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Expedición Vilcabamba – Romanticismo, ciencia y aventura (página 2)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

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La reunión estaba prefijada para las diez de la mañana. Arribamos al lugar de la cita cinco minutos antes y advertimos con sorpresa que el sitio en cuestión llevaba un nombre que veníamos repitiendo a diario, desde hacía meses: Hostal Vilcabamba. Descendimos del taxi que nos llevara (cuya tarifa siempre se pacta antes de subir en él) y entramos a la antigua casona.

Ya en patio central, la estampa de un hombre joven, y más parecido a John Travolta que al estereotipo del baquiano andino, nos recibió con amabilidad y respeto. Su nombre era Francisco Cobos Umeres. Nuestro futuro guía.

No fue difícil arreglar con él los términos del contrato. "Pancho", como lo conocían sus allegados, se despachó con maestría, explicándonos las posibles rutas de penetración, los lugares en donde acamparíamos y las obligaciones y precauciones que cada miembro del grupo debía cumplir y tener en cuenta. Nos preguntó si estábamos en buen estado físico y dispuestos a soportar ascensos y descensos, que se anunciaban penosos. En nuestra ignorancia, le contestamos que no se preocupara y que intentaríamos llevar un ritmo parejo a lo largo de toda la travesía. Por ese entonces, sólo conocíamos el camino a partir de las dos dimensiones que nos venía dando un viejo mapa, sacado de un perimido libro de arqueología de la década de los ‘60. No podíamos imaginar el inmenso sacrificio físico que teníamos en puerta.

Pancho era nativo de Puquiura (o Pucyura), uno de los pocos pueblos que se levantan sobre el valle del río Vilcabamba; y a pesar de que habitaba en Cusco desde hacía unos diez años, mantenía férreas conexiones con los parientes que vivían en su región natal.

Era un hombre abierto y simpático, capaz de conseguir lo imposible en el momento menos indicado y con una capacidad nata para abrir aquellas puertas que a otros, seguramente, se les hubieran cerrado. Según la tradición oral de su familia, era descendiente de un gran cronista español del siglo XVII, el Padre Bernabé Cobo; y sus tíos y primos habían servido como guías de dos grandes exploradores de mediados de siglo: Gene Savoy y Edmundo Guillén. Inclusive su tío/abuelo, Julio Cobos, había sido el propietario de un fundo en la zona de Espíritu Pampa (hoy Vilcabamba "La Vieja"), por lo que las ruinas a las que nos dirigíamos habían estado dentro de los territorios de su familia, mucho antes de que se identificaran definitivamente como la última capital de los Incas.

No podíamos haber dado con mejor colaborador.

Nos apuramos a cerrar el trato y fijamos la partida para el 23 de julio. Celebramos la "sociedad" con cerveza negra cusqueña ("al tiempo", es decir templada) y, a instancias de Pancho, le agradecimos a la Pachamama la suerte tenida. Le rogamos su protección y ayuda "tincando" con los dedos un poco de bebida sobre el suelo, manteniendo viva la costumbre incaica de dar algo en reciprocidad a la Madre Tierra. Por su parte, Enrique Palomino se despachó con un ceremonioso discurso, rindiendo loas al gran dios Viracocha y enalteciendo, por demás, nuestra iniciativa de seguir los pasos de Manco Inca hacia la sagrada planicie de Vilcabamba "La Vieja".

Teníamos todavía que comprar las provisiones, alquilar las carpas y contratar los arrieros y porteadores. Faltaban aún muchas cosas por resolver y temimos no poder concretarlas en el tiempo estipulado. Pero Pancho, fiel a una vieja tradición cusqueña, y motivado por el salario que acabábamos de pagarle, cumplió con lo prometido, permitiéndonos dedicar los dos últimos días en el Cusco a realizar una caminata preparatoria por las ruinas vecinas a la ciudad y visitar las tan famosas "picanterias" o rincones de peruanidad.

Las "picanterias" del Ombligo del Mundo son espacios propios de los cusqueños. Es raro encontrar en ellas a extranjeros, puesto que no ofrecen la apariencia "for export" que suelen buscar los gringos adinerados que caminan la América Latina. Por lo general carecen de un cartel identificatorio y se levantan en barrios a los que muy de vez en cuando, los no nativos, dirigen sus pasos. Constituyen lugares típicos, semejantes a los "bodegones" o "almacenes" expendedores de vino y ginebra de nuestro país. La gran diferencia es que en estos rincones mestizos se mezcla el quechua con el español, la chicha (bebida alcohólica hecha a base de maíz fermentado) con la cerveza y la "frutillada". Si alguien desea observar la simbiosis de las dos culturas que chocaron hace 500 años, debería visitar las "picanterias" del Cusco.

Allí el sincretismo se manifiesta a primera vista: en las estampas de los santos católicos (que no faltan en ningún rincón) y el permanente agradecimiento que se le tributa a la Madre Tierra; en el juego de barajas españolas y la espumosa chicha incaica; en las comidas y en la música. Allí el habitante del Qosqo se siente realmente qosqoruna y el extranjero… en un mundo exótico.

Alguien escribió una vez que el comer es una experiencia que posee una dimensión sociológica e histórica que pocos tienen en cuenta. El sentido del gusto ha sido una constante en los relatos de viajes, y existen cientos de miles de ejemplos que permiten asegurar que a través del paladar juzgamos al "otro" y nos identificamos más con nosotros mismos. Cuando nos llevamos a la boca algo que jamás hemos probado estaremos, seguramente, emitiendo un juicio de valor, que excede la crítica o el halago que le hagamos al cocinero.

Lo extraño puede estar en un simple menú, en un nombre impronunciable o en la combinación de ciertos alimentos. La comida (de la que ningún viajero puede prescindir) se transforma así en un método de conocimiento que implica, muchas veces, tanto arrojo como saltar una grieta que da al abismo. Colores, consistencias, olores, pueden ser también barreras infranqueables.

A lo largo de mis travesías por Perú tuve el privilegio de comer de todo. Desde el popular caldo de pollo (con patas y uñas incluidas), pasando por la cabeza de cordero con chuño (que no es otra cosa que una papa deshidratada), mono, serpiente y cuy.

Es bien sabido que los antiguos incas no poseían vacas, ovejas ni cerdos; todos ellos fueron herencia de España. Pero los viejos dueños del Cusco sí sabían degustar un plato que, hasta la fecha, sigue siendo el símbolo identificatorio de la buena cocina andina: el cuy chaktado. ¿En qué consiste? Simple. Tome un roedor, semejante a los conejillos de Indias; despelléjelo; póngalo en aceite hirviendo, bien condimentado; aplástelo luego con dos piedras al rojo vivo y sírvalo en su mesa, acompañado con papas. Es una delicia, y cuando está bien cocido, hasta pueden comerse los huesillos del animal. Es un majar que justificaría un viaje al Qosqo. Obviamente, no dejamos de devorar unos cuantos antes de salir hacia la selva.

Pero no todos los sabores agradan tanto al paladar. Los peruanos, de igual forma que los bolivianos, son muy afectos al "picante" (de ahí el nombre de "picantería") y suelen combinar este explosivo ingrediente con cualquier comida, inclusive con los tallarines. De todos los ajíes que utilizan para condimentar el peor y más potente es el rocoto. De apariencia parecida a un morrón, este silencioso enemigo del aparato digestivo y la tráquea, es capaz de quitarle la respiración a la persona que no esté habituada a su sabor. Sus semillas son literalmente volcánicas y, según me comentaron, no han faltado los ingenuos que, en demostraciones de viril voracidad, debieron ser intervenidos quirúrgicamente al sufrir un espasmo de glotis. Demás está decir que no llevamos rocoto entre las provisiones.

LA EXPEDICIÓN VILCABAMBA ‘98

Durante el período republicano (siglo XIX) existió en el Perú un profundo interés por encontrar la ciudad perdida de Vilcabamba. Era un símbolo de la resistencia frente a España y los criollos de entonces consideraron oportuno buscarla con el fin de insuflar el novedoso sentimiento nacionalista en la joven república sudamericana. Eran los días en que los propios americanos empezaban a escribir su historia y Vilcabamba podía llegar a cumplir el mismo rol que las ruinas de Masada cumplieron para Israel, o los restos del Gran Zimbabwe para los negros de la ex – Rhodesia (África oriental): mostrar al mundo que existían antecedentes suficientes para declarar la independencia y la capacidad técnica para rechazar al imperialismo extracontinental.

Según hemos podido averiguar en el Cusco, desde principios del siglo XIX a la fecha, se han registrado únicamente once expediciones a Vilcabamba; y casi todas ellas con un mero espíritu exploratorio. Se han practicado escasas excavaciones en el sitio y la selva sigue siendo la única vencedora.

En 1834, el Conde de Sartigi viajó a las ruinas de Choquekirao (una imponente fortificación incaica, cercana al valle del río Apurimac) y las identificó con la mítica ciudad.

En 1865, Antonio Raimondi penetró en la región de Vilcabamba hasta llegar al poblado de San Francisco de la Victoria. De allí se desvió siguiendo el camino de su predecesor (Sartigi) y alcanzó, nuevamente, los restos arqueológicos nombrados (Choquekirao), cometiendo el mismo error al re-confirmar la identidad dada por el primero.

En 1911, Hiram Bingham descubre Vitcos; cruza el abra de Qolpacasa (o Qollpaqasa) y llega a Espíritu Pampa. Tras un breve recorrido, dedujo, erróneamente, que no era la Vilcabamba de Manco Inca Yupanqui y se marchó. Su descubrimiento de las ruinas de Machu Picchu, pocos días antes, lo habían llevado a creer que esa ciudad recién encontrada correspondía a la capital incaica de la resistencia.

En 1943, el cusqueño Luis Ángel Aragón, intenta identificar la ciudad, sin demasiado éxito.

En 1963, Carlos Neuenschwander Landa, un inquieto explorador arequipeño, sobrevoló en helicóptero la región sin agregar ni quitar nada al debate.

En 1966, Antonio Santander Castelli y Gustavo Alencastre, insinúan, por primera vez, que Espíritu Pampa podría ser Vilcabamba "La Vieja".

En el mismo año, el explorador norteamericano Gene Savoy llega a las ruinas, descubre nuevos complejos habitacionales y certifica, públicamente, que Espíritu Pampa correspondía, en efecto, a la ciudad inca de Vilcabamba.

En 1971, Víctor Angles Vargas recorrió parte del camino que conduce a la Pampa de los Espíritus y ofreció datos sobre distintos lugares citados por las crónicas e importantes referencia sobre otros sitios arqueológicos relacionados con Vilcabamba.

En junio de 1976, Edmundo Guillén llega a la zona y revalida, con documentos y observaciones in situ, la hipótesis de Savoy. Para Guillén Espíritu Pampa es, sin duda alguna, Vilcabamba "La Vieja".

También en 1976,el cabo Andrés Ojeda Enriquez comandó una expedición/patrulla que recorrió y cartografió todo el valle del río Pampaconas, cuyas orillas conducen a la capital selvática de Manco Inca y sus hijos.

Finalmente, en julio/agosto de 1997, la Expedición Juan de Betanzos, a cargo de la Dra. María del Carmen Martín Rubio, también logra llegar a Vilcabamba, declarando que en el trayecto había descubierto dos de las ciudades perdidas que nombraban las crónicas del siglo XVI: Pampaconas y Rangalla. Descubrimientos que en el Perú están seriamente cuestionados.

Cuando aquel 23 de julio de 1998 amaneció, estábamos a punto de iniciar la expedición número doce.

 

DIA 1

Cargados como mulas, abandonamos el hostal de la calle Fierro y trasladamos nuestro equipaje hasta las oficinas de la empresa de transporte que nos conduciría a la ciudad de Quillabamba, levantada hace ciento cuarenta y un años al norte de Machu Picchu y en el borde mismo de la selva.

Teníamos por delante doce largas horas de viaje en colectivo (bus, como los llaman en Perú) por caminos a medio hacer y, en su mayor parte, de cornisa. No habíamos tenido elección. El fenómeno climatológico del Niño había destruido por completo el ramal de vías férreas que comunicaban las ruinas de Machu Picchu con Quillabamba, y un viaje de seis o siete horas en tren se convertía en un deambular, por cerros y nevados, de casi un día entero. Aunque, de alguna manera, fuimos afortunados: el desvío, por el valle de Amaybamba, coincidía perfectamente con la ruta seguida por Manco Inca, hacía cuatrocientos once años.

Mientras despachábamos el equipaje, y observaba cómo se amontonaban unas sobre otras las seis mochilas, la filmadora y otra media docena de grandes bolsas repletas de provisiones, me preguntaba de qué manera íbamos a poder manejar tanto equipaje. Acostumbrado a moverme sólo con un portafolios, me parecía increíble poder maniobrar tantos bultos; y lo que es más: poder identificarlos correctamente en medio de la maraña de cajas, bolsas y valijas con las que eran mezclados, dentro del depósito del colectivo.

El trayecto a cubrir posee una vida comercial muy fluida. Los campesinos de Quillabamba, tras recoger sus productos tropicales del campo, viajan al Cusco para venderlos o intercambiarlos. Los antiguos nexos entre nichos ecológicos aún se mantienen vivos, por más que las inclemencias meteorológicas intenten romperlos. Por lo tanto, ya sea en tren o en bus, la gente se traslada, de un extremo a otro de la ruta, cargando un promedio de cuatro a cinco bolsas por persona. Una verdadera orgía de equipajes.

Por suerte, para nuestras espaldas, el colectivo era amplio, cómodo y sin "intermedios", es decir, sin pasajeros que viajen parados (quienes, en viajes largos, suelen convertirse en una verdadera pesadilla, especialmente cuando deciden hacer sus negocios en pleno trayecto). Finalmente nos pusimos en movimiento y tras recorrer el barrio próximo al Hospital General (curiosamente rodeado de funerarias), dejamos la ciudad, escalando los cerros que la aprisionaban en el valle.

Atravesamos El Arco, que es la parte más alta de Cusco (3.500 m.s.n.m.) y descendimos hasta el poblado de Poroy, que fue en donde Pizarro hizo su último descanso antes de entrar en la capital incaica, allá por 1533. Seguimos bajando hasta Cachimayo (3.300 m.s.n.m.), famoso centro urbano por sus fertilizantes, y volvimos a subir hasta los 3.650 m.s.n.m., que es en donde se levanta el pueblo de Chinchero, situado a 20 Km al noroeste del Cusco, y en donde existen varios grupos arqueológicos de factura incaica de reconocida fama. Allí una de las gomas del colectivo, literalmente estalló, y tras una compleja maniobra del chofer (un excelente conductor), nos debimos detener a la vera del camino, durante casi una hora. De haber sucedido ese inconveniente pocos kilómetros más adelante, hubiéramos corrido el riesgo de despeñarnos por un precipicio.

Desde las planicies de Chinchero podíamos divisar, a la distancia, la cordillera de Machu Picchu, como así también, los picos nevados del Valle Sagrado de los Incas; y sólo un poco más al fondo, casi desdibujadas en un horizonte nuboso, las estribaciones del macizo de Vilcabamba.

Después de solucionado el inconveniente técnico, el colectivo prosiguió hasta llegar al pueblo de Urubamba (2.850 m.s.n.m.), en donde es posible degustar uno de los choclos más ricos del mundo (los parakay), cuyos granos, tiernos como la manteca, alcanzan a tener dimensiones fuera de lo común (1 a 2 cm.) en su época de cosecha (diciembre/enero). Por ser el mes de julio, debimos abandonar esta ciudad sin poder probarlos y dirigir nuestra atención hacia las ruinas que se levantaban en el próximo destino: Ollantaytambo, a 2.800 m.s.n.m.

La población actual de Ollantaytambo, ubicada a 75 Km. del Cusco, se asienta sobre los trazos de una llacta (ciudad) incaica, en la que se distinguen sus viejas calles con muros de cantería antigua, sus portadas de pulida piedra y los canales que, como ayer, siguen transportando agua fresca y cristalina desde las montañas. Pero lo que hace famoso a Ollantaytambo es la fortaleza del mismo nombre. En ella realizó Manco Inca su último mitin momentos previos a internarse en la selva e iniciar la resistencia; pero mucho antes de que este soberano cusqueño instalara fugazmente allí sus cuarteles, Ollantaytambo (o simplemente Tampu o Tambo) había sido el asiento de señoríos independientes hasta que el Inca Pachacuti ocupó la región, en uno de sus primeros pasos de expansión territorial. Según el análisis de los arqueólogos, los edificios del lugar muestran evidencias de haber quedado inconclusos y de que Ollantaytambo surgió como "el conciso discurso lítico final del Imperio". Todavía se discuten las funciones específicas del sitio, pero lo más probable es que hayan tenido, además de las funciones militares, una connotación sagrada orientada al culto solar. De todas formas, el estilo, prolijidad y técnica, aplicadas en la construcción de esta imponente obra de cantería incaica, señalan a las claras su alto valor simbólico y una magnífica capacidad para tornar expresiva a la piedra.

Al dejar atrás estas monumentales construcciones, también perdimos de vista a las vías del tren, que nos acompañaban desde el Cusco. Ellas seguirían su camino, internándose por el valle del Urubamba, hasta alcanzar Puente Ruinas, en Machu Picchu. Nosotros iniciaríamos una ascensión, hasta los 4.200 m.s.n.m., para llegar al Abra Málaga, o paso de Panticalla; un paraje frío y desolado, por encima del nivel de las nubes. Aquel punto fue nuestro "techo", y a partir de entonces, el altímetro que portábamos, empezó a registrar un descenso paulatino. Desde el Abra pudimos divisar, en todo su esplendor, el valle del Amaybamba; y no pude dejar de imaginar el enorme sacrificio de Manco y los suyos, al atravesar esas alturas gélidas mientras huían de los españoles. También fue posible registrar fotográficamente los restos de pucarás y fortalezas que los incas levantaran, con el fin de frenar la persecución europea. Los cronistas no se equivocaron ni exageraron al respecto. Ahí estaban los restos.

A medida que bajábamos, la temperatura y el paisaje empezaron a cambiar. Los cerros se fueron despojando de sus glaciares y, paulatinamente, el color blanco empezó a ser suplantado por el marrón de la puna y, más tarde, por el verde de la ceja de selva.

Pasamos por las localidades de Carrizales (3.600 m.s.n.m.) y de Alfamayo (3.4000 m.s.n.m.) a toda velocidad. Estábamos retrasados un par de horas, y no deseaba que se hiciera de noche por dos motivos: en primer lugar, porque me sería imposible disfrutar del impactante paisaje en el que nos estábamos sumergiendo; y en segundo término, porque los angostos caminos de cornisa, por los que corría el colectivo, no eran lo suficientemente seguros como para relajarse, imaginando las ruedas del mismo a milímetros del abismo.

Para las cinco de la tarde arribamos a Huyro (3.000 m.s.n.m.), un valle cálido y agradable que hacía las veces de "puerta" a la zona tropical. Su riqueza es esencialmente agrícola, siendo su principal fuente de ingresos las frutas y el té, que venden a otras regiones del país. Aquí nos vimos obligados a bajar del bus para presentar en un centro de sanidad nuestros certificados de vacunación contra la fiebre amarilla. Ingresábamos en una zona endémica, que cobra cientos de vidas por año. Pero nosotros no teníamos por qué temer. Estábamos cubiertos. Nuestros organismos habían sido protegidos, por inyecciones y comprimidos, desde el momento mismo de abandonar Argentina; y, teóricamente, podíamos soportar tanto una epidemia de malaria como de paludismo. De todas maneras, el trámite sanitario nos intranquilizó un poco. Por primera vez sentimos que nos internábamos en la selva.

Seguimos bajando por el valle de Huayopata (2.800 m.s.n.m.) y a la altura del pueblo de Santa María (2.500 m.s.n.m.) nos reencontramos con lo que quedaba de la línea férrea y el río Urubamba. En este punto del camino nos retrasamos muchísimo. La dantesca catástrofe que asolara la región en febrero de 1998 (un alud de barro y rocas, producto de las lluvias producidas por el Niño), había borrado del mapa las vías, varios pueblos pequeños y parte de la carretera de tierra que comunicaba con Quillabamba.

Por lo menos cinco camiones, atestados de personas en sus cajas, esperaban delante de nosotros que los operarios de Vialidad terminaran de rellenar con tierra el fragmento de ruta que faltaba (¡únicamente ayudados por picos y palas!).

Fue entonces cuando Pancho me llamó y señaló el curso del Urubamba, que corría unos doscientos metros por debajo de nosotros. "Mire, Jefe, – dijo, apuntando con el dedo índice – allá tiene el caserío de Chaullay".

Me quedé helado por la emoción. Una sensación de satisfacción recorrió todo mi cuerpo. Después de tanto años de lecturas, y viajes con la imaginación, estaba observando los techos de paja y chapas del mísero pueblo de Chaullay (1.500 m.s.n.m.), aquel en el que se levantaba antiguamente el famoso puente de Choquechaka (o Chukichaka): la puerta misma a la región de Vilcabamba.

Un par de horas después reiniciamos la marcha; y para las diez de la noche cruzábamos, por una enclenque planchada hecha con tablones, hacia la margen izquierda del Urubamba. "La Ciudad del Eterno Verano", Quillabamba (1.050 m.s.n.m.), fiel a su slogan, nos recibió con una nube de mosquitos y 33º C. de temperatura.

Nuestra primera jornada había terminado.

DIA 2

Cuando me desperté, temprano por la mañana, sentí todo mi cuerpo pegajoso y transpirado. La modesta habitación del Hostal Alto Urubamba, en la que habíamos pasado la noche, carecía de la ventilación suficiente y, por más que hubiera dormido en calzoncillos, el pesado calor tropical de Quillabamba afectaba cada uno de los poros de mi epidermis.

El lugar en el que nos alojábamos era pintoresco. Un patio rectangular; un árbol que luchaba por vivir en un cantero, constantemente regado por una manguera; y dos pisos con habitaciones, dando a ese espacio abierto. Me sorprendí al ver el sol tan alto siendo las 06:30 horas, y sin más dirigí el apetito hacia el bar del hostal. Dos tostadas, un fortísimo extracto de café y un jugo de papaya fueron mi frugal desayuno. Una hora más tarde, Eugenio, Juan y Pancho se incorporaron a la mesa.

Quillabamba es una ciudad que podría definir "como al ras del suelo". Sus edificios más altos (por lo general sucursales de instituciones bancarias) no exceden los cuatro pisos y la mayoría de sus casas son chatas y con techos de tejas. Por otra parte, esta sensación se ve agudizada por la perspectiva que dan las altas montañas que rodean todo el casco urbano. Es un típico pueblo de provincia a orillas del Urubamba y, según me dijeron, con una elite campesina poderosa y pudiente.

Igual que en Cusco, la Plaza Principal, es su centro neurálgico. En ella se arremolinan vendedores y paseantes, policías y mendigos; también se concretan negocios y romances. Allí fue en donde Francisco, nuestro guía, consiguió alquilar una camioneta 4X4, con chofer incorporado.

Para las diez de la mañana la temperatura había subido hasta los 36º C. y se podían ver volar, por entre las calles, nubes compactas de polvo, anunciando que estábamos en la época de seca, y que durante el mes de julio rara vez llueve en Quillabamba. Era un calor seco, soportable, pero bastaba quedarse unos minutos bajo los rayos del sol para sentir que las sienes estallaban.

Por aquellos días, la ciudad estaba festejando su 141º aniversario y toda la población se preparaba a disfrutar de los desfiles cívicos, paradas militares, música y bebidas, que la alcaldía había organizado para esa misma noche. Las fiestas en el Perú siguen teniendo una importancia que nosotros hemos perdido; conservando además una característica que no les envidio: su "militarización". Si algo nos llamó la atención fueron las prácticas que los estudiantes y maestros realizaban por la avenida principal, guiados por elementos armados del Ejercito Peruano y marchando marcialmente con "paso de ganso". Se los veía orgullosos, manteniendo en alto los portaestandartes que identificaban a cada colegio; y fueron sus mandíbulas apretadas y ceños fruncidos los que nos hicieron comprender cuánto le falta a Latinoamérica para incorporar una conciencia, o cultura política, plenamente democrática.

Pero nosotros no seríamos parte de la fiesta. Para cuando ésta comenzara ya estaríamos internándonos por el histórico valle del río Vilcabamba (antes Vitcos).

Para el mediodía, ya teníamos todo el equipaje cargado en la caja de la camioneta. Apenas había espacio para nosotros, pero de igual modo insistimos en viajar en la parte trasera, al aire libre, para poder disfrutar mejor del paisaje.

Antes de dejar Quillabamba, debimos realizar nuestro último trámite protocolar: visitar al alcalde y dejar una copia del proyecto. Para ello recibimos el apoyo de las oficinas del P.I.D. (Proyecto Integral de Desarrollo) y de dos de sus funcionarios, los gentiles ingenieros Fredy Guillén Pacheco y Fernando Loayza Venero, quienes se vieron sumamente interesados por la expedición y nos dieron un excelente croquis de la zona a la que marchábamos.

No sé por qué extraña causa, un periodista/locutor de Radio Quillabamba nos estaba esperando en la puerta de la hermosa casona colonial que hacía las veces de alcaldía. A los saludos de compromiso vinieron las gracias por visitar esas tierras, y por "los nobles propósitos que guardábamos hacia ella". Poco después apareció el regidor del municipio y, tras una corta entrevista, nos comprometió a dar una conferencia a nuestro regreso.

Era hora de partir. Nos despedimos de esos afables interlocutores. Subimos a la caja de la 4X4 y "pusimos proa" hacia las márgenes del río Urubamba. Nuestro próximo destino: el puente Choquechaka.

Dejar Quillabamba fue, de alguna forma, dejar la civilización tal cual nosotros la concebimos. Ya no tendríamos por delante centros urbanos tan grandes, a lo sumo reducidos caseríos de barro y paja, carentes de gas, agua corriente y electricidad. El ansiado sueño de "cortar amarras" estaba apunto de concretarse

Nos alejamos de la ciudad serpenteando el camino de ripio que corría junto a la orilla izquierda del sagrado Urubamba, y durante la primera hora de viaje, sacudidos de un lado a otro por el traqueteo de la camioneta, pudimos apreciar, mejor que nunca, las terribles consecuencias de las fuerzas naturales. Allí, delante de nosotros, la montaña había sido cortada por la furia del alud del mes de febrero. El cauce del río se había ensanchado y la selva colindante se precipitaba al vacío, como buscando las raíces que el aluvión se había llevado. La moderna estación ferroviaria de Quillabamba ya no existía y desde lejos podíamos observar los restos de las vías, que parecían escalerillas, colgando de altos acantilados.

Para cuando llegamos a la localidad de Chaullay, el panorama era el mismo: desolación, tristeza y destrucción. Más de la mitad del pueblo había sido arrasado y del viejo puente Choquechaka (o Chukichaka) sólo quedaba el recuerdo.

Descendimos de la camioneta y nos quedamos mirando en silencio el único pilar de cemento que, en pleno río, seguía luchando contra la corriente. Constituía la única prueba material de que, hasta hacía muy poco, en ese sitio se levantaba una pasarela que unía ambas orillas.

Estábamos en un lugar histórico. Por allí mismo había pasado, a mediados del siglo XV, el gran Pachacuti, persiguiendo a los Chancas y, un siglo más tarde, los incas que se refugiaron en Vilcabamba. También fue el escenario de las tensas conversaciones diplomáticas entre el oidor Matienzo y Titu Cusi, el 14 de mayo 1565; y el punto por el que habían ingresado las huestes españolas, en su ultima y exitosa campaña de destrucción de 1572. Era el acceso, tan celosamente custodiado, a la región de la resistencia.

Diego Rodríguez de Figueroa dice que en 1565, y mientras encabezaba una comitiva de paz para conferenciar con el Inca, debió cruzar el río Willkamayo (Urubamba) por una "oroya" (soga extendida) metido en una canasta de mimbre. El destino quiso que nosotros experimentáramos una sensación parecida cuando, no pudiendo resistir la curiosidad, atravesamos el mismo río y por el mismo lugar, colgados de unas plataformas de madera suspendidas por cables de acero. La necesidad de mantener unidas las márgenes del Urubamba había obligado a los escasos pobladores de Chaullay a tender ese ingenioso y antiguo método de vadeo.

Fuimos y venimos, impulsados por las fuerzas de los brazos, de una orilla a otra; y en determinado momento, cuando nos detuvimos exactamente a mitad de camino, por encima de la corriente, el cauce del río se convirtió en la antigua línea divisoria que había sido cuatro siglos atrás: la frontera entre "la tierra de paz" (zona controlada por los españoles) y "la tierra de guerra" (territorios controlados por el Inca y su gente).

Regresamos a la camioneta y, desviándonos hacia la derecha, tomamos un camino muy angosto que ascendía la montaña. Nos alejábamos del valle del Urubamba y trepábamos el cerro con el objeto de alcanzar el imponente corredor del valle del río Vilcabamba. Pocos minutos después, el panorama que tanto había ansiado conocer se desplegaba majestuoso ante mi mirada. Recuerdo haber escrito en mi diario personal que "si el Paraíso existe realmente, me lo imaginaba como ese sitio".

Árboles de plátanos, eucaliptos, follaje cerrado, cataratas y riachos frescos que bajaban de la montaña, caseríos de barro y un camino intransitado, hacían de aquella ciclópea obra de la Naturaleza un lugar indescriptible. Un lugar propicio para esconderse, para aislarse del mundo y escapar de la globalización.

Fueron cinco horas de experiencias inolvidables. La camioneta subía y bajaba forzando la marcha para remontar las cuestas y corcoveaba cuando el chofer pisaba el freno, evitando caer al abismo, en aquellas curvas que venían en descenso. Nos sentíamos libres, con el aire fresco dándonos en la cara e intentando identificar con Pancho aquellos lugares que las crónicas españolas del siglo XVI describían.

Pasamos por Kukipata, Machaniyoq, Ipal, Andaray y Paltaybamba. En este último lugar almorzamos en la casa de una sobrina de nuestro guía y pudimos recorrer un poco el caserío. En realidad, todas estas localidades más que pueblos son grupos familiares, uno o dos, que viven de las chacras que le ganan a la montaña y a la selva. El tiempo parece haberse detenido en estos sitios y hablar allí de Internet, computación o electricidad es prácticamente de ciencia-ficción. Por eso, cuando escucho ese discurso autista sobre la globalización, el mundo interconectado y el año 2000, me pregunto si estos valles perdidos, con sus miles de kilómetros cuadrados, sus medios de subsistencia y la gente que los habita, son realmente el mundo. ¿Quiénes se acuerdan de ellos? ¿Qué funcionario se ocupa, sinceramente, de sus necesidades? ¿Qué se hace para mejorar sus niveles sanitarios y educativos? Muy poco o nada… como en todas partes.

Continuamos el camino, ascendiendo más y más con cada curva que tomábamos, dejando atrás muchas otras localidades: Aqorqona, Tajamar, Choquellusca (desfiladero famoso por haber sido testigo de un exitoso ataque emprendido por Manco Inca contra Gonzalo Pizarro, en 1539), Marayniyoq, Sigitay, Puramute y la Hoyara.

Sin dejar nunca de perder de vista (varios cientos de metros por debajo) al río Vilcabamba, pasamos por Quellomayo, Oyo, Cheqosqa, Yupanca y Lucma, que es la capital del distrito de la región. Finalmente, siendo las seis de la tarde, y cuando el sol prácticamente se ponía detrás de las montañas, llegamos a Puquiura (3.000 m.s.n.m.), nuestro centro de operaciones durante los siguientes dos días.

Nos acomodamos en la casa de una familia apellidada Quintanilla y mientras Pancho iniciaba, cerveza de por medio, las negociaciones para el contrato de caballos y arrieros, Eugenio Rosalini, Juan Gasques y yo, salimos a recorrer la calle principal; que no era otra cosa que la prolongación del camino por el que habíamos llegado, y que atravesaba a Puquiura de punta a punta.

En 1865, el arqueólogo y explorador Antonio Raimondi había hecho noche en ese pueblo y lo describió como "una aldea miserable". No podíamos, ahora, concordar con esas apreciaciones. La "moderna" Puquiura (o Pucyura), humilde pero digna, levantaba sus modestas casas nuevas con cierto orgullo, junto a la única calle asfaltada en leguas. Una calle de sólo cinco cuadras, que unía el destacamento de la P.N.P. (Policía Nacional del Perú), en un extremo, con el almacén de ramos generales, en el otro. A medio camino, y justo frente a la casa en donde nos alojábamos, se extendía una plaza rectangular, grande, y con una media docena de chicos jugando al fútbol. Sobre uno de los costados de la explanada, se erigía una capilla de color blanco y con techo de chapas. Estaba en plena remodelación, con montones de escombros a su lado y completamente cerrada.

Nos acercamos a ella comprendiendo que estábamos en otro lugar significativo del camino: esa humilde iglesia hundía sus cimientos en el mismo sitio en donde los padres agustinos, García y Ortíz, levantaran en 1568 la primera (y trágica) doctrina católica de Vilcabamba, bajo la vigilante autorización de Titu Cusi Yupanqui. Muy cerca de allí debería alzarse la legendaria Vitcos, fortaleza incaica asediada por los españoles en 1537 y escenario del asesinato de Manco Inca en 1545.

Levantamos la vista intentando buscar indicios de construcciones incas en las montañas colindantes, pero no tuvimos suerte. De existir, estaban bien escondidas y protegidas por la sombra del Apu Wiracochán (la montaña protectora de Puquiura) y las elevaciones de un cerro, que los lugareños llaman Rosaspata ("El Lugar de las Rosas").

Escribió el padre Calancha, en su Crónica Moralizadora del Perú (1636), que la Provincia de Vilcabamba (como era conocida entonces) "Es un país ardiente de los Andes montañosos e incluye partes que son muy frías, elevados yermos intemperados […]. Una tierra de comodidades moderadas, de largos ríos y lluvias corrientes". Allí el padre Fray Marcos García "abandonó toda precaución y enarboló el estandarte de la cruz, construyendo una iglesia en Puquiura, a dos largos días de la ciudad de Vilcabamba. Y en Puquiura el rey [Inca]mantenía sus ejércitos".

Pero en julio de 1998 no había en el pueblo sacerdote, ni reyes o ejércitos incaicos. Puquiura semejaba una villa fantasma, devorada poco a poco por la oscuridad de la noche.

La temperatura bajó rápidamente (¡Cuán lejos parecían estar los 36º C. de esa mañana en Quillabamba!). A casi 3.000 m.s.n.m. las condiciones nocturnas eran distintas y debimos concordar con el Padre Calancha de que estábamos "en un país con partes que son muy frías".

Para cuando regresamos a la propiedad de los Quintanilla (familia que hunde sus raíces en la región desde hace generaciones), Pancho acababa de cerrar el trato con el anfitrión y dueño de casa. Ya teníamos a nuestra disposición los dos arrieros y los seis caballos necesarios para emprender la etapa más dura de la expedición; ésa que, por supuesto, todavía no había comenzado.

Hacia las 20:00 horas cenamos unos fideos muy condimentados y, dado que la excitación era superior al cansancio, decidimos colocarnos nuestras linternas/vinchas y salir a recorrer los alrededores del pueblo. No había luna y la oscuridad era total.

Caminamos rumbo a unos "puquios" (manantiales) que bajaban de los cerros y permanecimos largos minutos observándolos. En ellos se bañaba Pancho cuando era un niño y, varios siglos antes, seguramente los incas practicaban allí su culto al agua. Proseguimos la caminata hasta que los haces lumínicos de las linternas iluminaron el patio de una escuelita, tan cerrada y en penumbras como la capilla.

Nos sentamos sobre las gradas de cemento de una cancha de "baloncesto" y apagamos nuestras luces. Nos costó acostumbrarnos a lo negro de la noche, pero cuando las pupilas se dilataron lo suficiente fuimos testigos del cielo más límpido, y tachonado de constelaciones y estrellas aisladas, que jamás hubiéramos visto. Un manto estrellado sobre el que se contorneaban los picos azules de las montañas.

Y allí, cigarrillos de por medio, nuestro guía nos sumergió en un mundo de leyendas y misterio, por el que deambularon "gallos gigantes" y fantasmas.

"En estos pueblos se mantienen muchas tradiciones y creencias. Ustedes saben, la selva y las montañas ayudan… Por ejemplo aquí, en Puquiura, se ha hablado siempre de un Gallo Encantador que hacía asustar en las noches. Por entonces, cuando todavía no teníamos la carretera, había un camino peatonal entre Puquiura y Huancacalle, que uno camina en treinta minutos, y tenemos una quebrada, muy montañosa y oscura, en la que cada noche, pasadas las siete o las ocho de la noche, la gente tenía miedo de pasar por ahí; porque, apenas se aproximaba algún peatón, salía un gallo. Pero una gallo inmenso, de por lo menos un metro de altura. Entonces no dejaba pasar a la gente, que de tanto miedo se ponía nerviosa, se les encrespaban los cabellos y pasaban tantos escalofríos que tenían que regresar. El gallo no dejaba pasar, porque se ponía en el medio del camino. Y aquí, toda la gente, todo el mundo, comentaba eso. Incluso los mismos peatones, los mismos jinetes que pasaban a caballo, tenían todo el temor. El mismo caballo al pasar comenzaba a relinchar y no quería pasar. Tenía que ponerse fuerte, porque era tanta la insistencia del jinete que debía pasar a una velocidad tremenda. Entonces todo el mundo temía pasar solo… Te estoy contando de hace veinte años atrás, cuando no había carretera. Pero desde que vino la carretera, hace ocho años, pasó esa historia".

"Como todos sabemos, el perro es un fiel compañero del hombre. Entonces, muchas personas, por tradición, mantienen tener un perro negro, porque la tradición dice que el perro negro es servicial al hombre hasta en la muerte. El perro blanco, no. Tal es el caso de una persona, que tenía un animal que es el perro, y, murió. Y al morir, siempre según las historias, dicen que sale nuestro espíritu y camina de noche. Entonces, al salir el espíritu de noche no puede cruzar un riachuelo de agua. Es decir, los fantasmas, los espíritus, no pueden cruzar el río de agua. Entonces, ¿qué pasa? Empieza a dar vueltas el fantasma. En eso venía un hombre, un peatón, en sentido contrario, y desde muy lejos ve a una persona que iba para arriba, que iba para abajo; que no podía cruzar el riachuelo. En ese momento aparece el perrito negro, desde atrás del fantasma. Y se para un rato el perrito negro, como si el espíritu conversara con el perrito (esto está observando el peatón, del frente). Y de un momento a otro, el fantasma aparece al frente. Esto quiere decir que el perro negro lo hizo pasar por el lomo al espíritu. Esta leyenda es general a nivel de todos los pueblos, y la gente sigue viviendo esas tradiciones. Se comenta mucho acá en Puquiura. Por eso cuando en todos los riachuelos se ve un hombre que no puede cruzar un río, es porque es un fantasma, un espíritu. De ahí que importe el perro negro, porque es fiel hasta en la muerte. El perro blanco, por no ensuciarse, no lo ayuda. Todas las familias tienen un perro negro, hasta ahorita"

Era sumamente atractivo sentir esa sensación de "risueño temor" al escuchar las historias tradicionales en plena oscuridad de las montañas. Pero fue una pregunta de Eugenio Rosalini la que hizo que la conversación derivara hacia otro tema, tan misterioso y romántico como el primero.

A continuación transcribo un fragmento la grabación, que pude captar en esa oportunidad.

(Pregunta: ¿Hay por acá lugares que no estén explorados?).

En cuanto a lugares incas, mucha gente no conoce. Sólo aquellos peatones que caminan buscando animales, ganados que se han perdido, se chocan con esos lugares incas. Acá detrás, en el Wiracochán, tenemos caseríos; dos o tres caseríos. Yo fui cuando tenía diez o doce años, cuando trabajaba con los animales y los llevábamos para que pasteen, y nos topamos con caseríos.

(Pregunta: ¿Y eso está catalogado por en INC?).

No, no, no… El Instituto Nacional de Cultura no conoce muchos lugares. Ha venido un arqueólogo sólo a ver, así nomás. Incluso al encargado de las ruinas de aquí, algunos arqueólogos le han pedido fotografías: "Tráeme fotografías", le dicen. "De Espíritu Pampa, tráeme fotografías". Pero nunca han ido ha Espíritu Pampa. Puede que hayan ido uno o dos, pero no muchos más.

(Pregunta: Pero, escuchame, Pancho, esos caseríos que están aquí arriba, en el Wiracochán, ¿No se podría ir al INC y declararlos?).

¡Pero si existen caseríos más importantes, allá en el Idma Colla [señaló un cerro que se observaba a la distancia, camino de Lucma] y el INC no los conoce!…Aquello, fue descubierto hace dos o tres años y hay un palacio, una casa de dos pisos, en perfectas condiciones. Solamente le falta el techo. Fue seguramente una casa del Inca principal, y hay además caseríos, como tres o cuatro caseríos más…

(Pregunta: ¿Y están sin catalogar?).

No los conoce el Instituto Nacional de Cultura.

(Pregunta: Pero, ¿Saben que existen?).

Han llevado información de acá, algún profesor de Lucma. Pero, lo dejan en mesa de entrada y se acabó. Lo único que conoce el INC es Rosaspata, Ñusta Ispana y un pequeño comentario de Espíritu Pampa. Así es no más, y ahí queda todo.

Cuando esa noche me acosté di vueltas sobre mí mismo más que de costumbre. Un flujo casi permanente de adrenalina me mantuvo despierto hasta muy tarde.

DIA 3

Hacia las siete y media de la mañana, puse mis notas en la mochila, me calé el sombrero e iniciamos la marcha a pie. Según Pancho, la exploración de ese día iba a ser nuestra prueba de fuego, porque nos esperaban unas doce horas de caminata, por cerros y senderos, a más de 3.000 m.s.n.m.

Salimos de Puquiura, bordeando el río Vilcabamba por su margen izquierda, y caminamos por la carretera de tierra hasta el poblado de Huancacalle (o Wancacalle), a sólo dos kilómetros de distancia. Allí compramos unas naranjas y tras registrarnos en las oficinas de la Policía (según parece para certificar nuestro ingreso en la región y acelerar la identificación de personas, en caso de que éstas no regresen), cruzamos un viejo puente de piedras y troncos, hacia la orilla opuesta.

A medida que ascendíamos por la ladera de un cerro, observábamos cómo las montañas vecinas se delimitaban en parcelas color amarillo, divididas entre sí por muros de pirca. El color verde del bosque sólo salpicaba de tanto en tanto el paisaje que nos rodeaba, como en un cuadro impresionista; anunciándonos que la presencia del hombre era muy activa en esa zona. En tanto, Huancacalle se hacía cada vez más pequeña a nuestros pies.

Después de una hora de forzada marcha, arribamos a una planicie repleta de rocas desperdigadas. Tomamos agua, nos comimos las naranjas (de ahí el nombre "Los Naranjales", con que bautizamos el sitio) y, rodeando un gran corral hecho de piedras, retomamos un sendero que parecía bajar hacía el otro lado del cerro. Enfrente de nosotros, la inmensidad de una pared montañosa, totalmente cubierta de árboles y plantas, nos creaba una falsa perspectiva, dando la impresión de que el camino se terminaba decenas de metros por delante nuestro.

Seguimos caminando. El sendero descendía de manera no muy pronunciada; y de pronto, sin ningún aviso, vimos desplegarse debajo de nuestras botas un llano amarillento y pelado, de no más de 600 metros de largo por 200 de ancho. Había restos de construcciones antiguas por todos lados. Bloques de granito perfectamente cortados y pulidos; "asientos" líticos; muros a medio enterrar en el piso y una gigantesca roca de color blanco, tallada con la maestría que sólo los incas pudieron haber desarrollado. Habíamos llegado a Yuracrumi (o Yuraqrumi), la gran "Piedra Blanca".

Saqué el cuaderno de notas que traía y leí en voz alta el testimonio del Padre Calancha, escrito a principios del siglo XVII. Fue una especie de "ritual" que siempre había querido practicar.

"Junto a Vitcos, en un pueblo que se dice Chuquipalpa estava una casa del sol, i en ella una piedra blanca encima de un manantial de agua, donde el demonio se aparecía visible i era adorado de aquellos idólatras siendo el principal mochadero de aquellas montañas […]. En esta piedra blanca de aquella casa del sol, llamada Yuracrumi, asistía un demonio capitán de una legión; éste y su caterva mostraba grandes cariños a los indios idólatras; grandes asombros a los católicos y daba a los bautizados que no le mochaban espantosas crueldades, i muchos morían de los espantos horribles que les mostrava".

Más allá de las connotaciones ideológicas y de los juicios de valor de la crónica, todo lo dicho por Calancha era cierto. Ahí estaba la piedra blanca y el manantial de agua, por más que éste ya estuviera seco y sin las funciones ceremoniales de entonces ; y también rondábamos muy cerca de las ruinas Vitcos.

Si el documento estaba en lo correcto (como lo creen casi todos los historiadores), estábamos caminando por uno de los sitios más sagrados de la cordillera de Vilcabamba, por el adoratorio y oráculo más significativo de la época post-española. En él no sólo se practicaron ritos relacionados con el agua, sino que allí descansaron las momias de los incas que Manco pudo rescatar del Cusco. También en este lugar se adoró a Punchao, el Sol Resplandeciente, que parece haber sido la modalidad colonial de la divinidad inca. Si algo había suplantado al Coricancha (Templo del Sol) del Cusco, el Yuracrumi era un buen candidato al respecto.

En 1911, Hiram Bingham había llegado a este lugar, identificándolo como el gran adoratorio de los incas rebeldes y convirtiéndolo en un mojón muy importante para la correcta ubicación de la fortaleza de Vitcos que, como se señalan en las crónicas, estaba cercana a la gran piedra blanca.

El sitio es conocido con diferentes nominaciones: Yuracrumi, Choquepalta (Chuquipalpa, para el padre Calancha) y Ñusta Ispana. Este último nombre, según indica Edmundo Guillén, es de inventiva popular y deviene de las palabras quechuas Ñusta, "princesa", e Ispana, "orinal". Recuerdo que Pancho nos ilustró mejor al respecto: "Si usted se para arriba de la gran piedra podrá ver claramente un asiento tallado en la misma y justo debajo de él una rajadura, a modo de angosto canal, que desciende siguiendo la inclinación del monumento. Siempre me han dicho que en ese pequeño trono el Inca sentaba a sus ñustas, o vírgenes del sol, obligándolas a que orinaran. Si su castidad se mantenía intacta, la orina se deslizaba perfectamente por la rajadura. En caso de haber perdido su virtud, su pecaminosa violación a las reglas quedaba de manifiesto al orinar fuera del canal. Entonces, era sacrificada".

Estábamos sorprendidos ante la magnificencia de semejante pieza lítica: 22 metros de largo por 8 metros de alto. Una masa imponente que denotaba la trascendencia que la piedra tenía dentro de la cosmovisión andina. Ante ella (como ante cualquier otro resto pétreo del pasado) uno se siente insignificante, finito, vulnerable. Porque la piedra es, justamente, lo que el hombre no es: incorruptible. Resiste el tiempo, y "su realidad está equiparada con lo perenne".

En 1569, ese "Templo del Sol" había sido "destruido" por los frailes agustinos. Por lo que veíamos, muy mal habían practicado su extirpación de idolatrías. De hecho, uno de ellos había sido expulsado de Vilcabamba, el otro asesinado y la gran piedra blanca se mantenía en pie, más de cuatrocientos años después.

Recorrimos el yacimiento durante un par de horas, fotografiando y dibujando sus diversos sectores; siguiendo las líneas de los cimientos y tratando de imaginar las construcciones que antes complementaban el adoratorio. Detectamos los restos de una media docena de habitaciones alrededor de la piedra ceremonial y al menos dos pequeños muros rodeando toda el área. A pesar de todo, no nos fue posible imaginarnos cómo lucía el sitio en épocas de los Incas.

Hacia el mediodía, la figura menuda de un hombre se recortó en el cielo, justamente por el camino que habíamos usado para ingresar a la planicie. Terminó siendo don Genaro Quispikusi, encargado del cuidado y mantenimiento de las ruinas y representante del INC en la región de Vilcabamba.

Don Genaro es con seguridad el personaje que mejor conoce toda la zona. Ha sido guía y confidente de muchísimas expediciones anteriores y colaborador de grandes arqueólogos. Debía tener unos sesenta años de edad, pero su caminar y ritmo era de un hombre de veinte. Hacía años que habitaba en Huancacalle y a poco de conversar con él advertimos que sus conocimientos se debían a la práctica, al andar por esos montes y selvas, machete en mano.

Nos recibió con amabilidad y al rato estábamos enfrascados en una interesante conversación que nos conduciría a vivir uno de los momentos más emocionantes de toda la expedición.

En este lugar (Yuracrumi), tenemos un claro ejemplo de los trabajos incas que todavía no se han podido descifrar. Están en estudio, y quizás en unos cinco o más años, o tal vez nunca, se podrá descubrir la verdad de todo esto.

(Pregunta: ¿Qué funciones tuvo Yuracrumi?).

Este fue un centro de santuario (sic) y, según algunos arqueólogos, un observatorio astronómico para poder medir y fijar las épocas de siembra y de cosecha, pero son meras interpretaciones…

(Pregunta: Tenemos referencias de que usted fue el guía de la Expedición española Betanzos ‘97 el año pasado, y que descubrieron dos de las ciudades perdidas que aparecen nombradas en varias crónicas del siglo XVI, Pampaconas y Rangalla, ¿Podría usted contarnos la experiencia, por favor?).

¡Pero esas no eran ciudades nuevas! Pampaconas estaba descubierta desde hace mucho tiempo. En ese mismo lugar hay una posta médica y un centro educativo desde hace cuarenta o cincuenta años. Además hay gente que ha vivido en el sitio los comuneros. Ese equipo (el español) encontró una terraza y dijo después que nunca había sido descubierta, pero mintieron. ¡Lo han conmovido al mundo diciendo de que habían encontrado una ciudadela y es mentira! Además, tengo entendido que no presentaron ningún informe. Cuando yo llegué al INC, fui tomado por varios periodistas que me dieron a conocer y cuando se me acercaron yo les dije: "La verdad es que no ha habido ningún descubrimiento". ¡Son unos intrépidos!

(Pregunta: ¿Pero cómo es posible? ¿Armaron todo un "circo" de la nada?).

Sí, señor. Cuando salimos de aquí fuimos a Ututo, y desde allí subimos a Pampaconas. En Pampaconas hemos estado todo el día y les dije que no siguieran subiendo porque estaba por caer un temporal y al cabo comenzaron a caer relámpagos. Y como ese sitio está a 4.000 m.s.n.m. comenzó a enfriarse la atmósfera, se largó a llover y la neblina tapó todo. Y se perdieron. Empecé a llamar y llamar, "¡Doctor Santiago, doctor Santiago!", y nada. Sucede que en vez de bajar, se habían ido hacia el camino que va para Ayacucho. ¡Para otro lado!, ¡Totalmente perdidos!…Casualmente me encontré con un peatón que venía de Villa Virgen y le pregunté por los cuatro caballeros. Me dijo que estaban allá arriba. Cuando me reuní con ellos me dijeron que habían encontrado una ciudadela. ¡Y eran piedras naturales lo que habían tomado!

Yo llegué desesperado, porque eran la una de la tarde. Llego todo mojado, chorreando agua, y le digo: "Doctor, ¿qué pasa? No vamos a alcanzar a los arrieros. Ellos siguieron y tenemos que apurarnos". Y él me dice: "Encontramos cosas maravillosas, que nunca se han visto". Cuando las vi le contesté: "¡Doctor, son piedras naturales, rocas!". Y eso no es todo: cuando nos veníamos, llegamos a una casa abandonada, la casa de Cabrera, un morador que la había dejado ahí (un galpón), ¡y también la descubrieron! ¿Pero en qué cabeza entra?…

Llegamos a Ututo a las cinco de la tarde. Los arrieros se habían ido, y como teníamos que caminar unos 20 Km. para alcanzarlos se nos iba a hacer de noche. Felizmente le había dicho al arriero que si veía que se nos hacía tarde, se detuvieran en el río Zapatero y no avanzaran muy rápido. ¡Menos mal! Pero la noche nos sorprendió igual al comienzo de la selva y ¡llevaban una sola linterna! Cuando se quemó la lámpara seguimos a tientas. Desesperados, por la noche, tuvimos que caminar hasta que llegamos, a la una de la mañana, donde estaban los arrieros. ¡Esta es la famosa expedición Betanzos! Nada estaba organizado, ¡ni linternas! ¡Es una vergüenza que un profesional diga "hemos descubierto", cuando no lo hicieron!

(Pregunta: ¿Ésta ha sido la última expedición, o ha habido otra anterior?).

No, fue la última. Anterior así, no, no han venido. Lo que sí les digo es que eso que han dicho, que han encontrado una ciudadela en el corazón de la selva es una mentira.

Salimos de la planicie en donde se levantaba Yuracrumi y descendimos a un valle de reducidas dimensiones. Se lo conocía con el nombre de Viracochapampa y pudimos observar los muros de varias terrazas agrícolas, construidas por los incas, pero aún en uso. Un sinnúmero de piedras talladas se veían desperdigadas por la zona y Don Genaro nos explicó sus posibles significados. No eran demasiado impresionantes, por lo que decidimos no perder más tiempo y dirigirnos hacia Vitcos, antes que se nos hiciera demasiado tarde… como a los españoles.

No recuerdo bien en qué momento fue, pero lo cierto es que cuando menos lo esperamos nos encontrábamos escalando la ladera de un cerro cubierto de árboles y ramas. Seguíamos una senda estrecha que daba directamente al vacío. De no haber sido por la espesa vegetación que nos impedía ver el fondo, la sensación de vértigo nos habría impedido avanzar.

Don Genaro se habría camino con su machete, delante de mí. Teníamos las camisas y las mochilas cubiertas de ramas y espinas, y estábamos un tanto fatigados. La excitación nos impulsaba hacia delante. Seguramente intuíamos algo.

Entonces, don Quispikusi nos comentó que recorríamos un sendero recientemente descubierto, y que ningún "gringo" había pasado por él. Que la ruta tradicional a Vitcos estaba varios cientos de metros por encima nuestro y que por la zona existían edificios sin catalogar; verdaderos edificios sin catalogar.

Sentí una fuerte taquicardia, no sabía si era producto de la altura y el esfuerzo, o de la emoción.

Hacia las dos o tres de la tarde, una forma sombría y totalmente cubierta de ramas, árboles y lianas, apareció sobre nuestra izquierda. Nos costó identificar en un primer momento qué cosa era. Pero cuando nos aproximamos a ella, contemplamos atónitos una prolija superposición de piedras de regular tamaño. Era un muro.

Don Genaro empezó a machetazo limpio contra las enredaderas que aprisionaban la pared. No se veía turbado ni demasiado sorprendido; en cambio, nosotros, no lo podíamos creer. Ayudamos torpemente con nuestros bastones a correr las ramas más gruesa y al cabo de unos minutos, que no conté, pudimos distinguir una abertura en el muro. Cuando nos colamos por ella, entramos en un recinto casi cuadrado (19 metros de largo por 20 metros de ancho) y dividido en dos sectores o habitaciones. Carecía de techo (derrumbado, seguramente hacía siglos) y llegamos a contar cuatro portadas trapezoidales y varias hornacinas, incrustadas en la pared misma del edificio. Todo el interior estaba cubierto de follaje.

Le preguntamos a Quispikusi qué lugar era ese y nos contestó que no estaba seguro, pero que si la memoria no le fallaba, seguramente estábamos en lo que los antiguos vilcabambinos llamaban el Quipuhuasi, o "Casa de los Quipus", un sitio en donde los incas enseñaban el arte de hacer e interpretar los cordones anudados (quipus), que utilizaban para contabilizar ganado y objetos.

Era un lugar no catalogado, y por más que su "descubrimiento" no agregara ni quitara nada a la historia de los Incas, nos sentimos tan felices y reconfortados como debió haberse sentido Bingham al encontrar Machu Picchu.

Se hacía tarde y la sombra del Wiracochán crecía conforme pasaban los minutos. Teníamos una hora más de caminata hasta Vitcos y como no estábamos autorizados, ni capacitados, para practicar ninguna excavación (a menos que uno desee convertirse en huaquero), decidimos dejar "nuestro templo"; comprometiéndonos, eso sí, a declararlo al INC una vez terminada la expedición.

Continuamos subiendo durante media hora más por esa enmarañada y angosta senda, semicubierta de hojas, hasta llegar al pico del cerro (de unos 300 metros de altura). Allí entroncamos con el camino principal, que previamente se conocía, y vimos que, en la cima de la montaña que teníamos enfrente, se elevaban construcciones regulares de piedra. Sólo distinguíamos sus contornos, en una zona completamente deforestada. Encaminamos nuestros pasos por el sendero de tierra que unía ambos picos y, recibidos por un sorpresivo chaparrón, arribamos a Vitcos.

Numerosos cronistas mencionan la existencia de una fortaleza llamada Vitcos (Pitcos, o Viticos), cercana a un adoratorio prehispánico y muy próxima al pueblo de Puquiura. Según Baltazar Ocampo Conejeros, un aventurero español que vivió en la zona durante el siglo XVI,

"La fortaleza de Pitcos está en una alta montaña cuya vista domina gran parte de la provincia de Vilcabamba".

¡No pudo haber hecho mejor descripción!

Efectivamente, desde los restos de edificios y plazas en los que estábamos, podíamos apreciar todo el valle del río Vilcabamba, en dirección al puente de Choquechaka. Una vista estratégica de primer orden que nos llevó a recordar (y leer) otro testimonio español, esta vez dejado por Fray Marcos García:

"[…]La fortaleza principal estaba en una elevada eminencia, rodeada de ásperos peñascos y selvas, muy peligrosos para ascender y casi inexpugnable".

Cuando nos asomamos al vacío, buscando el cauce del río que corría al pie del cerro, observamos el caserío de Puquiura, cientos de metros por debajo nuestro.

Todo coincidía a la perfección y no pude entender por qué algunos investigadores se resisten todavía a identificar este complejo arqueológico con la Vitcos de los escritos españoles. Según he leído (y escuchado de informantes serios), muchos siguen creyendo que la "verdadera Vitcos" permanece perdida en la selva, en algún otro lugar. Pero las descripciones de la época colonial, y la factura de las construcciones que teníamos delante de nosotros, evidenciaban que ese había sido "un sitio principal" y que era muy probable que fuera el lugar elegido por Manco Inca para iniciar su resistencia.

Hoy conocidas como Rosaspata ("El Lugar de las Rosas"), las ruinas de Vitcos están compuestas por construcciones varias, restos de una muralla (que dan hacia el Wiracochán) y bellos canales. Posee una gran plaza central y los remanentes de suntuosos edificios, de los que sólo quedan algunas pulidas puertas de doble jamba, hechas de granito (signo inequívoco de que allí había residido un dignatario de alto rango).

Los planos hechos por Vicent Lee, hace diez años, nos facilitaron la identificación de los diferentes sectores.

Vitcos fue durante mucho tiempo una leyenda, hasta que Hiram Bingham la descubrió en 1911. En ella se protagonizaron muchos de los acontecimientos más importantes y trágicos de la historia de los Incas de Vilcabamba. Allí buscaron asilo los soldados almagristas que más tarde asesinaran a Manco Inca en la Plaza Central; allí se alojó Diego Rodríguez de Figueroa (1565), en su camino hacia Pampaconas; por allí predicaron los frailes agustinos y también, más tarde, se libraron encarnizadas batallas.

Vitcos era el primer candado que se debía abrir para poder llegar, después de tres largos días de viaje, a los límites de la protegida y secreta capital del exilio: Vilcabamba "La Vieja".

Agotados, decidimos terminar con el reconocimiento del área. Nos despedimos de don Genaro Quispikusi y después de cuarenta y cinco minutos de descenso, bajo una fina lluvia intermitente, llegamos a Puquiura.

Pancho organizó la cena: un conejo al horno con papas y rocoto. Celebramos con vino fino (cuya botella salió, como por arte de magia, de una de las mochilas) y para las nueve de la noche estábamos los cuatro dormidos.

DIA 4

Cuando nos levantamos, los cuatro caballos ya estaban ensillados. Pancho había dispuesto todo porque consideraba necesario que nos familiarizáramos previamente con los animales ya que, al día siguiente, nos esperaban unas cuantas horas de viaje sobre ellos.

Por mi parte, hacía más de doce años que no montaba y ninguno de mis compañeros era ducho en el arte de la equitación. Pero, guiados por los consejos del señor Quintanilla (propietario de las bestias), pudimos rememorar las lecciones aprendidas en la infancia y, media hora después de ocupar las monturas, ya nos animábamos a arriesgar trotes y galopes, por el camino que nos llevaba a Lucma.

Entre bromas y carcajadas, bautizamos a nuestros caballos con los nombres de "Stanley", "Livingstone" y "Fawcett", en memoria de los tres grandes exploradores ingleses, cuyas historias nos habían hecho pasar momentos de maravillada admiración, durante la adolescencia. Eran animales muy sufridos. Habían sido criados y adaptados para andar por la montaña y muy lejos estaban de parecer los "pura sangre" de los hipódromos. Eran más bien bajos, y por más que no tenían genes extraños en su ADN, de lejos, semejaban mulas. Les tomamos cariño rápidamente y conforme aumentaba nuestra confianza en ellos, pudimos hasta sacar buenas fotografías sin necesidad de apearnos. Blanco ("Stanley"), marrón ("Fawcett"") y negro ("Livingstone") eran sus colores.

Estábamos volviendo sobre nuestros pasos, es decir, en camino al puente de Choquechaka, pero nuestra intención no era llegar tan lejos. Queríamos alcanzar el vecino poblado de Lucma por dos motivos fundamentales: el primero, porque era nombrado por las crónicas españolas y era nuestra obligación conocerlo, ya que había sido parte de la ruta seguida por incas durante la huida en el siglo XVI; y el segundo, porque en dicha localidad (capital del Distrito de Vilcabamba) vivía un profesor que conocía bastante sobre leyendas e historias locales.

Nos estaban esperando.

Recorrimos el pequeño poblado y, por ser domingo, fuimos invitados a escuchar un acto litúrgico en la vieja iglesia de la localidad. Recuerdo que no había sacerdote. Sólo una niña entonaba una melodiosa canción, alentando a una docena de personas a imitarla. En el altar de madera, semidestruído, la vigilante mirada del "Niño de Lucma" (adorada imagen del valle) veía que nadie desentonara; y un cartel de papel madera apuntaba a la concurrencia la letra del tema, que hacía referencia a Don Bosco. Estábamos en territorio salesiano.

Cuando la ceremonia terminó, nuestras poco convencionales estampas (sombreros, filmadoras, máquinas de fotos) llamaron la atención de dos muchachos jóvenes, que tampoco concordaban físicamente con el resto de los fieles. Se acercaron a nosotros y se presentaron. Eran italianos, "laicos consagrados" enviados por la orden de los salesianos a las selvas y montañas del Perú para ayudar y evangelizar a la gente. Nos invitaron a tomar café en un amplio chalet, que también desentonaba con el contexto de casas de barro que lo rodeaban. Era un diminuto mojón de Europa en medio de la cordillera vilcabambina. La tarea iniciada en 1568 por los padres agustinos, García y Ortíz, continuaba.

El peso e influencia de la orden de Don Bosco en la zona es muy fuerte. "Los italianos", como se los conoce en todas partes, han podido levantar un importante bastión en Lucma, ayudando a la educación de muchos niños que, gracias a ellos, podrán tener un oficio con que ganarse la vida en el futuro.

Debo confesar que no soy muy afecto a ese tipo de "paternalismo religioso", pero creo que en este caso particular, en el que la ayuda del gobierno es inexistente y nula, el trabajo de esta gente es un acto de encomiable solidaridad. Aunque, de todos modos, nunca dejé de percibir cierto tufillo de "superioridad europea" en el discurso de esos voluntarios.

A media mañana nos reunimos con Samuel, profesor y director de la única escuelita de Lucma y coordinador de un proyecto que pretende rescatar las tradiciones orales de la zona. Sus generosos comentarios nos reconfirmaron que en el cerro Idma Colla existían "caseríos Incas" y que la gente se niega ir hasta el lugar por temor a los "espíritus protectores". También nos hizo saber sus necesidades, que son muchas, y el ciclópeo esfuerzo que hace, junto con sus colegas, para mantener en pie esa escuela de frontera, que es su orgullo. Hablamos de la supuesta competencia con los salesianos y del absoluto olvido del gobierno nacional, respecto de la educación oficial en esa región. Como puede verse, "en todas partes se cuecen habas".

Nos despedimos de Samuel y montamos hasta la siguiente localidad, Yupanca, donde almorzamos un churrasco e hicimos descansar a los caballos.

No había mucho para ver. Yupanca es un simple caserío de casas de adobe y buena cerveza. Para las dos de la tarde ya estábamos de regreso hacia Puquiura, disfrutando de un paisaje maravilloso.

Teníamos el resto del día libre y decidimos ir a relajarnos un poco a orillas del río Vilcabamba. Fue una tarde inolvidable. Escribimos, dibujamos y pudimos darnos el primer baño (muy frío), después de casi cinco días. Nos sentíamos como nuevos y con un cúmulo de experiencias que enriquecían nuestros intereses comunes. Ahora se venía la etapa más dura de la expedición, podría decirse, la expedición propiamente dicha. Pero decidimos no adelantarnos a los hechos y sacar provecho de esos instantes que vivíamos, a los pies del cerro Rosaspata. Cuando cayó el sol y nos refugiamos en la casa de don Quintanilla, una muy rica sopa de vitina con papas fritas fue nuestra única cena. Era la última noche que pasábamos en Puquiura.

DIA 5

Amanecimos con la casa rodeada de caballos. A los cuatro que habíamos utilizado el día anterior, se le habían sumado otros ocho, que empezaban a ser cargados con las provisiones y el equipo. Era un espectáculo digno de admirar. Toda mi vida había esperado por un momento así y finalmente había llegado.

Pancho nos presentó a los dos arrieros que iban a venir con nosotros. Uno de ellos, primo de nuestro guía, era Jorge "Coco" Quintanilla Pérez, un muchacho de unos treinta años, sumamente colaborador y siempre preocupado de sus animales. El segundo, Renato Pampañaupa Paniagua, de edad incierta, era una mestizo con fuertes rasgos quechuas, siempre ensimismado, callado y, hasta podría decir, sumiso. El grupo ya estaba completo, sólo restaba ponerme en marcha; cosa que hicimos, a las 7; 30 horas, rumbo el abra de Qollpaqasa, a más de 4.000 m.s.n.m.

Una vez más empezamos a subir. Dejábamos para siempre los centros poblados del valle, y tras rebasar la aldea de Huancacalle, tomamos por un camino de herradura desde el que era posible admirar los nevados de Colpa y decenas de montañas que nos eran desconocidas. El paisaje se fue tornando seco a medida que avanzábamos y para las diez de la mañana transitábamos por plena puna.

Al ir montado sobre un animal, uno está, de alguna manera, librado al azar del terreno y a la experiencia de la bestia. Se puede percibir cómo cambia el entorno, no sólo por medio de la mirada, sino en carne propia, en el rostro, que sufre con el aire que se enfría y en los músculos de las piernas, que se afirman a los lados del animal cuando el camino sube o baja. Es una experiencia física que, en caso de prolongarse mucho, puede transformarse en tortura.

Mi caballo, "Stanley", era fiel a las órdenes, pero el esfuerzo de escalar esos cerros tan altos hizo que en más de una oportunidad se detuviera y yo empezara una ridícula danza de saltitos sobre su lomo, con el objeto de motivarlo a seguir la marcha. Eugenio y Juan veían muy graciosas mis habilidades ecuestres, hasta que en cierta parte del trayecto "Stanley" me desobedeció y se metió en una ciénaga. Tuve que levantar las piernas para no empapármelas, y por un instante creía que me iba a caer. Sentí los gritos de don Quintanilla, que me decía que le soltara las riendas y noté un cierto dejo de preocupación en su tono. Nunca supe si era por mi seguridad o por la del caballo.

Salvado ese inconveniente, la caravana arribó al último centro poblado del camino: San Francisco de la Victoria de Vilcabamba, más conocido como Vilcabamba "La Nueva".

El pueblo colonial de San Francisco es una aldea pobre, de adobe y paja; con una antigua iglesia (de idénticos materiales) que se yergue sobre una lomada, señoreando el valle que conduce al abra. Una calle de tierra, poblada de cerdos; una nueva residencia salesiana y un aire frío, que nos calaba los huesos, fueron los únicos atractivos del lugar; en el que permanecimos más de lo previsto por habérsenos escapado unos caballos, que don Quintanilla recuperó al cabo de una hora, o más.

Según teníamos entendido el pueblo había sido fundado en 1572, tras la derrota de los incas; pero como la ubicación exacta del mismo no está del todo clara (ya que muchos sostienen que se levantó en el valle del río Vilcabamba, cerca de la actual Hoyara), no podíamos afirmar taxativamente que ese conjunto de chozas hubiera sido la histórica ciudad de la victoria peninsular.

Después de abandonar el humilde villorrio proseguimos nuestro ascenso y para el mediodía llegamos al Abra de Qollpaqasa.

Almorzamos. Entonces, don Quintanilla tomó los seis caballos que habíamos montado y pegó la vuelta para Puquiura. Nos quedaba otra media docena de animales, pero completamente cargados con el equipo y las provisiones. De ahí en adelante no nos restaba más que caminar por la senda que nos conduciría de la puna a la selva tropical.

Coco y Renato se adelantaron con los animales. Nosotros nos cargamos las mochilas y bien abrigados empezamos el descenso, alejándonos de la civilización.

El Abra de Qollpaqasa es un nudo montañoso, a 4.000 m.s.n.m., que hace las veces de divisoria de aguas entre dos ríos. Dejamos atrás la cuenca del Vilcabamba y, encolumnados, bajamos en busca del cauce del Pampaconas. De tanto en tanto, oteábamos el paisaje divisando la larga cadena de cerros que se perdían en el horizonte. Allá, en el fondo, las ruinas de la última capital de Manco nos esperaban. Pero teníamos todavía tres largos días de caminata por delante.

Pequeños pero torrentosos arroyos corrían desde de los glaciares, y por puentes de palos y tierra debíamos cruzarlos, balanceándonos como si camináramos sobre un colchón de agua. Delante nuestro, una planicie seca y amarillenta se extendía, permitiéndoles a las fuertes ráfagas de viento sacudirnos los sombreros y hacernos sentir que estábamos lejos de la selva tropical, a la que nos dirigíamos.

¡Qué contrastes maravillosos! En menos de veinticuatro horas era posible experimentar casi todos los pisos ecológicos; ésos que en nuestro país nos llevarían semanas conocer. La altura, y sus archipiélagos verticales, condicionan la vida y la naturaleza en todo el Perú.

En momentos como esos, las lecturas hechas se arraciman en la mente. Uno admira el panorama traduciéndolo a partir de los textos devorados cómodamente en el sillón del escritorio; sintiéndose parte de una aventura cien veces leída, pero nunca sufrida. Nos internábamos en una región poco o nada transitada y sabíamos que, de suceder algo malo, a partir de ese momento estaríamos encomendados a las suerte y a la pericia de nuestro guía.

Tras pasar por un lugar conocido como Mollepunko, retomamos las huellas de un antiguo camino incaico, hecho de piedras, y nos abrimos paso al valle del río Pampaconas. Era una escalinata irregular que descendía contorneando la montaña; y ya para entonces, podíamos advertir que el paisaje empezaba a tornarse verde/sepia. Seguimos la senda hasta la quebrada de Maukachaka, en donde encontramos una solitaria choza de piedras. Era el hogar de un tal Gregorio Díaz y su familia. Allí descansamos unos minutos y advertí, entre preocupado y dolorido, que tenía la palma de mi mano derecha en carne viva.

El peso de mi cuerpo y el roce de la piel, sobre el mango del bastón que portaba, habían desgastado la epidermis, produciéndome una ampolla molesta y lacerante. "Es la primera herida de guerra", bromeó Eugenio, al tiempo que disfrutaba de un reconfortante café caliente, gentileza del lugareño.

No podíamos detenernos mucho más tiempo. Ya era la media tarde y teníamos un par de kilómetros por recorrer. Nos despedimos, agradecidos, de esos ermitaños andinos y proseguimos el camino. Un par de horas después la puna había desaparecido y majestuosos cerros, cubiertos de vegetación, enmarcaban la trocha por la que andábamos. El bosque templado anunciaba sus dominios.

Llegamos a la explanada de Ututo (o Hututo), justo a orillas del Pampaconas, casi a las seis de la tarde. El sol se escondía por detrás de los cerros y, abandonado el ajetreante deambular, empezamos a sentir frío. Pancho, junto a Coco y Renato, armaron el campamento, tras liberar a los caballos de su peso; y para las ocho de la noche, en una marmita caliente, se preparaba nuestra cena.

Me desinfecté la herida de la mano y comprobé que mi pie derecho también había sufrido las consecuencias del andar: otra pulposa ampolla de agua adornaba el espacio que iba del dedo gordo al dedo medio. Era el "bautismo de fuego" a unas extremidades que habían pasado treinta y cinco años de vida sedentaria.

En Ututo, según consta en la Razón enviada al virrey Toledo, el 16 de junio de 1572, el ejército español descansó, antes de lanzarse contra la ciudad de Vilcabamba. Posiblemente, Loyolas o Arbieto habían dormido en el mismo lugar en el que yo estaba en ese momento: una explanada abierta y fría que, contrariando todo pronóstico (estábamos en la época seca del año), se cubría de pesados nubarrones, amenazando llover. Las dos únicas carpas que teníamos se levantaban insignificantes ante la naturaleza, y me vino a la mente un viejo dicho que dice: "respétala, porque ella nunca te respetará a ti".

Al cabo de unos minutos, un manto denso de niebla tapó todo el campamento. Los haces de luz de nuestras linternas se veían compactos, casi sólidos, en su intento por horadar las penumbras. Inclusive nuestras propias sombras se reflejaban, fantasmagóricas, en la inquietante presencia gaseosa, que nos impedía ver el paisaje.

Cenamos, y aunque todos estábamos cansados, permanecimos despiertos hasta la medianoche, relatando anécdotas, contando chistes y esperando que las manecillas del reloj anunciaran el nuevo día. Había un motivo para todo ello: queríamos recibir al 28 de julio (aniversario de la Independencia del Perú) como es costumbre por aquella latitudes: festejando con brebajes espirituosos.

Cuando me metí en la carpa, el ron, la caña y la ¡champagna! que había tomado aceleraron mi entrega a los brazos de Morfeo, casi instantáneamente.

Los arrieros y el guía, por decisión propia, insistieron en dormir a la intemperie… y en seguir festejando.

 

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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