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Comunidad e identidad (página 2)

Enviado por Leonardo Ramos Lalupu


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Nuestra obra filosófica comprende cuatro capítulos, el primero presenta los presupuestos teóricos del hombre como ser social, presupuestos que van desde Aristóteles con su concepción del hombre como ser social -en sociedad el hombre configura su identidad y ejerce su libertad– hasta Charles Taylor con su concepción del hombre como ser de significados y dialógico.

Hegel señala que sólo existe un yo en relación a otro yo, una autoconciencia frente a otra autoconciencia que lo reconoce como tal. Pero también valoramos las ideas de los filósofos políticos- liberales como Kant o John Rawls al valorar la libertad, la autonomía y la autenticidad del individuo, pero hacemos ver los peligros del individualismo liberal. En este capítulo, desde la visión tayloriana, presentamos un análisis de la sociedad moderna, los males que la aquejan; el lugar del sujeto en la comunidad y nuestra postura respecto de las teorías modernas acerca del sentido de la vida.

Análisis que concluye con el descubrimiento de ciertos malestares de la modernidad, malestares como la pérdida de sentido por la vida buena, el ideal de autencidad que ha desembocado en el individualismo, la primacía de la razón instrumental (como medio para dominar) y la pérdida de libertad política que se expresa en un "despotismo blando". Realizamos este análisis con el fin de reflexionar sobre la importancia de recuperar las fuentes olvidadas de la moral, a la vez que sugerimos recuperar y articular bienes sustantivos olvidados para que las fuentes de la moralidad adquieran nuevas fuerzas.

El segundo capítulo ocupa el estudio central de nuestra obra: el valor de la comunidad como configuradora de la identidad humana. Analizamos el ideal de autenticidad de la modernidad, el individuo y la necesidad de reconocimiento social, pues la identidad humana se forja en parte por el reconocimiento social. Estudiamos al individuo como ser de lenguaje que se autointerpreta de manera dialógica en una comunidad lingüística, el hombre es básicamente un ser hermenéutico, interpretativo y un ser de significados. Examinamos la relación intrínseca entre el bien y la identidad; la identidad humana se construye en relación al bien a través de unos horizontes de sentido proporcionados por el lenguaje; el individuo y su relación con la comunidad en la que define su identidad y ejerce su libertad.

En el tercer capítulo desarrollamos la comprensión del sujeto tanto en el liberalismo como en el comunitarismo, presentamos los argumentos centrales del debate comunitarismo-liberalismo, la neutralidad del Estado liberal, señalamos el valor del compromiso democrático expresado en la virtud cívica, indicando que el Estado no debe ser neutral (ante el marcado) sino que debe tomar postura por la relevancia de la sustantividad de la vida buena de los ciudadanos.

En el cuarto capítulo desarrollamos el comunitarismo como opción histórica y el movimiento comunitarista. No proponemos un regreso a la tradición aristotélica, como es el caso del filósofo MacIntyre, sino más bien reorientar el proyecto de la modernidad, pues las muchas modernidades no tendrían camino de retorno;[2] en ese sentido nos declaramos comunitaristas progresistas. Buscamos rescatar el valor que la comunidad tiene en la configuración de nuestra identidad y en el ejercicio de nuestra libertad. En este mismo capítulo desarrollamos el problema del multiculturalismo, la política de la diferencia, la tolerancia cultural y el respeto por las minorías ante el capitalismo salvaje. Buscamos rescatar el valor cultural de las diferentes comunidades o grupos menores portadores de cultura. Promovemos la unidad en la diversidad cultural, sin exclusión ni marginación por motivos de raza, origen, sexo, religión, etc. Dejamos constancia que en esta obra reflexionamos junto a Charles Taylor, eminente filósofo canadiense que considera que la realización plena y propiamente humana se realiza de manera comunitaria.

Esperamos que nuestra obra pueda ayuda a reflexionar acerca del valor de nuestras comunidades en las que nos realizamos y configuramos nuestra identidad. Ante el fuerte individualismo (egoísta y materialista) es necesario repensar para re-valorar nuestra vida comunitaria y dejar de lado nuestros intereses egoístas y mezquinos y comprometernos con un fuerte sentido de comunidad, en constante apertura a los nuevos modos de vida que se van sucediendo en nuestro mundo.

Al finalizar esta introducción quiero agradecer de manera muy especial a mis maestros, hermanos, padres y amigos que han contribuido para que esta obra se haga posible. Me daré por satisfecho si estas reflexiones nos hacen pensar acerca de nuestra condición de seres humanos en relación y a revalorar el lugar de la comunidad como condición necesaria en la formación de nuestra identidad y realización.

Capítulo 1

El hombre un ser social

El ser humano es considerado un ser-en-el mundo, es decir un ser ubicado en una realidad concreta, en unas coordenadas espacio-temporales determinadas, en un ambiente donde la cultura, la historia, el hábitat, la técnica y otras variadas circunstancias influyen en su ser. Somos seres situados, seres-ahí. Pero también el ser humano es percibido como un ser-con-los-demás. El aspecto social y la comunicación son dos cuestiones básicas en la vida humana. Somos seres en relación con los demás, y esta relación marca, desde el momento de la concepción, la vida del ser humano. Son variadas las escuelas de psicología que afirman que la persona sólo puede caminar hacia una madurez integral en la medida en que es capaz de abrirse al otro y de relacionarse a nivel más profundo e interior con otro. Somos seres en relación, seres-con. Además el ser humano es un ser-en-proceso. Es un proyecto inconcluso, un ser que se va haciendo, un ser-hacia. Ello nos permite señalar la intrínseca condición social del hombre.

  • Aristóteles

El gran filósofo Aristóteles se presenta como uno de los grandes defensores de la "polis" griega en sus posibilidades históricas y sus grandes realizaciones civilizadoras. Frente al desarraigo y al exacerbado individualismo dominantes, y contra los que creen en el "buen salvaje" y el "primitivo feliz", Aristóteles pone énfasis en el carácter social del hombre, definido como "animal cívico", y en el fundamento natural de la ciudad, anterior por naturaleza a la familia y a cada individuo. Según Aristóteles al margen de la comunidad sólo están las bestias y los dioses; el hombre salvaje, por el contrario, puede ser más feroz que las mismas fieras.[3] La ciudad es un logro distinto, y desde su punto de vista, humanamente insuperable, frente a las rudas formaciones políticas de las tribus bárbaras. La ciudad ofrece el marco para la realización de los objetivos naturales de la vida humana. El fin de la polis es la vida bella y feliz, una vida en la que observa y se desarrolla completamente la virtud (el justo medio). Aristóteles insiste en la incapacidad del individuo para realizarse aisladamente; solamente viviendo en sociedad el hombre puede practicar la virtud y lograr su felicidad. Aristóteles define el ahombre como animal político, "animal con lógos", con "pensamiento racional" (palabra con sentido, texto comunicable). Argumentaba que sólo el hombre entre los animales tiene logos, a diferencia de los animales que sólo tienen voz (phoné) para manifestar sensaciones. En cambio la palabra (lógos) existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio de los seres humanos.

Es característico del pensamiento de Aristóteles el énfasis en la sociabilidad del hombre en la que se despliegan sus virtudes capitales: la justicia, la prudencia intelectual (phrónesis) y la amistad, que es lo que garantiza la cohesión de la vida comunitaria y conduce a la felicidad. La misma naturaleza del hombre pone de manifiesto su incapacidad absoluta para vivir aisladamente, así como la necesidad de mantener relaciones con sus semejantes en todos los momentos de su existencia para ser él mismo. Desde los orígenes de la humanidad la naturaleza ha dividido a los hombres en varones y mujeres, que se unen para formar la primera comunidad, es decir la familia, para la procreación y la satisfacción de necesidades elementales. El filósofo griego concebía al hombre como un animal político por naturaleza. Que el hombre sea un animal político quiere decir que el hombre sólo se realiza plenamente (y alcanzará su felicidad) si vive solidariamente con otros hombres los valores que los congregan y si contribuye activamente a instaurar y mantener el orden institucional que los preserve. El hombre es un animal político porque sólo a través de la polis constituye su propia identidad como ser libre, separado y autónomo. Sólo viviendo en comunidad el ser humano adquiere y orienta su identidad moral. Para el pensador griego es esencial la dimensión social del hombre: "El que no puede entrar a formar parte de una comunidad, el que no tiene necesidad de nada, bastándose a sí mismo, no es parte de una ciudad, sino que es una bestia o un dios" (1986, 7). Aristóteles consideraba que el hombre sólo podía desarrollar su excelencia en el marco de una comunidad política,[4] señalando así la prioridad ontológica de la comunidad sobre el individuo:

Pues aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la ciudad, es evidente que es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvar el de la ciudad; porque procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo y para ciudades.[5]

Según Aristóteles el hombre sólo puede alcanzar su felicidad en comunidad nadie puede ser feliz aisladamente, por lo que la felicidad personal requiere de la felicidad social, es decir el bien personal necesita del bien social. Para el filósofo griego la conciencia del individuo de pertenecer a su comunidad es importante, señala que no es bueno que cada ciudadano se considere a sí mismo como cosa propia; aconseja que todos deben pensar que pertenecen a la ciudad, porque cada uno forma parte de la ciudad.

El estagirita enseña lo relevante que es la participación ciudadana en la política, los ciudadanos deben participar en la política con el fin de que estos tomen las riendas sobre la dirección de sus propias comunidades; la participación en la polis es el procedimiento más adecuado para conseguir el autogobierno. Aconsejaba que no basta con dedicarse a la contemplación, a la vida teorética sino que además es preciso y bueno ocuparse de los asuntos públicos, asumiendo nuestro papel de ciudadanos. El ciudadano debía participar activa y responsablemente de los problemas y conducción de la polis. Para Aristóteles la filosofía moral, la ética y la política están íntimamente vinculadas, es decir la ética y la política son dos caras de la misma moneda. La ética y política se refieren al mismo bien del hombre. El bien de la ciudad y el del individuo coinciden porque la felicidad del Estado es la felicidad total de cada individuo que integra la comunidad.[6]

Para Aristóteles es relevante la dimensión teleológica de la acción humana, los actos humanos tienden hacia un fin, tienen una meta. El filósofo griego presupone la unidad del fin y del bien, no llegando a considerar en ningún momento la posibilidad de conflicto entre fines y bienes. El filósofo considera que el bien supremo que persigue el hombre es la felicidad, la contemplación (será la sabiduría la que procure al hombre la verdadera felicidad): "Sobre el nombre del bien supremo casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz" (1985, 132). Inspirado en la visión aristotélica del hombre como ser social -para explicar lo que considera una vida floreciente- consideramos que el individuo se encuentra estrechamente vinculado a su comunidad.

El hombre desarrollaría plenamente sus capacidades propiamente humanas –racionalidad, su condición de agente moral y su autonomía- en el seno de una comunidad. Con Taylor rescatamos la importancia esencial que tiene la comunidad en la configuración de la identidad del individuo (como horizonte ineludible), del ejercicio de su libertad, de los espacios comunes, de los horizontes valorativos y significativos que hacen posible nuestra realización. Consideramos relevante los lazos de una identidad colectiva para revitalizar el interés de los ciudadanos hacia la comunidad con el fin de que éstos tomen las riendas sobre la dirección de sus comunidades (1996, 51-52). Aristóteles también desarrolla una concepción teleológica del bien, que interpela la vida buena. La vida buena debe posibilitar la adquisición y potenciación de diversas actividades que respondan a la compleja caracterización de la identidad humana. Señala la necesaria orientación del sujeto hacia el bien, pues es en relación con unos bienes determinados como el sujeto define su identidad. Ello nos lleva a valorar con Aristóteles, la concepción teleológica de la acción humana: toda actividad tiende hacia un fin, la acción humana es propositiva, tiene una intencionalidad. La filosofía de Aristóteles escapa de los planteamientos abstractos y más bien encontramos una atención a lo concreto, a lo particular. La teoría política aristotélica intenta partir de las prácticas políticas para dar estabilidad y dinamismo a las instituciones de la polis.

  • G. W. F. Hegel

Hegel representa para la historia de la filosofía una figura bisagra, significativa, cierra una época, la de la modernidad y la lleva a su culminación, la filosofía de la subjetividad autónoma, autosuficiente, confirmada por la revolución francesa, donde el yo pienso se confirma por el yo puedo. Hegel nos lleva a un modo nuevo de pensar, nos abre a la relación con el otro. Hegel, considerando las etapas de la conciencia –desde la conciencia sensible, pasando por la autoconciencia hasta el saber absoluto que se sabe a sí mismo- valora la dimensión social del hombre. Hegel señala que sólo hay una autoconciencia, un yo, un sujeto frente a otra autoconciencia, a otro sujeto, a otro yo: "la autoconciencia en cuanto es un ser-para-sí, sólo lo es para-sí mediante otro".[7]

Para Hegel el ser humano es todo en su otro y en la síntesis con su otro, es decir, en el pensamiento de Hegel el ingreso del otro es esencial en nuestra vida como seres humanos en relación. Hegel postula una concepción del hombre como ser social, los individuos son íntegros en la medida en que mantienen relaciones sociales, por ello el único contexto en el que el deber puede existir de hecho es en el plano social. Hegel considera que la pertenencia al Estado es uno de los mayores deberes posibles que cabe asumir al individuo. El Estado es de forma ideal la manifestación de la voluntad general, la más alta expresión del espíritu ético, el sometimiento a esa voluntad general es el acto propio de un individuo libre y racional. Hegel afirma que la limitación de la libertad por parte del Estado es inaceptable en el orden moral. Admira el ideal de vida del griego según el cual la vida del individuo está armonizada con su comunidad. Hegel, a diferencia del liberalismo procedimental, no fundamenta la naturaleza del Estado en el contrato, rechaza las teorías contractualistas, porque presumen que el estado proviene de algo artificial (Marías, J. 1974, 61).

El reconocimiento es uno de los temas centrales en el pensamiento de Hegel, señala que el hombre no queda satisfecho con ser un sujeto consciente y libre sino que necesita ser reconocido por los demás. El deseo de reconocimiento engendra lucha entre las conciencias por el reconocimiento. En esta lucha llega un momento en que el hombre se somete a otro hombre para evitar la muerte. Entonces se encuentran frente a frente un señor y un esclavo. El señor no reconoce al esclavo como sujeto libre; éste queda alienado, está sometido a la voluntad del señor, vive y trabaja para el señor. Pero el señor depende también del esclavo, porque no es señor sino para un esclavo que lo reconoce como tal y trabaja para él (1966, 294-8). Así Hegel señala que los deseos vitales del hombre le llevan a buscar el reconocimiento de los otros. El hombre no sólo necesita de los hombres para subsistir, sino que necesita del reconocimiento mutuo. Así pasa de la pura individualidad de su yo a poder decir "nosotros".

Hegel señala que cada hombre necesita ser reconocido por los otros no simplemente como un ser vivo que está atado por el afán de sobrevivir, sino como ser libre capaz de "jugarse" la vida vegetativa a favor de la afirmación de su libertad. La historia es el registro de la evolución de la libertad humana, porque la libertad humana es una progresión desde una libertad menor hacia un estado de libertad máxima.[8] Hegel desarrolla también una concepción de la acción como expresión de nuestro mundo interior. Según Hegel las acciones humanas son actividades del espíritu humano que van cargadas de expresiones –valoraciones- cualitativas. Hegel llega a identificar al agente humano con su acción, al sujeto con su objeto, identificación en la que la meta del espíritu es una comprensión clara y consciente de sí mismo.

Según Hegel toda la vida espiritual se encarna en dos dimensiones: es la vida de un ser viviente que piensa en donde el pensar de éste es en esencia expresión (1966, 564-8). La comunidad es el espacio de la realización de la autonomía y del ejercicio de la libertad humana. Así se justifica la existencia de una moral que reconcilie al individuo con las normas existentes de su comunidad, rechazamos los subjetivismos, las decisiones arbitrarias del individuo, como instauradoras del orden. Rechazamos el sentimiento subjetivo y abstracto de las teorías liberales, la convicción particular, porque tienen como consecuencia la destrucción de la moral del orden público y de las leyes del Estado. Recurrimos a los "horizontes de valor", a los marcos culturales de nuestra moral que hace referencia a una fuente normativa que no se puede instrumentalizarse porque existe previamente al sujeto y representa el contexto que no puede dejarse de lado. Desde la visión neohegeliana acentuamos el carácter holista de la sociedad y a su luz la identidad de los sujetos es analizada en su contexto de socialización, de surgimiento y de constitución (2005, 225-254).

1.3. Taylor

Este filósofo canadiense considera que en la necesidad de reconocimiento el lenguaje ocupa un lugar relevante. En la sociedad contemporánea diversos movimientos se interesaron por el lenguaje sobre todo en la significación, no sólo se interesaron por él como uno de los problemas de la filosofía sino que también fueron lingüísticos, en cuanto que la comprensión filosófica está esencialmente ligada a la comprensión del medio, del lenguaje.

El lenguaje se ha convertido en un elemento central en la comprensión del hombre (2005, 34). La comprensión de los seres humanos, a través del lenguaje se han dado dos concepciones antagónicas que implican una visión distinta del hombre y del conocimiento. La primera concepción surge con el Renacimiento y será compartida en sus rasgos fundamentales por autores como Hobbes, Locke y Condillac, es el modelo designativo. En ella se concibe al lenguaje como un instrumento (que puede ser potencialmente inventado por los individuos) utilizado por el ser humano para construir y describir su imagen del mundo y ordenarlo en función de sus intereses. La segunda concepción, el modelo expresivista, nace en el período romántico, con Herder, Hamann, y Humboldt (recogida y desarrollada por Heidegger y Wittgenstein). Se gesta como oposición a la concepción instrumental del lenguaje.

Esta concepción destaca la dimensión expresiva del lenguaje mostrando que la lengua es mucho más que una herramienta, es una dimensión constitutiva, un modo de "estar en el mundo" y consiguientemente trasmite una identidad diferente – en ella se expresa el ser y los sentimientos (1994, 21-22). No sólo se trata del medio en el que estamos sumergidos y en virtud del cual podemos describir el mundo sino también el que nos permite experimentar emociones y entablar relaciones mutuas específicamente humanas (2005, 60). Comprender y estudiar a las personas "es estudiar a los seres que sólo existen en un cierto lenguaje o en parte son constituidos por el lenguaje" (1996, 51). En la comprensión del hombre las ciencias del hombre, de la vida y de la acción humana no se equiparan a las ciencias de la naturaleza, sino que la ciencia del hombre ha de ser una ciencia hermenéutica[9](Llamas, 2001, 50). Para Charles Taylor el hombre es fundamentalmente un ser hermenéutico, interpretativo, el hombre es un ser que se autointerpreta en un lenguaje valorativo: "somos en esencia animales que nos autointerpretamos a si mismos", en primera persona (2005, 19). No cabe una ciencia de la vida y de la acción humana equiparable a las ciencias de la naturaleza, sino que ha de ser una ciencia hermenéutica que considere al hombre como un ser contextualizado y que sea al mismo tiempo consciente de su contextualización. El hombre es un animal de lenguaje no sólo porque puede reformular cosas y hacer representaciones de manera dialógica sino porque "lo que consideramos preocupaciones propiamente humanas esenciales comparecen sólo en el lenguaje, y pueden ser sólo preocupaciones de un animal de lenguaje" (2005, 35).

Siempre ha habido una tendencia, al menos en la tradición occidental, a definir a los seres humanos como animales de lenguaje (1997, 13). Esta concepción del hombre parece ser una traducción de la idea aristotélica del hombre como un animal racional poseedor de lenguaje: cuando Aristóteles dice que el hombre es un animal que tiene razón (ser vivo que piensa) comprobamos que dice "animal poseedor de logos", donde logos significa "palabra", "pensamiento", "razonamiento", "exposición razonada".[10] Incluye una idea de la relación entre el discurso y el pensamiento" –puesto que expresamos nuestros pensamientos a través del lenguaje (2005, 36).

Sin embargo desde el renacimiento, la comprensión de los seres humanos a través del lenguaje ha adquirido un nuevo significado: instrumental y expresivo (1997, 13). El expresivismo significó el desarrollo de nuevos modos de expresión: ser capaces de expresar nuestros sentimientos, de darles una dimensión reflexiva que los transforma, haciendo que sean las emociones de un ser capaz de esa clase de conciencia de sí, las hace humanas. Las formas básicas de expresión de nuestra subjetividad moral están marcadas fuertemente por esa matriz expresiva del pos-romanticismo literario y artístico (Thiebaut, 1992, 97).

El hombre es fundamentalmente un ser expresivo cuyo pensamiento siempre y necesariamente se expresa a través de un medio (lenguaje). El lenguaje no es simplemente un conjunto de palabras sino la capacidad de expresar una cierta forma de estar en el mundo, el de la conciencia reflexiva. Expresión es articulación, formulación, constitución, de aspectos del sujeto y de la realidad, es decir el lenguaje es una actividad constituyente de nuestra conciencia de las cosas y de nuestra capacidad de expresarlas (Llamas, 2001, 97). Toda inteligibilidad humana es expresiva, porque es significativa y por tanto, es lingüística: conocemos en una articulación expresiva, porque sólo en ella se delimita la forma significativa en que nos es dado un significado (Llamas, 2001, 99). El hombre es un ser de significados, puesto que el lenguaje va cargado de contenido, las palabras tienen significado, expresan cierta conciencia de nosotros mismos. Una expresión no puede explicarse sólo por su relación con otra cosa sino únicamente mediante otra expresión, es decir se expresa a través del lenguaje mismo (2005, 40). El agente humano es un ser de significados, porque:

Las interpretaciones que hace el hombre de sí mismo y de los motivos de su acción están transidas de valoraciones y ponderaciones cualitativas no sólo algo es preferido por un motivo sino que también los motivos de esa preferencia sólo pueden tomar cuerpo al materializarse en la expresión de los mismos en un lenguaje valorativo dado. Ese lenguaje, por lo tanto es esencial para comprender los actos, los motivos y la identidad del sujeto que los realiza y que los formula.[11]

Desde esta perspectiva hermenéutica y expresiva consideramos que el hombre es un animal que se autointerpreta en un lenguaje dado. La interpretación que el hombre hace de sí mismo no se realiza de manera monológica sino de manera dialógica. Buena parte de nuestra comprensión del yo, de la sociedad y del mundo se lleva a cabo por medio de la acción dialógica, pues:

A través del lenguaje permanecemos relacionados con los interlocutores del discurso tanto en los intercambios reales y vivos como en las confrontaciones indirectas. La naturaleza de nuestro lenguaje, y la independencia fundamental que nuestro pensamiento tiene del lenguaje hacen que la interlocución sea ineludible (Taylor, Fuentes del yo, 54).

El pensamiento científico pretende ser objetivo desde la perspectiva del observador (en tercera persona) olvidando los elementos de autointerpretación (en primera persona, la autocomprensión) que son elementos definitorios de la acción humana (1994, 15-16). El lenguaje objetivista de las ciencias sociales modernas –que pretenden entender al hombre con modelos naturalistas, relegando la interpretación hermenéutica- y las teorías políticas liberales habrían oscurecido la visibilidad de las consideraciones ontológicas-sociales en la comprensión del ser humano. Este lenguaje habría contribuido a disolver los lazos comunitarios de los ciudadanos y la práctica de la participación democrática.

La mejor explicación de nuestro comportamiento humano requiere que superemos los límites del naturalismo que intenta comprender lo humano con los moldes del modelo científico de las ciencias naturales. El hombre es un ser expresivo y "en sí misma la expresión es un fenómeno relacionado con los sujetos y por ende no puede dar cabida a una ciencia objetiva" (2005, 19). Contra la pretensión moderna de la posibilidad de un lenguaje privado, que las personas tendemos que decir que los humanos somos seres dialógicos, porque "nos convertimos en seres humanos en plenitud por medio de la adquisición de ricos lenguajes, en un espacio público en relación a otros seres portadores de significados lingüísticos, los humanos somos agentes que compartimos un lenguaje con otros agentes" (1996, 57). El agente humano construye su identidad a través de su dimensión dialógica, en una comunidad lingüística:

Los hombres hablan juntos y se hablan unos a otros. El lenguaje se modela en el diálogo, en la vida de la comunidad discursiva, en ella construye su identidad. El lenguaje es forjado por el discurso y por ende sólo puede desarrollarse en una comunidad discursiva. El lenguaje que hablo, la red que nunca puedo dominar y controlar del todo, jamás puede ser sólo lenguaje: siempre es en vasta medida nuestro lenguaje.[12]

Una conversación no es la coordinación de acciones de diferentes individuos sino una acción común en sentido fuerte e irreductible, se trata de nuestra acción. Iniciar una conversación es inaugurar una acción común. Según nuestro autor "el paso del para-ti-y-para mí- al para-nosotros, al espacio público, es una de las cosas más importantes que ocasionamos en el lenguaje y cualquier teoría del lenguaje debe tenerlo en cuenta" (1997, 249-250). Uno es un yo sólo entre otros yos, el yo jamás se describe sin referencia a quienes le rodean:

Cuando tú y yo hablamos sobre algo hacemos de ese algo un objeto para nosotros dos, es decir, no sólo un objeto para mí, que también es un objeto para ti, incluso si añadimos a ello el que yo sepa que es un objeto para ti y tú sepas lo que es para mí, etc. En un sentido fuerte el objeto es para nosotros. Los diferentes usos del lenguaje establecen constituyen espacios comunes.[13]

Según Taylor a mente humana es dialógica y que la identidad se genera en función de los lazos que nos unen a una comunidad lingüística: "nuestra identidad siempre se define en parte en la conversación con los otros o a través de la comprensión común que fundamenta las prácticas de nuestra sociedad" (2005, 254). El lenguaje abre al sujeto a un mundo específicamente humano en el que los sujetos pueden hacer articulaciones y a través de las cuales obtienen una conciencia explícita de su mundo y de ellos mismos; también pueden a través del lenguaje exponer las cosas en un espacio público que queda constituido a través de sucesivos actos de habla.

Taylor argumenta que no es posible ser un yo en solitario, somos yos sólo en relación con ciertos interlocutores, no habría manera posible de ser introducidos a la "personeidad" sino fuera por la iniciación en un lenguaje. Por tanto, a través del lenguaje permanecemos relacionados con nuestros interlocutores en los intercambios reales y vivos como también en las confrontaciones indirectas. La naturaleza de nuestro lenguaje y la dependencia fundamental que nuestro pensamiento tienen del lenguaje hacen que la interlocución sea en cierta forma ineludible (1996, 55). Los lenguajes ayudan a definirnos a nosotros mismos, y además son dependientes de la comunidad: "Todos nos incorporamos al lenguaje por obra de una comunidad lingüística existente, aprendemos a hablar no sólo por el hecho de que nuestros padres y otras personas nos dan las palabras, sino también porque nos hablan y, por tanto nos asignan el estatus de interlocutores" (2005, 62). Para Taylor una palabra "sólo tiene significado dentro de un léxico y de un contexto de usos del lenguaje, vale decir en una comunidad lingüística, en último término el lenguaje está incrustado en un modo de vida" (1997, 133).

Es relevante el lugar que ocupa la comunidad en el proceso de constitución del lenguaje y la identidad del ser humano, puesto que el lenguaje sólo existe y se mantiene en una comunidad lingüística (1996, 51). El lenguaje "se forma en el habla de modo que sólo puede crecer en una comunidad de hablantes" (1997, 140). El lenguaje es una capacidad humana que se desarrolla a través de la comunidad y es condición de posibilidad para la expresión y comprensión del sujeto ante otros sujetos. El agente humano sólo puede reconocerse a sí mismo como tal por referencia a una comunidad que permita la comprensión de los significados esenciales en la medida en que son lingüísticos.

Las relaciones entre el sujeto y su propia interpretación debe entenderse a la luz del vínculo entre el sujeto y la comunidad porque las interpretaciones son articulaciones que el sujeto efectúa a través de un vocabulario otorgado por la comunidad lingüística. El significado de los valores que el sujeto maneja se construye mediante la experiencia común, en una interlocución con aquellos sujetos que son esenciales para llegar a la autodefinición y a la autocomprensión. El lenguaje permite un espacio de significados comunes que dan un lugar relevante a la comunidad como conformadora de lenguaje: "nuestra identidad se perfila permanentemente a través del diálogo y la convivencia con los otros a través del lenguaje" (Gamio, 2001, 64). El espíritu humano, es un humano entre humanos, "cuando la relación con el otro -a través del lenguaje- penetra en la intimidad más profunda de cada uno el lenguaje encuentra su peso gestual y por tanto su fuerza constituyente y, más allá, su verdadera naturaleza dialógica, cuando se consagra a pensar la encarnación" (2005, 12). ¿Qué llega a ser entonces el lenguaje?, es un patrón de actividad mediante el cual expresamos y realizamos una cierta manera de ser en el mundo, el de la conciencia reflexiva, un patrón que sólo puede desplegarse contra un telón de fondo –un contexto- que nunca podemos dominar del todo y que tampoco puede dominarse por completo porque lo remodelamos constantemente.

A través del lenguaje, cargado de contenido, expresamos nuestro mundo interior, nuestro ser, pasando por la conciencia reflexiva, en un horizonte y de manera dialógica: hablar es expresar significados. Así el lenguaje es constituyente para el ser humano porque: constituye las cosas para el sujeto, junto con la conciencia que tiene de ellas, genera un espacio público y porque el mundo es significativo para él mediante su uso. El lenguaje forma parte de un horizonte inevitable del ser humano. Las nociones éticas sustantivas de nuestra vida moral requieren de la concurrencia a nuevos lenguaje morales cargados de fuertes acentos expresivos (significativos), porque el hombre es un ser de significados, en el lenguaje nos expresamos. Estos nuevos lenguajes deberán atender a la pluralidad de bienes que compartimos en una comunidad lingüística en la que constituimos nuestra identidad de manera dialógica.[14]

Capítulo II

El hombre de nuestro tiempo

  • Individuo y sociedad moderna

Fuentes del yo, describe el desarrollo de la formación y constitución de la identidad moderna y de las formas complejas de subjetividad moral, dedica el cuerpo central de su obra a exponer cómo la interioridad, la afirmación de la vida corriente y de la naturaleza en sentido romántico se convierten en claves de comprensión de la concepción moderna de la identidad humana. Se propone una revisión del estado de la ética moderna y una consideración de sus límites y de sus obstáculos. Hablar de identidad moderna implica hablar de un conjunto de comprensiones -casi siempre inarticuladas- acerca de lo que es ser un yo, un agente humano. Se explora el trasfondo que subyace a nuestra vida moral, desarrolla una ontología moral con la finalidad de recuperar las fuentes olvidadas de la moral que la filosofía moderna no ha comprendido adecuadamente.

El análisis de la ética moderna quiere mostrar la compleja continuidad del proceso mismo de creación de la subjetividad moral desde el giro internalista socrático, pasando por el agustinismo (giro hacia la interioridad) y el renacimiento (humanismo) para llegar a la modernidad (Descartes, "Yo pienso"). La idea de sujeto moral tiene raíces históricas de largo alcance, complejas,[15] y que la pretensión moderna –liberal- de haber creado de la nada al sujeto epistémico (de conocimiento, pero también político) se basa sobre la elisión de toda esa historia anterior en la que colaboran no una sino muchas tradiciones y momentos teóricos.[16]

Al analizar la sociedad moderna, reconocemos con los filósofos, tres formas de malestar: un primer malestar se manifiesta en la pérdida de sentido, es decir en el abandono de la búsqueda por la vida buena y por los ideales que merezcan la pena vivirse. La vida buena para los seres humanos de hoy no debe buscarse ya en alguna actividad superior –sea ésta la contemplación o el ascetismo religioso- sino en el centro mismo de la existencia cotidiana. Esta pérdida de sentido, por la vida buena, se debe a lo que Max Weber ha llamado "desencantamiento del mundo", se trata de la pérdida de sentido del cosmos como orden significativo, el mundo ya no tiene un sentido espiritual que ofrecer. Este "desencanto" ha destruido los horizontes morales con los cuales la gente vivía sus vidas espirituales; en la modernidad el individuo se ha desligado de su marco cósmico y pasa a refugiarse en su vida privada. Esta pérdida se sentido surge de desvincular al ser humano del orden natural y social.

En la modernidad, la gente ya no se propone fines más elevados, algo por lo que valga la pena morir, sufrimos una falta de pasión por vivir, los fines que deberían guiar nuestras vidas se ven eclipsados. El individualismo moderno ha aislado al hombre de su mundo natural y social, lo ha llevado a "centrarse en su yo", ha roto los horizontes morales y la consecuencia es la pérdida del sentido de la vida. En la sociedad premoderna los horizontes morales daban sentido al mundo y a las actividades humanas: todo tenía su lugar en la cadena del ser. Un segundo malestar se haya en el desenfreno y primacía de la razón instrumental. Por razón instrumental" se entiende la clase de racionalidad de la que nos servimos cuando calculamos la aplicación más económica de los medios a un fin dado. La eficiencia máxima, la mejor relación coste-rendimiento, es su medida del éxito. Esto quiere decir que nuestras vidas son valoradas a partir de la eficiencia, la producción, de aquello que da satisfacción inmediata y económica: la afirmación de la vida corriente. Al suprimirse el orden cósmico y los horizontes de sentido, la razón instrumental se ha ampliado "inmensamente", esto ha llevado a que las cosas dejen de tener sentido y sean tratados como materias primas o instrumentos para los proyectos humanos. La concepción de la razón instrumental se deriva de la visión del yo desvinculado, si las cosas no son portadoras de identidad, de significado, cabe tomar ante ellas una actitud exclusivamente de uso, de dominio. La supremacía de la razón instrumental ha influido grandemente en la organización social de las instituciones de la sociedad limitando nuestras opciones morales.

La sociedad estructurada en torno a la razón instrumental nos lleva a señalar un tercer malestar: la pérdida de libertad de las personas y de los grupos. El hecho de que la gente dé importancia a la vida corriente, a la búsqueda de bienestar personal, al disfrute de su vida privada, los lleva a encerrase en sí mismas y a caer en el individualismo:

El lado oscuro del individualismo supone centrarse en el yo, lo que empobrece el sentido de nuestras vidas y las hace perder interés por los demás y por la sociedad, esta pérdida de sentido toma formas individualistas como el narcisismo y la permisividad, cuya consecuencia son vidas más angostas y chatas.[17]

Este individualismo es resultado de ciertas visiones erróneas de la formación de la identidad moderna y ha traído como consecuencia el distanciamiento de los ciudadanos de los asuntos políticos de tal manera que estos poco quieren participar en los asuntos del gobierno y por lo tanto estarían delegando al Estado un poder tutelar que controla sus vidas. Poder que ha sido denominado por Tocqueville "despotismo blando". Despotismo que amenazaría con la pérdida de nuestra "dignidad como ciudadanos":

Los mecanismos interpersonales pueden reducir nuestro grado de libertad como sociedad, pero la pérdida de libertad política vendría a significar que hasta las opciones que se nos dejan ya no serían objeto de nuestra elección como ciudadanos, sino la de un poder tutelar irresponsable.[18]

Aun cuando esto es así, el peligro de la sociedad moderna no lo constituiría el despotismo blando como pérdida de libertad política, sino la fragmentación, el individualismo, vivimos en una sociedad cada vez más incapaz de proponerse objetivos comunes y llevarlos acabo. La fragmentación aparece cuando la gente comienza a considerarse de forma cada vez más atomista, es decir los ciudadanos se sienten cada vez menos ligados a sus comunidades a proyectos y propósitos comunes, y no se comprometen para llevarlos acabo (1994, 138).

Podemos resumir la sociedad moderna en estos términos:

Es una cultura individualista: aprecia la autonomía; da un papel importante a la autoexploración, en particular del sentimiento; y sus visiones de la vida buena implican, por regla general, un compromiso personal. Como consecuencia de su lenguaje político formula las inmunidades debidas a las personas en términos de derechos subjetivos; y, dada su inclinación igualitaria, concibe dichos derechos como universales.[19]

La sociedad moderna ha dado un paso notable respecto de la concepción de la sociedad misma, ha pasado de la justificación tradicional del orden social a una justificación de orden racional fundada en la autonomía del sujeto. El hombre premoderno estaba atado al yugo del plan de Dios, a la estructura del cosmos, a los discursos acerca de los fines inmanentes de la naturaleza humana o a los dictámenes de la comunidad en la que éste se encontraba y a la que pertenecía. La deliberación acerca del orden cósmico tanto en su dimensión natural como social, pretendía asignarle un lugar a cada clase de ser, según su propia naturaleza, y asignarle una determinada función en la estructura de las cosas. El hombre, como las demás especies de la tierra, poseía un rol propio que había de cumplir a fin de actuar conforme a la "esencia" que le era propia.

En la tradición seguir la naturaleza propia del hombre equivalía a que el individuo tuviese que observar rigurosamente el rol social que le correspondía. Rechazar los compromisos que exigía el propio rol, o pretender asumir alguno diferente equivalía a cambiar el orden de las cosas. Para el hombre premoderno la vida buena era aquella que se ajustaba al orden natural.[20] En el pasado los individuos orientaban sus vidas, comprendían el mundo y se entendían en él a partir de una cosmovisión unitaria, en la modernidad aparecen diversos relatos acerca del bien que compiten por nuestra lealtad. Para la concepción moderna, el mundo ya no tendría nada que ofrecer, el hombre se ha "desencantado" de él. Ahora el mundo es un sistema de entes objetivados y susceptibles de cálculos dentro de los parámetros de la ciencia y de la racionalidad instrumental. A partir de la ruptura moderna del orden social tradicional el individuo logra construir un mundo de instrumentos que garantiza la posibilidad de movilizarse socialmente en virtud de sus méritos y que protege ciertos espacios de inmunidad relativos a la vida, la libertad y la propiedad bajo la figura de derechos.

La modernidad empezó a considerar al hombre ya no en su sentido natural sino moral como algo distinto y opuesto a lo físico, no como un elemento de la naturaleza sino como alguien que está por encima de ella. El hombre, se va a decir ahora, no es un ser natural sino moral. El orden moral no es del orden de la naturaleza sino del orden humano. Entonces se comienza a cuestionar el orden natural y a repensar su legitimación en términos de contrato. Por tanto si no hay un orden moral y social dado para todos por la naturaleza es deber del hombre darse uno a sí mismo, construir su propia identidad.[21]

Aún cuando en la modernidad el hombre parece sentirse libre, separado de la naturaleza, con desarrollos y progresos no obstante su ideal de autonomía posee un aspecto negativo. Si bien el principio de la subjetividad libre de la modernidad ha logrado generar nuevas formas de vida social y cultural fundadas en el respeto a la dignidad del individuo sin embargo abandonar las tradiciones implica suprimir los lenguajes de trasfondo con los que el hombre se autointerpreta -articula su interpretación- y dirige su vida en el seno de una comunidad. Justamente son esos lenguajes valorativos los que ofrecen la matriz de significados que permite que el agente pueda juzgar una vida como "buena" y "feliz". En los discursos sobre los fines encuentra los recursos deliberativos para determinar su orientación en la vida. Tal orientación se convertiría en problemática para el hombre moderno cuyo mayor temor no es la condenación de su alma o la exclusión del cuerpo político sino el sinsentido de su vida, la vaciedad. La modernidad representa el final de una visión simbólica y sacralizada del mundo. El hombre moderno ha roto la visión holística de mundo y ha pasado a una visión en donde el mundo ya no es cosmos, ya no tiene un contenido espiritual que ofrecer, ahora la naturaleza es un conjunto de leyes al servicio del hombre que funcionan con autonomía total sin referencia alguna. Se hace necesario pues, realizar una reorientación de la identidad moderna, desde sus supuestos, recuperar las fuentes de la moral omitidos por la filosofía moderna y revalorar el sentido fuerte de comunidad. De allí que compartimos la tesis de Taylor que sin un sentido fuerte de comunidad y de cohesión ciudadana, sin sentimientos de lealtad colectiva y respecto de las instituciones una sociedad no sobreviviría.

En la sociedad contemporánea se postulan además, dos posiciones respecto de nuestros modos de vida, posiciones que nos sitúan frente a dos realidades cruciales: individualismo moderno o fundamentalismo tradicional. La posición del liberalismo procedimental con pretensiones de universalidad que suscribe el paradigma de la autonomía individual frente a los "comunitaristas" que rescatan el valor de los lazos de la sociedad fundados en la pertenencia a una comunidad. El liberalismo procedimental,[22] (cuyo gestor intelectual sería Locke y actualmente tendría a Rawls como su exponente más importante), cuya fuente reside en el contrato social, sostiene que dada la pluralidad de bienes en conflicto se hace necesario postular un conjunto de reglas de derecho, neutrales respecto a lo que sea una vida buena, pero justas, en tanto que sean principios que todo individuo racional elegiría en condiciones de imparcialidad y que nos permita asegurar la paz y la estabilidad social, además que sean capaz de suscitar un consentimiento racional de todos los individuos e independientes de sus tradiciones.

El principio central de esta teoría es el principio de la libertad del individuo, una libertad que se afirma sólo mediante el respeto de la libertad de todos. Para esta teoría la mejor manera de vivir es construir una sociedad justa, imparcial, para todos los seres humanos. Lo que se quiere poner en el primer plano es la posibilidad de que la convivencia pacífica se funde en el respeto de la autonomía mediante la constitución de un orden social de imparcialidad. Según Rawls la sociedad estaría marcada por el pluralismo de visiones de bien, relatos que aspiran a dar cuenta de la totalidad de la vida humana y su dirección y que "ninguna de estas doctrinas cuenta con el consenso de los ciudadanos en general".[23] Para la teoría liberal los principios de justicia se constituyen como parte de una regla que aspira a dar cuenta de la estructura básica de la sociedad en la que sus miembros se conciben a sí mismos como sujetos de derechos.

El objetivo fundamental de esta perspectiva es el de asegurar la estabilidad del Estado y las leyes y desde esa estabilidad, garantizar la supervivencia de los individuos, su acceso al bienestar y a la libertad, en términos de la posibilidad de diseñar un proyecto de vida sin ninguna interferencia externa.[24] Para esta teoría ética de la imparcialidad, que aspira a tener una validez universal, el criterio normativo orientador de la conducta de las personas y la marcha de la sociedad debe buscarse en un ideal imaginario –abstracto, en tercera persona- de convivencia que promueva el respeto de la libertad de cada individuo sin distinción -ni compromiso- alguno.

La segunda posición, de los llamados "comunitaristas", (que tendrían por representante a Alasdair MacIntyre), se inspira en la ética griega de la felicidad y del bien común. Para esta posición la mejor manera de vivir es la de respetar y cultivar un sistema de valores propios de una comunidad. La fuente de esta teoría reside en el propio ethos de la comunidad. Esta teoría ética del bien común es concebida y formulada desde la perspectiva de la primera persona, de la primera persona en plural. Que el ideal moral de la vida sea común significa que es considerado por sus adherentes como el ideal de un nosotros. Donde este nosotros es por naturaleza relativo siempre a la comunidad por tanto expresa una ética de tipo contextualista.[25]

Los comunitaristas sostienen que frente al hecho del pluralismo moral, propio del mundo moderno, no es una solución legítima el declarar principios imparciales de justicia que permitan reglamentar el intercambio o distribución de los bienes sociales. Sostienen que la justicia procedimental no sería realmente neutral sino expresión de la tradición liberal. Los comunitaristas acusan al liberalismo procedimental de postular un atomismo político fragmentador de la vida comunitaria y de los horizontes culturales en los que configuramos nuestra identidad. MacIntyre sostiene en Tras la virtud que el proyecto moderno habría fracasado y que la única solución a la crisis de la modernidad, no sería estableciendo principios de justicia imparcial sino formando pequeñas comunidades, al modo benedictino, a fin de preservar la sabiduría clásica en los tiempos de oscuridad que se anuncian. Por su parte los liberales acusan los neoaristotelismos contramodernos de defender una posición que exalta la figura del ethos de tal manera que convierte la ética de la tradición en represora de la individualidad y del respeto a sus derechos fundamentales como la autonomía y la libertad.

Nos encontramos frente a dos posiciones extremas que han elaborado un diagnostico de la situación moral de la sociedad moderna a partir del discurso weberiano acerca del "desencantamiento del mundo" y la diversidad de concepciones rivales del bien. El centro de gravedad de la racionalidad práctica se desplaza o hacia la libertad individual o hacia la vida buena excluyéndose mutuamente. El profesor Gamio señala que "Taylor piensa que es preciso sobrepasar esta lectura weberiana del "desencantamiento del mundo", para comprender en su complejidad y especificidad los problemas éticos que tiene que afrontar la conciencia moderna".[26] La lectura de la modernidad desde el "desencantamiento del mundo" resultaría insuficiente para explicar la adhesión de los individuos con determinados valores que en buena medida constituyen su identidad: el respeto y la dignidad intrínsecas del individuo, la afirmación de la vida corriente, la importancia de la libre "expresión" de nuestra visión de la vida, son bienes que la civilización moderna estima de manera especial. El compromiso moderno con tales valores sólo puede hacerse ineludible desde la composición de una historia narrativa, en donde la presencia de nuestra herencia cultural cristiana ilustrada y romántica resulta ineludible. Pero tal historia requiere para ser contada de manera coherente de una epistemología moral diferente al modelo procedimental que rechaza los lenguajes sustantivos en los que la vida adquieren sentido, la referencia a los fines y a las prácticas ordinarias de deliberación práctica son importantes. Por tanto la reconstrucción narrativa de los horizontes morales de la modernidad necesita recurrir a una fenomenología de la ética donde el tema de los bienes vuelva a ser nuevamente objeto de reflexión racional.

Las éticas liberales del deber y del contrato suscriptoras ambas de una concepción procedimental de la racionalidad práctica fundan la validez de sus programas en la noción de dignidad, en la comprensión de que el individuo humano es un ser racional cuya integridad y libertad debe ser respetada y promovida socialmente. Las concepciones subjetivistas asumen como un bien intensamente valorado el cuidado de la dignidad y de la libertad del individuo. Es interesante constatar en esta línea que si bien las éticas deontológicas y emotivistas difieren profundamente entre ellas en el plano de los fundamentos como en el normativo ambas inspiran su propio discurso en el valor del individuo: si esto es así entonces nuestro mundo no estaría totalmente "desencantado", pues el valor de tales bienes sería reconocida por las diferentes posiciones. Entonces el recurso a bienes y fuentes morales constitutivas de la cultura moral moderna permitirían explicar de manera más compleja las motivaciones y los objetivos fundamentales de estas visiones de la praxis e incluso someter a crítica sus propias falencias pragmáticas. Con Taylor y Gamio nos ubicamos en una "posición intermedia", respecto a la valoración crítica de la sociedad moderna entre los defensores acríticos de la modernidad -que no reconocen ningún malestar de la cultura que parezca agravarse a medida que pasa el tiempo- y los detractores radicales de la modernidad que no perciben en nuestra civilización ideal moral alguno que se mantenga operativo u oculto entre nosotros. Buscamos conciliar la remisión a la sustancia ética (racionalidad práctica: red de instituciones y relaciones histórico-sociales que constituyen nuestro mundo vital) con el principio moderno de la subjetividad, el reconocimiento del derecho universal del individuo a la autonomía, la crítica y el bienestar. Nos negamos a adoptar una posición frontalmente crítica frente a las éticas de la modernidad y a su patrimonio moral (como las ideas de dignidad, de igualdad o de respeto) pues consideramos que también esas aportaciones forman parte irrenunciable de nosotros mismos. En esas aportaciones y en su crítica –romántica y moderna- se configura gran parte de nuestra actual identidad moral.

Consideramos que una lectura más atenta a las fuentes morales de la historia moderna puede hacernos caer en la cuenta de que existen genuinos valores subyacentes a esta tradición -como la defensa de la dignidad del individuo, o el cultivo de la identidad -que permitirían explicar el sentido de nuestros males y quien sabe incluso corregirlos sin salirnos del marco cultural y político del sistema liberal de derechos y de instituciones democráticas. Lo que queremos mostrar es que uno puede ser a la vez "sustancialista" (en lo que respecta al carácter de la racionalidad práctica) y "liberal" (en aquello que atañe más bien a las consideraciones propiamente éticas como la defensa de las libertades y los derechos de los individuos). Que el lenguaje sustancialista de los bienes resulta útil para dar razón de los valores que constituyen y orientan la cultura moral moderna. Queremos mostrar cómo la retórica del "desencantamiento del mundo" y la subjetividad moderna no pueden responder a la pregunta por nuestra identidad (¿quién soy?). La pregunta indaga sólo parcialmente por la clase de ente que soy, apunta más bien a un quién a lo que me constituye como este individuo en particular. Consideramos que las preguntas relativas a la identidad humana no pueden desligarse de los compromisos que el agente contrae con los bienes con aquello que hace que mi vida pueda ser evaluada por mí y por otros como significativa, plena, libre, etc. Dado que el individuo liberal no puede ser concebido como un sujeto abstracto, los contextos en los que la identidad se forma tienen que ser tomados en cuenta para que los derechos que los amparan puedan ser realmente invocados y ejercitados. Consideramos también que no podemos comprender nuestra identidad humana si no vinculamos este problema con el tema de las evaluaciones fuertes, –cualitativas- las formas de deliberación práctica que nos remite a la pregunta por los bienes, a aquello que hace que una vida sea significativa.

Queremos mostrar que no podemos hacer inteligibles nuestras consideraciones morales independientemente de marcos referenciales, horizontes de significación desde los que extraemos las distinciones cualitativas que ofrecen una pauta para nuestra propia orientación en la vida. Los marcos referenciales proporcionarían el trasfondo implícito o explícito a nuestros juicios y reacciones morales en el nivel de las obligaciones, de los fines de la vida y aún en lo que respecta a nuestra condición como seres humanos. La presencia de marcos referenciales sería condición trascendental de la racionalidad práctica en cuanto tal. La tesis defendida por nuestro autor choca abiertamente con la teoría weberiana de la modernidad y con la imagen atomista del hombre como elector racional sin trabas.

Capítulo 2

Identidad y la comunidad

Presentamos a continuación los argumentos centrales de nuestra obra: la identidad y comunidad, el ideal moderno de autenticidad, el individuo y la necesidad de reconocimiento, el hombre como ser de lenguaje, la orientación teleológica respecto al bien por el que se define la identidad, el hombre y el ejercicio de su libertad. La concepción antropológica que postulamos con Taylor es que el hombre es un ser de significados, un animal de lenguaje que define su identidad dentro de unos horizontes de sentido en una comunidad lingüística.

  • Individuo e ideal de autenticidad

El ideal constitutivo de la modernidad es el de la autenticidad. Ideal que nace a fines del siglo XVIII y que se erige sobre formas anteriores de individualismo como el individualismo de la racionalidad no comprometida de Descartes o el individualismo político de Locke. El ideal de autenticidad "es hija del período romántico que se mostraba crítico con la racionalidad no comprometida y con un atomismo que no reconocía los lazos de la comunidad".[27] Consideramos que fue Rousseau el autor que ayudó a producir el cambio de este ideal: "Rousseau presenta, frecuentemente, la cuestión moral como la atención que le prestamos a una voz de la naturaleza que hay dentro de nosotros" (Taylor, La libertad de los modernos, 49). Sin embargo será Herder[28]el principal articulador de la noción de autenticidad. Herder planteó la idea de que cada uno de nosotros es un modo original de ser humano, cada persona tiene su propia "medida" y por tanto debe vivir con su propia originalidad y no a imitación de ningún otro. La idea de Herder expresa la obligación de vivir con modo propio, lo que implica que cada individuo tiene un camino original que debe seguir (1994, 61).

Para el ideal moderno de autenticidad la fuente moral ya no es Dios o el bien sino la misma interioridad humana: el hombre debe buscar su identidad en si mismo, en su propio modo de ser. Esta autenticidad consiste, en ser fiel a una manera original de ser humano que es sólo mía y que procede de mi voz interior. Ser fiel a sí mismo significa ser fiel a mí propia originalidad, que es algo que sólo yo puedo articular y descubrir; y al articularla también estoy definiéndome a mí mismo. Estoy realizando una potencialidad que es mi propiedad:

Ser fiel a uno mismo significa ser fiel a la propia originalidad, y eso es algo que sólo yo puedo enunciar y descubrir. Al enunciarlo me estoy definiendo a mí mismo. Estoy realizando un potencial que es en verdad el mío propio. En ello reside la comprensión del trasfondo del ideal moderno de autenticidad, y de las metas de autorrealización y desarrollo de uno mismo en las que habitualmente nos encerramos.[29]

El ideal de autenticidad consistirá en ser fiel a uno mismo, en tanto que la fuente de la moral radica en la profundidad interior del individuo y no en un orden externo. El ideal ético de la modernidad se articula a través de este concepto de autenticidad, según el cual el individuo escoge su propio modo de vida, ya que en la modernidad ha quedado claro que el sujeto es ante todo un sujeto racional de elección. Por consiguiente en la modernidad la autenticidad es un componente relevante de la identidad de cada individuo. Proponemos una autenticidad personal como alternativa moral, entendida en el marco de un planteamiento liberal no individualista. La adscripción a esta noción de autenticidad declara nuestro compromiso con la modernidad y con una definición de persona caracterizada por la facultad de autonomía, creación y originalidad. No pretendemos renunciar al ideal de autencidad de la modernidad con su carga de originalidad y creación, más bien pretendemos recuperar el ideal de autenticidad, para lo cual revaloramos la idea kantiana de libertad autodeterminada, donde la libertad esté asociada a la noción de dignidad y no de honor. Así pretendemos reforzar el ideal de autenticidad considerando la necesidad de horizontes de significados compartidos. En este proyecto de recuperación del ideal de autenticidad, la persona no es el de un ser aislado de su contexto sino una forma de él. El ideal de autenticidad de la modernidad cobija en su seno formas de autorrealización erróneas que se enlazan con la crítica al individualismo liberal. La autenticidad alienta una comprensión puramente personal: la autorrealización. El desarrollo de la modernidad trajo consigo la aparición de una razón autónoma entendida como independiente de las tradiciones, donde la noción de autenticidad ha consistido en creer que el individuo debe buscar reglas nuevas al margen de su propia naturaleza, de su contexto. Las formas de autorrealización que olvidan los contextos resultan inadecuadas, son un modo de individualismo egocéntrico.

Conjuntamente con la crítica al ideal de autenticidad de sesgo individualista, sostenemos que la libertad de elección de las teorías liberales pervierte el ideal de autenticidad en tanto pretende que somos fieles a nosotros mismos cuando escogemos por si solos el modo de vida que deseamos, pero se cae en la trivialidad cuando la única razón aducida a favor de la propia elección es la elección misma. Si sólo se escoge por motivos de preferencia meramente subjetivos e individuales, entonces la propia elección es una banalidad y la razón no ocupa ningún lugar en la elección ya que no puede argumentarse razonadamente a favor de un determinado valor. La autenticidad parece definirse de forma que se centra en el yo, en la elección individual, que nos distancia de nuestras relaciones con los otros. Consideramos relevante corregir el concepto moderno de autenticidad, que alienta al individualismo, con la finalidad de recuperar su fuerza moral. La idea de que la identidad individual se genera a partir de la propia interioridad de cada persona se degenera cuando este se confunde con la idea de crear la propia identidad aisladamente sin tener en cuenta a los demás.

La autenticidad entraña originalidad pero esa originalidad debe darse desde la comprensión de lo común situándola en relación al lenguaje y a horizontes de sentido. El verdadero ideal de autenticidad revela que el sujeto puede encontrar su definición, el ideal de sí mismo y su propia realización, en un contexto social. Este contexto u horizonte de sentido no basta, no es condición suficiente para que podamos hablar de autenticidad real, pues el individuo encuentra su identidad auténtica en relación al reconocimiento, por parte de la autoconciencia, de ciertos fines que lo trasciendan o que reflejan algún bien mayor: en alguna causa política, social, en Dios, etc. La real autenticidad requiere de la posibilidad de elegir entre fines, y además comunes, que pongan de manifiesto la originalidad del sujeto, para que pueda expresar su autenticidad. La recuperación del ideal de autenticidad lleva consigo aceptar tres cosas: primero aceptar la autenticidad como ideal válido y "digno de adhesión", para hacer frente a los críticos de ella; segundo aceptar que se puede argumentar racionalmente sobre los ideales y la conformidad de las prácticas con tales ideales, con ello se supera el subjetivismo; tercero aceptar que estas argumentaciones entrañan diferencias en la práctica, es decir que es incompatible con las imágenes de la modernidad como el capitalismo, la sociedad industrial o burocrática (1994, 59). El individuo sólo puede encontrar su propia identidad y ser fiel a sí mismo persiguiendo una meta que contenga un significado, un objetivo que sea elegido autónomamente y compartido en un contexto:

Sólo puedo definir mi identidad si existo en un mundo en el que la historia o las exigencias de la naturaleza, o las necesidades de mi prójimo, o los deberes del ciudadano, o la llamada de Dios, o alguna otra cosa de este tenor tiene importancia que es crucial, puedo yo definir mi identidad para mí mismo que no sea trivial, la autenticidad no es enemiga de las exigencias que emanan de más allá del yo; presupone esas exigencias.[30]

Elegimos sobre un trasfondo de cosas que tienen importancia para nosotros y por tanto la significatividad no puede depender de mi elección, sino por el contrario, elijo en función de aquello que se me presenta como valioso, significativo. La elección que el individuo haga debe ser autónoma, libre, pero al mismo tiempo comprometida y responsable. Existe pues, la necesidad de considerar los horizontes como marcos de inteligibilidad ineludibles y significativos desde los cuales configuramos nuestra autenticidad. Sólo si se producen valoraciones en sentido fuerte, es decir cualitativas, las elecciones pueden resultar significativas. En este sentido nos propones recuperar la importancia del contexto, el horizonte de significados. Cuando el sujeto intenta comprenderse a sí mismo y quiere llegar a su autodefinición, necesita un horizonte de significados acerca de lo que es importante o significativo para él.

2.2. Individuo y reconocimiento

El reconocimiento en nuestro mundo es universalmente manifiesto ya que en diversos aspectos la política contemporánea gira en torno a la necesidad y, a veces, a la exigencia de reconocimiento. Muchas instituciones han sido el blanco de severas críticas por no reconocer la identidad particular de los individuos. Sin embargo en nuestra sociedad notamos una pérdida de reconocimiento, consideramos que no hay un reconocimiento social de la identidad de cada individuo. Consideramos que existe una cierta conexión entre el reconocimiento y nuestra identidad y que ella (la identidad) está parcialmente moldeada por el reconocimiento o por su ausencia. El ser humano necesita reconocimiento de los otros para poder afirmarse: necesita amor, respeto, solidaridad, etc. El reconocimiento no es sólo una cortesía, sino una necesidad humana vital. Si no se produce el reconocimiento, el ser humano sufriría un maltrato que podría dañar su identidad. La falta de reconocimiento podría convertirse en una forma de marginación; el falso reconocimiento no sólo muestra la falta del debido respeto, puede infligir una herida dolorosa. Además consideramos que el ser humano llega a ser tal en su dimensión social, por tanto se concluye en la necesidad apremiante del reconocimiento.[31] Desde esta perspectiva del reconocimiento consideramos que los mandatos morales, como por ejemplo, el respeto a la vida,[32] la integridad y el bienestar no son imposiciones externas sino intuiciones morales, profundas, intensas y universales.

En la modernidad con el llamado "desencantamiento del mundo" y el desplome de las jerarquías sociales, que solían ser la base del honor, se ha pasado a exigir el reconocimiento desde la dignidad personal y colectiva como derecho contractual: todos somos iguales y todos esperamos ser reconocidos como tales. Hemos pasado de la ética del honor a la ética de la dignidad. Frente a esta noción de honor tenemos la noción moderna de dignidad, actualmente usada en sentido universalista e igualitario, con la que nos referimos a la inherente dignidad de los seres humanos o "la dignidad ciudadana". La idea intrínseca de dignidad del individuo moderno tiene como telón de fondo social, tanto el derrumbe del antiguo régimen, como a la afirmación de la vida corriente: la extensión de los espacios de la vida buena, el énfasis que se da al bienestar, al ámbito del trabajo, la producción, las relaciones familiares y sentimentales.

Una vez que las jerarquías tradicionales se vienen abajo se instaura un régimen político con pretensiones igualitarias y universalistas a instancias del pensamiento ilustrado cuya perspectiva ética se encarnó jurídicamente en la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, se declara así la igualdad civil como principio rector de las relaciones humanas en la esfera pública. En la modernidad todos los hombres son reconocidos iguales ante la ley, poseen los mismos derechos en tanto personas, de modo que queda abolida cualquier consideración dirigida a distinguir entre ciudadanos de primera y segunda clase, ya sea por cuestiones de raza, origen, sexo o religión.

En la civilización premoderna, el paradigma del honor aludía al estado de cosas en donde el reconocimiento de una persona dependía en gran medida de su status social, de su función pública, del lugar que ocupaba en el sistema jerárquico basado en la sangre, en una suerte de orden natural. En la modernidad, la categoría de reconocimiento se ha centrado en la noción de dignidad en términos de derechos olvidando la dimensión social. Las formas de reconocimiento igualitario se han convertido en esenciales para la cultura democrática, han conducido a una política de reconocimiento igualitario, una exigencia de igual estatuto para culturas y géneros. Tal reconocimiento refiere a la comprensión de una identidad individualizada, que es particularmente mía y que puedo descubrir por mí mismo.

Esta noción surgió junto con el ideal de la autenticidad, ideal de ser fiel a mí mismo y a mi particular modo de ser. Frente a esta igualación de derechos y merecimientos, tendremos que encontrar en la idea de una "política de reconocimiento" la base de una reconceptualización de la esfera pública que atienda a su vez a las demandas de igualdad de las democracias modernas y al reconocimiento de las particularidades de las tradiciones culturales y de las formas de identidad históricamente constituidas. Frente al supuesto moderno de dignidad como derecho, queremos entender esa noción desde la categoría de valor: La dignidad es una capacidad que compartimos todos los seres humanos, un potencial humano universal que debe ser respetado igualmente para todos. Con la política de la igualdad de dignidad se pretende que lo que se establece tenga un valor universal.

En el plano social la comprensión de la identidad personal se forma en diálogo abierto con otros y en el debido reconocimiento: "Mi propia identidad depende de modo crucial de mi relación dialógica con los otros".[33] En este reconocimiento el lenguaje es relevante porque nos convertimos en agentes humanos plenos, capaces de comprendernos a nosotros mismos y por tanto de definir nuestra identidad, a través de la adquisición de ricos lenguajes expresivos humanos. De modo que definimos nuestra identidad siempre en diálogo con lo que los otros sujetos quieren ver en nosotros como significativo en el reconocimiento mutuo. Consideramos relevante el aporte de Hegel en la política del reconocimiento. Este filósofo considera fundamental el hecho de que sólo podemos prosperar en la medida en que somos reconocidos por los demás. Toda conciencia busca el reconocimiento en otra conciencia sin que ello sea signo de falta de virtud. La lucha por el deseo de reconocimiento sólo puede hallar una solución satisfactoria, y ésta se encuentra en un régimen de reconocimiento recíproco entre iguales.[34]

2.4. Identidad y Bien

La identidad humana posee unas condiciones de posibilidad: el bien y la comunidad. Asumimos bajo visión aristotélica una concepción teleológica de la acción humana, los actos humanos tienden hacia un fin, la acción humana es propositiva e intencional, ello nos permite afirmar una ética sustantiva de la vida frente a la ética procedimental de las teorías liberales modernas. La acción humana es siempre intencional e intencionada, por tanto el bien será consecuencia de una elección humana inevitable en un planteamiento ético racional. Queremos destacamos la relación intrínseca que existe entre el ser humano y el bien. El bien es fuente de identidad personal-moral ya que unos bienes determinados configuran nuestra identidad. Como señalaría Taylor "imposible sostenernos sin una cierta orientación al bien, por el hecho de que cada uno de nosotros esencialmente "somos" (nos definimos a nosotros mismos) por el lugar en que nos situamos con relación al bien".[35] Para encontrar un mínimo de sentido a nuestras vidas, para tener una identidad, necesitamos una orientación al bien.

El sujeto es en esencia un agente encarnado comprometido con el mundo por tanto necesita orientarse en el espacio moral (en relación al bien) como una obligación ineludible. Se trata de sostener que el bien es parte integrante y constitutivo de la experiencia humana y que siempre una concepción del bien subyace a toda concepción formal de la ética (sea esa concepción la justicia, la dignidad del sujeto moral o su autonomía).[36] La identidad personal y el bien no pueden separarse sino que van inextricablemente entretejidos.

La imagen que tenemos de nosotros mismos o la opinión de lo que es un ser humano va siempre tejido y presupone una ontología moral, un trasfondo a partir del cual podemos adquirir una identidad. Se trata del reconocimiento de la realidad de las formas de bien y de la vida moral que se deja ver en las apelaciones valorativas que constituyen nuestro modo de vida.

Las cuestiones relativas a la identidad humana son inseparables del examen de las valoraciones fuertes (cualitativas). Estas no pueden desligarse de los compromisos que el agente contrae con los bienes, aquello que hace que mi vida pueda ser evaluada por mí y por los otros como significativa, plena, libre. La identidad del sujeto se define por los compromisos morales que se articulan dentro de unos marcos de valoraciones cualitativas, respecto al bien: "mi identidad se define por los compromisos e identificaciones que proporciona el marco u horizonte desde el cual yo intento determinar lo que es menos o más valioso, lo que se debe hacer, lo que apruebo o me propongo".[37] Todo acto y toda valoración moral están insertos en una serie de marcos valorativos que constituyen el horizonte sin el cual no podrían realizarse. Esos marcos irrenunciables, de los que no podemos escapar, son de hecho la matriz de nuestra moral, el horizonte sobre cuyo fondo y a cuya luz se recortan e iluminan todos nuestros actos de valoración, de preferencia de elección. Estos marcos constituyen una especie de espacio moral en el que nos movemos y sin ellos sería imposible la moral misma. Ese espacio moral es "anterior" a toda elección, a todo criterio, a todo cambio cultural. Ese espacio previo es el reino de la diferencia y de la pluralidad y se resiste a toda simplificación, a toda reducción, a un único factor.[38] Así, las evaluaciones fuertes insertos en unos marcos valorativos (necesarias e inevitables de la experiencia humana) designan la consideración de un bien que es más que una mera preferencia y elección, hablaremos así de evaluación fuerte cuando los bienes presuntamente identificados no se consideran buenos por el hecho de que los deseemos o los elijamos sino más bien por constituir normas para el deseo porque deseamos bienes intrínsecos porque son buenos.[39] Por tanto la elección de unos bienes y su posición respecto de estos, en una comunidad significativamente configurada, definen nuestra identidad:

Mi identidad se define por los compromisos e identificaciones que proporciona el marco u horizonte dentro del cual yo intento determinar lo que es bueno, valioso, lo que se debe hacer. La gente puede percibir que su identidad está en parte definida por ciertos compromisos morales o espirituales. Ello le proporciona el marco dentro del cual determinan su postura acerca de lo que es el bien. Si perdieran ese compromiso quedarían a la deriva y entrarían a una crisis de identidad, una forma aguda de desorientación, de no saber quien se es. Saber donde nos encontramos orientados es saber responder quiénes somos, responder acerca de nuestra identidad.[40]

Por tanto no es posible ser un yo y configurar nuestra identidad sin hacer referencia a unos bienes que definen la vida del agente como significativa. La construcción de la identidad humana no puede ser autogenerada, es más bien el resultado de un proceso de interacción social al interior de un mundo significativo común. Consideramos que la dimensión del bien es parte integrante y constitutiva de la experiencia humana. La referencia al tema de los bienes resulta esencial para plantear correctamente la cuestión del yo -de la identidad- así como para desocultar algunos problemas importantes en lo que concierne a los conflictos entre las identidades colectivas y la cultura de los derechos. La identidad del sujeto depende de su orientación y vinculación al bien, pues sólo somos yos en la medida en que nos movemos en un espacio de interrogantes, mientras buscamos y encontramos una orientación al bien. El yo no consiste solamente en dirigir nuestras acciones a la luz de ciertos deseos o capacidades privadas, sino que ser un agente humano, una persona o un yo, implica tomar posición respecto del bien.

El yo consiste en existir en un espacio definido, en donde la orientación al bien es fundamental a la hora de decidirnos por lo que es bueno o de suma importancia en nuestras vidas, porque "lo que soy como un yo, mi identidad, está esencialmente definido por la manera en que las cosas son significativas para mí".[41] La identidad del sujeto se construye sobre la base de la orientación moral hacia el bien, de manera que el agente humano queda definido por su ubicación respecto del bien. El desvelamiento de los bienes se produce a través de un proceso hermenéutico, es decir a través de la autocomprensión del sujeto como participante de una forma de vida, atendiendo al lenguaje y a la historia común que definen los significados. Los tipos de bienes sólo existen mediante un determinado tipo de articulación que explore el trasfondo a partir del cual algo se concibe como un bien; y explica que articular un bien constitutivo es esclarecer lo que está implícito en la vida buena a la que uno se adhiere: cada sujeto es libre para decidir qué bienes son esenciales para su ser moral, a qué bienes adherirse, de qué forma y con qué grado de adhesión. La diversidad de bienes puede resultar problemática para la convivencia, sin embargo es posible resolverla acudiendo a la superioridad de unos bienes sobre otros, donde los bienes de mayor valor se adhieren a otros de menor valor.

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