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La tercera ola (Toffler, Alvin) (página 5)

Enviado por ramon notario arias


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Aunque criticó violentamente el capitalismo y el imperialismo, Marx compartía la idea de que el industrialismo era la forma más avanzada de sociedad, el estadio hacia el que todas las demás sociedades avanzarían inevitablemente.

Pues la tercera creencia fundamental de la indusrealidad, que enlazaba la Naturaleza y la evolución, era el principio del progreso, la idea de que la Historia se mueve irreversiblemente hacia una vida mejor para la Humanidad. También esta idea tenía numerosos precedentes preindustriales. Pero fue sólo con la extensión de la segunda ola cuando floreció plenamente la idea del Progreso, con mayúscula.

De pronto, al desplegarse sobre Europa la segunda ola, mil gargantas empezaron a entonar el mismo jubiloso coro. Leibniz, Turgot, Condorcet, Kant, Lessing, John Stuart Mili, Hegel, Marx, Darwin e innumerables pensadores de menor importancia, todos encontraban razones para un optimismo cósmico. Discutían sobre si el progreso era verdaderamente inevitable o si necesitaba ser ayudado por la especie humana; sobre qué constituía una vida mejor; sobre si el progreso continuaría o podría continuar hasta el infinito. Pero todos estaban de acuerdo con la noción misma del progreso.

Ateos y creyentes, estudiantes y profesores, políticos y científicos predicaban la nueva fe. Hombres de negocios y comisarios políticos por igual proclamaban cada nueva fábrica, cada nuevo producto, cada nuevo plan de viviendas, carreteras o pantanos, como prueba de este irresistible avance desde lo malo a lo bueno o desde lo bueno a lo mejor. Poetas, autores teatrales y pintores daban por sentado el progreso. El progreso justificaba la degradación de la Naturaleza y la conquista de civilizaciones "menos avanzadas".

Y, una vez más, la misma idea discurrió paralela a través de las obras de Adam Smith y de Karl Marx. Como ha observado Robert Heilbroner: "Smith era un firme creyente en el progreso… En La riqueza de las naciones, el progreso no era ya un objetivo idealista de la Humanidad, sino… un destino hacia el que era empujada… un subproducto de designios económicos privados." Para Marx, naturalmente, estos designios privados solamente producían capitalismo y las semillas de su propia destrucción. Pero este acontecimiento formaba en sí mismo parte de la larga trayectoria histórica que lleva a la Humanidad hacia el socialismo, el comunismo y un futuro aún mejor.

Por tanto, a todo lo largo de la civilización de la segunda ola, tres conceptos fundamentales -la guerra con la Naturaleza, la importancia de la evolución y el principio del progreso- suministraron el bagaje utilizado por los agentes del industrialismo para explicar y justificar el mundo.

Por debajo de estas convicciones subyacían presunciones más profundas aún sobre la realidad, un conjunto de tácitas creencias sobre los elementos mismos de la experiencia humana. Cada ser humano debe tratar con esos elementos, y cada civilización los describe de manera distinta. Cada civilización debe enseñar a sus hijos a enfrentarse al tiempo y al espacio. Debe explicar -ya sea mediante el mito, la metáfora o la teoría científica- cómo funciona la Naturaleza. Y debe ofrecer alguna pista respecto a por qué suceden las cosas como suceden.

Así, la civilización de la segunda ola, al madurar, creó una imagen completamente nueva de la realidad, basada en sus propias y peculiares presunciones sobre tiempo y espacio, materia y causa. Recogiendo fragmentos del pasado, ensamblándolos de nuevas formas, aplicando experimentación y pruebas empíricas, alteró drásticamente el modo en que los seres humanos percibían el mundo que les rodeaba y la forma de comportarse en sus vidas cotidianas.

El concepto del tiempo

Hemos visto, en un capítulo anterior, cómo la extensión del industrialismo dependía de la sincronización del comportamiento humano con los ritmos de la máquina. La sincronización era uno de los principios orientadores de la civilización de la segunda ola, y en todas partes las gentes del industrialismo les parecían a los extraños que estaban obsesionados por el tiempo, siempre mirando nerviosamente a sus relojes.

Mas para crear esta conciencia del tiempo y lograr la sincronización, había que transformar las presunciones básicas sobre el tiempo de la gente -sus imágenes mentales del tiempo – Se necesitaba un nuevo concepto del tiempo.

Las poblaciones agrícolas, que necesitaban saber cuándo plantar y cuándo recolectar, desarrollaron una notable precisión en la medición de largos lapsos de tiempo. Pero como no necesitaban una estrecha sincronización del trabajo humano, los pueblos campesinos rara vez elaboraron unidades precisas para medir lapsos cortos. Característicamente, dividieron el tiempo no en unidades fijas, con horas o minutos, sino en trozos indefinidos, imprecisos, que representaban la cantidad de tiempo necesario para realizar alguna tarea doméstica. Un granjero podía referirse a un intervalo como "el tiempo de ordeñar una vaca". En Madagascar, una unidad de tiempo aceptada se llamaba "una cocción de arroz"; un momento se conocía como "el freír de una langosta". Los ingleses hablaban de "el tiempo de un padrenuestro" -el necesario para una oración-, o, más terrenamente, "el tiempo de una meada".

De manera similar, como existían escasos intercambios entre una comunidad o aldea y la siguiente, y como el trabajo no lo necesitaba, las unidades en que se agrupaba mentalmente el tiempo variaban de un lugar a otro, de una estación a otra. Por ejemplo, en la Europa Septentrional medieval, el período de luz solar se dividía en horas iguales. Pero como el intervalo entre el alba y el ocaso variaba día a día, una "hora" de diciembre era más corta que una "hora" de marzo o junio.

En vez de vagos intervalos como el invertido en rezar un padrenuestro, las sociedades industriales necesitaban unidades sumamente precisas, como hora, minuto o segundo. Y estas unidades tenían que ser uniformizadas, intercambiables de una estación o comunidad a otra.

En la actualidad, el mundo entero está nítidamente dividido en zonas horarias. Hablamos de una hora uniformizada. Los pilotos de todo el mundo tienen como referencia la hora zulú, esto es, la hora del meridiano de Greenwich. Por convención internacional, Greenwich, en Inglaterra, se convirtió en el punto desde el que se medirían todas las diferencias horarias. Periódicamente, al unísono, como impulsadas por una única voluntad, millones de personas adelantan o atrasan sus relojes una hora, y, aunque nuestra percepción subjetiva, interior, de las cosas pueda decirnos que el tiempo se está arrastrando o, por el contrario, huyendo velozmente, una hora es ya una única e intercambiable hora uniformizada.

La civilización de la segunda ola hizo algo más que dividir el tiempo en trozos más precisos y uniformes. Colocó también esos trozos en una línea recta, que se extendía indefinidamente hacia el pasado y hacia el futuro. Dio al tiempo una estructura lineal.

De hecho, la presunción de que el tiempo tiene una configuración lineal se halla tan profundamente incrustada en nuestros pensamientos, que a quienes hemos nacido en sociedades de la segunda ola nos cuesta concebir ninguna alternativa. Sin embargo, muchas sociedades preindustriales, y algunas sociedades de la primera ola aún hoy, ven el tiempo como un círculo, no como una línea recta. Desde los mayas hasta los budistas y los hindúes, el tiempo fue una historia circular y reiterativa, repitiéndose a sí misma indefinidamente, y con las vidas reviviéndose a sí mismas a través de la reencarnación.

La idea de que el tiempo era como un gran círculo se encuentra recogida en el concepto hindú de kalpas recurrentes, cada una de ellas de una duración de cuatro mil millones de años, cada una de ellas representando un solo día de Brahma, que empieza con la recreación, termina con la disolución y vuelve a empezar. La noción de tiempo circular se encuentra también en Platón y Aristóteles, uno de cuyos discípulos, Eudemus, se imaginaba a sí mismo viviendo una y otra vez el mismo momento mientras se repetía el ciclo. Pitágoras lo enseñó. En Time and Eastern Man, Joseph Needham nos dice que: "Para el indohelénico, el tiempo es cíclico y eterno." Además, mientras que en China predominó la idea del tiempo lineal, según Needham: "El tiempo cíclico prevaleció, ciertamente, entre los primeros filósofos especulativos taoístas."

También en Europa coexistieron estas alternativas concepciones del tiempo en los siglos que precedieron a la industrialización. "Durante todo el período medieval -escribe el matemático G. J. Whitrow-, estuvieron en conflicto los conceptos cíclico y lineal del tiempo. El concepto lineal fue fomentado por la clase mercantil y el nacimiento de una economía monetaria. Pues mientras el poder estuve concentrado en la propiedad de la tierra, se sentía el tiempo como algo fértil y lleno de plenitud y se lo asociaba al inmutable ciclo de la agricultura." . Al cobrar fuerza la segunda ola, este viejo conflicto quedó resuelto: triunfó el tiempo lineal. El tiempo lineal se convirtió en la concepción dominante en toda sociedad industrial, oriental u occidental. Se acabó viendo el tiempo como una carretera que se desplegase desde un remoto pasado y, cruzando el presente, se adentrara en el futuro, y esta concepción del tiempo ajena a miles de millones de humanos que vivieron antes de la civilización industrial, se convirtió en la base de toda planificación económica, científica y política, ya fuese en el gabinete ejecutivo de la IBM, la agencia japonesa de Planificación Económica o la Academia Soviética.

No obstante, debe hacerse notar que el tiempo lineal constituía un requisito previo de las concepciones indusreales de evolución y progreso. El tiempo lineal hizo plausibles la evolución y el progreso. Pues si el tiempo fuese circular en lugar de rectilíneo, si los acontecimientos se volvieran sobre sí mismos en vez de avanzar en una única dirección, ello significaría que la Historia se repetía y que evolución y progreso no eran sino ilusiones, sombras proyectadas sobre el muro del tiempo.

Sincronización. Uniformización. Linealización. Afectaron a las presunciones básicas de la civilización y provocaron masivos cambios en la forma en que las gentes corrientes manipulaban el tiempo en sus vidas. Pero si el tiempo mismo se transformó, también el espacio tenía que ser remodelado para encajar en la nueva indusrealidad.

Remodelación del espacio

Mucho antes del alborear de la civilización de la primera ola, cuando nuestros más remotos antepasados dependían para su supervivencia de la caza y la ganadería, de la pesca o el forrajeo, se mantenían constantemente en movimiento. Empujados por el hambre, el frío o accidentes ecológicos, persiguiendo el buen tiempo o las piezas de caza, fueron los originales "alto-móviles"… que viajaban con rapidez, que evitaban la acumulación de bienes o propiedades molestos y se diseminaban ampliamente por el territorio. Un grupo de cincuenta hombres, mujeres y niños podía necesitar una extensión de tierra diez veces mayor que la isla de Manhattan para alimentarse, o seguir una ruta migratoria a lo largo de cientos de kilómetros, literalmente, cada año, según exigiesen las circunstancias. Llevaban lo que los geógrafos actuales llaman una existencia "espacialmente extensiva".

Por el contrario, la civilización de la primera ola engendró una raza de "tacaños de espacio". Al ser reemplazado el nomadismo por la agricultura, las rutas migratorias dejaron paso a campos cultivados y asentamientos permanentes. En vez de vagabundear por una extensa comarca, el granjero y su familia se mantenían inmóviles, laborando intensivamente su pequeño trozo de tierra dentro del amplio mar del espacio, un mar cuyas dimensiones empequeñecían al individuo.

En el período inmediatamente anterior al nacimiento de la civilización industrial, extensos campos rodeaban a cada agrupación de chozas campesinas. Aparte un puñado de mercaderes, estudiosos y soldados, la mayoría de los individuos vivían dentro de un reducidísimo radio de acción. Salían a los campos al amanecer y regresaban al crepúsculo. Construían un camino hasta la iglesia. En raras ocasiones se desplazaban hasta el poblado vecino, situado a unos diez o doce kilómetros de distancia. Las condiciones variaban con el clima y el terreno, naturalmente, pero, según el historiador J. R. Hale, "no nos equivocamos mucho, probablemente, si calculamos en 25 kilómetros el viaje más largo que, por término medio, hacía la mayoría de la gente en toda su vida". La agricultura produjo una civilización "espacialmente limitada".

El temporal industrial que se desató sobre Europa en el siglo XVIII volvió a crear una cultura "espacialmente extendida"… pero ahora a escala planetaria. Bienes, personas e ideas eran transportados a miles de kilómetros de distancia, y vastas poblaciones emigraban en busca de trabajo. La producción, en lugar de dispersarse por los campos, se concentraba ahora en las ciudades. Enormes y prolíficas poblaciones se comprimían en unos cuantos núcleos apretados. Viejas aldeas desaparecían y morían; surgían prósperos centros industriales, ribeteados de chimeneas y hornos llameantes.

Esta dramática reconfiguración del paisaje requería una coordinación mucho más compleja entre ciudad y campo. Así, alimentos, energía, personas y materias primas tenían que afluir a los núcleos urbanos, mientras salían de ellos artículos manufacturados, modas, ideas y decisiones financieras. Las dos corrientes se hallaban cuidadosamente integradas en el tiempo y el espacio. Además, dentro de las propias ciudades se necesitaba una variedad de formas espaciales. En el viejo sistema agrícola, las estructuras físicas básicas eran una iglesia, un palacio nobiliario, varias chozas miserables, ocasionalmente una taberna o un monasterio. La civilización de la segunda ola, debido a su división del trabajo mucho más refinada, exigía muchos tipos de espacio más especializados.

Por ello, los arquitectos no tardaron en empezar a crear oficinas, Bancos, comisarías de Policía, fábricas, terminales ferroviarias, grandes almacenes, cárceles, cuartelillos de bomberos, asilos y teatros. Estos numerosos tipos de espacio diferentes tenían que ser ensamblados en formas lógicamente funcionales. Los emplazamientos de fábricas, los caminos que llevaban de casa a la tienda, las relaciones de los apartaderos ferroviarios con los muelles de embarque y depósitos de mercancías, la situación de escuelas y hospitales, de conducciones de agua, canalizaciones, líneas de gas, centrales telefónicas… todo debía ser coordinado espacialmente.

Había que organizar el espacio tan cuidadosamente como una fuga de Bach.

Esta extraordinaria coordinación de espacios especializados -necesaria para llevar a la gente al lugar adecuado en el momento adecuado- era el análogo espacial exacto de la sincronización temporal. En efecto, era sincronización en el espacio. Pues tanto el tiempo como el espacio tenían que ser estructurados más cuidadosamente si se quería que funcionasen las sociedades industriales.

Así como había que suministrar a la gente unidades de tiempo más exactas y uniformizadas, así también se necesitaban unidades de espacio más precisas e intercambiables. Antes de la revolución industrial, cuando aún se dividía el tiempo en toscas unidades como la invertida en el rezo de un padrenuestro, también las medidas espaciales se hallaban sumidas en heterogénea confusión. Por ejemplo, en la Inglaterra medieval una "vara" podía medir desde cinco hasta siete metros. En el siglo XVI, el mejor consejo sobre cómo obtener la medida de una vara era elegir 16 hombres al azar cuando salían de la iglesia, colocarles en fila "con sus pies izquierdos uno detrás de otro" y medir la distancia resultante. Y se utilizaban expresiones más vagas aún, como "un día a caballo", "una hora andando" o "media hora al trote".

Estas imprecisiones no podían ya tolerarse una vez que la segunda ola empezó a modificar las pautas de trabajo y la invisible cuña creó un mercado en constante expansión. Una precisa navegación, por ejemplo, se fue haciendo cada vez más importante a medida que se incrementaba el comercio, y los Gobiernos ofrecieron grandes premios a quien pudiera idear mejores métodos de mantener en su rumbo a los buques mercantes. También en tierra se introdujeron mediciones cada vez más refinadas y unidades más precisas.

Había que despejar y racionalizar la confusa, contradictoria y caótica diversidad de costumbres, leyes y prácticas locales que prevaleció durante la civilización de la primera ola. La falta de precisión y de medidas uniformes constituía un cotidiano motivo de exasperación para los fabricantes y para la naciente clase de comerciantes. Esto explica el entusiasmo con que los revolucionarios franceses, en el alborear de la Era industrial, se aplicaron a la uniformización de distancias mediante el sistema métrico, así como del tiempo mediante un nuevo calendario. Tanta importancia concedían a estos problemas, que los incluyeron entre las primeras cuestiones a tratar cuando la Convención Nacional se reunió por primera vez para proclamar la República.

La segunda ola de cambio trajo también consigo una multiplicación y delimitación de fronteras espaciales. Hasta el siglo XVIII, las fronteras de los imperios eran con frecuencia imprecisas. Como había grandes regiones despobladas, no era necesaria la precisión. Al aumentar la población, incrementarse el comercio y empezar a surgir las primeras fábricas por toda Europa, muchos Gobiernos empezaron sistemáticamente a delimitar sus fronteras. Se delinearon con más claridad las zonas aduaneras. Propiedades locales y aun privadas fueron más cuidadosamente definidas, acotadas, valladas y registradas. Los mapas se hicieron más detallados y completos.

Surgió una nueva imagen del espacio, que se correspondía exactamente con la nueva imagen del tiempo. Al establecer la puntualidad y la programación más límites y plazos temporales, fueron surgiendo más fronteras delimitadoras del espacio. Incluso la linealización del tiempo tuvo su equivalente espacial.

En las sociedades preindustriales, el viaje en línea recta, ya fuese por tierra o por mar, constituía una anomalía. La vereda del campesino, el camino en herradura o el sendero indio serpenteaban conforme a la configuración de la Tierra. Muchas paredes se combaban hacia dentro o hacia fuera o torcían en ángulos irregulares. Las calles de las ciudades medievales se plegaban una sobre otra, se curvaban, enroscaban o retorcían.

Las sociedades de la segunda ola no sólo situaron los barcos en exactos rumbos rectilíneos, sino que construyeron también ferrocarriles cuyos relucientes raíles se extendían en líneas paralelas tan lejos como podía abarcar la vista. Como ha observado el funcionario planificador norteamericano Grady Clay, estas líneas férreas -la denominación misma es reveladora- se convirtieron en el eje en torno al cual tomaron forma nuevas ciudades construidas como siguiendo el diseño de una parrilla. El diseño tipo parrilla, que combina líneas rectas y ángulos de 90 grados, prestaba al paisaje una regularidad y una linealidad características.

Aún ahora, al mirar una ciudad puede verse un revoltijo de calles, plazas, círculos y complicadas intersecciones en los distritos antiguos. Estos dan paso frecuentemente a nítidos diseños reticulares en las partes de la ciudad construidas en períodos posteriores, más industrializados. Otro tanto puede decirse de regiones y países enteros.

Incluso la tierra laborable empezó a mostrar pautas lineales con la mecanización. Los labradores pre industriales, que araban tras los bueyes, creaban surcos curvados, irregulares. Una vez que el buey se había puesto en marcha, el labrador no quería detenerle, y el animal describía una amplia curva al final del surco, formando un sinuoso diseño en la tierra. Hoy, cualquiera que mire desde la ventanilla de un avión ve campos rectangulares arados en surcos que parecen trazados con regla.

La combinación de líneas rectas y ángulos de 90 grados no se reflejó solamente en la tierra y en las calles, sino también en los espacios íntimos experimentados por la mayoría de los hombres y mujeres, las habitaciones en que vivían. En la arquitectura de la Era industrial, rara vez se encuentran paredes curvadas y ángulos no rectos. Cubículos rectangulares sustituyeron a las habitaciones de formas irregulares, y altos edificios llevaron la línea recta verticalmente hacia el cielo, con ventanas que formaban diseños lineales o reticulares en las grandes paredes asomadas sobre calles rectas.

Así, pues, nuestra concepción y experiencia del espacio siguió un proceso de linealización paralelo a la linealización del tiempo. En todas las sociedades industriales, capitalistas o socialistas, orientales u occidentales, la especialización de espacios arquitectónicos, el mapa detallado, el uso de unidades de medida precisas y uniformes y, sobre todo, la línea se convirtieron en una constante cultural, básica de la nueva indusrealidad.

La materia de la realidad

La civilización de la segunda ola no sólo creó nuevas imágenes del tiempo y el espacio y las utilizó para conformar el comportamiento cotidiano, construyó sus propias respuestas a la vieja pregunta: "¿De qué están hechas las cosas?" Cada cultura inventa sus propios mitos y metáforas en un intento de responder a esta pregunta. Algunas imaginan el Universo como una arremolinada "unidad". Se considera a los seres humanos como parte de la Naturaleza, enteramente unidos a las vidas de sus antepasados y sus descendientes, fundidos tan estrechamente con el mundo natural como para participar en la "vivencialidad" real de animales, árboles, piedras y ríos. Además, en muchas sociedades el individuo se concibe a sí mismo menos como una entidad autónoma y privada que como parte de un organismo mayor, la familia, el clan, la tribu o la comunidad.

Otras sociedades han destacado no la integridad o unidad del Universo, sino su división. Han considerado la realidad no como una entidad fusionada, sino como una estructura construida de muchas partes individuales.

Unos dos mil años antes del nacimiento del industrialismo, Demócrito expuso la entonces extraordinaria idea de que el Universo no era un todo inconsútil, sino que se componía de partículas, separadas, indestructibles, irreductibles, invisibles, indivisibles. Dio a esas partículas el nombre de átomos. En los siglos siguientes apareció y reapareció la idea de un Universo formado de irreductibles bloques de materia. En China, poco después de la época de Demócrito, en el Mo Ching, se definía aparentemente un "punto" como una línea que había sido partida en segmentos tan cortos que ya no se la podía subdividir más. También en la India la teoría del átomo o unidad irreductible de realidad surgió no mucho después de los tiempos de Cristo. En la antigua Roma, el poeta Lucrecio expuso la filosofía atomista. Sin embargo, esta imagen de la materia no pasó de ser una concepción minoritaria, a menudo ridiculizada o despreciada.

Fue sólo en el alborear de la segunda ola cuando el atomismo se convirtió en una idea dominante, al tiempo que varias corrientes de influencias entremezcladas convergían para revolucionar nuestra concepción de la materia.

A mediados del siglo XVII, un clérigo francés llamado Fierre Gassendi, astrónomo y filósofo del Colegio Real de París, comenzó argumentando que la materia debía de estar compuesta de ultrapequeños corpúsculos. Influido por Lucrecio, Gassendi se convirtió en tan vehemente defensor de la concepción atómica de la materia, que sus ideas cruzaron pronto el Canal de la Mancha y llegaron a Robert Boyle, joven científico que estudiaba a la sazón la comprensibilidad de los gases. Boyle trasladó la idea del atomismo desde la teoría especulativa hasta el laboratorio y llegó a la conclusión de que incluso el aire mismo estaba compuesto de diminutas partículas. Seis años después de la muerte de Gassendi, Boyle publicó un trabajo en el que sostenía que cualquier sustancia -la tierra por ejemplo- que pueda ser disgregada en sustancias más simples no es, ni podría ser, un elemento.

Entretanto, Rene Descartes, matemático educado por los jesuitas y al que Gassendi criticaba, afirmó que la realidad solamente se podía comprender dividiéndola en fragmentos cada vez más pequeños. En sus propias palabras, era necesario "dividir cada una de las dificultades sometidas a examen en el mayor número posible de partes". Así, pues, al comienzo de la segunda ola, el atomismo filosófico avanzaba junto al atomismo físico.

Se trataba de un ataque deliberado a la noción de unidad, un ataque al que no tardaron en sumarse oleada tras oleada de científicos, matemáticos y filósofos que se dedicaron a romper el Universo en fragmentos más pequeños aún, con resultados excitantes. Una vez que Descartes publicó su Discurso del método -escribe el microbiólogo Rene Dubos -, "surgieron inmediatamente innumerables descubrimientos al ser aplicado a la medicina". En química y otros campos, la combinación de la teoría atómica y el método atómico de Descartes produjo sorprendentes avances. A mediados del siglo XVIII, la noción de que el Universo se componía de partes y subpartes independientes y separables era ya de conocimiento común, parte de la emergente indusrealidad.

Toda nueva civilización toma ideas del pasado y las reconfigura de formas que le ayudan a comprenderse a sí misma en relación al mundo. Para una naciente sociedad industrial -una sociedad que comenzaba a avanzar hacia la producción en serie de productos ensamblados compuestos de elementos constitutivos separados-, la idea de un Universo ensamblado, compuesto también de elementos constitutivos separados, era, probablemente, una idea indispensable.

Había también razones políticas y sociales para la aceptación del modelo atómico de realidad. Al estrellarse contra las viejas instituciones preexistentes de la primera ola, la segunda ola necesitaba separar a la gente de la familia extendida, de la omnipotente Iglesia, de la monarquía. El capitalismo industrial necesitaba una justificación racional para el individualismo. Al iniciarse la decadencia de la vieja civilización agrícola, al extenderse el comercio y multiplicarse las ciudades en el siglo o dos siglos que precedieron al despuntar del industrialismo, las nuevas clases mercantiles, exigiendo libertad para comerciar, prestar y ampliar sus mercados, dieron nacimiento a una nueva concepción del individuo, la persona como átomo.

La persona no era ya un mero apéndice pasivo de la tribu, la casta o el clan, sino un individuo libre y autónomo. Cada individuo tenía derecho a poseer propiedades, adquirir bienes, vagabundear o trabajar, prosperar o morirse de hambre según sus propios esfuerzos activos, con el correlativo derecho a elegir una religión y a perseguir la felicidad privada. En resumen, la indusrealidad dio nacimiento a una concepción de un individuo que se asemejaba en gran manera a un átomo… irreductible, indestructible, la partícula básica de la sociedad.

El tema atómico apareció incluso, como hemos visto, en la política, donde el voto se convirtió en la partícula final. Reapareció en nuestra concepción de los asuntos internacionales como compuestos de unidades autónomas, impenetrables e independientes llamadas naciones. No sólo la materia física, también la materia social y política se concebía en términos de unidades autónomas o átomos. El tema atómico penetraba todas las esferas de la vida.

Esta imagen de la realidad como compuesta de fragmentos separables encajaba, a su vez, perfectamente con las nuevas imágenes del tiempo y el espacio, divisibles también en unidades definibles más y más pequeñas. La civilización de la segunda ola, al extenderse y dominar a las sociedades "primitivas" y a la civilización de la primera ola, propagó esta concepción industrial, cada vez más coherente y consistente de la persona, la política y la sociedad.

Sin embargo, faltaba una última pieza para completar el sistema lógico.

El por qué final

Una civilización no puede programar efectivamente las vidas, a no ser que posea alguna explicación respecto a por qué suceden las cosas, y ello aunque su explicación esté compuesta de nueve partes de misterio y una parte de análisis. Las personas, al llevar a la práctica los imperativos de su cultura, necesitan alguna seguridad de que su comportamiento producirá resultados. Y esto implica alguna respuesta al perenne por qué. La civilización de la segunda ola se presentó con una teoría tan poderosa, que parecía suficiente para explicarlo todo.

Una piedra se estrella contra la superficie de un estanque. Ondas concéntricas se extienden rápidamente sobre el agua. ¿Por qué? ¿Qué es lo que produce este suceso? Es probable que los hijos del industrialismo dijesen: "Porque alguien la tiró."

Un caballero europeo instruido del siglo XII o XIII, al intentar responder a esta pregunta, habría tenido ideas muy diferentes de las nuestras. Probablemente habría recurrido a Aristóteles y buscado una causa material, una causa formal, una causa eficiente y una causa final, ninguna de las cuales habría sido suficiente, por sí sola, para explicar nada. Un sabio medieval chino podría haber hablado del yin y el yang y del campo de fuerza de influencias en que se creía se producían todos los fenómenos. La civilización de la segunda ola encontró su respuesta a los misterios de la causalidad en el espectacular descubrimiento de Newton de la ley de la gravitación universal. Para Newton, las causas eran "las fuerzas aplicadas a los cuerpos para engendrar movimiento". El ejemplo clásico de la causa y efecto newtonianos es el de las bolas de billar que chocan una con otra y se mueven en respuesta la una a la otra. Esta noción de cambio, centrada exclusivamente en fuerzas exteriores mensurables y fácilmente identificables, era sumamente eficaz porque armonizaba a la perfección con las nuevas nociones indusreales de espacio y tiempo lineales. De hecho, la causalidad newtoniana o mecanicista, que acabó siendo adoptada al extenderse por Europa la revolución industrial, reunió toda la indusrealidad en un bloque herméticamente cerrado y sellado.

Si el mundo se componía de partículas separadas -bolas de billar en miniatura-, entonces todas las causas provenían de la interacción de esas bolas. Una partícula o átomo golpeaba a otra. La primera era la causa del movimiento de la segunda. Ese movimiento era el efecto del movimiento de la primera. No había acción sin movimiento en el espacio y ningún átomo podía estar en más de un lugar al mismo tiempo.

De pronto, un Universo que había parecido complejo, desordenado, impredictible, ricamente abarrotado, misterioso y revuelto, empezaba a parecer pulcro y ordenado. Todo fenómeno, desde el átomo alojado en una célula humana hasta la más fría estrella del distante cielo nocturno, podía ser comprendido como materia en movimiento, cada partícula activando a la siguiente y forzándola a moverse en una incesante danza de la existencia. Para el ateo, esta concepción proporcionaba una explicación de la vida en la que, como dijo más tarde Laplace, la hipótesis de Dios era innecesaria. Sin embargo, para el religioso aún quedaba lugar para Dios, ya que Él podía ser considerado como el primer motor que utilizaba el taco para poner en movimiento las bolas de billar y luego, quizá, se retiraba del juego.

Esta metáfora de la realidad penetró como una inyección de adrenalina intelectual en la naciente cultura indusreal. Uno de los filósofos radicales que contribuyeron a crear el clima de la Revolución francesa, el barón D'Holbach, exultaba: "El Universo, esa vasta ensambladura de todo cuanto existe, presenta solamente materia y movimiento: el todo ofrece a nuestra contemplación sólo una inmensa, una ininterrumpida sucesión de causas y efectos."

Todo está ahí, todo implicado en una breve y triunfante proposición: el Universo es una realidad ensamblada, hecha de partes diferentes reunidas en una "ensambladura". La materia sólo puede ser entendida en términos de movimiento, es decir, movimiento a través del espacio. Los acontecimientos se producen en una sucesión [lineal], un desfile de acontecimientos que se mueven a lo largo de la línea del tiempo. Pasiones humanas como el odio, el egoísmo o el amor -continuaba D'Holbach- podían compararse con fuerzas físicas como la repulsión, la inercia o la tracción, y un sabio Estado político podría manipularlas para el bien público del mismo modo que un científico podría manipular el mundo físico para el bien común.

Precisamente de esta imagen indusreal del Universo, de las presunciones contenidas en su interior, es de donde proceden algunas de las más potentes de nuestras pautas de comportamiento personal, social y político. Encerrada en ellas yacía la implicación de no sólo el Cosmos y la Naturaleza, sino también la sociedad y las personas se comportaban conforme a ciertas leyes fijas y predecibles. De hecho, los más grandes pensadores de la segunda ola fueron precisamente los que con más lógica y vigor afirmaron el sometimiento del Universo a unas leyes.

Newton parecía haber descubierto las leyes que programaban a los cielos. Darwin había identificado leyes que programaban la evolución social. Y Freud, supuestamente, revelaba las leyes que programaban la psiquis. Otros -científicos, ingenieros, científicos sociales, psicólogos- seguían buscando todavía más, o diferentes, leyes.

La civilización de la segunda ola tenía ahora a su disposición una teoría de la causalidad que parecía milagrosa por su poder y su amplia aplicabilidad. Muchas cosas que hasta entonces parecían complejas, podían ser reducidas a sencillas fórmulas explicatorias. Y no era que hubiese que aceptar esas leyes o reglas simplemente porque las hubiera formulado Newton, o Marx, o alguien. Estaban sometidas a experimentos y pruebas empíricas. Podían ser válidas. Utilizándolas, podíamos construir puentes, enviar ondas de radio al firmamento, predecir los cambios biológicos y explicar los ya efectuados; podíamos manipular la economía, organizar movimientos o máquinas políticas e incluso -así lo afirmaban- prever y moldear el comportamiento del individuo.

Todo lo que se necesitaba era encontrar la variable crítica para explicar cualquier fenómeno. Podíamos conseguir cualquier cosa con sólo que lográramos encontrar la "bola de billar" adecuada y golpearla desde el mejor ángulo.

Esta nueva causalidad, combinada con las nuevas imágenes del tiempo, el espacio y la materia, liberó a gran parte de la especie humana de la tiranía de los antiguos ídolos. Hizo posible triunfales logros en ciencia y tecnología, milagros de conceptualización y realizaciones prácticas. Desafió el autoritarismo y liberó a la mente de muchos milenios de prisión. Pero la indusrealidad creó también su propia y nueva prisión, una mentalidad industrial que despreciaba o ignoraba lo que no podía cuantificar, que, con frecuencia, ensalzaba el rigor crítico y castigaba a la imaginación, que reducía a las personas a supersimplificadas unidades protoplásmicas, que siempre acababa buscando una solución de ingeniería para cualquier problema.

Y tampoco era la indusrealidad tan moralmente neutral como pretendía. Era, como hemos visto, la superideología militante de la civilización de la segunda ola, el autojustificante manantial del que brotaban las características ideologías izquierdistas y derechistas de la Era industrial. Como cualquier cultura, la civilización de la segunda ola creó filtros distorsionantes a cuyo través llegaron sus habitantes a verse a sí mismos y al Universo. Este conjunto de ideas, imágenes y presunciones -y las analogías que derivaban de ellas- formó el más poderoso sistema cultural de la Historia.

Finalmente, la indusrealidad, el aspecto cultural del industrialismo, conformó la sociedad que ayudó a construir. Ayudó a crear la sociedad de grandes organizaciones, grandes ciudades, centralizadas burocracias y el mercado que todo lo penetraba, ya fuese capitalista o socialista. Ensambló a la perfección con los nuevos sistemas energéticos, sistemas familiares, sistemas económicos, sistemas tecnológicos, sistemas políticos y de valores que, juntos, formaban la civilización de la segunda ola.

En toda esa civilización en su conjunto, y en unión con sus instituciones, sus tecnologías y su cultura, lo que ahora se está desintegrando bajo un alud de cambio mientras la tercera ola se extiende, a su vez, por el Planeta. Vivimos en la fase final e irrecuperable del industrialismo. Y, mientras la Era industrial pasa a la Historia, nace una Era nueva.

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Coda: el borbotón

Subsiste un misterio. El industrialismo fue un borbotón en la Historia, un mero lapso de tres siglos perdido en la inmensidad del tiempo. ¿Qué fue lo que causó la revolución industrial? ¿Qué fue lo que impulsó a la segunda ola a través del Planeta?

Muchas corrientes de cambio convergieron para formar una gran confluencia. El descubrimiento del Nuevo Mundo transmitió una vibración de energía a la cultura y la economía de Europa en vísperas de la revolución industrial. El crecimiento de la población estimuló un movimiento hacia las ciudades. El agotamiento de los bosques madereros de Gran Bretaña incitó al uso del carbón. Esto, a su vez, forzó a que los pozos de las minas fueran siendo cada vez más hondos, hasta que las viejas bombas accionadas por caballos no pudieron ya vaciarlos de agua. La máquina de vapor fue perfeccionada para resolver este problema, y ello condujo a un fantástico despliegue de nuevas oportunidades tecnológicas. La gradual difusión de ideas indusreales desafió a la autoridad eclesiástica y política. El descenso del analfabetismo, la mejora de las carreteras y del transporte… todo ello convergió en el tiempo e hizo que se abrieran de par en par las compuertas del cambio.

Cualquier búsqueda de la causa de la revolución industrial está condenada al fracaso. Pues no hubo una causa única o dominante. La tecnología, por sí sola, no es la fuerza impulsora de la Historia. Ni lo son por sí mismos los valores o las ideas. Ni lo es la lucha de clases. Ni es la Historia simplemente un conjunto de cambios ecológicos, tendencias demográficas o inventos de comunicaciones. La economía sola no puede explicar éste ni ningún otro acontecimiento histórico. No existe ninguna "variable independiente" de la que dependan otras variables. Existen sólo variables interrelacionadas, ilimitadas en su complejidad.

Situados frente a este dédalo de influencias causales, incapaces incluso de detectar todas sus interacciones, lo máximo que podemos hacer es centrarnos en las que parecen más reveladoras para nuestros fines y reconocer la distorsión implícita en esa elección. Con este espíritu, es evidente que todas las numerosas fuerzas que confluyeron para formar la civilización de la segunda ola, pocas tuvieron consecuencias más claramente apreciables que la brecha, en progresivo ensanchamiento, abierta entre productor y consumidor y el desarrollo de esa fantástica red de intercambio que ahora llamamos mercado, sea de forma capitalista o socialista.

Cuanto mayor fue el divorcio entre productor y consumidor -en el tiempo, en el espacio y en distancia social y psíquica-, más llegó el mercado, en toda su asombrosa complejidad, con toda su secuela de valores, sus metáforas implícitas y sus presunciones ocultas, a dominar la realidad social.

Como hemos visto, esta invisible cuña produjo todo el sistema monetario moderno, con sus instituciones bancarias centrales, sus Bolsas de valores, su comercio mundial, sus planificadores burocráticos, su espíritu cuantitativo y calculador, su ética contractual, su orientación materialista, su estrecha medición del éxito, su rígido sistema de recompensas y su poderoso aparato contable, cuya significación cultural subestimamos rutinariamente. De este divorcio entre productor y consumidor surgieron muchas de las presiones hacia la uniformización, la especialización, la sincronización y la centralización. De él surgieron las diferencias en función, y temperamento por razón del sexo. Aunque valoramos las muchas otras fuerzas que desencadenaron la segunda ola, esta división del antiguo átomo de producción = consumo debe, sin duda, figurar en primer lugar entre ellas. Todavía hoy se perciben las ondas expansivas producidas por esa fisión.

La civilización de la segunda ola no se limitó a alterar la tecnología, la naturaleza y la cultura. Alteró también la personalidad, ayudando a producir un carácter social nuevo. Naturalmente, mujeres y niños conformaron la civilización de la segunda ola y fueron conformados por ella. Pero, como los hombres eran atraídos más directamente a la matriz del mercado y a los nuevos modos de trabajo, adquirieron características industriales más pronunciadas que las mujeres, y tal vez me perdonen las lectoras al uso de la expresión "hombre industrial" para resumir estas nuevas características.

El hombre industrial era diferente de todos sus precursores. Era dueño de "esclavos energéticos", que amplificaban enormemente su diminuto poder. Pasaba gran parte de su vida en un medio ambiente de estilo fabril, en contacto con máquinas y organizaciones que empequeñecían al individuo. Aprendió, casi desde la infancia, que la supervivencia dependía, como nunca hasta entonces, del dinero. Típicamente, crecía en una familia nuclear y asistía a una escuela de tipo fabril. Obtenía de los medios de comunicación de masas su imagen básica del mundo. Trabajaba para una gran corporación o un organismo público, pertenecía a sindicatos, Iglesias y otras organizaciones, a cada una de las cuales entregaba un trozo de su dividida personalidad. Se identificaba cada vez menos con su pueblo o su ciudad que con su nación. Se veía a sí mismo en oposición a la Naturaleza, explotándola diariamente en su trabajo. Paradójicamente, sin embargo, se apresuraba a acudir a ella los fines de semana. (De hecho, cuanto más expoliaba a la Naturaleza, más la idealizaba y la reverenciaba con palabras.) Aprendió a verse a sí mismo como parte de vastos e interdependientes sistemas económicos, sociales y políticos cuyos límites se difuminaban en complejidades que rebasaban su comprensión.

Enfrentado a esta realidad, se rebelaba sin éxito. Luchaba por ganarse la vida. Aprendía a practicar los juegos exigidos por la sociedad, desempeñaba sus papeles asignados, a menudo odiándolos y sintiéndose víctima del mismo sistema que mejoraba su nivel de vida. Percibía el rectilíneo tiempo llevándole implacablemente hacia el futuro en el que le esperaba su tumba. Y, mientras su reloj desgranaba uno a uno los momentos, se aproximaba a la muerte sabiendo que la Tierra y todos cuantos moraban en ella, incluido él mismo, eran meras partes de una máquina cósmica mayor, de movimientos regulares e inexorables.

El hombre industrial ocupaba un entorno que, en muchos aspectos, habría sido irreconocible para sus antepasados. Aun los signos sensoriales más elementales eran diferentes.

La segunda ola cambió el paisaje sonoro, sustituyendo el canto del gallo por el silbato de la fábrica; el chirrido de los grillos, por el rechinar de los neumáticos. Iluminó la noche, ampliando las horas de vigilia. Trajo imágenes visuales que ningún ojo había visto hasta entonces… la Tierra fotografiada desde el cielo, o montajes surrealistas en el salón de cine local, o formas biológicas reveladas por primera vez por potentes microscopios. El aroma de la tierra durante la noche dejó paso al olor a gasolina y al hedor a fenoles. Los sabores de carne y verduras se alteraron. Todo el paisaje perceptual se había transformado.

Y también el cuerpo humano, que por primera vez creció hasta lo que ahora consideramos su estatura normal; generaciones sucesivas se iban haciendo más altas que sus padres. Igualmente cambiaron las actitudes respecto al cuerpo. Norbert Elias nos dice, en The Civilizing Process, que, mientras que hasta el siglo XVI en Alemania y otras partes de Europa, "la vista de la desnudez total era algo cotidiano", cuando se extendió la segunda ola la desnudez llegó a ser tenida por vergonzosa. El comportamiento en la alcoba cambió al introducirse el uso de camisas de dormir especiales. El comer adquirió un carácter tecnologizado con la difusión de tenedores y otros utensilios especiales de mesa. De una cultura en la que se encontraba un placer activo ante la vista de un animal muerto sobre la mesa, se pasó a otra en la que "debe evitarse al máximo todo lo que recuerde que el plato de carne tiene algo que ver con la muerte de un animal".

El matrimonio se convirtió en algo más que una conveniencia económica. La guerra fue ampliada y llevada a la cadena de montaje. Cambios operados en la relación de los padres con los hijos, en las oportunidades de movilidad ascensional, en todos los aspectos de las relaciones humanas, dieron a millones de personas una percepción radicalmente modificada del yo.

Enfrentado con tantos cambios, tanto psicológicos como económicos, tanto políticos como sociales, el entendimiento se desconcierta ante la tarea de evaluarlos. ¿Con arreglo a qué criterios juzgamos una civilización entera? ¿Por el nivel de vida que proporcionó a las masas que vivían en ella? ¿ Por su influencia sobre quienes vivían fuera de su perímetro? ¿Por su impacto sobre la biosfera? ¿Por la excelencia de sus artes? ¿Por la mayor duración de la vida de sus habitantes? ¿Por sus logros científicos? ¿Por la libertad del individuo?

Dentro de sus fronteras, pese a masivas depresiones económicas y a una horripilante destrucción de vidas humanas, la civilización de la segunda ola mejoró claramente el nivel material de vida de la persona corriente. Los críticos del industrialismo, al describir la miseria de la clase obrera en Gran Bretaña durante los siglos XVIII y XIX, rodean con frecuencia de un aura de romanticismo el pasado de la primera ola. Describen ese pasado rural como cálido, comunitario, estable, orgánico y provisto de valores espirituales, más que puramente materialistas. Sin embargo, la investigación histórica revela que esas supuestamente idílicas comunidades rurales eran, en realidad, pozos de desnutrición, enfermedad, pobreza, falta de hogar y tiranía, con gentes desvalidas ante el hambre, el frío y los latigazos de sus dueños y señores.

Mucho se ha hablado de los horribles suburbios y barrios miserables que surgieron en torno a las ciudades o dentro de ellas, de los alimentos adulterados, de los suministros de aguas contaminadas, de los asilos y de la sordidez cotidiana. Pero, por terribles que fuesen estas condiciones, y lo eran, indiscutiblemente, representaban, sin duda, una gran mejora sobre las condiciones que la mayoría de esas personas habían dejado atrás. Como ha señalado el autor británico John Vaizey, "la imagen de la bucólica Inglaterra campesina era exagerada", y para un importante número de personas, el traslado al suburbio de la gran ciudad proporcionó, de hecho, "una dramática elevación en el nivel de vida, medido en términos de duración de la vida, mejora de las condiciones físicas de alojamiento y aumento de la cantidad total y de la variedad de alimentos".

Por lo que se refiere a la salud, basta leer The Age of Agony, de Guy Williams, o Death, Disease and Famine in Pre-Industrial England, de L. A. Clarkson, para neutralizar a los que glorifican la civilización de la primera ola a expensas de la segunda. Escribe Christina Larner en un comentario a estos libros: "La labor de historiadores y demógrafos sociales ha arrojado luz sobre la abrumadora presencia de enfermedad, dolor y muerte en el campo abierto, así como en las malsanas ciudades. La esperanza de vida era baja: unos cuarenta años en el siglo XVI, reducidos a veintitantos en el siglo XVII, a consecuencia de las epidemias, y elevados a poco más de cuarenta en el XVIII… Era raro que los matrimonios viviesen muchos años juntos… todos los hijos se encontraban en peligro." Por eso justamente podamos criticar los actuales y mal dirigidos sistemas sanitarios, vale la pena recordar que, antes de la revolución industrial, la medicina oficial era letal, centrada en la sangría y en la cirugía sin anestesia.

Las causas más importantes de muerte eran la peste, el tifus, la influenza o gripe, la disentería, la viruela y la tuberculosis. "Los sabios han hecho notar a menudo -escribe sarcásticamente Larner- que nos hemos limitado a sustituir todo esto por un grupo diferente de agentes mortales, pero éstos tardan un poco más en llegar. La enfermedad epidémica preindustrial mataba indiscriminadamente a jóvenes y viejos."

Pasando de la salud y la economía al arte y la ideología, ¿era el industrialismo, pese a su mezquino materialismo, más embrutecedor mentalmente que las sociedades feudales que le precedieron? ¿Era la mentalidad mecanicista, o indus-realidad, menos abierta a nuevas ideas, incluso herejías, que la Iglesia medieval o las monarquías del pasado? Por mucho que detestemos nuestras gigantescas burocracias, ¿son más rígidas que las burocracias chinas de hace siglos o que las antiguas jerarquías egipcias? Y en cuanto al arte, ¿son las novelas, poemas y cuadros de los últimos trescientos años en Occidente menos vivos, profundos, reveladores o complejos que las obras de períodos anteriores o lugares diferentes?

Sin embargo, también se halla presente el lado oscuro. Si bien la civilización de la segunda ola hizo mucho por mejorar las condiciones de vida de nuestros padres, también provocó violentas consecuencias externas, imprevistos efectos secundarios. Figuraba entre ellos el desenfrenado y quizás irreparable daño causado a la frágil biosfera de la Tierra. Debido a su indusreal tendencia contra la Naturaleza; debido a su población en constante aumento, a su tecnología feroz y a su incesante necesidad de expansión, provocó un mayor cataclismo ambiental que ninguna Era precedente. He leído las cifras de estiércol de caballo existente en las calles de las ciudades preindustriales (ofrecidas generalmente como tranquilizadora prueba de que la polución no es nada nuevo). Sé que las aguas negras llenaban las calles de las ciudades antiguas. Sin embargo, la sociedad industrial llevó los problemas de la polución ecológica y del uso de los recursos naturales a un nivel radicalmente nuevo, haciendo inconmensurables el pasado y el presente.

Nunca hasta ahora había creado ninguna civilización los medios para destruir, literalmente, no una ciudad, sino un planeta. Jamás se enfrentaron océanos enteros a la toxificación, especies enteras desaparecieron de la Tierra, de la noche a la mañana, como resultado de la avaricia o la inadvertencia humanas; jamás las minas llenaron tan salvajemente de cicatrices la superficie de la Tierra; jamás los aerosoles mermaron la capa de ozono ni la termopolución amenazó el clima del Planeta.

Similar, pero más compleja aún, es la cuestión del imperialismo. El sometimiento a esclavitud de los indios para trabajar en las minas de América del Sur, la introducción del sistema de plantaciones en grandes partes de África y Asia, la deliberada extorsión de las economías coloniales para acomodarlas a las necesidades de las naciones industriales, todo ello dejó una estela de sufrimiento, hambre, enfermedad y desculturización. El racismo exudado por la civilización de la segunda ola, la integración forzada de economías pequeñas y autosuficientes en el sistema comercial mundial, dejaron enconadas heridas que no han empezado aún a curarse.

Sin embargo, sería también un error idealizar estas primitivas economías de subsistencia. Es discutible si las poblaciones de incluso las regiones no industriales de la Tierra se hallan hoy peor que hace doscientos años. En lo que se refiere a duración de la vida, alimentación, mortalidad infantil, analfabetismo, así como dignidad humana, cientos de millones de seres humanos, desde el Sahel hasta América Central, padecen miserias indescriptibles. Pero sería prestarles un mal servicio inventar un ficticio pasado romántico en nuestra precipitación por juzgar el presente. El camino hacia el futuro no pasa por una reversión a un pasado más miserable aún.

Así como no existe una única causa productora de la civilización de la segunda ola, tampoco puede existir una única evaluación. He tratado de presentar una imagen de la civilización de la segunda ola, incluidos sus defectos. Si parece que por una parte la condeno y por otra la apruebo, ello se debe a que los juicios simples son engañosos. Detesto el modo en que el industrialismo aplastó a la primera ola y a los pueblos primitivos. No puedo olvidar la forma en que masificó la guerra, e inventó Auschwitz, y liberó el átomo para incinerar Hiroshima. Me avergüenzo de su arrogancia cultural y de sus depredaciones contra el resto del mundo. Me repugna el desperdicio de energía, imaginación y espíritu humanos de nuestros ghettos y suburbios.

Pero el odio irrazonado hacia la propia época y los propios contemporáneos no constituye la mejor base para la creación del futuro. ¿Fue el industrialismo una pesadilla de aire acondicionado, un yermo desierto, un absoluto horror? ¿Fue un mundo de "visión única", como pretendían los enemigos de la ciencia y la tecnología? Sin duda. Pero fue también mucho más que eso. Fue, como la vida misma, un agridulce instante en la eternidad.

Cualquier cosa que sea lo que se elija para evaluar el presente que se va ya desvaneciendo, es vital comprender que el juego industrial ha terminado, sus energías se han disipado y la fuerza de la segunda ola va menguando en todas partes a medida que empieza la ola siguiente. Dos cambios, por sí solos, hacen que no sea ya posible la continuación "normal" de la civilización industrial. En primer lugar, hemos llegado a un punto de inflexión en la "guerra contra la Naturaleza". La biosfera, simplemente, no tolerará por más tiempo el ataque industrial. En segundo, no podemos seguir confiando indefinidamente en energía no renovable, principal subvención hasta ahora del desarrollo industrial.

Estos hechos no significan el fin de la sociedad tecnológica ni el fin de la energía. Pero sí significan que todo futuro avance tecnológico se verá condicionado por nuevas limitaciones ambientales. Significan también que, hasta que se hallen nuevas fuentes, las naciones industriales sufrirán repetidos y posiblemente violentos síntomas de retracción, mientras la lucha por descubrir nuevas formas de energía acelera por sí sola la transformación social y política.

Una cosa está clara: nos hemos quedado -al menos para varias décadas- sin energía barata. La civilización de la segunda ola ha perdido una de sus dos subvenciones fundamentales.

Simultáneamente, está siendo retirada esa otra subvención oculta que son las materias primas baratas. Enfrentadas al final del colonialismo y el neoimperialismo, las naciones de alta tecnología habrán de volverse hacia dentro en busca de nuevos sustitutivos y recursos, comprándose unas a otras y disminuyendo gradualmente sus lazos económicos con los Estados no industriales, o habrán de comprar a los países no industriales, pero en condiciones comerciales totalmente nuevas. En cualquiera de ambos casos, los costos se elevarán sustancialmente, y la base entera de los recursos de la civilización se transformará junto con su base energética.

Estas presiones externas sobre la sociedad industrial corren parejas con presiones desintegradoras existentes en el interior del sistema. Ya fijemos nuestra atención en el sistema familiar de los Estados Unidos, o en el sistema telefónico de Francia (que es peor que en algunas Repúblicas bananeras), o en el sistema de trenes de cercanías de Tokio (que es tan malo que los viajeros han tomado al asalto las estaciones y retenido como rehenes a empleados ferroviarios para manifestar su protesta), la historia es la misma: la tensión de personas y sistemas ha llegado al punto final de ruptura.

Los sistemas de la segunda ola están en crisis. Encontramos crisis en los sistemas de asistencia social. Crisis en los sistemas postales. Crisis en los sistemas escolares. Crisis en los sistemas de asistencia sanitaria. Crisis en los sistemas urbanos. Crisis en el sistema financiero internacional. La misma nación-Estado está en crisis. El sistema de valores de la segunda ola está en crisis.

Incluso está en crisis el sistema de atribución de papeles que mantuvo unida a la civilización industrial. Donde más dramáticamente lo apreciamos es en la lucha por redefinir los papeles sexuales. En el movimiento feminista, en las peticiones de legalización de la homosexualidad, en la difusión de modas "unisexo", vemos un continuo desdibujamiento de las tradicionales expectativas respecto a los sexos. Los papeles ocupacionales se van desdibujando también. Enfermeras y pacientes por igual redefinen sus papeles con respecto a los médicos. Policías y maestros se salen de los papeles que tienen asignados y emprenden ilegales acciones de huelga. Profesiones parajurídicas redefinen el papel del abogado. Los obreros exigen cada vez más participación, violando los tradicionales papeles de la dirección. Y este resquebrajamiento de la estructura de atribución de papeles, producido a escala de toda la sociedad, es mucho más revolucionario en sus implicaciones -por afectar a la estructura misma de que dependía el industrialismo- que todas las marchas y protestas abiertamente políticas que los periodistas utilizan como baremo del cambio.

Finalmente, esta convergencia de presiones -la pérdida de subvenciones clave, el mal funcionamiento de los principales sistemas de la sociedad, la quiebra de la estructura de atribución de papeles- produce crisis en la más elemental y frágil de las estructuras: la personalidad. El colapso de la civilización de la segunda ola ha creado una epidemia de crisis de personalidad.

En la actualidad vemos a millones de personas buscando desesperadamente sus propias sombras, devorando películas, obras teatrales, novelas y libros, por oscuros que sean, que prometen ayudarles a encontrar sus desaparecidas identidades. En los Estados Unidos, como veremos, las manifestaciones de las crisis de personalidad adoptan extrañas formas.

Sus víctimas se lanzan a la terapia de grupo, al misticismo o a juegos sexuales. Anhelan el cambio, pero se sienten aterrorizados por él. Ansían abandonar sus actuales existencias y saltar, de alguna manera, a una nueva vida… convertirse en lo que no son. Quieren cambiar de empleos, de cónyuges, de papeles y de responsabilidades.

Y tampoco los hombres de negocios norteamericanos, supuestamente maduros y satisfechos, se hallan libres de esta falta de apego al presente. La American Management Association declara, en un reciente estudio, que el 40% de quienes tienen funciones directivas y empresariales son infelices en sus puestos y que más de la tercera parte sueñan con una profesión alternativa en la que consideran que serían más felices. Algunos obran de manera consecuente con su insatisfacción. Abandonan, se dedican a granjeros o vagabundos, buscan nuevos estilos de vida, retornan a los estudios o, simplemente, se persiguen a sí mismos más y más rápidamente en torno a un círculo cada vez más reducido y, finalmente, estallan bajo la presión.

Buceando en su interior para hallar el origen de su malestar, se debaten en angustias de innecesaria culpabilidad. Parecen ignorar por completo que lo que sienten dentro de ellos mismos no es sino el reflejo subjetivo de una crisis objetiva de dimensiones mucho mayores: están representando un drama inconsciente dentro de un drama.

Puede uno insistir en considerar cada una de estas diversas crisis como un acontecimiento aislado. Podemos pasar por las conexiones existentes entre la crisis de la energía y la crisis de la personalidad, entre nuevas tecnologías y nuevos papeles sexuales, y otras interrelaciones ocultas semejantes. Pero lo hacemos a nuestro propio riesgo. Pues lo que está sucediendo es de dimensiones más vastas. Cuando pensamos en términos de olas sucesivas de interrelacionado cambio, de la colisión de esas olas, captamos el hecho esencial de nuestra generación -que el industrialismo se está extinguiendo gradualmente- y podemos empezar a buscar entre los signos del cambio lo que es verdaderamente nuevo, lo que ya no es industrial. Podemos identificar la tercera ola.

Esta tercera ola de cambio es lo que enmarcará el resto de nuestras vidas. Si queremos suavizar la transición entre la vieja y agonizante civilización y la nueva que está tomando forma, si queremos conservar un sentido de nosotros mismos y la capacidad de conducir nuestras propias vidas por entre las cada vez más intensas crisis que se avecinan, debemos poder reconocer -y crear- innovaciones de la tercera ola.

Pues si volvemos atentamente la vista en nuestro derredor, descubrimos, surcando entrecruzadamente las manifestaciones de fracaso y derrumbamiento, indicios precursores de crecimiento y de nuevas potencialidades.

Si escuchamos con atención podemos oír a la tercera ola retumbar ya en playas no tan lejanas.

La tercera ola

XI

LA NUEVA SÍNTESIS

En enero de 1950, justo cuando se iniciaba la segunda mitad del siglo XX, un muchacho de veintidós años, provisto de un flamante diploma universitario, emprendía un largo viaje nocturno en autobús hacia lo que consideraba la realidad central de nuestro tiempo. Con su amiga al lado y una maleta de cartón llena de libros bajo el asiento, contempló un metálico amanecer mientras las fábricas del Medio Oeste americano se deslizaban en sucesión interminable ante la ventanilla batida por la lluvia.

América era el corazón del mundo. La región que bordea los Grandes Lagos era el corazón industrial de América. Y la fábrica era el núcleo palpitante de ese corazón de corazones: acerías, fundiciones de aluminio, talleres de herramientas y cojinetes, refinerías de petróleo, fábricas de automóviles, milla tras milla de sucios edificios vibrando por el funcionamiento de enormes máquinas para triturar, perforar, taladrar, doblar, soldar, forjar y fundir metales. La fábrica era el símbolo de toda la Era industrial y, para un muchacho educado en un semiconfortable hogar de la clase media baja, después de cuatro años de Platón y T. S. Elliot, de historia del arte y de teoría social abstracta, el mundo que representaba era tan exótico como Tashkent o la Tierra del Fuego.

Pasé cinco años en esas fábricas, no como empleado o ayudante de personal, sino como peón de montaje, fresador, conductor de elevadora, soldador, operador de prensa taladradora… prensando paletas de hélice, reparando máquinas en una fundición, construyendo gigantescas máquinas para el control del polvo en las minas africanas, dando los toques finales a las piezas de metal que pasaban con fragoroso estruendo por la cadena de montaje. Aprendí de primera mano cómo luchaban los obreros de las fábricas por ganarse la vida en la Era industrial.

Tragué el polvo, el sudor y el humo de la fundición. Mis oídos parecieron estallar bajo el silbido del vapor, la estridencia de cadenas, el rugido de cimentadoras. Sentí el calor de las coladas de acero al rojo blanco. Chispas de acetileno dejaron cicatrices de quemaduras en mis piernas. Eché en una prensa millares de piezas, repitiendo movimientos idénticos hasta que mi mente y mis músculos parecían gritar. Observé a los directores que mantenían en sus puestos a los obreros, hombres vestidos con camisa blanca y constantemente acosados por el afán de obtener rendimientos mayores. Ayudé a una mujer de sesenta y cinco años a levantarse de la ensangrentada máquina que acababa de arrancarle cuatro dedos de la mano, y aún me parece estar oyendo sus gritos: "¡Dios mío, no podré volver a trabajar!"

La fábrica. ¡Larga vida a la fábrica! Hoy, incluso mientras se construyen nuevas fábricas, está agonizando la civilización que convirtió la fábrica en una catedral. Y en alguna parte, en estos mismos momentos, otros hombres y mujeres jóvenes están penetrando a través de la noche en el corazón de la naciente civilización de la tercera ola. A partir de aquí, nuestra tarea será incorporarnos, como si dijéramos, a su búsqueda del mañana.

Si pudiéramos seguirles hasta su destino, ¿adonde llegaríamos? ¿A las rampas de lanzamiento que arrojan al espacio exterior llameantes vehículos y fragmentos de conciencia humana? ¿A laboratorios oceanógraficos? ¿A familias comunales? ¿A equipos que trabajan sobre la inteligencia artificial? ¿A apasionadas sectas religiosas? ¿Están viviendo en voluntaria sencillez? ¿Están trepando por la escala social? ¿Están entregando armas a terroristas? ¿Dónde se está forjando el futuro?

Si nosotros mismos nos halláramos planeando una expedición similar al futuro, ¿cómo prepararíamos nuestros mapas? Es fácil decir que el futuro empieza en el presente. Pero, ¿qué presente? Nuestro presente rebosa de paradojas.

Nuestros hijos están extraordinariamente informados acerca de drogas, sexo o lanzamientos espaciales; algunos saben de computadores más que sus padres. Sin embargo, los niveles escolares descienden en picado. Continúan aumentando las tasas de divorcio, pero también las de segundos y ulteriores matrimonios. Surgen antifeministas en el momento exacto en que las mujeres conquistan derechos que incluso los antifeministas apoyan. Los homosexuales reclaman sus derechos y salen a la luz… sólo para encontrarse a Anita Bryant esperándoles.

Una desatada inflación atenaza a todas las naciones de la segunda ola; sigue incrementándose el desempleo, en contradicción con todas nuestras teorías clásicas. Al mismo tiempo, desafiando la lógica de la oferta y la demanda, millones de personas están exigiendo, no ya simplemente empleos, sino trabajos que sean creadores, psicológicamente satisfactorios o socialmente responsables. Las contradicciones económicas se multiplican.

En política, los partidos pierden la fidelidad de sus miembros en el preciso momento en que cuestiones clave -la tecnología, por ejemplo- se están tornando más politizadas que nunca. Entretanto, en amplias regiones de la Tierra aumenta el poder de los movimientos nacionalistas… en el preciso instante en que la nación-Estado se ve sometida a un ataque cada vez más intenso en nombre del globalismo o de la conciencia planetaria.

Frente a tales contradicciones, ¿cómo podríamos ver por detrás de las tendencias y contratendencias? Nadie, ¡ay!, tiene una mágica respuesta a esa pregunta. Pese a todo el material de los computadores, a los abigarrados diagramas y a los modelos y matrices matemáticas que utilizan los investigadores futuristas, nuestros intentos de atisbar en el mañana -e incluso de comprender el hoy- siguen siendo más un arte que una ciencia.

La investigación sistemática puede enseñarnos mucho. Pero al final debemos acoger, no desechar, paradoja y contradicción, presentimiento, imaginación y audaz (aunque tentativa) síntesis.

Al explorar el futuro en las páginas que siguen, debemos, por tanto, hacer algo más que identificar las tendencias principales. Por difícil que pueda ser, debemos resistir la tentación de dejarnos seducir por líneas rectas. La mayoría de la gente -incluidos muchos futuristas- concibe el mañana como una mera extensión del hoy, olvidando que las tendencias, por poderosas que parezcan, no se limitan a continuar de una manera lineal. Llegan a puntos de culminación, en los cuales explotan en nuevos fenómenos. Invierten su dirección. Se detienen y arrancan. El hecho de que algo esté sucediendo ahora, o haya estado sucediendo durante trescientos años, no constituye ninguna garantía de que vaya a continuar. En las páginas sucesivas escrutaremos precisamente esas contradicciones, conflictos, cambios de dirección y puntos de ruptura que hacen del futuro una permanente sorpresa.

Más importante: escrutaremos las conexiones ocultas entre acontecimientos que, en la superficie, parecen desprovistos de toda relación. De poco sirve predecir el futuro de los semiconductores de energía, o el futuro de la familia (aunque sea la familia de uno mismo), si la predicción deriva de la premisa de que todo lo demás se mantendrá inmutable. Pues nada permanecerá inmutable. El futuro es fluido, no petrificado. Está formado por nuestras mudables y cambiantes decisiones cotidianas, y cada acontecimiento influye sobre todos los demás.

La civilización de la segunda ola hizo extraordinario hincapié en nuestra capacidad para descomponer los problemas en sus elementos constitutivos; nos recompensó menos frecuentemente por nuestra capacidad para ensamblar de nuevo las piezas. La mayoría de las personas son culturalmente más hábiles como analizadoras que como sintetizadoras. A ello se debe el que nuestras imágenes del futuro (y de nosotros mismos en ese futuro) sean tan fragmentarias, casuales… y equivocadas. Nuestra tarea aquí será pensar como generalistas, no como especialistas.

Tengo la convicción de que nos encontramos en la actualidad al borde de una nueva Era de síntesis. En todos los campos intelectuales, desde las ciencias puras hasta la sociología, la psicología y la economía -especialmente la economía-, es probable que presenciemos un retorno al pensamiento a gran escala, a la teoría general, al ensamblamiento de piezas ahora dispersas. Pues estamos empezando a comprender que nuestro obsesivo énfasis sobre el detalle cuantificado sin atención al contexto, sobre la medición progresivamente más precisa de problemas progresivamente más pequeños, no hace sino dejarnos sabiendo cada vez más cosas sobre cada vez menos cosas.

Por tanto, nuestro sistema a partir de ahora será buscar esas corrientes de cambio que están sacudiendo nuestras vidas, descubrir las conexiones subterráneas existentes entre ellas, no sólo porque cada una de esas corrientes es importante en sí misma, sino también por la forma en que todas ellas van reuniéndose para constituir ríos de cambio más anchos, más profundos, más rápidos, que, a su vez, confluyen en algo de dimensiones aún mayores: la tercera ola.

Como el joven que se puso en marcha en el momento central del siglo para encontrar el corazón del presente, nosotros empezamos ahora nuestra búsqueda del futuro. Puede que esa búsqueda sea lo más importante de nuestras vidas.

XII

Las cumbres dominantes

El 8 de agosto de 1960, un ingeniero químico nacido en Virginia del Oeste y llamado Monroe Rathbone tomó en su despacho de la plaza de Rockefeller, en Manhattan, una decisión que quizá futuros historiadores elijan algún día para simbolizar el fin de la Era de la segunda ola.

Pocos prestaron la menor atención aquel día, cuando Rathbone, ejecutivo jefe de la gigantesca Exxon Corporation, adoptó medidas para reducir los impuestos que Exxon pagaba a los países productores de petróleo. Su decisión, aunque ignorada por la Prensa occidental, cayó como un rayo en los Gobiernos de esos países, ya que virtualmente todos sus ingresos procedían de los pagos realizados por las Compañías petrolíferas.

A los pocos días, las demás Compañías petrolíferas importantes habían seguido el ejemplo de Exxon. Y un mes después, el 9 de setiembre, en la ciudad de Bagdad, delegados de los países más afectados se reunieron en consejo de emergencia. Puestos entre la espada y la pared, se constituyeron en comité de los Gobiernos exportadores de petróleo. Durante trece años, las actividades de este comité, e incluso su nombre, permanecieron ignoradas fuera de las páginas de unas cuantas publicaciones especializadas. Hasta 1973, es decir, cuando estalló la guerra del Yom Kippur y la Organización de Países Exportadores de Petróleo salió súbitamente de las sombras. Estrangulando los suministros mundiales de crudos, hizo precipitarse en un estremecedor picado a toda la economía de la segunda ola.

Lo que hizo la OPEP, aparte de cuadruplicar sus ingresos procedentes del petróleo, fue acelerar una revolución que se estaba ya fraguando en la tecnosfera de la segunda ola.

El Sol y más allá

En el ensordecedor clamoreo sobre la crisis de la energía que se ha sucedido desde entonces, hemos presenciado la formulación de tantos planes, propuestas, argumentos y contrargumentos, que resulta difícil realizar elecciones juiciosas. Los Gobiernos están tan confusos como el proverbial hombre de la calle.

La única forma de abrirse paso entre la maraña de datos es tender la vista más allá de las tecnologías y políticas individuales, hasta los principios a ellas subyacentes. Cuando lo hacemos así, descubrimos que ciertas propuestas van destinadas a mantener o ampliar la base energética de la segunda ola tal como la hemos conocido, mientras que otras descansan sobre nuevos principios. El resultado es una radical clarificación de toda la cuestión de la energía.

Como hemos visto antes, la base energética de la segunda ola se apoyaba en la premisa de no renovabilidad; procedía de depósitos altamente concentrados y agotables; descansaba en tecnologías costosas y fuertemente centralizadas; y carecía de diversificación, dependiendo de fuentes y métodos relativamente escasos. Estas eran las principales características de la base energética en todas las naciones de la segunda ola a lo largo de la Era industrial.

Teniendo esto presente, si volvemos ahora la vista hacia los diversos planes y propuestas generados por la crisis del petróleo, rápidamente podemos distinguir cuáles son meras extensiones de los antiguos y cuáles son precursores de algo fundamentalmente nuevo. Y la cuestión básica se convierte entonces no en si el petróleo debe venderse a cuarenta dólares el barril, o si debe construirse un reactor nuclear en Seabrook o Grohnde. La cuestión fundamental es si puede sobrevivir alguna base energética diseñada para la sociedad industrial y asentada en estos principios de la segunda ola. Una vez planteada así, la respuesta es ineludible.

Durante el pasado medio siglo, las dos terceras panes de la provisión energética mundial han procedido del petróleo y el gas. La mayoría de los observadores, desde los más fanáticos conservacionistas hasta el difunto sha del Irán, desde freaks solares y jeques saudíes hasta los expertos de muchos Gobiernos, concuerdan en que esta dependencia del combustible fósil no puede continuar indefinidamente, por muchos nuevos yacimientos petrolíferos que se descubran.

Las estadísticas varían. Se discute acerca de cuánto tiempo falta para que se acaben las reservas. Las complejidades del pronóstico son enormes, y muchas predicciones pasadas parecen ahora estúpidas. Pero una cosa está clara: nadie está inyectando de nuevo gas y petróleo en la tierra para reponer la provisión.

Ya llegue el final en algún estertor climático o, más probablemente, en una sucesión de escaseces vertiginosamente desestabilizadoras, abundancias temporales y escaseces más profundas, la época del petróleo está concluyendo. Los iraníes lo saben. Los kuwaitíes, nigerianos y venezolanos lo saben. Los árabes sauditas lo saben… y por eso es por lo que están tratando de construir una economía basada en algo más que en los ingresos derivados del petróleo. Las Compañías petrolíferas lo saben… y por eso es por lo que se esfuerzan por diversificar sus actividades. (El presidente de una Compañía petrolífera me dijo no hace mucho, en el curso de una cena en Tokio, que, en su opinión, los gigantes del petróleo acabarían convirtiéndose en dinosaurios industriales, igual que los ferrocarriles. El plazo de tiempo que preveía para ello era extraordinariamente corto… años, no décadas.)

Sin embargo, el debate en torno al agotamiento físico tiene un carácter casi marginal. Pues en el mundo actual es el precio, no la provisión física, lo que ejerce el más inmediato y significativo impacto. Y es aquí donde los hechos apuntan más intensamente aún a la misma conclusión.

En cuestión de décadas, puede que la energía vuelva a ser abundante y barata como consecuencia de sorprendentes avances tecnológicos o vaivenes económicos. Pero, suceda lo que suceda, es probable que el precio del petróleo continúe su ascenso mientras nosotros nos vemos obligados a sondear profundidades cada vez más grandes, a explorar regiones más remotas y a competir entre más compradores. Aun prescindiendo de la OPEP, en los últimos cinco años se ha producido un cambio histórico: pese a extensos y nuevos descubrimientos como los de México, pese a la disparada alza de los precios, el total de reservas confirmadas y comercialmente recuperables de crudo ha disminuido, no crecido, invirtiéndose con ello una tendencia que se había mantenido durante décadas. Lo que constituye, por si fuera necesaria, una nueva prueba de que la Era del petróleo está tocando a su fin.

Mientras tanto, el carbón, que ha proporcionado la mayor parte del tercio restante de la energía mundial total, ofrece una amplia provisión, aunque también es, en último término, agotable. Pero cualquier aumento masivo del uso del carbón entraña la difusión de aire sucio, un posible riesgo para el clima del mundo (a través de un aumento del bióxido de carbono en la atmósfera), así como un devastamiento de la Tierra. Aunque se aceptase todo esto en las próximas décadas como riesgos necesarios, el carbón no puede encajar en el depósito de un automóvil ni desempeñar muchas otras tareas ahora realizadas por el petróleo o el gas. Las instalaciones para gasificar o licuar el carbón requieren cantidades enormes de capital y de agua (gran parte de ella necesaria para la agricultura) y resultan al final tan ineficaces y caras que no se puede por menos de considerarlas expedientes costosos, de mera desviación y altamente temporales.

La tecnología nuclear presenta problemas más formidables aún en su actual fase de desarrollo. Los reactores convencionales dependen del uranio, otro combustible agotable, y entraña riesgos que resulta extraordinariamente costoso vencer… si es que realmente se los puede vencer. Nadie ha resuelto convincentemente los problemas de eliminación de residuos nucleares, y los costos nucleares son tan elevados, que hasta ahora las subvenciones oficiales han sido esenciales para hacer que la energía atómica sea remotamente competitiva con otras fuentes.

Los reactores generadores rápidos constituyen una categoría por sí solos. Pero, aunque presentados con frecuencia al público no informado como máquinas de movimiento continuo porque el plutonio que expulsan puede ser utilizado como combustible, también ellos dependen, en último término, de la pequeña y no renovable provisión de uranio del mundo. No sólo son altamente centralizados, increíblemente caros, volátiles y peligrosos, sino que también aumentan los riesgos de guerra nuclear y de una captura de materiales nucleares por parte de terroristas.

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