadrado del cuerpo. Cuando el físico entra en consonancia con la naturaleza elevada de ese piso ecológico, recién ahí, puede uno empezar a disfrutar plenamente de la maravillosa ciudad.
El Qosqo supo tener en la antigüedad la forma de un puma, ya que los incas no eran ajenos a la tradición del culto al felino; animal mítico que encuentra sus más profundas raíces en las primeras culturas del área andina, como lo fueron Chavín de Huantar y Tiahuanaco. Y aunque para los señores del Cusco el felino no fue tan importante como en las dos culturas nombradas, el prestigio de la ciudad se tradujo en una arquitectura, y en una planificación urbanística, virtual y sagrada que tuvo al puma como principal personaje. La capital entera adquiría así un carácter simbólico, religioso y mítico; una prueba más del arte monumental de la América precolombina, y un evidente testimonio de que nada era profano dentro de la cosmovisión incaica. Ni siquiera el contorno de la gran urbe, o las montañas que la rodeaban.
Efectivamente, todo el Cusco está cercado por Dioses. Son los Apu, los Señores de las Montañas, los espíritus protectores de los cerros que no faltan en ninguna comunidad de la región de la Sierra. A ellos se les rinde homenaje y ceremonia; se los respeta y se les habla como a seres vivos. En ocasiones reciben "pagos", es decir, ofrendas, para que, en actos de dadivosa reciprocidad, les restituyan al hombre devoto sus actos de fe sincrética, con buenas cosechas, fertilidad y generosa procreación de los ganados.
Cada Apu tiene jurisdicción sobre determinados espacios y, como bien señala Jorge A. Flores Ochoa, "sus alcances están en relación con su importancia jerárquica, en cierto modo condicionadas por su elevación con las cumbres circunvecinas" . En ellos, la vieja y la nueva fe (la prehispánica y la católica) entran en simbiosis, se mezclan, mostrando la clara resistencia y continuidad de las creencias andinas. El culto a las alturas, tan común entre los incas, se mantiene vivo, actuante; incluso en la imaginería cristiana, que no dudó en representar a la Virgen con el contorno piramidal de muchos cerros. Excelente táctica para trasladar la fe aborigen de la antigua a la nueva religión.
Desde el Cusco es posible distinguir, por lo menos, cinco grandes Apu, vigías permanentes de la egregia capital.
En primer lugar, y con dirección Norte, puede observarse el imponente y blanco nevado de Salcantay. En segundo término, y con orientación Sur, se levantan las sagradas laderas del Apu Ausangate, en las que, anualmente, se practica una de las peregrinaciones más caras a la fe andina: la procesión al santuario del Señor de Qoyllurit’i (el señor de las Nieves Resplandecientes). Hacia el Este, el respetado Pachatusan, "El Sostén del Universo", a quien la gente de Cusco le rinde honores por tener fama de ser sanador y curandero. Finalmente, a su lado, las sombras del Apu Pikol y del Apu Anawarque terminan por darle al Qosqo la prestigiosa seguridad que, como Centro del Mundo, merecía y merece.
A uno de estos Apu, pero de la región de Vilcabamba, debimos dirigirnos nosotros, antes de iniciar la marcha. Para ello era necesario recurrir a una persona que tuviera la capacidad técnica y espiritual, de poder comunicarse con esa clase de espíritus. La encontramos en la figura de Don Salvador Blas, un chamán cusqueño de reconocido prestigio.
El chamanismo, tal como lo define Mircea Eliade, "es la técnica del éxtasis" por medio de la cual una persona "elegida" posee la extraordinaria facultad de comunicarse con los muertos, los "demonios" y los "espíritus de la naturaleza", sin convertirse por ello en un instrumento de los mismos. Haciendo uso del trance, el chamán "vuela" hacia el otro mundo con el objeto de encontrar en él las soluciones que sus pacientes le requieren. Ser chamán implica superar diferentes pruebas de iniciación, que sólo una minoría determinada logra concretizar con éxito al alcanzar la mística de la religión respectiva.
Este interesante fenómeno cultural y religioso ha venido siendo estudiado desde hace décadas por importantes antropólogos e historiadores de la religión, y hoy estamos lejos de desechar las prácticas chamánicas como costumbres primitivas e ignorantes, puesto que las mismas encierran un riquísimo bagaje de información antropológica, que permite entender cosmovisiones tan ancestrales como vigentes.
En el Perú, y especialmente en la región de la Sierra, los chamanes reciben el nombre de Pacos y a ellos se acude para buscar salida a problemas tan complejos como la cura de una enfermedad; un "daño"; el dolor de un amor no correspondido o la necesidad de pedir permiso a un Apu para practicar un acto determinado. Por todo ello, es común que se empleen indistintamente los términos chamán, curandero, hechicero o mago, para hacer referencia a una misma realidad cultural y social.
Los Pacos suelen utilizar ciertos instrumentos y drogas para facilitar el trance místico; de ahí que el uso de tambores, sonajas y plantas alucinógenas están directamente asociadas a la práctica chamánica. Cada región tiene sus propias técnicas, con variaciones peculiares, frases y "encantamientos" que les son propios. Existen chamanes poderosos y otros que no lo son tanto. Los hay "buenos" y los hay "malos", pero todos, en definitiva, encarnan (junto con sus acólitos y creyentes) una manera de ver el mundo muy diferente a la que nosotros, los occidentales, estamos acostumbrados. Y por ser diferente es interesante.
Cuando nuestros contactos en el Cusco supieron que el objetivo a alcanzar por la expedición eran las ruinas de Vilcabamba "La Vieja", nos recomendaron consultar al paco. Según ellos, era indispensable solicitar esa autorización sobrenatural y, al mismo tiempo, rogar la protección de los Apu que se levantaban a lo largo de un camino que se nos anunciaba peligroso e imprevisible. La idea nos resultó atractiva. Ver a un chamán auténtico practicar sus esotéricos rituales no había estado dentro de nuestros planes iniciales. Al parecer, el permiso oficial que nos diera el Instituto Nacional de Cultura del Cusco (INC) era insuficiente. La región de Vilcabamba, con todas sus ruinas, eran consideradas huaca, por lo tanto, era preciso ganarse la voluntad no sólo de los funcionarios del gobierno, sino también de las etéreas entidades que, según los cusqueños, protegen el valle.
Desde la época de la conquista del Perú (siglo XVI), los cronistas españoles registraron la vigencia del concepto, todavía muy extendido y vivo, de huaca. Según el historiador norteamericano Burr Brundage, que es quien proporciona una de las mejores síntesis de este concepto:
"Una huaca era al mismo tiempo una localización de poder y el poder mismo residente en un objeto, una montaña, un sepulcro, una momia ancestral, una ciudad ceremonial, un templo, un árbol sagrado, una cueva, un manantial o un lago de origen, un río o una piedra vertical, la estatua de una deidad o una plaza venerada o un trecho donde se llevaban a cabo festividades o donde vivía un gran hombre. El poder que permitía a los artesanos dotados producir curiosas piezas de trabajo en oro o tapicería fina, o ricas telas teñidas, y así sucesivamente, era también huaca. La coca, la hoja narcótica de la montaña, era huaca" .
Aunque hoy en día el término suele asociarse exclusivamente a las ruinas de los monumentos incas, el concepto es tan amplio que, siguiendo a la especialista peruana María Rostworowski, podemos darle a la palabra huaca el abarcativo sentido de lo sagrado, que contenía una variedad muy alta de significados, ya que en el ámbito andino lo sagrado envolvía el mundo y le comunicaba una dimensión y profundidad muy particular.
Los valles de los ríos Vilcabamba (antes Vitcos) y Pampaconas poseían esas connotaciones particulares; y el hecho mismo de que Vilcabamba signifique la "Pampa Sagrada" nos obligaba, de alguna manera, a comulgar con esas creencias.
Pero nuestra situación se hacía aún más compleja.
El corredor, selvático y montañoso, que conduce al lugar en donde están emplazadas las ruinas de la última capital inca del exilio, es considerado como parte del camino que lleva hacia el perdido Paititi; que es, de todas las huacas reales e imaginarias del Perú, la más importante. Por tal motivo, y con el fin de no ser considerados por nuestros porteadores y amigos como impertinentes gringos sacrílegos, convenimos visitar a don Salvador, el chamán, y respetar los pasos que, obligatoriamente, debían seguirse antes de tratar con espacios sacros.
Y fue uno de esos amigos del Cusco, el Ingeniero Enrique Palomino Díaz (conocido proyectista e historiador de la ciudad), el que, no sólo nos presentara al Paco, sino confirmara lo antes señalado cuando, con su natural tono ceremonial, nos dijo:
"Lo cierto es que se cree que la región de Espíritu Pampa [nombre que actualmente reciben las ruinas de Vilcabamba "La Vieja"] es una de las entradas hacia el Gran Paititi. Siguiendo el eje que va de Vitcos a Huancacalle y de San Francisco al río Pampaconas, hacia el fondo, en la quebrada, se piensa que, con toda seguridad, hay una ciudadela que todavía no está a la vista.
Lo real es que muchos investigadores independientes, aislados, han estado en la zona, pero no han dado a conocer sus investigaciones, se entiende que por estrategia. Todavía hay mucho que rebanar por ahí" .
Eran cerca de las siete de la tarde cuando tomamos el taxi que nos condujo hasta el barrio de San Sebastián, a las afueras del Cusco. El dios sol se ocultaba detrás de los cerros y, para cuando llegamos a destino, ya era de noche. Todo el barrio estaba sumido en penumbras, siendo las luces de los cafés y picanterías la única claridad que permitía ver y sortear los pozos de la calle. Caminamos hasta el frente de una humilde casa, muy baja, y golpeamos la puerta.
No sé qué es lo esperábamos encontrar, pero cuando la estampa menuda de Don Salvador Blas se recortó en el marco de la entrada no nos produjo ninguna sensación especial. Era un hombre bajo, de edad indefinida (aunque sospecho que rondaba entre los cincuenta y cincuenta y cinco años), pómulos prominentes, ojos oscuros muy chicos y una nariz aguileña que anunciaba a las claras sus raíces cusqueñas. Nos invitó a pasar.
La recepción era un cuarto aún más humilde que el frente de la casa. Pintado de celeste claro y con dos largos bancos de madera colocados sobre las paredes. En uno de ellos se encontraba una "cholita" (mestiza) con su pequeño hijo en brazos, llorando a moco tendido. Apenas levantó la vista cuando ingresamos y en ningún momento posterior se animó a mirarnos directamente a los ojos.
El "Maestro", como lo llamaba Enrique, pidió que lo esperáramos y desapareció tras una enclenque puertecita de madera que daba a una reducida cabina: su consultorio. Estaba curando a alguien. Seguramente, ese bebé que lloraba delante de mí también estaba enfermo. Viendo esa situación, tan ajena a mis convicciones, confieso que me fue muy difícil reprimir los juicios de valor. Mi fe en la medicina clásica no encajaba con la fe que guiaba la esperanza de esa mujer que tenía delante de mí. No podía imaginarme llevando a mis hijos a un chamán, y confiándole a un "brujo" la salud de ellos. Pero bastaron pocos segundos para reconocer que el problema era esencialmente cultural. En ese cuarto del barrio de San Sebastián los que se enfrentaban no eran sólo bancas de madera, eran dos culturas distintas, y lo más interesante es que ninguna era mejor o superior que la otra.
Pasados unos minutos, Don Salvador nos invitó a ingresar en la "cabina".
Ese reducido espacio (en el que apenas entrábamos los cinco) era la materialización misma del sincretismo religioso que se operó en el Perú desde la llegada de los conquistadores y catequistas españoles. Objetos de "poder" aborígenes se mezclaban con estampitas e imaginería cristiana. Lo pagano y lo católico convivían sin conflicto. Junto a una lámina de San Jorge matando al dragón se apoyaba una conopa (ídolo de piedra, generalmente con la forma de una llama, que permite invocar a las fuerzas de la fertilidad) y a los rezos cristianos se les adosaban los pedidos (en quechua) a los espíritus de las montañas.
Los chamanes quechuas, como Don Salvador, son los herederos de una dilatada tradición en la que se sostiene que ellos son capaces de efectuar magia blanca y magia negra indistintamente, y son también adivinos y curanderos. Los quechuas distinguen entre chamanes superiores, llamados alto mesayoc (o altomesa), y chamanes inferiores, llamados pampa mesayoc (o pampamesa). La diferencia esencial entre ellos reside en su relación con los espíritus. El altomesa puede conversar con los Apu, que son su medio principal de adivinación; mientras que el pampamesa sólo es guiado, por tener un poder menor. El término Paco (o paqo) es un título genérico que no toma en cuenta su poder y especialidad.
Don Salvador era, técnicamente hablando, un poderoso altomesa.
Una vez sentados frente a la mesa, y hechas las presentaciones formales, nos preguntó qué buscábamos allí. Le comunicamos brevemente nuestros objetivos exploratorios y, tras moler una serie de productos en una vasija de cerámica e invocar a la Virgen María, apagó todas las luces. Era la boca de un lobo. No se podía ver absolutamente nada. La situación se empezaba a poner interesante.
En eso, un repentino fogonazo iluminó todo el lugar. Recuerdo que alcancé a ver al Paco manipular la vasija antes nombrada. Pero fue sólo una décima de segundo; sólo una silueta desdibujada en medio de la total oscuridad. "Pólvora", pensé, "era pólvora lo que molía". No me equivoqué, al rato, el inconfundible olor a esa materia inflamable impregnó la cabina. Fue recién entonces cuando nos obligó a que lo siguiéramos con unos rezos (el Ave María y parte del Padre Nuestro). Nuestras voces retumbaban contra las débiles paredes de madera, y de pronto, sin preverlo, se escuchó un prolongado silbido, agudo y penetrante. Sin darnos tiempo a analizar ese sonido, sentimos sobre nuestras cabezas (muy cerca de ellas) el furioso aletear de lo que parecía ser un pájaro. El sobresalto fue mayúsculo y todos nos agachamos temiendo que ese "algo" nos lastimara. Recuerdo que pensé: "Se nos metió una paloma en el consultorio". Pero no había, ni hubo nunca un ave de ese tipo (al menos que nosotros hayamos visto). Inmediatamente después del "aleteo" el chamán habló.
Su voz no sonaba como la que tenía normalmente. Era más fina y entrecortada (como si muchas palabras las dijera tosiendo). Cuando nos dio la bienvenida advertimos que ya no hablábamos con don Salvador, sino con el Apu Espíritu Pampa.
Según los estudiosos del chamanismo andino, estábamos presenciando (mejor dicho, escuchando, porque no se podía ver nada) uno de los momentos más relevantes del ritual: el del "vuelo mágico". En él, el altomesa, liberado de la materia, asciende hasta reinos de conocimiento y de visión que están fuera del alcance de la persona no iniciada. Ese viaje en espíritu es lo que generalmente se denomina vuelo y lo que permite que el chamán se vuelva igual que los Apu, o que el espíritu de un muerto, que también tiene la capacidad de convocar. Son estas transformaciones las que le dan a un chamán su más alta reputación; son las que marcan su calidad.
Por lo tanto, para esa ajena cosmovisión, quien estaba delante de nosotros no era Don Salvador. Él se encontraba muy lejos del Cusco, en la cordillera de Vilcabamba, contactándose con el Apu que, en pocos días más, nosotros conoceríamos. Pero esta subjetiva experiencia que estábamos viviendo no era nueva; ya había sido advertida a mediados del siglo XVI por funcionarios del Cusco colonial, como por ejemplo el corregidor y licenciado Juan Polo de Ondegardo, quien escribió:
"Entre los indios había otra clase de brujos, tolerados por los incas hasta cierto punto, que son como hechiceros. Ellos toman la forma que quieren y viajan a una gran distancia por el aire en poco tiempo; y ven lo que está pasando, hablan con el diablo, que les contesta en ciertas rocas, o en otras cosas que ellos veneran muchísimo. Sirven como adivinos y dicen lo que sucede en lugares remotos antes de que las noticias lleguen o puedan llegar".
El "mensaje" que Don Salvador nos trasmitiera fue más bien breve; y como tuve la impertinencia de grabarlo subrepticiamente, lo transcribo a continuación:
"Bienvenidos, bienvenidos. ¿Para qué me han hecho llamar? Si, para el viaje, lo sé…sean bienvenidos. Yo los voy a recibir con todo cariño y amor. Muy bien, todo va a ir bien. Yo los protegeré, tanto de ida como de vuelta por pedir permiso. Pero es posible que hagan otro viaje al Perú para llegar a la zona del Paititi. Sí, es posible, pero tienen que llevar bastante pago, no es por así llegar allá. Tienen que llevar bastante pago. Sí pueden ir, yo los estaré aguardando allá.
(Pregunta: ¿Usted conoce la puerta hacia el Gran Paititi?).
¡Claro! Es una zona a la que hay que entrar por quebrada. Sí, es por la puerta de la salida del sol, por Paucartambo. Yo he entrado. Hay cosas muy buenas, pero hay que tener mucho coraje para ir allí, porque ahí los nativos no dejan entrar; ni tampoco te pueden contar cómo es ni a dónde es.
(Pregunta: ¿Qué nativos?).
Los chunchos, pues. Pero también hay otra entrada por Quillabamba, por donde ustedes van a ir. Pero también hay guardianes. Allí los guardianes son víboras. Ahí no dejan pasar las víboras. Hay una catarata y por ahí hay que pasar, pero están las víboras. Se necesita un gran pago. Sí, de ahí salen cáscaras de plátanos, cáscaras de naranja y demás desperdicios. ¿Por qué? Porque ahí existen los incas. Más adentro, en la selva, del otro lado, hay gente y son incas".
Una vez más, la leyenda del Paititi impactaba en nuestros oídos y en el sitio menos pensado. La voz de chamán se unía, así, a las voces del imaginario colectivo arrastrándonos hacia una selva que, desde hacía siglos, escondía mucho más que animales y sociedades extrañas.
Dejamos la casa del altomesa con más dudas y suspicacias que respuestas ciertas. No pertenecíamos a ese mundo; y el corto abordaje hecho en él nos revelaba mucho acerca de la importancia de la creencia. Habíamos intentado abrir un poco nuestras mentes a experiencias fuera de lo común, pero sólo conseguimos crear una angosta rendija, aunque lo suficientemente profunda como para permitir que nos introdujéramos en una realidad mágica de leyendas y mitos.
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