Hace algún tiempo que Moan Rao (126) en un informe mundial sobre la cultura de la UNESCO afirmaba que el liberalismo económico tiende a considerar la cultura o bien como epifenómeno deseñable de la economía, o bien como un territorio sobre el cual se ejercen opciones individuales. Esto que puede ser cierto para el liberalismo económico ha dejado de ser realidad para el liberalismo cultural. La cultura adquiere con esta corriente un protagonismo proverbial que ni en el liberalismo a secas consigue lograr. Pero este protagonismo, como hemos visto, al partir de un concepto de cultura pragmático o mejor operativo (cultura societal) convierte el concepto de diferencia en una premisa autolimitante del problema de la desigualdad y la injusticia. La cultura es comunidad intergeneracional, territorio, lengua e historia específica,… dejando de lado un concepto pleno de multiculturalidad que incluyera estilos de vida grupal, movimientos sociales y asociaciones voluntarias que están suponiendo para la cultura democrática formal occidental un desafío también incuestionable.
Los derechos de autogobierno, los derechos poliétnicos y los derechos especiales de representación no son más que un primer escalón del gran desafío de la multiculturalidad. Dentro del liberalismo cultural, Levi destaca también como importantes los que tienen que ver con las peticiones simbólicas (denominaciones, enseñanza de la historia, etc.), con el reconocimiento del código legal tradicional (derechos de tierra indígenas, derecho familiar tradicional, etc.), con las exenciones de leyes (leyes de caza, formas de escolarización, etc.) y con las ayudas específicas (papeletas multilingües, acciones afirmativas, etc.). En el otro extremo del abanico, y reivindicando una mirada distinta sobre los problemas de la diferencia, justicia y desigualdad, encontramos a los postmodernos de izquierdas y, en medida nada despreciable también, a los postmodernos conservadores. Todos éstos parten de un concepto de cultura y de multiculturalismo más abierto en el que incluyen la desnormalización y la erosión del derecho dentro de sus reivindicaciones sobre el respeto a la diferencia.
En tal sentido, estamos convencidos de que una teoría crítica moderna en torno a la diferencia debe seguir los dos caminos tanto en su andadura de la crítica de los supuestos sociales de las injusticias como de sus respuestas activas a sus consecuencias. La ofensiva en el derecho resulta, pues, tan vital como la mirada desde la desnormalización. Si se pone el acento sólo en la primera, se tenderá a reforzar con la legitimidad de los discursos oficiales (incluida la ciencia) una visión etnocéntrica de los grupos diversos (127) . Y, por otro lado, si renunciamos a la lucha por un derecho diferenciado pero de espíritu igualitario, lo que es lo mismo que renunciar a cualquier forma de identidad regulada a través del Estado, se perderá un tiempo precioso para la conquista de nuevos territorios y distraerá a la izquierda intelectual en un combate ridículo contra los departamentos universitarios no afines… Buen parte del combate en torno a las políticas Queer son interesantes en este sentido.
Esta compensación se hace tanto más necesaria cuando nos damos cuenta de que las políticas multiculturales están, por su complejidad, permanentemente en jaque en virtud de la denominada "paradoja de la vulnerabilidad cultural" (128) , que no es otra que el efecto vulnerabilidad generado a partir del intento de resolver una vulnerabilidad primaria. Cierto es que en los trabajos de Levi encontramos un análisis simbólico del multiculturalismo que escapa al derecho, pero no basta con escapar al derecho para incorporar el principio de desnormalización en la política multicultural. Se hace, pues, necesario comprender algo esencial y es que la esfera de lo simbólico no es puro constructivismo, que el peso de la estructura socio-cultural deviene históricamente en formas de opresión encubiertas a modo de formas de racionalidad, y no sólo en los significados inmediatos de nuestra vida social.
Siendo la tesis fuerte de Kymlicka la idea de que la modernidad se comprende como libertad de elección individual en un marco culturalmente estructurado, lo que no queda nada claro es la relación entre esta modernidad y los procesos de modernización estructurados a partir de la globalización neoliberal. ¿Estamos construyendo un mundo en el que todos podemos elegir aspectos sustanciales de nuestras vidas? La respuesta es no. Parece, pues, urgente solicitarles a los liberales culturales un ejercicio crítico de la modernización y de las consecuencias contradictorias que tienen los procesos sociales a escala internacional, pues no resulta comprensible la tesis de la elección con los procesos de descomposición nacional que viven muchos países provocados por las enormes concentraciones de la riqueza a escala internacional, por el oligopolio del control de los flujos financieros y la terrible división social-internacional del trabajo.
Visto con un poco de perspectiva, existe una curiosa vinculación entre el liberalismo cultural como propuesta liberal y la retórica de un Estado de Bienestar fragmentario. En ninguno de los dos casos se va al núcleo de la contradicción (el conflicto captial-trabajo en el segundo, y el conflicto división internacional del trabajo para el caso de los inmigrantes y hegemonía de un nacionalismo liberal que no tolera la escisión de una minoría étnica autodeterminada en el caso de las minorías nacionales), lo que se hace más bien es establecer estrategias para atenuar la contradicción. En el caso del Estado de Bienestar, el concepto clave es "empleabilidad" (129) , que nadie quede fuera del circuito excluido de los flujos regulados por la vida social y económica (Tony Blair: "la mejor garantía de cohesión social es el empleo" (130) ). Para el caso del liberalismo cultural, la estrategia es también no generar un gueto que pueda poner en cuestión el carácter liberal de las sociedades occidentales; la diferencia debe ser atendida por riesgo a la exclusión social y económica… Así pues, la empleabilidad es a la lucha de clases lo que el derecho diferenciado es a la lógica liberal de la lucha cultural. De esta manera quizá comprenderemos por qué en este inicio de milenio al capitalismo tardomoderno se le considera sobre todas las cosas, y no sólo desde el ámbito de la sociología del trabajo, un "capitalismo flexible".
Capítulo III. La izquierda y el giro cultural
"El perfeccionamiento del orden empieza en el caos"
Carlos Monsivais(5*)
A finales de marzo de 2003 se desarrolló en la Universidad de La Laguna, en el marco de la Facultad de Geografía e Historia, un interesante seminario dirigido por Miguel A. Cabrera que llevaba por título Del giro cultural al giro lingüístico en historia y ciencias sociales. Los dos profesores invitados eran Keith M. Baker (Universidad de Stanford) y William H. Sewell (Universidad de Chicago), ambos (131) , eminentes historiadores fuertemente comprometidos con causas y ejercicios intelectuales izquierdistas. La sorpresa del seminario consistió en ver hasta que punto las distintas disciplinas van abordando debates a ritmos desiguales y cómo la naturaleza de las lecturas que se hacen desde distintos territorios llevan a productivas controversias. En ambos casos, la recuperación del postestructuralismo no sólo desafiaba una nueva forma de revisar la historia, amenazaba sin lugar a dudas con redefinir los métodos y las miradas bajo el nuevo patrón estético del lenguaje como metáfora.
De los dos rasgos del estructuralismo francés: la tesis mántica de la vibración oculta del lenguaje (R. Barthes y M. Foucault fundamentalmente) y la tesis del caleidoscopio, es decir, la visión del mundo como un fenómeno semiótico caracterizado por multitud de imágenes reducibles a un conjunto de reglas (Levi-Strauss, Barthes, Lacan), el postestructuralismo toma el primero y desecha el segundo. En ese sentido el postestructuralismo es, como dice J.G. Descombes (132) un neoestructuralismo que sustituye la regularidad del lenguaje por el descentramiento del sujeto y la narrativa. Lo curioso entonces residía en que los historiadores, o al menos algunos historiadores de izquierdas, tradicionalmente comprometidos con el marxismo y el materialismo histórico andaban rebuscando en el trastero de Foucault y Derrida.
Para los analistas de la cultura desde la sociología, como es nuestro caso, el desconcierto fue mayúsculo pues la sociología hacía poco tiempo que había saldado sus cuentas con Foucault y Derrida, y empezaba ahora a hacerse una lectura mucho menos dogmática de sus posiciones intelectuales y sobre todo de sus posiciones metodológicas. Cuando así lo hice notar me di cuenta de que una disciplina no puede ahorrarle el camino a otra, y de que afortunadamente, ese recorrido al hacerse en un punto distinto puede traernos nuevos aspectos a considerar. El recorrido en la disciplina de la historia desde el materialismo histórico, pasando por el análisis cultural y desembocando en el giro lingüístico describe en buena medida el recorrido o la trayectoria de buena parte de la izquierda intelectual a lo largo del siglo XX.
Aunque el giro lingüístico constituye en buena medida la base y el sostén intelectual de la izquierda postmoderna, para nuestro caso concreto, utilizaremos la expresión giro cultural como síntesis de ambas dimensiones (la cultural y la lingüística). Aunque los estudios culturales son algo originariamente articulado al margen del postestructuralismo (Thompson, Hoggart, etc.) lo cierto es que en el ámbito de la izquierda intelectual fuertemente culturalista la penetración de Foucault y Derrida no dejan lugar a dudas de la importancia de su presencia. Todo el tratamiento de las culturas populares esta obligado a convivir a inicios del siglo XXI con las tesis del descentramiento del logos. Como sugiere I. Marion Young:
…la negación de la diferencia estructura la razón occidental, entendiendo que diferencia significa particularidad, heterogeneidad del cuerpo y la afectividad, o pluralidad de relaciones lingüísticas y sociales sin un origen unitario indiferenciado. (133)
El giro cultural penetra la izquierda cultural y la izquierda social aunque su presencia destaque más en la primera que en la segunda. La huida en ambos casos del materialismo histórico y la redefinición de la izquierda como más democracia esta en sintonía con los nuevos aires libertarios y heterodoxos de una nueva izquierda que se esta conformando. En tal sentido, hace falta para contribuir a su maduración realizar dos trabajos fundamentales, el primero es hacer una crítica sistemática del liberalismo contemporáneo en sus innumerables expresiones (un trabajo destructivo) y otro trabajo (más productivo) trabajar en dos líneas vertebrales de producción: el debate en torno a la identidad y el debate en torno a la legitimidad. Ambas dimensiones no pueden ser tratadas desde el plano exclusivo del culturalismo contemporáneo más insensato, debemos pues centrar la cultura en la historia y la economía política para que todo adquiera sentido y coherencia.
En el fondo hablar de identidades y legitimidades es otra forma de abordar el debate de las teorías de la justicia, pero retomarlo no desde un plano abstracto al que tan acostumbrado esta el liberalismo, sino desde un plano sociohistórico. Esto obligará a la izquierda a considerar y respetar un aspecto fundamental de la modernidad y es la importancia de la autonomía y autodeterminación no sólo de los sujetos colectivos sino también de los sujetos individuales. Este trabajo aspira a conducir el debate en este sentido intentando profundizar en el significado del concepto de identidad para las izquierdas, y en discutir una de las propuestas más interesantes en estos debates en torno a la justicia en un mundo multicultural, la de la profesora Nancy Fraser.
1. Política, izquierda y giro cultural
Un rasgo importante define la forma en que los discursos de finales de siglo XX han ido forjando estas nuevas formas de pensar llamadas genéricamente como tardo o postmodernas: es la huida sin precedentes de toda filosofía de la conciencia. El sujeto unitario que la acompañaba y la puesta en entredicho de las narrativas hasta el momento construidas, constituyen los dos elementos que han abierto toda esta gran posibilidad. El propio J. Habermas parece reconocer que su teoría de la comunicación no funciona si no va más allá de un sujeto unitario, esencializado o concebido al modo liberal como instancia presocial (134) . La percepción de fragmentación, difuminación y esterilidad de los resultados de los conflictos y de la debilidad de las fuerzas emancipadoras han sido los rasgos más destacados de la literatura de izquierdas más agresiva con esta nuevas formas de reflexión. El inconveniente de esta forma de pensar es que evalúa al pensamiento por sus efectos simbólicos como si efectivamente la realidad fuera producto únicamente de las ideas. Hasta cierto punto y paradójicamente, algunos de estos críticos para ser profundamente desconfiados de la cultura tienden a sobrevalorar el mundo de las ideas como un espíritu que lo satura todo.
La lógica interpretativa sería: así piensan, así fracasan… Sin querer hacer inventario de los fracasos y los éxitos de la izquierda (en el que sin duda ha habido más de lo primero que de lo segundo), nos parece que un debate de esta naturaleza requiere abordarlo a partir de la definición de lo que es un término tan confuso como izquierda y una posición firme sobre el concepto de identidad. Esto último se hace necesario porque, a juicio nuestro, buena parte de la izquierda es resistente a un concepto como el de identidad porque su universalismo ilustrado les hace verlo como disolvente y no como aglutinante. Intentaremos demostrar que este universalismo ilustrado una vez esta bien perfilado puede llegar a constituir un paso más en esa dialéctica de la ilustración que tanto nos acompaña, pero que para que esta delimitación se lleve a cabo, deben revisarse no pocas consecuencias paradójicas.
Hablar de izquierdas es hablar de política. Y como estamos obligados a definir la primera debemos pues también asumir la responsabilidad de dar una aproximación sobre la segunda. Como ya dijimos en otro lugar, definir la política es otorgarle rasgos identitarios en una coyuntura histórica determinada (135) . En nuestro caso, caracterizamos el ejercicio de la política de forma genérica como una instancia saturada de malestar, una quiebra de las aspiraciones que anhelan preocuparse por la polis de una forma interesada o desinteresada, una crisis de credibilidad en un contexto postutópico en el que hoy reconocemos cuan importantes son los deseos y las expectativas para el ejercicio de la política convencional. Hemos descubierto que para caminar hace falta mirar el no lugar, para caminar hace falta mirar al horizonte… La omnipresencia de la hegemonía de los fines (fin de la historia, fin de la ideología, fin de la política, etc.), como dice Pablo Ródenas, acaba siendo el fin de una ideología, una historia y una política determinada, la de la crisis del marxismo. Se establece así un escenario de la política en el que el pensamiento liberal se ha convertido en un auténtico monoculturalismo de la postpolítica. Un monoculturalismo porque como se ha dicho ya aspira a ser el único punto desde el que se puede pensar la política, y una postpolítica porque siendo un rasgo identitario de la política la confrontación con un opuesto, la aspiración liberal es liquidar al rival a costa de forjar un pensamiento postpolítico en el que el post indica el humear de un campo de batalla y la aniquilación del enemigo. Si no sonara trivial diríamos que lo que hay en escena con la política es un "juego de legitimidades" permanentemente en pugna, condensada históricamente y ubicada en un espacio estructurado y determinado. El que estemos en un bienestar alcanzado o en un malestar soportado es parte de un diagnóstico en permanente disputa.
Pero, ¿qué es la izquierda? ¿es posible articular con coherencia un sentido para esta denominación? Estamos convencidos que así es, pero a partir de una delimitación precisa de la misma, aquella que nos fuerza a pensar la izquierda en términos de democracia y no sólo de socialismo. El socialismo ha hegemonizado el pensamiento de izquierdas durante más de un siglo (1850-1960) (136) , esto otorgó a los grupos subalternos, derechos y conquistas sustanciales para la democracia, a la vez que supuso un compromiso con modelos de crecimiento profundamente injustos tanto en los espacios nacionales como en los espacios internacionales. La democracia suponía la llegada de un derecho de ciudadanía que se fue enriqueciendo conforme los conflictos, las demandas y los pactos se fueron forjando. Unos pactos que en absoluto fueron el resultado inevitable del desarrollo económico o una evolución natural o espiritual de los acontecimientos. El conflicto fue la partera de los logros democráticos alcanzados. Con un poco de perspicacia nos damos cuenta de que nuestros bienes democráticos en Europa no se consolidaron hasta hace poco en términos históricos, sólo se puede hablar de democracia formal a partir de la segunda parte del siglo XX hasta nuestros días, y en algunos países europeos como España, ni siquiera puede contar con ese escueto patrimonio. La democracia formal es, con todo, un patrimonio novedoso en términos históricos (137) .
Pero la pérdida de hegemonía del socialismo en la izquierda no significa que haya concluido su función. Aunque siempre la izquierda fue mayor que el socialismo (138) , hoy no hay pensamiento político de izquierda que no contemple la perspectiva socialista como un horizonte más, aunque abstracto, para las cuestiones referidas a opresiones pensadas más allá de lo sectorial. Así, hasta en los movimientos queer encontramos tendencias que incorporan análisis de la división social internacional del trabajo en relación con las políticas de sexualidad o el consumo del mercado sexual en los países del tercer mundo. Pero efectivamente, izquierda es aspiración a más democracia y desde esta perspectiva se hace conveniente una aproximación a la identidad distinta a la convencional.
Conceptos como los de cultura de clase, conciencia de clase, instinto de clase, etc., dan idea de que efectivamente la identidad fue un aspecto central en las políticas de izquierda, desde la cultura organizativa e identitaria de los famosos "consejos de fábrica" de Turín de los años 20, tan bien descritos por Gramsci, a los análisis en torno a la cultura obrera de Thompson, dan idea de que efectivamente la cultura y específicamente la cultura sectorial de las clases subalternas ha sido un aspecto central para la política socialista toda vez que la tesis de Marx (139) coloco en un lugar central las cuestión subjetiva de la cultura. El infructuoso debate en el seno del economicismo de la segunda internacional y la evolución posterior del marxismo occidental parecen indicar que la cultura ha jugado un papel importante aunque tardío para la política de izquierda en el periodo de hegemonía socialista. Aunque con frecuencia, esa identidad era construida bajo el yugo del análisis de clase y la mirada universalista de la solidaridad internacional y proletaria.
Con la llegada de los "nuevos movimientos sociales" en los años 70 y 80 la política democrática de la izquierda se redefinió. El socialismo perdió notablemente el vigor de su tradición y las demandas de democracia dentro incluso de la izquierda empujaron la apertura del debate y la reubicación de trincheras que precipitó su transformación. El movimiento pacifista, la maduración del feminismo, el nacimiento de la causa ecológica, los movimientos de desobediencia civil, los movimientos de igualdad racial, el activismo de gays y lesbianas, los colectivos de solidaridad con el tercer mundo, el renacer de nacionalismos y/o localismos, etc. cambiaron la geografía de las luchas y la forma en que se comprendía la batalla contra la opresión. Y es que, si bien en el período de hegemonía socialista el horizonte consistía en la búsqueda de un mundo nuevo, en el periodo postsocialista lo que define a la izquierda no es un mundo nuevo, puesto que esto suena a la sustanciación de una única narrativa de efectos logocéntricos, sino más bien lo que define la identidad de la política de izquierda postmoderna es la lucha contra la opresión allá donde se encuentre. Por ponerle un símbolo a cada período: mientras que la fase de hegemonía socialista puede resumirse en el epitafio de Marx "proletarios de todo el mundo uníos", el de la nueva izquierda puede quedar recogido en la famosa frase que Ernesto Guevara escribió a sus hijos antes de marchar a Bolivia: "sentir toda forma de opresión como vuestra en cualquier parte del mundo" (140) .
No queremos decir que la izquierda comprometida y un poco postmoderna se sienta necesariamente próxima a ese personaje histórico. Un mito como el del Ché, con sus exigencias morales y su dramaturgia del sacrificio casa mal con las ansias de libertad y autonomía individual que ha penetrado a la izquierda a lo largo de estas últimas décadas. Hasta cierto punto se ha hecho realidad en la izquierda el imaginario de que modernidad es equivalente a autonomía y autodeterminación individual. El sacrificio por una colectividad tan propio del socialismo no parece encajar fácilmente con la pluralidad de una izquierda afirmada en tres elementos sustanciales: movimientos sociales heterogéneos, una defensa del derecho para la realización de la justicia social, una retórica de la libertad individual, y un concepto amplio y complejo de diferencia y respeto a la diversidad cultural. La izquierda comprende bien que la lucha por la legitimidad es crucial en el combate político de pugna contra la opresión, por eso en los tiempos que corren la violencia representa un impensado que aparta la legitimidad de nuestro lado y nos sitúa ante alternativas de combate y desgarro de la autonomía individual brutales…
La radiografía de la izquierda supone por tanto reconocer cómo esta se ha impregnado (algunos dirían contaminado) de aspectos importantes de la tradición liberal Occidental. Se ha convertido en imposible pensar la opresión sólo desde un punto de vista colectivo. El sujeto individual, con derechos y necesidades más allá del derecho, constituye una matriz del pensamiento democrático del que no podemos desprendernos ya. Eso no oculta el hecho de que se siga reconociendo en las formas de opresión colectivas un aspecto sustancial para el combate social contra las formas diversas de opresión, pero esas formas de opresión se nos hacen inteligibles sobre todo a través de trayectorias individuales, de expresiones "perspectivistas" del problema (141) .
La clase trabajadora ya no es el sujeto. Los movimientos de masas son hoy escasos, muy heterogéneos y se articulan a través de un resistir más que de un proponer. Los últimos movimientos como los anti-globalización unificaban a grupos de todos los ámbitos con aspiraciones de resistencia tanto a las políticas neoliberales como contra la forma en que se desarrollaban los flujos de capital internacionales. Como estas cuestiones impactan en la pluralidad multisectorial de todos los nuevos movimientos, el colorido y la diversidad cosmopolita es un rasgo generalmente festivo y celebrable de una izquierda que parece más un carnaval que la homogénea, masculina, barbuda y gris primera internacional. Si Marx levantara la cabeza y viera quienes son los resistentes al capitalismo globalizado probablemente volvería a su tumba con rapidez. Se preguntaría, que ha pasado en un siglo para que el sujeto histórico haya adquirido el colorido del que carecía el famoso cuadro de Noveccento (de Bertolucci). ¿Por que incluir a una Drag Queen con su performance en alguien cercano porque vive una opresión que yo no experimento…? ¿…y por qué no?
Otra característica importante de la izquierda actual es que se ha atrincherado con algunas excepciones en el derecho. La propia tradición socialista (en especial la más persistentemente marxista) desconfió tenazmente del derecho por ser expresión de una clase dominante y se caracterizó siempre por poner en cuarentena el concepto de ciudadanía. Esta idea formal de ciudadanía en el fondo se representaba como una coartada del orden social que sumada a la retórica de la división de poderes y las garantías constitucionales burguesas formulaban un enmarañado y engañoso mecanismo de compensaciones. Pero esa desconfianza no supuso en la tradición clásica de la izquierda una huida de esos lugares, más bien lo contrario, hasta el propio Marx reconocía la necesidad de entablar la lucha en los dos territorios, el de las reivindicaciones internas a un orden social injusto para que el movimiento fuera ganando posiciones, y la retórica de la preparación del gran asalto al Estado (la disquisición reforma o revolución en el fondo era reforma y revolución). La izquierda actual, en un contexto caracterizado por la hegemonía liberal-conservadora ha encontrado en el derecho un lugar de combate esencial. Casi todos los discursos en torno a la igualdad, la justicia y la emancipación pasan por apoyar propuestas de concesión de derechos generalizados y uniformes y/o derechos diferenciados de respeto a la diferencia. Tanto si se reivindican políticas de igualdad de oportunidades, derechos de representación, cuotas de protección, afirmación del derecho tradicional de una comunidad étnica, la democracia participativa, etc., lo que esta en juego es la extensión del derecho.
Cuando decimos que la izquierda "mayoritariamente" se ha atrincherado en el derecho es porque existen grupos importantes que en virtud de un concepto fuerte de diferencia establecen estrategias de erosión de la normalización a través del derecho. Como ya explicamos en otro lugar (142) , un concepto de diferencia no puede restringir su campo de acción a la defensa insistente de un derecho diferenciado, también es conveniente incorporar la mirada desnormalizadora de mecanismos de racionalidad científica o cultural amplia para eludir forma de opresión sutiles distribuidas en el espacio social. En estos casos, como veremos, la identidad es interpretada como un corsé estrecho que limita mis posibilidades de ser, crear, estar, etc. Y es que la creación, vinculado profundamente con lo estético y con lo ético (el orden aquí es importante), constituye el sendero en el que esta izquierda comprende su revolución cultural. Mientras que en el antiguo socialismo el horizonte era la creación de un mundo sobre nuevos cimientos, ahora, como dice Iris Marion Young, se trata de un proceso de "politización de los hábitos, los sentimientos y las expresiones de fantasía y deseo que pueden fomentar la revolución cultural" (143) . Las posibilidades de ese giro cultural de la izquierda son importantes y amplias, los límites suponen pensar que esa tarea es sólo cultural. Sin un "multiculturalismo complejo" (144) se hace imposible continuar la senda completa de la lucha conjunta de la redistribución y del reconocimiento.
Un concepto fuerte de diferencia junto a una nueva retórica de la libertad individual y una apuesta decisiva por la diversidad constituyen el cierre del círculo de esta nueva izquierda. El concepto de identidad, percibido ahora con un mucho de desconfianza por ser metáfora de aniquilamiento de una diversidad sobrevalorada, fuerza a la izquierda a desempoderarse constantemente. Comprender la relevancia de la identidad es asumir las dos caras de su funcionalidad: ser generadora de cohesión social y empoderamiento civil (sin identidad no hay poder en el sentido moderno del término: "capacidad para…") y ser a la vez generadora de opresión interna y externa (concepto postmoderno de poder para quienes identidad es regulación o "fidelidad a…"). Se hace difícil por tanto pensar en una revolución sin empoderamiento tanto como pensar en una forma de identidad que no establezca mecanismos de influencia, chantaje emocional o coacción directa. Pero al margen de los conceptos, lo que define la propia izquierda como núcleo vertebrador de su andar es la democracia entendida como la autodeterminación individual y colectiva, y en tal sentido, pese a los peligros de la identidad, son las propias prácticas las que definen las posibilidades o imposibilidades de los conceptos que analizamos y no al revés.
2. La identidad como problema y como solución.
Repitámoslo una vez más, la identidad es poder en un sentido moderno y postmoderno. Es decir, sirve como elemento emancipatorio de autodeterminación individual y colectiva, y también como elemento de restricción de libertades. Pero sobre todo, la identidad es una categoría imposible de suspender como querrían algunos liberales, entre otras razones porque para construir la conciencia de ser liberal hace falta bastantes lealtades identitarias (Tamir decía, que "la mayoría de los liberales son nacionalistas liberales" ). Incluso en la propia retórica del liberalismo, el mismo concepto de autonomía ha estado sometido a reajustes porque por fin se ha comprendido que la autodeterminación y elección individual obedece a contextos valorativos y resulta incomprensible sin estos contextos . No hay autoidentificación y seguridad personal sin identidad cultural.
Una aproximación interesante para comprender la identidad es asumir como convenientes las cuatro reglas que de la misma nos enseña E. Hobsbawn: las identidades se definen negativamente, nadie tiene una única identidad, las identidades se desplazan y las identidades dependen del contexto (147) . Yo incluiría a esta esquemática descripción otros cuatro aspectos que creo fundamentales: el primero es que toda forma de identidad sobrevive tanto sobre la base del respeto a la tradición como de la necesaria separación de sí misma (Derrida lo expresa correctamente cuando dice que "…lo propio de una cultura es no ser idéntica a sí misma" (148) ); en segundo lugar, toda forma de identidad es necesariamente política en su principio y en sus consecuencias; en tercer lugar, toda forma de identidad, aunque pueda formar una totalidad vital, discernible y efectiva desde el punto de vista de la vida real, en tanto es un constructo producto de intereses, es siempre susceptible de ser manipulada; y en cuarto lugar, la modernidad es autocrática por definición, y este autocratismo constituye no sólo el reconocimiento de que las identidades cambian, sino de que lo hacen a través de fuerzas estructurales que superan el marco de intereses y aspiraciones de los propios sujetos.
A partir de estas premisas básicas, nos parece oportuno señalar el debate que dentro de la izquierda se ha propiciado en torno a esta categoría llamada identidad. A grandes rasgos el enfrentamiento, a nuestro juicio (149) , se ha generado entre dos grandes contendientes: una izquierda universalista ilustrada y una izquierda particularista postilustrada o neoilustrada (dejo a juicio del lector la calificación). Veamos que tipos de compromisos asumen y cuales son los problemas y límites en la forma de representarse.
En el primer caso, el de la izquierda universalista ilustrada, la identidad es mirada con confianza y con desconfianza a la vez. Con confianza porque la cultura ha sido un aspecto notable para el socialismo y su combate por la construcción de un sujeto revolucionario. Con desconfianza, cuando la identidad explosiona como expresión de causas que no tienen que ver necesariamente con la lucha de clases, sino con la reivindicación de la autodeterminación nacional o individual, a partir de una recomposición del campo simbólico y de la consideración de intereses y opresiones múltiples. Esta desconfianza de la izquierda universalista escondía la parcialidad de su concepto de opresión y, sobrevalorando la identidad de clase, ocultaba (algunos dirían marginaba) cualquier perspectiva que hiciera girar la identidad de la propia política a lugares no convenientes. Así pues, por ejemplo, las identidades nacionalistas son concebidas como exclusivistas: "la política de la identidad no se dirige a todo el mundo sino sólo a los miembros de un grupo específico" (150) , los combates feministas pueden ser calificados como sectarios y las luchas de gays y lesbianas como folclóricas. Para estos intelectuales la izquierda se empantana si decide seguir políticas de identidad y de erosión del universalismo que tan importante son para la lucha contra la opresión fundamental: la lucha de clases.
La izquierda particularista neoilustrada establece una disidencia fundamental con la lucha de clases. No es que este aspecto tenga necesariamente que desaparecer del esquema de opresiones, más bien lo que sucede es que se abre el abanico de las relaciones de dominio a dimensiones que las anteriores luchas desacreditaban. La debacle de la izquierda socialista de finales de siglo XX ha contribuido de forma decisiva a que esta expansión se produjese y a que un concepto de multiculturalismo se haya ido consolidando de forma cada vez más compleja. En este grupo de intelectuales, los problemas de opresión no sólo tienen que ver con la desigualdad de recursos, tiene que ver también y de forma importante con la desigualdad de consideración y respeto. En ese sentido, la identidad es vista también de forma paradójica. Por un lado es símbolo de afirmación étnica frente a fuerzas culturales homogeneizantes, elemento de empoderamiento de colectivos civiles que defienden causas sectoriales múltiples y elemento imprescindible para la afirmación de la diferencia y/o diversidad. El universalismo que surge de esta práctica política es abstracto y sofisticado porque no constituye un grupo homogéneo de acción, sino más bien una masa sin masa, una suerte de tribalismo desvertebrado y débil ("conquistar mayorías no equivale a sumar minorías", comenta en tono sarcástico E. Hobsbawn (151) ). Con frecuencia, estos intelectuales ven en esa heterogeneidad un valor estratégico desde el punto de vista de las desiguales luchas contra el poder. Por otro lado, la identidad es también signo de desconfianza porque normaliza y limita la autodeterminación (152) (véanse en este sentido los estudios de la denominada Queer Theory (153) ).
Con frecuencia los críticos universalistas defienden que el camino de las políticas de identidad suelen conducir a un callejón sin salida. Que sus efectos son la segregación, el solipsismo, el aislamiento, y la movilización de la marginalidad. Aún asumiendo que algo de razón hay en ello, y en la necesidad de que la izquierda forje nuevos universalismos capaces de dar sentido y aglutinar a mayorías eficaces, nos parece que eso no puede establecerse a partir de una crítica destructiva de las políticas de la diferencia. Nos parece que cualquier revisión crítica de izquierda debe patrimonializar de esta izquierda neoilustrada varios aspectos: su celebración de la diversidad, su sentido complejo de la diferencia, su redefinición de la concepción del poder y los marcos de opresión que estos generan. Es imposible pensar ya en la diversidad como algo perecedero porque los estudios culturales demuestran que la diversidad crece paradójicamente tanto como los procesos de homogeneización (ver en ese sentido el informe mundial de la cultura de la UNESCO (154) ). Es imposible pensar en una diferencia simple al estilo de la convencional igualación de rentas, igualdad de oportunidades, o respeto humanitario a las diferencias visibles, la diferencia es un concepto suficientemente complejo como para adivinar en la cultura en general y en la cultura científica en particular los procesos de normalización, jerarquización y estigmatización que con frecuencia y falta de respeto generan (155) . El poder debe ser pensado más allá de la metáfora dicotómica centro-periferia, dominantes-dominados, arriba-abajo, Estado-sociedad civil. Como decía Foucault, en la teoría política al poder aún se rige por la lógica del poder soberano y es necesario por tanto cortarle ya la cabeza. Y en cuanto a la opresión, a partir de los análisis de Iris Marion Young encontramos una categorización importante con relación a la idea de opresión desde un pensamiento de la diferencia de izquierda. Para ella, la opresión significan al menos cinco aspectos: explotación, marginación, carencia de poder, imperialismo cultural y violencia (156) .
Los problemas con la identidad como puede ser percibido son amplios para la izquierda, su pasado y su futuro. En cualquier caso quisiera recordar aquí, a los universalistas ilustrados, dos episodios históricamente destacables que demuestran tanto la insensibilidad con respecto a las diferencias del pasado, como una regla más del juego de la identidad: cuanto más cercano (física, cultural o emocionalmente) se considera la diferencia, más cerca se está de reconocerla. Ejemplo de ello fue la carencia de un tratamiento del colonialismo por parte del movimiento revolucionario socialista hasta comienzos del siglo XX. Como dice Geoff Eley:
Es significativo que el colonialismo entrara por primera vez en el orden del día de la Internacional (se refiere a la II Internacional) en París en 1900 durante la guerra de los Bóers, el ataque del imperialismo británico a una república de colonizadores blancos; y ni la explotación de los pueblos coloniales ni las cuestiones de nacionalidad en la Europa del este preocuparon a la Internacional hasta 1907. (157)
Otro ejemplo notable lo constituye el hecho de que el debate en torno al multiculturalismo que se inicia fundamentalmente en Canadá haya estado atravesado por una sospecha esencial, la de los activistas de Québec que en buena medida consideraron que las políticas multiculturales nacieron como una forma de fragmentar y reducir poder a la comunidad francófona del lugar. Como dicen Downing y Husband los activistas de Québec:
…denunciaron que el ex Primer Ministro Trudeau introdujo descaradamente el multiculturalismo como política pública para ofrecer un mejor trato a los inmigrantes `visibles´ procedentes del Caribe, Asia y otros países, aunque, en realidad, era una estrategia de tipo `divide y vencerás´ para reducir a los habitantes de Québec a un papel de grupo étnico minoritario entre otros muchos grupos y, por tanto, diluir su reclamación de una condición especial dentro de la Federación. (158)
De cualquier modo, existe ya un grupo de intelectuales que han intentado establecer síntesis entre una forma y otra de concebir la izquierda apostando por recuperar un patrimonio intelectual valioso y respetando las nuevas lógicas de la diferencia. En tal sentido, nos parece que una investigadora nos ha enseñado ya el camino para pensar de forma crítica los problemas de distribución y reconocimiento, y nos ha dado señales para intentar resolver los problemas de las políticas de la diferencia en el seno del capitalismo tardío, esta intelectual es Nancy Fraser. En la segunda parte del trabajo realizaremos una revisión crítica de su trabajo y por tanto nos comprometemos a adelantar algunos aspectos limitantes de sus elaboraciones.
3. De los conflictos postsocialistas a las políticas de estatus
Nancy Fraser es profesora de Teoría Política del New School for Social Reserch de New York y ha aportado una mirada renovadora en torno a la conciliación entre diferencia e igualdad. Para ella la separación entre una izquierda cultural y una izquierda social constituye la consecuencia de un dilema que tiende siempre a representarse como falaz: es imposible conciliar las políticas de reconocimientos con las políticas de redistribución, hay que escoger. La complejidad del fenómeno la ha forzado a desarrollar un trabajo sistemático por ver los inconvenientes de tal desajuste y a reflexionar en términos teóricos y prácticos en torno a los vínculos entre las políticas públicas y sus diversos sentidos de justicia. Veamos cómo se desarrolla su aportación.
En un libro ya clásico Charles Taylor (159) nos advertía que las formas de opresión no vienen dadas exclusivamente por la desigualdad de recursos económicos, que no dar reconocimiento puede constituir una forma de opresión tan lesiva como cualquier otra. Aunque la distinción no sea siempre clara (pues "no puede haber reconocimiento genuino sin redistribución y viceversa" (160) ), de hecho ya a finales de siglo XX el reconocimiento se ha convertido en la forma más habitual de conflicto político. Fraser a partir de este diagnóstico interpreta que los conflictos de nueva generación han de ser entendidos a través de la distinción entre políticas de reconocimiento y políticas de redistribución, y que al jugar un peso mayor el conflicto de identidades que el conflicto por la desigualdad de riqueza estabamos en un escenario de enfrentamientos postsocialistas ("la identidad de grupo reemplaza el interés de clase como factor de movilización social y política" (161) ). Así como existió una teoría crítica de la redistribución en el marxismo, se hace necesario elaborar pautas para construir una teoría crítica del reconocimiento pese a que los problemas de distribución sigan siendo importantes.
La elaboración de esta teoría requiere aplicar modelos típico ideales para analizar la justicia y las políticas reivindicativas que la demandan. Así pues, Fraser identifica tres tipos de comunidades que expresan intereses diversos con respecto a las demandas de reconocimiento y redistribución. Veámoslas:
Por un lado encontramos las injusticias económicas, arraigadas en la estructura económica y política de la sociedad (división en clases sociales, división social del trabajo, etc.). Mecanismo de opresión: explotación. Comunidad tipo: Clase Trabajadora.
Por otro lado tenemos las injusticias culturales, arraigadas en los modelos sociales de representación, interpretación y comunicación (falta de respeto, opresión cultural, etc.). Mecanismo de opresión: dominación cultural. Comunidad tipo: Nacionalismo, Religión, Sexualidad.
En tercer lugar encontramos las comunidades bivalentes. Aquellas que sufren de manera directa y explícita el problema de la falta de reconocimiento y de la falta de redistribución. Comunidad tipo: Género (división sexual del trabajo, remuneración salarial discriminatoria, por un lado, y androcentrismo, degradación de la autoestima, por otro), Raza (división internacional del trabajo, escalas salariales en función del color de la piel, por un lado, y estigmatización, negación, criminalización, por otro).
Este esquema, que pretende dar visibilidad, no pretende ocultar la complejidad del engarce entre una políticas y otras, más bien tiene la intención de hacernos comprender el hecho de que la redistribución pretende promover la no diferenciación, mientras que las políticas de reconocimiento promueven justamente lo contrario, la diferenciación. En el fondo, y como ella misma dice, son dos fuerzas que parecen empujar en sentido contrario y constituir a partir de su paradójico efecto un dilema inevitable. Pero en el fondo el dilema no es tal, esas dos fuerzas se refuerzan dialécticamente y se necesitan para avanzar. Así, de este supuesto dilema intenta escapar Fraser a través del cruce de estas políticas con la distinción entre políticas de afirmación (más moderadas) y políticas de transformación (más radicales). De tal cruce surge este cuadro:
Afirmación | Transformación | |
Redistribución | Estado del bienestar liberal Reparto superficial de los bienes existentes; sostiene la diferenciación de grupo; puede dar lugar a un reconocimiento inadecuado | Socialismo; reestructuración profunda de las relaciones de producción; desdibuja la diferenciación de grupo; puede contribuir a remediar algunas formas de reconocimiento inadecuado |
Reconocimiento | Multiculturalismo predominante; reparto superficial de respeto entre las identidades existentes en los grupos existentes | Deconstrucción; reestructuración en profundidad de las relaciones de reconocimiento; desdibuja la diferenciación de grupo |
Cuadro 1: N. Fraser (162)
La deconstrucción, término de J. Derrida de inspiración heideggeriana (que hacía especial referencia a la teoría literaria), no es otra cosa que una teoría de la interpretación de las narrativas basada en el principio de que no existe un verdadero sentido del texto porque el contexto del que surgió y lo definía es inalcanzable. De esta forma la deconstrucción juega en el terreno del reconocimiento lo que el socialismo ha supuesto para una teoría de la redistribución. La crítica de los esencialismos identitarios y de las narrativas legítimas actúan como disolvente de símbolos, conceptos y argumentaciones ritualizadas como verdades incuestionables. La deconstrucción es no sólo la erosión del símbolo legítimo sino la multiplicación del símbolo hasta el infinito. En buena medida esta consigna de socialismo más deconstrucción no deja de ser intelectualmente sugerente, pero es, como ha reconocido más recientemente Fraser (163) , una afirmación con un nivel de abstracción y generalización poco útil para definir las prácticas políticas en contextos complejos.
Este punto de arranque encuentra una maduración más consistente en la pretensión de repensar las políticas de reconocimiento específicamente. En este otro trabajo, las políticas de reconocimiento no aparecen como un continente por delimitar, más bien se empieza a detectar problemas importantes en la estructura profunda de su fundamentación. En tal sentido, dos son las dificultades que más asedian a las políticas de reconocimiento (164) :
Los problemas de desplazamiento. Las políticas de reconocimiento marginan las luchas por la redistribución (ayuda a las fuerzas que defienden la desigualdad económica).
Problemas de reificación (165) . Las políticas de reconocimiento adquieren la forma de comunitarismos que cosifican las identidades grupales al primar los enclaves grupales y el separatismo (corre el riesgo de reificar los derechos humanos).
En realidad estas críticas a las políticas de reconocimiento no pueden ser generales y sin distinción, Fraser reconoce que en muchos casos estos problemas no necesariamente están ligados a esta políticas. En general, tal y como ve el problema, son dentro de las políticas de reconocimiento las políticas de identidad las que acusan con más frecuencia una "misrecognition" (mal reconocimiento). Suelen ser por tanto malas soluciones a los problemas de identidad. Tanto si lo que se realiza es un asimilacionsimo universalista que promocione el primado de la economía política y la proyección de la lucha de clases como un elegir lo fundamental (marxismo vulgar), como si se pone el acento en un culturalismo que confíe y sobrevalore las políticas de reconocimiento sin abordar el tema central de la redistribución (culturalismo vulgar), estamos errando el tiro. Se trata de pensar en políticas de reconocimiento y no de identidad que eludan tanto los problemas de desplazamiento como los problemas de reificación.
Las políticas de identidad, Fraser (166) las configura como políticas con las siguientes características: cosifican identidades grupales; se esfuerza en elaborar una identidad colectiva auténtica; la disidencia cultural es vista como deslealtad (restricciones internas liberales); la crítica dentro de la identidad es considerada como no "auténtica"; establece un reconocimiento inadecuado; entenebrece la política de identidad cultural (lucha por la autoridad y el poder en el interior); refuerza la dominación dentro del grupo pudiendo conducir a formas represivas de comunitarismo; niega sus premisas hegelianas (aquellos que parten de la identidad como elemento dialógico acaban elaborando un monólogo); no se fomenta la interacción social a través de las diferencias; fomenta el separatismo y enfoque grupal.
Frente a este modelo que elude entresacar aspectos valiosos referidos al sentido mismo de las políticas de identidad como es el acrecentamiento de poder como "capacidad para…". Fraser opta por pensar en un modelo de reconocimiento que trascendiendo la identidad supere los dos problemas que ha definido como fundamentales (desplazamiento y reificación). Tal modelo es el de las políticas de estatus. Un modelo que intenta evitar el hipnotismo de la identidad colectiva y reivindica un estatus individual como molde a partir del cual pensar en las injusticias. El análisis y la crítica de los "patrones culturales institucionalizados" (167) conforman el eje a partir del cual pensar las injusticias. Este modelo a grandes rasgos se caracteriza por: superar la subordinación, exclusión o invisibilidad para ser un miembro participativo de pleno derecho; el mal reconocimiento es una relación institucionalizada de subordinación social y no un daño cultural flotante; el eje es el estatus individual, no el grupal; su objetivo es desinstitucionalizar los patrones de los valores culturales que impiden la paridad (promoción de la paridad); no concede derechos especiales a grupos que valoran su especificidad (niega el derecho diferenciado); no se compromete en principio con ninguna salida a la "misrecognition"; permite el reconocimiento universalista y un reconocimiento no constructivo, por un lado, y permite también un reconocimiento afirmativo de diferencia; los recursos y la redistribución son aspectos esenciales para la paridad (sin recursos no hay paridad), entendiendo por tanto que no hay justicia sin reconocimiento y redistribución a la vez; el reconocimiento y la distribución son problema importantes, pero habría que añadir la esfera política; sitúa el problema del reconocimiento en un nivel más amplio.
Este giro liberal de Fraser tiene varias ventajas y compromete fuertemente el carácter radical de su anterior propuesta. Entre las ventajas que encontramos identificamos dos fundamentalmente: la primera es que al centrar en el sujeto individual las políticas de justicia elude confrontarse con el problema de las restricciones internas de grupo, las opresiones colectivas y las políticas tenebrosas; la segunda es que su propuesta se torna mucho más concreta, el ajuste de una política de justicia (como es el caso de las políticas de becas) aplicada a un igualitarismo colectivista indiferenciado convierte la política pública en justo lo contrario que persigue, en injustas. Por ambas vías parece rescatarse dos aspectos patrimoniales de la izquierda: con el primero, las ansias de democracia participativa que cimienta sus fundamentos en una irredimible autodeterminación individual; en el segundo caso se recupera la vieja máxima de Marx de que tratar de forma igualitaria a los desiguales no es otra cosa que reproducir la desigualdad.
No obstante, la satisfacción que nos deja este modelo resulta un tanto menos confortable cuando nos detenemos un poco en sus efectos. De forma inquietante se apuesta por una unidad de análisis, el sujeto individual, para el estudio de las políticas de justicia, cuando no necesariamente tienen un impacto en esa escala. Con frecuencia encontramos efectos históricos de colonización transgeneracional que deben ser atendidos por su impacto sobre un grupo humano concreto, se dirá que esto siempre tiene un correlato en lo individual, pero su efecto denotativo sólo se comprende si va más allá del sujeto como unidad de análisis. Un ejemplo de ello lo tenemos en el acceso a la alfabetización, en el impacto que ha tenido en nosotros el retraso o la prontitud con que nuestros ancestros hayan aprendido a leer y a escribir, en si somos la primera generación familiar en acceder a estudios superiores o la tercera, etc. Que el impacto sea siempre individual no significa que el sujeto deba ser el eje a partir del cual comprendamos los elementos opresivos. Fraser tiene dos caminos para olvidar el peso de la historia en el impacto de las formas de opresión colectivas: o bien hace uso de la idea kantiana de racionalidad intemporal (vía que parece escoger) o bien puede tomar el camino de la imposibilidad de la narrativa fundante (camino que abandona). El transito de Fraser es de la deconstrucción moderada a la asunción de una racionalidad deshistorizada.
Por otro lado, los patrones de valores culturales institucionalizados que generan opresión con frecuencia son mucho más sutiles que lo que Fraser reconoce. Al seguir una política de concreción social autoevidente olvida que las formas de opresión pueden estar en la lógica de las racionalidades científicas y que estas pueden ser generadoras de dolor con tal sutilidad que pueden no ser reconocidos por el compendio de valores visibles y compartidos institucionalmente. Es necesario asumir aquí tanto que no hay principio de justicia sin narrativa emancipatoria, como que, como indica la propia tradición feminista (168) , no hay teoría de la justicia que pueda prescindir de un principio moral fundante, y en tal caso hasta el modelo de estatus necesita poner sus presupuestos valorativos en cuarentena.
Las políticas de estatus ganan en sensibilidad con respecto a las restricciones internas, pero conducen los análisis en el fondo al desarme de la acción colectiva. Esto se consigue expulsando a la identidad (como elemento de autodefensa) de un horizonte de justicia. Como si la buena voluntad de una sociedad civil pacífica o la bien intencionada sociedad política a través del Estado se mostrara con frecuencia sensible a las políticas de distribución y reconocimiento sin necesidad de presión colectiva. Pensar en clave de que las políticas las hace el Estado es pensar la sociedad de principios de siglo XXI como sociedades en el fin de la historia liberal, en un universo definido como el mejor de los mundos posibles. La identidad es una herramienta poderosa e imprescindible para forzar a las instituciones democráticas y no democráticas a respetar voluntades sociales configuradas a través de mayorías nacionales, minorías territoriales y no territoriales.
Las políticas de estatus no pueden pensarse sin una orden moral constituyente, en tal sentido, parece que el horizonte en el cual se engarzan es el de los Derechos Humanos. Sin entrar a discutir el carácter etnocéntrico de dichos derechos, el proceso de configuración de los mismos y su carácter netamente contradictorio, estamos de acuerdo con Kymlicka en que los derechos humanos han sido usados demasiado a menudo como estrategia de colonización. Como el mismo dice:
Las doctrinas de los derechos humanos no sólo no contribuyen a evitar esta injusticia, sino que pueden exacerbarla. Históricamente, las decisiones de la mayoría encaminadas a omitir el liderazgo tradicional de las comunidades minoritarias y a destruir sus instituciones políticas tradicionales han sido justificadas sobre la base de que esos dirigentes e instituciones tradicionales no eran democráticos. (169)
De hecho, para que los derechos humanos no sean un instrumento de opresión que debilite a los débiles, la comunidad internacional ha aceptado como conveniente que estos sean completados por varios derechos de las minorías (170) . Sin llegar a considerar en ningún caso que los derechos de las minorías son menos importantes que los derecho humanos propiamente dichos. No se trata de escoger un derecho u otro, ni privilegiar un derecho a la diferencia sobre un derecho humano concreto, más bien la estrategia consiste en salirse del dilema que nos obliga a escoger a través, como dice Kymlicka, no tanto de una complejización de los derechos en abstracto, cuanto en el desarrollo del derecho de forma contextualizada con las diversas problemáticas nacionales (171) . Al fin y al cabo tiene razón Kymlicka cuando afirma que cuanto más complejizamos las circunstancias más se nos imposibilita un ordenamiento armónico y uniforme desde el derecho.
El siguiente problema de las políticas de estatus que defiende Fraser es su insensibilidad a la diferencia colectiva. Al derivar a una mirada más liberal, parece compartir con los liberales su intransigencia respecto a la concesión de derechos diferenciados. Esta posición es claramente indefendible porque reorienta su análisis a un uniformismo igualitarista liberal que le hace ser insensible a los aspectos más avanzados del liberalismo cultural. De esta manera, el compromiso con la diferencia, aunque parece reconocerse en la descripción de las políticas de estatus, en el fondo acaba siendo vaciada de contenido y podada hasta su aniquilamiento. Quizás por eso la apuesta más firme de estas políticas son las políticas de paridad, pero como debe reconocer ella misma, el debate de la paridad es el debate de la identidades que se delegan y se representan y en tal sentido la transmisión de poderes en nada garantiza la defensa de la justicia para grupos con perdida notable de poder. Parafraseando a Habermas (172) , las políticas de paridad sólo valen lo que los grupos identitarios y contestatarios hacen de ello.
Parece ganarse posiciones en relación con la redistribución y el problema de los recursos. Se consigue reajustar el importante papel que tienen los recursos económicos para la autoestima y el reconocimiento mayoritario. Pero esta ventaja se dilapida al adoptar un modelo de debate en torno a los recursos centrado en la distribución. Como Marion Young ha señalado, el desarrollo liberal del paradigma de la distribución ha "operado con una ontología social que no da lugar al concepto de grupos sociales" (173) , ni siquiera para la distribución de la propia justicia. Esta distribución o redistribución de la riqueza al entrar en un modelo de estatus impide ver el contexto organizativo en el que la distribución se genera y lo hace a partir de presuponer un contexto que nunca se debate. Hablar de redistribución en el capitalismo no es hablar de estatus, es hablar de clases, género, etnia, geografía, etc. Es someter a evaluación la división social del trabajo y como decía Marx, no dejarse engañar por la retórica liberal que intenta situar el marco de análisis de las políticas y de lo político en el plano de la distribución bajo la mirada de un individualismo estéril:
Ha sido en general un error el haber hecho tanto aspaviento acerca de la así llamada distribución y haber puesto el acento en ella. Cualquier distribución, no importa cuáles sean los medios de consumo, es sólo una consecuencia de la distribución de las propias condiciones de producción. Esta última distribución, sin embargo, es un aspecto del modo de producción en sí. (174)
Sin lugar a dudas, sin una teoría articulada explícitamente del capitalismo y sin una teoría del Estado de Bienestar resulta difícil darle sentido a unas categorías que parecen moverse en un mundo de abstracciones perennes. Y es eso, justamente lo que difumina la descripción de las políticas de estatus.
Una última consideración al respecto. Si todo el peso de la crítica recae sobre las políticas de reconocimiento atrincheradas en políticas de identidad, ¿qué pasa con las políticas de redistribución? Si hacemos una traslación de la crítica a las políticas de identidad a estas políticas de redistribución, acabamos, si no interpretamos incorrectamente el asunto, aceptando el modelo de la movilidad social más funcionalista y dando razones más que fundadas para regalarles el debate en torno a la igualdad y la libertad a los liberales más conservadores. En el caso de las políticas de redistribución la ejecución de modelos de estatus acabaría en el convencional, inespecífico y consagrado principio de igualdad de oportunidades liberal. Un principio que habitualmente encontramos en las cartas magnas de los estados nación y que, como la mayor parte del derecho, su interpretación es tan laxa e inespecífica que actúa más como principio legitimador de los estados capitalistas que como real mecanismo de redistribución de la riqueza.
En cualquier caso coincidimos con Fraser en un aspecto, la complejidad de las políticas en torno a la justicia son de tal calibre que es necesario atenerse al contexto de funcionamiento para averiguar los impactos y las paradojas que se generan a partir de ellas.
Así como el pensamiento socialista revolucionario en su versión clásica fue trasladando sus estudios de la filosofía alemana a la política y a la economía, sus herederos más académicos, el denominado marxismo occidental, parece haber recorrido un amplio camino en un sentido contrario (175) . Han pasado de las cuestiones políticas y económicas a las cuestiones filosóficas, en particular a asuntos de estética. Pero en este tránsito las aportaciones a las críticas radicales del orden social no vienen sólo de la tradición socialista, la confluencia silenciosa y sorprendente entre los nietzscheanos del kulturpesimismo y las últimas aportaciones de la Escuela de Frankfurt son indicadores de que la hegemonía del marxismo declinaba y preparaba el terreno para que la izquierda naciente tuviera una pluralidad mayor de fuentes para la crítica social. Con la modernización y la consolidación del modelo económico y social capitalista, la extensión de la subjetivación individual, la ampliación de derechos económicos, políticos y sociales, y la consolidación de las democracias formales, la crítica nietzscheana parece bien situada para impregnar la heterogeneidad de los movimientos sociales (176) . En ese sentido, tanto la izquierda cultural (más intelectual) como la izquierda social necesitan de las dos tradiciones para producir narrativas antiopresivas con cierto sentido.
La nueva izquierda necesita configurar una teoría multiculturalista compleja a partir de la confluencia de un concepto de diferencia necesariamente sofisticado, lo que requiere situar no sólo una visión profunda de la opresión sino también una reelaboración del materialismo histórico que coloque una vez más la división social del trabajo como marco estructurador de diferencias transversales. Una teoría multicultural compleja requiere de un materialismo histórico también complejo y heterodoxo. El trabajo sigue siendo fundamental no sólo para la ubicación del sujeto social en una estructura, sino también en cuestiones relacionadas con lo simbólico como ha demostrado ya la sociología. Escindir cultura y economía es la mayor trampa en la que puede caer la izquierda culturalista. Cualquier discusión sobre la justicia esta forzada a decir algo respecto al trabajo como instancia que tiene que ver tanto con la distribución de recursos económicos como con los simbólicos.
En esta encrucijada la identidad es un concepto crucial. Su erosión continuada y su afirmación fuerte comprometen una teoría no sólo de la explicación sino también de la acción. Pensar en identidad es pensar en un término paradójico cuyo alcance, llegado un punto de reflexión, sólo puede ser comprendido si esta comprometido con la práctica inmediata. En ese sentido el acontecimiento socio-histórico y la coyuntura, en el marco de una experiencia concreta, hace calibrar el grado necesario en que esta herramienta puede emplearse. Hablar de la identidad como buena o como mala en abstracto no es más que literatura, una forma particularmente poco edificante de reproducir hasta la nausea la falsa confrontación entre cosmopolitas y balcanizadores. En este trabajo hemos intentado una aproximación al concepto de identidad indagando sus efectos en los debates de izquierda y sus comprometidos pasos con cada una de las versiones de la izquierda.
En la biografía de esa nueva síntesis requerida, los estudios de Fraser son un escalón importante y preciado de la izquierda. Es quien mejor ha sabido realizar la aproximación entre la herencia de Nietzsche y la herencia de Marx. Esa síntesis ha conducido, inicialmente, a un modelo sugerente pero demasiado abstracto, posteriormente, este modelo no ha parado de beber de las fuentes de un liberalismo igualitarista que compromete la esencia de la síntesis que sugerían sus primeras andanzas. Hemos hecho así un juicio crítico de su deriva y de los efectos negativos y positivos de su nueva mirada sobre la justicia. Lo peor, a nuestro juicio, es su forma de centrar al individuo como la unidad a partir de cual comprender las políticas; lo mejor es, sin lugar a dudas, el intento (de espíritu no opresivo) de captar -como dijo Sartre– "la verdad de la humanidad como un todo" (177) . Ese es el horizonte de toda dialéctica de la ilustración que no desee descarrilar.
Capítulo IV. El multiculturalismo de la complejidad.
"La prueba de una inteligencia de primer orden
es la capacidad de sostener dos ideas opuestas
en la mente al mismo tiempo y aun así
conservar la capacidad
de funcionar."
F. Scott Fitzgerald (6*)
El multiculturalismo de la complejidad surge de dos incomodidades fundamentales. La primera tiene que ver con la forma en la que el liberalismo, y en particular la tradición contractualista de J. Rawls y sus herederos, hace del tratamiento del principio de justicia bajo un paradigma de la distribución, como si lo único que hiciera falta para que una sociedad sea justa fuera establecer una distribución racional de bienes físicos y simbólicos junto a una serie de principios de reserva o excepción. Esta es, a nuestro juicio, una apuesta inútil porque se hace a partir de dos dificultades insuperables: se desarrolla desde la lógica del derecho y en contra de la sociología, como dicen Negri y Hardt, "no se basa en una elección política situada en un contexto histórico particular, sino en una elección política basada en un principio filosófico" ; y evita, tanto enfrentarse a las circunstancias de los procesos en los que lo sujetos existen, como al conjunto de elaboraciones simbólicas y discursivas que hacen de la idea de justicia un ente necesariamente complejo. Aunque los liberales culturalistas tienden a compensar este problema con un desarrollo del derecho diferenciado siguen sin captar la complejidad del problema de la idea de diferencia.
Por otro lado, la segunda incomodidad tiene que ver con la actitud política e intelectual de sectarismo que han tenido tanto grupos de la izquierda culturalista como sectores de la izquierda social. En el primer caso, la izquierda culturalista, en especial aquella más apegada al giro lingüístico, capta perfectamente las contribuciones de los postestructuralista al análisis del discurso y sus impactos intensos en la forma en que las palabras inducen formas de racionalidad escindidas, y hacen una suerte de activismo de departamento a través de los cuales sus producciones entablan combates políticos importantes pero a fuerza de escindirse de una izquierda más convencional. En el fondo, esto no es más que otra forma de distinción elitista e infructuosa que tiende a echar por la borda buena parte del patrimonio de la izquierda tradicional.
La izquierda social, posee también sus intelectuales en la academia, pero por el contrario, aunque tiene una composición compleja y su ideario se construye más sobre la contraglobalización que con la elaboración de un proyecto unitario propositivo, tiende a interpretar como mera retórica el análisis de lo discursivo. Para estos, puede que los postestructurales tengan una visión interesantemente conspiradora de la vida y el lenguaje, pero tan abstracta que en nada ayuda a los problemas fundamentales que pretende combatir la izquierda.
Es esa escisión la que el multiculturalismo de la complejidad desearía llenar. Demostrar a unos la importancia de recuperar un patrimonio que algunos se empeñan en enterrar, y a otros, que disponemos de más herramientas de las que creen para abordar esos problemas y otros nuevos que nos desafían. Este multiculturalismo puesto que se piensa desde el contexto de un debate intenso de la cultura, con un patrimonio de más de cuatro décadas de trabajos, comprende la realidad de una forma muy distinta a como la entendían los viejos revolucionarios de las primeras internacionales. El mundo es otro y es obviamente más pequeño que en una época de conquista y colonización. Pero siendo el mundo más pequeño, la acción sobre el mundo se nos representa más imposible, es esta paradoja también lo que este concepto desafía puesto que es la desilusión el espíritu con el que convivimos temporalmente.
En este trabajo haremos un recorrido en torno al patrimonio de la izquierda en clave de reconciliación (no de reapropiación), e intentaremos definir mejor eso que llamamos multiculturalismo de la complejidad. Con frecuencia, aquello que se patrimonializa puede ser contradictorio, pero eso es signo de que lo que se patrimonializa corresponde más con la propia vida y las distintas miradas que vertemos de ella, que con contradicciones insalvables que no podamos superar. Y de estar nosotros en un error, y ser efectivamente insalvables, indicar el camino para que esa contradicción sea resuelta en un futuro.
El materialismo histórico tradicional de la izquierda revolucionaria supone una de las herencias más fecundas del pensamiento socialista del XIX. Su propuesta pretende desarmar la opresión en el terreno social, económico e ideológico a fuerza de construir una narrativa sobre la opresión de clase fuertemente emotiva y críticamente sólida. Al ubicarse desde una filosofía de la conciencia, el sujeto social aparece como objeto primario históricamente configurado al margen de la importancia de los discursos. Dándose una suerte de naturalismo materialista que elude el problema de la fluctuación de los discursos y la pregunta en torno al carácter fundacional de su propia narrativa. El marxismo se comprendía a sí mismo como la explicación más racional y crítica de la civilización occidental. La clase es la herramienta fundamental para analizar la historia, es su llave (180) . A partir de aquí la filosofía de la sospecha se despliega indagando en los avatares históricos y en los enfrentamientos entre contendientes dialécticamente cambiantes. La vida social se torna así comprensiva en su dinámica económica, política y social, una dinámica que se comprende para intervenir en ella, para cambiarla, transformarla y hacer a los seres humanos dueños de sus propios destinos. La historia de la lucha de clases hace enseñorearse al sujeto racional y promete organizar el mundo una vez que los oprimidos ganen la batalla. La afirmación de los peor situados será la fuente de reconciliación colectiva. La dialéctica se torna útil para comprender los conflictos en la vida social al margen de las preguntas por las comprensiones simbólicas y discursivas de los acontecimientos. El socialismo sigue siendo una herramienta insustituible para preocuparse por algunas fuentes del conflicto social. Sus límites problemáticos son un objetivismo naturalista (los actores son construidos históricamente como sujetos dados y no como sujetos atravesados por una dinámica distinta a la de la vida social, la de los discursos), un pensamiento totalizador y egocéntrico (cuya única forma de opresión destacable es la explotación del plustrabajo a lo largo de la historia y el conflicto entre clases, dejando de lado otras formas de opresión también importantes) (181) .
La genealogía y la deconstrucción son dos herramientas del pensamiento postmoderno que intentan desvelar los mecanismos de opresión en el amplio y heterogéneo terreno de la cultura. Sus críticas a las narrativas totalizadoras, a las formas de racionalidad, a la ciencia, ubican en el centro del escenario intelectual el discurso y la superación de la filosofía de la conciencia. No existen objetos naturales antes del discurso, de hecho sólo hay historia y memoria desde que hay palabra, una palabra cuyo devenir obedece a leyes que están más allá de nuestra comprensión inmediata (el tiempo del discurso no es nuestro tiempo (182) ). Todo intento de atarlo firmemente al campo empírico de nuestra interpretación de la realidad social es precario, todo intento de hacer de un texto su interpretación verdadera es un absurdo, la noche de los tiempos oculta sus significados más profundos. El discurso es la clave de una historia discontinua y llena de sobresaltos que van más allá de un sujeto centrado, estos sobresaltos son mutaciones producidas a partir de modos de percepción que conquistan y ocupan a los sujetos en tiempos dispares. La vida social se entiende así, como el epifenómeno de un rumor más subterráneo, una vibración oculta del significado que se bifurca, cambia, se vuelve escurridizo y fluye en un mar simbólico atormentado del que los sujetos no son más que navegantes con timón pero sin brújula. La lucha de discursos hace morder el polvo al sujeto racional y no se compromete organizar un mundo mejor porque los oprimidos siempre tendrán condiciones para poner sus propias reglas del juego en una batalla en la que la afirmación es negación. La genealogía y la deconstrucción se tornan útiles para explicar los conflictos en la construcción de la racionalidad, su vinculación con formas de autoridad y moralidad ocultas en el terreno de la cultura. Los conflictos en los que aporta una mirada fundamental tienen que ver con conflictos sociales fuertemente vinculados con el reconocimiento y la diferencia. Sus límites problemáticos son el constructivismo radical (que sitúa al discurso por encima de toda realidad empíricamente dada) y su carácter disolvente (paradójicamente se elabora a partir de una crítica autorreferencial).
A nuestro juicio, aunque los presupuestos desde los que se piensan la historia son fuertemente discrepantes, la historia debe ser pensada con ambas herramientas a la vez. Y esto es así porque en ambos casos captamos la valiosa aportación que cada mirada establece sobre lo que somos, como nos construimos y como nos construyen. Ambos son pensamientos fundados en la sospecha de una opresión que nos doblega y tienden a ver en la vida del significante y la vida social un mundo saturado de formas limitantes. Romper las fronteras de las denominaciones, erosionar las identidades, romper los marcos de normalización, por un lado, y acabar con la explotación de los seres humanos para crear un mundo nuevo, constituyen las dos utopías de una izquierda nueva. Aunque en el caso de los postmodernos la actitud sea más pesimista que la del marxismo revolucionario, al fin y al cabo a la hegemonía de un orden significante lo sustituye otro, la esperanza en todo caso es que lo que lo suplante sea, con mucho, menos limitante que lo que existía. La utopía de un mundo mejor cimentado sobre bases más sólidas y solidarias queda así comprometido con poner en su horizonte la advertencia del respeto a las identidades paralelas, el derecho diferenciado individual y colectivamente, y el empuje de la autodeterminación a partir de lo simbólico.
Un concepto clave aquí es la materialidad. ¿Qué concepto de materialidad manejan ambas corrientes? Para el materialismo socialista la clave de su conflicto residía en la necesidad de desprenderse de dos problemas fundamentales: el materialismo abstracto que no contemplaba la actividad humana como pieza central en su interpretación y el materialismo encarnizado contra un idealismo empeñado en situar la conciencia por delante del mundo real (183) . Para el postmodernismo, el materialismo esta fuertemente cuestionado por tres elementos: la primacía del lenguaje en su interpretación, el carácter constructivista de su propuesta y la radical incomodidad con lo dado como natural ("no hay ninguna naturaleza, sólo existen los efectos de la naturaleza: la desnaturalización o la naturalización", J. Derrida (184) ). En el debate entre el sujeto y el acto de significación los postmodernos tienen claro que valoran el segundo no como un retorno al idealismo sino como el descubrimiento de una materialización nueva:
Yo propondría, en lugar de estas concepciones de construcción, un retorno a la noción de materia, no como un sitio o superficie, sino como un proceso de materialización que se estabiliza a través del tiempo para producir el efecto de frontera, de permanencia y de superficie que llamamos materia. Creo que el hecho de que la materia siempre esté materializada debe entenderse en relación con los efectos productivos, y en realidad materializadores, del poder regulador en el sentido foucaultiano. (185)
En cualquier caso, los constructivistas están obligados a sentar las bases sobre los pilares del discurso o sobre los pilares de una objeto dado a la realidad más allá del lenguaje. Como se niegan a esta última operación, la resultante es inevitablemente el discurso como matriz de inteligibilidad. Tratar de retornar a la materia como algo primigenio es ocultar que su accesibilidad esta preñada de compromisos discursivos, que no hay objeto sin historia y por tanto sin relato segregador y excluyente. Como dice Butler, "contar con el concepto de materia es perder la exterioridad que supuestamente afirma el concepto" (186) . Pero estas afirmaciones son importantes en el terreno de la cultura para desfetichizar las categorías, desvelar la moral intrínseca de su violencia simbólica y física, revelar el acto performativo (187) que la autoriza a producir una realidad (ejemplo de ello son los trabajos de J. Butler sobre el carácter también cultural del concepto de sexo en el tandem sexo-género) (188) . En el terreno del análisis de la vida social humana pensar en un concepto sin exterioridad, o en procesos de materialización impersonales no ayuda a comprender porque determinadas decisiones económicas, políticas o sociales siguen el curso que siguen. Se podrá decir siempre que esos que dicen tomar decisiones lo hacen por inercias de un discurso o un universo perceptivo en el que el discurso hace su presencia, pero lo hace también empujado por demandas y urgencias no directamente discursivas (aunque llegados a un extremo todo es discurso).
Un ejemplo de lo que queremos decir lo tenemos en la magnífica explicación sobre la escala de salarios que Lindhart describió en su famoso libro De cadenas y de hombres. En este trabajo de investigación, recordemos, un joven revolucionario protagonista de las revueltas del Mayo del 68 en París decide realizar una investigación en torno al trabajo industrial en una fábrica francesa de automóviles (Citroën). El relato consiste en la descripción de su incorporación a la fábrica, la ocultación de su ethos de estudiante universitario y la experiencia vivida de meses de trabajo en la escala más baja de operario. Uno de los elementos que se describe es la escala de salarios. Antigua estrategia empresarial consistente en pagar por el mismo trabajo de operario salarios distintos en virtud de estatus asociados a diversas características, de esta manera el empresariado consigue fragmentar las resistencias y reivindicaciones de la fuerza de trabajo erosionando aspectos fundamentales de su identidad (la condición de explotados). Lo curioso del caso en esta descripción es que el criterio diferenciador (aquí la diferencia funciona como estigma) y estratificador era la siguiente:
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