3. El liberalismo y el multiculturalismo
Una buena parte del liberalismo siente una profunda desconfianza hacia un sociedad que se proyecta con efervescencia democrática. Con fuerza para romper las fronteras de la ciudadanía e incluir los derechos sociales y económicos como parte de esa ciudadanía sustantiva de la que ya hablamos. Hemos visto como esto se ha traducido por parte del pensamiento liberal en una desconfianza que se traduce en reclamo de despolitización de la sociedad, la economía y la propia política. Diagnostica que la clave de las nuevas anomias sociales se concreta en una cultura del reclamo que se fundamenta en la desresponsabilidad de la ciudadanía para con las bases que sustentan las condiciones estructurales de nuestras sociedades. Pero esta visión de la cultura, aunque en sus formas básicas permanece como suelo desde el que erosionar al Estado, no es más que un momento de crítica ligado al estancamiento económico de los años setenta (la llamada crisis del petróleo). Con el triunfo del orden económico y social capitalista, y la derrota del llamado socialismo real, se han sentado las bases de un cambio de imagen con respecto a la cultura
Uno de los rasgos más característicos de la representación de la cultura por parte del liberalismo es que la intenta comprender desvinculada de su fetichización mercantil. Siendo el mercado un fenómeno complejo por universal (en especial a finales de este siglo) la cultura se representa habitualmente de dos formas: o bien como el idealizado vínculo que permite el contacto entre culturas sin necesidad de establecer renuncias a cambios culturales propios; o bien como ámbito expansivo que trasciende las fronteras y los espacios culturales para constituir algo así como una ciudadanía universal. En ambos casos queda disuelta la imagen de la cultura como progresiva fetichización de los espacios propios identitarios en constante progresión de un mercado que consolida su carácter planetario. Para los liberales es impensable escindir cultura de mercado. Y en buena medida tienen razón (a poco que investiguemos en los territorios de la antropología o de la sociología de la cultura nos damos cuenta de que cultura y mercado son ya casi inseparables para gran parte de la humanidad: esto es así porque uno de los rasgos esenciales de la cultura es su capacidad de fusión, y uno de los rasgos fundamentales del mercado es su capacidad para expandirse), sólo que se ciegan al ver en este proceso algo sin contradicción esencial, algo que tiene connotaciones sólo positivas y en ningún caso negativas o, al menos, contradictorias para el orden internacional.
El primero de los elementos descritos, es poco más que un canto de sirena que imagina una representación planetaria repleta de civilizaciones que pujan por proyectarse en un ámbito de competencia internacional, como si el mercado permitiera comunicaciones sin injerencias o pérdidas de poder en un marco obvio de suma-cero (37) . El segundo expresa con claridad la línea dominante en estas interpretaciones del papel de la cultura por parte de algunos liberales. Para estos la lógica de la acumulación de capitales expresa con optimismo la conquista de un mundo que empieza a verse limitado en este grandioso proceso de crecimiento de finales de siglo. De aquí derivan a su vez dos representaciones: la pesimista, es aquella que en momentos de crisis de corto alcance se atrinchera en los límites de lo nacional para recabar fuerzas y coherencia de cara a superar la crisis (en estos momentos el pensamiento liberal se vuelve más nacionalista, confiando más en la cultura como tradición); la segunda representación es la optimista, en este caso todos los temores quedan hechizados por una concepción planetaria del crecimiento y sometida a la lógica de la expansión de capitales, su optimismo es tal que ve lo nacional (generalmente el "otro" nacional) como limitación a su propio crecimiento, y en este sentido la cultura se representa como un subproducto de la resistencia local a la modernización del mundo (toda la filosofía del GATT entra dentro de este marco de comprensión). Es en este sentido, que el discurso expansionista de una cultura del mercado mundial y de la constitución de una ciudadanía universal corresponde al proceso de la globalización neoliberal (38) , el cual se articula sobre el imaginario del crecimiento indefinido y la superación definitiva de la crisis.
Quizás por todo ello, los liberales se manejan con cuidado cuando se trata de hablar de nacionalismo. Para ellos, la modernidad socava las bases de la identidad nacional de manera inexorable. Pero cometen un error de fondo al pensar que la expansión de la autonomía individual esta en contradicción profunda con la cultura nacional. Este error toma su presencia de un conjunto de visiones distorsionadas sobre la conformación de la cultura y el significativo papel que el Estado ha jugado en ellas. Así por ejemplo, Michael Walzer, destaca dos perspectivas universalistas del liberalismo democrático frente a la multiculturalidad: el llamado primer liberalismo, que caracteriza la posición del Estado como ejercitante de políticas neutras con respecto a la diversidad ("…un Estado sin perspectivas culturales o religiosas o, en realidad, con cualquier clase de metas colectivas que vayan más allá de la libertad personal y la seguridad física, el bienestar y la seguridad de sus ciudadanos" (39) ), es el modelo de la separación iglesia-estado. El segundo liberalismo, permite que el Estado tome partido por propuestas político-culturales de diversa índole siempre y cuando se protejan los derechos individuales y no se obligue a aceptar valores culturales promocionados por las administraciones públicas ("Estado comprometido con la supervivencia y el florecimiento de una nación, cultura o religión en particular" (40) ), es el modelo de cualquier apuesta pública en el terreno de la educación.
Esta doble caracterización, oculta esta confusión de la que hablamos. Al pensar la autonomía individual como abstracción al margen o en oposición a la cultura (percibida aquí como lastre tradicional que limita la libertad), los liberales olvidan que la autonomía individual es un producto histórico indisociable de la conformación de la cultura y la tradición occidental. De hecho, la autonomía individual, es hija de esa cultura que con tan mal rostro se representa. Además, una somera revisión historiográfica rompería con ese imaginario de un Estado neutral que no toma partido por apuestas políticas y socioculturales concretas. De hecho, el nacimiento del Estado-Nación, es incomprensible sin el ejercicio legítimo de una violencia que fuerza las condiciones de sociabilidad para articular una nación y unos mercados, a través de lo que se denomina, el desarrollo de la "cultura social" (41) . La despolitización no es una realidad asequible a la función del Estado. La propia función de reproducción social, hace añicos cualquier posibilidad de pensar una sociedad equilibrada por el simple ejercicio de unas libertades individuales arbitradas por un Estado que se mantiene al margen. En ese sentido, toda concepción de liberalismo, que sostenga con principios sólidos los límites de su reflexión debe entrar a aceptar con claridad que no existe más modelo liberal de enfrentar al multiculturalismo que el llamado segundo liberalismo. Un Estado es un proyecto, y un proyecto implica violencias (simbólicas y físicas), tal es su sentido, tal es su reclamo.
Pero las identidades nacionales no perderán relevancia. Aunque la modernidad establece las bases para socavar la cultura nacional y difundir la autonomía individual, lo cierto es que tal proceso se torna siempre inacabado. Al disociarse modernidad y modernización, al no poder cumplir la agenda de desarrollo que las propios estados reclaman, la identidad de la autonomía individual correrá pareja a las condiciones frustradas de desarrollo de esta autonomía, dando como resultado una contradicción fundamental no entre ambas, sino desde ambas. Pues como ya advertimos, toda autonomía individual se hace inteligible desde una cultura nacional o local propia. Como explica convenientemente W. Kymlinka:
El deseo moderno de libertad y autonomía lejos de debilitar el compromiso de la gente con su propia identidad cultural, lo ha reforzado en muchos casos. La gente que valora su autonomía valora también su cultura nacional, ya que su cultura nacional aporta el marco más importante dentro del cual desarrolla y ejercita la gente su autonomía (42)
Como defiende este mismo autor, el liberalismo no es más que un producto de un pasado antiliberal, una construcción intelectual avanzada en un tiempo con pies de autoritarismo. En ese sentido hablar de culturas antiliberales y culturas liberales no es más que construir catálogos etnocéntricos y juicios atemporales sin entender la memoria de la dialéctica de la dominación internacional sobre la que se constituye.
Este enfrentarse a la cultura con grandes dosis de universalismo ha desarrollado una cierta insensibilización del pensamiento liberal con respecto al multiculturalismo y el problema de la diferencia. Como el enemigo ha sido tradicionalmente el ideario socialista, el problema de la diferencia se ha comprendido tradicionalmente como preocupación por las políticas de redistribución. Así por ejemplo, como comenta Rodríguez con relación al pensamiento de Von Mises:
Los hombres somos naturalmente desiguales y esas desigualdades no pueden ni deben eliminarse en tanto que forman parte de la inevitable y necesaria diversidad humana (…) la única igualdad que necesitamos y a la que, por tanto, cabe legítimamente aspirar en una sociedad libre y justa es la igualdad ante la ley, la igualdad de derechos jurídicos y políticos (43)
Así, desde hace mucho tiempo, el multiculturalismo liberal cuenta con herramientas que le permiten sentar las bases para pensar la diferencia en clave de diversidad, y la diversidad en clave de desigualdad natural. Dado que todas las personas contamos con cualidades distintas, con competencias disímiles, la diversidad es en realidad un reflejo natural de las cosas, que se traduce en un marco de igualdad ante la ley e igualdad de oportunidades (no de resultados), en desigualdades más que justificadas. De hecho, la multiculturalidad no es más que la expresión de esa autonomía individual de la que gozan todos los ciudadanos, mediada por la historia de unos logros que se convierten en expresión de su devenir como seres humanos. Aquí, el poder se representa como capacidad individual en un marco regulado por la ley, jamás se representa como fenómeno que atraviesa sujetos colectivos, o se ejercita una mirada sobre la relación entre cultura y dominación más allá de la precavida advertencia de que el Estado no debe inmiscuirse en el devenir conflictivo del libre ejercicio de las libertadas y derechos civiles y mercantiles.
El reclamo de la diversidad trabaja en muchos casos a favor de la similitud (seres humanos, sólo existe una raza: la raza humana, etc.), pero en no pocos casos lo encontramos como fuerte abanderado de la diversidad. De hecho, es este multiculturalismo liberal de la diversidad, el que con más presencia se hace fuerte en el debate del multiculturalismo en el terreno de la sociología de la educación y la cultura. Este multiculturalismo no proclama con fervor la expansión asimilacionista de la cultura occidental como gran conquista de la humanidad, no habla de la necesidad de una ciudadanía postnacional, más bien, realiza una exaltación de la diversidad cultural en clave de lucha contra los prejuicios y las imágenes que definen en forma de tópicos a los "otros". Su afirmación culturalista, como dicen Kincheloe y Steinberg (44) , tiene el gusto postilustrado por despertar el orgullo por las diferentes tradiciones, pero desde un plano estrictamente exótico y fetichista, confundiendo la afirmación psicológica del sujeto con la necesidad política de estos por afirmarse. Pero desde ningún postulado se realiza una autocrítica de la historia que han propiciado diversos tipos de dominación y explotación humana (clase, etnia, genero, raza, religión, nacionalidad, etc.). La historia del sufrimiento humano no se entiende desde las condiciones estructurales de una organización social profundamente injusta, sino más bien desde el malentendido culturalista que puede resolverse a base de diálogo y comprensión.
Es este multiculturalismo, el que domina el concepto de cultura para establecer los campos de comprensión de las explicaciones de los fenómenos sociales. Es este sujeto intelectual, el que se empeña en pensar la cultura en solitario, como si todo conflicto pudiera ser interpretado en clave de incomprensión. Que duda cabe que la propensión a ver en la cultura el pilar que explique los problemas fundamentales del mundo contemporáneo, ya sea en forma de choque civilizatorio o en forma de falta de tolerancia y buenas intenciones ilustradas, tiene por solución la dialéctica de la multiculturalidad tramposa: aquella que sitúa la cultura en el eje de las soluciones a través de la diversidad y proclama la necesidad, en una época de expansión capitalista depredadora, de una ciudadanía abierta y tolerante. Así, junto a la paradoja del nacionalismo liberal, descrita por W. Kymlicka: "Cuando una cultura se hace más liberal, es cada vez menos probable que sus miembros compartan la misma concepción sustantiva de la buena vida y es cada vez más probable que compartan valores básicos con gentes de otras culturas" (45) , se produce la paradoja antiliberal capitalista, aquella que al exportar modernidad junto a una modernización insuficiente, crea las condiciones para que la ideología de la autonomía individual, se ligue a la cultura nacional en clave de conflicto con un orden social que es incapaz de realizar esta síntesis fuera de las fronteras de Occidente.
Se hace imprescindible por tanto, pensar la cultura y la asimetría del poder conjuntamente. Esta asimetría es ininteligible sin un marco de interpretación que tenga presente la economía política. Así, escindir globalización económica y globalización cultural, contribuye a la sinfonía de incomprensiones y complicidades ideológicas diversas (46) . Muchos autores han denunciado ya que la globalización es una "máquina estratificante" (47) , que opera no sólo para borrar las diferencias, sino también para reordenarlas a fin de producir nuevas escisiones. En tal sentido las cifras hablan por sí solas: los procesos de urbanización y metropolización a escala internacional (en 1950, el 29% de la población mundial vivía en zonas urbanas, cifras que alcanzaron el 44% en 1994 y se estima que alcanzará el 61% para el año 2005 (48) ); los procesos de desigualdad internacional (el número de personas en situación de pobreza absoluta habría aumentado al mismo ritmo que la población mundial, según datos del Banco Mundial (49) ); un desequilibrio mundial en el contacto cultural (América Latina ocupa el 0,8 de las exportaciones mundiales de bienes culturales teniendo el 9% de la población mundial, en tanto que la Unión Europea, con el 7% de la población mundial exporta el 37% (50) ), etc.
Tampoco debemos quedarnos en el estudio de las contratendencias culturales y la crítica de la racionalidad al por menor, debemos desvelar los juegos que establecen campos de visibilidad que contribuyen a desresponsabilizar al capitalismo de sus profundas contradicciones. El discurso liberal posee un alcance de comprensión que está más allá del sentido común en las sociedades actuales, nutre con frecuencia a la prensa de argumentos a favor de su mirada. Pero esa mirada es tramposa y unilateral, y extrae su fuerza de una forma particular de ocultar y hacer visible los fenómenos que la cuestionan. Encontramos un ejemplo paradigmático de lo que queremos decir en los sucesos de El Ejido y especialmente en la cabalgata de opiniones, discusiones y controversias surgidas al calor de los acontecimientos.
San Juan de la Cruz describía los ejidos como "un lugar común, donde la gente se suele juntar a tomar solaz y recreación, y donde también los pastores apacentan los ganados" (51) . Aquí El Ejido dista de representar algo tan bucólico como un lugar de recreo o encuentro campestre, más bien, y a tenor de lo acontecido en los primeros días de febrero del año 2000, el pueblo de El Ejido se ha convertido en la referencia de un enfrentamiento civil de gran impacto en España.
El Ejido es un pueblo de Almería que se encuentra en el sur de la península Ibérica (Andalucía). Tierra desértica que conoció la aniquilación de los indios norteamericanos a través de los spagetti western que allí se rodaron. Años han transcurrido desde que la industria del cine ha abandonado el lugar y la economía local ha enfocado su desarrollo hacia la agricultura capitalista de invernadero. Allí, cientos de inmigrantes de otras provincias cercanas primero y magrebíes después hicieron crecer la industria agrícola de frutas y hortalizas al mismo ritmo que aumentaba la población de la zona en condiciones infrahumanas. La sustitución de mano de obra nacional por la de inmigrantes norteafricanos ha sido progresiva conforme los niveles de vida de la población española han ido aumentando y estableciendo las condiciones para que los españoles hicieran oídos sordos a cierto tipo de trabajos de peonazgo muy mal pagados.
La escabrosa y riesgosa (por ilegal) huida del norte de Africa tiene mucho que ver con la búsqueda de mejores condiciones de existencia de una población norteafricana alejada de las ventajas de la modernización. El desarraigo que supone la huida al norte se ve compensada en el mejor de los casos con la posibilidad de aumentar el nivel de ingresos y la necesidad de enviar recursos a sus propias familias en su país de origen. Son de hecho las condiciones de la división internacional del trabajo y el ciclo de concentración de la riqueza a nivel internacional las que engendran las condiciones de un contacto cultural distorsionado por disimétrico. De la misma manera que ayer los andaluces acudían a la campiña francesa para las diversas zafras (fresas, duraznos, etc.), el norteafricano acude hoy a los invernaderos almerienses para mejorar sus condiciones de vida.
Son las mismas condiciones de clandestinidad las que limpian el camino a todo tipo de abusos y violaciones a los derechos humanos. La misma llegada en pateras a través de mafias organizadas y la resistencia del Estado Español a conceder a estas personas un estatuto de reconocimiento civil (recordemos las indignantes declaraciones de un famoso ministro del gobierno afirmando que los ilegales no existen en España, si son invisibles es imposible intervenir sobre ellos incluso desde el punto de vista de sus necesidades) sentaron las bases para el conflicto. Es el repliegue y la inhibición del Estado el cómplice principal en el establecimiento de este contacto cultural tan desigual. Dejemos espacio a algún relato local:
Podemos empezar recordando cómo empezó nuestro pueblo, seguramente mi abuelo Gracián, que esta semana hubiera cumplido 95 años, lo habría hecho fenomenal. El pueblo de El Ejido ha sido siempre muy buena gente, muy noble, muy trabajador y emprendedor. Con pocos y escasos recursos han investigado e invertido todo lo que tenían para sacar sus familias adelante. La primera generación ha sido la más dura, no tuvo tiempo para la formación, sólo para trabajar el campo, las antiguas parras y después los primeros invernaderos. Los padres, los hijos, todos dedicados al campo, de sol a sol, sólo con sus manos. Se crearon las primeras comercializadoras, las alhóndigas, y después las cooperativas, ahora las nuevas SOCC y SAT. Este pueblo, con una fuerza imparable, dio paso a todo clase de comercios relacionados con la agricultura; se instalaron bancos y demás servicios paralelos, y las instituciones necesarias para su propio desarrollo. Por supuesto, hubo una gran avalancha de gente en los años 70 y 80 de todas las comarcas limítrofes, así como inmigrantes de distintas razas (…) 70 etnias diferentes en 30 km. es algo muy poco usual… (52)
No todos los norteafricanos son ilegales, se estima que al menos la mitad tienen permisos de residencia o están pendientes de adquirirlo. Pero una buena parte de los inmigrantes sí esta en situación de invisibilidad para el Estado. De hecho es esta circunstancia la que permite a los empresarios agrícolas explotar la fuerza de trabajo humana en condiciones de máxima rentabilidad y mínimo coste de inversión laboral. Este rápido y certero negocio esta contribuyendo de forma destacada a alzar a la región almeriense a uno de los primeros puestos en la renta per capita del sur de España. Las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo en estos invernaderos son terribles. Acuerdos verbales sin contrato legal (trabajo negro que no cotiza a la seguridad social e incumple la legislación laboral al completo), rentas del trabajo por debajo del salario mínimo interprofesional, jornadas intensivas de zafra, paros forzados por ciclos agrícolas, condiciones de trabajo peligrosas e insanas (los invernaderos llegan a superar en muchos casos los 40º centígrados), etc. Por otro lado, las condiciones de existencia fuera del horario de trabajo, se caracterizan por la convivencia masiva en espacios reducidos (naves, pisos deteriorados, barracones insalubres, sin higiene y con un desequilibrio de género manifiesto, se estima que cerca del 90% de los inmigrantes sin papeles son varones), con ingresos precarios que se ven menguados por la necesidad de enviar sustento familiar a los países de origen, es decir, con condiciones para enfrentar el contacto cultural que los sitúa o en la pura marginalidad o próximo a la misma. El Ejido era prácticamente, "Eldorado del trabajo clandestino, de la superexplotación" (53) .
Los empresarios argumentan que ellos no son los responsables de la descapitalización de sus mismos peones, que no son responsables de la oleada de inmigrantes sin papeles que atraviesan el estrecho de Gibraltar, o que los trabajos como braceros cuesta mucho formarlos porque los africanos no saben lo que es una mata de invernadero, no saben cuidarla, rompen numerosas matas y todo esto es un coste añadido al negocio agrícola. Pero pese a este tipo de argumentos, son los primeros en callar frente a la situación de terrible ilegalidad a que se ven sometidos los peones que contratan.
En estas condiciones, a principios de febrero de año 2000, la muerte de una muchacha, Encarnación López "a manos de un inmigrante magrebí" (54) , días después de otro siniestro ocurrido entre los invernaderos (55) , sueltan la chispa que dispara el enfrentamiento civil entre población local e inmigrantes. La llamada "caza del moro" se concretó en enfrentamientos entre grupos de uno y otro bando, con la ruptura de inmuebles y negocios ligados a los inmigrantes, destrozos de vehículos, quema de invernaderos, palizas, la sede de la organización Almería Acoge fue saqueada, etc. Buena parte de los inmigrantes magrebies huyeron a zonas en las que se consideraron a salvo de la cacería, mientras que la atenta mirada de la policía hacía honores a su función de convidado de piedra. Sólo cuando la situación de violencia se extendía en tiempo y lugar, las fuerzas de seguridad del estado se vieron forzadas a intervenir con tímidas detenciones que no tuvieron trascendencia.
"¿Qué ha sucedido en este país?" Se preguntaba la prensa vespertina. Nos acostamos siendo los más solidarios de Europa y nos levantamos con el fantasma del racismo a la mañana siguiente. La presencia de la ultraderecha en el Gobierno de Haider, y lo ocurrido en el sur de España de repente adquirieron un sentido unitario. Las acusaciones sobre el pueblo de El Ejido se elevaron como un coherente clamor: ¡este pueblo es racista! De donde se deduce que el conflicto allí vivido es fundamentalmente un choque civilizatorio por supuesto (para qué buscar explicaciones sociopolíticas si esta ahí la cultura, si esta ahí el "hecho islámico" (56) ). Para algunos, el homo islamicus anda suelto y resulta necesario ponerlo una vez más en su lugar. Para otros, la serpiente del fascismo y la kristalnacht (57) vuelve a recorrer Europa haciendo doblegar a la civilización más avanzada su rodilla en el barro del desgarro ultranacionalista.
El Ministro portavoz del gobierno español, J. Piqué, medió en el asunto intentando tranquilizar a los sectores más xenófobos del electorado conservador, mandando el mensaje subliminar de que la responsabilidad de las agresiones de ese tipo no corresponden en última instancia al agresor, que vive en su propia casa, sino al agredido que desea compartirla. Lo que recuerda sin lugar a dudas a la posición de algún liberal radical (libertariano), como Rothbard, justificando la violencia defensiva como herramienta para limitar la violencia del agresor, como expresa Rodríguez: "Rothbard indica que la única violencia que viola la libertad negativa de los individuos es la violencia física agresiva y no la defensiva, pues cree que la violencia física como defensa ante una agresión es perfectamente legítima y no supone una violación de la libertad del agresor" (58) . Pero, ¿quién define qué es violencia y quién lo que es violencia agresiva, defensiva, legítima o ilegítima si no son los poderes del Estado…?
Para la mayoría de la población autóctona el problema no es exclusivamente de incomprensión cultural, no rechazan necesariamente la cultura ni el origen de los inmigrantes sino más bien las consecuencias de su marginación y falta de integración social. La descomposición social es producto de unas condiciones materiales de existencia que propiciaron el desencuentro hasta convertirlo en enfrentamiento civil. Un enfrentamiento multiétnico que es el resultado y no el origen del fenómeno descrito. De alguna manera las famosas tesis del choque civilizatorio del conservador Huntington (59) , ha propiciado la puesta de largo de la cultura como fenómeno sobreexplicatorio de cualquier análisis de los conflictos (ahora llamados desencuentros). Es posible que este elemento sirva de justificación a la administración norteamericana para establecer el perfil de sus ingerencias estratégicas en este mundo unipolar. Pero en nada contribuye a clarificar los problemas que esta modernidad arrastra. Esta administración, tan acostumbrada a ser autosuficiente en el fondo y en la forma para enfrentar los conflictos y los derechos, ha mostrado tener un gran aprendiz en el actual presidente de España, un hombre resolutivo cuyo primer acto político en la presidencia del gobierno fue: fletar un avión con varios inmigrantes (a los que se les inyecto sedante), y enviarlos a algún país del continente africano. Cuando se le preguntó por la violación de los derechos humanos, respondió: "Había un problema y lo hemos solucionado" (60) .
"No hay mejor ejemplo en el mundo de lo que significa un equipo multiétnico, multirracial, multicultural que el ejército de los Estados Unidos. Basta mirar a los hombres y mujeres que hay aquí reunidos". Hillary R. Clinton (Intervención en su visita a las tropas estadounidenses destacadas en Bosnia, en marzo de 1996). (61)
Si un ejército es la condición y el modelo de la convivencia multiétnica, multirracial y multicultural, es que realmente es una gran pista del multiculturalismo que nos espera. Un multiculturalismo aniquilante que sienta las bases de su condición sobre la prosaica y alienante disciplina castrense. En un mundo desencantado, con la racionalidad instrumental en su máximo esplendor, resulta fácil reconocer en los ejércitos la vanguardia del futuro. De hecho, ya K. Marx y F. Engels, situaban en los ejércitos las vanguardias burocráticas que experimentaría el mundo venidero (62) . No compartimos de ningún modo que este sea necesariamente el futuro de la multiculturalidad, aunque si vemos rasgos homogeneizantes que señalan hacia ese punto. Pero necesitamos tener presente que la historia es tan abierta como imprevisible y que recuperar la esperanza es la primer condición para enfrentar un futuro incierto.
Hemos intentado explorar los problemas que se ligan a un desarrollo desmesurado del multiculturalismo en su vertiente más liberal. Hemos intentado destacar, que es una variante de este liberalismo el que sienta las bases del sentido común sobre la diversidad, a costa de ocultar las terribles contradicciones que el mercado genera. El desgarro entre modernidad y modernización, está en el fondo de un conflicto civilizatorio que tiene más que ver con la economía política que con el choque entre culturas antagónicas. Algunos multiculturalismos nos ha abierto los ojos respecto a procesos y espacios de dominación que no conocíamos, hemos comprendido que el dolor por la falta de reconocimiento puede ser tan terrible como la explotación o la esclavitud, pero hemos comprendido también, que buena parte de las reivindicaciones por el reconocimiento no son nada si no van acompañadas de unas políticas de redistribución.
Aunque la cultura esté de moda, no creemos que tal fenómeno derive necesariamente en la fragmentación de los sujetos civiles de cambio y en la fetichización de unas luchas concebidas como distraídas de lo fundamental (como afirma Eric Hobsbawn: "La izquierda no puede basarse en la política de la identidad" (63) ). La ciudadanía social está amenazada y son muchos los puntos de enfrentamiento que desarrollar, en tal sentido, el futuro de un sujeto colectivo de cambio tendrá que enfrentarse a una tarea más compleja que la simple lucha contra el poder económico, tendrá que afrontar la complejidad de la dominación, cualquiera que sea la forma que esta adquiera. En tal sentido, el reto consiste en, como dice N. Fraser: "atenuar el dilema buscando perspectivas que minimicen los conflictos entre redistribución y reconocimiento" (64) . Ahora bien, este trabajo debe hacerse sin caer en el diagrama liberal de la ciudadanía multicultural, tendrá que construirse combatiendo los espacios que nos limitan y nos distorsionan en nuestras interpretaciones de los fenómenos sociales.
Aunque el proyecto político de la izquierda ha sido siempre universalista, no creemos que exista contradicción entre universalismo e identidades particulares, como tampoco (como hemos visto) existe contradicción entre autonomía individual e identidad nacional. Estos nudos, estas contradicciones, sólo pueden pervivir en las cabezas de aquellos que piensan que este modelo de desarrollo es ilimitado y que la historia ya ha llegado a su fin. Al fin y al cabo, esto no es más que el espejismo de toda civilización que justo al pensarse eterna, quizás anuncia su inevitable declinar.
Se nos podrá reclamar, que siendo el problema principal la hegemonía liberal y sus trampas con el culturalismo contemporáneo, ¿por qué no titular este trabajo "el multiculturalismo y las trampas de la cultura liberal"? A semejante pregunta sólo se nos ocurre contestar esto: mucho nos tememos que las trampas del culturalismo no están en un solo lado de los contendientes. Creemos, como ya defendimos en otro trabajo (65) , que la izquierda intelecual culturalista, tanto en su vertiente deconstruccionista como en su vertiente más romántica, en su intento de construir una respuesta elaborada sobre la cultura, ha consolidado una aporía hipercrítica de la racionalidad y ha creado las condiciones para que el mito sustituya a la razón como arma fundamental. Las consecuencias de estos caminos se han traducido en una nueva forma de idealismo que imagina como problemática unilateral la racionalidad instrumental (un arma de la que se ha dotado la humanidad para transformar el mundo), olvidando ingenuamente en todo caso, que el mito, como la magia (bien lo saben los antropólogos), no es más que otra forma, más intuitiva y pretérita, de intentar controlar un universo, una naturaleza que nos supera.
"…los defensores
de la pequeña ventaja
bajo contrato de ceguera voluntaria…"
Jorge Riechmann (4*)
El liberalismo cultural supone una de las tendencias intelectuales más productivas en los últimos años en el amplio terreno de discusión sobre la justicia y el multiculturalismo. La heterogeneidad del liberalismo cultural, dentro del universo plural del liberalismo a secas, nos introduce en una variante particularmente brillante de estos análisis de la que hemos aprendido a buscar soluciones a problemas de difícil resolución. Pero estas posibles soluciones parecen asentarse en unos terrenos de la multiculturalidad y un concepto de la diferencia particularmente restrictivos. En este trabajo se desarrollará un doble esfuerzo de clarificación de lo que representa este liberalismo cultural y un ejercicio crítico del alcance de sus fundamentos y propuestas analíticas.
Pero una evaluación crítica de semejantes postulados obliga a ofrecer una respuesta a algunas de las dificultades detectadas. En tal sentido, nos parece importante apuntar elementos para la configuración de un multiculturalismo que respete una idea de la diferencia amplia y componga lo que hemos dado en llamar un "multiculturalismo complejo". Lo que se aporta en este sentido no es una teoría hecha, este pequeño trabajo no tiene tal pretensión; más bien se busca aproximar elementos para esa teoría que a medio plazo pueda dar respuestas a problemas de máxima actualidad como son los que tienen que ver con los modelos de ciudadanía a construir, con la construcción de tipos de democracia menos perversos y con una respuesta a la actual fragmentación del Estado de Bienestar.
El trabajo fuerza necesariamente una restrictiva selección de lo que denominamos liberalismo cultural. Pero confiamos que esta fuerte restricción no traicione demasiado el espíritu de lo que muchos de ellos defienden. Como de todas maneras se trata de un campo muy diverso, la dispersión de argumentos parece lo suficientemente amplia como para dar idea al lector de que el continente es más grande que el país que se visita.
Lo que ofrecemos, pues, es un análisis crítico de un liberalismo asequible a la discusión intelectual pormenorizada. Decimos asequible porque como demuestra Ovejero en su interesante trabajo sobre el liberalismo (66) , éste tiende a configurarse como una construcción normativa e impermeable a un contraste empírico. Es desde la profunda incomodidad con el pensamiento liberal que se escriben estas líneas. Unas líneas que dejarán para otro trabajo posterior toda la discusión que se deriva de la pugna por los modelos de justicia liberales y su forma etnocéntrica de deslegitimar la tradición de la izquierda postmoderna (que no hay que confundir con un postmodernismo radical de consecuencias mucho más conservadoras). (67)
La importancia del liberalismo en nuestra tradición política occidental (menor en el específico caso español) y su necesaria crítica, así como la importancia del debate que pone en relación la cultura y la justicia son dos argumentos de peso que justifican la oportunidad de este trabajo de aproximación. En otro momento del conocimiento en ciencias sociales este trabajo tendría un título así como "notas para la construcción de un culturalismo complejo"; pero dado el carácter cada vez más abierto de las disciplinas, la confluencia de debates entre politólogos, sociólogos, antropólogos, historiadores y filósofos políticos, y dada la coyuntura intelectual caracterizada por el monoculturalismo de la postpolítica de hegemonía netamente liberal, hemos optado por un título mucho menos académico y más políticamente combativo. Confiamos que esto no sirva de freno para que algún liberal con curiosidad ejerza una lectura crítica del mismo.
2. Los liberalismos frente al liberalismo cultural.
Como ya se ha puesto sobre la mesa, no es sencilla la labor de identificar la política de esta modernidad tardía y contradictoria. Con frecuencia se habla en estos debates en torno a la cultura del pluralismo y las identidades sin asumir la responsabilidad de definir la identidad de la propia política. Como la política no es un "sujeto" histórico y físicamente representable no tiene identidad o no merece la pena reflexionar sobre ella en clave de sujeto. Esta engañifa compartida (conquista del liberalismo) parece circular bajo el suelo del combate sin salir a la luz de forma clara y explícita, lo que convierte toda discusión en un problema más formal que real, más abstracto que concreto. En este tipo de confrontaciones intelectuales extremas, la política, o satura todos los poros de la discusión, o intenta ser mantenida a raya a fuerza de desvincularla de la acción colectiva. Hasta cierto punto, y no sin cierta sorpresa, la política se ha vuelto adolescente. No sólo pasa por una etapa crítica en la definición de su nueva identidad, sino que además lo hace, como no puede ser de otro modo, reutilizando con fuerza renovadora viejas herramientas para su reconstrucción.
En este juego de luces y sombras de la política las culpas no pueden ser repartidas por igual. Los liberalismos son auténticos maestros en el arte de transformar la discusión política en juegos formales (como reza en el diálogo de una película de David Lean: "No me hable de reglas. Esto es una guerra, no una partida de cricket" (68) ). Juegos cuya representación más acabada consiste en establecer los marcos normativos a partir del cual poder discutir sobre las grandes categorías (autonomía, libertad, igualdad, propiedad) sin que se le mueva un pelo a nadie. La hegemonía liberal empeñada en pensarse y construirse bajo el influjo mayoritario del derecho ha reelaborado el estatus de la política a su antojo y ha aniquilado (o amenaza con hacerlo) otras formas de representarla. Desde este punto de vista, el liberalismo se ha ido configurando como un monoculturalismo de la postpolítica, aquélla que piensa que la acción política o es política legitimadora o sencillamente no es.
Cuando decimos que el liberalismo es un monoculturalismo de la postpolítica no queremos decir que sea un todo unitario, un bloque compacto diseñado para establecer un afuera, un impensado de la política, un exterior excluido e inasimilable. Como se ha dicho hasta la saciedad, el liberalismo es muchas cosas al mismo tiempo, y ninguna a la vez. Creo, con Ovejero, que la mejor definición de lo que es el liberalismo es el devenir de una filosofía política hacia el inhóspito fluir de intuiciones deshilachadas (69) . Unas intuiciones en las que sus referentes más destacados no comparten ideas comunes ni del Estado de Bienestar, ni del funcionamiento del mercado, ni de los límites normativos del derecho, ni del derecho de autodefensa, ni de la justicia social, ni de la distribución de la renta, etc. En este sentido, el liberalismo es más un frente amplio generador de hegemonía que unas ideas compartidas de acción o reflexión. Una hegemonía cuyo núcleo intelectual duro en el que reconocerse es (70) : la existencia de derechos prepolíticos (aquí encontramos el clásico enfrentamiento entre Hobbes, que representa al Estado como la fuente única del derecho, y Locke, para el que existen derechos fundamentales anteriores a la aparición del Estado y que éste no puede suprimir sin abolir la libertad); una neutralidad de las instituciones públicas (que permite la no intromisión del Estado en la definición heterogénea de las formas de vida); una concepción de la naturaleza humana pesimista como "individuos antisociales en sociedad" (71) (egoístas, calculadores, racionales, interesados, asociales y sin vocación pública ni preocupación por el interés general); la defensa de la libertad negativa e incómodos con la libertad positiva (la libertad nada tiene que ver con la vida pública, la libertad negativa es "libertad de" no interferencia, mientras que la "libertad para" requiere redistribución para ejercer la capacidad).
Desde el liberal-conservadurismo ("todo va bien en el mejor de los mundos posibles") hasta el social-liberalismo ("todo va mejor en el menos malo de los mundos posibles") (72) encontramos sensibilidades distintas a la hora de afrontar de forma pragmática los dos retos fundamentales: salvar al capitalismo de sus contradicciones y atacar toda forma de representar la política que no pase por sus principios fundamentales. El nuevo contrincante ya no es el socialismo. Hace más de una década que para los liberales este contrincante histórico ha dejado de existir. El socialismo es algo así como una pesadilla del siglo XX que no volveremos a tener. Sin embargo, el socialismo, en su desbandada ha generado una diáspora de ubicación heterogénea (73) : los intelectuales "decentes" que se esfuerzan en renovar el universalismo en clave no socialista han ido asumiendo compromisos liberales; y los "indecentes", aquellos que bajo la influencia del postmodernismo tienden a fracturar el liberalismo a partir de una diferencia heterogénea de carácter generalmente étnico, no de clase. Así pues, dado el carácter hegemónico del capitalismo como forma de organización social "incontestada", la sola defensa de los valores liberales está constituyendo el trabajo más arduo de los liberales. Es aquí, en este espacio crítico, donde se forja el liberalismo cultural.
Si el liberalismo es una ideología heterogénea cuyos efectos se concretan mayoritariamente en la contracción y homogeneización del espacio político; el liberalismo cultural es una ramificación del mismo, también heterogénea, que se esfuerza en romper con esta consecuencia de oclusión a partir de una serie de virtudes: desarrolla con frecuencia (aunque no siempre) desde el liberalismo más productivo y actualizado (liberalismo contracturalista de Rawls) una forma avanzada y moderna de afrontar la diferencia; una forma honesta de superar las clásicas discusiones entre el liberalismo y el comunitarismo; un esfuerzo por integrar otras disciplinas científicas en los marcos de interpretación liberales convencionales (integración de conocimientos desde la antropología, la sociología y la historia); una vocación de desarrollo de ese contractualismo a partir del desarrollo de una ciudadanía diferenciada. Aunque el espacio del liberalismo cultural, en sus innumerables perspectivas y discusiones, es inabordable, sí pensamos en tres trabajos de referencia más connotados para abordar la discusión con ellos. Estos trabajos son los de Brian Barry, Jacob T. Levi y Will Kymlicka. Las diferencias entre ellos son notables: Barry y Kymlicka son rawlsianos con distintos grados de compromiso; Levi y Kymlicka son en sus exposiciones más liberal culturalistas que el primero; y, a nuestro juicio, los trabajos de Barry y Levi tienen consecuencias mucho más conservadoras que las de Kymlicka. La elección de estos tres representantes tiene que ver con varios argumentos: su calidad y claridad expositiva, el carácter masivo de su difusión intelectual (no hay artículo sobre el multiculturalismo que no los cite), y su sistemática forma de afrontar el problema de los límites de la identidad y la diferencia en un marco de regulación social liberal.
A un liberal cultural se le detecta porque rompe con el núcleo duro del liberalismo que consiste en ligar el desarrollo del derecho al sujeto individualizado. Como ya sugerimos, los liberales tienden a desconfiar del derecho por ser un elemento regulador de las vidas de las personas que interfiere en sus formas vitales de ser y actuar. Pero paradójicamente, como dice F. Ovejero: "…la ley, opuesta a la libertad, ha de garantizar esos derechos anteriores a la ley misma; la ley, que interfiere, ha de proteger frente a las interferencias" (74) . Esta paradoja no resuelta traza una línea fundamental entre los que establecen un reconocimiento del derecho diferenciado (75) y los que no (los liberales culturalistas frente a los liberales a secas). Aquí, la política de la diferencia (y en algunos casos la autoafirmación étnica) es percibida no necesariamente como amenaza irreductible, sino como un campo de posibilidades del que aprender. El más optimista de ellos, Kymlicka, sitúa el lugar del riesgo en no afrontar nuestra heterogeneidad a partir de políticas igualitaristas insensibles a las diferencias e incapaces de establecer políticas de acomodo o de reconocimiento acordes con los problemas vividos por una ciudadanía que de hecho ya es diferente. En cierto sentido, el liberalismo cultural hace suya la idea del Tribunal Supremo canadiense cuando defiende que "la acomodación de las diferencias constituye la esencia de la verdadera igualdad" (76) .
Pero vayamos por partes. Quizás de entre los tres intelectuales mencionados sea Barry el que más restricciones pone a las políticas del reconocimiento, es decir, el que se muestra más liberal en estado puro. En este sentido, puede leerse su trabajo como la transición entre el liberalismo y el liberalismo culturalista. Para él las políticas de la diferencia son concebidas como un peligro porque se proyectan como un autoafirmación étnica y un "nacionalismo estridente" (77) . De hecho, es ese fantasma y no el del marxismo el que parece recorrer Occidente en nuestros días. En el fondo existe una sospecha saturada de inquietud en sus reflexiones. El surgimiento de nuevos movimientos sociales que tienen por objetivo erosionar la credibilidad del sistema y las libertades conseguidas ha transformado sus ropajes para adaptarse a los nuevos tiempos; se ha producido un desplazamiento de las politizaciones de clase a las culturales o étnicas y esto ha generado un escenario de reflexión crítica que favorece el conservadurismo. Para él la diferencia en la mayor parte de los casos es sinónimo de privilegios o de excepciones legales, lo que al parecer hace retroceder el derecho a etapas premodernas y conservadoras (78) . La uniformidad de la ley aparece así como la conquista más lograda de la modernidad y el lugar desde el que poder construir un concepto de ciudadanía completa. Poner en marcha políticas multiculturales es, por tanto, asumir el fracaso del liberalismo y generar un retroceso tanto de la libertad como de la igualdad. Golpear a la Ilustración se ha convertido para él en el deporte más extendido entre intelectuales de toda condición.
Así las cosas, ¿en qué es, entonces, culturalista B. Barry?, ¿cómo podemos caracterizarlo dentro de este grupo de liberales culturalistas si desconfía tan fuertemente del principio de la diferencia? A él no le queda más remedio que reconocer en su libro que inevitablemente "existen razones para introducir derechos diferenciados para los grupos con base en la pertenencia a los grupos culturales" (79) . Este principio, aceptado a regañadientes es el reconocimiento de que el liberalismo necesita incorporar el principio de diferencia si quiere dar respuesta a las injusticias generadas. La exigencia de que tales derechos diferenciados en las comunidades diferentes deben ir (porque no suelen hacerlo, según él) acompañados del fomento incondicional y sostenido de la igualdad y la libertad no es más que una última pataleta (80) . Para empezar porque, como recoge la constitución Australiana, las políticas multiculturales también están sometidas a restricciones (lealtad nacional, aceptación de la Constitución y reconocimiento del derecho de otras culturas a expresarse).
Para B. Barry (81) una política correcta supondría: afirmar los derechos civiles y políticos; una acción afirmativa siempre y cuando eso de lo que se carece se defina claramente como algo que falta en términos universales y se establezca con carácter temporal para su superación; derechos de grupo en el caso de culturas mal situadas para beneficiarse de derechos (esto supone fracaso del liberalismo); y no renunciar a la importancia del derecho para pensar tanto la libertad como el igualitarismo. Como podemos comprobar, la preocupación de Barry por la importancia del concepto de ciudadanía, así como su preocupación por que las políticas de reconocimiento no debiliten las políticas de redistribución, le sitúan con actitud de aceptación escéptica ante la idea de diferencia. Pero ese escepticismo debe asumir la contradicción de navegar entre la nostalgia imposible de una ciudadanía republicana unitaria y el hecho de que todo ejercicio de la justicia pase por el respeto y la protección de la diferencia entendida como diferencia culturalmente liberal. El que un liberal como él resulte tan enternecedoramente preocupado por la redistribución (al estilo del contractualismo de Rawls) no deja de ser una forma, a nuestro juicio, cínica de representación de las preocupaciones; pues, como veremos, el discurso del propio Rawls no es más que una formulación que, como dice Negri y Hardt (82) , tiende a generarse a partir de unos principios racionales fundadores que encubren las relaciones de fuerza y dominación que organizan realmente la sociedad, así como a enmascarar un orden de reproducción social basado en el trabajo. Como estos críticos plantean, el trabajo queda literalmente expulsado de la teoría. La preocupación de Barry de que las políticas multiculturales acaben defendiendo el estatus quo no deja de resultar paradójica en un presente en el que el pensamiento liberal o liberal-conservador, si se prefiere, resulta precisamente hegemónico y característico del estatus quo imperante.
Pero el liberalismo cultural más sobresaliente no anda con tantas dudas en su cabeza. El concepto de diferencia es asumido con naturalidad aun reconociendo que cortocircuita aspectos importantes de su propia tradición. Este liberalismo cultural de tono más sociológico nos descubre una forma de hacer ciencia social de un modo más pragmático, más apegada a los problemas reales de las sociedades occidentales contemporáneas. Aunque se les ha criticado con vigor su excesivo tono generalizador, su insensibilidad para con la sociología y los estudios culturales, y su falta de aterrizaje en problemas concretos, lo cierto es que despliega un tono mucho más comprometido con la praxis que el liberalismo convencional. Como dice Ovejero, el meollo del pensamiento único (expresión y concreción histórica y heterogénea del pensamiento liberal) "es normativo y, por ello, resulta inatacable empíricamente de modo concluyente" (83) . No es un problema de datos a contrastar, sino de postulados a defender. Es por eso que la vocación del liberalismo cultural resulta más productiva, más edificante y menos siniestra que la del liberalismo al que estamos acostumbrados a oír hablar.
Los dos representantes escogidos aquí son W. Kymlicka y Jacob T. Levi. En ambos el derecho a la diferencia se construye a partir de una preocupación fuerte en torno a las políticas multiculturales. Es curioso el modo en que los liberales (incluidos los liberales culturales) abordan las discusiones sobre el multiculturalismo. Tienden a partir menos de un diagnóstico crítico de las sociedades modernas y sus consecuencias o reclamos, y más a contestar las diversas políticas multiculturales que se han ido forjando en el propio combate social. Esto no sería significativo si, en voz del propio Kymlicka, no se dijese que el liberalismo cultural no tiene rival intelectual al que enfrentarse (84) . En cualquier caso, el tono con el que uno y otro abordan la discusión sobre las oportunidades y los peligros de la afirmación de la diferencia resultan radicalmente opuestos: mientras que Kymlicka es optimista, pragmático, rawlsiano, afirmador del derecho en general y del derecho diferencial en particular; Levi, con su multiculturalismo del miedo (aunque se entendería mejor si se llamara del riesgo), resulta fuertemente sombrío, pesimista, antropológico y desconfiado del derecho, porque su tradición no es Kant sino Montesquieu. Entre el vaso medio lleno y el vaso medio vacío quedan representadas dos formas importantes de concreción del liberalismo cultural. Veámoslas:
El vaso medio vacío.
Para Levi no hay nada más aterrador en el mundo moderno que la violencia y crueldad política de los vínculos entre etnicidad y cultura. La cultura es vista como el centro del problema. Ésta no se celebra como expresión de la diversidad, ni se vive como un elemento de enriquecimiento colectivo, más bien es un lobo que anda al acecho de sus nuevas víctimas en cuanto esa diversidad es transformada en resentimiento. Como el objetivo que encara este liberalismo del miedo es prevenir toda crueldad, la estrategia ha de ser "plantear una teoría política y social del multiculturalismo y del nacionalismo que se centre principalmente en los peligros de la violencia, crueldad, humillación política que tan a menudo acompaña al pluralismo étnico y a la política étnica" (85) .
No se trata de analizar a los individuos y sus derechos, sino más bien sus peligros. Para el liberalismo del miedo los derechos no son concebidos únicamente como una garantía de la justicia etnocultural, hay otra forma de mirar el multiculturalismo a partir del análisis concreto de los riesgos de asumir una vida común diferenciada. Una vida en común que es entendida por Levi como el lugar de desencuentro por definición, puesto que siempre hay alguien a quien no entendemos plenamente (86) . En el fondo es una mirada desde el desencuentro permanente, en el que es imposible establecer un sistema de derechos compartidos, porque su imposibilidad arranca de la idea de que elaborar un derecho supone partir de los derechos que cada grupo se otorga a sí mismo. Esta filosofía de la "Torre de Babel" trata, a fin de cuentas, y en sus propios términos, de "evitar el mal, más que en la búsqueda del bien" (87) .
Este liberalismo cultural es más historicista al situar en el centro de los problemas que aborda el conjunto de injusticias históricas que se arremolinan en el presente. Es además, fuertemente antropológico al hacer notar la importancia de los elementos simbólicos en los distintos significados culturales; pero esa mirada de lo simbólico no pretende hacer inventario de la diversidad, sino más bien preocuparse por las consecuencias de los desgarros que provoca. De hecho, este aspecto supone un punto de distanciamiento y autocrítica con respecto a su propia tradición liberal ya que, según él, la despreocupación por lo simbólico por parte del liberalismo (preocupado casi exclusivamente por el derecho y los recursos) ha propiciado el desarrollo de las llamadas políticas del reconocimiento antiliberales que tan de moda se han puesto en los últimos años (léase Iris Marion Young, Charles Taylor). Otro aspecto de este liberalismo cultural es también su pragmatismo. Un pragmatismo político, pues lo que está en el centro de su mirada es la resolución o la atenuación de conflictos. Renuncia a una posición estetizada de la cultura y no deja de lamentar las celebraciones de la diferencia que con mucha frecuencia encontramos en los defensores de políticas de reconocimiento antes citadas.
Pero esta forma de representación liberal tiende a agotarse en su propio esfuerzo. El multiculturalismo del miedo no tiene por consecuencia política, y pese a sus intenciones, una posición liberal, sino más bien netamente conservadora. El propio Levi lo reconoce cuando, citando a John Kekes, argumenta que cualquier política que coloque la crueldad en primer lugar es conservadora, no liberal, porque tiende a reducir la autonomía de los crueles (88) . A nuestro juicio esa actitud conservadora lo es en un sentido más profundo del término, pero eso lo veremos más adelante. Ahora revisaremos la posición del liberalismo cultural más optimista, la de Will Kymlicka.
El vaso medio lleno.
Will Kymlicka es el más destacado y productivo representante del liberalismo cultural. Hasta cierto punto, y dado el nivel de difusión de su trabajo, puede decirse que él (y, como dice Brian Barry, su "panda de conferenciantes" (89) ) es el liberalismo cultural por excelencia. Su engarce con el contractualismo de Rawls (el liberalismo más secundado en comparación con el liberalismo ideológico y el utilitarista (90) ) y su fuerte defensa del derecho de diferencia para los dos modelos de diversidad que analiza (minorías nacionales y los inmigrantes (91) ) lo convierten en un referente fundamental para el desarrollo de la teoría liberal contemporánea.
El concepto de diversidad en Kymlicka está asociado a la idea misma de minorías. De esta manera, el imaginario construido de multiculturalismo está preñado de una vocación de protección de un sujeto débil y expuesto por disminuido económica, política y socialmente. Pero la mirada de Kymlicka no es simplemente paternal; capta con agilidad que en el plano de discusión del derecho contemporáneo estas diferencias suponen un desafío contumaz a las tradiciones políticas occidentales. En cierto sentido, hace un poco suya aquella idea de Foucault de que las fronteras nos enseñan más de nosotros mismos de lo que imaginamos (92) .
La cultura para Kymlicka no es una amenaza irreductible, es más bien un hecho, un factum de la propia realidad con el que tenemos que lidiar. Se deshace del conjunto de postulados liberales convencionales que, estableciendo vínculos entre cultura, etnicidad y nacionalismo, gustan de hacer catalogaciones como las de Ignatieff (93) (cuando diferencia erróneamente entre nacionalismos cívicos y nacionalismos étnicos), o conciben el desarrollo del derecho diferenciado como una amenaza contra los principios liberales de autonomía, libertad e igualdad. En este sentido, Kymlicka comprende que la autonomía es un concepto vacío si no se parte de la propia idea de comunidad. Piensa con Dworkin que "nuestra cultura no sólo nos proporciona opciones, sino que también nos proporciona las pautas mediante las cuales identificar el valor de la experiencia" (94) . Existe, pues, relación entre la estima de la autoidentificación y la estima colectiva de la comunidad a la que se pertenece. El concepto de cultura societal como "una cultura concentrada en un territorio, centrado en torno a una lengua compartida y utilizada por una amplia gama de instituciones societales, tanto en la vida pública como en la privada" (95) , viene a dar idea del carácter instrumental que hace de la cultura en la relación entre Estado, ciudadanía y grupos diferenciados. Este concepto le permite restringir el marco antropológico de la idea de cultura a una discusión netamente politológica y estatista a costa de cercenar el concepto mismo de multiculturalidad.
Pero Kymlicka no sólo genera un marco de definición conceptual propio, sino que además desarrolla cinco puntos de discordia con su propia tradición liberal. Veamos cuáles son:
Por supuesto, el primero es el ya citado reconocimiento del derecho diferenciado (el indicador de ser liberal cultural). La convicción honesta de que se necesita un desarrollo del derecho más allá de los derechos civiles y políticos de la ciudadanía individual. Para Kymlicka los derechos de las minorías no pueden subsumirse, por ejemplo, bajo la categoría de derechos humanos. Esto genera como consecuencia que se requiera un estatus especial de acomodo.
Ahora bien, este desarrollo del derecho debe ser convenientemente elaborado para que no suponga restricciones de los derechos individuales y pueda servir de complemento a éstos. Aquí se sitúa la importante distinción entre restricciones internas (derechos contra el impacto de la disensión interna), a las que Kymlicka se opone, y protecciones externas (derechos contra el impacto de las presiones externas), que acepta sin problemas (96) .
Niega el principio liberal de la neutralidad del Estado. Si bien para los liberales convencionales la libertad negativa expresa el derecho de no intromisión, esta amenaza aparece generalmente vinculada a la presencia del derecho y del Estado que éste desarrolla. En tal sentido, la exigencia de neutralidad del Estado se configura como una consigna particularmente importante para una sociedad cuya regla fundamental es la libertad liberal (97) . Pero esta presunción no es para los liberales culturales más que eso, presunción, pues se constata empíricamente que los Estados son o tienden a ser multiculturales y necesitan de un modelo teórico y empírico de construcción nacional compartida.
Aquellos liberales que defienden la existencia de un corte real entre el desarrollo del derecho igualitario y el nacionalismo étnico olvidan que "todas las naciones liberales han tenido un pasado iliberal" (98) y que, por tanto, distinguir entre sociedades liberales e iliberales para valorarlas con perspectiva histórica es, cuanto menos, equívoco.
En definitiva, la amenaza y los peligros no están tanto del lado de la erosión de la cultura compartida predominantemente, como de no saber reconocer la múltiple composición de la que estamos constituidos y las injusticias construidas a partir de ese igualitarismo insensible.
A partir de ese ejercicio crítico, el conjunto de reivindicaciones que afloran para dar cuerpo a esa teoría de la construcción nacional, además de seguir un enfoque netamente estatista (Kymlicka sólo parece afrontar el reto de las políticas desde la concepción de una sociedad política responsable, pero desde una sociedad civil inexistente), no parece llegar más allá de una defensa nuevamente abstracta de la igualdad de oportunidades y de una declaración grosera y general de por dónde se debe ir en la construcción nacional. En esta línea expresa Kymlicka cinco propuestas que van más en la línea de valorar la diversidad, mostrar respeto por las identidades y respetar las autonomías individuales. Estas propuestas son (99) : primera, no tratar de imponer de manera coercitiva una identidad nacional a aquellos que no la comparten; segunda, permitir actividades políticas dirigidas a dar espacio público a un carácter nacional distinto; tercera, tener una definición muy abierta de comunidad nacional; cuarta, manifestar un concepto más débil de la identidad nacional; quinta, no desmantelar las instituciones de autogobierno de otros grupos culturalmente diferenciados.
Se pretende una idea de justicia social que intenta la síntesis entre libertad individual y derecho a una equidad entre los diferentes grupos etnoculturales en el seno de una comunidad política. Pero, a pesar de sus diferencias, en el liberalismo cultural de Kymlicka la justicia social adquiere un lugar parecido al que adquiere en el caso del contractualismo rawlsiano del que se siente deudor. Toda su sensibilidad con respecto a la diferencia acaba en el abrevadero de una de las tesis fuertes del liberalismo clásico, la que defiende que en última instancia los individuos han de asumir las consecuencias de sus actos, y no es tarea del Estado proteger a las personas de sus decisiones. Esta idea, que llevada coherentemente obliga al Estado a mitigar el mal no elegido, hace que esta tesis de la responsabilidad, como dice Ovejero (100) , esté fuertemente implicada en políticas de bienestar de amplio calado. Aquí se esconde una fuerte confrontación entre el liberalismo como corriente y la sociología como disciplina, pues ésta nos ha dado muestras notables del carácter determinante de la construcción social de los sujetos (consumos, gustos, hábitos, etc.) y de los márgenes de elección que tienen los mismos en su diferenciada vida social (101) . En este sentido, las posiciones estructurales de los sujetos dejan mucho menos margen para el uso de una responsabilidad que los liberales tienden a sobreestimar. Un ejemplo notable lo tenemos en las amplias deconstrucciones de la idea liberal de igualdad de oportunidades que se ha producido en la sociología de la educación en las últimas tres décadas. Nunca un concepto tan inespecífico y elástico dio tanto que discutir.
El liberalismo cultural se despega así del liberalismo convencional optimista negando la llamada paradoja de Condorcet, aquella que veía en la construcción de una civilización común la caída imparable de las identidades nacionales y el surgimiento de una cultura común compartida universalmente. Su optimismo no pasa por negar la diferencia, sino afirmarla en positivo, porque es la forma en la que diversidad y autonomía individual pueden integrarse de forma efectiva. Pronostica que el mundo que nos espera no es uniforme, sino diverso y en diversificación. En todo caso, en un aspecto puede unificarse y es en el desarrollo del derecho de libertades liberales ya asumidas como definitivas en Occidente. Los principios liberales democráticos, según él, no están puestos afortunadamente en cuestión.
3. El liberalismo cultural frente al "multiculturalismo complejo"
Partiendo del reconocimiento y respeto que merecen estos trabajo, así como sus intentos desiguales por hacer conciliar la idea de diferencia con las libertades democráticas de las que tan orgullosos se sienten, vamos en este apartado a intentar ver cuáles son los límites de sus teorías y las paradojas en las que incurren. Nos centraremos fundamentalmente en los dos últimos trabajos descritos como referentes principales de lo que se llama el liberalismo cultural, en especial el de Kymlicka por constituir, a nuestro juicio, la versión más completa y acabada de más proyección internacional.
Nuestra principal incomodidad corresponde con el concepto mismo de diferencia. Estamos convencidos de que su vinculación a diferencias consideradas minoritarias (minorías nacionales e inmigrantes) pauta el análisis y establece un sesgo nada desdeñable a los trabajos mencionados. La diferencia es entendida como grupo maltratado en un espacio político consolidado y definido con trascendencia histórica y avatares simbólicos desiguales que afectan al presente. Pero a pesar de ese pasado, la realidad presente es concebida como netamente injusta y proclive a generar desequilibrios. En ese sentido, para el liberalismo cultural la diferencia es real y actual, tanto si se concreta en desigualdades económicas, en ausencia de derechos políticos y sociales o en ausencia de respeto a cualquier comunidad. Al concebir la cultura como cultura societal, la delimitación de la injusticia pasa por resolver los desiguales accesos a la misma, como si las injusticias basadas en lo cultural no fueran más allá del atendimiento a una lengua o la aceptación y respeto a los usos y costumbres de los grupos minoritarios.
Una comprensión amplia del concepto de diferencia no puede tener como único soporte la cultura societal. Esto es así para el liberalismo cultural porque necesita imperiosamente ponerle límites a lo que llama injusticia y a lo que llama diferencia. Lo cierto es que este concepto de diferencia es, con frecuencia, más extenso de lo que siempre imaginamos. De hecho, la antropología y la sociología no cejan en su empeño de romper los límites de nuestro redoblado etnocentrismo cada vez que intentamos comprender una realidad social y cultural a través del principio de justicia y su relación con nuestras libertades. En ese sentido, una política cultural o multicultural que desee proyectarse con sentido teniendo en el horizonte la idea de justicia debe usar un concepto de diferencia fuerte, y no débil como hace Kymlicka.
Pero, seamos claros, ¿qué entendemos por un concepto fuerte de diferencia? Para nosotros, el concepto fuerte de diferencia se encuentra en los trabajos de Michel Foucault (102) . En sus escritos el principio de "desarrollad vuestras legítimas rarezas" se convierte en el núcleo a partir del cual pensar la libertad que tanto respetan los liberales. Para Foucault el respeto a la diferencia pasa no sólo por pensar en las injusticias actuales y reales, sino por escudriñar otras dimensiones en las cuales las categorías se vuelven normalizantes y opresivas. Su filosofía de la sospecha lleva a componer un concepto de diferencia multidimensional a partir del cual realizar una crítica radical de nuestras tradiciones culturales y nuestras instituciones. ¿Cuál es la diferencia de la diferencia foucaultiana? (103) Desde nuestro punto de vista, la diferencia en Foucault es compleja porque se construye desde el interior de cuatro dimensiones:
Diferencia desde la precaución con la racionalidad. Por diferencia desde la racionalidad entiende M. Foucault que las injusticias o la falta de respeto a comportamientos y formas de vida diferenciadas son muy sutiles y simbólicamente complejos. Estas injusticias se ven a menudo atravesadas por procesos de racionalización a través de los discursos y las disposiciones (por supuesto también científicas) que obstruyen cualquier proceso de dignificación de la diferencia pura. De hecho, los conceptos científicos son una forma a veces de excluir, a veces de normalizar la diferencia y asimilarla al servicio de un patrón racional definido. Por eso la desnormalización constituye un elemento central de las implicaciones políticas de sus conclusiones (104) .
Diferencia del poder: el poder es pensado de forma que trasciende el derecho y la soberanía. Se ejerce desde innumerables puntos y en el juego de relaciones móviles y no igualitarias. El poder viene de abajo y no hay opción binaria dominantes-dominados, que es como suele pensarse el poder. Además, las relaciones de poder son intencionales y no subjetivas y están sometidas a la lógica de donde hay poder hay resistencia. Aquí el principio de diferencia rompe con las concepciones que la politología suele construir como elemento configurador del orden social. Esta concepción del poder tan aguda supuso en los años 70 que M. Foucault representara un pensamiento transgresor dentro de la propia izquierda revolucionaria, encarnaba el espíritu más radical de una dialéctica de la modernidad todavía en progreso.
Diferencia del orden cultural: la fuerza de la identidad como elemento de poder engendra, en lenguaje liberal, restricciones internas, o en lenguaje foucaultiano, mecanismos de regulación que constriñen el desarrollo de la diferencia. Esto supone asumir la paradoja frakfurtiana de que "no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie" (105) . A partir de ese principio el orden cultural es concebido no sólo como facilitador de una identidad afirmada y creativa, sino como mecanismo de opresión totalitaria. Ambos aspectos, identidad y diferencia, aunque son utilizados como rivales confrontados, constituyen un par indisoluble. Pero lo importante aquí es destacar cómo el peso de la trayectoria histórica engendra redes de pensamiento que posibilitan y restringen a la vez formas de pensamiento. Esto supo recogerlo muy bien M. Foucault de los filósofos de la denominada Filosofía del Concepto (106) .
Diferencia del orden institucional: las instituciones son una extensión de la lógica cultural que se analiza. Las formas de ritualización institucional y las formas de regulación de los espacios hacen hablar a las instituciones sobre lo que son y sobre lo que hacen. Por eso, desconfiar de ellas no es sólo desconfiar de sus discursos, intenciones y voluntades explícitas, sino desconfiar de su orden, de su codificación y de su subterráneo devenir. Los liberales tienden a creer con demasiada frecuencia que las instituciones hacen lo que dicen que hacen y sirven para los fines que dicen servir.
Diferencia del resistir: No es posible una resistencia clara sin una experiencia vivida de opresión. En tal sentido, el principio al que M. Foucault se podría sentir cercano es a una posición de objetividad subjetivada (o también objetividades encarnadas) (107) expresada, por ejemplo, por los Queer Studies (108) . El que no hablen en nombre de uno mismo y se de la voz a los sin voz no sólo es un principio de precaución, sino de respeto a la diferencia reconocida como tal.
Es desde estos márgenes desde los que pensamos con M. Foucault la diferencia. El problema de un discurso tan disolvente como el suyo es que su voluntad desnormalizadora y sus ansias de libertad menosprecian a menudo aspectos importantes de nuestras instituciones, y sobre todo, y más grave, prescinde del derecho como elemento sospechoso de normalización social. Pero, dejando a un lado esa retórica, la construcción de esa diferencia compleja parece vital para la búsqueda de un principio de justicia honesto capaz de engendrar en su seno una política multicultural compleja. El liberalismo cultural y su principio de diferencia, tal y como lo expresa Kymlicka, no va más allá de un reconocimiento explícito de oportunidad cultural. Para garantizar esa oportunidad, el derecho diferenciado pretende ser el elemento a partir del cual resolver el problema. Pero como saben los antropólogos y sociólogos, los aspectos simbólicos tienen trascendencias históricas imprevisibles; como decía Marx, los muertos están entre los vivos. Una diferencia que sólo contempla la injusticia como oportunidad y no como posible generadora de resentimiento, oculta un aspecto fundamental de la problematicidad del concepto de cultura. En ese sentido Levi se muestra mucho más sensible aunque tampoco escoge el camino que le abre la puerta a la desnormalización (109) . Por eso los liberales no entienden, ni entenderán jamás, conceptos como los de neocolonización u opresión cultural transgeneracional. Por eso cuando autores como Brian Barry hablan de acción afirmativa lo suscriben a algo concreto, medible, objetivable y de duración transitoria.
Los liberales culturalistas no entienden que la opresión es multidimensional, que atraviesa a las diversas racionalidades que construimos incluso a través de la ciencia, que tiende a concebir un principio de diferencia ingenuo con respecto a un poder que tiende a ocultar formas importantes de opresión, que elude el carácter histórico de nuestra lógica cultural interna, que subestima el poder fáctico y ritual de unas instituciones que hacen más de lo que dicen hacer y, finalmente, que desprecia la voz de parte de los afectados al no atender el principio de precaución de dar voz a los dañados.
Este último aspecto es relevante para el análisis de Kymlicka, porque en todo momento parece que es el Estado el único capaz de intervenir y regular el desencuentro cultural. La sociedad civil no asoma por ningún lado, ni es sujeto activo en la realización u oportunidad de hacer la política (110) . Como la matriz es el contracturalismo de Rawls y la hegemonía del derecho es total, la sociedad civil es sólo el lugar en el que se establecen los desencuentros, pero esos desencuentros son netamente culturales y en poco se relacionan con los procesos de modernización contradictorios que vivimos (sobre esto hablaremos más adelante). En ese sentido, se le podría decir a Kymlicka que el derecho es sólo una dimensión de la regulación social y que en todo caso, como dice Habermas, "las instituciones de libertad constitucional sólo valen lo que la población hace de ellas" (111) .
De forma un tanto arrogante, Kymlicka dice no encontrar rival al liberalismo cultural y a sus propuestas multiculturalistas construidas a partir de su principio de diferencia. Al parecer ni el republicanismo unitario (insensible al drama que aquí se representa) ni un postmodernismo defensor de una ciudadanía radical parecen estar a la altura de las circunstancias (lo que es lo mismo que decir a su altura). Los dos argumentos fuertes que sostienen esta afirmación son: primero, el carácter abstracto y/o metateórico del pensamiento postmoderno (por lo visto no aterriza lo suficiente); y en segundo lugar, un juicio de valor y expectativa, la justicia liberal es más prometedora. El primero es un juicio que no se sostiene por dos razones: porque el pensamiento postmoderno tiene concreción en áreas de las ciencias sociales muy concretas (pensemos en toda la sociología, politología, antropología e historia construida desde el postmodernismo en las últimas décadas); y pensemos también en cómo el pensamiento postmoderno ha nutrido y sigue nutriendo el pensamiento en diversos movimientos sociales y colectividades sometidas a condiciones de opresión en base a la diferencia (gays, lesbianas, grupos étnicos, comunidades religiosas, colectivos feministas, ecologistas, etc.).
En relación a la prometedora justicia liberal, debemos recordar que ni en el sensible liberalismo cultural encontramos algo más sólido que una igualdad de oportunidades (de acceso). Como dice McPherson, la igualdad de oportunidades puede significar muchas cosas a la vez: "…un derecho igual a una vida plenamente humana para todos (…) o un derecho igual a entrar en la carrera competitiva por obtener más para sí mismo" (112) . Dada la defensa liberal de las actuales formas de modernización, cabe pensar que esa igualdad de oportunidades elástica se acerca más a la segunda que a la primera dimensión, con lo que puede concluirse que aunque los liberales culturales contemplan un concepto de diferencia que abarca tanto la redistribución como el reconocimiento, su dimensión culturalista y su componente liberal acaban sacrificando la cuestión de la redistribución hasta nuevo aviso.
De nada nos sirve que Kymlicka descubra coordenadas próximas entre ambos pensamientos cuando se equipara la erosión de los esencialismos identitarios postmodernos a las restricciones liberales internas, o se asume que la critica antiimperialista de los postmodernos es una retórica próxima a las críticas del liberalismo cultural que defiende las protecciones externas. Y no nos sirven porque en el liberalismo cultural no existe la pieza que engarza ambos aspectos. No existe un análisis crítico de la modernidad que ponga en jaque las estructuras mismas de desigualdad que genera el capitalismo y la globalización (recordemos a L. Grossberg cuando nos enseñaba cómo "la globalización es una máquina estratificante que opera no sólo para borrar las diferencias, sino también para reordenarlas a fin de producir nuevas estratificaciones" (113) ).
Pero no es sólo la ausencia de una crítica de la modernidad lo que percibimos (114) ; el asunto es aún más grave. No existe una teoría política del Estado de concreción histórica capaz de hacer frente a los retos de precisar la diferencia como acontecimiento sociológico. Como sucede con Rawls, y como comentan Negri y Hardt, los principios fundadores no sólo encubren las relaciones de fuerza y dominación que organizan realmente la sociedad, sino que tampoco parten de una elección históricamente situada sino de un principio filosófico sin contexto (115) . El trabajo, la desigualdad de la renta, los procesos de control político del Estado, la definición de los sistemas de bienestar, el Estado de Bienestar contemporáneo es, en general, el gran desaparecido en una teoría que se toma el esfuerzo de debatir en torno a los principios de justicia a partir de la incorporación de una diferencia calculada. Un multiculturalismo complejo que se tome en serio el problema de la justicia no puede usurpar una definición sociohistórica del Estado de Bienestar. De hecho, las políticas multiculturales que son a menudo tan debatidas y cuestionadas no son las únicas que afectan a la multiculturalidad; en el fondo, todo el desarrollo del derecho no es más que una forma de regular y gestionar las identidades y las diferencias. Todas las políticas son multiculturales.
Ésta quizás sea la idea matriz para pensar en un multiculturalismo complejo. Tal y como lo concebimos aquí, un multiculturalismo complejo se define, en primer lugar, por un desarrollo del concepto de diferencia amplio. Un principio de diferencia que atraviese transversalmente todas las dimensiones reales y simbólicas de los sujetos, pero que limite la retórica fuertemente erosiva del esencialismo de las identidades y la desnormalización que algunos postmodernos han proyectado (116) ; que, además, haga suya la idea de Gitlin de una ciudadanía multicultural que cultive "el espíritu de la solidaridad a través de las líneas de diferencias" (117) . Un multiculturalismo complejo está obligado a definir los límites en los que enmarca el Estado de Bienestar y la modernización, que para nuestro caso puede resumirse en dos objetivos precisos y complementarios (118) : la necesidad, por un lado, de crear y recrear constantemente las condiciones económicas, sociales y políticas adecuadas para la acumulación creciente de capital; y por otro, la necesidad de organizar el malestar social de las clases subalternas generado por el propio desarrollo del capitalismo. Lamentablemente, muchos multiculturalismos críticos fracasan en mantener una posición equilibrada entre los problemas de redistribución y los problemas de reconocimiento, poniendo el acento más en lo segundo que en lo primero, lo que expulsa al problema de la desigualdad económica del concepto de diferencia (119) .
Un multiculturalismo complejo debe ser flexible en sus planteamientos, pero en ningún caso ambiguo. Bien es cierto que la complejidad de lo simbólico y la sofisticación de las narrativas establece incertidumbres con respecto a los resentimientos; al fin y al cabo, muchos de éstos se construyen a partir de la adhesión a una epistemología perspectivista o también denominada del "punto de vista". Lo que nos lleva a tomar precauciones notables sobre las políticas a desarrollar para respetar la diferencia y no generar dolor. En cualquier caso, seamos claros, lo simbólico es fuertemente ambiguo por definición (120) .
Se suele decir que las políticas multiculturalistas siguen una estrategia de escisión perpetua, de divide y vencerás. Situar la solidaridad en el corazón del multiculturalismo es enmarcar en lugar privilegiado el principio francfurtiano que exige mostrar sensibilidad a toda forma de sufrimiento no estrictamente necesario. Pensar a partir de lo que nos une parece ser tan importante como pensar aquello que nos diferencia. Es en esa dialéctica en la que muchos movimientos sociales trabajan articulando a la vez, y no de forma contradictoria, la exigencia de un derecho diferenciado y la política de no normalización de la diferencia. Así las cosas, la representación de lo social como la paz perpetua deseada por los liberales es suplantada por un enfrentamiento entre grupos que aparece como inevitable pero reconducible hacia aquellos aspectos que nos vinculan (tradiciones, territorios, experiencias, instituciones compartidas, etc.).
De todas formas, el multiculturalismo complejo que hasta aquí estamos pensando es un multiculturalismo que tiende a pensar la diferencia como ejercicio del poder y la desigualdad. En realidad la diferencia no tiene por qué estar asociada al poder de forma inevitable. Como nos enseña Gitlin:
…que las diferencias se reducen a relaciones de poder, es ostensiblemente falso (los rusos perciben que los africanos son "diferentes", pero no necesariamente porque tengan poder sobre los africanos, o porque éstos tengan poder sobre ellos) (…) que las diferencias crean automáticamente una relación de poder, es ostensiblemente falso (los kurdos y los tutsis son diferentes, y entre ellos apenas hay relaciones, si acaso las hay). Si significa que las diferencias sólo crean unas relaciones de poder, es ostensiblemente falso (si me gustan los raps de Sister Souljah, no es porque ella tenga el poder de obligarme a comprar su disco compacto). Si significa que no hay relaciones de poder sin diferencias, resulta tautológica… (121)
Pero que el poder como ejercicio generador de injusticia y la diferencia no sean sinónimos no significa que tal vínculo no siga siendo el problema central de nuestras sociedades. La necesidad de articular el derecho y desnormalización son los retos de una respuesta multiculturalista compleja en el marco histórico de un análisis sobre tres dimensiones fundamentales de la vida social:
Una ciudadanía cada vez más erosionada no sólo desde el ámbito del desarrollo de los derechos económicos y sociales (a través del impacto de políticas neoliberales en el marco generalizado de globalización), sino también la erosión manifiesta de derechos políticos y civiles a partir de los atentados del 2001 en EE.UU. (resistencias a la configuración de instancias internacionales de justicia, vulneración de derechos humanos básicos, etc.). Pareciera siguiendo a Negri y Hardt, como si el Estado fagocitara a la sociedad civil: "¡ No se ha extinguido el Estado, sino la sociedad civil!" (122) .
Una democracia inhóspita (123) . Una democracia volcada a un sufragismo que no se hace demasiadas preguntas inconvenientes sobre la independencia de los poderes, la configuración de las opiniones públicas y, concentración y control de medios de comunicación de masas, la financiación de los partidos políticos, etc. Una democracia de competencia que presume de seguir su ideario liberal más estricto, aquél que exige: contemplar a los individuos como homo oeconomicus, estar diseñada para funcionar sin virtud alguna, y regulada para entender la política como metáfora del mercado del voto (una oferta potencial programática para cada demanda).
Un Estado de Bienestar fragmentado (124) , con una quiebra de las políticas de igualdad universal (las clases medias privatizan sus consumos de servicios por la baja calidad de las asistencias estatales) y reclaman como contrapartida menos impuestos; el bienestar se va reorientando así hacia una política de desresponsabilidad en la protección dirigiéndose a asistir a los pobres y excluidos que demuestren serlo; una idea de igualdad de oportunidades cada vez más empequeñecida; y una concepción pluralista del bienestar en el que la atención de cualquier naturaleza puede ser atendida por cuatro sectores diferenciados: el oficial, el comercial, el voluntario y el informal. Este pluralismo con tono emancipante de papa Estado oculta el terrible hecho de que las tres últimas instancias son incapaces, a todas luces, de dar respuesta a las demandas de la sociedad en su conjunto. Otro efecto añadido es el ejercicio despolitizador del proceso de formación de políticas públicas y el intento de definir las políticas como el territorio de los expertos (125) .
Es vital comprender este contexto para hacer de la lucha por la justicia multicultural un elemento complejo. El liberalismo cultural queda a años luz de tal necesidad y cumple de forma poco convincente la complejidad del concepto de justicia. Sus ausencias, como sus presencias, están atravesadas por una dialéctica de la ilustración (o autocrítica) limitada. Abordar el problema de la diferencia sin tocar las contradicciones de la modernidad conduce a pensar, como lo hace Levi, que todos los males son engendrados por el vínculo entre etnicidad y movimientos colectivos. Si ese fuera el único problema, la modernización hace tiempo que habría acabado con éste. El meollo de la cuestión es que la modernización genera procesos contradictorios, estratificantes y, en general, profundamente injustos. No asumir esa realidad es hacer de la cultura un nuevo fetiche, esta vez para conducir el análisis de la misma al abrevadero de la reproducción de un orden social injusto que pretende con su retórica enseñarnos que el derecho y la sensibilidad nos convencerán de que "todo va mejor en el menos malo de los mundos posibles". Dejamos de lado un aspecto central que no hemos comentado del multiculturalismo complejo, la necesidad de una pulsión fundamental, la de la utopía (no lugar) sin la cual todo pensamiento convierte en imposible el movimiento de sus aspiraciones.
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