Estética revolucionaria peronista. La tragedia de los ´70 (página 4)
Enviado por Carlos Schulmaister
LOS MENSAJES REVOLUCIONARIOS
Como forma y discurso, los mensajes revolucionarios operaban como denuncia política de la dictadura militar; como cuestionamientos totalizantes del sistema capitalista; como expresión sintética de proyectos políticos implícitos y explícitos alternativos; como propaganda política de las organizaciones que los emitían o los avalaban; y como estímulos emocionales para los militantes ya incorporados y para los potenciales a incorporar.
Los mensajes visuales y audiovisuales, como las consignas o slogans ideológicos y políticos, volvían sencillos y claros otros complejos desarrollos teóricos, además de presentarlos como el viejo vino de la parábola de Jesús en odres nuevos.
Estos mensajes múltiples, diversificados en sus soportes y formas, eran como agujetas que penetraban fácilmente el cuerpo, el corazón y la mente de los militantes para quedarse allí adentro. Posibles causas de su éxito comunicacional y propagandístico pueden haber sido su brevedad, su sencillez, su eufonía, su carácter axiomático ("el pueblo unido jamás será vencido", o bien "sólo el pueblo salvará al pueblo", etc, etc.), también por su persistencia y su adopción repetitiva por la militancia y sobre todo por las características de su aparición: su escritura riesgosa, generalmente clandestina, nocturna o diurna, sobre paredones o paredes de edificios emblemáticamente vinculados a la oligarquía y los monopolios internacionales, así como a los bancos, las líneas marítimas y aéreas, las compañías aseguradoras, los laboratorios farmacéuticos, todos ellos de origen extranjero, etc, etc, con el peligro real que entrañaba el ser atrapados por los milicos con su proverbial brutalidad.
Al comienzo, la brutalidad era lo máximo que se podía atribuir imaginariamente a militares y policías. Más tarde se supo que había peores peligros que ésos, a cargo de cualquiera que tuviera jinetas y de grupos colaboracionistas con o sin pretensiones declaradas de poseer legítimamente un solo miserable pensamiento político.
Las condiciones de rusticidad de las pintadas aludían indirectamente a los mensajeros, a los que se arriesgaban. Todas las agrupaciones políticas hacían pintadas y distribuían panfletos, sea en mano o dejándolos al alcance de los paseantes, o arrojándolos desde lo alto de los edificios.
Además de difundir el mensaje de los panfletos, la acción en si representaba la rebeldía y la tenacidad militante, las cuales funcionaban como mecanismo propagandístico más eficaz que su propio contenido.
Los mensajes y consignas de la cultura revolucionaria se manifestaban continuadamente como cánticos subversivos ante la gente anónima y ante las autoridades cuando ello era posible, coreados con fuerza, a voz en cuello, agitando los brazos en alto mientras se marchaba por el centro de las calles, a veces portando una bandera argentina sin ninguna consigna ni símbolos pintados, o un estandarte de la organización correspondiente, con los rostros desencajados por el odio y la determinación más profunda que se sentía nacer de lo más profundo de las entrañas en esos momentos de tensión frente a las fuerzas de la represión allí mismo, al alcance de un bastonazo.[67]
Pero, además de las consignas y sus variados mensajes existía el himno de los mensajes de todos los peronistas. Algo que llegaba al corazón y ponía la piel de gallina: la Marcha Peronista cantada por Hugo del Carril. Más aún en los tiempos en que escucharla o cantarla en público era un delito y a la vez un acto de provocación militante contra el gobierno, los milicos y los antiperonistas. Cantarla en la calle, o donde menos se podía esperar, por sorpresa, por ejemplo en los actos públicos oficiales de fechas patrias, en las plazas de las grandes ciudades, o en los actos de asunción de autoridades, era el acto militante más profundamente sentido, una profesión de fe de tiempos de mártires, a veces temblando por dentro y sin por ello poder colocar la voz correctamente por el miedo y la emoción, mientras los que escuchaban pasivamente también tenían miedo y todos se preguntaban cuando comenzarían los disparos de las armas de fuego.
También los mensajes revolucionarios eran formas breves, pegadizas y recordables de marcar la cancha, el nosotros y los otros, es decir, los buenos y los malos. La violencia estaba en ellos aun sin nombrarla por su carácter absolutista, intransigente, intolerante, excluyente, unilateral. Más aun cuando constituía un instrumento conceptual decisivo para establecer el reino de la justicia, la igualdad y la libertad, otra forma de aludir a la revolución social.
Los mensajes estaban cargados de ideología y de dureza, junto con una sentimentalidad tendida hacia la reivindicación de las víctimas sociales mediante un cariz solidario y a la vez con un sentimiento de odio visceral contra el imperialismo.
Una variada gama de palabras estaban de moda entre aquella juventud. Se pronunciaban, se las discutía, se las escribía, se hacía arte con ellas, se las calzaba y vestía, se hacían armas, se las disparaba, y ellas entrelazaban y producían discursos poéticos y sistemas teóricos que se reconvertían en dogmas religiosos para algunos y en la encarnación del mal para los enemigos. Entre otras las siguientes: entrega, heroísmo, autenticidad, Hombre Nuevo, Jesucristo, apóstol, masas, columnas, compañeros, unidad, nación, conducción, intransigencia, liberación, movimientos de liberación, compromiso, trincheras, fusil, fortines, revolución, revolución nacional, revolución mundial, GPP, clase trabajadora, golpes de estado, oligarquía, líder, organización, el Pueblo, los pueblos, militancia, Patria, Perón, Evita, Montoneros, etc.
Y como opuestos axiológicos había otras palabras: indiferencia-compromiso, oportunismo-principios, injusticia-justicia, libertad-esclavitud, hipocresía-autenticidad, mentira-verdad, bien-mal, etc, que tenían poderes misteriosos al punto de activar los marcos ideológicos de los militantes y configurar los fetiches de su sensibilidad.
Pero no todos los jóvenes de aquella hora se apropiaron de los clichés de la revolución, ni todos produjeron respuestas emocionales favorables desde su intimidad. Los mensajes revolucionarios hacían pie solamente en la tierra fértil de los corazones y los cerebros de los idealistas, es decir, de aquellos que vivían la revolución y la sentían en clave poética, y que por lo tanto podían interpretar sus guiños y sus llamados, descifrando sus códigos éticos y estéticos.
Ciertamente, esos jóvenes constituían por entonces una parte considerable de la juventud, pero esta intuición no puede ser precisada numéricamente sin fantasear. Se ignoraban por entonces los números fundamentales[68]pues ¡cómo se iban a saber! Hasta hoy la exageración tiñe muchas miradas retrospectivas.
De modo que un acto de prudencia ha de ser considerar la posibilidad de que la no lectura de aquellos mensajes por parte de otros jóvenes, o aun directamente su decidido rechazo, también hayan sido considerables; dicho de otro modo, que muchos jóvenes no se engancharan en las apelaciones y convocatorias reales y simbólicas de la propaganda escrita y audiovisual de la revolución, por más que el fragor de ésta haya sido también considerable.
Esta situación amerita la necesidad de un trabajo ad hoc, honesto e imparcial, en el que se puedan leer los rechazos, no sólo los explícitos, sino fundamentalmente los implícitos, los que no se articularon en una voz, una cara o un gesto, ni un documento por múltiples razones, pero que estuvieron presentes más o menos conscientemente.
Las razones, seguramente, han sido múltiples, y todas ellas asociadas han de haber potenciado el efecto rechazo. Entre ellas seguramente se hallan los prejuicios, el miedo, el rechazo principista a la violencia, el rechazo religioso, el conservadurismo, la valorización de la democracia formal, etc.
La revolución llamaba con distintos clamores, colores, formas, mensajes y voceros. Hoy suele considerarse que cuando así sucede, la diversidad revolucionaria (o sea las diferencias notorias en las experiencias de lucha, o en los proyectos políticos intervinientes o de referencia) no resta sino que suma. En todo caso, en aquellos años esa diversidad era muy grande y a quienes más afectaba era a los peronistas revolucionarios, deseosos y necesitados de exhibir un liderazgo incontestable sobre todas las manifestaciones del campo contestatario y revolucionario para mostrársela a Perón y, si fuera posible, para negociar con él.
XIV
La utilización de la violencia revolucionaria en sus más variadas formas llegó a organizar diferencialmente las formas de la militancia, así como las jerarquías de los militantes. Es decir, se conformaron praxis políticas diversas y roles específicos acorde con cada una de ellas.
En realidad, la militancia era concebida con carácter integral, de modo que las diferencias entre sus modalidades no eran conceptuales sino prácticas.
Las organizaciones de superficie se dedicaron al activismo tradicional en el sector de actividad de cada una y en su zona de influencia. Existieron agrupaciones peronistas en el nivel medio (la UES) en las universidades, en fábricas y en sindicatos (JTP) y la clásica Juventud Peronista (JP), rama del Partido Justicialista (PJ). En todas ellas la militancia femenina se daba sin distinción de género, conjuntamente con los varones, y lo mismo ocurría en las organizaciones combatientes.
De modo que la lucha política se desarrollaba en colegios, facultades, fábricas, unidades básicas y por supuesto, en su prolongación natural que eran las calles del país: el lugar de encuentro y de choque entre amigos y enemigos, la caja de resonancia de la vida política general. Todos esos ámbitos proporcionaban exposición a los militantes, quienes a poco resultaban conocidos en el ambiente correspondiente pudiendo ser comprendidos en su conjunto con el término activistas, aquellos que activan, que se dedican a tareas de agitación, propaganda, esclarecimiento político, manifestación, movilización, prensa, etc.
Por medio de las organizaciones armadas, necesariamente clandestinas por razones de seguridad, se llevaba a cabo la lucha político-militar destinada a producir bajas numéricas al enemigo, a destruir sus bases operacionales, a apropiarse de recursos tecnológicos (documentos de identidad en blanco, armas y municiones, explosivos, equipos de comunicaciones, automóviles, etc) así como también recursos financieros.
La meta a alcanzar por los militantes de superficie era convertirse en cuadros políticos, es decir, alcanzar un status que implicaba el reconocimiento de los compañeros de tener un acendrado compromiso con la Causa y a la vez una gran capacidad política estratégica para actuar en su propia organización en relación con la lucha revolucionaria del conjunto del peronismo y de la sociedad (incluyendo otras organizaciones amigas), de modo de poder activar correctamente en cada momento táctico. En este nivel se excluía la lucha armada, a la que sin embargo se confluiría en el futuro, cuando se lanzara la GPP.
Más tarde, cuando la Tendencia ocupó puestos en el gobierno nacional y en algunos provinciales, algunos de aquellos militantes que ya eran cuadros políticos pasaron a desempeñarse como cuadros político-técnicos en relación con determinados sectores y niveles jerárquicos de la administración pública. Sin embargo, esta etapa fue muy breve.
De todos modos, la militancia era escuela de formación sólo en cierto grado, pues generalmente los militantes destacados y brillantes se habían hecho a sí mismos desde muy jóvenes, gracias a la lectura de la historia argentina revisionista, de los libros de Perón, Scalabrini Ortiz, Jauretche, Hernández Arregui, José María Rosa, John W. Cooke, etc, y a la relación afectiva con otros peronistas (principalmente sus padres), a partir de una vocación y una pasión personal muy acendradas.
Lo mismo sucedía en las organizaciones armadas. Se suponía que cada miembro de ellas ya era un cuadro político plenamente formado al haber asumido un nivel profundo de compromiso con la guerra revolucionaria contra el régimen que se buscaba derrocar. Sin embargo, la especificidad de la actividad guerrillera urbana era de tal complejidad que la mayoría de los combatientes recibían internamente –y aun externamente- conocimientos instrumentales y prácticos imprescindibles para el ejercicio concreto de la lucha armada, cuyo fruto o producto a buscar consistía en la muerte del enemigo, la destrucción de bienes o su apropiación, y la instalación del miedo en los enemigos e indiferentes, y finalmente la conquista y ejercicio sobre otras bases del poder que se le arrebatará al enemigo.
Dentro de las principales organizaciones combatientes existieron secciones específicas relacionadas con la fabricación de explosivos, de armas, de documentos de identidad, de logística, comunicaciones y prensa, de legales y contables, y de inteligencia, en las cuales operaban militantes que terminaban siendo cuadros especializados muy valorados.
En el campo peronista, la conducción táctica quedó a cargo de la cúpula de Montoneros luego de la confluencia y unificación de varias organizaciones armadas peronistas y algunas marxistas, en tanto que la conducción estratégica correspondía al conductor de la guerra, el gral Perón. Esta jefatura que naturalmente correspondió a Perón durante toda la Resistencia fue cuestionada en secreto por las organizaciones armadas, y le fue disputada sin que éste hiciera concesiones. Por el contrario, el jefe y líder venció en la puja y logró desembarazarse de aquellas[69]Pero el ganador también perdió estratégicamente.
Por debajo de la conducción táctica se hallaban los combatientes y su organización celular, habitualmente llamados guerrilleros, pero cuya imagen no se parecía en nada a la de los clásicos guerrilleros guevaristas, por tratarse las de acá de guerrillas urbanas.
Los combatientes no entraban automáticamente en la clandestinidad sino sólo a partir de que hubieran sido descubiertos por las fuerzas militares. Por el contrario, llevaban una doble vida el mayor tiempo posible y actuaban en el campo empresario, político, cultural, artístico, etc, como si estuvieran totalmente desinteresados de la vida política, vistiéndose y comportándose con las formalidades al uso de modo de no ser sospechados.
Pero cuando este mundo de pantalla se les venía abajo las condiciones cambiaban y se tornaban peligrosas en múltiples sentidos, tanto para ellos mismos como para sus familiares, amigos y circunstanciales conexiones. Y desde el punto de vista de sus condiciones de seguridad comenzaba una odisea siempre terrible como era la de escapar, esconderse y volver a escapar a tiempo. Téngase presente que aquí las ciudades medianas y grandes carecían de algo similar a la Cashba de Argel para ocultarse, de modo que el vecino del departamento contiguo resultaba siendo, generalmente, su denunciante.
En general, los militantes de superficie desconocían quienes integraban las organizaciones armadas aun en su propia zona geográfica, pudiendo ser conocidos eventualmente por los miembros de sus conducciones. Semejante conocimiento era un terrible compromiso y una inconveniencia pues por lo general todos los secretos dejan de serlo en una sesión en la parrilla[70]Incluso, cuando se producía el pasaje a otro nivel no podía ser anunciado ni insinuado por razones de seguridad, por lo que se compartían ambos estados de militancia manteniendo en secreto riguroso uno de ellos: el de combatiente.
También existía una muralla de silencio entre ambos niveles. A menudo los propios militantes de superficie se enteraban de la pertenencia de un compañero a una organización armada (más tarde todas fueron una sola: Montoneros) a través de los diarios, con motivo de haber caído en combate, o de haber sido asesinado por los militares, o por haber sido descubierto y apresado, o también por haber logrado escapar.
Cuando esto ocurría, sin importar si se trataba de alguien conocido por los militantes de superficie, se sentía un cúmulo de emociones y sentimientos diversos, desde una honda aflicción por su estado físico si es que aún vivía, la admiración por su valentía, y un tremendo dolor anticipado por el riesgo altamente probable de su muerte próxima en condiciones ignominiosas, y junto con ello un miedo paralizante de que los servicios de inteligencia se estuvieran ocupando de uno, aunque "uno" fuera lo que más tarde, al retorno de la democracia, comenzó a designarse injusta y peyorativamente como un perejil[71]
Este miedo por uno cuando moría otro se debía a que los militantes de superficie no eran perdonados por los militares, y todos y cada uno sabían que habían hecho algo que podía entrar en la figura de política de subversión, de modo que sentían el horror prefigurado de la propia futura sesión de tortura y una gran duda: ¿serían capaces de ser consecuentes? Y todos se respondían que no, que no durarían un segundo, que cantarían lo que se les pidiera, pero que no soportarían En este punto comenzaba el duelo entre la vida y la muerte anticipadamente, mediante la tortura psicológica de saber que quizá, si el torturador se apiadaba, se podría salvar la vida propia entregando la de otro
En esos momentos se sentía miedo imaginando escenas terribles el corazón latía fuertemente, se calculaba la posibilidad de rajarse a la mierda por un tiempo, concretamente al hogar familiar, pero también algunos pensaban que así pondrían en peligro a su familia, el miedo se agigantaba y se terminaba rogando a Jesús una ayuda a cambio de una inocente promesa de ser bueno toda la vida. Enseguida se buscaba recomponerse y qué mejor para ello que ir al cine para distraerse, o entrar a una confitería a tomar un café.
No obstante, ese malestar quedaba larvado. El recuerdo de los caídos volvía más pronto si eran conocidos o amigos, se sentía admiración y respeto por ellos, pero volvía la preocupación acerca de las expectativas, o las esperanzas, o las certezas de que si se permanecía vinculado a la organización más tarde o más temprano se tendría que pasar a integrar las filas combatientes.
Existió una circunstancia en la cual el plano de la clandestinidad -objeto indudable de fantasías por parte de los militantes de superficie- se entrecruzó con el de éstos últimos. Lógicamente no fue una circunstancia planificada para confraternizar entre los integrantes de ambos estamentos militantes sino un momento de ruptura de los límites instalados entre ellos. Así sucedió la noche de la liberación de los combatientes al inicio del gobierno de Cámpora, el 25 de mayo de 1973. Esa noche estaba toda la militancia revolucionaria reunida a las puertas de todas las cárceles del país, especialmente la de Villa Devoto.
Esa liberación fue memorable. La emoción fue increíble. Los militantes de superficie vieron por primera vez y pudieron tocar y abrazar a sus héroes, supieron de su existencia, de sus nombres y de su trayectoria. Los guerrilleros existían y eran innumerables. La vida política revolucionaria les daba a los militantes de superficie una segunda alegría profunda (la primera había sido la llegada de Perón el 17 de noviembre de 1972). La lucha tenía sentido. El poder popular era posible: había quedado demostrado.
Existieron otras ocasiones en las que los miembros de los dos niveles de militancia se encontraron pero la mayoría evoca momentos difíciles. Lo cierto es que a medida que la vida política argentina se complicaba cada vez más la admiración hacia los combatientes crecía mientras en muchos compañeros asomaba una corazonada, la de la inexorabilidad de la propia muerte.
Las agrupaciones sindicales de superficie bordearon constantemente la violencia con variada clase de acciones, siempre de tipo ocasional y propias de todos los sindicatos del mundo, sobre todo en la etapa de la Resistencia Peronista, cuando se armaban los famosos "caños" en los sindicatos, o las bombas con sencillos mecanismos de relojería, todo lo cual sería superado por las organizaciones armadas con sus devastadores explosivos de trotyl o gelamón. Con todo, los explosivos siempre impresionaban a propios y extraños y causaban admiración, y al mismo tiempo cierto nerviosismo.
Originariamente, las agrupaciones universitarias no nacieron para la lucha armada ni cosa parecida, por lo que las tareas habituales, principales y constantes no eran expresiones de violencia revolucionaria, salvo indirectamente, por hallarse orientadas a una finalidad estratégica, la revolución, que probablemente estuviera muy lejana. Así, pues, la prédica de la lucha armada como herramienta política popular que en algún momento sería asumida por el pueblo desde el planteo insurreccional para acompañar a las "formaciones especiales" (como se llamaba a las organizaciones armadas bajo la conducción de Montoneros), en carteles, paredones y volantes.
No obstante, con la radicalización que se produjo en las organizaciones de la militancia peronista en general, y en las de otros signos políticos, se instaló el conflicto permanente entre los estudiantes y la infraestructura edilicia de las grandes empresas extranjeras, vinculadas al imperialismo norteamericano principalmente y entre aquellos y las fuerzas de seguridad, a partir de que los miembros de éstas dejaron de ser considerados servidores públicos y pasaron a ser guardias pretorianas del imperialismo (como dijera Perón), es decir, ocupantes extranjeros.
Así las cosas, cada salida de la facultad o cada encuentro previsto en un lugar determinado a cierta hora, por parte de las agrupaciones estudiantiles, significaba un ejercicio de violencia política dentro de marcos acotados y previsibles, cual una catarsis esporádica. En este nivel se hacían los famosos clavos "miguelitos", a fuerza de morsa y lima, para que los coches policiales pincharan sus neumáticos y no pudieran acercarse ni perseguir a los manifestantes. Pero el procedimiento también lo utilizaban los combatientes en sus operaciones para no ser alcanzados por los patrulleros. Como máximo nivel de violencia estudiantil estaba el romper vidrieras y arrojar bombas molotov (incendiarias).
Y para el interior de la lucha estudiantil, en el seno de la universidad eran frecuentes los enfrentamientos a trompadas con otras agrupaciones; en estos casos, para equilibrar fuerzas, se cortaban cables trifásicos de cuarenta cms. para usarlos como cachiporras que supuestamente no dejaban marcas en el cuerpo.
Saber hacer los miguelitos y las molotov brindaba cierta jerarquía ante los novatos que aún no habían aprendido los secretos del métier, y cierta consideración especial por parte de las conducciones, algo así como si se tuviera un importante valor agregado[72]
Las organizaciones armadas llevaban a cabo una variada gama de acciones, tales como arrojar cadenas a los cables de alta tensión en grandes zonas urbanas para producir apagones generales de larga duración y así facilitar otras operaciones; la interferencia en las comunicaciones radiales de la policía para obtener información durante sus operaciones, o la de un canal de televisión para emitir una proclama durante varios segundos; el secuestro de automóviles para llevar a cabo operativos; el secuestro de empresarios para pedir rescate; el secuestro de militares como rehenes o para el cumplimiento de ciertos objetivos, como el canje de prisioneros o la liberación incondicional de éstos; la colocación de explosivos de alto poder en edificios; la voladura de vehículos de toda clase; el copamiento de radioemisoras para difundir comunicados grabados; el asesinato de policías y militares; el copamiento de pueblos, el asalto a bancos y empresas para obtener dinero; el asalto a comisarías y regimientos para obtener armas y para matar soldados y oficiales enemigos; etc, etc.
En la medida que las organizaciones armadas se consolidaran la escalada revolucionaria se profundizaría en diversidad y complejidad, haciéndose más intensa aún. Pero, como se comprenderá, independientemente del éxito de cada operativo concreto, aun los fracasos más estrepitosos constituían un triunfo a largo plazo para la revolución.
En las salidas universitarias no existía ese nivel de violencia guerrillera, y por más que se hostigara a los policías con coraje y bizarría no se buscaba matar a ninguno, ni tampoco se utilizaban armas de fuego sino adoquines o piedras. Precisamente, cuando el cine y las documentales registran escenas de ese tipo se debe a que en ellas la violencia está limitada, lo cual no impide que en ocasiones la policía haya matado a estudiantes desarmados, como Santiago Pampillón, en Córdoba, o en grandes movilizaciones obrero-estudiantiles posteriores de triste fama. Estos casos no eran casualidades, sino órdenes directas de matar. Sin embargo, los estudiantes nunca respondieron con espíritu vengativo.
Desgraciadamente, la posterior militarización de estudiantes peronistas por parte de Montoneros, muchísimos de ellos adolescentes, no fue simplemente una etapa previsible del proceso de radicalización sino una muestra de la irracionalidad existente por entonces en la Tendencia.
Muy diferente eran las cosas en los grupos fascistas, en los que tener una pistola y saber disparar era como tener el carné de afiliado al club de los amores. Así como no se podía ser de un club de fútbol sin afiliarse a él no se podía ser nacionalista sin tener una pistola y dispararla en los eventos planificados. Es que en estos grupos el recurso a la fuerza y la violencia, siendo omnipresente y consustancial a su constitución, y casi excluyente, era en realidad muy exiguo como dotación militante: la acción por la acción misma y una alta dosis de narcisismo, motivación ésta última común en todos los violentos.
En la Tendencia, las prácticas violentas podían resultar de una predisposición personal y muy fuerte de algunos, o bien exigencias y obligaciones ineludibles de los roles que algunos cumplían y a veces tan sólo de las expectativas creadas por los demás. En este último caso, quiero significar que en circunstancias extremas había que jugarse para no parecer cobarde. Ese tipo de presión psicológica se experimentaba a menudo, pero íntimamente, y se guardaba bien escondido.
De ahí que sabiendo cómo se venía desarrollando la radicalización de las organizaciones de superficie, quedarse en este nivel era quedar expuesto, ofrecerse en bandeja, no tener cobertura de ninguna clase, ya que todos los estudiantes estaban en igualdad de condiciones. Las alternativas eran rajarse para muchos, desertar para otros, según el grado de responsabilidad que se tuviera, o bien traicionar en último extremo, sabiendo que sería sin beneficio de inventario.
¿Cómo se llegó a esa situación? Pensar que desde la muerte de Guevara, pasando por el surgimiento de Montoneros, hasta el triunfo de Cámpora, ser guerrillero era el sueño de muchísimos jóvenes de todos los colores.
Hasta el ´73 todos querían ser guerrilleros; en el ´74 se tuvo mucho más miedo, se comprobó que la reacción había comenzado desde el propio gobierno peronista y comenzó la diáspora; en el ´75 se aceleró el desbande; en el ´76 estaba todo desarticulado. Las universidades estaban intervenidas, no volaba una mosca. Sólo quedaban los guerrilleros por ahí.
Asombra el rápido pasaje entre la mitificación de la guerrilla y las armas y el miedo posterior. No sucede algo así en los ejércitos profesionales, lo cual hace pensar después de tanta juventud destrozada, si aquellas opciones fueron realmente actos conscientes de amor al prójimo o simplemente insensatez. Porque en los comienzos de este fenómeno, allá por los ´60, la lucha armada ejercía una fuerte atracción sobre los jóvenes y no necesariamente por conciencia política, del mismo modo como las aventuras cinematográficas de Alain Delón, y anteriormente las películas y los juegos de cowboys los habían atraído en sus infancias.
Las armas fascinaban, siempre ha sido así, en todos los tiempos. Las armas agigantan estaturas y percepciones propias y ajenas, dominan, someten, atemorizan, persuaden, disuaden, emparejan, equilibran, hacen justicia, etc, y aunque se diga que todo eso lo hacen los hombres que manejan esas armas, es evidente que sin ellas no podrían hacer aquello que buscaron hacer con ellas.
En los tiempos de la guerrilla de los ´60 y ´70 esa fascinación poseía sentimientos ambivalentes: atracción y rechazo, excitación y recelo. Las armas tienen eso: no son para todo el mundo, pero todo el mundo puede desearlas y soñar con ellas imaginando cómo serían las cosas si entre ellas y uno no hubiera secretos ni distancias. El problema de fondo con ellas radica en que si se las usa una vez se las usará siempre, y esa será la condena a la que no se podrá escapar. Y es sabido que el que a hierro mata a hierro muere.
Durante la mitad, o poco más, de esa década radicalizada la balanza se inclinaba para el lado del matar al otro, acorde con el apogeo de la lucha armada en América latina, se pensaba poco en la posibilidad de morir. Pero luego llegó el previsible proceso de reacción y apareció la conciencia de la muerte, y su fatalismo. Y el miedo, y la preocupación por la seguridad de uno según fuera la seguridad de los amigos y compañeros.
Obviamente, la cultura revolucionaria sesentista/setentista se caracterizó por su intensa dinámica, su velocidad y su capacidad de sorprender minuto a minuto. Acciones y percepciones visuales y sonoras eran modeladas en la acción directa en esos parámetros. El ojo y el oído de los militantes estaban entrenados en la fugacidad de centellas de las imágenes y en el estruendo de los sonidos involucrados en la producción de actos sorpresivos de asalto y control de las calles, con lanzamiento de molotov en lugares y horarios de intensa circulación, copando la cuadra en un segundo, desplegando banderas, rompiendo vidrieras y dando vuelta los autos estacionados sobre el lado de la boca del tanque de nafta para incendiarlos cuando la nafta se derramara, aunque lo más frecuente era romperles los vidrios y tirar adentro las molotov, mientras tanto otros la emprendían contra los Blindex de los grandes comercios, bancos, tiendas y supermercados, arrojando adoquines –allí donde todavía se conservaban- sobre los ángulos de la vidriera ya que tirándolos al centro eran repelidos por la plasticidad de aquellos en ese punto sin provocarles la ansiada rotura.
Esa puesta en escena actuando la violencia se completaba con la presencia inexorable de los policías antimotines de caballería que perseguían a los manifestantes con garrotes en tanto los carros hidrantes los mojaban con un fortísimo chorro de agua, y la infantería arrojaba las famosas granadas de gas lacrimógeno, las que les eran devueltas de una patada o tomándolas con un trapo. Todo ello en medio de persecuciones y fugas enloquecidas con miedo de ser golpeado o herido. No se pensaba en otra posibilidad; parecía un juego feroz, no una cuestión de vida o muerte.
XV
SER Y PARECER, O ÉTICA Y ESTÉTICA
Entre la representación estetizada del revolucionario, por un lado, y la revolución por el otro, se había ido produciendo un distanciamiento creciente en desmedro de ésta última y de su fondo ético real, ése que hay que poner en juego antes, durante y después de que la revolución llegue al poder para poder transformar las condiciones injustas existentes en cada momento evitando que se desnaturalice el fin principal que ¿cuál era ? Era la transformación de una estructura social vieja e injusta en otra nueva y justa
Como la revolución no existe sin revolucionarios, es decir, sin los hombres adecuados, y preparados, sin sus actos, sin sus palabras, sin sus interpretaciones y sin sus imaginarios, estar en el lugar y la hora revolucionaria vestido para la ocasión pasó a ser tenido como revolucionario, es decir, dando por descontado que en tales circunstancias los militantes poseían las esencias de tal condición.
Obviamente, era una manera muy simplista de ser y aludir a la revolución. Como para ser primero había que parecer, la revolución se presentaba por medio de y en los ropajes de sus apóstoles, los revolucionarios presentados, aquellos que se percibían y eran percibidos como tales pero por su modo de presentarse, por adoptar los signos externos pertenecientes al estereotipo y al mito del revolucionario.
Pero mientras al comienzo cada baja era reemplazada rápidamente, desde el ´74 fue más difícil pues menguaba la fe y la voluntad y la revolución no prosperaba sino que iba para atrás, pues no florecía ni daba brotes. Entonces la manera de contrarrestar el retroceso fue extremar las acciones, hacer mucho ruido para que se notara y siguiera encendida de alguna manera, incluso para que volviera a tener buena fama; y para que fuera percibida por las mayorías sociales, es decir aquellos que no hacían la misma lectura que los militantes acerca de los hechos cotidianos y menos aún de los supuestamente tenidos por revolucionarios.
Y a cada nuevo fracaso siguió otro y otro más y la "revolución" (entonces sí con comillas) se convirtió en un Baal insaciable, pero como las conducciones debían mantener el escenario y el decorado para justificar su presencia, es decir su existencia, continuaron mandando al frente a los combatientes pero ya ni siquiera con la consigna de vencer, sino directamente a morir, pues si la revolución era sofocada se terminaría la condición revolucionaria de la conducción. Hasta que empezaron a mandar a la reserva, como en la Alemania nazi al final de la Segunda Guerra Mundial.
A todo esto la conducción había huido al exterior.
Existe una gran diferencia entre ser y parecer. En esos años abundaba la literatura que estetizaba la revolución indirectamente, es decir, mediante un birlibirloque, un escamoteo en beneficio de sus actores protagónicos, es decir, los guerrilleros, de modo que el verbo ser se confundía con el verbo parecer. Se creía ser pareciendo, adoptando definitivamente las formas, los signos y el cálculo que aludían a los revolucionarios mientras la revolución dejaba de ser el continente, el escenario y el decorado siquiera imaginado anteriormente.
Ser revolucionario era ya simplemente durar, pero no había revolución, no la había habido, el intento no había prosperado, no se había encarnado porque la Argentina no merecía pasar por esa experiencia pues no era un país bananero sino prácticamente el único de América latina que tenía una clase media y grados de desarrollo relativos en ciertos campos muy promisorios.
Si Guevara había escrito que "para ser revolucionario primero hay que tener una revolución", entre nosotros sucedió de otra manera. La revolución de Guevara no era la revolución justicialista basada en la alianza y colaboración de clases e inspirada en la doctrina social de la Iglesia. Éste era el techo simbólico del desarrollo máximo de la conciencia popular media y no el marxismo variopinto local. Que ésta se quedaba corta frente a la política imperialista basada en los golpes de estado puede ser cierto. Pero las reglas y márgenes del juego político en el escenario local, en la dialéctica entre las Fuerzas Armadas y Perón durante el exilio de éste eran la mejor alternativa a la dominación imperialista y oligárquica si la comparamos con lo que significa una revolución comunista.
En ésta, si se trata de una isla de campesinos analfabetos es cuestión de liquidación cuantitativa por parte de los revolucionarios. Está muy claro. Pero si se trata de un país gigantesco como el nuestro, tremendamente urbanizado y con un crecimiento económico positivo la única manera de producir una revolución es creando una vanguardia que se dedique a podrir todo para agudizar contradicciones políticas, económicas y sociales y entonces sí, cuando ya la mayoría de sus habitantes no tengan nada que perder porque nada ha quedado entonces se sumarán por inercia, o por leva forzosa a la cruzada revolucionaria. Pero, ¿es justo eso?
Por eso, acá tuvimos revolucionarios sin una revolución. Es que acá Perón salvó a la Nación. Podrán discutirse sus métodos con todo rigor y podrá ser absuelto o condenado. Yo me inclino por su absolución. Y felicito a Perón por haber huido en 1955, aunque a algunos les parezca muy duro, y por no haber armado al pueblo.[73]
Pero esos revolucionarios sin revolución les dieron el pretexto que necesitaban al imperialismo y a la oligarquía para desguazar el país, con el apoyo de los que se beneficiarían localmente por ello. Obviamente, una vez más no había conciencia nacional para la soberanía en paz, y tampoco para la revolución. Luego, no les quedaba otra salida que seguir adelante.
Lo que abonó aquel clima político-religioso de los ´60 y los ´70 fue la gran mistificación de la Patria y el patriotismo, esa famosa manipulación de masas que tanto gustaba y tan bien se sentía, esa genial impostura de los que mandan, ligada a la irracionalidad de la Patria metafísica, capaz de producir también frutos prohibidos.
La mística impide pensar, sólo produce actos de fe y dogmatismos, disciplina y controla, divide e identifica. "Prefiero ser cola de león antes que cabeza de ratón" fue un slogan de tiempos de bonanza asociado al mito de la grandeza, de lo gigantesco, del movimiento de masas que algún día habría de vencer en toda la escala. Y la realidad mostró que se podía ganar las elecciones dos veces en el mismo año, pero nada más que eso pues el resto se perdería en toda la escala.
El mito de los grandes, la raza de gigantes, el movimiento más grande de América. Y la mayoría creyó esos mitos pues había cada vez más peronistas.
Los muchachos de la conducción fueron demasiado improvisados, demasiado irracionales e ingenuos. Se inventaron un Perón a la medida de sus deseos y luego se pelearon con ése su invento. Pero tenían una solución para tanta decepción: la auténtica revolucionaria era Evita, la antorcha, la tea, el fuego. Perón era el líder que no podía ser revolucionario por una simple cuestión de astucia -trataban de autoconvencerse-. Por eso le perdonaban a Perón esa astucia, ese cálculo, esa reserva y esa falta de cariño hacia ellos. ¡Total, la condición movimientista permitía estar adentro del peronismo!
Y sin embargo, la conducción admitía sin ambages que la mística era para la gilada, es decir, para el discurso explícito y abierto dentro del peronismo, pero no hacia adentro de los revolucionarios de conducción que pensaban que mientras ella existiera no podría pasarse a la condición de verdadero movimiento revolucionario. Pero ése era un pensamiento muy secreto, igual que ese otro de matar al padre para que el hijo fuera libre
La mística, ligada a la lealtad, atributo de caudillos, líderes y mesías, configuraba la fe de los mártires tanto en los fanáticos comunes y corrientes como en aquellos trabajados de espíritu que soñaban pasar a la historia como revolucionarios. Por eso un revolucionario no debía exteriorizar la menor deslealtad ni el menos disenso hacia Perón. Perón era un oráculo, la doctrina y la palabra misma, como El Capital para los comunistas. Ambos, peronistas y comunistas estaban al servicio de la ley, cuando las leyes deben estar al servicio de los hombres, mientras sirvan, y en lo que sirvan.
Frente a las críticas de los sectores pro oligárquicos y marxistas que les reprochaban a los peronistas en general la idolatría de un demagogo, tenían éstos dos respuestas parecidas pero no iguales: para la derecha peronista (por aludir más bien a los fanáticos y obsecuentes) el peronismo era revolucionario porque Perón lo era y le transmitía su aliento divino; y para la izquierda peronista, el movimiento era revolucionario porque el pueblo lo era y le transmitía sus aspiraciones al líder, el cual, por serlo nunca lo traicionó ni traicionaría jamás. Y en ambos casos había que sostenerlo y pregonarlo enfática y jactanciosamente.
Otro más de los actos de fe del peronismo.
El drama del peronismo, ha sido y es, qué duda cabe, no tener en claro cuán peronista fue Perón, por un lado, ni qué diablos es el Pueblo. De esa confusión sobrevinieron todos los errores posteriores sin que Perón fuera el culpable de ellos, sino exclusivamente los peronistas.
No obstante, hay que aclarar que la mística no es exclusiva de los peronistas, ni de los nacionalistas de cualquier lugar del mundo. Un marxista heterodoxo como el peruano Mariategui lo dijo en 1925:
"La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La emoción revolucionaria [ ] es una emoción religiosa."
Entonces la revolución requiere también una dosis de voluntad, de fe y de mística, cierto, pero como también exige la teoría correcta y adecuada a la situación a la que se ha de aplicar, las razones del fracaso de la revolución han de estar en alguna de estas posibilidades: 1) la relación de fuerzas fue desfavorable en lo militar pero el aparato revolucionario no cometió ningún error; 2) el voluntarismo y la pasión fueron mayores que la racionalidad; 3) a la racionalidad de las conducciones revolucionarias les faltó el contrapeso de una mayor pasión revolucionaria en la tropa.
Creo que de esa trilogía no se puede escapar. Si se admite la primera, se podría repetir la historia esperando triunfar la próxima vez rezando para que la relación de fuerzas sea favorable a un nuevo aparato político-militar. Vale decir, que se perdió la revolución por problemas técnicos.
Si se opta por la segunda quien falló fue la razón, representada en la teoría, el análisis, la estrategia y la táctica desarrolladas que no fueron suficientemente claras ni correctas ni convenientes. Entonces habría que trabajar "la teoría".
Y si se opta por la tercera habrá que repetir aquella historia poniendo más énfasis en la mística y la pasión revolucionaria.
Desde el retorno de la vida institucional democrática se han ensayado sólo la primera clase de respuestas. Así se ha demonizado al imperialismo como el único culpable, y lo que las organizaciones armadas hicieron no fue intentar la revolución para vencer al enemigo sino defenderse, simplemente defenderse y defender al pueblo. A lo cual podríamos pedirles que en el futuro no nos defiendan más.
La segunda no se explicita, salvo en círculos muy reducidos, por varias razones: entre ellas, porque a los sobrevivientes no les gusta admitir que se equivocaron en el diagnóstico ya que Argentina no era un país del Tercer Mundo y que las recetas ensayadas por ellos no servían, ni tampoco que no comprendieron que aunque el mismo Perón promoviera esa lucha desde el exilio fue solamente para retornar al gobierno -ya que al poder no pudo-, ni que Perón tenía otro concepto de la situación mundial que ellos no entendieron ni por asomo y que de haber intentado explicarlo se habría caído de lo alto de la montaña.[74]
La tercera tampoco se explicita pues resulta más atractivo continuar mitificando aquella época, poniendo los mártires todos de un lado y a todos los verdugos del otro lado, mientras que no aprendemos que verdugos fuimos todos, y que todos tenemos las manos sucias.
Lo que nadie podrá negar es que si esa clase de revolución, la revolución comunista, requiere dosis equilibradas de racionalidad teórica y de pasión y voluntad, eso equivale a decir que no hay revolución de ese tipo sin ética ni sin estética. Y que ninguna de éstas puede desplazar a la otra, pues cualquiera sea la que se resienta, el proceso deja de ser democrático y acaba siendo un desvío totalitario. Pero esto parece que tampoco se ha aprendido.
Entonces, ¿a qué clase de insumos -los de la racionalidad o los de la pasión del poder- habría que computar el proyecto de unidad revolucionaria de todas las organizaciones armadas bajo la conducción político-militar del "comandante" Firmenich?
No es inocuo saberlo. Además permitiría formular conjeturas acerca de los resultados que semejante empresa habría producido.
Lo que llevamos dicho aquí pone el acento en los efectos del desplazamiento desde los fines revolucionarios a los métodos y los actores principales de la misma, sobre lo cual sólo el paso del tiempo ha permitido componer explicaciones.[75]
Si la revolución, como hecho social histórico de masas, se licuaba y el plano personal de los protagonistas de ambos bandos se instalaba decididamente lo más inteligente debió haber sido desensillar hasta que aclare y salvar la ropa, ¡y la tropa!, hasta que el viento corriera en sentido favorable. Nada de eso ocurrió, sino todo lo contrario. No sólo del lado de los militares sino de la conducción montonera existió un comportamiento del tipo "terminemos de una vez", a mi juicio revelador de la incomodidad y de lo pesado de la carga que representaba para ella la existencia de tropa condenada de antemano a la muerte segura.
Por eso, la muerte de esa tropa en el altar del delirio constituía el justificativo para no volver del exilio. Esto es lo que más degrada a esa conducción pues quien ha mandado a morir a otros no puede siquiera pretender vivir a como sea.[76]
¿Por qué sucedió eso? Es muy complicado pretender sintetizar o reducir la explicación. Algunas causas ya las dijimos más arriba. Otras fueron el exceso de personalismos y la limitada capacidad intelectual en el marco teórico, metodológico y estratégico para tener semejante responsabilidad, ligado a la improvisación ocasional de respuestas. Por más aparatismo y efectismo que tuviera Montoneros no le llega a los talones a otra organización similar como el IRA irlandés. ¡Y eso que éste no tenía 500.000 muchachos disponibles!
La estetización indirecta de la revolución por desplazamiento de las percepciones románticas hacia los actores fue fruto de la idolatría peronista de los comienzos hacia los miembros de Montoneros y de los guerrilleros en general[77]por parte de militantes y no militantes toda vez que la cultura de aquellas dos décadas violentas estaba corrida a la izquierda y la iconografía revolucionaria gozaba de gran aprecio en los círculos culturales de América latina.
En definitiva, existía un tremendo infantilismo que de realmente revolucionario tenía poco pues se componía en gran medida de candor, ingenuidad, egocentrismo, narcisismo, resentimiento, exitismo y triunfalismo, como pudo verse a medida que el sector crecía en Argentina. A esa melange hoy se la llama idealismo y con ella se pretende justificar todo, lo bueno y lo malo, lo inteligente y lo irracional, y hasta lo estúpido.
Tales contextos y tales ingredientes operando al interior de ese "proyecto" sólo sirvieron a los cuadros combatientes para autoconcederse mayores márgenes de poder frente al resto del movimiento peronista y de la sociedad no peronista y antiperonista, lo cual trajo mayores grados de improvisación y fue causa de nuevos y peores errores por exceso de voluntarismo y dramatismo en desmedro de los fines estratégicos, o sea de la revolución misma, en la cual -como lo enseña la historia- los actores y los muertos por la Causa pierden importancia al final.
Dicho de otro modo, la primera derrotada fue la ética.
También esa estetización fue fruto de las incitaciones intelectuales y emocionales que fogonearon la revolución a los largo de dos décadas desde voces destacadas como Ernesto Guevara, Camilo Torres, Evita y el propio Perón hasta cierto momento. Y si buscamos más explicaciones podemos hallar que fue producida por la poderosa amalgama de deseo y voluntad individuales junto con la incitación de las industrias culturales que con su constante reproducción mercantilizada la tornaron un objeto de consumo con mero valor de cambio que se volvió omnipresente hasta legitimarse moralmente. De modo que si inicialmente esa estética aparecía a la contemplación colectiva como fenómeno externo más tarde los militantes se sumergieron en ella quedando atrapados en su red, anulándose así la posibilidad de una distancia óptima entre ambas partes, especialmente a partir de su consagración mercantil, pues al convertirse en mercancía clausuraba la posibilidad de la experiencia artística y estética verdadera.
Es decir, aquellas experiencias inicialmente estéticas dejaron de serlo en cierto momento para pasar a ser otra cosa, por ejemplo una proyección personal sobre la iconicidad, sobre la simbología revolucionaria. Y no puede existir experiencia estética sin conciencia (para no ser alienación ni fumata), ni tampoco sin distancia del objeto contemplado, porque también hubo narcisismo. En lo que miraban hallaban fetiches y en ellos se veían a si mismos, y gozaban con la imagen del espejo. A eso llamo narcisismo, o sea, no la contemplación por el goce en si -por ejemplo a partir de soñar con la revolución- sino para proyectarse y mimetizarse personalmente con lo contemplado, para satisfacer deseos y expectativas de gloria, de inmortalidad, de redención, cada uno de acuerdo a sus motivaciones y obsesiones, a su manera, pero todos con avidez de trascendencia, por lo cual esa contemplación terminó siendo alienación.[78]
He dicho en alguna parte que la estatización de la revolución se efectuó transmutando el todo por la parte, es decir, el fin por los medios, la revolución por guerrilleros, lo cual implica en definitiva, la política por la metodología. Con ello pretendo decir que para esos momentos la revolución ya había dejado de ser buscada pues los fines y los resultados dejaban de ser lo importante frente al hecho de estar y continuar esperando que viniera -incluida la muerte- como en el juego de fascinación del ave por la serpiente que hace que aquella se acerque cada vez más hasta que ésta acaba devorándola.
Creo que eso le pasó también a Ernesto Guevara. En ese sentido su desmesurada personalidad desplazó la centralidad del proyecto revolucionario, el cual no puede componerse únicamente con sus caprichos, ni con sus obsesiones, ni su pura subjetividad, pues una revolución legítima no puede ser creada ni inventada por un individuo, por un equipo ni por un laboratorio, sino, a lo sumo, generada por un cúmulo de circunstancias. Y eso repercutió en su contra, en vida y después de muerto, pues acaparó todas las miradas sobre si mismo haciendo que su experiencia revolucionaria sea lo menos importante, lo menos estudiado, lo menos criticado, lo más mitificado, y peor aún, lo más mistificado.
He ahí el proceso inconsciente de alienación, que es también inconsciencia como producto, como resultado y objetivación.
No creo que la voluntad ni el voluntarismo puestas en práctica por los revolucionarios anule o contrapese lo anteriormente dicho ya que esas mismas voluntades, en cierta etapa produjeron respuestas automáticas, es decir, voluntad debida para no contrariar el guión correspondiente al rol de revolucionario ni las expectativas de los entornos ni tampoco la fe depositada en el juramento implícito que aquel rol conllevaba. Dicho de otra manera, era una voluntad dominada por su objeto de deseo.
Aquellas experiencias lejanas, de los primeros años de la Resistencia, centradas y motivadas por lo atractivo de la estética revolucionaria habían pasado a convertirse mediante la radicalización de la militancia en experiencias semireligiosas.
XVI
EN NOMBRE DEL PRÓJIMO, DE LA PATRIA, DEL PADRE O DEL HIJO?
´Son todos mercenarios´, respondió Ernesto Guevara en 1960, en La Habana, a Osvaldo Bayer, cuando éste le hizo ver que la superioridad de las fuerzas regulares de Argentina, comparadas con las de Batista, tornaban improbable su entusiasta pronóstico de inexorable derrota militar por parte de una hipotética guerrilla en las sierras de Córdoba.
Aquella frase inhabilita moralmente al Otro, al configurarlo como Enemigo despreciable, lo deshumaniza y bestializa como condición previa a su aniquilamiento "justificado". Nadie mejor que Franz Fanon para efectuar este análisis. En consecuencia, a la violencia del enemigo debía oponérsele una violencia mucho mayor. "Al enemigo ni justicia", había dicho Perón mucho antes.
Era un axioma: militares, gendarmes, policías, sin distinción de grados, era mercenarios del estado burgués u oligárquico, malas personas, esbirros, sicarios, que había que aniquilar. En cambio, los revolucionarios y los guerrilleros más aún eran moralmente superiores a aquellos. Aquellos eran los indignos, éstos los dignos.
El mito del guerrillero suponía el dominio de la teoría revolucionaria y un acendrado idealismo capaz de llevarlo al martirio en pro de la Causa, mientras que al soldado de un ejército convencional
se lo concebía como un frío matador sin cerebro y sin límites morales.
En consecuencia, los métodos del revolucionario al alinearse con fines previamente considerados superiores (los de la liberación nacional y social) se consideraban superiores.
La mística revolucionaria sentía a la violencia como digna y purificadora en función de la supuesta elevación de sus fines. Por tanto, la metralleta del guerrillero era un icono sublime de la mitificada épica revolucionaria anticapitalista y antiimperialista, pero en manos del soldado pagado por el estado burgués, en realidad: pagado por el pueblo, era símbolo de muerte, más aún bajo una dictadura.
El arma del revolucionario simbolizaba la vida superior : paradójicamente había que matar para vivir en una dimensión superior situada en la tierra liberada -cuando se tomara el poder- o bien en la gloria celestial o en la memoria de los sobrevivientes cuando las balas enemigas segaran la vida del combatiente.
Ésa era la muerte más gloriosa posible para la ética y la estética romántica revolucionaria, que seducía tremendamente a los revolucionarios de filiación nacionalista, tanto que hasta era inconscientemente buscada como redención personal, lavado de culpas y utopía edénica post mortem.
Hace falta creer en una Causa y una finalidad trascendente del universo y de la vida para querer morir de esa forma, para dejar la vida física tras una sugestión de vida espiritual supuestamente gloriosa e inmortal.
Generalmente el revolucionario marxista no procesa esa clase de obsesiones místicas[79]por lo cual siempre cuidará su vida para continuar en la lucha. Sin embargo, todos los dictadores comunistas han manipulado a su antojo y necesidad los sentimientos patrióticos y heroicos igual o mejor que los dictadores fascistas. Pero los jerarcas, cualquiera sea su ideología, no son verdaderamente místicos ni mesiánicos, sino que fatalmente devienen realistas, pragmáticos y oportunistas, si es que no lo fueron siempre.
El revolucionario místico pondera los supuestos efectos del valor de su muerte como emblema para la lucha que continuará sin él.
El valor del icono, de la imagen, de la estética y la poética revolucionaria al estilo latinoamericano[80]demostró su tremendo peso en la captación del imaginario colectivo juvenil y en su poder de instalación para producir los compromisos sacrificiales que la epopeya demandaba.
Según Guevara las cabezas del enemigo estaban vacías. Sin embargo, la mística revolucionaria –en realidad de fuerte raíz fascista-, no fue ni es exclusiva de los cristianos sociales revolucionarios sino también de militares y paramilitares, no ya con caracteres ni fines revolucionarios ni humanistas sino como defensa de la tradición católica en versión derechista, peligrosamente "amenazada por entonces por la subversión mundial".
Militares sin patriciado, la mayoría, unos de clase baja alta y media baja posicionados en la oficialidad por su origen inmigratorio europeo, y otros en la suboficialidad por descender de gauchos, indios y mestizos sublimaban su angustiosa carencia de prosapia con una reeducación nacionalista que les proporcionaba una adscripción psicológica y espiritual compensatoria, a un nivel de trascendencia más digno y elevado supuestamente que la moral corriente de una sociedad caracterizada por sus jefes y mentores como "fenicia".[81]
En este andarivel se podía ascender social y espiritualmente luchando por Dios, la Patria y la Familia, y trascender por medio de la muerte a la condición de héroe, según esta irracionalidad seudorreligiosa.
Tras estudiar la teoría contrarrevolucionaria –en proporción al escalafón- capellanes castrenses los confesaban y absolvían de antemano, les bendecían los santos rosarios al cuello y los arengaban a bienmorir por Dios, por la Patria y por el mítico Ser Nacional, pregonado por peronistas de derecha e izquierda con ligeros matices diferenciales.
Y luego, en orden cerrado, a cantar ardientemente tres veces "¡O juremos con gloria morir!", haciendo la "V" de la victoria con el puño derecho mientras en las calles los revolucionarios lo hacían con el puño izquierdo.
De modo que militares, gendarmes, policías y soldados también sentían llamados y apelaciones al corazón y a la mente surgidos de un fondo mítico y mistificado moral y espiritualmente, que reclamaba el sacrificio de vidas propias y ajenas en redención de la Patria[82]mancillada y de sus propias almas.
¡Lo mismo los de la derecha católica y los de la izquierda social cristiana! El ejemplo de Jesucristo unificaba a los violentos en el simbolismo de la entrega definitiva y total, como medio, como sublimación de la muerte, y como fin, en tanto que pasaje a la supuesta gloria inmortal.
Admitamos entonces que Guevara se equivocó. En la guerra la muerte necesita siempre una justificación, cualquiera sea el bando. No tenerlo en cuenta ha hecho que unos violentos subestimen a otros enemigos violentos y a sus previsibles reacciones.
La cultura de la muerte patriótica, alojada en el tuétano de América latina y del resto del mundo, continúa la cultura religiosa del martirio, hija del cristianismo y del catolicismo. ¿Por qué no pensar humanamente que los bienes supremos –para quienes creen en ellos- ameritan vivir y crear vida en lugar de quitar la vida propia y la ajena?
En 1982, con aquella tesis la dictadura del Proceso nos llevó a secundar nuevamente la hipótesis sacrificial de la juventud para redimir unas islas que nunca pudimos ni supimos reivindicar pacíficamente.
En definitiva, la muerte sirve a unos contra otros, ora internamente, ora contra otro país. Pero esa muerte, la única que existe, se disfraza de bien, de amor, de solidaridad, de redención, de purificación, de trascendencia, sea ésta última de carácter divino o una mistificación comunitarista. Todo para que la guerra sea posible, puesto que con la mente fría y razonando la guerra se aleja de las manos, de los corazones y de los cerebros.
A eso se le llama patriotismo y soberanía. En el siglo XIX la Patria eran la tierra y las vacas; en 1982 el territorio. Parece que aún nos falta mucho para que sea amor al prójimo, es decir, al próximo, y a la vez a la humanidad.
Si en orden al bien, la paz, el amor y el perdón son antagónicos respecto de la guerra, el odio y la venganza, y superiores a éstas, el destino superior del hombre se halla sin duda en la realización de aquellos valores. Entonces, ¿por qué no abstenernos desde ahora de realizar aquello que sabemos que nos inferioriza y que habremos de lamentar más tarde?"
XVII
En esos años los peronistas revolucionarios desconocían la frase de Baruch Espinoza (1632-1677) que seguidamente reproduzco:
"De una sociedad cuyos súbditos no empuñan las armas, porque son presa del terror, no cabe decir que goce de paz, sino más bien que no está en guerra Por lo demás, aquella sociedad cuya paz depende de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado, porque sólo saben actuar como esclavos, merece más bien el nombre de soledad que de sociedad".
De haberla conocido la habrían memorizado y divulgado de mil maneras como a la Buena Nueva, y luego se habrían sentado inquietos a rumiar la incomodidad que les producía. Siempre andaban a la búsqueda de citas de autoridades para fundar sus propias decisiones, especialmente en torno a un tema tan actual por entonces como la violencia.
Pero Spinoza tenía mala prensa en las filas del peronismo porque previamente la tenía en el nacionalismo católico, el cual anidaba en el interior del peronismo teniendo a su cargo, de hecho, la custodia del panteón de los héroes y de las filiaciones ideológicas del pensamiento llamado nacional, tanto en sus presentaciones totalizantes como en sus elementos moleculares. Es que Spinoza había sido judío y por eso era silenciado en todos los ámbitos, incluidos los académicos
La modernidad de Spinoza es tan rica y profunda para su época como anticipatoria de grandes discusiones posteriores, como la que, referida a la capacidad de ejercer la violencia de sentido liberador se desprende de la cita anterior.
Pero se la desconocía; en su reemplazo funcionaba aquello de Sócrates de que "la libertad está en la punta de nuestras lanzas"; es más, se la utilizaba para explicar por qué en 1955 se había producido la Caída sin que el pueblo saliera a la calle, es decir, porque éste no tenía el poder; de allí se desprendía la necesidad de construir un ejército popular que garantizara la permanencia de un renovado proyecto popular que debía volver al gobierno y al poder.
Y esta última frase no provocaba escozor como la de Spinoza, que en la intimidad de la conciencia de los peronistas los haría verse como cobardes. No, la de Sócrates simplemente marcaba un camino, una meta, pero no acosaba como la otra.
Similar en sus efectos a la de Spinoza era aquella frase de José Martí, el gran cubano, "es mejor morir de pie que vivir de rodillas", la cual interpelaba a cada uno respecto a su propia dignidad.
Mientras Sócrates describía el sistema político de Atenas, similar al de las otras polis griegas, y mostraba la importancia del poder de las armas para mantener la unidad y la libertad de una sociedad, tal como lo haría un estudioso moderno, Spinoza y Martí personalizaban la reflexión de tal modo que su destino era encarnarse en la conciencia y en el corazón de quien la leyera, provocando un reflejo transitivo en las manos.
Éstas eran frases incómodas cuya consideración consciente o inconsciente no se podía eludir. Pero la de Spinoza no se conocía en las filas peronistas. ¿Cuáles habrían sido sus consecuencias en caso contrario?
Toda revolución política y social consiste en un conjunto de actos y procesos que fuerzan y tuercen el rumbo anterior de la vida social. Y la fuerza empleada puede estar más o menos legalizada y legitimada. En las revoluciones del siglo XX se enfrentaron fuerzas no convencionales, ilegales y de menor magnitud que las instituidas y legalizadas que actuaban como oposición global al gobierno, como la revolución rusa de 1917; o bien que pertenecían a sectores de las fuerzas armadas en el poder, como los golpes de estado.
Las dos modalidades mencionadas suponen necesariamente la amenaza y el ejercicio de la fuerza y de su esencia: la violencia. Toda revolución de ese tipo implica fatalmente la interrupción de la legalidad y la legitimidad anterior atribuible al gobierno desplazado para dar comienzo a una nueva legalidad y legitimidad sobre otros presupuestos. Uno de ellos, el más utópico, es el del poder popular forjado desde la base hacia la cúpula, y la metodología que más se relaciona teóricamente con aquél es la insurrección, una forma generalizada de ejercicio de la violencia popular contra el poder instituido, similar a las revoluciones de comuneros de España y América.
Esta modalidad del uso de la fuerza por parte de las mayorías, es decir, de las bases sociales, es en gran medida un mito transmitido como máxima expresión estética en los tiempos actuales. En el pasado las insurrecciones siempre han sido localizadas. Hoy sería muy extraño un fenómeno insurreccional generalizado y espontáneo en un país sin que interviniera una vanguardia revolucionaria que agitara y organizara a las masas.
El concepto moderno de revolución política y social, de origen marxista, se articuló en el siglo XX en torno a la noción de vanguardia revolucionaria a cuyo cargo se halla la promoción y la organización del pueblo y de sus instrumentos de lucha, tal como el ejército popular. El necesario carácter clandestino del proceso revolucionario, por lo menos hasta cierto momento, se liga con la necesaria utilización de la violencia con fines específicos y trascendentes. Los primeros consisten en vencer, en doblegar al enemigo y eventualmente aniquilarlo o someterlo. Los segundos se refieren a la generación de estados de terror cuyos efectos son más duraderos que los combates y las batallas. Para ello, la violencia es estudiada y analizada en sus diversas modalidades y grados hasta los más mínimos detalles. Desde ya, como a la violencia revolucionaria se le opone otra, la contrarrevolucionaria, ésta requiere proporciones y efectos de grado superior para vencer, lo cual a su vez suscita en los revolucionarios la necesidad de doblar la apuesta: toda respuesta violenta requiere siempre de un grado mayor que la última del enemigo para que pueda ser temida, para que no sea previsible y por lo tanto amortiguable, para no generar un empate, en consecuencia un impasse, un punto muerto que representa el fin de un ciclo de violencia y la necesidad de comenzar otro como escalada de proporciones novedosas por sus características, por su mayor magnitud y por su contundencia superior.
La violencia, pues, se expresa en orden a la revolución y a la contrarrevolución, necesariamente como espiral. En los años que estamos viendo, ella era contenido y forma, mensaje y soporte. Existía una cultura de la violencia esencialmente subversiva que se expresaba en múltiples discursos ideológicos y políticos que la proponían como herramienta política o como estética revolucionaria, además de expresarse concretamente en actos violentos. En suma, se expresaba a través de la fe y de las obras.
La época era violenta por donde se la mirara y cualquiera que utilizara instrumentalmente la violencia violentaba toda la cultura, polarizándola en amiga o enemiga, oficial o popular, de arriba o de abajo, reaccionaria o revolucionaria.
El Estado la utilizaba subvirtiendo el orden jurídico y el sistema político republicano, de modo que ella era tan subversiva como las organizaciones guerrilleras y sus aliadas de superficie que practicaban la acción directa regular o esporádicamente, profunda o superficialmente.
Entre las contradicciones flagrantes de la política argentina figura por un lado la construcción en el siglo XIX del estado liberal aparentemente separado de la Iglesia Católica. Estado liberal en el cual el liberalismo político fue escasamente practicado, lo que le ha valido ser caracterizado como seudoliberalismo. Siendo así, se comprende que el sistema tuviera y tenga siempre el corazón hacia la derecha, y que la justificación ética fundamental fuera la católica, tanto así que las fuerzas armadas y de seguridad la ubicaron por encima de la constitución nacional y las leyes.[83]
En consecuencia, la violencia política estatal fue siempre ilegal e ilegítima y no sólo en los momentos en que ella desbordaba los carriles jurídicos, por más pretensión de fundarse en la teología católica.
La violencia del peronismo revolucionario, especialmente en la etapa de concentración en Montoneros, se inscribía implícitamente en el marco de una novedosa legitimación religiosa, subversiva del orden teológico y eclesiástico, centrada en la construcción ideológica de un Jesucristo revolucionario y guerrillero, a la medida de las ansias de trascendencia de muchos jóvenes.
Por entonces era un lugar común hablar de la diferencia entre la violencia del sistema y la representada por su condigna respuesta dialéctica: la violencia popular. "La violencia en manos del pueblo no es violencia, es justicia", decía Perón todas las veces que podía, junto con aquello de "la violencia de arriba engendra la violencia de abajo".
También se ampliaba el concepto a las situaciones concretas de la vida social cotidiana, llenas de injusticia social, de marginación y discriminación. Eso también era violencia, violencia simbólica, aunque funcionara bajo un aparente y formal -pero no real- estado de Derecho.
En los sesentas y setentas la violencia era omnipresente a nivel mundial, ya fuera para reprimir y aplastar desde el poder a los movimientos de liberación nacionales y a las protestas de los sectores sociales explotados y marginados, como para, precisamente, operar en contra del poder con fines revolucionarios desde las organizaciones armadas, o mediante manifestaciones insurreccionales.
Así, gradualmente se fue recubriendo de una valoración positiva que tradicionalmente no había tenido en el marco del Derecho y la vida republicana. Habían surgido dos líneas de legitimación moral: laica una, religiosa la otra, originada en una nueva interpretación de Jesucristo y del Nuevo Testamento. Y ambas confluían a un punto de encuentro.
Todos los beligerantes tenían discursos propios de legitimación y otros que adoptaban y adaptaban de fuentes externas de acuerdo a las necesidades de su propia acción táctica y estratégica.
La violencia revolucionaria encarnaba planteos subversivos también en el campo del arte, especialmente en la literatura (tanto de ficción como de no ficción) y en la poesía y la plástica, ofreciéndose a si misma mediante una estética juvenil y vitalista, rebelde, insumisa y rupturista, en tanto que la violencia concreta de la derecha armada (militar y paramilitar) tenía sus propios oficiantes, con la diferencia de que su legitimación más profunda era de carácter absoluto al provenir de lo Alto –mistificación mediante-, ya que se basaba en la teología católica de la violencia justa, o sea que era una violencia vieja, densa, obscena y horrorosa como las cámaras inquisitoriales del pasado y las modernas parrillas de tortura.
Existían varias ubicaciones personales frente a esta violencia concebida como reparadora de los estados de injusticia.
Por un lado, la aceptación y la aprobación moral de la propia conciencia pero sin llegar a practicarla directamente, y por otro lado su aceptación y aprobación y su práctica directa sujeta a cuestiones prácticas. Ambas posiciones, pasiva y activa respectivamente, eran favorables a su ejercicio.
Pero existían otras dos: una, la del rechazo consciente, sin ejercicio de contraviolencia; y otra, la del rechazo también consciente con militancia violenta sujeta a cuestiones prácticas.
La violencia estaba polarizada, y los violentos de cada bando la ejercían contra su respectivo enemigo con sentido de autodefensa, por eso al "defender" a la propia tribu, al colectivo al que se pertenecía, sentían que podían mirar hacia delante serenamente porque simultáneamente se purificaban por ese medio.[84]
En realidad, ambos eran víctimas y victimarios simultánea o diferidamente, por más que consideraran legítima y pura su propia violencia. La de unos era violencia buena, la de los otros era mala.
Finalmente estaban los indiferentes: aquellos a los cuales no les molestaba ninguna clase de violencia (ni la del estado ni la de los guerrilleros) a menos que alguno de sus efectos lo afectara directamente.
La primera posición antes señalada, favorable al ejercicio de la violencia, o más precisamente de la contraviolencia popular, pero sin su ejercicio directo, estaba muy extendida. Concebida como violencia liberadora era percibida como un recurso original y atractivo para el logro de fines altruistas, después de siglos y milenios de condena por parte del Derecho, la Iglesia y la filosofía, salvo honrosas excepciones.
No se trataba sólo de una legitimación moral, a la luz de una doctrina nueva aunque a la vez antigua como la expresada en las máximas de Perón más arriba citadas en este mismo capítulo, y en la que el factor social se sobrepone al individual con mayor jerarquía moral y espiritual.
Tampoco obedecía a una legitimación de la racionalidad lógico-política, en la que los medios se sometieran a la importancia de los fines. Ni tampoco a una legitimación de base técnico-militar, tan corriente por entonces.
La violencia era estetizada tanto desde la izquierda como desde la derecha y bajo supuestos diversos. El ejercicio constante de la violencia pasaba por ser un acto de afirmación del yo, de la voluntad, de la plenitud de la vida. El vivir peligrosamente por medio del forzamiento de la moral social heredada era para algunos una expresión de superhombres capaces de forzar la realidad en lugar de someterse a ella.
Para algunos el guerrillero era un artista y la violencia una nueva forma de arte comprometido, caracterizada por afirmar lo otro inseparable de la vida, que es la muerte, la destrucción, obra efímera como la creación misma, pero por lo mismo plenamente humana.
Nada, pues, más lejos del idealismo que el acto material de matar y morir. Algunos lo han tomado como un acto de supremo amor otros sostienen exactamente lo contrario: una forma del más extremo egoísmo. Egoísmo emblemático en Ernesto Guevara, cuyos admiradores rumiaban arrobados una mentada entrevista periodística en la cual a la pregunta de por qué se había hecho guerrillero habría respondido "porque era la única manera que tenía de ser feliz".[85]
El ejercicio de la violencia, pues, se enmascaró tras la estetización de los medios. Dicho de otra forma, la exaltación de la revolución (que era el fin perseguido) a niveles místicos se había trasladado a los medios, al arte y al artista (los guerrilleros y su metodología), es decir, al ejercicio de la violencia como forma de existencia independientemente de los resultados de su ejercicio y de su eficacia.
El ejercicio de la violencia revolucionaria singularizaba, personalizaba y encarnaba en el militante un núcleo de valores, de sensaciones y de emociones de tanta intensidad y tanto espesor que transformaban una vida comprometida con la Causa revolucionaria hasta el punto sin retorno de ponerla al servicio incondicional de ésta –con la consiguiente posibilidad de morir- en una sublimación de la muerte como esencia suprema de la vida. De ese modo, esa vida personal volvía a reintegrarse a través de la muerte en la trascendencia de la Creación y del Creador, volviéndose universal. Y volverse universal era transmutarse en ese mundo de esencias, de valores y principios que desde las infancias de esos revolucionarios habían ocupado sus cabezas, comenzando con el modelo ejemplar de Jesucristo.
Morir por los ideales era convertirse en mártir y ser mártir era trascender la finitud para morar en un mundo de colosos llamados héroes, una suerte de hombres tocados por Dios.
De ahí la tremenda sugestión que la violencia revolucionaria ejercía en la gran mayoría de los militantes peronistas.
El revolucionario perfecto era Ernesto Guevara desde su muerte, convertido en el mito del guerrillero errante, aquél que se había ido a las montañas y a la selva como los primeros cristianos a vivir en comunidad, resistiendo a los malos[86]como cuando los judíos del antiguo Egipto se negaron a ser esclavos y siguieron a Moisés. De algún modo los revolucionarios sentían e interpretaban de ese modo su condición en el sistema, pero más que la de ellos mismos la de los demás, la de sus prójimos. El revolucionario combatiente se asimilaba a cualquiera de los doce apóstoles. Y en la vida había que ser apóstol, jamás apóstata.
Había, pues, una sensación inexplicable de haber sido llamado, equivalente a un acto de fe religiosa. Si se atendía ese llamado se podía llegar a la redención personal, y también a la de miles de hermanos débiles y maltratados: los pobres, solamente los pobres –los ricos estaban excluidos de toda consideración-. A éstos les aguardaría el paredón si las cosas salían como se prometían.
He aquí la diferencia abismal entre esa seudorreligión y los Evangelios de la otra mejilla.[87]
XVIII
La irracionalidad es consustancial a la violencia; con todo, siempre es posible hallar diferencias en más o en menos respecto a aquel atributo. Normalmente eso se hace con la violencia legalizada y legitimada por su pertenencia al Estado. Concretamente, la ley permite matar bajo ciertas condiciones, y de hecho también permite la tortura.
De modo que a una irracionalidad se la combatió con otra irracionalidad[88]
Y de ambas partes se tomaba la violencia ejercida por cada uno como un servicio patriótico, con lo cual se potenciaba la irracionalidad. Matar era sacrificar víctimas propiciatorias, y morir era donación de si. Una vez más, el culto a la Patria, y el patriotismo como mandato metafísico, es decir como conducta debida a la imperiosa exigencia de aquella. Ser indiferente a ese mandato significaba transitivamente ser indiferentes con Dios ya que la Patria era una de sus caras.
La propia muerte eventual sería bienvenida, jamás temida, pues sería la causa inmediata del pasaje a la gloria inmortal de los héroes y los ídolos que moraban en el empíreo, y acá abajo en la memoria y el corazón de los vivientes.
Esa mistificación[89]de la muerte se veía claramente en la práctica de un antiguo ritual de funerales consistente en cubrir con la bandera argentina el ataúd de militares y guerrilleros caídos en combate. La espectacularidad de esos funerales estremecía a los presentes por igual respecto de aquellas muertes trágicas, y eso así en ambos lados de la trinchera.
Honor y gloria, la muerte traía además redención y paz y otorgaba la vida superior. La muerte daba sentido a las peripecias y los sacrificios terrenos por más sinsentidos que éstos pudieran tener o aparentar. De modo que, inconscientemente era esperada y justificada a partir de un punto sin retorno en la asunción del compromiso total con la militancia revolucionaria. La muerte, pues, debía coronar los trabajos y los días para que el ciclo se cerrar con un sentido completo: el de la autoconstrucción como héroe. Para ese momento, la vida de un militante en ese trance ya no valía nada, pero no sólo porque los otros, los malos, la segaban, sino sobre todo porque los buenos (y hasta los muy buenos) la regalaban.
Cuando ya los militantes decidían esperar a la muerte en lugar de escapar de ella la revolución se había convertido para ellos en algo del pasado, de su propio pasado; no ya, como sería lógico, del futuro. En lugar de hacer la revolución se habían estrellado contra su espejismo.
Y sin embargo, aun aquellos que no soportaban la angustia de su vida, en las condiciones de amenaza de alto riesgo en que se hallaban, habían entrado a la revolución plenos de vida y de ideales.
La idea misional, apostólica, había convertido sus vidas en un proyecto de gigantes. Por eso se la jugaban a todo o nada y las frases célebres fundaban sus determinaciones: "mejor morir de pie que vivir de rodillas", "libres o muertos, jamás esclavos", etc; frases que provenían de otras experiencias históricas pero que se ensamblaban perfectamente en su presente porque los revolucionarios del mundo compartían una misma misión y un mismo destino.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |