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La caida del imperio romano (página 11)

Enviado por santrom


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A mediados del siglo V la Romania ya no se entendía como una ordenación política, sino como una forma de vida, como una comunidad de cultura opuesta a la barbarie. Los discursos, los panegíricos, los poemas y el rico epistolario de Sidonio Apolinar, venturosamente conservados, permiten reconstruir el marco espiritual en el que se desarrollaba la vida de la clase dominante. Si Sidonio puede ser escogido como portavoz de su generación -elección instigada por la abundante información que sus escritos proporcionan- no es arriesgado afirmar que las invasiones no perturbaron el declinante proceso de la ilustración romana. Únicamente incidieron en él en el plano religioso. El arrianismo de los bárbaros contribuyó al nacimiento de una modalidad nueva de patriotismo, en el que se identificaban catolicismo y romanidad, y al que se adhirieron los sobrevivientes de la nobleza senatorial pagana. Este connubio de cristianismo y civiliza. cíón antigua, de tradición bíblica y mitología grecorromana, resplandece en la obra literaria de Sidonio, este obispo católico cuyo mundo poético está habitado por los dioses de Grecia.

Sidonio Apolinar pertenecía a una familia cristiana de la nobleza de Lyon. Contrajo matrimonio con una hija del poderoso terrateniente Avito, la cual le aportó en dote una hermosa finca de Auvernia, y le ayudó a consolidar la posición social que le proporcionaba su nacimiento. Había seguido los estudios de gramática y retórica que completaban entre las gentes de su rango los atributos de la sangre y de la riqueza. Inspirándose en Lucano, Claudiano, Simmaco y Plinio el joven, desplegó su talento de observador en descripciones penetrantes de la aristocracia galorromana, no más corrompida que la de otras épocas, pero desorientada, paralizada por los recuerdos de tiempos más brillantes y calmos. Los caracteres y los espíritus de esta nobleza carecen de energía para afrontar la crisis del Estado, de la sociedad, de las creencias heredadas, y se agarran con ahínco a unas ideas caducadas, de las que sólo se conservan las formas, pero privadas de su contenido, deshuesadas, reducidas a mediocres artificios.

Es posible que esta falta de sustancia haya prolongado la tranquila agonía de la cultura antigua. Su misma superficialidad la hacía inofensiva para los cristianos. Convertidos al cristianismo sus cultivadores, iniciaron ese catolicismo mundano y elegante, que ha sobrevivido a través de lo s siglos, y al que aportaron la indiferencia que habían sentido por la religión romana.

Un ejemplo mostrará cómo podían los ejercicios retóricos llegar a la puerilidad. Sidonio se ha propuesto cantar la belleza de la villa de Leoncio, situada a orillas del río Dordoña. Y para hacerlo, recurre a los dioses griegos, y nos cuenta que Baco, habiendo sometido la India, en su viaje de retorno a Grecia encuentra a Apolo, que le invita a que le acompañe a un país del lejano Occidente, y para persuadirle le describe los hermosos parajes del Dordoña y la espléndida mansión de Leoncio. A estas ficciones literarias, escritas en un latín accesible únicamente a unos pocos ilustrados, había quedado reducida la cultura romana. La nobleza, que tan beneficiada había resultado de las crisis de los siglos II y IV, conservó, si no aumentó sus latifundios -origen del régimen feudal- y mantuvo su anquilosado cultivo de la literatura romana en la época de las invasiones.

Sidonio Apolinar puede servir también de paradigma orientador de la actuación política de esta aristocracia y de sus relaciones con el mundo bárbaro. Este hombre que gusta de la vida lujosa y sosegada de su finca, y de la compañía de sus amigos, y de los coloquios eruditos sobre textos de Terencio o de Virgilio, y que se lamenta, como Ovidio en sus Tristes de la proximidad de los bárbaros malolientes, se siente también atraído por los honores de los altos cargos públicos. En la turbulenta vida política de los últimos años del Imperio de Occidente, dirige tres panegíricos -que se contradicen unos a otros- a tres emperadores que representan intereses tan divergentes como su suegro Avito, Mayoriano y Antemio, y recibe de éste la prefectura de Roma. Cuando a los cuarenta años fue designado obispo de Clermont, Sidonio se elevó a la altura de su destino. El aristócrata refinado y orgulloso, el político cortesano, se transformó en defensor enérgico de la ciudad de Clermont, y dirigió con su cuñado Ecdicio, el hijo del emperador Avito, la defensa de Auvernia, invadida por los visigodos. Cuando la política imperial exigió la rendición del país auvernés, Sidonio aun pudo cumplir su misión episcopal en la línea de un entendimiento con el reino visigodo de Eurico. El gran sefior que había vivido' como sus antepasados, ignorando a los hombres que no pertenecían a su clase, consagró los últimos años de su vida al gobierno de Clermont y a la protección de los necesitados. La miseria social del pueblo penetró en el hasta entonces restringido mundo de este noble galorromano.31

El círculo intelectual de Rávena

En contraste con esta vida intelectual galorromana, dispersa por las aristocráticas villas de los dominios señoriales, la corte ostrogoda de Rávena concentró en torno a Teodorico una intensa actividad literaria, cuyo rasgo más notable fue la colaboración de romanos y godos en las mismas tareas culturales. El rey subvencionó las escuelas superiores de Rávena, Roma. y Milán, y los profesores recibieron sus sueldos del presupuesto estatal. El círculo ostrogodo que rodeaba a Teodorico no fue totalmente hostil a los estudios clásicos. Amalasunta fue ilustrada en el saber antiguo, y Teodato se decía discípulo de Platón. La decidida protección de Teodorico abrió el camino de los honores a los representantes más ilustres de la Romania, como Casiodoro, calabrés de Bruttium, que hizo en el Estado ostrogodo una brillante carrera política: gobernador de Lucania, cónsul, magister officiorum, prefecto del pretorio, siendo al mismo tiempo cuestor de palacio y secretario del rey. En los doce libros de Variae, Casiodoro reunió más de 500 escritos de correspondencia administrativa y diplomática, que son un testimonio valiosísimo de la política hábil y tolerante de Teodorico,32 y de los esfuerzos del rey y de su secretario por salvar de la destrucción la cultura antigua.

Casiodoro nunca llamó bárbaros a los ostrogodos, y llegó en su historia Del origen y hechos de los godos -obra perdida, pero que se conserva parcialmente en el resumen que de ella hizo Jordanes- igualar el linaje godo con el romano, incluyendo la historia de los godos en la romana. Vogt ha observado el paralelo de Casiodoro con Polibio, el primer griego que escribió la historia de sus adversarios, los romanos que acababan de conquistar Grecia.33

El paviano Ennodio, profesor en Milán, que, como Sidonio Apolinar, mezclaba en su poesía temas paganos y cristianos, compuso un panegírico del monarca ostrogodo, proclamándolo salvador de Italia. Nombrado obispo de su ciudad natal, Pavía, Ennodio continuó cooperando en la política cultural de Teodorico, defendiendo siempre a los ostrogodos de la barbarie que se les atribuía.

El grupo nacionalista de Roma

En cambio la «paz goda» favoreció en Roma la formación de un grupo de escritores antiguos, en torno a Símaco el joven, descendiente del adversario de Teodosio el Grande. Este círculo significó un rebrote del nacionalismo del siglo anterior, orientado hacia Constantinopla. Su figura más notable fue Boecio, yerno de Símaco el Joven, El cursos honorum de Boecio fue casi tan sobresaliente como el de Casiodoro: cónsul él y sus dos hijos, fue luego designado para el cargo más importante del gobierno, el de magister officiorum. En Boecio las ideas cristianas se impregnaron de neoplatonismo; tradujo la introducción a la dialéctica de Porfirio, y se propuso la gigantesca empresa de traducir toda la obra de Platón y Aristóteles. Sólo la inició, pero sus versiones de la lógica aristotélica fueron los únicos textos de Aristóteles que conoció el Occidente durante la Alta Edad Media. Boecio, lo mismo que Casiodoro, tuvo conciencia de que era necesario salvar la herencia cultural del pasado, compendiándola. Aunque la omisión en su Geometría de las demostraciones de los teoremas prueba sus limitaciones intelectuales, que eran las de su época, sus tratados de Aritmética y de Música, compilaciones de la Aritmética de Nicomaco y de los estudios sobre música de Nicomaco, Euclides y Tolomeo, someras y elementales, fueron los textos que manejaron las escuelas medievales.34

Estos estudios de filosofía griega fueron alentados por Teodorico como un complemento de su política de aproximación al Imperio bizantino. Cuando las relaciones literarias del círculo literario romano con los eruditos de Constantinopla se transformaron en contactos políticos con la corte imperial -al menos en el ánimo receloso del viejo rey-, Boecio fue encarcelado en Pavía, y en la prisión redactó apresuradamente, antes de ser ejecutado, el último tratado de filosofía antigua, la Consolación de la Filosofía. En forma alegórica -una mujer majestuosa, la Filosofía, guía al autor al conocimiento de Dios- Boecio escribió una obra maestra, en la que la tradición clásica y el espíritu cristiano adquirían su perfecta acopladura.

Casiodoro se mantuvo al margen del conflicto entre el rey ostrogodo y el grupo de senadores romanos ilustrados. Permaneció fiel a la obra de Teodorico, incluso en los años terribles de la guerra gótica. Cuando la colaboración de ostrogodos y romanos en una empresa de cultura se reveló imposible, Casiodoro buscó la protección de la Iglesia. En sus propiedades familiares de Calabria fundó el monasterio de Vivarium, reunió una biblioteca y redactó sus Instituciones y sus Cartas seculares, dos programas de estudios monásticos que subordinaban a la teología el estudio de las artes liberales, si bien Casiodoro recomendaba el conocimiento de la literatura pagana para profundizar en las siete artes, advirtiendo que el abandono de la gramática, de la retórica y de la dialéctica acarrearía el empobrecimiento del saber teológico.

La simiente de Vivarium fructificó en una intensa actividad monástica, la copia de las obras que Casiodoro buscaba afanosamente en Constantinopla y en Italia. El ejemplo de Vivarium y de los monasterios irlandeses fue fecundo. Gracias al esfuerzo paciente de los monjes que durante siglos transcribieron incansablemente los textos científicos y literarios de la Antigüedad que llegaban a sus manos, y cuyo significado se les escapaba muchas veces, cuando la crisis intelectual llegó al colapso, en las últimas décadas del siglo VI, se salvaron en las bibliotecas conventuales los restos de la cultura grecorromana.

La cultura eclesiástica

El cristianismo fue una religión de origen oriental; se expresó en lengua griega; su teología había sido elaborada en los apasionados debates de los concilios orientales por obispos griegos, capadocios, egipcios y sirios; los grandes debates teológicos fueron exclusivos de Oriente. La iglesia latina, desembarazada del frágil pelagianismo y del arrianismo (que en Occidente únicamente tuvo el peso político que le dieron los pueblos bárbaros, pero nunca la carga teológica que acompañó a la herejía arriana en las provincias orientales) siguió fiel a un dogma aceptado sin una meditada reflexión de sus asertos, y concentró sus afanes en la elaboración de una doctrina moral.

La época de las grandes invasiones había sido la más fecunda del pensamiento cristiano de Occidente. San Ambrosio, san Jerónimo, san Agustín son nombres preclaros que empalidecen otros que contribuyeron también a ganar para el cristianismo latino un prestigio intelectual que derrumbó los últimos baluartes del paganismo culto, y fue el soporte firme de la autoridad de la Iglesia en la vida declinante de Roma. Los problemas que atrajeron a los Padres de la Iglesia latina fueron el de la libertad y el de la predestinación, el del pecado original y el de la gracia. El agustinismo tuvo sus contradictores, heréticos como Pelagio, ortodoxos como Casiano; pero san Agustín había escogido un campo de meditación que ya no abandonarla la tradición eclesiástica occidental.

En el transcurso del siglo V la literatura latinocristiana fue incapaz de mantener esta altura. Sólo en los círculos católicos de Roma y de Rávena -que no eran eclesiásticos- continuó el estudio de las letras griegas. Desaparecido Sidonio Apolinar, san Avito de Vienne, muerto en 525, fue el último humanista de la Antigüedad latina. Su contemporáneo san Cesáreo de Arles consiguió que los concilios proscribieran el estudio de las letras paganas. Los esfuerzos de Casiodoro por vivificar el pensamiento cristiano en el manantial clásico hubiesen sido vanos sin el papel desempeñado por los monasterios en la conservación del saber antiguo.

La independencia monástica ante la autoridad de la Iglesia territorial fue decisiva para esta empresa. El monaquismo latino creció espléndidamente en el siglo V. En 410 san Honorato fundó el monasterio de Lérins, que durante más de un siglo formó para la Iglesia alguno de sus mejores servidores. Por él pasó san Patricio antes de iniciar su evangelización de Irlanda. Desde Lérins y las fundaciones marsellesas de Juan Casiano, el monaquismo se propagó a la Galia. Era un campo que san Martín de Tours había abonado en el siglo IV. Obispos y magnates, reyes y reinas, se aplicaron a la erección de conventos. Mas fue en Irlanda donde los monasterios, siguiendo el modelo de Lérins, alcanzaron desde el siglo y una espléndida energía cultural y misionera. Los monjes irlandeses cultivaron los estudios retóricos, y la literatura clásica se salvé parcialmente del olvido en las bibliotecas de los monasterios.

La cultura grecorromana, fundamentada en el idealismo filosófico, y desde el siglo III, en el irracionalismo, había sido un privilegio de la clase senatorial, que en su declinación transmitía ese saber, como un depósito embalsamado, a la clase sacerdotal cristiana.

Desde el siglo III se había abierto un abismo entre la lengua hablada y la escrita, que hizo la literatura inaccesible para-el pueblo. La prosa literaria de los teólogos cristianos era tan ininteligible para la masa de los fieles como los versos de Prudencio, o los himnos de san Hilario y san Ambrosio.35 Ulfilas, al traducir la Biblia al dialecto godo, había abierto un camino que no fue seguido por el clero católico. Arrianos y donatistas componían canciones en la lengua del pueblo, y san Agustín los imitó, escribiendo un salmo en idioma vulgar. Pero este contacto literario con el pueblo fue abandonado pronto. Las gentes sencillas debieron de tener su propia poesía, sus cantos de amor y de duelo, de baile y de siega, sus leyendas y sus canciones de cuna. Ningún clérigo tuvo la curiosidad de copiarlas, y desconocemos esta literatura popular, como ignoramos los primitivos cantos épicos de los germanos.

Los últimos recopiladores de la ciencia antigua

Las causas de la decadencia de la ciencia grecorromana han sido examinadas en páginas anteriores.36 El irracionalismo, que a partir del siglo III se apoderó del pensamiento antiguo, extirpó los hábitos de investigación metódica que son consustanciales con la actividad científica.37 El espíritu crítico, las dotes de observación y de objetividad, dejaron de ser las cualidades requeridas por los hombres de ciencia. Bastaban ahora un corazón puro, fe, imaginación. Las ciencias ocultas, la magia y los misterios orientales reemplazaron a la ciencia.

El cristianismo no inició la inclinación de las mentes a lo irracional, pero completó gustoso este proceso. Los Padres de la Iglesia, al tomar, corrigiéndola, la herencia de la cultura pagana, aceptaron los conocimientos de la ciencia de la naturaleza que no contradecían a la Biblia. Pero la necesidad de conciliar la biología y la geografía con la interpretación del Génesis, llevó a san Agustín a la negación de la existencia de los antípodas. A mediados del siglo VI el monje bizantino Cosmas Indicopleustes escribió una Topografía cristiana, en la que describía la Tierra como una gran llanura rectangular, limitada por cuatro elevadas paredes que se unían para formar la bóveda celeste. Ahora bien, la admisión de la Escritura como fuente de la verdad no era la causa de la decadencia de la ciencia, sino una de sus consecuencias.38

Las invasiones no influyeron en el acabamiento de la ciencia de la Antigüedad. Para los bárbaros, como para los romanos, sólo era pensable una civilización, la grecorromana. Si nada aportaron los germanos a los saberes adquiridos, tampoco les movía la voluntad de negarlos. Pero las invasiones ayudaron al hundimiento de la enseñanza. Los bárbaros dejaron extinguirse el sistema escolar romano. Las ciudades suprimieron las subvenciones de las cátedras urbanas de gramática y retórica. Únicamente subsistían algunos maestros particulares, al servicio de una aristocracia que se desinteresaba cada vez más de la cultura. La Iglesia creó escuelas catedralicias para formar clérigos, y así consiguió el monopolio de la enseñanza, y con él completó su posición privilegiada en la sociedad medieval.

En este yermo ideológico unos pocos hombres se consagraron a la tarea de salvar para la posteridad la herencia espiritual de Grecia y Roma. Ya se mencionaron los dos más ilustres, Boecio y Casiodoro. Unos años antes, el africano Marciano Capella había reunido una enciclopedia de conocimientos elementales, agrupados en la ordenación escolar del trivium y del cuadriviun con el amanerado título, muy de la época, de Sobre las nupcias de la filología y Mercurio. Las compilaciones de Marciano Capella, de Boecio y de Casiodoro serían ampliadas hacia el año 600, en las Etimologías de san Isidoro de Sevilla, el más tardío y pobre fruto de la cultura grecorromana.

La expresión del mando trascendente en las artes plásticas

El arte imperial se extinguió a comienzos del siglo V. La construcción de arcos de triunfo, foros y termas había cesado antes de que el Imperio de Occidente desapareciera. La ruralizada nobleza tampoco encargaba obras de arte. Las ciudades se limitaban a levantar murallas con las ruinas de sus monumentos. Los artistas se hubiesen quedado sin clientes, a no ser por la energía constructora de la Iglesia, y aun esta actividad quedó circunscrita a Italia. Roma y Rávena fueron los dos núcleos casi únicos del arte cristiano occidental en el siglo V,

Hacía mucho tiempo que la Ciudad Eterna no era capital del Imperio. Desasistida de los emperadores, se recobró de los daños de las invasiones bajo la firme tutela de los papas, que asumieron el gobierno efectivo de la ciudad, y se aplicaron con tesón a la construcción de nuevas iglesias: San Pablo extramuros, Santa Sabina y Santa María la Mayor son edificaciones de la primera mitad de la centuria.

Rávena, capital del gobierno de Occidente desde tiempos de Honorio, fue después de la caída del Imperio residencia de Teodorico, y en esta época sobrepasó a Roma como lar del arte cristiano. Sus iglesias son el último brote del arte antiguo: el Baptisterio de los Ortodoxos, con su majestuosa cúpula; el oratorio de San Lorenzo, llamado Mausoleo de Gala Placidia; San Apolinar el Nuevo, que Teodorico mandó edificar, y el Baptisterio de los Arrianos,39 son construcciones que permanecen fieles al arte imperial romano en la estructura arquitectónica. El exterior es sobrio; utiliza el ladrillo como material constructivo y arquerías ciegas como único recurso ornamental. En el interior, arquitectura y decoración se combinan en un despliegue de suntuosidad desconocido en el arte clásico. Paneles de mármoles, mosaicos, vidrios policromos y bajorrelieves cubren las paredes y las bóvedas. La voluntaria oposición entre la parquedad decorativa externa y la concentración de elementos artísticos en las naves de las iglesias, culmina en el mausoleo de Gala Placidia, en la belleza del mosaico de la bóveda del crucero, con su cruz de oro, como un símbolo de Cristo, que resplandece entre 99 estrellas doradas sobre un cielo brillante, intensamente azul.

El mosaico es la más acabada expresión de este arte monumental. En la capilla de San Juan de la Fuente, el Baptisterio de los Ortodoxos, los Apóstoles rodean la escena bautismal representada en el centro de la cúpula. Las figuras, de gran tamaño, vigorosamente dibujadas, están dotadas de una grandeza solemne, muy distante de la idílica sencillez de las pinturas de las catacumbas. En la nave central de San Apolinar el Nuevo, sobre las arcadas, una impresionante procesión de mártires avanza hacia el altar para adorar a Cristo.

La plástica del siglo V ha transformado la tosca informalidad de la pintura paleocristiana en expresión de lo trascendente. Una deliberada delimitación entre lo sagrado y lo profano ha desprendido al arte de la realidad. En los mosaicos de Rávena el hombre ya no es un cuerpo. Las figuras se adelgazan en una simplificación del dibujo plenamente consciente, del más refinado virtuosismo técnico. Su ordenación ornamental expresa simbólicamente la armonía del universo.

El funcionalismo didáctico del arte cristiano

La función social del arte cristiano no era estética, sino didáctica. Las escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento, la figura del Buen Pastor entre sus ovejas, las representaciones de María, se proponen comunicar a todos los hombres el contenido de la fe. Este ftincionalismo religioso se complementa en la ilustración de códices. El más antiguo de los conservados, el llamado Génesis de Viena (,hacia el año 500), revela un absoluto dominio de las formas clásicas, de la narración en imágenes, del sentido de la composición. En el Evangeliario de Rossano, códice del siglo VI, se manifiesta una renuncia voluntaria a la belleza, sacrificada a la expresión de los gestos, y la misma intención simplificadora y trascendente de los mosaicos de Rávena y de Santa María la Mayor de Roma.

La tradición de las formas clásicas perduró mejor en las artes menores: camafeos, vajillas de oro, placas y dípticos de marfil, vidrios dorados con incrustaciones de gemas. También fueron los obispos los mejores clientes de las artes de lujo. Hasta el siglo Vi subsistieron talleres que trabajaban el marfil, produciendo relicarios, cruces de ceremonia y otros utensilios litúrgicos. En estos objetos de precio se puede situar la única conexión entre el arte antiguo y el de los invasores: la bellísima orfebrería de los germanos. El arte que es sólo ostentación y adorno aproxima a las sociedades primitivas y a las decadentes, que sienten -en forma más refinada que los bárbaros- la misma inclinación a las alhajas.

NOTAS

1 V. CHAPOT, El mundo romano, p. 507. Tomo XXII de «La evolución de la Humanidad», dirigida por Henri Berr. Ed. Cervantes, Barcelona, 1928.

2 F. LOT, El fin del mundo antiguo, op. cit., pp. 88 y 109. Para Piganiol, en cambio, «el Imperio ha muerto asesinado, Véase, infra, conclusión.

3 L. M. Hartman. La decadencia del mundo antiguo, op. cit,, p. 39.

4 Supra, IV, 1. Con la reserva a que obliga la escasez de documentación de carácter socioeconómico sobre este período.

5 Supra, IV, 1.

6 F. LOT, Les destinées de I`Empire en Occident, op. cit., p. 351.

7. VICENS VivEs, Historia económica de España, op. cit., p. 85.

8 ¿Cuándo termina la Antigüedad y comienza la Edad Media, concepto acuñado no hace aún doscientos años? Para el historiador inglés Bury, en 395, fecha de la muerte de Teodosio y de la instauración del sistema colegial de los dos gobiernos de Oriente y Occidente; para los historiadores de la Cambridge Medieval History, en 330, fecha de la fundación de Constantinopla; para V. Duruy, en 378, desastre de Andrirópolis (con la variante de A. Cartellieri del año 382, en que Teodosio firmó el foedus con los visigodos); para Otto Seek, en 476, fin del Imperio de Occidente; otros historiadores -Goldschmidt, Neumann, Strhel, Peisker, etc., prefieren prolongar la Antigüedad hasta la muerte de Justiniano en 565, o hasta la fundación del reino lombardo de Italia en 572, o hasta el comienzo del reinado del emperador bizantino Tiberio, con quien desaparece de Bizancio hasta la sombra de la romanidad, en 578. Véase F. LOT, Les destinées dé l´Empire en Occident, op. cit., pp. 1 y 2.

9 Esta interpretación es válida para Italia, Galia e Hispania. No para Inglaterra anglosajona ni para Germania, países donde no existe una fusión de culturas, sino aniquilamiento de la romana por la de los ocupantes. Tampoco pa el reino vándalo, que destruyó la civilización romana en Africa, dejando al país inmerso en la vida pastoril.

Las scholae o escuelas que mencionan algunos documentos del siglo Vi no son propiamente centros de enseñaza. La schola es el conjunto de jóvenes nobles que se educan en el servicio del rey, del que recibirán, llegado el momento, cargos eclesiásticos y civiles.

10 Supra, IV, 1.

11 Los historiadores han venido repitiendo que la larga cabellera de los reyes germánicos era un símbolo de poder, y por eso, cuando se quería inutilizar a un príncipe para ocupar el trono sin matarlo, se le cortaban los cabellos y se le tonsuraba, enviándole a un monasterio. Pero todos los bárbaros llevaban largas cabelleras, que no eran por tanto atributo del poder, sino de fuerza viril, idea compartida por otros pueblos no germánicos (recuérdese la historia bíblica de Sansón). Hoyoux ha sostenido en una interesante monografía ("Reges criniti: chevelures, tonsures et scalps chez les Mérovigiens", Revue belge de philologie et h´historie, 1948, pp. 479-508 que se ha traducido mal la palabra latina tondere de los textos de Gregorio de Tours, confundiendo dos verbos homónimos: tondere, supino tonsum, por tondere, supino tusum, contusión. La víctima no era tonsurada, sino que se le arrancaba el cuero cabelludo, Si no moría, quedaba desfigurada para siempre.

12 Supra, IV, 2.

13 F. LoT, Les invasions gem"iques, op. cit., p. 323.

14 Supra, V, 3.

15 Historia de España y América, dirigida por 1. VICENS VIVES, t. L p. 137, Editorial Vicens Vives, Barcelona, 1961.

16 Nuestros magros conocimientos sobre la civilizaci6n germánica anterior al siglo V no justifican que se le sigan atribuyendo los caracteres observados por Tácito. Es innegable la evoluci6n de los pueblos germánicos entre los 300 años transcurridos desde Tácito a las invasiones del siglo V, así como las influencias romanas que recibieron, los cambios de residencia, las confederaciones anudadas o disueltas,

17 Supra, IV, I.

18 F. Loir, Les destinées de I'Empire en Occident, op. cit, pp. 329 y ss.

19A fines del siglo VI la Iglesia poseía en la Galia la tercera parte del territorio.

20 Pagano, de paganus, significa campesino, aldeano, de pagus, aldea.

21 Cm. DAWSON, Ensayos acerca de la Edad Media, Ed. Aguilar, Madrid, 1961, P. 96.

22. F. Lot, Les invasions germaniques, op, cit., p. 323

23 Sólo el reino vándalo pereció en la «reconquista» de Justiniano.

24 Supra, IV.

25 El gentilicio Flavio, que Teodorico unió a su nombre godo, significaba su adopción por la familia imperial.

26 En uno de los episodios de la guerra contra Odoacro, Tedorico pudo refugiarse con todo su pueblo en Pavía, ciudad muy pequeña, según el testimonio del obispo Epifanio. (Supra, III, 3.)

27 Supra, V, 6.

28 El emperador, el Senado y el clero salieron a recibirle. Justino, arrodillado, pidió al papa su bendición. En la fiesta de Navidad, Juan I celebró la misa en latín, y exigió en Santa Sofía un puesto de honor sobre el patriarca de Constantinopla.

29 F. LOT, Les destinées de l´Empire en Occident, op. cit., p. 161.

30 Pueden leerse amplios extractos en P. COURCELLE, Histoire littéraire des grandes invasions gemaniques, París, 1946.

31 SIDONIo Apolinar, «Opera» en Monumenta Gemaniae Historica, Auctores Antiquissimi, VIII, 1887; A. LOYEN, Sidoine Apollinaire e.? l´ésprit préciux en Gaule aux derniers jours de l´empire, París, 1943.

32 Casiodoro atribuye a Teodorico esta frase: «No podemos mandar en la religión, a nadie se obliga a creer contra su voluntad.»

33 J. VoGT, op. cit, p. 315.

34 Resumió también los Elementos de Euclides y la astronomía de Tolomeo, con lo que completó su exposición del Quadrivium.

35 Sólo los escritores africanos usaron el latín vulgar. (Supra, II, 6.)

36 Supra, I, S.

37 Pero el irracionalismo halló preparado el camino por la actitud ante ciencia de las clases gobernantes de Grecia y de Roma "Sobre todo en Roma, cualquiera que se atreviera a explicar científicamente un fenómeno natural, parecía usurpar el poder limitado de los dioses., para dedicarse a la ciencia un hombre debía tener la valentía de manifestar su propia impiedad. Y ésta es la razón por la que los romanos permanecieron tan largo tiempo en la ignorancia (CONSTANT Martha,, Le poème de Lucrèce, 1873, pp. 1.12; citado por B. FARRINGTON, Op. Cit., P. 193).

38 B. FARRiNGToN, op. cit., p. 201.

39 San Vital, el logro más hermoso del arte bizantino, pertenece a la época del exarcado de Rávena, mediados del siglo VI.

La nostalgia de la Antigüedad es uno de los rasgos más ostensibles de la cultura moderna de Occidente. Los europeos llevamos siglos repitiéndonos que somos los herederos de la cultura clásica -clásico es para nosotros Grecia, y por extensión, Roma-, y desde el Renacimiento no hemos cesado de lamentar su muerte. ¿Puede sorprender a nadie que lo que Gibbon llamó caída de Roma, y los actuales historiadores ruina del mundo antiguo -frase más ambigua, pero menos inexacta- sea todavía para nosotros uno de los temas más apasionantes de la Historia? Algunos especialistas, como Mayer y Beloch, llegaron a escribir que es el más interesante problema de la historia universal.

El estado actual de la ciencia. histórica da pábulo a las hipótesis más opuestas sobre la «caída» del Imperio romano de Occidente: según la opinión de Otto Seek, fue consecuencia de la destrucción sistemática de las minorías directoras; para Max Weber, de la excesiva concentración de la propiedad; para Barbagallo, los gastos que exigían la Corte y la numerosa administración imperial ocasionaron una crisis económica de la que no se recobró la sociedad romana; E. Konermann cree que la reducción del ejército, de la que serían responsables Augusto y Adriano, fue fatal para el Imperio al producirse las invasiones; para F. Lot el Imperio hubiese muerto de esclerosis, aunque las invasiones no hubiesen acaecido; en cambio, Piganiol y Mazzarino piensan que el Imperio fue destruido por las invasiones. Si a esta copiosa y desconcertante galería de interpretaciones se afíaden las teorías elaboradas por la teología y la filosofía de la historia, desde san Agustín hasta Toynbee, los dispares resultados incitan a considerar la legitimidad de esas exégesis.

Los historiadores han contemplado el pasado con la lente deformadora de una ideología apriorística, y los resultados han sido tan variados como las ideologías aplicadas. Se hacen necesarias una cura de humildad, una demanda de auxilio a la sociología, tan olvidada por los historiadores, una honesta intelección de los hechos históricos, un cauteloso manejo de sus analogías, tan atrayentes como embaucadoras.

Como el holandés Huizinga dijo, la historia es una ciencia eminentemente inexacta. El historiador opera con datos, a menudo incompletos, cuando no opuestos, cuya significación interpreta, no por experimentos o cálculos, sino basándose en su propia experiencia de la vida y en su conocimiento de los hombres y de la sociedad. Esa interpretación debe ser una conexión abierta, susceptible de modificación por el acopio de datos nuevos. El rigor científico exige la valoración objetiva de las fuentes, la síntesis flexible a los conocimientos que la investigación aporta incesantemente, la renuncia a las leyes históricas, al menos en el concepto rigurosamente determinista de ley que las mismas ciencias de la naturaleza han tenido que revisar.

El lector que haya llegado hasta aquí, espera de este libro una explicación del fin del Imperio de Occidente. El autor no quiere ni adscribirse a una interpretación anterior, ni menos exponer una teoría nueva, ni incurrir en un absoluto escepticismo histórico. Ha procurado compendiar el estado actual de nuestros conocimientos sobre lo que pasó hace mil quinientos años en el ámbito en que se desarrolla nuestra vida de europeos. En las líneas que siguen intenta trazar los rasgos generales de este problema histórico.

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El Imperio romano fue en los dos primeros siglos una federación de ciudades-Estados bajo la hegemonía de Roma. Esta estructura política era el resultado de un compromiso entre el Senado y el Ejército; entre la nobleza romana y la burguesía; entre las clases directores de Roma y las de los países conquistados; entre la economía industrial y mercantil del Oriente helenístico y la economía agropecuaria de Italia y de las provincias occidentales. La pax romana, el liberalismo de los Antoninos, la refinada civilización imperial, los espléndidos monumentos, todo lo que se nos ha enseñado desde niños a contemplar con admirada beatería, tenía este frágil soporte, erigido sobre un sistema económico que se basaba en la esclavitud como medio casi exclusivo de producción,

Este pacto de intereses divergentes cuando no contrarios, que el genio político de Roma pudo mantener durante más de dos siglos, hizo crisis en el siglo ni. La economía de mano de obra servil paralizaba la racionalización de la producción, y los propietarios fueron sustituyendo la esclavitud por el colonato. El ejército asumió la defensa de los humiliores contra el Senado, que representaba exclusivamente los intereses de los potentiores. La guerra civil social, si no dio satisfacción a las demandas de los humildes, arruinó el poder político de la aristocracia senatorial, en beneficio de un Estado militar. La autonomía de las ciudades fue desapareciendo, arrastrando en su decadencia la lujosa y parasitaria vida urbana del mundo antiguo.

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La crisis económica, social y política, agravada por las amenazas exteriores, hubiese desintegrado el Imperio, sin las reformas de Diocleciano y Constantino. La monarquía absoluta y burocrática instaurada por Diocleciano puso en evidencia las diferencias entre la pars orientalis y la pars occidentalis del Imperio, discrepancias que el régimen autónomo de las ciudades había venido enmascarando. El despotismo político y económico de los sacralizados emperadores era en Oriente un retorno a ancestrales formas de vida, mientras que en Occidente, sin una base en el pasado, significaba una innovación que desembocó en una sociedad rural de terratenientes. El traslado de la capital del Imperio a Constantinopla contribuyó de modo decisivo a la constitución de un Estado en el que las tradiciones egipcias, siríacas, iranias y helenísticas darían el precipitado de dirigismo económico, burocracia política y cesaropapismo religioso que definen al Imperio bizantino.

El Estado centralizado creado por generales de humilde origen había querido proteger a las masas campesinas, sin dañar los privilegios de la nobleza, supeditando los intereses de todas las clases sociales a los fines supremos del Imperio. La negativa de la aristocracia romana accidental a someterse a la política económica del Estado autoritario fue uno de los hechos que determinaron el desenlace de la crisis que nos ocupa. La rebeldía de los poderosos no fue violenta, no necesitaba serlo en este trance. Fue suficiente que la nobleza eludiese los deberes que el Estado le exigía, sus obligaciones fiscales, que gravitaron con todo su peso sobre los curiales y los campesinos.

La presión tributaria, Acrecentada a medida que aumentaban las necesidades administrativas y militares del Imperio, provocó la deserción de los curiales y las rebeliones campesinas. Los bagaudas del siglo III renacieron, propagándose a Hispania. Los circuncelianos prosiguieron agitando las provincias africanas. El Estado, para asegurarse la percepción de impuestos, hizo hereditarios los oficios. Las clases sociales se transformaron en castas. Huyendo de los perceptores de impuestos, los pequeños propietarios se acogieron al patronato de los poderosos. El resultado de esta despótica política imperial fue la disgregación de la sociedad romana en dominios señoriales es inmensos, trabajados por esclavos y colonos adscritos a la tierra, latifundios desprendidos virtualmente del Imperio; la decrepitud de la vida urbana, el enrarecimiento de la circulación monetaria, el retorno a una economía agropecuaria de carácter campesino, no muy distinta de la de los germanos que se movían en las fronteras del Imperio.

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Estos pueblos habían sido rechazados en el siglo VI a. de C., en el siglo I a, de C., en el siglo II d. de C. Sus incursiones fueron más; profundas cuando la crisis del siglo III, pero al fin la frontera renodanubiana, con algunos retoques, fue restablecida. El Estado romano recurría cada vez con más frecuencia al reclutamiento de soldados germanos. Incidimos ahora en otro de los rasgos esenciales de la ruina del Imperio: el divorcio entre la sociedad romana y su ejército. A la plebe de Roma le fue usurpada primero la tierra, para trabajarla por esclavos; después, su puesto en el ejército, que fue ocupado por mercenarios; por último, sus derechos políticos, que había ejercido a través de los comicios, que fueron suprimidos. Desposeída de todo, se la condenó a la miseria y al envilecimiento, del pan y de los espectáculos gratuitos. También la nobleza romana fue apartada de los puestos de mando del ejército, abiertos desde el siglo ni a los soldados de filas, y desde Constantino a los germanos. Los soldados profesionales eran provinciales y germanos. En los últimos tiempos de Roma sólo podían reclutarse tropas germánicas.

Cuando se iniciaron las grandes invasiones, Roma opuso a sus adversarios bárbaros ejércitos bárbaros, mandados por oficiales bárbaros. Las necesidades militares dieron una legalidad jurídica a los asentamientos germánicos en territorio del Imperio, en virtud del sistema de la hospitalitas. En el siglo V se asiste al desarrollo de un proceso de habituación a la permanencia en las provincias occidentales de estos toscos huéspedes extranjeros. La administración imperial se familiariza con la presencia de los nobles bárbaros en los más altos puestos del Estado. Sólo la dignidad imperial se les niega, pero no la potestad de poner y quitar emperadores, ni la de tutelarlos. La nobleza latifundista, desinteresada del destino del Imperio, se consagra a conservar sus propiedades en la nueva situación.

El pueblo acoge en muchos casos a los bárbaros como liberadores de la insoportable presión fiscal.

Así, más que morir, el Imperio se desvanece, El mecanismo administrativo pasó en las provincias, muy simplificado, al servicio de los reyes germánicos o de los obispos. Las oficinas imperiales de Rávena fueron utilizadas por Odoacro y por Teodorico. La legalidad imperial se continuaba en el emperador romano de Constantinopla. El proceso socioeconómico que había originado la crisis política siguió su regresión hacia la economía natural de los siglos VI y VII, indiferente a la escena incruenta y banal de la que Odoacro y Rómulo Augústulo fueron protagonistas.

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La crisis del siglo III despertó en las gentes un anhelo de vida ultraterrena, que sirviese de alivio a los dolores de la vida material. Los misterios orientales atraían muchedumbres inmensas. Al mismo tiempo, el pensamiento filosófico y el religioso convergían en el monoteísmo. Entre los cultos llegados de Oriente, que brindaban a un pueblo resignado a la miseria el consuelo de la liberación eterna, el cristianismo se impuso por su organización, tomada de la del Imperio, y por el espíritu de solidaridad entre sus fieles. La unidad territorial del Estado romano favoreció la difusión de la única religión que aspiraba conscientemente a la universalidad.

Constantino comprendió la reserva inagotable de fuerza política que la nueva religión atesoraba. En el siglo IV la cristianización de la sociedad romana avanzó rápidamente, y la Iglesia obtuvo, a costa de su sumisión al emperador, una influencia creciente. A fines del siglo IV san Ambrosio y san Agustín sostuvieron la primacía de la autoridad de la Iglesia, representante en este mundo del reino de Dios, sobre el poder temporal del Estado.

La evaporación del Imperio de Occidente permitió a la Iglesia hacer efectiva la prioridad que reclamaba. Mientras la Iglesia oriental aceptaba su sumisión al Estado, los papas se erigieron en continuadores de la obra de Roma en los países occidentales Mantuvieron la cohesión de la Romania, asumiendo la herencia política del Imperio, para depositarla, llegado el momento, en manos germánicas. Así se cerró el cielo que, de la crisis del siglo III, conduce al Imperio romanogermánico del siglo X.

TABLA CRONOLOGICA

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EMPERADORES ROMANOS Y PAPAS A PARTIR DEL SIGLO III d. C.

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JOSE BUENO

PENSAMIENTO E HISTORIA

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1970, Ediciones Martínez Roca, S. A.

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