Estética revolucionaria peronista. La tragedia de los ´70 (página 2)
Enviado por Carlos Schulmaister
Tal como había sucedido con el espíritu romántico, este nuevo espíritu social se encarnaba en procesos de subjetivación de gran intensidad que conducían a una toma de conciencia más profunda de las relaciones conflictivas entre individuo y sociedad. Y eso creaba un nuevo y más peligroso malestar colectivo que se desparramó por todos los rincones del planeta, convertido en espíritu de transformación estructural del mundo, en consonancia con el ideario socialista de Carlos Marx.
Si bien los ideales socialistas surgieron antes que Marx, será éste quien les proporcionará un punto de apoyo teórico y una proyección política concreta mucho más sólidos, expandiendo esas ansias vitales de justicia colectivas al poner en marcha la organización/cruzada para la transformación revolucionaria del mundo.
Vale aclarar que el espíritu revolucionario no proviene de una Revelación ni de una determinación de la Palabra (la teoría marxista), pues siempre que una prédica justiciera se encarnó arrolladoramente en subjetividades concretas fue porque en ellas preexistía un humus fértil esencial a la tierra del alma.
Así se comprende que otras vertientes ideológicas también se hubieran encarnado a lo largo de la historia por medio de una asunción personal del dolor social -del dolor del prójimo- allí donde ya existía una sensibilidad disponible para la entrega, creándose así una relación profunda con una causa social que a menudo se distinguirá como "la Causa"; es decir, como la más importante, o la principal, aquella que exige todo de parte de uno y de todos. Como puede verse, el parecido entre la Causa política y la religiosa es muy grande.
Todos los movimientos sociales del siglo XX, cualesquiera hayan sido sus particulares signos ideológicos y políticos, han prosperado gracias a la existencia de un fondo individual y colectivo de sensibilidad social agudizada por momentos y tendiente a la promoción humana y social, es decir, a la lucha contra la injusticia, la desigualdad y la explotación social, así como a la generación de bienes y beneficios sociales al servicio de todos, aunque luego se circunscribieran a determinados sectores sociales, como los trabajadores, o éstos y las clases medias, etc, etc. Y a pesar, incluso, de los desvíos y traiciones a los valores humanistas inicialmente invocados por los conductores de muchos de esos movimientos sociales.
Lo cierto es que esas afecciones colectivistas, cuando trascienden la esfera de la individualidad, se plasman en movimientos generadores de energía social destinada en última instancia a ser puesta al servicio de la transformación social, lo cual supone, en principio, el deseo y la meta de crear una sociedad mejor que la presente.[1]
Un espíritu revolucionario encarnado implica necesariamente un proceso de crítica y rechazo profundo al estado de cosas existente, debido a los males de diverso tipo que acarrea a una clase, a un grupo social, o étnico, a una nación o a la humanidad en su conjunto, razón por la cual aquella espiritualidad movilizará a sus portadores hacia la acción política para terminar definitivamente con lo que rechaza y para crear un nuevo y mejor sistema social.
Históricamente, de aquel espíritu de transformación del mundo surgieron dos clases de luchadores –y dos metodologías-: los reformistas y los revolucionarios. En el siglo XX la opción revolucionaria se tiñó de connotaciones místicas apropiadoras de la totalidad del ser de los revolucionarios, asentando en ello una supuesta superioridad moral, mientras el reformismo fue crecientemente devaluado y no únicamente por razones atribuibles a sus errores y limitaciones empíricas, sino también por causa de percepciones y creencias predominantes en ciertas épocas.[2]
Además de las diferencias esenciales entre revolución y reforma se hallan sus respectivas diferencias metodológicas en la acción política. Otra diferencia derivada de la anterior es la magnitud de tiempo requerido por cada una para el logro de sus respectivos fines, y por consiguiente, las magnitudes diferentes de los diversos tipos de costos generados por cada una.
Los reformistas creen en las ventajas de las reformas paulatinas por las vías parlamentarias y democráticas, lo cual insume determinada cantidad de tiempo. A veces un tiempo insoportable.
Los revolucionarios no creen en las supuestas ventajas de la metodología de los reformistas, a quienes consideran parte del problema sociopolítico a transformar, por lo cual proponen saltar los procesos de participación formal democráticos mediante el atajo del golpe de estado o de la toma del gobierno para hacerse luego con el control definitivo de éste y del poder. Sus métodos, obviamente, se basan en una interpretación absolutista de la situación social y en la aplicación de una acción forzada e impuesta casi siempre por unos pocos[3]en estos casos el triunfo o el fracaso crearán o no, respectivamente, una legalidad y legitimidad nuevas a favor de los revolucionarios.
Los revolucionarios se presentan como vanguardias o avanzadas del pueblo al que dicen representar, y aunque lo invoquen constantemente como su mandante y destinatario de sus desvelos y sacrificios lo cierto es que ellos piensan, toman decisiones y actúan por sí mismos. Por otra parte, las vanguardias no emergen naturalmente del pueblo como fruto de un estado de conciencia popular en expansión, ni lo reflejan nunca con exactitud pese a lo que se proclama en toda legitimación posterior mitificada, puesto que un pueblo o una sociedad nunca tiene un estado de conciencia homogéneo, sino múltiples estados de conciencia interactuando mediante diferentes percepciones, formas y frutos del conocimiento, además de las diversas modalidades de acción desarrolladas.
El mito de la revolución comunista alimentó los imaginarios sociales contestatarios de todo el mundo, y aquel espíritu revolucionario preñado de romanticismo anidó en millones de conciencias y corazones de víctimas sociales principales: los obreros, los pobres, los explotados, quienes lanzados hacia el futuro instalaron (el plural es un decir) los sistemas socialistas concretos, aquellos que más tarde serían designados como el socialismo real.
La historia demostró que cuando los revolucionarios llegaban al gobierno y al poder, el pueblo al que decían representar y que se suponía el soberano ya no lo era. Soberano era desde ese momento el partido revolucionario dirigido por la vanguardia, el cual controlaba las energías físicas y mentales del pueblo. El Partido (ahora con mayúscula) haría la "transformación" en sus propios términos constantemente actualizados ya que sus resultados no serían automáticos: antes surgiría la resistencia a sus planes que obligaría a modificarlos. ¿Por qué? Porque indefectiblemente sus métodos autoritarios generarán una oposición interna y otra externa ligada con la anterior.
Se han escrito cientos de libros en torno a las peripecias y transformaciones de la revolución y los revolucionarios en sus diversas etapas. Una opinión de sentido común[4]-que la experiencia histórica confirma- dice que todo lo que es impuesto y forzado es repelido por la mayoría de los seres humanos, por lo tanto, la fuerza y la violencia, pasado un tiempo ya no construyen sino que destruyen, dividen e impiden.
Sin embargo, siempre fue imposible que quienes se sumaban bienintencionadamente a las luchas revolucionarias del siglo XX sacaran esas conclusiones desde adentro de sus correspondientes organizaciones, ya que un halo romántico presentaba a aquellas como cruzadas de amor y paz de gentes buenas y sencillas, incapaces de matar una mosca. Ésta era un discurso falso: la realidad de las revoluciones siempre fue y será otra.
La historia posteriormente construida a favor de cualquier revolución social mitifica la etapa de lucha por la conquista del poder. Esa etapa idolatra y fabrica héroes, y da identidades provisorias a los combatientes. Sus nombres se difunden y pasan a ser símbolos de luchas revolucionarias concretas. Pero cuando las revoluciones se estabilizan en el poder, bajo el control del respectivo partido revolucionario, el silencio y el anonimato recubren todas las referencias a las mismas, desde adentro hacia fuera y viceversa. Para entonces la pléyade de héroes se reduce y las identidades heroicas comienzan a desvanecerse, la memoria desaparece deliberadamente y se crea una memoria oficial, obligatoria, exclusiva y excluyente que subroga a las múltiples memorias de los miembros de la sociedad.
Entre tanto, los revolucionarios que luchan en otras partes del mundo cierran sus ojos, sus oídos, sus narices y sus bocas, y suspenden su juicio crítico acerca de las experiencias revolucionarias que en esos momentos se hallan en el poder cursando en la esfera (presunta) del "socialismo".[5]
Demás está decir que las revoluciones sociales comunistas siempre han fracasado, por más espejismos que hayan producido durante un tiempo hacia adentro y hacia fuera para confundir a sus víctimas principales, es decir, a aquellos que creen en ellas.
Las luchas por la transformación política, económica y social en América latina reconocen en el pasado algunas experiencias positivas sin la clásica violencia revolucionaria. Las más importantes han sido aquellas que, aun con muchas contradicciones, han pasado a ser englobadas en el término "populismo", creado y expresado con una intención y un dejo peyorativos, entre otras más rentables a sus beneficiarios. Lo cierto es que algunas de esas experiencias han hecho más por la promoción humana y social que todos los revolucionarios violentos juntos.[6]
En líneas generales, ni la ideología marxista ni la socialista democrática, ni los partidos comunistas de América latina tuvieron un protagonismo histórico correcto, transparente, coherente y sostenido en los múltiples procesos de luchas sociales de la Región.[7]
Si se revisan las experiencias "socialistas" en América latina, se podrá comprobar que el rol de las izquierdas, tanto en sus versiones reformistas como en las revolucionarias, ha sido bastante ambiguo (siendo benévolos).
La izquierda stalinista, la más numerosa de ellas, no representó de hecho una firme voluntad en dirección a la revolución social, al contrario de lo que su autoproclamada solidez teórica y militante predisponía a esperar. Demasiado a menudo esa izquierda fue obstáculo para alcanzar aquella meta, y también -lo que es mucho peor- en más de una ocasión dio sus apoyos al imperialismo y a las oligarquías locales.[8]
De las llamadas "nuevas izquierdas" las hubo más realistas y también más fantásticas. Algunas fueron muy críticas de la anterior pero no pasaron de eso, de criticar, sin generar poder político para jugarlo en la acción, en tanto otras han acompañado como furgón de cola procesos populares en ciertas coyunturas dentro de los límites de su exigüidad numérica y de las características y contradicciones de sus aportes críticos, situándose en ocasiones a una distancia mucho más cercana a los pivotes nacionales de las luchas populares.[9]
Vistas conjuntamente, las izquierdas no democráticas no han tenido aquí un importante número de afiliados ni de simpatizantes, dato habitual en todo el mundo, pero como no llegan al poder por la vía de elecciones, salvo excepcionalmente, eso no constituye un problema insuperable para ellas.
II
La dominación y expoliación de América latina fue el resultado de la expansión capitalista en su etapa colonialista, y luego de 1810 del neocolonialismo e imperialismo de turno articulados por las oligarquías locales. Desde entonces, a partir de la conciencia independentista de las mayorías populares alumbró en las nuevas naciones la conciencia del nuevo enemigo, ahora enemigo nacional. Millones de latinoamericanos de todas las clases sociales, pero especialmente los integrantes de las clases bajas, configuraron como enemigo a Gran Bretaña en Sudamérica, y a Estados Unidos desde Panamá al norte.[10]
La libertad, la igualdad y la justicia en Hispanoamérica crecieron en un marco de ficción. Sus fanáticos admiradores las hicieron trizas. Ellos fueron los explotadores de clase y los dominadores desde sus puestos en el Estado. Ellos integraron desde diversos niveles los poderes oligárquicos locales. Así, la soberanía nacional fue inviable por la imposibilidad de su ejercicio por el pueblo.
Mientras que en nuestro país la oligarquía no devino en burguesía, conformándose con ser socia minoritaria de las burguesías de los países centrales, los sectores populares explotados fueron la única clase social nacional que con muchas dificultades avizoró y desarrolló procesos de independencia y desarrollo económico y social.
Nuestra temprana noción de enemigo nacional y social, surgida en la experiencia de la primera década de Mayo, fue reprimida inmediata y constantemente en los cuerpos, en las conciencias y en la memoria de los sectores mayoritarios desde las estructuras del Estado oligárquico.
Así, desde los tiempos de la Independencia (independencia formal, simplemente) se fueron desarrollando dos campos referenciales en lo político, económico, social y cultural, profundamente antagónicos e imposibles de compatibilizar: los proyectos oligárquicos y las necesidades, intentos y experiencias nacionales[11]todo lo cual podemos llamar "las dos Argentinas".
Salvo breves períodos históricos el proyecto oligárquico de cada país latinoamericano fue hegemónico en la constitución y gestión del Estado y en el modelamiento de la sociedad bajo determinadas reglas de juego, en perjuicio de las políticas nacionalistas populares.
Éstas, en cambio, fueron el resultado de luchas -y de la diversidad de luchas- de los sectores explotados. Es decir, surgieron de la necesidad de justicia y de la desesperación por sacudirse los respectivos yugos, y no se planificaron nunca al nivel de laboratorio social antes de echar a andar, lo cual, además, habría sido imposible en la realidad. Y si bien otros sectores, obviamente de izquierdas, desarrollaron fórmulas y métodos con objetivos declarados de liberación sus resultados fueron nulos en gran medida por los extravíos que acarrea el puntilloso espíritu perfeccionista que tradicionalmente los ha caracterizado.
Cuando se produjo la emergencia del fenómeno de masas peronista se opacó la estrella y el prestigio de la tan mentada revolución comunista entre nosotros. Cuando el 17 de octubre de 1945 las masas y el coronel Perón se confirieron mutuamente liderazgo e identidad nacional (política y socialmente), en ese instante nació la más auténtica revolución nacional.
Desde entonces coexistieron dos concepciones de revolución: la comunista y la peronista, correspondiendo la primera a la tesis de la revolución mundial y la segunda al desarrollo de la conciencia política y social de nuestras masas, donde la cultura letrada seguía perteneciendo en ese momento a los sectores oligárquicos y pro oligárquicos.
Perón y el peronismo llevaron a cabo una revolución nacional durante diez años que, para empezar, fue una revolución en paz. Primera gran diferencia con la otra clase de revolución puesto que la violencia es consustancial a la revolución marxista. Y fue una revolución democrática, en la que este adjetivo no fue una designación hipócrita para enmascarar el totalitarismo, como ocurrió con las experiencias del "socialismo real" -en rigor del comunismo– todas autocalificadas de democráticas.
Sostener lo anterior es fácil, pues fue notorio. Por cierto, la revolución justicialista no fue fácil ni cómoda de hecho, y ciertamente se cometieron errores desde el gobierno muy graves e injustificables, pero fueron más numerosos los aciertos, cuyo altísimo nivel también fue descomunal. Del balance final entre ambos resulta claro que aunque el peronismo de la primera época configuró un régimen político a veces sofocante, su base social fue muy amplia, y por otra parte la oposición política y económica a la transformación revolucionaria fue responsable en gran medida de la crispación del gobierno en esos años, y en consecuencia de sus reacciones extraviadas.[12]
De modo que rechazo la versión histórica de las infinitesimales expresiones autopercibidas y autodesignadas como izquierdas, y también las de la oligarquía, que configuró como enemigo fascista al primer peronismo. Lo correcto es exactamente lo contrario y en los mismos términos, y si no lo sostengo con más énfasis ahora es porque no deseo convertir la perspectiva histórica en prospectiva, como lo viene haciendo el pensamiento peronista residual y otras posiciones contestatarias desde hace ya demasiado tiempo: esos reflejos ya no sirven para encarar el futuro.
Persistir explicándonos el fracaso del presente exclusivamente por los intereses y las acciones hostiles del pasado, aún en la altísima porción de verdad que corresponda a esa metodología, hoy sólo sirve de hecho para impedir el futuro.
Queda una duda referida a si realmente la experiencia del primer peronismo puede llamarse revolucionaria fuera de los cánones de la concepción marxista, o aún a su pesar.
Pero responder esa pregunta es asumir de entrada un sentimiento de inferioridad respecto de un término que tiene significados anteriores a los provistos por dicha concepción. Podríamos entonces tratar de arrimar la revolución justicialista a un escenario imaginario donde se represente la versión oficial de la revolución marxista comparando el comportamiento de algunas variables para por lo menos parecernos, como han hecho algunos bienintencionados. Pero no comparto ese método ni esa debilidad progresista.
Sólo diré que el peronismo de la primera época llevó a cabo una revolución que fue diferente a las demás revoluciones sociales de su siglo; que fue mejor que ellas; que fue muy rápida y que duró muy poco. Y no diré más porque no es el propósito de estas páginas.
Desde entonces, para las mayorías sociales argentinas revolución fue peronismo, y peronismo fue revolución. Y este último término ya no daba miedo sino alegría a millones de argentinos.[13]
En el campo filomarxista la revolución se percibía en gran medida como una abstracción, es decir, como designación de un concepto de tan elevada complejidad teórica e independiente de una situación histórica concreta que se convertía en un saber incontrastable, tan elevado como la religión, por lo que sus supuestas verdades sólo podían ser aprehendidas mediante actos de fe en su dogmática abstrusa. Sólo así se podía "explicar" tanto artilugio inverosímil por parte de las izquierdas "revolucionarias" en contacto con las cosas pedestres, con los hechos concretos, como por ejemplo su entusiasta aceptación de los supuestos fundamentales de la historiografía liberal argentina y su visceral desprecio de hecho a las masas argentinas y latinoamericanas.
En definitiva, el siglo XX vio extenderse por todas partes la dialéctica amigo-enemigo a los planteos ideológicos y políticos de casi todas las propuestas de transformación, fueran reformistas o revolucionarias. Enemigo nacional y enemigo de clase fueron las categorías desarrolladas con ritmos desiguales como expresión de las llamadas contradicción principal o nacional y contradicción secundaria o social.
III
Las luchas obreras del socialismo europeo del siglo XIX se conocieron entre nosotros casi inmediatamente a su realización, pero alcanzaron un mayor grado de registro político y social varias décadas después, a partir de 1890, cuando ya existía un incipiente proletariado local en correspondencia con un atrasado desarrollo industrial.
El Partido Socialista fue fundado en 1896 e integró el Congreso Nacional desde 1905. También durante tres décadas tuvo fuerte presencia en el mundo de los inmigrantes el ideario y la acción de los anarquistas.
Entre 1918 y 1921 se desgajará del socialismo el Partido Comunista Argentino, que tendrá su mayor resonancia en las décadas de 1930 y 1940, luego de lo cual su estrella se fue apagando entre los trabajadores bajo la influencia del creciente peso político del peronismo.[14]
Con todo, hasta el surgimiento de éste último los sindicatos socialistas fueron escuela de militancia política y antipatronal, biblioteca de formación cultural ideológica, club social y mutualidad. Las primeras luchas obreras, así como también las agrarias de comienzos del siglo XIX tuvieron alta participación de socialistas y anarquistas.
Pero el componente nativo de los sindicatos de izquierda era muy escaso, puesto que sus miembros mayoritariamente provenían de la Europa inmigrante. Por eso en el interior y en las zonas rurales la población nativa y mestiza no tuvo, en general, un importante desarrollo político sindical ni acompañamiento del Estado en la relación siempre conflictiva con las patronales, salvo y con limitaciones bajo el gobierno Hipólito Irigoyen, de 1916 a 1922.
Y después vino Perón, entre 1943 y 1955. Y lo que fue el peronismo ya se sabe. Una experiencia al servicio de las mayorías y de los pobres y una experiencia nacional extraordinaria, jamás igualada en ninguna parte del mundo. Pese a los indiscutibles rasgos autoritarios y hegemónicos de aquella experiencia Perón no fue derrocado por causa de los mismos sino por el fanatismo de los defensores de los intereses económicos oligárquicos e imperialistas que su gobierno había afectado.
Tras el derrocamiento de Perón se podía ventear en las grandes urbes argentinas un tufillo a revolución que se cocía en los calderos de la versión marxista de inspiración soviética y que penetraba crecientemente desde los años cincuenta, no sólo como efecto de la propaganda política llevada a cabo por los militantes comunistas sino fundamentalmente por la difusión de noticias sobre las nuevas luchas políticas y sociales europeas, asiáticas y africanas que se habían activado después de la Segunda Guerra Mundial tras los objetivos de la descolonización mundial. También en esa década y en la siguiente empezaron a llegar las novedades de la revolución en China, generando sus respectivos exegetas locales.
Por tanto, ese tufillo traía algunas vetas odoríferas distintas a las tradicionales. Y si bien la revolución no se había desbordado libremente por el éter se la podrá hallar desde entonces como interés teórico disponible principalmente en las ferias políticas universitarias, en el formato de microizquierdas, donde militantes y snobs se embriagaban con los néctares macerados de sus narrativas reales e imaginarias situadas geográficamente del otro lado del Atlántico.
Entre tanto, los devotos de la revolución made in URSS no pensaban en realizarla en América latina, por más que se desgañitaban declamando sobre ella en todo "acto" de más de dos personas. En realidad, quien se los prohibía era la "patria del socialismo".
La revolución era una obsesión de minorías: partidos y agrupaciones sindicales de izquierda constituidos por obreros y empleados de origen extranjero y por agrupaciones universitarias de jóvenes antiperonistas de clase media para quienes la revolución era ante todo un fenómeno estético antes que político, pensado desde un lugar de libertad de pensamiento mucho más cómodo que el dogmatismo del Partido Comunista de cualquiera de los "países socialistas".
En cambio, la revolución posible estaba de hecho prefigurada en la acción política y gremial de los trabajadores nativos, muchos de ellos analfabetos o semialfabetizados, y por lo general "ateos" respecto del credo marxista, la ciencia/religión del Libro Das Kapital. Además, la memoria del movimiento obrero nativo registraba con gran nitidez la nefasta promiscuidad de los comunistas con los conservadores y oligarcas, supuestamente algo así como el agua y el aceite según el mito barato que siempre se había escuchado acerca de los primeros.[15]
Si los comunistas disponían de recetarios y de laboratorios virtuales representados por su inmensa bibliografía "crítica" para "ensayar" la revolución, los peronistas tenían a un Conductor de carne y hueso. He ahí una diferencia más, en la etapa de la Resistencia Peronista (como llamaron al período 1955-1973), para hacer la segunda revolución justicialista, que debía concluir con su instalación definitiva debido a que la primera había quedado "inconclusa" tras el golpe militar "del 55", forma de designar desde entonces el año de la derrota y a la vez el comienzo de una épica que será tan mítica como el mismo período 1943-1955.
Por consiguiente, existían dos formas de autopercibirse como revolucionario: una de ellas implicaba ser un profundo estudioso de la revolución abstracta y de revoluciones concretas lejanas, y, obviamente, escritor/predicador; y la otra forma era tener una revolución imperfecta a la mano, o tan sólo un atisbo o una corazonada, y estar dentro de ella de alguna manera.
Para la primera hacían falta libros, y diccionarios enciclopédicos. Y eso tan sólo para empezar, pues como se verá años más tarde un revolucionario setentista de la versión marxista debía ser un versado teórico de esa vertiente, epistemólogo, estructuralista y psicoanalista[16]razón por la cual los fachos los llamarán psicobolches.[17]
Para la revolución peronista, en cambio, se necesitaba tener conciencia política[18]identificación del enemigo, voluntad y estrategia. Para ésta última estaba Perón, el gran estratego, y si estaba Perón estaba el pueblo. Por lo tanto, en Argentina y en los niveles sociales bajos la revolución comunista no encarnaba pues para la mayoría de los trabajadores no existía revolucionario probado más grande que Perón.[19]
Eso dificultaba la instalación de un nuevo interés en la versión clásica de la revolución. Ésta quedó reducida a ser pensada en términos culturales y doctrinarios marxistas por pequeños sectores de clase media, lo que entrañó un cierto refinamiento intelectual mientras permaneció acotada a círculos universitarios, intelectuales y artísticos. Por lo mismo, esta vertiente no se cobijó al comienzo en ambientes clandestinos sino en lugares de alta exposición visual.
Paradójicamente, a nuestros letrados universitarios no les importaba la realización concreta de la justicia social en Argentina, sino la imaginería de connotaciones culturosas izquierdistas que los situara a ellos -noveles revolucionarios narcisistas- en el centro de un protagonismo intelectual que los promoviera para el cargo, la cátedra, la obra artística o intelectual, el debate, la fama, citas en los libros de otros, gloria Ascenso social de última, pero a su manera, con "clase", con estilo, no con la desfachatez y la arrogancia con que lo haría alguien surgido de la barbarie mestiza latinoamericana, incluidos los peronistas con título universitario que por suerte ya habían sido expulsados de las universidades.
En ese contexto, para la intelligentzia los revolucionarios emblemáticos siempre estaban en el exterior, fuera de América latina. Así lo había demostrado anteriormente la entusiasta admiración de universitarios y militantes de izquierda en Argentina -incluidas las expresiones lavadas del socialismo no marxista- a los republicanos de la Guerra Civil Española, con los cuales se solidarizaron y fueron a combatir en su apoyo. Las peripecias de esa guerra moldearon las emociones de muchos argentinos embelesados por la revolución universal, mientras simultáneamente permanecían insensibles a los estímulos emocionales de la pobreza en los ingenios azucareros, en las empresas forestales, en las estancias de la oligarquía, en los conventillos o en las villas miseria de las grandes ciudades.
Análogamente, los ilustrados stalinistas argentinos de 1943 promovían la no realización de huelgas en los frigoríficos ingleses que explotaban a nuestros compatriotas, pues Gran Bretaña era aliada de la URSS en la lucha contra el nazifascismo. ¡No hay que ser tan ingratos, cheee !
Es fácil inferir entonces que el hambre y las injusticias de los europeos eran motivo de aflicción para quienes soñaban con la revolución mundial y vivían en Argentina, pero el hambre de los argentinos era cosa de "negros" nativos sin espíritu universal.
Hablar de la revolución en los cincuenta y sesenta vestía muy bien en Argentina. Según cuales fueran los libros que un universitario frecuentara sería percibido o no como un intelectual. Las musas inspiradoras provenían de Francia, tal como venía sucediendo desde antes de la Independencia. Obras de teatro, de filosofía, novela, poesía, psicoanálisis, crítica literaria y cine se publicaban y exhibían fácilmente en desmedro de la literatura hispano-argentina, considerada demodé, por lo cual apenas circulaba comercialmente. La autodenigración de lo autóctono -dirá Arturo Jauretche brillantemente- tuvo en el 55 su nuevo Pavón.
Hasta la indumentaria masculina y femenina cambió desde entonces siguiendo modas y estímulos externos funcionales a las necesidades de nuevos aires "modernizantes" que vistieran el proyecto de restauración conservadora de los militares gorilas, trasvasados al área imperialista norteamericana en lo político y económico (ligándonos al FMI), pero manteniendo vigente la devoción oligárquica al glamour francés.
El cine y la música norteamericanos contribuyeron tremendamente a independizar a los jóvenes de los adultos, configurando las formas de ser y comportarse como jóvenes despreocupados, mientras el cine francés de la nouvelle vogue inducía a los universitarios a disputar a los adultos el ejercicio de pensar, ocuparse y preocuparse con las cosas de los adultos. Los influenciados por uno u otro cine pertenecían a sectores sociales distintos y tenían diferente magnitud, pero de ambos surgieron novedosas formas de "rebeldía", como por entonces era considerada y designada por un lado la conducta de los rockanroleros, básicamente pasatista, exhibicionista, divertida, consumidora creciente y adaptativa al sistema hasta el final del proceso (el cual incluye al movimiento hippie/yuppie), por el otro, la de los aspirantes a intelectuales y estetas, obviamente rebeldes, iconoclastas, dramáticos y complejos a la francesa.
Cada fuente de irradiación proveía sus propios contenidos y su propia estética, y ciertos discursos elásticos, de todo lo cual derivaron comportamientos sociales diferentes.
En unos la rebeldía era oposición generacional e individualismo superlativos, de donde saldría el rechazo y el escapismo de la realidad, especialmente a través de las drogas.
Poco antes, el existencialismo, redescubierto como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, que había escocido a Europa desnudando el absurdo de la vida y la imposibilidad de paliar sensitivamente la insatisfacción, la angustia y el dramatismo de vivir y morir, mostró un tipo de juventud introvertida, conflictuada, adicta a la novela, la poesía y el teatro, pesimista al borde del escpticismo y sin saber manejar prácticamente su angustia.
La angustia y la desesperación calaron hondo en los universitarios alborotando su izquierdismo mecánico, deviniendo más tarde en otra izquierda, marxista sí pero con resonancias heterodoxas como las del tercermundismo político, ideológico y cultural, con influencias de Tito, Nasser, Castro, Guevara, Lumumba, Fanon, Mao y otros; que miraba sorprendida a Yugoslavia, Hungría, Checoslovaquia, Argelia, Cuba, el Congo, China y más tarde Vietnam; que se revolvía inquieta lamiéndose las heridas de una subjetividad siempre exorcizada por los cánones marxistas geométricamente estructurados.
La rebeldía "comprometida" cuestionaba a los teenager locales por reaccionarios, alienados y funcionales al sistema capitalista, desde un declamado status de superioridad moral respecto de los indiferentes, los individualistas y los frívolos de toda condición y edad.
Sus principios y valores, centrando en lo social la sensibilidad y la voluntad individuales, junto con una estética de la apariencia négligée –"cuidadosamente" descuidada y tímidamente narcisista- seducían crecientemente a millares de jóvenes.[20]
Perteneciendo mayoritariamente a la clase media, el noviciado en la doctrina, el culto y la liturgia socialista comenzaba en las universidades, en tanto su desfogue individualista con base literaria transcurría en las cafeterías cercanas donde se embriagaban con los nuevos elixires que postulaban la belleza de vivir a todo o nada, en la plenitud decisional del yo, de adentro hacia fuera y de uno a los demás, para no terminar muriendo asfixiados por el conformismo soporífero del sistema.
Sin embargo, vivir no era más difícil que antes: al fin y al cabo sufrimiento y dolor son palabras muy antiguas que a nadie le resultan desconocidas. Simplemente había surgido el novedoso encanto del neuf activiste universitaire, mantenido por sus padres, desenfadado, simpático, transgresor y quijote, con exposición y anclaje en los imaginarios juveniles como modelo de identificación alternativo al sistema tradicional de valores consagrados.
Entre debates sociológicos y crisis espirituales, la rebeldía era el medio para autoconstituirse sin predeterminaciones, soñando con escribir sus vidas poéticamente y sintiendo un regusto dulce ante los ambiguos sentimientos de rechazo y admiración que provocaban entre propios y extraños.
Esa rebeldía, entonces, se pasó a la izquierda detrás del fantasma de la revolución social; en consecuencia, ser joven pasó a ser sinónimo de rebelde "culto", es decir con Causa, a diferencia de los teenagers.
¡La estetización de la revolución era posible desde entonces! Cuidado la de esa versión de revolución antes referida: la abstracta. Pero ¿cómo estetizar la revolución latinoamericana con protagonistas tan poco glamorosos como los morochos iletrados indígenas y mestizos? Eso no daría proyección a los artistas ni al arte. Por lo menos no en donde ellos deseaban, que era en París. ¡Cómo sería posible eso cuando el Martín Fierro, tenido por la obra nacional emblemática de Argentina, era cosa que consumían los negros y los peronistas que soñaban con el "tirano prófugo"! ¡Sólo a éstos se les podía ocurrir pensar en ese libro como una obra de gran valor ético y estético!
Se equivocaban: también existían entre los oligarcas de Argentina los amantes de las cosas nuestras, siempre que esas cosas permanecieran inmóviles en el lugar que naturalmente ocupaban. Esos criollos paternalistas y esos artistas marxistas sin corazón siempre se parecieron.
De modo que entre nosotros y en esos años "pensar la revolución" era rumiar la composición química de la revolución comunista, y eso se hacía a partir de un interés fundamental y muy fuerte en la lectura de sus libros canónicos. Por lo tanto, esa revolución no era para los pobres y analfabetos. Más precisamente, no eran éstos quienes estaban habilitados para pensarla, y mucho menos, en consecuencia, para realizarla, como se lo recordaron con sus acciones los comunistas frente a los golpes de estado de 1955 y 1976.
La revolución social de Marx era un objeto de estudio cultural, una técnica y una estética de frecuentadores de aquél en primer lugar, además de Engels, Lenin, Trotzky, Stalin y el Partido Comunista de la URSS, confrontados con Mao y con Ernesto Guevara. Por lo tanto, algo exclusivo de vanguardias ilustradas que la pensarían, la ejecutarían y la impondrían a los indóciles pueblos de cada país para poder sacarlos de la barbarie.
Más allá de las universidades, la vida cotidiana de los años sesenta era un relato cuyas lógicas racionales y morales justificaban las formas en que se volcaba el ordenamiento de una sociedad capitalista periférica, dominada, expoliada, dependiente, cuya oligarquía expoliaba especialmente a los trabajadores.
Tenía, por lo tanto, una estética aceptada, normalizada, que controlaba, disciplinaba y activaba el comportamiento, el pensamiento y la sensibilidad de la gente, por poner con este término una nota de cuasi anonimato como corresponde a una objetivación generalizada del ser y estar colectivos socialmente aceptados.
Lo revolucionario, en cambio, se presentaba por entonces sólo esporádicamente, sorpresivamente, envuelto en formas novedosas, espectaculares, fugaces y fulgurantes, ajenas a las fuentes tradicionales de institucionalización de normas y valores, basadas en lógicas conceptuales consustanciadas con el poder.
Lo revolucionario, no era, en realidad, sólo aquello que tenían de novedoso las luchas políticas, o sea -para abreviar-, la revolución social y política de los pueblos sometidos y explotados. Existían otras formas que no eran reconocidas como revolucionarias al momento de aparecer pues no cursaban en el plano de la política sino en los de la religión, la moral, las costumbres, etc, por lo cual solían ser vistas más como herejías propias de un retroceso de la civilización antes que anticipos del futuro. Por lo tanto, su reconocimiento como tales sólo vino mucho más tarde, al descubrir su sentido insertándolas en la estructura de los cambios totales de una época (el tercer cuarto del siglo XX), vistos retrospectivamente. Entonces sí pudieron ser consideradas "revolucionarias", pero no por sus consecuencias inmediatas sino por las que posterior y sucesivamente desencadenaron. Incluyo aquí las transformaciones sociales de los años sesenta en la sexualidad, el conflicto generacional, las luchas por los derechos civiles de los negros de EE.UU., etc.
En cambio, las transformaciones que ocurrían en el plano político sí eran visualizadas, si bien en un comienzo por muy pocos interesados y responsables oficiales, pero luego por los sectores sociales altos, medios y bajos, aunque no necesariamente en ese orden.
Esas novedades consistían en lo anormal de la política consagrada, asentada en las tradicionales premisas liberales y republicanas. Por lo tanto, revolucionario era todo lo que implicara sacudir esas bases y sustituirlas por otras totalmente opuestas.
En Argentina, revolucionario había sido el peronismo según los peronistas, pero para los contreras aquello había sido una dictadura. Juzgado en perspectiva y desapasionadamente, el peronismo era sin duda algo muy peligroso para la gente de pro, muchísimo más que los comunistas. Del mismo modo, para ese momento en América latina lo peligroso había sido y serían Sandino, Arbenz y Castro.
A medida que transcurrían los ´60 la idea de revolución producía efectos distintos en sujetos diferentes social, cultural, política, étnica, moral y religiosamente. En algunos desencadenaba rechazos automáticos por oposiciones previamente establecidas; en otros movilizaba la búsqueda de información; en otros provocaba miedo; y en otros curiosidad e interés. En éstos últimos podía llegar a la seducción y al enamoramiento a primera vista aun sin haber destapado el paquete previamente, motivadas por la belleza que algunos veían en ella como fenómeno abstraíble de la realidad, así como en su carácter de experiencias concretas históricamente situadas y escrupulosamente estudiadas.
Otros, más sutiles, no veían en ella ninguna belleza sino un imperativo ético de tanta intensidad como el martirologio de los cristianos en los tiempos de persecución en Roma -en sí mismo una crueldad, una desgracia, pero un deber para el apóstol, o para el cristiano, condiciones que debían darse juntas, jamás separadas.[21]
La revolución tenía conceptos, figuras y formas que la humanizaban y la volvían visible, factible de ser pensada, experimentada, sentida y encarnada en los hombres voluntariamente, buscándola. En ella, pues, se depositaban fantasías y deseos que actuaban luego como inductores de sentimientos y emociones que volvían pero, estrictamente, esos sentimientos y emociones eran en gran medida los que cada uno le ponía de sí propio.
Era la sensibilidad de los sujetos -de esos sujetos previamente enamorados- la que medía la talla del concepto revolución. Para los que se pudiera considerar más sensibles o intuitivos el resultado tendía a crear imágenes, símbolos, representaciones y poéticas, las cuales, cuando eran activadas como estímulos sensitivos disparaban emociones, sentimientos, adhesiones, estados de ánimos, sensaciones, etc, que eran profundamente sentidas.
Así ocurría con los relatos de las épicas guerrilleras de los Mau Mau o los barbudos cubanos, que anclaban en los corazones sin pasar por los filtros de la racionalidad idiosincrásica. En estos casos, a la revolución se la amaba, lo mismo que a la imaginería en que quedaba fijada, sin ningún tipo de prevención ni de beneficio de inventario.[22]
En cambio, para aquellos que querían descubrir sus secretos en el campo de la racionalidad cognitiva y se enfrascaban en largas y tediosas lecturas obligatorias el resultado final de su apropiación intelectual terminaba siendo absolutamente formulatorio, es decir, tecnicista, esquemático.
Ser revolucionario implicaba cuestionar y cuestionarse las formas de existir en la sociedad tal como las vivían los trabajadores y los pobres, y cuestionar las formas como las percibían éstos y otros que desde afuera de la clase compartían la crítica a ese orden injusto al que aquellos se hallaban sometidos y, en consecuencia, postular formas revolucionarias prácticas para la toma del poder, a fin de dar paso a la revolución transformadora.
Una de las críticas fundamentales más frecuentes y extendidas al modelo capitalista era a su correspondiente modo de vida, basado en el trabajo expoliatorio no para poder ser ni realizarse sino para obtener dinero para adquirir lo imprescindible para subsistir (versión mínima) y para constituir un ahorro que permitiera disfrutar, viajar, dejar de trabajar, vivir de rentas, dedicarse al ocio, etc (versión máxima).
Esa vida -se pensaba- no era vida sino alienación, desposesión de si mismo. De allí, de la toma de conciencia de esa situación surgiría la disconformidad permanente con la relación de costo-beneficio de vivir en sentido pleno o simplemente durar. Por lo tanto, en un caso, el más frecuente, uno podía terminar convertido en un materialista, aun sin saber demasiado correctamente en qué consistía o en qué se beneficiaba en ese carácter.
Fundamentalmente, la crítica ponía el acento en los perjuicios que la alienación producía. Existía una preceptiva tácita a la cual se remitía el deber ser verdadero, no el falso; el deber ser "bueno", no el "malo"; el deber ser ideal, no el cotidiano. Básicamente sostenía que el tener impedía la realización integral del ser.
Tradicionalmente el tener había sido considerado y ponderado como un medio eficaz para facilitar el desarrollo de la vida, pero ahora eso se cuestionaba y generaba una conciencia culposa, sobre todo en los jóvenes. El tener -y la lucha por tener- acortaban y apagaban la vida pues le quitaban sentido y pasión, sobre todo a aquello que no consiste en poseer cosas poseíbles. Éstas eran cosas muertas en si mismas, sin espíritu, meros valores de cambio cada vez más efímeros.
Esa crítica se difundía universalmente en los ´60 y atravesaba todas las capas sociales abriendo imperceptiblemente otras puertas para posteriores análisis críticos del sistema capitalista, hedonista, consumista y egoísta. Muchas universidades tuvieron una cátedra de antropología cultural, la vedette de la época, generalmente a cargo de un equipo docente de izquierda marxista, a menudo alineado con los estudiantes de una agrupación que dominaba el centro de estudiantes de la facultad correspondiente. También eran muy activas y demandadas por un estudiantado inquieto las cátedras de sociología y de historia argentina y americana, entre otras.
En ellas se comenzaba a discutir una porción de la realidad, no toda por cierto, y se la confrontaba con el paradigma marxista, el canon alternativo de la incipiente contracultura universitaria que iba gestándose.
Hacia el final de la década aparecieron en la facultad de filosofía y letras de la UBA algunas cátedras alineadas con el pensamiento de la llamada línea nacional en las que se aprendía a mirar debajo del agua y a ver el otro lado de la Luna, a interpretar las palabras, los gestos y los sonidos circulantes en el lenguaje de las ciencias sociales y sus significados y sentidos reales y aparentes.
Pese a tantas críticas merecidas a las cátedras marxistas de esa época, tan alienantes como la cultura capitalista, es justo reconocer que en el marco de gobiernos dictatoriales y democracias restringidas, ya ni siquiera formales, muchas de ellas contribuyeron a la socialización solidaria de los estudiantes al abrirles las puertas del pensamiento crítico, aunque también a clausurárselas para todo lo que no mereciera el nihil obstat del marxismo.
De todos modos eso no constituyó un sacrificio para el estudiantado ya que la isla revolucionaria, como parte del sistema capitalista, cumplía precisamente la función de establecer los marcos del pensamiento y la acción alternativos al mismo acotándolos al interior de su propia geografía.
Y sin embargo, las universidades serían poco después cajas de resonancia de la lucha de los trabajadores en todo el país y desde ellas saldrían muchos estudiantes para confluir con aquellos en las luchas concretas de signo revolucionario pese a que la revolución continuaba siendo un espejismo a nivel de la sociedad argentina.
Es a las universidades a las que me remito referencialmente para anclar el tratamiento de la estética revolucionaria de esa década y de la siguiente en Argentina.
IV
Hablar y escribir sobre la revolución y refritar escritos anteriores referidos a ella, a sus profetas y a sus epígonos fue después del 55 una fina ocupación de universitarios recompensados por su colaboración con la autodesignada Revolución Libertadora. Por cierto, la primavera les duró muy poco.
Claro que en otros ámbitos también se hablaba de la revolución, por ej. en las escuelas de militancia del Partido Tal o Cual, situadas en las casas de los camaradas, o en alguna modesta imprenta en la cual se imprimía algún pasquín de muy acotada circulación o se realizaba ocasionalmente una asamblea de bases para analizar la realidad de Argentina y eventualmente lanzar una convocatoria a un plan de lucha nacional contra la burguesía, el gobierno y el imperialismo yankee, o el apoyo a la lucha de los trabajadores de una fábrica o de un gremio concreto.
Esos eran, pues, militantes políticos, entre los que había algunos que también eran obreros. Pero, igual que muchas organizaciones religiosas centradas en el carisma de un pastor, allí se nucleaban alrededor de los pensadores: aquellos hombres y mujeres que escribían largos artículos en folletos, revistas o libros clandestinos y que por su complejidad resultaban generalmente muy difíciles para la mayoría de los neófitos que los acompañaban.
En cambio, las tenidas literario-políticas, donde unos universitarios debatían y otros memorizaban catecismos diversos acerca de la revolución, transitaron confiterías y bares a cuyas mesas se congregaron tales y cuales pintores, escritores, poetas y filósofos por entonces conocidos o aspirantes a serlo. También los bares de las facultades se poblaron de oráculos revolucionarios, sobre todo en Buenos Aires, La Plata, Córdoba y Rosario.
Mientras que las décadas del ´60 y del ´70 vieron crecer sostenidamente la radicalización política y social de la sociedad en general, aquella bohemia universitaria de izquierda posterior a 1955, no resiste la pretensión estetizante de una izquierda culturosa posmoderna por presentarla como militancia revolucionaria propiamente dicha, por más que hoy se halle nimbada de una brumosa nostalgia funcional a los productores, vendedores y consumidores de mitos envasados. Tema éste que sin duda será relevado eruditamente en algún momento -si es que no ha ocurrido ya- en alguna tesis universitaria de arqueología histórica relacionada con las catacumbas contestatarias de esa época, y que si están localizadas en la ciudad de Buenos Aires tendrán mayores chances de obtener financiamiento y supervisión de instituciones académicas extranjeras, ¡dada su importancia para las ciencias sociales latinoamericanas![23]
Desde la primavera setembrista pero más aún a mediados de la década siguiente fue aumentando la exposición pública de los "revolucionarios de café", como solía aludirse a ellos por parte de quienes no tenían sus mismas ocupaciones y preocupaciones, por caso los simples frecuentadores de de veredas que terminaban reconociéndolos como parte del paisaje habitual de tal o cual reducto confiteril. Si a eso se añadía tan sólo la visión fugaz de la tapa de alguno de sus libros fetiche, dejado con intencionado descuido sobre la mesa, al lado del cenicero, para poder ser identificado al pasar por los de afuera y los de adentro, es obvio que serían percibidos como estudiantes de izquierda, categoría que empezaba a configurar su correspondiente aureola de connotaciones románticas.
Decir estudiantes de izquierda era referirse a universitarios, ya que los de secundaria todavía no estaban para esas cosas, por más que en 1961 hubiera surgido en colegios secundarios de Buenos Aires –capital y provincia- la organización juvenil Tacuara, fenómeno reproducido en colegios de muchas ciudades grandes y medianas del interior del país. Con todo, éste fue un fenómeno de derechas, pese a las posteriores aventuras por izquierda de Joe Baxter y sus cofrades.[24]
En todo caso, lo que fue notándose cada vez más fue la presencia de rituales de conjura típicos de su condición de izquierdistas, por lo demás inofensivos para el gobierno, como el estar alertas ante cada nuevo parroquiano que entraba; o el pasarse señales o miradas carismáticas de advertencia de algún peligro inminente; el transmitirse la data de cada recién llegado sospechable de pertenecer a "los servicios"; el ponerse de espaldas cada vez que en algún acto público los enfocaba por casualidad una cámara de televisión; etc, etc.
A diferencia de cualquier otro tema de conversación, en los lugares abiertos se hablaba de la revolución con silencios, palabras y medias palabras, con gestos codificados, con giros y modismos rápidamente aprendidos y reproducidos.
Esa estética de conjurados, que en lugar de invisibilizarse producía todo lo contrario, les otorgaba una supuesta identidad que les permitía reconocerse mutuamente hacia dentro y afuera de las múltiples agrupaciones y sectas, en tanto se autogratificaban sintiéndose pioneros del espacio contestatario general, siendo el de cada uno para si mismo el verdadero y el único en poder de la teoría correcta, es decir, de los fines y métodos para llegar a la tan mentada revolución. Y el simple hecho de pertenecer a esas cofradías les otorgaba preeminencias que eran registradas y reconocidas posteriormente por los camaradas.
Aparte de las mesas de los bares, los lugares más frecuentados y típicos de la puesta en escena de esa "militancia" izquierdista fueron los pasillos de las facultades -academias gratuitas, paralelas y eternas de marxismo-, además de las casas de los estudiantes locales y los departamentos y pensiones de los del interior.
En los pasillos tenía lugar una mecánica de captación de los nuevos creyentes para su incorporación a las agrupaciones de izquierda. ¡Qué mejor entonces que los vericuetos universitarios, en las cercanías del centro de estudiantes o en el bar de la facultad para establecer un diálogo abierto con los estudiantes recién llegados, por lo general vírgenes políticamente y con acuciantes ganas de dejar de serlo! Más tarde, cuando ya se había establecido un "contacto", una amistad, o por lo menos una simpatía entre el "activista" y el candidato, la relación podía trasladarse a los alojamientos de los involucrados.
Pero las incorporaciones a la militancia universitaria en las agrupaciones estudiantiles de izquierda eran muy trabajosas y poco numerosas. Eran procesos de ablande lentos, buscando no presionar ni asustar al novato para que no huyera de entrada.[25]
Tampoco funcionaron sin experimentar variaciones en su dinámica, a lo largo de los años, ni con la misma intensidad y entusiasmo, ya que si en los ´60 había que asediar al eventual futuro militante, desde el 72 éste se presentaba espontáneamente y acompañado de otros aspirantes, con decisión y apuro, y con un conocimiento político-ideológico a veces bastante amplio.
Además, en los ´60 era común que en el segundo año de estada en la universidad algunos estudiantes del interior accedieran a dejarse trabajar, no siempre motivados por preocupaciones auténticas de contenido político, ideológico o religioso, sino por otras más sencillas como el deseo de tener amigos, o una novia, o un nuevo sentido de pertenencia y contención mediante su incorporación a esa cosa nueva e inquietante llamada militancia.
De modo que la militancia estudiantil universitaria creció durante los ´60 en consonancia con la expansión del mito de la revolución, de la influencia post mortem de Guevara y de la tesis del compromiso político integral.
Mientras que las tenidas de café de los ´50 y aun de los ´60, sobre todo en Buenos Aires, eran espacios abiertos sui generis, las de los centros estudiantiles eran parte de la militancia universitaria, un subespacio molecular de la vida política nacional, con características de ghetto, que subsistía desde los tiempos de la Reforma Universitaria de 1918. En ese ámbito las "luchas estudiantiles" se imbricaban imaginariamente con las luchas políticas extrauniversitarias que, mediante la "unidad obrero-estudiantil", permitirían llegar a la revolución nacional y mundial.
En los pasillos de cada facultad comenzaba, pues, la tarea formativa de los estudiantes, interpelados silenciosamente primero por sus conciencias vírgenes al entrar en contacto con los mensajes revolucionarios de los carteles de las diversas agrupaciones estudiantiles y de los omnipresentes volantes repartidos en mano a toda hora. Y sobre todo por la ardua labor de esclarecimiento que los militantes más avezados proveían al novato.
En esa tarea cumplían un rol especial las militantes. Cada agrupación colocaba a las más bonitas a repartir volantes y a conversar con los varones que en lugar de seguir el hilo de sus estremecidos cuestionamientos al sistema capitalista les miraban estremecidos las piernas y los pechos conmovedoramente expuestos desde los tiempos de la minifalda. Lo cual causaba la admiración de los muchachos más inocentes respecto a las motivaciones profundas de las militantes ¡Cómo era posible que siendo tan lindas se ocuparan de cosas tan aburridas como la política, y para colmo del marxismo!
De allí que por entonces los más escépticos desconfiaran del proselitismo llevado a cabo por esas militantes de izquierda, verdaderas expertas en la tarea proselitista. De todos modos, en todas las épocas y en todas las universidades existieron estudiantes mujeres que se destacaron por su pasión y por un profundo conocimiento del marxismo, y que no estaban en la militancia por razones frívolas sino por convicciones muy firmes. Eso sí: nunca se sabía qué carrera estudiaban, ni cuánto les faltaba para recibirse, o si ya lo estaban, ni si tenían novio o marido, o si eran solteronas.
En consecuencia, el rol de militantes esclarecidos lo ejercían estudiantes que por lo menos alguna vez lo habían sido y que con el tiempo pasaban a ser percibidos por todo el mundo como estudiantes crónicos.
Pero el paisaje y la dinámica política de las universidades se vieron transformados a partir de la presencia avasalladora de las agrupaciones peronistas, lo cual tuvo lugar aceleradamente desde 1970, y sobre todo desde 1972, por lo que al año siguiente el relato peronista ya era omnipresente en todas ellas.
V
LA JUVENTUD COMO SUJETO SOCIAL Y POLÍTICO
Mientras que la juventud norteamericana se constituyó como sector en la década del ´50, la juventud argentina se reveló como un nuevo sector social identificable en el conjunto de la sociedad recién en la década siguiente. Para ello se valió de sus novedosas características particulares (desenfado, alegría, colorido, sonoridad, etc) y de la conquista de una creciente autonomía frente a las reglas del mundo de los adultos. No obstante, fue consumidora y reproductora de la mítica rebeldía juvenil norteamericana, difundida universalmente por el cine, la literatura, el teatro, los diarios, las revistas, etc.
La idolatría y la imitación de los rebeldes sin causa a lo James Dean, de los duros y difíciles a lo Marlon Brando, de los teddy boys más allá del bien y del mal, y de los teenager a lo Pat Boone, Elvis Presley y Brenda Lee, se extendieron a la indumentaria, el peinado, los gestos, el movimiento, las formas de bailar, pararse y hablar.
Las industrias culturales mercantilizaron comportamientos y representaciones acerca del modo de ser joven a la [norte]americana, creando un mundo burbujeante, presuntamente rebelde para la mirada de los adultos cuando en realidad era complaciente y conformista, mero aturdimiento, alienación gratificante en un eterno presente hedonista dudosamente redimido después por la cultura hippie, mezcla de transgresión, música de rock and roll, romance, ensueño y escapismo, ocasionalmente anarquista y definitivamente pasatista, absorbida y neutralizada por su mercantilización.
Simultáneamente, una parte de la juventud argentina se constituía gradualmente en sujeto político que impugnaba la situación política, económica, social y cultural del país, y al hacerlo también impugnaba el rol mundial de los EE.UU., especialmente en sus relaciones con Argentina, América latina, África, Asia y Oceanía, continentes con los que compartíamos la condición de dependientes y expoliados.
También acá la mayor parte de la juventud integró en los ´60 y ´70 las filas de la cultura hedonista con un levísimo tinte de cuestionamiento a la generación paterna –aquello del conflicto generacional- pero a diferencia de sus pares norteamericanos o europeos no contó con el protagonismo militante de colectivos feministas, en tanto que los homosexuales tuvieron una muy reducida presencia, y lo mismo se aplica al desarrollo de las comunidades hippies locales. Aun así, las diferencias entre éstos y sus homónimos del Norte fueron también numerosas en variados aspectos.
Mientras que ser joven en EE.UU. era una fiesta[26]por ser una sociedad opulenta, privilegiada consumidora de la acumulación de plusvalía periférica –como los militantes juveniles repetían por entonces-, la condición de jóvenes se vivía en Argentina con cierta ambigüedad.
Mientras que el sector juvenil mayoritario se dedicaba a gozar de su novedoso status social existía simultáneamente otro sector mucho más reducido constituido por adolescentes y jóvenes que no compartía las creencias ni los comportamientos de aquellos.
Los integrantes de este sector provenían de todos los estratos sociales pero predominaban los de clase baja. En ellos se produjo un nuevo fenómeno: el llamado de la política, por decirlo de acuerdo a cómo percibían por entonces ese mundo que los atraía. Las razones por las que fue respondido por cada uno de ellos fueron diversas, como veremos más adelante.
Lo cierto es que los jóvenes que participaban o querían hacerlo en la vida política de esos años tenían reflejos entrenados para diferenciarse públicamente de los jóvenes del sector mayoritario. Había en aquellos una cierta incomodidad, molestia y hasta vergüenza de ser confundidos y tenidos por jóvenes o miembros de la juventud, es decir, de aquel sector mayoritario dedicado fundamentalmente a divertirse como supremo interés en la vida.
Como correspondía a un sector social de reciente aparición, la juventud del espacio mayoritario no estaba libre de críticas por parte de sectores etarios superiores. Cuando se produjo el boom televisivo del Club del Clan, unido a la difusión del Twist y del novísimo estilo de indumentaria juvenil, muchos adultos calificaron de "degenerados" (sic) a esos jóvenes. Se trataba, pues, de una presión cuestionadora de su "hombría" en relación con la imagen social consagrada culturalmente como "correcta".
Las aprehensiones juveniles se revelaban frecuentemente en presencia de los adultos, lo que los llevaba a disimular y minimizar su condición adolescente y sus nuevas preferencias estéticas. Por eso, ya en las universidades y con pocos años más se dejaron crecer bigotes y barbas, no sólo porque esa moda venía del hemisferio norte, especialmente con los Beatles, sino porque era un atributo propio de los adultos, ¡aquellos de quienes justamente querían distinguirse!
Por su parte, los otros jóvenes, aquellos que se convertían tempranamente en militantes universitarios también hacían todo lo posible para que su juventud no los delatara. Y por más que los de extracción peronista reivindicaran el sector de la Juventud del Partido Peronista en el seno del Movimiento homónimo ninguno quería ser tenido por joven sino por adulto. De modo que al igual que los anteriores buscaban reforzar su identidad y sus propósitos de ser visibilizados con respeto dejándose crecer el bigote aunque fueran lampiños como un bebé o dejarse barba cerrada al estilo de Guevara.[27]
También se dejaban crecer la melena y la peinaban hacia atrás como supuestamente la habrían llevado los gauchos de las montoneras federales decimonónicas, abandonando la raya al costado y el edulcorado corte de cabello a la americana de Pat Boone[28]que había gozado del aprecio de los padres desde varias décadas atrás.
Ser tenido por joven por parte de los adultos, por el simple hecho de serlo, era para la mirada militante como seguir siendo un mocoso, un borrego, como se decía por entonces, un nene de mamá, alguien de cuyas ideas no habría que fiarse precisamente por su juventud. Por esa razón, los estudiantes-militantes se esforzaban por parecer maduros y merecedores de ser tomados en serio y respetados como los adultos. Y especialmente por ellos.
De modo que tener un puesto en la militancia política estudiantil era tener un medio de visibilización personal, y simultáneamente una manera de legitimar el derecho a sentirse y a ser tenido por adulto sin tener que esperar la cura de la enfermedad de juventud por el simple transcurso de los años. No se quería ni se podía perder tanto tiempo cuando la desmesura que la utopía ofrecía por delante, demandando implícitamente sumergirse en ella, necesitaba de la acción y la prédica de uno ya mismo.
Además, semejante espera no era una salida digna pues prolongaría la etapa de obediencia filial incondicional, así como el acatamiento a la sabiduría paterna, indiscutible en condiciones de desigualdad jerárquica. Prolongar esa minoridad implicaba constreñir su autonomía personal para pensar, decidir y actuar por si mismos.
Así, tener una identidad estética a la moda, es decir alternativa a la socialmente aceptada por el mundo de los adultos, era una suerte de transgresión que compensaba las dificultades de ser escuchado y considerado con respeto por los adultos y los padres en el contexto sociocultural de aquellos años.
Poner en foco la identidad estética como sector social era para esos muchachos una forma de unión para la fuerza, para reclamar que la sociedad enfoque la otra identidad cobrada: la política, la cual también era alternativa y singular.
Ser jóvenes y andar en política era un medio de autoafirmación del yo y una posibilidad de crecimiento y maduración acelerados en todos los planos, justamente en un tiempo histórico que ofrecía espacios de proyección personales, de gran intensidad vital para los jóvenes incontaminados de consumismo, hedonismo y estupidez. Es decir, la posibilidad de convertirse en sujeto y objeto de una estética nueva, rupturista, forzando los tiempos y las lógicas de la realidad, habitualmente percibidos como naturales y correctos.
Una mayor exposición con la consiguiente visualización de los otros creaba una identificación que se terminaba asumiendo como identidad particular aunque fuera común a otros jóvenes, pero fundamentalmente era distinta a la de otros otros: los pasatistas, los que se divertían.
El ingreso a la militancia estudiantil por incorporación a alguna agrupación de las tantas existentes desencadenaba en muchos estudiantes (no en todos) una suerte de duelo de pasaje por abandono de la condición o estado anterior y la pertenencia a un mundo anónimo, adocenado, frívolo y superficial para pasar a asumir otro estado, condición o calidad por ingreso a un nuevo continente social hecho a su medida, personalizado, en el cual se sentirían en plenitud total, intensamente vitales e individualistas dentro de un colectivo-matriz que por serlo se conectaba con otro fenómeno social: el poder, algo totalmente desconocido hasta ese momento por cualquier joven de la época.
En esa transición de mudar de piel, equivalente a morir para volver a nacer, solía vérselos exhibiéndose solitarios en algún café o bar, con aire reconcentrado, leyendo algún libro/fetiche a la vista de todos, después de haber abandonado las amistades anteriores sustituyéndolas por otras nuevas, afines a la flamante condición asumida, algo así como el ingreso a un noviciado. Semejante exposición obraba, de hecho, como un manifiesto visual urbi et orbe.
Una innegable dosis de narcisismo jugaba un papel importante en esa situación, sobre todo cuando se producía la rentrée pública en el pueblo de sus orígenes, durante las primeras vacaciones posteriores a su transfiguración, cumpliendo todos los rituales de la comunicación sutil de su nuevo estado, con un dejo de conmiseración (aparentemente piadosa, en realidad vanidosa e infatuada) por los nobles brutos que permanecerían en el estado anterior más bajo, inmunes a los nuevos signos de los tiempos.
VI
Después del golpe de estado de 1955 había cada vez más jóvenes y más adultos peronistas participando en tareas de agitación política y sindical contra la dictadura y las patronales. Y si bien no estaba cursando un proyecto revolucionario en esos momentos de desorganización y hasta desorientación del movimiento peronista, las tareas desplegadas no eran simplemente fruto del espontaneísmo y el voluntarismo circunstancial sino de las propias dificultades de la reorganización.
Muchos peronistas poblaban las cárceles, otros estaban recluidos en sus casas evitando el hostigamiento oportunista de los civiles que servían de base de apoyo a la dictadura. Sin embargo, lenta y subrepticiamente el movimiento empezaba a moverse.
Entre tanto, las izquierdas festejaban la "caída del Tirano" y seguían debatiendo acerca de la revolución en abstracto, comentando libros de moda sobre revoluciones concretas pero geográficamente lejanas. Por supuesto, en este tipo de ocupaciones descollaban los estudiantes universitarios de todas las sectas y subsectas de izquierda.
Proscripto el Partido Justicialista y encarcelados sus dirigentes, igual que los dirigentes sindicales, era en los lugares de trabajo donde los peronistas se comunicaban, y luego en las casas donde se discutían las tareas a llevar a cabo. Así en las grandes ciudades y en las barriadas populares, donde era más fácil engañar la vigilancia de la policía. En consecuencia, la actividad sindical fue rehaciéndose y recomponiendo sus redes.
Después de un tiempo, la lucha general -táctica y estratégica- la condujo el General, y todos -o la mayoría, como se comprobó bien pronto- se sintieron llenos de ardiente entusiasmo por continuar luchando o por debutar en la lucha, sobre todo los jóvenes que iban produciendo sus identificaciones emocionales con el peronismo cada vez más profundamente.
El gobierno, fuera militar o civil, de facto o constitucional, reprimía duramente la lucha político-sindical del peronismo. Mientras tanto, agotada la etapa de promiscuidad entre fachos y comunistas, cuando se producía algún escarceo de rebeldía estudiantil universitaria Papá Garrote les propinaba unos "chirlos" en la cola para demostrar su autoridad y persuadirlos de regresar a sus madrigueras.
En la práctica se notaba fácilmente la diferencia entre los que hacían política y los que hablaban de ella, algo equivalente a la diferencia entre hablar de la revolución y hacerla. Por cierto, ésta no era moco de pavo; sin embargo, a pesar de contar con tantos expertos revolucionarios marxistas los que movilizaban a los trabajadores peronistas, es decir, a la mayoría popular, eran obviamente peronistas.
Las dificultades para debatir y acordar en el seno de las izquierdas obedecían a las diferencias ideológicas y políticas entre los unos y los otros. Las diferencias de clase entre la pequeña burguesía y la clase trabajadora configuraban un abismo entre ambas, en términos similares a la contradicción decimonónica "civilización o barbarie". Sin embargo, estoy convencido de que el odio de clases era el de la oligarquía hacia el pueblo pero no a la inversa.[29]
En 1957 nació la Juventud Peronista, la organización y el sector más dinámico e inquieto, después de los sindicatos de las 62 Organizaciones Peronistas, al interior del Movimiento Peronista. De ella, como de los sindicatos, surgirán de a poco los jóvenes peronistas que transformarán el movimiento en todos los aspectos durante la Resistencia; fenómeno que llevará a Perón a efectuar una lectura muy profunda de los cambios que se estaban produciendo a nivel mundial, y en consecuencia a aggiornarse y aggiornar el movimiento.
En los ´60, tras la caída de Frondizi, el frente sindical comenzó a resquebrajarse al compás de la crisis del movimiento peronista en torno a la disputa por la conducción del movimiento obrero y sus definiciones y posicionamientos políticos e ideológicos, habida cuenta de la existencia de una tendencia neoperonista colaboracionista (el peronismo sin Perón), flexible a la negociación con los factores de poder saltando por encima del conductor.[30]
Básicamente el enfrentamiento discurría entre algunos sindicatos poderosos de las 62 Organizaciones y otros que a poco andar serían llamados "combativos", y que confluirían en una nueva central obrera: la CGT de los Argentinos, con la cual se alineó inmediatamente la Juventud Peronista.
Mientras tanto iba entrando en las universidades la generación de los hijos de los peronistas de la primera época, así como también de jóvenes provenientes de la clase media que optaban por la línea nacional, es decir, por el peronismo, que a finales de la década será definido por Perón como socialismo nacional.
Esa entrada incipiente de hijos de obreros en la universidad oligárquica fue dura para éstos ya que el alumbramiento de su propia conciencia política no sería espontáneo ni inmediato. Allí se ocultaba la condición de hijos de obreros y de hijos de peronistas. Existía un resentimiento larvado en esos muchachos por tener que ocultar lo que para ellos era lo bueno, lo bueno que les habían contado sus padres. Ese resentimiento era dolor de los hijos en si mismos pero también dolor por sus padres, despreciados como sujetos políticos por el sistema.
El contexto favorecía ese dolor oculto pues las universidades enseñaban todo en contra del peronismo y de la línea nacional, mientras que el marxismo era tolerado a cambio de actuar obstaculizando su ingreso tanto real como simbólico a sus aulas.[31]
Desde el comienzo de la Resistencia comenzó a desarrollarse una profundización ideológica y una opción por las vías de acción directa, recogiendo la influencia de múltiples movimientos políticos y sociales similares en el mundo colonial, especialmente en Argelia y en Cuba, en el contexto de la descolonización mundial, por lo que llegará un momento en que se improvisarán los primeros intentos de lucha armada guerrillera en el país, tanto de inspiración marxista y externa como peronista y local; y todas serán rápidamente reprimidas.
Pero en 1966, con la Conferencia Tricontinental de La Habana la opción armada se discutió con mayor profundidad, mientras se tornaba crecientemente atractiva para las juventudes del Tercer Mundo. E inmediatamente se concretó siguiendo el ejemplo de Guevara en Bolivia. A partir de su muerte en 1967 la opción guerrillera se volvió imparable en América latina. Y en Argentina se presentó con las FAP y el ERP antes de la aparición espectacular de Montoneros con el secuestro y ajusticiamiento del gral. Aramburu, aquel golpista del 55 y fusilador del 56.
Desde entonces la vía revolucionaria quedó instalada en la vida cotidiana con dramática intensidad, aumentando el número de organizaciones armadas en los años siguientes y las acciones insurreccionales de la militancia de superficie en diversos lugares del país, incluyendo también organizaciones de izquierda en proceso de nacionalización de sus concepciones.[32]
Sin embargo, la gran mayoría del pueblo y de los peronistas en particular permanecía al margen o rechazando ese desarrollo ideológico y su consiguiente metodología centrada en la violencia revolucionaria[33]los cuales se circunscribían a los ámbitos de la militancia política, sindical y universitaria de la línea combativa, opuesta a la burocracia sindical de la CGT donde anidaba una derecha sindical peronista que se estaba armando –con armas– rápidamente. Además, esta polarización ocurría en las grandes ciudades y no en el interior ni en los pueblos y parajes pequeños, pues en los primeros estaba la mayor cantidad de habitantes. Pero aún en la zona más densamente poblada, la gente de a pie, la que trabajaba y no se metía en política aun siendo peronista rechazaba en general la violencia y temía en su intimidad el crecimiento de la opción revolucionaria.[34]
Por otra parte, millones de jóvenes peronistas del montón, a lo largo y a lo ancho de la Argentina, también vivían en cotidiana rebeldía por necesidad, ajenos a la estética del rebelde abstracto y sin tampoco sentirse juventud en el concepto a la moda, pero -a diferencia de los peronistas universitarios- por estar acostumbrados a pasar sin transición de niños a hombres y mujeres adultos, siendo conscientes de su situación de clase y de su explotación como fuerza de trabajo, por lo cual más tarde o más temprano se convertirían en protagonistas políticos de la historia grande, pero de una forma distinta a la de aquellos.
VII
Dejo en suspenso la pregunta acerca de la necesidad real de hacer la revolución en la Argentina de esos años. Concretamente esa clase de revolución marxista/violenta, por más que la violencia imperialista y los golpes de estado en todo momento parecían justificarla, y pese a que no se considere habitualmente como revolución a otra cosa que no instale el comunismo, ya que, supuestamente, sin violencia no se puede conquistar el poder Pero ¿a qué clase de poder se referirá esa premisa?[35]
Lo cierto es que los aires revolucionarios se expandían cada vez más rápidamente por América latina, pudiendo leerse a través de múltiples referencias concretas y simbólicas que iban perfilando una estética revolucionaria.
La revolución, o mejor aún lo revolucionario, se presentaba por medio de determinados signos. Uno de ellos era la sobrevaloración de lo colectivo frente a lo individual. Se trataba de un ingrediente imprescindible en todo proceso colectivo, revolucionario o no, que por entonces competía con los mensajes individualistas del consumismo y del hedonismo esenciales al sistema capitalista internacional, remitiendo a toda clase de colectivos sociales: los compañeros (como la película de Mario Monicelli), la agrupación, el sindicato, el movimiento, el partido, la columna, la brigada, la montonera, las masas, el pueblo, la nación, la humanidad. Por medio de ellos y de sus denominaciones se expresará la identificación, la pertenencia, la referenciación, la solidaridad y la inmersión del individuo y lo individual en lo colectivo y social.
Cada uno debía pertenecer a un colectivo para no pecar de individualista -calificación lindante con el oprobio-, egoísta, solitario o encerrado en una caja de cristal. La soledad era una opción mezquina que se terminaría pagando muy caro. El individualismo sólo traía el rechazo de los demás y el consiguiente olvido. En cambio, la pertenencia a un colectivo militante, comprometido socialmente con una causa justa permitiría la realización personal integral.[36]
El cine, la literatura, la poesía, las canciones de protesta, el folclore, referenciaban constantemente sujetos y motivaciones colectivos y solidarios en desmedro de otros basados en la exaltación del individualismo pasivo, hedonista, y de sus motivaciones tradicionales, las cuales eran vistas y criticadas no sólo por su supuesta falta de compromiso social sino también subestimadas estéticamente. Asimismo, se iba pasando de los escenarios locales y nacionales a los latinoamericanos, buscando una compartida esencia político cultural unificadora en tan amplia geografía.
Desde el campo de la militancia política en general, la presencia y las concepciones de los hippies (tanto los locales como los del hemisferio norte) eran consideradas negativamente como expresión individualista, hedonista y escapista. No obstante, se retaceaba la formulación expresa de esas críticas y se prefería no tomarlos en serio para no verse obligados a computarles algo a su favor, como podía ser su cuestionamiento a la realidad cosificante de la sociedad consumista, cosa que sí se reconoció veinte años más tarde, cuando ya el movimiento hippie había desaparecido.
Y sin embargo, los hippies y los jóvenes idealistas no eran totalmente distintos, ambos tenían esencias en común aunque mutuamente no gustaran de sus respectivas estéticas; por ejemplo, un espíritu dionisíaco y romántico que ambos proyectaban de formas diferentes.
El anticonvencionalismo fue otra propuesta de los hippies norteamericanos que adoptaron en todas partes, a través de las canciones, la indumentaria y el comportamiento intersexual rupturista y transgresor, siendo la cultura hippie quien más entusiasta y profundamente lo llevó a la práctica. Sin embargo, este valor nuevo no quedó reducido al marco de esa cultura ya que por su relación con la propuesta del valor autenticidad que abarcaba sectores mucho más amplios que aquellos informaba los presupuestos contestatarios antisistema, especialmente los de los jóvenes militantes políticos revolucionarios y los de muchos intelectuales y artistas abonados a la tesis del compromiso en el arte y en el pensamiento en general.
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