Doce años después del llamado edicto de Milán, que había proclamado la libertad de cultos, surgía otra vez la religión de Estado, con su consubstancial intolerancia.
La pervivencia del arrianismo
El arrianismo, condenado en Nicea, siguió siendo motivo de apasionadas querellas teológicas. La solución nicena había sido política, pero dejaba sin resolver el problema teológico promovido por Arrio. La doctrina de la Trinidad planteaba la cuestión de la delimitación de las relaciones que las tres personas divinas tenían entre sí. Si la divinidad, por su naturaleza, no podía entrar directamente en contacto con el mundo, era necesaria la existencia de un intermediario entre Dios y lo creado. Arrio (que en la época de las persecuciones había tomado partido por los melitianos -que eran como los donatistas de Alejandría-) concibió una teología que separaba al Padre no engendrado del Hijo. El Hijo no era eterno como el Padre, sino un mediador en la Creación. Engendrado por el Padre, el Hijo había creado el mundo, y luego lo había redimido por su doctrina y por su pasión.
Ya se ha dicho que la fórmula nicena fue un compromiso que no resolvió el fondo del problema. Los debates teológicos posnicenos llegaron a promover apasionadas corrientes de opinión, en favor unas y en contra otras del arrainismo.
El partido eclesiástico antiarriano fue dirigido por el enérgico y pertinaz Atanasio, patriarca de Alejandría. Constantino, a quien el asunto sólo interesaba en la medida que comprometía la unidad de la Iglesia, tomó el partido de Arrio contra Atanasio, en quien veía una fuerza peligrosa para la autoridad del Estado, contrapesando así los dos grupos rivales. Su hijo Constancio favoreció a los arrianos, mientras que Constante en Occidente se pronunciaba por la fórmula de Nicea.
El problema cristológico sobrevivió a Arrio. Era consecuencia -una másde las discrepancias que separaban la Iglesia oriental de la occidental. Sin que el arrianisrno llegara a ser mayoritario en las diócesis orientales -el patriarca de Alejandría fue siempre su más tenaz adversario, sí fueron muy numerosos sus simpatizantes. En cambio, los teólogos de Occidente, menos interesados por las especulaciones teológicas, aceptaron sin reservas la ambigua fórmula nicena. La rivalidad entre las dos iglesias llevó a los obispos a excomulgarse unos a otros en el concilio de Sárdica.
En el largo pleito de Atanasio con los emperadores Constantino y Constante, la Iglesia latina, al apoyar a Atanasio, fue afirmando una posición independiente, que iba a robustecer en torno al obispo de Roma.
La mundanización de la jerarquía eclesiástica
El poder y la riqueza de los obispados despertaron ambiciones y codicias, que estallaban con ocasión de la designación de obispos (que en el siglo IV eran propuestos por los sacerdotes y aceptados por los fieles, que intervenían también en la elección de presbíteros y diáconos). Los obispos tenían el mismo rango que los altos magistrados imperiales, y las donaciones de los emperadores y los legados de los fieles acumularon tantos bienes en sus manos que Constantino manifestó su preocupación, expresando su deseo de que esas riquezas excesivas se emplearan en el socorro de los pobres.54 Valentiniano I prohibió más tarde a los clérigos recibir legados de mujeres.55
Constantino había querido que la clase sacerdotal fuese reclutada entre los pobres, pero la posición social y económica del sacerdocio, y en particular la de los obispos, fue tan elevada que la aristocracia y las clases superiores de la sociedad ambicionaron estos cargos y consiguieron acapararlos. Así la clase sacerdotal cristiana se identificó pronto con las otras clases privilegiadas del Imperio.
Si la organización eclesiástica de la beneficencia alivió muchas necesidades de los menesterosos, es cierto que la Iglesia se abstuvo siempre de apoyar un cambio de estructuras sociales que favoreciera las clases media y baja de la sociedad, que eran las víctimas directas de la política económica y social del Imperio y de los abusos de la burocracia administrativa.
junto al mundo profano, la Iglesia edificó un segundo mundo, que cada vez se pareció más al primero, hasta en su estructuración social; y recurrió al brazo secular para eliminar a sus enemigos: paganos, judíos, maniqueos, herejes. La Iglesia triunfadora dio pruebas abundantes de que el temor de sus adversarios no era infundado.
La ambigüedad de la fórmula cristológica de Nicea dio la pauta para la interpretación equívoca y sutil de las conceptos, que se convirtió en una segunda naturaleza del pensamiento ortodoxo y condujo al adormecimiento de las conciencias, petrificadas por una doctrina impuesta como un concepto jurídico.
El pontificado romano
En la Iglesia primitiva todos los obispos eran teóricamente iguales. Pero los de las ciudades más importantes, donde existían las comunidades más antiguas, eran respetados como poseedores de un prestigio mayor y tratados con una deferencia especial. En el siglo II los dos obispados más relevantes fueron el de Antioquía en Oriente y el de Roma en Occidente. En el siglo III esa indefinida autoridad fue extendida a los obispos de Alejandría y Cartago, y en el siglo iv al de la nueva capital del Estado, Constantinopla. Así vino a perfilarse una jerarquía episcopal, nunca establecida con precisión, en tres escalones :
1.º Los obispos de Roma y Cartago y los patriarcas de Antioquía, Alejandría y Constantinopla.
2.º Los metropolitanos, obispos de las capitales de provincia, y
3.º Los obispos ordinarios de las restantes diócesis.
Los obispos de Roma aspiraron a la primacía de toda la Iglesia como sucesores de Pedro, el primer obispo de Roma, escogido por Jesús entre los apóstoles como cimiento de la Iglesia. 56 En Roma estaban las tumbas de Pedro y Pablo; era la capital del mundo, y los obispos que hablaban en nombre de los cristianos de Roma se sentían investidos de la misma autoridad (auctoritas) universal que había inspirado al Senado en la época republicana, y a Augusto y a sus sucesores en la del Imperio.
Los obispos de Roma alcanzaron la supremacía en un proceso lento, pero ininterrumpido. En el siglo III intervinieron con frecuencia en los problemas de las comunidades de España, de Africa, de las Galias, y con menos éxito en las de Asia menor y Grecia. En este tiempo se había afirmado su autoridad sobre las diócesis italianas. En vano el obispo de Cartago Cipriano negó la supremacía al obispo de Roma.
La fundación de Constantinopla parecía que iba a dar al obispo de la nueva capital un rango similar al del romano. De hecho el alejamiento de Roma de los emperadores reforzó la posición del papa; los papas fueron menos dóciles que los obispos orientales a la voluntad imperial, y quedaron al margen de las disputas teológicas, como mantenedores de la ortodoxia.
Esta autoridad moral, nunca reconocida por los obispos orientales, indujo al Concilio de Sárdica (340-341) a aprobar un canon para la apelación al papa de los obispos depuestos.
En la sede romana hubo, en el último tercio del siglo IV, dos pontífices enérgicos, medianos teólogos pero hábiles políticos. Dámaso (366-384) reivindicó el derecho del papa a definir el dogma. Sus respuestas a las consultas de los obispos adoptaron la forma de rescriptos imperiales. Consiguió del emperador Graciano que ordenase a los obispos de Occidente que se sometiesen a la autoridad del papa, amenazando la desobediencia con la intervención del brazo secular.
Siricio (384-399) promulgó la primera de las decretales pontificiar, que serían, con las decisiones de los concilios, una de las fuentes del derecho canónico occidental.
Los papas se hicieron intérpretes del ideal unificador, «católico», que había sido la esencia del genio romano.
El cesaropapismo oriental
Mientras los papas consolidaban su poder en Roma, en Italia y en las provincias occidentales del Imperio, las diócesis orientales, debilitadas por las disputas teológicas y por las rivalidades entre sus obispos, padecieron las intromisiones del emperador Constancio en la vida interna de la Iglesia. El hijo de Constantino inició la política que los historiadores modernos han llamado «cesaropapismo», es decir, la usurpación por el Estado de las prerrogativas de la Iglesia. El cesaropapismo iba a caracterizar más tarde las relaciones entre la Iglesia y el Imperio bizantino.
En la época de Constancio la sumisión de la Iglesia llegó a la aceptación de la veneración de los retratos del emperador, acatamiento difícil de discernir del culto a una imagen sagrada, y que se asoció con el carácter sacro del ceremonial palatino, y no dejó de influir en la nueva liturgia de la iglesia triunfadora.57
La renovación de los sacramentos y de la liturgia
Si la alianza de la Iglesia con el Imperio comprometió la profunda acción sobre las almas del mensaje cristiano, otro peligro no menos grave sobrevino: la conversión agolpada de hombres y mujeres no preparados para vivir el cristianismo interior, que renun. ciaba a los placeres del mundo, dejándose iluminar el alma por la fraternidad y el amor.
El largo catecumenado, que adoctrinaba en los fundamentos de la fe, se abrevió. La rigurosa ceremonia de la expiación fue suavizada. El bautismo, que proporcionaba a los iniciados una nueva vida, era diferido por muchos creyentes hasta la víspera de su muerte, para asegurarse las gracias que derramaba sobre el bautizado y que sólo una vez podían obtenerse.
La Cena o ágape fue en los primeros siglos una comida fraternal que mantenía la relación de la comunidad con el Señor En el siglo IV se transformó en una ceremonia con efectos mágicos, en un misterio que, como los misterios paganos, pretendía liberar el alma del pecado mediante determinados ritos. Esta mudanza tan profunda del sacramento de la eucaristía es una de las mayores concesiones hechas por la Iglesia constantiniana al espíritu del paganismo.58 Las lámparas, el incienso, la aspersión con agua bendita, también de procedencia pagana, fueron contemporizaciones menos importantes.
El calendario litúrgico se estableció sobre los ciclos de Pascua y de Navidad. El cielo litúrgico de Pascua y Pentecostés se celebró en fechas distintas en las diferentes provincias eclesiásticas. En el siglo III apasionó a la Iglesia la controversia en torno a la fecha de celebración de la pascua, y para fijarla se convocaron varios sínodos. El concilio de Arles de 314 se pronunció por la pascua dominical, en el domingo siguiente al 14 de nisán, para poner de relieve la distancia entre la pascua judía y la cristiana. La fiesta pascual se iniciaba con un ayuno, cuya duración variaba según las regiones, y que en las iglesias orientales era rigurosísimo. La ceremonia litúrgica más solemne era la vigilia nocturna de sábado a domingo de pascua; congregaba a toda la comunidad y culminaba en el solemne bautismo de los catecúmenos y en la celebración eucarística. La pentecoste duraba cincuenta días (el concilio hispánico de Elvira censuró la práctica de acabar el ciclo pascual el día cuadragésimo), y durante ellos se festejaba la resurrección de Cristo, suprimiendo el ayuno y los rezos arrodillados.
La celebración de la Navidad se inició en el siglo III en Oriente con la celebración de la Aparición del Señor (Epifanía) el 6 de enero, día de la iniciación en Egipto de las festividades paganas, ahora desaparecidas.59 En el siglo IV se conmemoró el Nacimiento del Señor (Natalis Domini) el 25 de diciembre, fecha que había elegido un siglo antes Alejandro Severo para la conmemoración del Sol invictus,60 ahora sustituido por el sol de la salvación (Sol salutis).
Estas conmemoraciones, que recordaban los dos momentos culminantes de la vida de Cristo, fueron completadas con las que rememoraban a la Madre del Salvador como Virgen inmaculada, proclamada Madre de Dios (Theotokos), y en su honor se festejó el día en que Jesús fue presentado en el templo, el 2 de febrero, día de la Candelaria.
El culto popular de los mártires se propagó también en el siglo IV, cuando el papa san Dámaso hizo restaurar las catacumbas de Roma. Entonces la adoración se extendió a las reliquias de los mártires, tomadas de sus tumbas. La veneración de mártires y santos, en la irrupción de paganismo que padeció la Iglesia, recuerda la de los héroes antiguos,61 contribuyendo a extinguir los restos del antiguo politeísmo, que parece satisfacer un anhelo popular humano.62
Las hagiografías, influidas en su construcción literaria por las Vidas de los filósofos, fueron numerosas y muy leídas, especialmente la Vida de San Antonio de Atanasio y la Vida de San Martín de Sulpicio Severo.
Las peregrinaciones a los Santos Lugares de Jerusalén, iniciadas por la madre de Constantino, la emperatriz Elena, fueron frecuentes en la época constantiniana.
El monacato
Los creyentes más puros y fervorosos, fortalecidos más que desalentados por las persecuciones, no encontraban ahora satisfacción para sus almas en las nuevas y suntuosas basílicas de la Iglesia. El deseo de perfección moral se refugió en la soledad de los desiertos. Como muchas veces en la -por tantos motivos- interesante historia del cristianismo, la alianza de la Iglesia con el poder civil fue compensada por elevadas creaciones de orden espiritual: el ascetismo y el monacato, éste nacido precisamente en el siglo IV.
El interés de los hechos crece cuando se adquiere la evidencia de que, en el origen de los valiosos frutos espirituales que anacoretas y monjes aportaron hallamos más causas sociales que religiosas, o, para ser más precisos, hechos sociales primiciales, transformados en valores de religiosidad. Los anacoretas primeros fueron seres que querían librarse de instituciones civiles inhumanas. Antes de que se expandieran los primeros relatos de la vida maravillosa de eremitas y monjes, llamaban en Egipto -cuna del monacato- anacoretas a los campesinos que huían a las regiones despobladas para evitar requisas, impuestos y servicios personales al Estado, y que, para no morir de hambre, vivían del bandidaje.63 Los monjes que describe Paladio en su Historia Lausíaca procedían de los más humildes medios sociales: esclavos, felahs, aventureros.64
A estos fugitivos se unieron cristianos que habían huido al desierto para librarse de las persecuciones, y luego, cuando éstas acabaron, los mártires frustrados, que buscaban en la mortificación un sucedáneo del martirio, y los cristianos defraudados por la Iglesia constantiniana, que pensaban que hubiera sido preferible seguir viviendo en las catacumbas.
La ascesis y la vida religiosa al margen del mundo son realidades humanas, vividas por todas las religiones dotadas de una elevada doctrina moral. La secta judía de los esenios había practicado la ascesis en la época en que nació Jesús, y en el siglo III la vida ascética atrajo a los gnósticos 65 y neopitagóricos y al filósofo cristiano Orígenes. Pero el modelo de la ascesis cristiana fue Jesús, y su ejemplo de pobreza, castidad, ayuno y oración inspiró la vida de los primeros eremitas y de las más antiguas reglas monásticas.
Los eremitas surgieron antes que los monjes. San Antonio fue un acomodado campesino egipcio, contemporáneo de Diocleciano y Constantino. Repartió entre los pobres sus tierras y vivió medio siglo alejado del mundo. Incansable andador del desierto, tuvo sus manos ocupadas siempre en el trenzado de esteras y canastas, que vendía para sustentarse, y el pensamiento puesto en una permanente lucha con el demonio. Estos combates y la fama de sus milagros, relatados por Atanasio, fueron conocidos en amplios círculos de la cristiandad y despertaron muchas vocaciones. San Antonio tuvo discípulos en su derredor que querían asegurar, en el ejemplo de su santidad, la salvación eterna, en el inminente fin del mundo. Pero el santo se apartó de ellos, para ir a morir en un pequeño oasis, cerca del mar Rojo.
La vida monástica comenzó como la organización reglamentada del impulso individual de los primeros anacoretas. Los primitivos eremitas que vivieron en comunidad (cenobitas) fueron reunidos cerca de Tebas, en Tabennesi, en la lindera del desértico acantilado líbico y de las tierras cultivadas, por Pacomio, un felah del Alto Egipto que había sido soldado en el ejército de Licinio. Su propósito fue acoger en una vida de austera religiosidad a los necesitados y a los fugitivos, y salvarlos por la disciplina del trabajo y por el enriquecimiento espiritual de la fe. Los monjes eran agrupados por oficios y repartían la jornada entre el trabajo y la oración; estaban sometidos a una severa disciplina, en la que fueron corrientes los castigos corporales, y a una clausura rigurosa. Los novicios recibían la instrucción necesaria para leer los libros santos.
Otros monasterios surgieron en Egipto según esta regla, especialmente entre los melitanos, y la hermana de Pacomio, María, fundó el primer convento de monjas.
En tiempo de Constancio II, el obispo Eustacio difundió el monacato por Asia Menor. Pero fue Basilio de Cesárea quien, suavizando la regla de Pacomio, estableció las líneas fundamentales del monacato oriental: renuncia a los bienes del mundo, apartamiento de la familia, trabajo corporal, meditación de la Biblia y obediencia al jefe espiritual (abbas).66
El monaquismo occidental nació de modelos orientales, y fue su introductor el indomable obispo de Alejandría Atanasio, biógrafo de san Antonio, cuando fue desterrado a Tréveris. El más activo organizador del monacato occidental fue san Martín, obispo de Tours, y el monasterio de Marmontier fue el vivero de la vida monástica de las Galias.
La suspicacia de la Iglesia constantiniana y del Estado contra el monacato
El monaquismo primitivo fue el auténtico heredero del espíritu del cristianismo preconstantiniano. Una muda pero diáfana condenación de la alianza de la Iglesia y el Estado. Si obispos como Atanasio, Eustacio, Basilio de Cesárea o Juan Crisóstomo lo favorecieron, la mayoría quiso someter los monasterios a su jurisdicción diocesana. Papas como Siricio lo condenaron. Emperadores como Valente sacaron violentamente de los monasterios a los curiales que habían profesado y abandonado sus deberes municipales, Valente exigió a los monjes egipcios de Nitria que se incorporasen al servicio militar.67 La desconfianza de los poderes civil y religioso contra el monacato originó las primeras sentencias de muerte dictadas por un sínodo (el de Burdeos) contra unos herejes, y las primeras ejecuciones cumplidas por el brazo secular. Las víctimas fueron el obispo de Avila Prisciliano y seis de sus discípulos. El gallego Prisciliano partió de la ascesis y del gnosticismo; su doctrina, que no conocemos bien, se propagó por Galicia y Lusitania. Excomulgado por el concilio de Zaragoza (380), fue al año siguiente elegido por sus partidarios obispo de Avila, siendo desterrado por el emperador Graciano a instancias de sus adversarios. La apasionada querella terminó con la muerte de Prisciliano y sus adictos en Tréveris, el 385.68 El priscilianismo dejó en la cristiandad hispanorromana una huella que tardó más de dos siglos en desaparecer.
Pese a la resistencia episcopal, el monacato arraigó. Se salvó de la degradación de las supersticiones populares que anegaron el cristianismo oficial, y conservó -al menos durante su juventud– el hermoso sueño de la doctrina evangélica.
La propagación del cristianismo
Antes de la paz constantiniana el cristianismo había prendido con más vigor en los países menos rornanohelenizados: Numidia, Asia Menor, Egipto. En estos pueblos el cristianismo era una expresión de la pervivencia del perdido vínculo nacional contra la superestructura grecorromana. En el siglo IV la afirmación de la cultura de estos pueblos tomó la forma de una adhesión al cristianismo preconstantiniano, en movimientos religiosos que la Iglesia declaró heréticos: donatismo, en Africa romana; melitianismo y arrianismo, en Egipto; arrianismo, en Asia Menor; priscilianismo, en la España menos romanizada, Lusitania y Galicia.
Sin embargo, el apoyo que la Iglesia recibía del poder imperial multiplicó las conversiones. En ciertos aspectos, el cristianismo fue una religión colonizadora, que completó en muchos países la obra de romanización. Aparecieron nuevas comunidades en todas las provincias del Imperio: en la Galia (obispados de Orleáns y Tours, comunidades de Tréveris, Maguncia y Bonn); en Hispania (en el concilio de Ilíberis se citan 19 diócesis). En Oriente el cristianismo atravesó las fronteras del Imperio. Desde Alejandría las misiones cristianas llegaron a Abisinia y Arabia. Desde Antioquía y Edesa (donde florecía una Iglesia en lengua siria) el cristianismo penetró en Persia (país en el que los cristianos fueron perseguidos por el mazdeísmo oficial corno ellos perseguían a los paganos69 en el Imperio), aprovechando la paz entre Diocleciano y Narsés. Desde Cesárea de Capadocia se preparó la evangelización de Armenia, donde el cristianismo llegó a ser religión de Estado y una de las bases de la nacionalidad armenia, aunque luego se petrificara este cristianismo en la doctrina monofisita.
Fueron también capadocios, prisioneros de guerra de los godos, quienes iniciaron la conversación de los germanos, acontecimiento, importantísimo por la trascendental aportación de estos pueblos a la Europa que iba a nacer, Ulfilas, un descendiente de estos prisioneros capadocios, fue consagrado obispo de los cristianos en el país de los godos, a mediados del siglo IV. Ulfilas fue el activo emisario de la doctrina arriana entre los germanos orientales. Su traducción de la Biblia es el primer texto de la lengua germánica.
Estos hechos, que se han relatado acaso con menos detenimiento del que requería su importancia, cambiaron el destino del mundo antiguo, del que nosotros, los occidentales, somos herederos.
La oligarquía romana (como antes la babilónica, la egipcia y la griega) había gobernado el mundo por medio de la religión de Estado.70 La religión grecorromana estaba gastada, y Constantino la sustituyó por otra llena de vigor juvenil.
El cristianismo se convirtió en un instrumento de la misma sociedad romana, cuya concepción del mundo había condenado, y no interrumpió la sacralización de la política del mundo antiguo.
5. Los sucesores de Constantino
Constantino murió en Nicomedia, a los pocos días de que el obispo arriano Eusebio lo bautizara. El cuerpo embalsamado del emperador fue trasladado a Constantinopla y enterrado en la tumba que se había hecho construir, cabe la iglesia de los Santos Apóstoles. Las solemnes ceremonias cristianas de su entierro promiscuaron con el culto que los paganos rindieron a la estatua de Constantino- Sol, erigida en el nuevo Foro de Constantinopla. El Senado decretó la apoteosis, el culto de la antigua religión a los emperadores muertos.
Sus biógrafos nos han dejado de Constantino retratos contradictorios. Para Eusebio de Cesárea fue el arquetipo del monarca cristiano. Para su sobrino Juliano, un político mediocre y cruel, ávido de riquezas. Zósimo relaciona la conversión de Constantino con el drama familiar que indujo al emperador a mandar ejecutar a su primogénito Crispo y a su mujer Fausta; el historiador pagano Zósimo afirmaba en el siglo V, con todo su desprecio por la nueva religión, que Constantino sólo podía hallar perdón por estos crímenes en la religión cristiana, y que se hizo cristiano por este motivo.71
Los historiadores modernos ven a Constantino, ya como un político realista, un gran hombre de Estado, comparable a Augusto (un político calculador, dice de él Burckhardt; un hombre de hierro, opina Lietzmann), ya como el gobernante que abrió las puertas del Imperio, con sus errores, a sus enemigos exteriores, los bárbaros, y a sus enemigos interiores, los cristianos.72
Constantino, como todos los personajes históricos que nos han querido presentar como providenciales, fue el instrumento de fuerzas poderosas, a las que sin saberlo obedecía. Sus ideas políticas fueron claras, y las puso en ejecución con firme energía; mandó matar a su suegro Maximiano y a sus cuñados Majencio y Licinio, para llegar al trono, y siguió matando para conservarlo o para desalentar a los ambiciosos. Y al mismo tiempo había en él algo de la simplicidad intelectual de un Carlomagno o un san Luis. Se sentía responsable de la salvación de sus súbditos.73 No contuvo la desintegración social del Imperio, causada por ciegas ambiciones de la oligarquía; ni evitó el desarrollo de la servidumbre; ni alivió con sus bienintencionados edictos la miseria del pueblo. Su nombre queda unido en la historia a la muerte de la Roma pagana y al nacimiento del mundo medieval.
La dinastía constantiniana
El, que había llegado a ser emperador único a costa de tantos muertos, debió comprender la necesidad -ya practicada por DiocIeciano- de una división del Imperio. Murió cuando preparaba, al parecer, una partición entre sus herederos, los cinco césares que sobrevivían de los siete por él nombrados, Durante más de cien días el Imperio fue gobernado en nombre de Constantino muerto. El ejército hizo "una revolución por temor a la revolución", escribió, excusando la matanza, Gregorio Nacianceno,74 exterminando a los varones de las ramas colaterales de la familia de Constantino.75 La monarquía absoluta y la sucesión hereditaria resultaron fortalecidas por la iniciativa militar. Los tres hijos de Constantino se repartieron el Imperio. El orden jerárquico de los Augustos salvaba el principio de unidad. Mas esta ordenación se quebró pronto. Al morir Constantino II, reinaron sus hermanos Constancio II en Oriente y Constante en Occidente, durante diez años (340-350). Esta colegiación consolidó la obra de Constantino: el absolutismo monárquico, el selvático crecimiento de la burocracia, la omnipresencia de la policía secreta, el aumento de los impuestos, la influencia de la jerarquía episcopal, la sumisión de la Iglesia al poder civil. Constancio II y Constante, mediocres, cuidadosamente preparados por Constantino para el mando, pero frustrados como gobernantes por la personalidad avasalladora del padre, fueron manejados por servidores ambiciosos, intrigantes y ladinos.
Cuando el usurpador Magnencio hizo matar a Constante, la separación de las dos partes del Imperio parecía inevitable. La guerra entre Constancio II y Magnencio duró tres años, y consumió las mejores tropas romanas.
Vencedor Constancio, recogió entera la herencia de Constantino. Minucioso burócrata, aborrecía la guerra, a la que se vio obligado constantemente en la frontera oriental y en el limes renodanubiano. Hubiera preferido la vida ceremoniosa de su palacio de Constantinopla, rodeado de su degenerada corte de eunucos. Comprendió pronto, como su padre, como Diocleciano, que la defensa militar del Imperio exigía la división del poder. Y el principio dinástico había arraigado en él, como en Constantino; nombró César a su primo Galo y le dio el mando del ejército que luchaba contra los persas. Galo era tan piadoso cristiano como cruel gobernante. Constancio lo hizo ejecutar, y lo sustituyó por Juliano, hermano de Galo, único superviviente de los sobrinos de Constantino. Juliano fue destinado a la defensa de las Galias, devastadas por los alamanes, y Constancio asumió personalmente el mando del ejército de Oriente.
Cuando Constancio pidió refuerzos militares a su primo, los soldados del ejército de las Galias se sublevaron, por no ir a la guerra persa, y proclamaron Augusto a Juliano. Juliano acabó por aceptar, para no ser asesinado, como tantos jefes del ejército en situaciones similares. Quiso negociar con Constancio II un reparto del Imperio. La inesperada muerte de Constancio evitó una guerra civil. Juliano, designado en el último momento heredero por Constancio, era legítimamente emperador único.
La fugaz restauración del paganismo
Constancio II había proseguido la política religiosa de Constantino: mantuvo difícilmente la unidad de la Iglesia, comprometida por las reyertas cristológicas entre arrianos y nicenos.76 Para salvar esa unidad, inseparable ya de los intereses políticos de la monarquía absoluta, desterró al papa Liberio, a quien hizo sustituir por el diácono más anciano de la diócesis romana, Félix; confinó en Sirmio al viejo obispo de Córdoba Osio, el consejero de Constantino, que había tenido la valentía de escribirle: "No te mezcles en los asuntos de la Iglesia".
Al mismo tiempo inició Constancio la persecución de los paganos: cerró sus templos, amenazó con la pena de muerte a los que adoraran a los ídolos, a los hechiceros; prohibió los augurios. Pero cuando el emperador visitó Roma, tres años antes de morir, quedó impresionado por la grandeza del pasado romano, todavía viva en sus piedras gloriosas, y por la pervivencia de la tradición pagana en la nobleza de la ciudad. Roma era un testimonio del pasado, pero ese pasado se revelaba en toda su fuerza ante el sorprendido emperador. Desde ese momento los decretos imperiales contra los paganos, sin ser derogados, dejaron de ejecutarse.
Juliano iba a vivificar efímeramente esa moribunda religión, a la que permanecían fieles lo que quedaba de la nobleza romana y los círculos ilustrados de las grandes ciudades del Imperio, con vastos sectores de la población rural. Pero era Roma, de la que se habían alejado los emperadores a causa de necesidades militares, el núcleo más importante de una oposición, política y religiosa al mismo tiempo, que relacionaba crisis y decadencia con los cambios iniciados en el siglo III: anulación del poder del Senado, desamparo de la religión antigua, abandono de la ciudad y olvido de todo lo que aún significaba. Juliano iba a servirse de ese descontento para intentar la restauración del pasado.
Cuando Juliano tenía seis años, él y su hermano mayor Galo habían visto matar a su padre y a casi todos sus parientes. Estas matanzas acaso explican el desequilibrio nervioso que Juliano padeció durante toda su vida. Los dos hermanos crecieron amenazados por el mismo trágico final, temiéndolo diariamente. Educados en el cristianismo -el exaltado Juliano quiso ser obispo en su juventud-, Galo se desinteresó de los estudios clásicos, mientras Juliano se entregaba a ellos con el entusiasmo que ponía en todos los aspectos del pensar y del hacer. En su destierro en la lejana Capadocia se interesó por la astrología y por los misterios paganos. Más tarde estudió gramática y retórica en Constantinopla, y en Nicomedia fue discípulo del pagano Libanio. En Atenas completó su conversión al pitagorismo y al neoplatonismo; se inició allí probablemente en los misterios de Eleusis, y llegó a la convicción de que la filosofía y la literatura griegas eran el compendio de la verdadera cultura, el egregio fruto de la civilización universal.77
Después de la ejecución de Galo, la protección de su hermanastra, la emperatriz Constancia, le devolvió el favor de Constancio II. Nombrado César y enviado a la Galia -aunque al principio sin mando de tropas-, en una situación crítica, cuando Colonia y todas las ciudades de la orilla izquierda del Rin habían sido saqueadas y ocupadas por los alamanes, Juliano recibió al fin la jefatura del ejército y se reveló como un excelente soldado en la batalla de Estrasburgo. Los alamanes quedaron derrotados completamente, y Juliano pudo recuperar, «con ayuda de los dioses», según escribiría más tarde, unas cuarenta ciudades en las proximidades del Rin.
Poco después, en su residencia de invierno de Lutecia Parisiorum (París),78 fue obligado por los soldados sublevados a aceptar la corona. Constancio II le designó heredero antes de morir. Emperador único, Juliano quiso restablecer el Imperio de Augusto, de Trajano y de Marco Aurelio, que habían sido, según él, héroes ejemplares. En los veinte meses de su reinado intentó deshacer la obra de Diocleciano y Constantino; restaurar las magistraturas del principado; devolver al Senado su prestigio; restaurar la creencia en los dioses antiguos.
Juliano fue una mezcla de soñador y de hombre de acción: culto, pero apasionado hasta el fanatismo, con vocación de escritor polemista; buen general, gobernante enérgico. Sobre todas sus contradictorias cualidades sobresale una grandeza de alma innegable. Se obstinó en la porfía irrealizable de resucitar unas formas de vida que los acontecimientos de los últimos dos siglos se habían llevado para siempre.
Esta personalidad desconcertante tenía fe en la magia, en la astrología y en todas las supersticiones del paganismo, con la misma seguridad con que creía en la existencia de los dioses antiguos. Muy influido por el mithraísmo, su dios primicial era el Sol supremo, la idea del Todo. El mundo real y el sol que vemos son reflejo indirecto del Sol espiritual, inaccesible al hombre, y entro ambos hay un sol intermediario, que Juliano llama el Sol rey, al que adora, llamándole indistintamente Helios, Apolo, Sol, Deus, en un intento de coordinación con la religión griega. Como el pueblo pagano, opinaba que los cristianos eran ateos, lo mismo que los paganos escépticos.
Cuando en Naisso supo que Constancio II había muerto, celebró sacrificios de acción de gracias a los dioses. Castigó con rigor a los partidarios de Constancio II. Derogó los edictos de persecución de los paganos y ordenó la devolución a éstos de los templos y de sus rentas. Exhortó a los obispos a la concordia, prohibiéndoles la persecución de los herejes, en virtud del mismo espíritu de tolerancia que había inspirado el seudoedicto de Milán.79 Devolvió sus diócesis y sus bienes a los obispos desterrados por Constancio, y asistió complacido al ahondamiento del cisma entre nicenos y arrianos.80
En junio de 326 publicó un edicto sobre el nombramiento del profesorado, que sería propuesto por las ciudades y aprobado por el emperador. Juliano podía rechazar a los maestros que le desagradaran, y éstos eran sin duda los cristianos. Un segundo edicto precisaba más: los profesores no debían «tener en su corazón opiniones distintas a las del Estado». Estas decisiones trascendentales, de haberse cumplido, hubieran cerrado a los cristianos el acceso a la Administración imperial, a la que se llegaba a través de estudios de gramática y retórica, y les hubiera arrebatado toda influencia política. Los cristianos temían que, en una o dos generaciones de enseñanza pagana, su juventud volviera al paganismo, y prefirieron privar a sus hijos de esos estudios. Juliano no sólo, prohibía enseñar a los cristianos, sino que moralmente les impedía aprender.
El emperador comprendió que el paganismo no podía mantenerse en sus formas tradicionales,81 y proyectó la organización de una iglesia pagana sobre la pauta de la cristiana, con un nuevo sacerdocio pagano. Encargó a su amigo Salustio la redacción de un catecismo pagano, «De los dioses y del mundo». Quiso instituir un dogma pagano (en el siglo IV los espíritus parecían necesitar dogmas), crear una iglesia pagana. Lo que Juliano restauraba por poco tiempo, era en realidad un conjunto de supersticiones que, de haberse mantenido, hubieran dado a la Edad Media que nacía un carácter todavía más sombrío del que, al menos en sus primeros siglos, la singularizó.82
Los cristianos respondieron con la violencia: quemaron templos paganos, derribaron estatuas y altares. Juliano pasó definitivamente a la ofensiva legislativa y literaria: excluyó a los cristianos de los cargos públicos, los sometió a tributos especiales, prometió extirpar el cristianismo a su regreso de la guerra persa.
Pero en esta expedición Juliano acabó vencido por la inmensidad de su conquista. Herido de una lanzada, murió, como Sócrates, a quien admiraba tanto, conversando con los filósofos que le acompañaban sobre la inmortalidad del almas.83
Fin de la dinastía constantiniana
Con Juliano se extinguía la dinastía constantiniana, que había gobernado el Imperio más de medio siglo. En este período, con las fronteras estabilizadas durante casi cuarenta años, se produjeron cambios importantes en la estructura del Estado. La hegemonía del ejército de Iliria fue desplazada por la importancia del ejército de las Galias, que había hecho emperadores a Constantino y a Juliano, y la postergación de los jefes militares ilirios debilitó el sentimiento de romanidad y la tendencia unificadora del Imperio, que ellos habían encarnado, en beneficio de la doble influencia greco-oriental en el este y germánica en el oeste. La rivalidad en el plano político-militar de los ejércitos de Oriente y Occidente ahondaba las diferencias entre las dos partes del Imperio. La decadencia de la romanidad se acentuaba con la victoria del cristianismo, que había deseado y anunciado el fin de Roma, y liberaba dos fuerzas antagónicas que, al entrar en conflicto, destruirían la unidad del Imperio: el helenismo y el germanismo, introducido éste en los mandos superiores del ejército, semilla de los antiemperadores de esos años: Magnencio, Silvano y luego Máximo.
La muerte de Juliano desató la rivalidad entre las tropas de Oriente y de las Galias, devolviendo por unos años al ejército de Iliria una misión arbitradora que entronizó la dinastía Valentiniana, última victoria de la romanidad
En este medio siglo la unidad del Imperio, tan trabajosamente reconstruida por Constantino, se agrietó definitivamente, comprometiendo para siempre la unidad de la Iglesia cristiana. Y la muerte de Juliano devolvió al absolutismo su onmipotencia, y a los burócratas y espías su predominio. Se malogró también la vocación universalista, que había expresado Constancio II al titularse «Imperator terrarum».
6. El ocaso del paganismo84
La vida espiritual del siglo IV nos ofrece, en sus líneas generales, la visión de un débil contraataque de la concepción antigua del mundo contra el influjo ascendente del ideal cristiano y, dominando este panorama, la evidencia de un envejecimiento irremediable de la cultura clásica; una crisis vital, de la que eran conscientes los hombres de aquel tiempo. Si el cristianismo contribuía a alejar la inteligencia humana de una explicación racional del mundo, es justo advertir que la cultura grecorromana había renunciado al espíritu científico, al abandonar el camino seguido por la ciencia jónica del siglo VI a. de C. Los dos grandes hallazgos de los pensadores presocráticos (la teoría atómica de la materia, de Leucipo y Demócrito, y la medicina experimental de Hipócrates) fueron alcan zados en una época democrática, en una atmósfera de libertad. Los filósofos jónicos -Empédocles, Jenófanes, Parménides- recurrían al verso para hacerse entender del pueblo. La oligarquía griega sintió que peligraba la religión tradicional y la ignorancia de las masas, soportes del orden constituido, por esta ciencia de la naturaleza que sus cultivadores popularizaban. La crisis de la democracia ateniense, a fines del siglo V a. de C., ocasionó la persecución de los solistas, que defendían la libertad de pensamiento, la muerte de Sócrates, el destierro de Anaxágoras.
En el sistema filosófico elaborado por el aristócrata Platón, la reflexión sobre los datos sensoriales ha sido desviada ya hacia la especulación abstracta. Platón eliminó la ciencia de la naturaleza de los programas de estudios por él propuestos. Las materias de
enseñanza se orientaron a la educación de una clase dirigente, que no iba a enfrentarse nunca con la necesidad de realizar trabajos
prácticos.
Aristóteles no abandonó el estudio de la naturaleza, pero aceptó el principio de que la ciencia era el privilegio de los mejores, y de que el orden social exigía la ocultación deliberada de la verdad y la ignorancia popular, mantenidos por la superstición.
Los sistemas filosóficos postaristotélicos se doblegaron a la conveniencia de la oligarquía. El estoicismo fue acogido por la nobleza romana cuando renunció a sus postulados iniciales: la igualdad natural de los hombres y la comunidad natural de los bienes. El epicureísmo, menos acomodaticio, quedó marcado por estigmas más eficaces cuanto más falsos. El escéptico Cicerón, tan interesado por la conservación de la religión de Estado, consideraba que las ciencias aplicadas. como la medicina y la arquitectura, no aportaban nada a la formación del hombre cultivado, El interés de las oligarquías helenística y romana exigió el sacrificio de la ciencia experimental.85
Ciencia y técnica: compilaciones
Desde el siglo I a. de C. la investigación científica no existió prácticamente. Sólo la escuela de Alejandría seguía cultivando la tradición matemática, entendida como el estudio de las relaciones espaciales, independientes de números y medidas, desligadas de toda aplicación práctica. El último matemático original fue Diofanto. A comienzos del siglo IV, Pappos escribió una Colección matemática, comentario de obras que en su mayoría se han perdido. A fines del mismo siglo, Proclo compuso una glosa al libro primero de los Elementos de Euclides,
También en Alejandría se formó Oribasio, médico de cabecera de Juliano, que fue perseguido por los cristianos a la muerte del emperador; continuador de Galeno, sistematizó sus teorías en los 70 libros de su Colección Médica, resumidos en una Sinopsis. Oribasio escribió también una guía de dietética y terapéutica, que fue traducida al latín, muy leída y comentada.86
Las ciencias aplicadas, la mecánica y la arquitectura carecieron en el siglo IV de cultivadores y hasta de comentaristas. No obstante, la ingeniería práctica mantuvo el elevado nivel de otros tiempos en la construcción de basílicas, templos, termas, puertos; el acueducto de Valente en Constantinopla es técnicamente perfecto; pero poco nuevo se inventó, y la rutina detuvo la generalización de inventos de épocas anteriores, como el molino de agua mencionado por Vitruvio. Cuando un mecánico inventó un procedimiento para construir columnas con ahorro de esfuerzo personal, y por tanto de costo, el emperador Vespasiano recompensó al inventor, rechazando el invento, para que los humildes pudiesen seguir percibiendo su mísero jornal, tan penosamente obtenido. Esta anécdota revela una concepción de la economía en la que las huellas de la sociedad esclavista son visibles, y es uno de los testimonios de la decadencia de una sociedad impotente para emprender las transformaciones que podían salvarla de los enemigos exteriores.
La actitud mística y religiosa era compartida por paganos y cristianos. Si san Agustín condenaba todo conocimiento que no estuviese contenido en la Biblia («todo lo que el hombre pueda aprender fuera de la Biblia está condenado en ella si es dañoso, y se encuentra en ella si es útil»), hallamos el mismo irracionalismo en los paganos más ilustres: en los filósofos neoplatónicos, en Jámblico, en Juliano, en Libanio, en Temistio, quienes prefirieron al conocimiento del mundo real el alivio de la angustia de sus almas, encontrado en la adoración del Ser absoluto.
El Derecho: los códigos
Los juristas de la escuela de Beirut, heredera de los grandes jurisconsultos del siglo III, se ocuparon más de copilar las doctrinas jurídicas anteriores que de elaborar nuevas teorías. Estas recopilaciones, llamadas códigos, prueban la decadencia de la ciencia del Derecho romano, declive en el que colaboraron el absolutismo monárquico, el resurgimiento del Derecho helenístico a partir de Constantino y la influencia de las costumbres germánicas a través del ejército.87 Los retóricos paganos y los obispos cristianos sustituyeron a los juristas como asesores de los emperadores en la copiosa legislación de este período, que modificó profundamente la ciencia jurídica tradicional.
La erudición pagana
Esa sabiduría superficial, mas de buen tono, que había cultivado en el siglo in la alta sociedad del Imperio,88 no declinó; en Roma, en la segunda mitad del siglo IV, fructificó en un renacimiento verdadero; en una devoción apasionada por los clásicos, sobre todo por Tito Livio y Virgilio, cuyas obras fueron editadas y comentadas; en un resurgimiento de los ideales del humanismo.
Los representantes de esa reacción pagana fueron nobles romanos, Símaco, Pretextato, Nicómaco Flaviano. Favorecieron la poIítica anticristiana de Juliano, y cuando éste murió se sintieron depositarios del legado de la grandeza de Roma, que estaban obligados a defender contra la barbarie. Ocuparon altos cargos en el moribundo Senado y en el gobierno de la ciudad: Símaco fue cónsul; Nicómaco, Flaviano, prefecto de Roma; Tatiano, prefecto de Oriente; Temistio, el amigo de Juliano, a quien Teodosio I encomendó la educación de su hijo Arcadio (instrucción que compartía, eso sí, con un maestro cristiano), fue prefecto de Constantinopla.
Pareció por un momento que renacía una cultura, si no nueva, sí rejuvenecida; una "ilustración" sin energía creadora, pero con un amor sincero y robusto a la literatura clásica. Los profesores adoptaron por entonces un libro de conformación práctica, de manejo cómodo, que iba a convertirse en un instrumento eficacísimo de la difusión del saber, el codex, libro de hojas de pergamino, que sustituyó al volumen o rollo de papiro.
Pero este renacimiento fue infecundo. Quedó acotado por una minoría despreocupada de los problemas de su época, separada del pueblo por una sima social. Amiano Marcelino relata con su resignada melancolía que estaban siempre vacías las bibliotecas. Las cartas de Símaco pintan esa nobleza, frívola y formalista, que se trasladaba a sus villas cuando la plebe romana se amotinaba pidiendo pan; habituada a un lujo ostentoso y provocador en una ciudad pululante de pobres; cualquier motivo, la elevación a la pretura de un hijo, era para estos aristócratas pretexto para organizar fiestas suntuosas, a las que se traían luchadores sajones, caballos españoles, cocodrilos y leones africanos.
Los emperadores dejaban a estas gentes por conveniencia la apariencia del poder, los antiguos títulos republicanos desposeídos de su función, sólo honoríficos.
Esa "ilustración" aristocrática conservó una erudición estéril, puramente retórica; una veneración rutinaria por los textos clásicos, de los que La Eneida era el predilecto.
La filosofía pagana estaba tan consumida que su único producto fue la obra de Jámblico, una versión deformada, con gotas de pitagorismo, de la filosofía plotiniana; fusión de la gnosis pagana con el misticismo religioso; sincretismo de creencias caldeas, griegas y judías.
La enseñanza retórica
La continuidad de la enseñanza no se interrumpió. Los emperadores protegieron a los profesores universitarios, eximiéndoles de impuestos, y -como habían acostumbrado los Antoninos- siguieron escogiendo a los más afamados para la instrucción de los príncipes. Constantino confió a Lactancio la educación de Crispo; Juliano fue instruido por Mardonio; Valentiniano I encargó a Ausonio la formación intelectual y moral de Graciano. El prestigio de la cultura clásica indujo a algunos emperadores cristianos a designar para altos cargos políticos a paganos ilustres, como Símaco, Temistio y Nicómaco Flaviano.
La enseñanza se epitomó en la gramática y la retórica. En la Universidad de Constantinopla, fundada por Teodosio II el año 425, había 31 profesores: tres de retórica latina, diez de gramática latina, cinco de retórica griega, diez de gramática griega, uno de filosofía y dos de jurisprudencia. Las matemáticas y las ciencias naturales no figuran en estos estudios universitarios sino como partes de la gramática." Esta instrucción tenía como finalidad esencial la formación de los funcionarios imperiales. En Constantinopla se enseñó la estenografía, que Libanio menospreciaba, para el ejercicio de la profesión notarial.
En Oriente se exigió para la práctica de la abogacía un certificado de estudios extendido por un profesor oficial de Derecho de las escuelas de Beirut o de Constantinopla En Occidente bastaba, para cualquiera de los grados de la burocracia, el estudio en una escuela de retórica.
Los profesores utilizaban manuales que eran recopilaciones de máximas morales, a veces redactadas en breves coplas, para ser cantadas por los escolares.
La aspiración al ingreso en la poderosa burocracia indujo a la población urbana a esforzarse por la conservación de las escuelas y la creación de otras, empeño dificultoso si se piensa en el vertiginoso declive de la clase media del Bajo Imperio. Las curias elegían en concursos de elocuencia a los maestros, pero el nombramiento definitivo correspondía a los altos funcionarios del Imperio, y en algunas designaciones decidía el mismo emperador.
Los cristianos no pudieron sustraerse al estudio de la retórica; la elocuencia era un factor muy eficaz en sus polémicas contra herejes y paganos. También debían aceptar estos estudios, si aspiraban a ingresar en la Administración. Los niños cristianos aprendían a leer, como los paganos, en textos de Horacio y de Virgilio. Hay que decir que muchos cristianos estudiaban con admiración apasionada a los filósofos y escritores griegos y romanos.
Esta instrucción subsistió hasta la segunda mitad del siglo V; orientó hasta entonces la vida de la sociedad romana, y esta perduración es un argumento de más peso que cualquier acontecimiento político para situar en ese tiempo el fin de la Antigüedad.
El declive de la literatura pagana
Las letras clásicas90 siguieron el curso declinante que la retórica no bastaba a detener. La invención creadora fue suplida por el talento compilador, o por la minucia de la anécdota trivial en las biografías, o por el comentario erudito y huero de un pasaje de Homero o de un discurso de Cicerón.
El despotismo se ha rodeado siempre de aduladores profesionales, y ha aceptado complacido las alabanzas de los aspirantes al favor del tirano. En el siglo IV esta segregación del absolutismo proliferó en los panegíricos de los emperadores, elogios retóricos vacíos de contenido.
La degradación de la ciencia histórica que la Historia augusta significa, queda compensada por la obra del último de los grandes historiadores romanos, Amiano Marcelino, nacido en Antioquía, hacia 330, instruido en la literatura griega, militar incorporado al Estado Mayor del ejército de Oriente, amigo de Juliano, a quien acompañó en la infortunada expedición contra Persia. Amiano Marcelino abandonó su carrera militar y se trasladó a Roma; allí contempló de cerca el renacimiento pagano, reavivado por el círculo de Símaco, Pretextato y Nicómaco Flaviano. En un latín de estilo desigual escribió una obra histórica digna de su modelo Tácito.
La Res gestae, en 31 libros, continúa las Historias de Tácito, interrumpidas en el año 96, hasta el 378, data infausta de la derrota de Andrinópolis. Se conservan los 18 libros últimos, que abarcan los años 353 a 378. Amiano fue un mediocre prosista latino, pero un historiador de la talla de Polibio y de Tácito. Este griego inteligente y escéptico fue un observador sagaz de los sucesos militares y políticos que le rozaban; supo interpretar, con una penetrante visión abarcadora, las dramáticas peripecias de las postrimerías romanas. Sus juicios son objetivos, calan en los hombres y en las circunstancias; su inteligencia sabe escoger la anécdota reveladora; su talento sintetizador nos revela los rasgos esenciales de la época : las guerras feroces, las denuncias y las torturas, las matanzas, y el contraste estremecedor de las esplendorosas fiestas romanas.
Los progresos de la literatura cristiana
El frágil puente entre las literaturas pagana y cristiana lo sostiene un poeta de Occidente, el galo Ausonio, y un obispo de Oriente, Basilio de Cesárea.
Ausonio, profesor de gramática en su ciudad natal de Burdígala (Burdeos), fue preceptor del emperador Graciano, que lo nombra prefecto de la Galia y de Italia. Ausonio es el cristiano de una época que ha dejado atrás la clandestinidad y el martirio. El prefería al ascetismo la familiaridad con las musas. Amable, pedante, agudo y refinado, este profesor, que abandonó la enseñanza por la alta política, y que logró elevados cargos políticos para sus parientes, era capaz de emocionarse contemplando el bellísimo paisaje del Mosela, y de expresar en versos espléndidos sentimientos auténticos de amistad, y de ser un sincero cristiano, sin renunciar al mundo encantador de los dioses y de los héroes,
Basilio de Cesárea, llamado el Grande, vivió más intensamente la antinomia de las dos culturas. Su organización monástica fue la más cabal y duradera del Oriente cristiano; su actividad episcopal, desbordante de eficiencia. Este admirable hombre de acción, de cultura tan honda como extensa, de alma abierta a los valores morales e intelectuales del paganismo, quiso recoger para la cultura cristiana las preseas de la herencia grecorromana. En su obra A la juventud sobre el uso de la literatura griega, escrita después de la muerte de Juliano, es decir, cuando el peligro de una enseñanza obligatoria del paganismo se había desvanecido, Basilio, dicta el documento que fue la base de toda la educación cristiana superior durante siglos.91 Acepta el estudio de la literatura griega como el primer cielo de la instrucción del cristiano. Rechaza el contenido moral y religioso de la poesía antigua, pero alaba su forma. Propone una selección de textos helénicos, útiles, según su criterio, para la enseñanza de la juventud cristiana. Esta actitud fue compartida por sus colaboradores Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa, autor el último de una tentativa ejemplar de aportar los ideales humanísticos de la educación griega a la formación intelectual y moral de los monjes. Los tres capadocios son los continuadores de Orígenes y de Clemente de Alejandría en la grandiosa tarea de elaborar una civilización cristiana.
El primer historiador cristiano
La historiografía cristiana propuso una interpretación de la historia de la humanidad en función de los grandes cambios constantinianos. Eusebio de Cesárea explica en su Historia eclesiástica la vida del género humano como un camino que va de Abraham a Cristo, y de Cristo a Constantino. La promesa hecha a Abraham y cumplida en Cristo, el Logos mediador entre Dios y la Creación, coincidió, por decisión providencial, con la plenitud del Imperio romano, que facilitó, con su universalidad, la evangelización del mundo. En una fase última, Constantino -para Eusebio de Cesárea, un segundo Abraham- ha hecho de su victoria personal la victoria de la Iglesia; ha instalado sobre la tierra el reino del Logos, completando así la evolución de la humanidad. Este tratado de teología política fue traducido al latín, a fines del mismo siglo, por Rufino de Aquilea, y su influjo sobre el pensamiento cristiano sólo fue superado, un siglo más tarde, por La Ciudad de Dios de san Agustín.
La literatura latina cristiana
Africa fue en los siglos II, III y IV el foco intelectual casi único del cristianismo en Occidente. El círculo de escritores africanos tradujo los libros griegos al habla de las gentes sencillas, el latín vulgar que se hablaba en el Africa romana, elección que resultó trascendental para la difusión de la literatura cristiana. En Africa se usó el latín en la predicación y en la liturgia antes que en Roma. Al valerse de la lengua popular, el cristianismo llegó más fácilmente a las masas, y pudo llegar a ser verdadera religión universal.92
El primer escritor cristiano de Occidente fue el cartaginés Tertuliano, que vivió los tiempos difíciles y bellos del cristianismo perseguido (160-230). Tertuliano era hijo de un centurión pagano, y recibió una excelente formación jurídica y retórica. Las persecuciones le hicieron cristiano. Fue un gran luchador, dotado para la polémica de una apasionada energía y de una cultivada y clara inteligencia. En el Apologético que en el afio 197 dirigió a los gobernadores de las provincias romanas, reverbera la alegría de la fuerza creciente de la cristiandad, y una audacia amenazadora: "Somos de ayer y ya hemos llenado la tierra. Podemos contar vuestros ejércitos: los cristianos de una sola provincia serán más numerosos." Ningún escritor de su tiempo iguala a Tertuliano en vigor expresivo en imaginación, en elocuencia. Ataca la cultura clásica, pero sin quererlo es su heredero. Ella le proporciona la forma oratoria de sus escritos, sus períodos acompasados, sus amplificaciónes, sus antítesis y sus interrogaciones.
El obispo de Cartago Cipriano escribió un tratado Sobre la unidad de la Iglesia, que es un valioso testimonio del concepto que de la organización eclesiástica tenía el clero del siglo ni. Para Cipriano, cada obispo es responsable sólo ante Dios del gobierno de su comunidad.
Cipriano había sido profesor de retórica, lo mismo que Lactancio, que perdió su cátedra cuando se hizo cristiano. En su obra apologética La muerte de los perseguidores, Lactancio explica el fin violento de los emperadores que persiguieron al cristianismo como un castigo del cielo.
Los otros escritores africanos, Minucio Félix, Arnobio, como la mayoría de los cristianos occidentales, abandonan a los orientales las especulaciones teológicas, concentrándose en la defensa de la fe y en los problemas de la organización eclesiástica.
Ya se mencionó al poeta latino Ausonio. San Hilario de Poitiers, san Paulino de Nola y san Ambrosio de Milán aportaron a la literatura cristiana himnos litúrgicos de una poesía cálida y emocionada.
7. Arte imperial y arte cristiano
Es preciso imaginarse la época constantiniana como fue vivida por sus participantes. Nosotros sabemos que el Estado romano sólo en la pars orientalis iba a resistir las invasiones bárbaras en el siglo V, y que los germanos fundarían monarquías independientes en las comarcas occidentales del Imperio. Pero a los contemporáneos de Constantino, la pasividad militar de los persas durante la larga minoría de Sapor II, y la sorprendente inactividad bélica de las confederaciones germánicas,93 debieron darles la impresión de que el peligro exterior estaba dominado para siempre. Las reformas de Diocleciano habían apagado, no sólo los cruentos brotes del nacionalismo egipcio,94 sino las reiteradas proclamaciones de antiemperadores por los ejércitos de las provincias fronterizas. Y si es cierto que la tetrarquía diocleciana había fenecido en otra contienda civil, Constantino parecía haber plantado sobre consistentes cimientos la monarquía absoluta. El despotismo constantiniano y el triunfo de la Iglesia cristiana iniciaban aparentemente una época nueva. La crisis del siglo m estaba, a primera vista, vencida. Este sentimiento de renovación no podía ser compartido, es verdad, ni por la arruinada burguesía de las ciudades ni por el campesinado. Pero privaba en los círculos de la corte y de la Iglesia, y tuvo su expresión en el arte.95
Los palacios imperiales que augustos y césares se hacían construir en las nuevas capitales administrativas y políticas, Nicomedia, Sirmium, Milán y Tréveris, y más tarde en Constantinopla, cuyo modelo es el palacio de Diocleciano en Spalato, son muy diferentes de las residencias de los césares del Alto Imperio. Los salones son más vastos, para las solemnes ceremonias palatinas de la monarquía absoluta, y tienen mejores defensas militares, requeridas por el despotismo. El conjunto de edificaciones queda protegido por un recinto fortificado, que convierte el palatium en una ciudad dentro de la ciudad.
Las iglesias del siglo IV
Pero las construcciones arquitectónicas más importantes fueron las iglesias. Constantino empezó a edificarlas al día siguiente de su victoria sobre Majencio. Eusebio de Cesárea nos informa de la intervención personal del emperador en el diseño de muchos santuarios cristianos. Casi todas las iglesias erigidas en la época constantiniana han desaparecido, o han sido borradas por reconstrucciones ulteriores. La vastedad de alguno de estos edificios tiene una motivación doble: la expresión de la grandeza imperial y las necesidades del culto. El templo grecorromano fue la morada de la divinidad, en él sólo sus servidores entraban. Mas la iglesia era la casa de reunión de los cristianos, que en esta época se multiplicaron, y exigía grandes espacios. Los variados tipos de iglesias primitivas pueden compendiarse en dos: uno de origen oriental, de planta cuadrada, o circular, o trebolada, acaso con la finalidad funcional de que los creyentes se agrupasen mejor en torno de la tumba del mártir, que ocupaba el centro del santuario; y otro, mucho más frecuente, el de las amplias iglesias, que es el mismo de la basílica romana, de la que hasta el nombre retiene, de planta rectangular, dividida por dos alineaciones de columnas en tres naves, con un pequeño crucero junto al altar (ante el cual oficiaba, de cara a los fieles, el sacerdote) y un trono para el obispo detrás del altar, en el ábside, en el sitio que en la basílica civil había ocupado el magistrado. El techo primitivo era plano, un simple entramado de madera, como en San Juan de Letrán. Este prototipo ofrece muchas variantes: la basílica de cinco naves, delimitada por cuatro filas de columnas, que hallamos en las iglesias romanas de San Juan de Letrán, San Pedro y San Pablo extramuros; el empleo de la bóveda, que la arquitectura civil romana había utilizado para techos de amplio tramo en las termas de Caracalla, y que en la iglesia romana llamada de Constantino -aunque Majencio empezara su construcción- resuelve el empuje exterior por medio de paredes que forman ángulo recto con el espacio central; hileras de ventanas sobre las naves laterales, como en la misma basílica de Constantino en Roma.96
Influencias orientales
En estas iglesias, como en las edificaciones civiles, concebidas ambas para una impresionante liturgia -tan ceremoniosa la sacra como la secular-, la influencia oriental, multiforme, sustentada por aportaciones coptas, iranias o sirias, se expresa en el abovedado y plantas de muchas iglesias; en la prodigalidad decorativa, que no perdona la desnudez de ninguna superficie interior; en la minoración de lo figurativo; en el uso de materiales ricos (oro, piedras preciosas, cubos de pasta vítrea esmaltada en los mosaicos, pórfido en los sarcófagos, hilos de oro en las sedas bordadas) como lenguaje proyectado para impresionar la imaginación humana.97 El Oriente, cuna de la civilización seis mil años antes, oscurecido por la cultura helenística desde el siglo III a. de C., recobra su predominio al declinar la fuerza creadora de Grecia, para fundirse con ella en la forma de vida que llamamos bizantina, y para encarrilar otras culturas jóvenes, como la cristiana y ulteriormente la musulmana.
El ascendiente oriental era un despertar de las viejas tradiciones indígenas, alentadas por la preeminencia económica que la decadencia del Occidente otorgaba a las provincias orientales del Imperio romano; por el renacimiento sasánida, y por la nueva espiritualidad irracional y mística, que estaba devorando al arte clásico.
El arte cristiano no aspiraba a la belleza formal : estaba inspirado por un sentimiento de grandeza y misterio, que optaba por el recurso de los símbolos, que prefería la alusión a la interpretación. La decadencia técnica, el innegable empobrecimiento de los instrumentos artesanales, no es tanto ineptitud como renuncia. Decir que en el siglo iv la construcción arquitectónica desciende cuantitativa y cualitativamente es decir una parte de la verdad. La actividad constructiva de las ciudades de Occidente se circunscribe a amurallarlas con las piedras de sus monumentos desmoronados. La solidez fue preferida a la belleza, la eficacia a la elegancia. Pero las "villas" que los grandes terratenientes se hacían construir en esta época eran más lujosas y confortables que las del siglo anterior.
El mundo material ya no se le representa al hombre como una realidad firme, sino problemática. La categórica vinculación de la forma griega a un cosmos visible y tangible ha dejado de existir. Por eso las artes plásticas representan las formas con una indecisión geométrica fantasmal, como si fuesen apariciones.
La admiración del pasado
El lenguaje de las piedras romanas enmudeció en Britania como en Palmira; en España como en Cartago; en Roma, El arco de Constantino, con la inquietante rudeza de sus relieves históricos, es una de las últimas construcciones romanas del paganismo. Cesaron después de Constantino. Los emperadores ya no residían en Roma, que se convirtió en una ciudad museo, víctima de los mismos saqueos que la habían embellecido en otro tiempo. Columnas y obeliscos fueron transportados de Roma a Constantinopla, Para los paganos, Roma era la síntesis ideal de unas normas de vida necesarias para la supervivencia de la civilización. Los cristianos cultos no podían ser insensibles a la grandiosa majestad de las piedras romanas. El hijo de Constantino, el emperador Constancio II, no conoció la ciudad hasta su visita del año 357. Amiano Marcelino nos ha transmitido un relato de la recepción del emperador.98 Con irónico regusto subraya Amiano el asombro admirado de Constancio a la vista del Foro y de los otros prodigios del arte clásico: el templo de Júpiter en el Capitolio, las termas, «grandes como provincias», la mole inmensa del Anfiteatro, la bóveda audaz del Panteón, y tantas maravillas que son el ornato de la Ciudad Eterna. Mas ante el Foro de Trajano, «construcción única en el universo y digna de ser admirada por los mismos dioses» en opinión de Amiano Marcelino, Constancio se detuvo sobrecogido, y, «consciente de su impotencia para crear nada semejante –comenta maliciosamente Amiano- dijo que quería cuanto menos imitar la estatua ecuestre de Trajano que en medio del Foro se levantaba». Cerca del emperador estaba un príncipe persa emigrado, que dijo a Constancio con su fina sagacidad oriental: «Empieza, si puedes, por construir la caballeriza según este modelo, a fin de que tu caballo esté tan bien alojado como éste., La anécdota puede ser invención de Amiano, pero no la actitud de Constancio, que fue la de los hombres de su tiempo y de todas las épocas, ante unas formas artísticas destinadas a ser, desde el siglo XIII hasta el XIX, norma viva del arte occidental.
La continuidad de las artes
Si aplicamos el criterio clásico de perfección técnica a la escultura del siglo IV, hemos de aceptar su decadencia, evidente en la inexperta tosquedad de los artesanos, manifiesta en los relieves históricos (como los arcos de Galerio en Tesalónica y de Constantino en Roma), con su frontalidad y su inhábil isocefalia;99 en la rigidez de los cuerpos, en los que la aversión cristiana a la desnudez acumula ropas y acaba por deformar la armoniosa disposición de los miembros del cuerpo humano.
Todavía algunos escultores paganos ejecutan buenos retratos realistas, como los del emperador Juliano. Pero las enormes cabezas de Constantino y de Constancio II están concebidas con una intención orientalizante de grandiosidad, que anula la armonía de las proporciones a cambio de expresar con el lenguaje de las formas la omnipotencia de la monarquía absoluta, personalizada en la sobrehumana figura del emperador.
Si la magnitud es el fin político de estas estatuas, la espiritualidad es el religioso, compartido por artistas paganos y cristianos, impregnados todos de misticismo. La nueva espiritualidad se manifiesta en los pliegues de la boca, y singularmente en la mirada expresionista, que nos introduce en la vida interior del retratado. Los sarcófagos están hechos con la técnica de las escenas mitológicas clásicas, pero los temas son tratados con una intensidad mayor, con fe total.
Pero es la pintura el arte ornamental de las iglesias. En ellas su papel es tan importante como la estatuaria en los templos paganos. Los frescos y mosaicos cubren arcadas, ábsides, cúpulas, y hasta la misma bóveda y las pechinas de Santa Sofía. Figuras alargadas, isocéfalas, frontales, estáticas, solemnes. A veces, la figura agrandada de Cristo triunfante. El arte figurativo, nacido milenios antes en Oriente, sujeto a una frontalidad inmóvil, vuelve ahora a la misma rigidez frontal, plana y estática de los cuerpos, olvidando los hermosos hallazgos del volumen y del movimiento que habían alcanzado la estatuaria griega y el barroco helenístico.
Es una evolución paralela a la evolución política: del orden social autoritario de los imperios asiáticos, se llega al despotismo social y religioso de Constancio y Teodosio, a través de liberalismo democrático de la Atenas de Pericles. Esta última evolución del arte antiguo permite establecer su continuidad con el arte medieval, continuidad comparable también a la que en el campo socioeconómico existe entre el colonato y el feudalismo.100
8. Las nuevas invasiones y la batalla de Andrinópolis
La dinastía valentiniana
Otra vez dependió del ejército la proclamación de emperador a la muerte de Juliano.101 y como en el siglo III, fue elegido un panonio, Joviano, jefe de la guardia imperial,102 que compró la paz a los persas, al precio de los territorios romanos de la orilla orienta] del Tigris. Muerto Joviano al año siguiente, fue elegido emperador otro ilirio, Valentiniano, buen general y gobernante enérgico, digno continuador de los emperadores ilirios del siglo III, cuya política siguió en sus líneas esenciales: defensa de la tradición pagana (embellecimiento de Roma; prohibición de matrimonios entre romanos y bárbaros); defensa de los humildes: los prefectos deberían nombrar en cada curia un defensor de la plebe contra las iniquidades de los ricos; protección de los jefes militares, postergados por la política burocratizadora de Diocleciano y de Constantino,
El mismo ejército que le aclamó emperador quiso elegir inmediatamente un segundo augusto para la eficacia de la defensa militar. Valentiniano I aceptó la diarquía, en circunstancias tan graves como las que habían inducido a Diocleciano a la partición del poder, pero logró hacer proclamar augusto a su hermano Valente, a quien encargó el gobierno de la parte oriental del Imperio, reservándose Valentiniano la occidental, la más amenazada, no sólo por francos y alamanes, sino por tendencias separatistas que brotaban periódicamente en Britania, la Galia o Africa.
Esta división fue total, de todos los recursos de las provincias asignadas a cada Augusto, del ejército, de la administración, de la hacienda, de la corte.103 aunque de derecho nunca se rompió la unidad del Imperio.
Valentiniano I había asociado, con el título de augusto, a su hijo Graciano al gobierno de Occidente. Una intriga de la emperatriz Justina obligó a Graciano a compartir el poder, a la muerte de Valentiniano I, con su hermanastro Valentiniano II. Graciano gobernó desde Tréveris la Galia, Britania y España. Valentiniano II estableció su corte en Sirmio, en Iliria. Entonces sobrevino el desastre de Andrinópolis.
Los hunos
Los godos estaban unidos a Constantino por un pacto de amistad. De todas formas, su pasividad durante la primera mitad del siglo IV es sorprendente por lo desusada. El cambio de dinastía les desligaba de la alianza, y un antiemperador, Procopio, en quien al parecer había pensado Juliano para la sucesión imperial, consiguió el apoyo de los godos contra Valente. La nueva guerra gótica duró cuatro años (365-369). Eliminado Procopio, los godos se comprometieron a respetar como frontera el curso del Danubio inferior.
Las que han sido llamadas invasiones pacíficas, iniciadas en tiempos de la República, continuaban. El Estado romano no había perdido la dirección reguladora de estas penetraciones, que ahora desbordaban las fronteras, en riadas más peligrosas que las del siglo anterior. Pero la causa de estas nuevas invasiones estaba esta vez en el Asia Central.
Al relatar las invasiones del siglo III ya se señaló el influjo de los movimientos de los pueblos nómadas en la vida de los pueblos sedentarios.104 Desde los tiempos prehistóricos hasta el siglo XV de nuestra era la historia euroasiática podría esquematizarse en el proceso de crecimiento y expansión de las poblaciones nómadas, paralelo al desarrollo de las culturas sedentarias de vocación agrícola;105 el pillaje y la conquista de los pueblos sedentarios por los nómadas pastores, fundadores de los grandes imperios; y la rápida sedentarizacíón de estos nómadas, asimilados por la vida civilizada. El ciclo se repite incensantemente: surgen nuevos pueblos pastores en las cercanías de las tierras fértiles pobladas, a las que acaban por conquistar. A veces arrastran a las poblaciones autóctonas a una política de expansión imperialista.
Los manuales de historia universal mencionan algunas de estas invasiones: los indoeuropeos -que recorrían las estepas que se extienden desde el mar Báltico hasta el sur de Rusia– irrumpieron en Asia Menor y Mesopotamia hacia el año 2.000 a. de C. domadores de caballos- animales entonces desconocidos en los pueblos sedentarios de Asia y Egipto -vencieron con facilidad a los pueblos del Asia Occidental, organizaron el Imperio hitita en Asia Menor, el Imperio casita en Babilonia y provocaron la invasión de los hiksos en Egipto. Otra fuerte oleada indoeuropea originó, siete siglos más tarde, la invasión del delta del Nilo por los «pueblos del mar», y la de la Grecia homérica por los dorios, a los que las armas de hierro proporcionaban una superioridad sobre los aqueos que resultó decisiva.
Otro conjunto de tribus nómadas irrumpe en la historia de Occidente hacia el 370 d. de C.: los hunos, antepasados de los turcos y probablemente de los mogoles. Los hunos eran pastores que trashumaban en las vastísimas estepas de Mongolia desde la prehistoria. El incentivo de estos nómadas fue siempre China, la fértil y primorosamente cultivada tierra amarilla del Hoang-ho. Para protegerse contra los pillajes húnicos, el emperador Che-Huang-Ti hizo construir la Gran Muralla, a fines del siglo III a. de C. Por fin, en el siglo IV d. de C. los hunos se apoderaron de la China del Norte, y la dinastía de los Tsin se refugió en Nankin, en la China meridional.106 Mientras, otras tribus de los hunos se habían desplazado hacia el Asia Central. Vivían en las estepas parcamente, sin ninguna cohesión social, a menudo disputándose entre sí las zonas de pasturaje.
A mediados del siglo IV, acaso por agotamiento de los pastos, se agruparon, encaminándose hacia las estepas rusas. Eran arqueros diestros, jinetes incansables, de una movilidad temible y desconcertante: atacaban por sorpresa, con una violencia fulminante, irresistible; si les fallaba el primer asalto, se retiraban rápidamente, para aparecer por otro derrotero, en el momento menos esperado.
Hacía tiempo que los alanos, pueblo de origen iranio, se habían desplazado del Asia central a la región situada entre el Cáucaso y el río Don. Era el camino de los hunos, y los alanos quedaron aplastados por este huracán asiático, que no se detuvo en el Don. Los hunos, hacia el 374, se apoderaron del reino de los godos gruetungos,107 es decir, del país comprendido entre el Don y el Dniester, empujando a los visigodos contra el Danubio.
La batalla de Andrinópolis
Algunos ostrogodos se refugiaron en el territorio de los visigodos, que estaban divididos por querellas religiosas. Unas tribus visigodas, dirigidas por Atanarico, buscaron refugio en la región de los Cárpatos. Los visigodos arrianos pidieron al emperador Valente que les asignara tierras en Tracia, al amparo de la frontera. Era el año 376. Los visigodos acogidos serían unos 50.000. No era fácil el aprovisionamiento de estas multitudes hambrientas. Los funcionarios y mercaderes romanos les vendían víveres a precios desorbitados, y la explotación y las vejaciones ocasionaron una sublevación. Con el refuerzo de grupos ostrogodos, alanos y hasta tribus de hunos, a los que se unieron trabajadores forzados de las minas de Tracia, este ejército heterogéneo pero furioso tomó el camino de Constantinopla. El historiador Amiano Marcelino describe esta avalancha temible, que avanzaba llevando en vanguardia mujeres romanas empujadas a latigazos.
El emperador de Occidente Graciano envió tropas de refuerzo, pero Valente decidió combatir sin esperarlas. La batalla de Andrinópolis fue ganada por la superioridad de la caballería goda. Las advertencias de la derrota y prisión de Valeriano, y de la retirada y muerte de Juliano, infligidas ambas a los romanos por la caballería persa, no habían aleccionado al ejército imperial. Aunque se crearon unidades especiales de caballería, la legión seguía siendo, como en la batalla de Farsalia, la unidad táctica romana. El catafracto germano, jinete con cota de malla, armado de lanza, desplazó al legionario romano para siempre.108 Se ha dicho que la batalla de Andrinópolis es la primera de la Edad Media, y el modelo de las peleas medievales durante un milenio, hasta la guerra de los Cien Años.
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