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El imaginario del conquistador español (página 3)

Enviado por enrique viloria vera


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Lentamente la institución represiva fue tomando cuerpo: "El Papa reconoció y mantuvo la autoridad de los obispos, y por largo tiempo fueron ellos los únicos jueces en sus diócesis, sin perjuicio de ejercer el Pontífice su potestad en ciertos casos; pero, sin negar ni destruir esa autoridad episcopal se nombraron inquisidores, como delegados especiales del Papa, para investirlos de una respetabilidad suprema y de las máximas garantías. Por su parte, los reyes y emperadores señalaron en sus leyes desde tiempos antiguos penas contra los herejes, tanto más cuanto que la herejía iba generalmente acompañada de delitos comunes, cuya persecución y castigo correspondía al poder civil." (Sosa Llanos, 2005:8)

Fue el Papa Gregorio IX  quien a través de tres diferentes bulas papales le otorgó su configuración definitiva, y el Papa Urbano IV quien le confirió su autonomía operativa, al nombrar, como inquisidor general del mundo católico, es decir, la máxima instancia de apelación de las diócesis nacionales, al Cardenal Juan Cayetano Ursino, con el cometido de resolver todas las consultas sin necesidad de acudir a la Santa Sede, salvo en casos muy especiales. 

En España, la herejía cátara tuvo un impacto menor que el experimentado por la Francia de hoy, los reyes aragoneses persiguieron a algunos militantes de la secta de Albi, sin embargo, fue la expulsión y persecución de medio millón de  judíos así como la larga Guerra de Reconquista contra los moros, las que alimentaron los tribunales y las hogueras de la Inquisición Española que se fundó en 1478 a propuesta del rey Fernando V y la reina Isabel I. Para poder aplicarla a todos los habitantes del reino, los Reyes Católicos promulgaron la pragmática (una ley) de conversión forzosa. Así, judíos y musulmanes debían convertirse al cristianismo o marcharse del reino. En 1492 los judíos que no se habían convertido fueron expulsados. Los musulmanes, mayoritariamente, se convirtieron (los denominados moriscos) junto con algunos judíos. Son los cristianos nuevos, pero la sociedad sospecha que muchas de  estas conversiones no habían sido sinceras, y en algunos casos no lo fueron. Como oficialmente los conversos ya eran cristianos, la Inquisición tenía poder para actuar contra ellos. Las tensiones con los moriscos se irán acentuando hasta su expulsión en 1609. En efecto, como bien lo subraya Carlos Fuentes. "la Inquisición ganó fuerza a medida que extendió su persecución no sólo contra los infieles, sino también contra los conversos. De  hecho, frenó la conversión y obligó a los restos de la comunidad judía en España a volverse más intolerante que los propios inquisidores a fin de probar su fidelidad ortodoxa. La paradoja suprema de esta situación sin salida es que los judíos conversos se convirtieron en muchas ocasiones en perseguidores de su propio pueblo y rabiosos defensores del orden monolítico. El primer inquisidor general de Castilla y Aragón, Torquemada, pertenecía a una familia de judíos conversos: tal es el celo de los convertidos." (Fuentes, 1997:119)  

 La Inquisición Española  luchó luego contra los reformadores luteranos con la misma intensidad que la caracterizó en la caza y persecución de judíos, moros, marranos y moriscos. La Inquisición en España fue abolida en 1843, dejando detrás de sí una secuela de temor ante sus extendidas prácticas y ejecuciones, entre las que se contaban sus categóricas y drásticas acciones:  

1.    Contra la fe y la religión: herejía, apostasía, bigamia, blasfemia.

2.     Contra la moral y las buenas costumbres: bigamia, lectura, comercio y posesión de libros e imágenes prohibidas por obscenas.

3.    Contra la dignidad del sacerdocio y de los votos sagrados: decir misa sin estar ordenado; hacerse pasar como religioso o sacerdote sin serlo; solicitar favores sexuales a las devotas en confesión.

4.      Contra el orden público: lectura, comercio y posesión de libros de autores subversivos – sobre todo los revolucionarios franceses -, lectura, comercio y posesión de libros de autores contrarios a la Corona, a España o a la Iglesia.

5.      Contra el Santo Oficio: en este rubro se incluía toda actividad que en alguna forma impidiese o dificultase las labores del tribunal inquisitorial, así como aquellas que atentasen contra sus integrantes.

  El espíritu caballeresco y de aventura 

                                                                          "Vete a Las Indias, hijo mío. No son mentiras las

                                                                            hazañas de Amadises y los Galaores que

                                                                            eternamente habíamos tenido por invenciones. Ni

                                                                            son patrañas las proezas griegas y romanas que

                                                                            glosan los trovadores. Ni son fantasías los

                                                                            mundos fabulosos que miramos cuando

                                                                            soñamos. En Las Indias los ríos y los lagos

                                                                            semejan encarcelados mares de agua dulce.  De

                                                                            cuyas profundidades ascienden en la noche 

                                                                            hidras de muchas cabezas que resoplan

                                                                            llamaradas por sus muchas narices."

                                                                                                                       Miguel Otero Silva

Con acertado criterio José Luís Romero precisa que en la Alta Edad Media se produjo una transformación fundamental en el imaginario del caballero medieval que se tradujo en el descubrimiento del encanto de la aventura para obtener la ansiada fama caballeresca.

En este sentido, el historiador español precisa que la lucha señorial caracterizada hasta el momento por la estrechez de miras y horizontes experimenta un cambio sustancial y definitivo: "el enemigo era el extranjero (…) o el vecino (…) Nadie sabía qué comenzaba más allá del bosque o la colina, más allá del mar desconocido. La ignorancia había poblado la lejanía de misterios, y la imaginación se prestaba a recibir las más absurdas noticias acerca de lo que constituía el mundo remoto (…) Tras mucho tiempo de rigurosa incomunicación, los señores del occidente de Europa empezaron a soñar con ejercitar su brazo en ambientes llenos de misterioso encanto y seguramente pletóricos de riquezas y aventuras. Fue lo mismo que, poco después, impulsó a misioneros y mercaderes (…) a errar de ciudad en ciudad buscando en cada una de la inesperada novedad, el signo de un mundo insospechado, la idea desconocida, la joya nunca vista, el ritmo desusado y hasta la faz casi inconcebible del sarraceno. Todo el trasmundo misterioso, la realidad incognoscible, parecía poder ofrecer su signo escondido en un recodo, más allá de la colina, donde nada se oponía a que se escondiera el trasgo de la hechicera, el monstruo, el palacio encantado. Cada caballero era un Lancelot en potencia, un Boemundo, un Tancredo, un Ricardo Corazón de León."  (Romero, 2001:155)

Jacques Le Goff, por su parte, para hacer más palmaria esta sed de aventura y fama del caballero medieval, afirma que la concepción de lo maravilloso aplicable a nuestro conquistador se corresponde con el concepto de mirabilia, es decir, con la concepción de lo maravilloso expresado en un universo plural de objetos, en un conjunto de cosas o sucesos – asombrosos, mágicos o milagrosos – que más que una categoría de pensamiento propiamente dicha se ordenaba alrededor de una serie de imágenes y de metáforas de orden visual.

Una literaria apreciación de esta sed de aventura y gloria en el medioevo nos es ofrecida por Baudolino, el personaje de Umberto Eco, quien largamente confiesa haberle dicho al señor Nicetas: "…también inventé, le hablé de ciudades que nunca había visitado, de batallas que nunca había combatido, de princesas que nunca había poseído. Le contaba las maravillas de las tierras donde muere el sol. Le hice disfrutar de ponientes en la Propóndite, de reflejos de esmeralda en la laguna veneciana, de un valle de Hibernia, donde siete iglesias blancas se extienden a orillas de un lago silencioso, entre ovejas igual a las blancas; le conté como los Alpes Pirineos están cubiertos siempre por una mullida sustancia cándida, que en verano se deshace en cataratas majestuosas y se desperdiga en ríos y arroyos a lo largo de pendientes lozanas de castaños; le dije de los desiertos de sal que se extienden en las costas de Apulia; le hice temblar navegando mares que nunca había navegado…" (Eco, 2001:408 y 409) Baudolino hubiese sido con propiedad uno de los mayores Cronistas de Indias, todo el tiempo narrando sus invenciones tomadas  de la  palpable realidad americana.    

Esta búsqueda de maravillosas aventuras allende las ciudades amuralladas y protegidas de la España Medieval es impulsada por las célebres Novelas de Caballerías tan en boga en la etapa del descubrimiento y la colonización del Nuevo Mundo, y se concreta, ingenua y generosa, en Las Crónicas de Indias que recogen ese imaginario pletórico de semejanzas vistas y de metáforas aprendidas que también estuvo a bordo de las carabelas tripuladas por nuestros intrépidos y osados conquistadores españoles.    

1.                  Las Novelas de Caballerías

Según Sebastián de Cobarrubias, en su obra de 1611 Tesoro de la Lengua castellana o española, los Libros de Caballerías "son aquellos que tratan de hazañas de caballeros andantes, ficciones gustosas y artificiosas de mucho entretenimiento y poco provecho, como los libros de Amadís, de Don Galaor, el caballero de febo y los demás." 

Los  estudiosos de estas novelas de caballerías añaden que además de celebrar las hazañas fabuladas de los caballeros andantes: Amadís, Palmerín, el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, los doce pares de Carlomagno, Romancero, exhiben, en contraposición a la fiereza de casaca, a la violencia guerrera, el masoquismo amoroso inspirado en el medieval amor cortés.

Mario Vargas Llosa, por su parte, en el prólogo a la Edición del IV Centenario de Don Quijote de la Mancha, expresa que: "los libros de caballerías son narraciones que tienen como protagonista al caballero andante y cuya acción o trama es, esencialmente, una sucesión de hazañas, pero que son "ficciones". Esto último parece esencial: si los elementos no son ficticios (o sea si el protagonista ha existido y las hazañas se han realizado), la narración ya no es un libro de caballerías, sino un libro de historia y merecería el grave nombre de "crónica"."

En coherencia con los criterios expuestos, los analistas de estas obras de ficción caballeresca señalan que principales características son las siguientes:

·                      Ficciones de primer rango: Importan, en consecuencia, más los hechos que los personajes arquetípicos y planos, que son traídos y llevados por la acción, sin que ésta los cambie o los transforme y sin que importe demasiado sus rasgos psicológicos.

·                     Estructuras abiertas: Son inacabables aventuras, abren la ocasión para infinitas continuaciones posibles; expresan  la necesidad de hipérbole o exageración, la amplificación sucesoria está presente en las sagas, es decir que  cada generación subsiguiente tiene que superar las hazañas, hechos de armas o fama de su progenitor. En general,  los héroes son inmortales, siempre existe un camino abierto para nueva salida. Exista igualmente una total falta de verosimilitud geográfica, su espacio es la imaginación lógica.

·                     Búsqueda de honra, valor, aventura a través de diferentes pruebas físicas. Se basan en estructuras episódicas donde el héroe pasa por distintas pruebas de valentía y arrojo  inverosímiles. Casi siempre la motivación principal del caballero es fama y amor.

·                     Idealización del amor del caballero por su dama: Verdadera expresión del amor cortesano, sumisión a la dama, idolatría rayana en el masoquismo cargada de relaciones sexuales fuera del matrimonio que terminan en un final feliz.

·                     Violencia glorificada.  El valor personal  se expresa con hechos de armas: combates individuales entre señores para conseguir la fama; o bien  torneos, ordalías, duelos, batallas con monstruos y gigantes. Todo ello además para contar con el favor de la amada.

·   Nacimiento ilegítimo del héroe: Usualmente el protagonista es hijo espurio de padres nobles desconocidos – las más de las veces reyes -,  por su propio destino debe hacerse héroe, ganar fama y merecer su nombre. En muchas ocasiones su espada mágica, todopoderosa, está dotada de poderíos sobrehumanos, y goza del favor de algún mago o hechicero partidario.

Los sesenta y tres libros de caballerías más celebrados,  los cuales contaron con innumeras ediciones y traducciones, se suelen clasificar en pertenecientes a ciclos o sagas, o sueltos. Entre los primeros los correspondientes a ciclos principales, que pueden contener otros subciclos, son los siguientes:

·                     Ciclo de Amadís de Gaula

·                     Ciclo de Belianís de Grecia

·                     Ciclo de Clarián de Landanís

·                     Ciclo de la Demanda del Santo Grial

·                     Ciclo de Espejo de caballerías

·                     Ciclo de Espejo de príncipes y caballeros o El caballero del Febo

·                     Ciclo de Felixmagno

·                     Ciclo de Florambel de Lucea (Francisco de Enciso Zárate)

·                     Ciclo de Florando de Inglaterra

·                     Ciclo de Floriseo

·                     Ciclo de Lepolemo o el Caballero de la Cruz

·                     Ciclo de Morgante (Traductor-autor: Jerónimo Aunés)

·                     Palmerín de Inglaterra (Traductor-autor: Miguel Ferrel)

·                     Ciclo de Palmerín de Olivia

·                     Ciclo de Renaldos de Montalbán

·                     Ciclo de Tristán de Leonís

Entre los llamados sueltos que no corresponden a sagas o series figuran Arderique (del bachiller Juan de Molina), el antiguo Libro del caballero Cifar, Cirongilio de Tracia (de Bernardo de Vargas), Claribalte (de Gonzalo Fernández de Oviedo), Cristalián de España (de Beatriz Bernal), Febo el troyano (de Esteban Corbera), Felixmarte de Hircania (de Melchor Ortega), Florindo (de Fernando Basurto), el anónimo Guarino Mesquino, Lidamor de Escocia (de Juan de Córdoba), Olivante de Laura (de Antonio de Torquemada), los anónimos Oliveros de Castilla y Philesbián de Candaria, Policisne de Boecia (de Juan de Silva y de Toledo), Polindo, el famoso Tirante el Blanco de Joanot Martorell y Martí Joan de Galba, y Valerián de Hungría (de Dionís Clemente). (Fuentes varias)

A los efectos de nuestro análisis del imaginario del conquistador español, vamos a poner el énfasis en el quinto libro de la saga del Amadís de Gaula: Sergas del Esplandián que tanta influencia tuvo en los conquistadores españoles del Nuevo Mundo, cuyo autor fue Garci Rodríguez de Montalvo.

La novela, cuyo título significa Las hazañas de Esplandián, relata las aventura

s de este caballero,  el hijo primogénito de Amadís de Gaula y la princesa Oriana de la Gran Bretaña. Narra numerosos rebates del héroe con gigantes, nobles siniestros y hasta con su propio progenitor, Amadís, quien le desafía para probar su valor, sin que Esplandián conozca su identidad. También se describen los castos amores del protagonista con la infanta Leonorina, hija del Emperador de Constantinopla, y el terrible cerco de los musulmanes a esa ciudad, que concluye finalmente con la victoria de los cristianos. Al término de la acción, Esplandián contrae nupcias con Leonorina, y el Emperador de Constantinopla abdica la corona en su favor, todo para un final cortesanamente feliz, como de película norteamericana.

Una de las denominaciones de las comarcas ficticias incluidas en Sergas del Esplandián, es el de la Ínsula California, el real señorío de Calafia, Reina de las Amazonas, que como hoy sabemos alcanzó singular notoriedad cuando los conquistadores españoles lo asignaron a una vasta y actual región de México y los Estados Unidos. En este sentido, Uslar Pietri señala su popularidad entre los hispanos venidos al Nuevo Mundo convencidos de la necesidad de conquistar el mítico Reino de  las Amazonas, sobre este particular Uslar comenta: "El gran auge de los libros de caballería coincide con el comienzo de la empresa de Indias. Amadís de Gaula, que fue el modelo definitivo del género, apareció bastante antes de que Cortés saliera a la conquista de México. En las cartas y documentos de los conquistadores aparece con frecuencia el recuerdo de los libros de caballería. Uno de los más populares fue el de las Sergas del Esplandián, que narraba las descomunales aventuras del hijo de Amadís. Una de las mayores aventuras del Esplandián fue su tentativa de conquistar el reino de las amazonas. Las amazonas del libro español eran, en el fondo, las mismas del mito antiguo, pero con algunas importantes novedades. La reina guerrera ostenta un nombre nuevo que va a tener,  gracias a la Conquista, enorme resonancia histórica y geográfica. La reina se llama Calafia y su país California. Los españoles creen que pueden encontrarlo dentro de la desconocida e imaginaria geografía americana." (Uslar Pietri, 1996: 408).

A pesar de que generalmente se le ha considerado inferior al gran libro Amadís de Gaula, la obra de Rodríguez de Montalvo tuvo una gran popularidad entre los conquistadores del Nuevo Mundo, como lo demuestra el elevado número de ediciones acreditadas: Sevilla (1510), Toledo (1521), Roma (1525), Sevilla (1526), Burgos (1526), Sevilla (1542 y 1549), Burgos (1587), Zaragoza (1587) y Alcalá de Henares (1588).  Vargas Llosa lo considera un verdadero acierto y Uslar Pietri resalta su importancia en el imaginario del conquistador ibérico.

2.                  Las Crónicas de Indias

Después del descubrimiento de América por los españoles, se conoció un conjunto de relatos llamados Crónicas de Indias que informaban sobre la geografía y el modo de vida de los pobladores americanos y de las colonias.

Estas crónicas fueron sin duda reflejo de la realidad del Nuevo Mundo vista con los ojos del imaginario medieval que los conquistadores habían alimentado en la vieja Europa, fruto de las lecturas de los bestsellers de la época: las novelas de caballerías. En esta misma perspectiva, José Ramón Medina señala que: "el hombre que como descubridor, como conquistador, como emigrante o como viajero llegó a América, al mismo tiempo que se siente sumido en la realidad nueva, que se americaniza, va revistiendo su mundo, tan extenso, con las imágenes y las voces de su mundo familiar. América es en cierto sentido un mundo nuevo, enteramente nuevo pero irreductible: En otro sentido, es también una nueva Europa. (Medina, 1992: XXI).

Junto a Medina, Horacio Jorge Becco realiza en el libro Historia Real y Fantástica del Nuevo Mundo una excelente sistematización temática (Fabulación Imaginera y Utopía del Nuevo Continente)  de aquellos textos europeos que contribuyeron a escribir el conjunto de libros que hoy conocemos como las Crónicas de Indias. En este sentido, Becco organiza las crónicas de acuerdo con los siguientes criterios para incluir, en su respectiva categoría, a los diferentes cronistas del Nuevo Mundo.

·                     Descubrimiento del Nuevo Mundo: Inicia su compendio el autor, como es lógico suponer,  con el Diario del Almirante que recoge las maravillas que tanto impresionaron a Colón en forma de verdor inusitado, de pájaros nunca vistos y de ríos del tamaño del mar. Añade el compilador La Carta del 18 de junio de 1500 dirigida por Américo Vespucio a su mecenas Lorenzo de Medici, en la que también da cuenta de su sorpresa y estupefacción ante las realidades botánicas y animales, en especial, sus pájaros y peces. Incorpora también en este rubro Las Tradiciones y creencias de la isla de Haití del catalán Fray Ramón Pané así como las crónicas vertidas por Gonzalo Fernández de Oviedo en su texto De otras muchas particularidades, algunas  de ellas notables, de la isla de Cubagua. 

·                     Una naturaleza desbordante: Rica y variada es la inclusión de los narradores que incorpora Becco en esta categoría de las Crónicas de Indias.. Incluye escritos de Fray Bartolomé de Las Casas, Pedro Mártir de Anglería, Fray Toribio de Benavente (Motolimía), Bernardo de Sahagún, José Luis de Cisneros, Fray Pedro de Aguado, Joseph de Acosta, Juan de Cárdenas, Antonio Vásquez de Espinosa y Antonio de la Calancha. Recoge el compilador la maravilla que suponen entre otras expresiones de la desbordante naturaleza del Nuevo Mundo: la luz de los cocuyos, el peligro de tigres y leones, las orquídeas, el cardo o el maguey, las anguilas, la esmeralda, el ámbar o la fuerza del viento y la explosión súbita de los volcanes.

·                     Tierra sin horizonte: Constituida básicamente por las crónicas realizadas por Alvar Nuñez Cabeza de Vaca y Fray Antonio Tello en las ilimitadas tierras de la actual Norteamérica, para asombrase, en su caso concreto, de las víboras, de las sabandijas y alimañas, de los alacranes y las arañas que las habitan en extraña convivencia con indios nómadas, bisontes y venados también sin fin.

·                     Mesoamérica y sus grandes culturas: Según Becco "un gran conjunto de textos penetran en las más variadas manifestaciones del hacer cultural de su tiempo"  y para demostrarlo selecciona fragmentos de las crónicas de Bernal Díaz del Castillo, Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Fray Toribio de Benavente, Girolamo Benzoni, Pedro Cieza de León, Pedro Diego de Landa, López de Gómara, Andrés Pérez de Ribas y del cosmógrafo erudito Carlos de Sigüenza y Góngora. Además de la natural exuberancia de parajes, lagos y montañas, los cronistas se extasían ante la obra de ingeniería de los habitantes de esas comarcas: sus edificios, sus plazas, sus pirámides, sus templos, sus torres, sus murallas, sus puentes, dejan boquiabierto y sin comprensión a más de uno de los atrevidos conquistadores.

·                     Bestiario de Indias: Con indudables antecedentes en Ptolomeo, Plinio, Marco Polo y hasta en las cartas del Almirante de la Mar Océano, autores como Américo Vespuci, Gonzalo Fernández de Oviedo, Pedro Mártir de Anglería, Bernardino de Sahagún, Joseph de  Acosta, Fernâo Cardim, Gutiérrez de Santa Clara, Garcilaso de la Vega (el Inca), Bernabé Cobo, Pedro Mercado y José Gumilla dan buena cuenta de tortugas, vicuñas, tragavenados, tembladores, dantas, caimanes, tucanes y colibríes, y hasta de "los hombres marinos que hay en el mar", sin olvidar a los "hombres con rabo o con cabeza de perro, o acéfalos" que tanto se emplearon en los grabados e ilustraciones de época para representar al buen salvaje americano.

·                     Tierra Firme: Se trata en este acápite, de "las páginas sobre un amplio territorio que estaba limitado al norte por el mar Caribe, al este podría decirse que por el Océano Atlántico, contenía la Selva Amazónica y las extensas playas del suelo brasileño, mientras al oeste también el Océano Pacifico era su marco natural." (Becco, 1992: XXXVII) Esta Tierra Firme se comenta en textos de cronistas diversos y dispersos en la ancha extensión de tierra conquistada. Gonzalo Jiménez de Quesada con sus crónicas sobre el Nuevo Reino de Granada,  Francisco López de Gómara  con Las Costumbres de Cumaná, José de Oviedo y Baños comenta el Sitio y calidades de la Provincia de Venezuela, Jacinto de Carvajal hace lo propio en su descubrimiento del Río Apure, y hasta Sir Walter Raleigh aporta su fantasía americana en su conocido libro El descubrimiento del grande, rico y bello imperio de Guayana. Todo ello sin contar los valiosos aportes de José Gumilla sobre el sur venezolano o la Historia de Juan de Quiñónez (tomada de una obra de Fray Juan de Santa Gertrudis) donde se habla de una montaña cubierta de oro que dio origen al mito por antonomasia del Nuevo Mundo: El Dorado, que tantas andanzas y aventuras originó en unos conquistadores tan ávidos de riquezas como de fama y aventura.

·                     El Imperio Andino: Señala el compilador que la lista de cronistas sobre esta civilización andina es larga y prolija, aunque no deja de destacar las singulares aportaciones hechas por Pedro Sánchez de la Hoz, Francisco de Xerez, Pedro Cieza de León, Joseph de Acosta; El Inca Gracilaso, Felipe Guzmán Poma de Ayala, Juan Rodríguez Freyle, Alonso Carrió de la Vandera que suman sus novelas a los dos cronistas fundamentales del Imperio Andino: Gonzalo Fernández de Oviedo y Francisco López de Gómara. Por supuesto que en estas andinas crónicas no pueden faltar los temas geográficos y descriptivos de lugares como Cajamarca, el Cuzco, al lago de Titicaca, las montañas que casi tocan el cielo, las nieves mullidas de los Andes, la meseta desolada y el impresionante Templo del Sol.

·                     Los Grandes Ríos: ¿Cómo no pudieron fascinarse esos europeos  de vertientes menguadas con el caudal y amplitud del Amazonas, el Orinoco, el Río de la Plata, las cataratas de Iguazú, los ríos Apure, Paraná o Paraguay, si todavía a nosotros que los tenemos al alcance de la vista nos embrujan y sorprenden? Así le ocurrió con justificada emoción, en tiempos de atribulada conquista, a comentaristas como Fray Gaspar de Carvajal, el jesuita Cristóbal de Acuña,  Ulrico Schimdel,  Antonio Pigafetta y a tantos otros semejantes que vinieron al Nuevo Mundo para enumerar, luego por escrito, su estupefacción ante ríos como mares de agua dulce, empezando por las jácaras del primer alucinado por el Nuevo Mundo, el llamado Cristóbal Colón.

·                     Mirando al Pacífico y el Extremo Sur: Chile, los araucanos y sus más lejanos paisanos, los patagones, también fueron también objeto de crónicas y narraciones más tardías por parte de los pertinaces cronistas de Indias.  Hernando de Magallanes, Juan Ladrillero y el padre Juan de Areizaga hacen, al igual que muchos de los comentaristas ya nombrados en otras latitudes americanas, el trabajo de recoger lo que vieron con los ojos de la imaginación y con la mirada de la inteligencia. Refiriéndose a los patrones recuerda Becco: "serán las figuras que describen aquellos gigantes con sus caras pintadas con diversos colores, blanco, rojo, amarillo cubiertos con mantas de guanaco. Se trata, bien lo sabemos, de hombres corpulentos que daban la impresión al estar recubiertos por las pieles que le caían hasta el suelo. El nombre de patagón les fue aplicado recordando a un monstruo que figura enPrimaléon." (Becco, 1992: XLIV). 

Guillermo  Morón, en relación con las Crónicas de Venezuela, recuerda que: "En nuestros suelos americanos los primeros en sorprender esa realidad y transformarla en literatura son los escritores de los siglos XVI, XVII y XVIII, los llamados cronistas. Sin salirnos de Venezuela están (…) Pedro de Aguado, Pedro Simón, José de Oviedo y Baños, José Gumilla, y principalmente Simón, un extraordinario escritor de la lengua, un magnífico creador de novelas en medio de su prosa de las largas Noticias Historiales. Allí está la raíz del fenómeno, en forma natural, sorprendido por el ojo del cronista – fabulador por la realidad mágica, por lo real maravilloso de todo cuanto hay en América, paisaje, cultura, palabra viva, hombre." (Morón, 2007: 258).  

3.                  Los mitos americanos                 

Esta apelación al imaginario por parte de unos conquistadores españoles carentes de instrumentos objetivos de interpretación de la nueva realidad geográfica y humana americana, es también subrayada por el historiador Demetrio Ramos Pérez. En efecto, según su opinión, los españoles pasaron por cuatro etapas en su acercamiento al Nuevo Mundo: la de las ideas racionales operativas, la de las sugestiones alucinantes que determinaron su gran desazón, el brotar del mito dormido y la reversión, es decir, la vuelta a las ideas racionales.

Veamos con más detalle cuáles fueron esos mitos que se avivaron con el contacto del imaginario español, forjado básicamente por la lectura y difusión de las Novelas de Caballerías, con esa nueva realidad alucinante y desconocida que después tomaría el nombre de América.

A.                                                                  La Edad de Oro

Durante muchos siglos, el mito de la Edad de Oro ha estado presente en la imaginación de aquellos soñadores utópicos que pretenden retornar a una época de pretendida bonanza, ingenuidad, inocencia, desprendimiento, fraternidad y solidaridad a ultranza en medio de la abundancia, del poco esfuerzo, de la convivencia pura, sin intereses personales o materiales en el seno de una naturaleza exuberante, donde todo estaba al alcance del hombre para su disfrute  y beneficio.

La Edad de Oro se contraponía a la Edad de Hierro, durante la cual el hombre, según el poeta Hesíodo, vivía en medio de trabajos, miserias, amarguras y sinsabores que le prodigaban los dioses, andaban enfrentados los hijos a los padres, el amigo al amigo, el hermano al hermano, no existía el amor al prójimo. En fin, era un tiempo de mentira, envidia, falsos juramentos, sin justicia, la maldad prevalecía sobre la bondad, una edad de hombres ruines, de gobernantes injustos, cobardes y corruptos.

Por el contrario, en la Edad de Oro, según Hesíodo, bajo el reinado de Cronos, los hombres vivían como dioses, libre el corazón de cuidados. No conocían el trabajo, ni el dolor ni la cruel vejez. Juveniles de cuerpo se solazaban en festines, lejos de todo mal, y morían como se duerme. Poseían todos los bienes. La tierra fecunda producía por si sola abundantes, generosas cosechas, y ellos, jubilosos y pacíficos, vivían en sus campos en medio de bienes sin cuento.

Por su parte, el poeta latino Ovidio adornó la Edad de Oro con estas palabras: "reinaba una eterna primavera, el céfiro apacible acariciaba con tibio aliento a las flores nacidas sin necesidad de semilla"; en la visión del bardo corrían ríos de leche, ríos de néctar, la miel rubia caía generosa de los frondosos y verdes encinares. Los hombres no tenían la necesidad de disputarse los bienes materiales, había en demasía y la generosidad campeaba en el corazón del ser humano.

El mito de la Edad de Oro no quedó olvidado y protegido en los ancestrales versos de los poetas de la antigüedad greco – latina. Recordemos que, en la Edad Media, entre 1275 y 1280 fue completado por Juan de Meun el poema inconcluso Le Roman de la rose iniciado por Guillermo De Lorris. Este poema introdujo de nuevo en Europa, en lengua vulgar, el viejo mito de la  Edad de Oro que hasta entonces había permanecido resguardado en las bibliotecas de los monasterios medievales. Más tarde, en el Renacimiento, encontraremos otros ejemplos vivos y dicentes de la vigencia de este mito, en especial en el imaginario de escritores españoles contemporáneos al proceso de conquista y colonización del Nuevo Mundo. Fray Antonio Guevara, en 1529, en su Libro del Emperador Marco Aurelio en el capitulo XXIII  expresa: "En aquella edad, y en aquel siglo dorado, todos vivían en paz, cada uno cultivaba sus tierras, plantaba sus olivos, cogía frutos, vendimiaba sus viñas, regaba sus panes, y criaba a sus hijos: finalmente, como no comían con sudor propio, vivían sin prejuicio ajeno."

 El mismo Miguel de Cervantes Saavedra, con su magistral estilo, en el propio Don Quijote de la Mancha en el Discurso a los cabreros (1605, I, XI,) pone, en boca del ingenioso hidalgo, las siguientes imágenes y reflexiones acerca del mito que nos ocupa: "Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que literalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnifica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo."          

 Con absoluta y sobrada razón, Isaac J. Pardo recuerda, en consecuencia, que: "la obra de aquellos poetas se ha conservado para deleite de la humanidad, y los nombres de Hesíodo y de Ovidio surgen, necesariamente, cuantas veces tratemos de la  Edad de Oro, mas no fueron ellos y sus contemporáneos los primeros – ni los últimos añadiríamos nosotros – en soñar en una época pasada con todas las condiciones para que la humanidad fuese dichosa". (Pardo, 1990:12). En efecto, la misiva que Cristóbal Colón escribió a Luís de Santángel aviva, de nuevo, en el imaginario de la época de la conquista del Nuevo Mundo, el mito clásico de la  Edad de Oro. El navegante genovés le narra a su amigo y financista marrano español Luís de Santángel lo siguiente: "…es maravilla; las sierras y montañas y las vegas y las campiñas y las sierras tan hermosas y gruesas para plantar y sembrar, para criar ganados de todas suertes, para edificios de villas y lugares. Los puertos de la mar, aquí no hay creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes y buenas aguas y yerbas hay grandes diferencias de aquella  de la Juana,  en esta hay muchas especerías y grandes minas de oro y otros metales…"

 Pero si esta fue su visión primigenia de la naturaleza americana y de sus recursos, Colón se queda todavía más estupefacto y desconcertado con la conducta y actitud de los habitantes de ese Nuevo Mundo en proceso de descubrimiento y comprensión, tal como lo manifiesta en diversas ocasiones, y, en especial, en la visita que, luego de su primer viaje a América, dispensara a sus Majestades los Reyes Católicos, cuando afirma que se presenta ante ellos con "riquezas y hombres de nueva forma".  Esta nueva humanidad se expresa, se concreta, según carta del Almirante a sus Majestades Reales, que conmovió ideologías y cosmogonías, en la bondad natural e inmanente de los pobladores de aquellas tierras, y Colón pasmado sentencia: "andan todos desnudos, hombres y mujeres  no tienen acero, ni armas…son sin engaño y liberales de lo que tienen…y muestran tanto amor que darían los corazones…ni he podido entender si tienen bienes propios, que me pareció ver que aquello que uno tenía todos hacían parte, en especial de las cosas comederas…"

En criterio de Uslar Pietri, la primera carta donde Colón describe las nuevas realidades naturales y humanas de la futura América revive, reinserta, trae de vuelta a  la mentalidad e imaginación de los conquistadores el ancestral mito de la Edad de Oro. Para el escritor: "después de ese momento ya no se trata de una leyenda más o menos verosímil que nos llega del más lejano ayer, sino de una realidad contemporánea que ha sido vista y verificada por los mismos hombres que han hallado tierras hasta entonces desconocidas. Creyeron que la Edad de Oro existía realmente y se había conservado en sus rasgos esenciales en aquellas lejanas regiones."( Uslar Pietri, 1996 :107)

La Edad de Oro se transforma así en la referencia mítica y ancestral, interiorizada y entronizada en la imaginación de los hombres del Descubrimiento que inmediatamente  llega, viene a la mente y a la pluma de los comentaristas y comentadores de la hazaña de Colón, Pedro Mártir de Anglería en su obra Décadas de Orbe Novo, 1493 – 1529, sobre la base de las experiencias vividas y contadas por Colón, expresa que cuando se refiere a los indígenas, al Almirante "le viene espontáneamente la metáfora humanística: para ellos es la Edad de Oro. Se ha encontrado margarita, aromas y oro. Así se conforma la primera imagen de tierras nunca vistas, gentes que viven en la Edad de Oro y sus inmensas riquezas.", y para no dejar duda alguna de la presunción del conquistador, por su parte, afirmó también: "es cosa averiguada que aquellos indígenas poseen en común la tierra, como la luz del Sol y como el agua y que desconocen las palabras tuyo y mío, semillero de todos los males. Hasta el punto se contentan con poco que la comarca que viven antes sobran campos que faltan a nadie. Viven en plena Edad de Oro, y no rodean sus propiedades con fosos, muros, ni setos. Habitan en huertos abiertos, sin leyes, sin libros y sin jueces, y observan lo justo por instinto natural."  

Esta asimilación, esta asociación del Nuevo Mundo y sus gentes con el mito de la Edad de Oro tendría inconmensurables consecuencias, la más importante fue su contribución a la invención de la Utopía, como lo veremos en su oportunidad.

B.                                                                  Las Siete Ciudades de Cíbola  (Las Ciudades Encantadas)

La insularidad, la Isla con mayúscula, tuvo una particular relevancia y significación en el imaginario medieval europeo. Algunas de ellas, como la de Cíbola, viajaron en las carabelas españolas para ser descubiertas y confirmadas de nuevo en tierras americanas de irreal realidad, en el maravilloso y desconcertante Nuevo Mundo.

Las islas, desde la más lejana antigüedad, han servido al hombre para asentar, instalar, localizar sus sueños, sus fantasías, transformándolas, indistintamente, en realidad y mito, en ficción y certeza. La isla de los Bienaventurados, la Atlántida de Platón, la isla de Pancaya de Evhemero de Messina, entre tantas otras, se suman, en la imaginación de los habitantes  de  los inicios del Primer Milenio de la Humanidad, a la isla de la mano de Satanás, a la de Brasil, a la de las Mujeres y la de los Hombres, para ocupar un lugar imaginario en mapas de ficción. Como bien lo señala Fernando Benítez "desde Platón hasta Anatole France, las islas han sido elegidas como escenarios ideales."

En lo concerniente, más específicamente, al cercano Medioevo de los conquistadores españoles, el propio Benítez señala: "La Edad Media vivía soñando con islas. Le horrorizaba el vacío de los mares y se entregó al juego de pobladores con cuentos que tomaban la forma insular: Los cartógrafos, valiéndose de los relatos de marinos y mercaderes, componen unos mapas mitológicos con sus ciudades, sus gigantes, sus enanos, sus monstruos y sus océanos habitados por serpientes descomunales y tentadoras sirenas." (Benítez, 1974: 14))

Pardo, por su parte, confirma esta concepción medieval: "más allá de mitólogos, filósofos, novelistas y viajeros imaginativos, la fascinación de las islas alcanzó en la Baja Edad Media a historiadores y hagiógrafos, cosmógrafos, navegantes y cartógrafos y los mares fueron poblándose de islas. Según informaron a Marco Polo, sólo en el mar de Cin había siete mil cuatrocientas cincuenta. Al oeste de España, en el gran y temible océano, eran conocidas las islas Canarias o Fortunadas de los latinos, asiento, según se pensaba, de los Campos Elíseos; las Azores y las Islas de Cabo Verde, estas últimas llamadas también Islas Hespérides. Islas todas visibles, palpables y habitables, aunque insuficientes. De manera que por una u otra razón comenzaron a ser imaginadas islas fantasmas como la de San Brandán…También merece atención la isla de Antilia o de Siete Ciudades por la significación histórica que adquirió a pesar de su condición fantasmal…" (Pardo, 1990: 628))

El Mito de las Siete Ciudades de Cíbola o de las Siete Ciudades Encantadas se origina de forma más bien pecaminosa, en tiempos de la conquista de España por los moros: "Nace del cuerpo desnudo de la Cava, la hija del conde don Julián que sorprendiera un día el rey Rodrigo en el baño, para desgracia suya y la de España. La imagen de la Venus española enloqueció al monarca, quien se tomó por la fuerza lo que se le negaba de grado. La Cava, burlada, escribió a su padre, el conde don Julián, una carta célebre en la historia de la literatura, en la que le hacía un relato detallado de su deshonra. Las consecuencias de esa carta habían de ser terribles. El conde, hasta entonces fiel servidor al rey, vende su patria a los árabes, derrota al monarca que abusó de su hija y consuma la perdición de España. Don Rodrigo, sin corona, termina sus días en un sepulcro, acompañado por una serpiente que comenzó devorándolo por do más pecado había. Estos lamentables sucesos fueron causa indirecta de que los mapas se adornarán de una nueva isla. En manos de los árabes la Península, siete obispos portugueses, que odiaban la religión del Profeta, decidieron buscar otras tierras a donde no llegara la influencia del Corán, y en medio del mar tenebroso fundaron siete ciudades de prodigio, creándose la isla de las Siete Ciudades, la mítica Cíbola…" (Benítez, 1974:16 y 17)

El mito de las Siete Ciudades de Cíbola,  de las Siete Ciudades Encantadas, también  acompañó a los  españoles en el largo proceso de conquista y colonización del Nuevo Mundo. López de Gómara narra que: "Fray Marcos é otro fraile franciscano entraron por Culhuacán el año de 38. Fray Marcos solamente, ca enfermó su compañero, siguió con guías y lenguas el camino del sol, por más calor y no alejarse de la mar, y anduvo en muchos días trescientas leguas de tierra, hasta llegar a Sibola. Volvió diciendo maravillas de siete ciudades de Sibola, y que no tenía cabo aquella tierra, y que cuanto más al poniente se extendía, tanto más poblada y rica de oro, turquesa, y ganado de lanas era…" (López de Gómara,  1985 : 298)

C.                                                                  Las Amazonas

De acuerdo con el DRAE amazona es "mujer de alguna de las razas guerreras que suponían los antiguos haber existido en los tiempos heroicos"; en sentido figurado se asocia con una mujer alta y de ánimo viril o con una mujer que monta  a caballo.

El viejo mito se remonta a una leyenda griega, según la cual en la región bárbara del río Termodonte, en Leucosiria, en las orillas meridionales del mar Negro, vivía una tribu de mujeres gobernadas por una reina. Según ciertas versiones de la época, las amazonas, que así se denominaban, al llegar la primavera recibían a los hombres de las comarcas vecinas para tener con ellos relaciones sexuales; según otras versiones, los hombres vivían en la propia tribu de las amazonas como esclavos dedicados a los trabajos domésticos,  las guerreras les quebraban los huesos de las piernas para inutilizarlos e impedirles hacer uso de las armas que estaban exclusivamente destinadas a las amazonas.

El término amazona proviene del griego: a,  privativo, y mazón  pecho o teta, es decir, sin tetas, porque se decía que aquellas belicosas mujeres se cortaban el pecho, el seno derecho para facilitar un mejor uso del arco.

Este mito menor helénico, recreado, transformado, también viajó a América en la imaginación de los conquistadores. Sobre este particular Uslar Pietri comenta: "El gran auge de los libros de caballería coincide con el comienzo de la empresa de Indias. Amadís de Gaula, que fue el modelo definitivo del género, apareció bastante antes de que Cortés saliera a la conquista de México. En las cartas y documentos de los conquistadores aparece con frecuencia el recuerdo de los libros de caballería. Uno de los más populares fue el de las Sergas del Esplandián, que narraba las descomunales aventuras del hijo de Amadís. Una de las mayores aventuras del Esplandián fue su tentativa de conquistar el reino de las amazonas. Las amazonas del libro español eran, en el fondo, las mismas del mito antiguo, pero con algunas importantes novedades: la reina guerrera ostenta un nombre nuevo que va a tener, gracias a la Conquista española, enorme resonancia histórica y geográfica. La reina se llama Calafia y su país California. Los españoles creen que pueden encontrarlo dentro de la desconocida e imaginaria geografía americana." (Uslar Pietri, 1996:261 y 262)

Tanta era la convicción de los españoles en el Mito de Las Amazonas que Colón creyó haber pasado cerca de la isla donde reinaba Calafia en alguna de las Antillas Menores. Pedro Mártir de Anglería  también se refiere a él en sus célebres Décadas. Esta creencia, este convencimiento, de los conquistadores se ve reforzado por los comentarios y narraciones de los propios indios, tal como lo recoge el cronista Agustín de Zárate:"…dijeron a los españoles que cincuenta leguas más adelante hay entre dos ríos una gran provincia poblada de mujeres que no consienten hombres consigo mas del tiempo conveniente a la generación. La reina dellas se llama Gabolmilla, que en su lengua quiere decir cielo de oro, porque en aquella tierra diz que se cría una gran cantidad de oro."

En sus Cartas de Relación, Hernán Cortés menciona la fabulosa isla de las mujeres guerreras; Magallanes también trató de ubicarla en la ignota inmensidad del Pacífico. Bernal Díaz recuerda que Cortés envió a su Capitán Juan Rodríguez de Carrillo a buscarla en el confín occidental de México, quien avizoró por primera vez la costa occidental de la hoy llamada Baja California, confundiéndola con una isla, y la bautizó con el contenido del mito que llevaba en su imaginación: California.

Empero no es sino con la desobediencia de Francisco de Orellana en 1542, que el Mito de Las Amazonas adquiere existencia definitiva en el Nuevo Mundo. En efecto, Orellana, en busca del tan ansiado metal precioso, el oro de las Indias; desatendiendo  las órdenes de su jefe Gonzalo Pizarro, se aventuró a recorrer, por su cuenta y sin destino, el que después sería el río más grande de la Tierra. El desobediente aventurero navegó dos mil leguas del río y sus afluentes a través de selvas vírgenes, para llegar, al final, a la costa opuesta en el Atlántico, y embarcarse de nuevo a España. A su llegada, temeroso de las represalias a que pudiese hacerse acreedor por su audacia y desobediencia, Orellana adornó su viaje con elementos de la realidad y con otros que extrajo de su imaginación caballeresca, en particular el viejo Mito de Las Amazonas. Así narró que en su travesía fluvial se topó con un ejército de vírgenes desnudas, combatiéndolas tal como en tiempos arcanos lo hicieron Hércules, Aquiles y Teseo. 

Producto de esa desobediencia, del combate con una tribu india a fines de junio de 1542, en el que también lucharon las mujeres de la tribu, y, sobre todo, del imaginario medieval, de la fantasía  de Orellana, el gran río, ese inconmensurable mar de agua dulce, pasó a conocerse con el nombre de Amazonas

III. El afán de lucro (auri rabida sitis)

                                                                  "Vete a las Indias ahijado. En Las Indias hay

                                                                   comarcas sin límites donde se siembra la caña de

                                                                   azúcar, el algodón, el índigo; y la tierra que te

                                                                   devuelve mil sudores. Hay rebaños que te son

                                                                   dados en propiedad para premiar tus servicios al

                                                                   Rey, y que trabajan noche y día para acrecentar tu

                                                                   hacienda. Y, refulgiendo por sobre todas las

                                                                   cosas hay oro: No el oro brujo de los alquimistas,

                                                                   ni el oro que fabrican los judíos y catalanes en 

                                                                   sus cazuelas, sino el oro verdadero, aquel que

                                                                   Dios puso entre los pliegues de la gleba para que

                                                                   se aprovecharan de él. Templos de oro macizo,

                                                                   príncipes que se bañan en polvos de oro,

                                                                   pesados collares de oro que los indios te truecan

                                                                   por un espejo."

                                                                                                                         Miguel Otero Silva

Gutiérrez  Contreras recuerda con absoluta propiedad que "la ideología caballeresca constituye una clara herencia de la última fase del Medioevo. No es de extrañar este comportamiento si tenemos en cuenta que la mitad de los pasajeros a Indias en los primeros tiempos de la colonización eran hombres de armas (…) La fama es un componente de mucha importancia en la ideología de afirmación individualista en el período de transición entre la Baja Edad Media y el Renacimiento, en la fase de la crisis de la sociedad feudal (…) Pero la fama necesita de la fortuna, disponer de riqueza es el único medio para que la fama sea sólida." (Gutiérrez Contreras, 1982: 24)

Así lo entendieron los conquistadores españoles y sus reyes, el mito del Dorado y el Capitalismo de Estado fueron claras demostraciones de que la fama sin fortuna nada vale.    

1.                  El mito de El Dorado 

Ningún mito despertó tanto la imaginación, movilizó la voluntad y encendió la codicia  de los conquistadores como el del Dorado: primero fue un rey, después una ciudad, para luego transformarse en la leyenda por antonomasia del Nuevo Mundo.

El sacerdote jesuita Constantino Bayle lo expresa con absoluta claridad: "Las fábulas de Cipango y el concepto equivocado que Colón tenía del globo terráqueo le impulsaron a sus maravillosos descubrimientos. Otra, la del Dorado, fue ocasión de viajes y exploraciones en la América del Sur, que no se habrían realizado sin ella: viajes y exploraciones que abrieron nuevos horizontes a la ciencia geográfica y al comercio." (Bayle, 1943: 384))

El mito del Dorado tiene lejanos antecedentes en la cultura europea. En efecto, los incansables buscadores del Vellocino de Oro, los secretos de la alquimia para producir el codiciado metal aurífero, la búsqueda obsesiva de la piedra filosofal, así como los traicioneros poderes mágicos del rey Midas, son, a su manera, variaciones de un imaginario ancestral que llegaron al Nuevo Mundo como antecedentes remotos de nuestro americano mito del Dorado. 

Con el fin de dar con el ansiado país de oro, largas extensiones del sur del continente, ríos, lagos y tierras, desde Quito hasta las bocas del Orinoco, fueron recorridos y explorados por unos europeos insaciables en su codicia y voracidad por conseguir el dorado metal. Como bien recuerda Uslar Pietri: "La lista de buscadores es larga y cubre tres siglos. En 1540 topan, por un increíble azar tres expediciones: la que venía del norte con Jiménez de Quesada, del noroeste con el gobernador alemán Ambrosio Alfínger y la que había partido de Quito con Sebastián de Belalcázar…Ya a fines del siglo XVI vino en su busca nada menos que sir Walter Raleigh, poeta y gran figura de la Corte de la reina Isabel en Inglaterra. Raleigh hace dos viajes hasta el Orinoco en busca del fabuloso mito." (Uslar Pietri,  1996:262)

En general, la casi totalidad de los investigadores le otorgan una importancia decisiva a la aventura de  Sebastián Belalcázar como fuente originaria de este mito, de la leyenda del Dorado, que se apoderó de la imaginación de los hombres de aquellos tiempos de la Empresa de Indias. Sin embargo, el historiador español Mariano Izquierdo Gallo sustenta que: "antes que los conquistadores de Quito y los fundadores de Popayán tuviesen noticias del Dorado de Cundinamarca, ya Vasco Núñez de Balboa, el descubridor del Pacífico, se representó en su mente con destellante alegría. El Dorado de Dobaiba. En 1510, Núñez de Balboa había descubierto el Altrato, y en 1512, veinte años después de la inmortal epopeya de las tres carabelas, se entregó a la búsqueda del tesoro de Dobaida…." Sin embargo, el mismo investigador apunta, no sin cierta decepción, que: "la historia no conoce más que una tercera parte de la verdad acerca del tesoro de Dobaida. Conoce que ciertamente existió en la región oriental de Altrato un tesoro estupendo de oro, dedicado a la diosa Dobaida; pero nada puede precisarse sobre su magnitud y forma, ni consta si los españoles llegaron a contemplarlo o sí los indios lo sepultaron en el Altrato o en algún lago." (Izquierdo Gallo,  1956: 261)

En todo caso, según los historiadores de la conquista del Perú,  luego de la fundación en 1534 de la ciudad de Quito por el lugarteniente de Francisco Pizarro, Sebastián Belalcázar, éste planeó explorar nuevas naciones en busca de las ansiadas riquezas que tanto comentaban los moradores del lugar. Entre ellos encontró Belalcázar uno, cuya conversación, de acuerdo con la versión escrita de Fray Pedro Simón, tuvo el siguiente derrotero: "preguntándole por su tierra, dijo el indio que se llamaba Muizquita y su cacique Bogotá que es, como hemos dicho, este Nuevo Reino de Granada, que los españoles le llamaron Bogotá. Y preguntándole si en su tierra había de aquel metal que le mostraba que era oro, respondió ser mucha la cantidad que había y de esmeraldas, que el nombraba en su lengua piedras verdes. Y añadió que había una laguna en la tierra de su cacique, donde él entraba algunas veces al año en unas balsas bien hechas al medio de ella, yendo en cueros, pero todo el cuerpo lleno, desde la cabeza a los pies  y manos, de una trementina muy pegajosa y sobre ella mucho oro en polvo fino; de suerte que cuajada de oro toda aquella trementina, se hacía todo una capa o segundo pellejo de oro, que dándole el sol por la mañana, que era cuando se hacía este sacrificio y en día claro, daba grandes resplandores, y entrando así hasta el medio de la laguna, allí hacía sacrificio y ofrenda, arrojando al agua algunas piezas de oro, y esmeraldas con ciertas palabras que decía. Y haciéndose luego lavar con ciertas hierbas, como jaboneras todo el cuerpo, caía todo el oro que traía a cuestas, en el agua; con que se acababa el sacrificio y se salía del agua y vestía sus mantas."

Prosigue su narración Fray Pedro Simón comentando las ambiciones que ya se habían fraguado en la voluntad y apetencias del lugarteniente de Pizarro: "Fue esta nueva tan a propósito de lo que deseaba Belalcázar y sus soldados, que estaban cebados para mayores descubrimientos como los que iban haciendo en el Perú, que se determinaron luego a hacer éste de que daba noticia el indio. Y confiriendo entre ellos que nombre le darían para entenderse, y diferenciar aquella provincia de las demás de sus conquistas, determinaron llamarle la Provincia del Dorado, como diciendo: llámese aquélla provincia donde va a ofrecer sus sacrificios aquel cacique con el cuerpo dorado."

Son muchos los conceptos y explicaciones que intentan explicar la importancia y la relevancia que el mito del Dorado tuvo durante la conquista de América,  por nuestra parte asumiremos como pertinentes las conclusiones expuestas por el reconocido doradista  Demetrio Ramos Pérez:

·     El Dorado no es el fruto de la argucia de los indios para llevar a los españoles de un lugar a otro, ni tampoco era consecuencia de una credulidad incomprensible.

·     El Dorado no existía en ninguna parte, pues era fruto de la concreción de las ideas clásicas sobre indicios de posibilidad, que el conquistador acumuló, por el paso de unas a otras huestes, sobre un supuesto racional: el de la necesidad que existieran unas minas riquísimas en el lugar donde las condiciones naturales fueran óptimas.

·     El Dorado constituye un maravilloso capítulo de la historia de las ideas, en el que colaboran todos los que de cerca o de lejos intervienen en la historia americana del siglo XVI. (Ramos Pérez, 1973: 462)

2.  El Mercantilismo y el Capitalismo de Estado español   

Los estudiosos de la Historia de la Economía Política coinciden en señalar que fue Adan Smith quien introdujo el término mercantilismo para referirse al sistema comercial o mercantil, sin embargo, subrayan que: "al presente se entiende el mercantilismo como una fase de la historia económica que corre entre la Edad Media y el tiempo del laissez faire, con la consideración debida por las diferencias que es menester admitir entre los diversos países." (Baptista,  1996: 74) 

En efecto, existe también consenso en afirmar que más que un sistema económico en sí mismo, el mercantilismo fue más bien un tiempo, una época, una fase especial del acontecer económico, caracterizada por la homogeneidad relativa de las prácticas económicas, y en especial comerciales,  – y no necesariamente por principios o preceptos formales – adoptadas por diversos países en el lapso que transcurrió de la Edad Media hasta la época liberal.

En este orden de ideas, el mercantilismo se asocia con el nacimiento de los modernos Estados Nacionales europeos. Sus inicios se ubican a mediados del siglo XV, en tiempos en que los nacientes estados debían sustituir el inmenso poder que sobre la vida de la sociedad medieval ejerció la Iglesia Católica y proteger, además, su existencia como entidades políticas autónomas e independientes,  por primera vez soberanas

Por supuesto que cada Estado Nacional adoptó su propia manera de hacer las cosas en términos del mercantilismo: en Francia tomó el nombre de Colbertismo; en Alemania y Austria se denominó Cameralismo; en Inglaterra se le atribuye su origen, hacia 1550, vinculado con las propuestas del grupo de los bullionistas. En todo caso,  a pesar de las particularidades que asumió el mercantilismo en diferentes espacios políticos, todos los autores mercantilistas conciben la economía de sus respectivos estados nacionales como un todo, y subordinan los intereses individuales al interés nacional, al de la colectividad.

Entre las máximas o prácticas promovidas por las naciones mercantilistas destacan fundamentalmente las siguientes:

·         La asimilación entre riqueza nacional y metales preciosos, en especial oro y plata, constituyéndose éstos en la base de sustentación de la economía mercantilista. En consecuencia, sí una nación no disponía de minas o no tenía acceso directo a ellas, debía adquirir comercialmente los metales preciosos.

·         El fomento del crecimiento de la población, en virtud de que una nación con mayor cantidad de habitantes estaba en mejor disposición para proveerse de fuentes de mano de obra, de militares, y podía también contar con un mercado de mayores proporciones.

·         El desarrollo de la industria, aunque la misma estuviese prohibida de ser ejercida en las colonias de las potencias mercantilistas.

·         La intervención del Estado en la vida económica, dando origen al concepto del Estado intervencionista.  

·         La necesidad de contar con una balanza de pagos favorable, positiva, es decir, que el valor de las exportaciones superase al de las importaciones. La mayor parte de las naciones mercantilistas poseían colonias que servían como mercados naturales a los productos de la metrópoli, y, a su vez, actuaban como proveedoras de materias primas. El  mercader inglés Thomas Mun (1571 – 1641) fue uno de los principales propulsores y defensores de esta máxima durante su desempeño como director de la East India Company.     

En la evolución del mercantilismo de distinguen tres etapas:

·         La fase monetaria: cuyas manifestaciones principales consistieron en prohibir la exportación de las monedas, su alteración física y  la fijación de su curso legal.

·         La fase del balance de los contratos: tiene su origen en las prácticas mercantilistas inglesas; consistía en un conjunto de normas que regulaban la celebración de contratos entre comerciantes ingleses y extranjeros. Usualmente se pautaban, entre otras, las siguientes restricciones: obligación para los comerciantes ingleses de traer al país, en metálico, una parte del precio de sus ventas en el extranjero; obligación de los comerciantes extranjeros que vendían sus artículos en Inglaterra de emplear el dinero recibido en pago en la compra de productos ingleses. Con estas regulaciones se concretaba la voluntad de los mercantilistas para que el Estado pusiese en práctica mecanismos legales agresivos y defensivos para promover y proteger las ventajas derivadas del comercio internacional.

·         La fase de la balanza comercial: Recordemos de nuevo que, en criterio de los propulsores del mercantilismo,  la balanza comercial era el instrumento fundamental para enriquecer a la Nación, en la medida en  que el valor de las exportaciones superase al de las importaciones, con el fin de obtener un saldo positivo.

Los historiadores de España consideran que el logro de la llamada Unidad Nacional  bajo el reinado de los Reyes Católicos marcó un hito importante que propicio el florecimiento de doctrinas y prácticas estatales que promovieron un capitalismo de Estado, y un sistema mercantilista bastante sui géneris y ampliamente criticado por sus negativos y desfavorables resultados para la economía española de la época de la colonización de América.

El descubrimiento de América incorporó una nueva corriente mercantil a las dos que los españoles atendían comercialmente para la época: la de norte de Europa y la del Mediterráneo. Fray Tomás de Mercado, en su obra Suma de Tratos y contratos de 1569, narra que, para entonces, España "tiene contratación en todas partes de la Cristiandad y aun en Berbería. A Flandes cargan lanas, aceites y bastardos; de allí traen todo género de mercería, tapicería y librería. A Florencia envían cochinilla, cueros; traen oro hilado, brocados, perlas, y de todas aquellas partes gran multitud de lienzos. En Cabo Verde tienen el negocio de los negros, negocio de gran caudal y mucho interés. A todas las Indias envían grandes cargazones de toda suerte de ropas; traen de ellas oro, plata, perlas y cueros en grandísima cantidad…Todos los factores (comerciales) penden unos de otros, y todo casi tira y tiene respecto al día de hoy a las Indias, Santo Domingo, Tierra Firme y México, como partes do va todo lo más grueso de ropa y do viene toda la riqueza del mundo."

Las ingentes cantidades de oro, plata y piedras preciosas traídas de las Indias a España contribuyeron, en lo político, a fortalecer el poder de la monarquía, al concentrar en manos del rey la casi totalidad de las rentas coloniales y, en lo económico, a profundizar el carácter mercantilista de la economía española.  No se dispone de datos seguros y confiables acerca de la magnitud – muchas veces exagerada o intencionalmente deformada – de los envíos de oro  y  plata que comenzaron a llegar a España en proveniencia del Nuevo Mundo. Sin embargo, se conoce que desde 1503 afluyeron a la metrópoli colonial cantidades importantes de metales preciosos desde La Española, Cuba y Puerto Rico, que se incrementarían paulatinamente con las conquistas de México y Perú, y se elevarían de manera extraordinaria con la explotación de las minas de Potosí, Guanajuato y Zacatecas, y con el tratamiento del mineral de plata con mercurio, es decir, con la aplicación de la técnica de la amalgama.

Los historiadores de este período mercantilista español confirman que desde mediados del siglo XVII hasta el cuarto decenio del siglo XVII se mantienen los envíos a un nivel casi constante y luego disminuyen, sin cesar por completo.  En todo caso, según las dispares cifras de algunos tratadistas modernos,  las cantidades de oro y plata enviados de las Indias a la metrópoli estuvieron en el orden de 181.333 kilos de oro y 16.886.815 kilos de plata, según las investigaciones de J. Earl Hamilton; y de 300.000  Kilos de oro y 25.000.000 kilos de plata, de acuerdo con las pesquisas más optimistas de Pierre Chaunu.

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