Pero más allá de estas medidas necesitaremos integrar el significado personal con concepciones del mundo más amplias y comprensivas. No basta que las personas comprendan (o crean comprender) sus propias pequeñas aportaciones a la sociedad. Deben tener también algún sentido, aunque sea inarticulado y vago, de cómo encajan en el orden, más amplio, de las cosas. A medida que llega la tercera ola, necesitaremos formular nuevas concepciones del mundo, omnicomprensivas e integradoras –síntesis coherentes, no meros destellos-, que enlacen y armonicen todas las cosas.
Ninguna concepción del mundo puede captar por sí sola toda la verdad. Únicamente aplicando múltiples y temporales metáforas podemos obtener una imagen perfeccionada (aunque todavía incompleta) del mundo. Pero reconocer este axioma no equivale a decir que la vida carece de significado. De hecho, aunque la vida carezca de significado en algún sentido cósmico, podemos, y con frecuencia así lo hacemos, elaborar un significado extrayéndolo de convenientes relaciones sociales y representándonos a nosotros mismos como parte de un drama más amplio, el coherente desenvolvimiento de la Historia.
Por consiguiente, al construir la civilización de la tercera ola debemos ir más allá del ataque a la soledad. Debemos también empezar a proporcionar un entramado de orden y finalidad en la vida. Pues significado, estructura y comunidad son requisitos previos, íntimamente relacionados entre sí, para un futuro en el que se pueda vivir.
Al encauzar nuestros esfuerzos hacia la consecución de estos fines, será útil comprender que la actual angustia del aislamiento social, la impersonalidad, la carencia de estructura y la sensación de falta de significado que torturan a tantas personas son síntomas del desmoronamiento del pasado, más que anuncios del futuro.
Sin embargo, no será suficiente que cambiemos la sociedad. Pues a medida que moldeamos la civilización de la tercera ola a través de nuestras propias acciones y decisiones cotidianas, la civilización de la tercera ola nos irá, a su vez, moldeando a nosotros. Está haciendo su aparición una nueva psicosfera, que alterará fundamentalmente nuestro carácter. Y es esto –la personalidad del futuro- lo que ahora pasamos a considerar.
XXVI
La personalidad del futuro
A medida que irrumpe en nuestras vidas cotidianas una nueva civilización nos vamos preguntando si no nos habremos quedado anticuados también nosotros. Al ser puestos en cuestión tantos de nuestros valores, costumbres, rutinas y respuestas, no es de extrañar que a veces nos sintamos gentes del pasado, reliquias de la civilización de la segunda ola. Pero si algunos de nosotros somos realmente anacronismos, ¿hay también entre nosotros gentes del futuro, ciudadanos anticipativos, por así decirlo, de la próxima civilización de la tercera ola? Cuando contemplamos la decadencia y la desintegración que nos rodean, ¿podemos ver los emergentes rasgos de la personalidad del futuro, el advenimiento, por así decirlo, de un "hombre nuevo"?
Si es así, no sería la primera vez que se cree percibir en el horizonte un homme nouveau. En un brillante ensayo, André Reszler, director del Centro de Cultura Europea, ha descrito anteriores intentos de predecir el advenimiento de un nuevo tipo de ser humano. Por ejemplo, a finales del siglo XVIII hubo el "Adán americano", hombre nacido en América del Norte y supuestamente desprovisto de los vicios y defectos del europeo. A mediados del siglo XX se supuso que el hombre nuevo había de aparecer en la Alemania de Hitler. "El nazismo -escribió Hermann Rauschning- es más que una religión; es la voluntad de crear el superhombre." Este robusto "ario" sería en parte campesino, en parte guerrero, en parte Dios. "Yo he visto al hombre nuevo -confió una vez Hitler a Rauschning-. Es intrépido y cruel. Me he sentido asustado ante él."
La imagen de un hombre nuevo -pocos hablan jamás de una "mujer nueva", excepto como rectificación- obsesionó también a los comunistas. Los soviéticos hablan todavía de la llegada del "hombre socialista". Pero fue Trotski quien más poéticamente se expresó sobre el humano del futuro. "El hombre será incomparablemente más fuerte, más sabio y más perceptivo. Su cuerpo se tornará más armonioso; sus movimientos, más rítmicos; su voz, más melodiosa.
Sus formas de vida adquirirán una calidad intensamente dramática. El hombre medio alcanzará el nivel de un Aristóteles, de un Goethe, de un Marx."
Hace nada más que una o dos décadas, Frantz Fanón anunciaba el advenimiento de un hombre nuevo que tendría una "mente nueva". Che Guevara veía su hombre ideal del futuro como poseedor de una vida interior más rica. Cada imagen es diferente.
Pero Reszler señala persuasivamente que, por detrás de la mayor parte de estas imágenes del "hombre nuevo" acecha nuestro viejo conocido el noble salvaje, una criatura mítica dotada de toda clase de cualidades que la civilización, supuestamente, ha corrompido o difuminado. Reszler pone adecuadamente en tela de juicio esta idealización de lo primitivo, recordándonos que los regímenes que han intentado conscientemente engendrar un "hombre nuevo" han dejado, de ordinario, una estela de asolación totalitaria.
Por tanto, sería necio anunciar una vez más el nacimiento de un "hombre nuevo" (salvo que, ahora en que los ingenieros genéticos están en ello, utilicemos la expresión en un aterrador y estricto sentido biológico). La idea sugiere un prototipo, un único modelo ideal que la civilización entera se esfuerza por emular. Y en una sociedad que avanza rápidamente hacia la desmasificación, nada es más inverosímil.
No obstante, sería igualmente necio creer que unas condiciones materiales de vida fundamentalmente modificadas no afectan en absoluto a la personalidad o, para expresarlo con mayor precisión, al carácter social. A medida que cambiamos la estructura profunda de la sociedad, modificamos también a las personas. Aunque se creyera en una inmutable naturaleza humana, generalizada opinión que yo no comparto, la sociedad seguiría premiando y favoreciendo ciertos rasgos y penalizando otros, originando con ello cambios evolutivos en la distribución de características entre la población.
El psicoanalista Erich Fromm, que es quizá quien mejor ha escrito acerca del carácter social, lo define como "esa parte de la estructura de su carácter que es común a la mayoría de los miembros del grupo". En toda cultura -nos dice – existen características ampliamente compartidas que componen el carácter social. A su vez, el carácter social moldea a las personas de tal modo que "su comportamiento no es cuestión de decisión consciente respecto a si seguir o no la pauta social, sino de desear actuar como tienen que actuar y, al mismo tiempo, encontrar gratificación en actuar conforme a las exigencias de la cultura".
Por tanto, lo que la tercera ola está haciendo no es crear algún superhombre ideal, alguna nueva especie heroica que desfile majestuosamente entre nosotros, sino introducir cambios espectaculares en las características distribuidas por nuestra sociedad… no un hombre nuevo, sino un carácter social nuevo. Por consiguiente nuestra tarea no es buscar al mítico "hombre", sino las características que más probablemente habrán de ser estimadas por la civilización del mañana.
Estos rasgos de carácter no son simple consecuencia (ni reflejo) de presiones exteriores sobre las personas. Surgen de la tensión que existe entre los deseos o impulso internos de muchos individuos y los impulsos o presiones externas de la sociedad. Pero, una vez formados, estos compartidos rasgos de Carácter desempeñan un influyente papel en el desarrollo económico y social de la sociedad.
Por ejemplo, la llegada de la segunda ola que acompañada por la extensión de la ética protestante, con su énfasis sobre la sobriedad, el esfuerzo incesante y el aplazamiento de la gratificación, rasgos que canalizaron enormes energías a las tareas de desarrollo económico. La segunda ola originó también cambios en la objetividad-subjetividad, individualismo, actitudes hacia la autoridad y en la capacidad para pensar abstractamente, para enfatizar y para imaginar.
A fin de que los campesinos fueran introducidos en la fuerza de trabajo industrial, había que darles los primeros rudimentos de la cultura. Tenían que ser educados, informados y moldeados. Debían comprender que era posible otra forma de vida. Por tanto, se necesitaban gran número de personas con capacidad para imaginarse a sí mismas en un nuevo papel y una nueva situación. Había que liberar sus mentes del presente. Así, del mismo modo que tuvo que democratizar en cierta medida las comunicaciones y la política, el industrialismo se vio también obligado a democratizar la imaginación.
El resultado de tales cambios psicoculturales fue una modificada distribución de rasgos, un nuevo carácter social. Y en la actualidad nos encontramos de nuevo al borde de una similar conmoción psicocultural.
El hecho de que nos estemos alejando de una uniformidad orwelliana de la segunda ola hace difícil generalizar sobre la psiquis emergente. En este punto, más aún que en cualesquiera otros referentes al futuro, no podemos hacer más que especular.
No obstante, podemos señalar los poderosos cambios que es probable influyan en el desarrollo psicológico de la sociedad de la tercera ola. Y esto nos lleva a cuestiones -ya que no conclusiones- fascinantes. Pues estos cambios afectan a la crianza de los hijos, a la educación, la adolescencia, el trabajo e incluso al modo en que formamos las imágenes de nosotros mismos. Y es imposible cambiar todo esto sin alterar profundamente todo el carácter social del futuro.
Crecimiento diferente
En primer lugar, es probable que el niño de mañana crezca en una sociedad mucho menos centrada en el niño que la nuestra.
El envejecimiento de la población en todos los países de alta tecnología implica una mayor atención pública a las necesidades de los viejos y una atención correlativamente menor a los jóvenes. Además, a medida que las mujeres desempeñan empleos o profesiones en la economía de intercambio, disminuye la tradicional necesidad de canalizar todas sus energías hacia la maternidad.
Durante la segunda ola, millones de padres vivían sus propios sueños a través de sus hijos… a menudo porque podían razonablemente esperar que sus hijos tendrían más éxito social y económico que ellos. Esta expectativa de movilidad hacia arriba estimulaba a los padres a concentrar enormes energías psíquicas en sus hijos. Hoy, muchos padres de la clase media se enfrentan con la angustiosa desilusión de ver que sus hijos -en un mundo mucho más difícil- descienden, en lugar de ascender, por la escala socioeconómica. Se está evaporando la posibilidad de una realización subrogada.
Por estas razones, es probable que el niño del mañana entre al nacer en una sociedad que ya no estará obsesionada -quizá ni siquiera terriblemente interesada- por las necesidades, deseos, desarrollo psicológico y gratificación instantánea del niño. De ser así, el doctor Spocks del mañana urgirá a una infancia más estructurada y exigente. Los padres serán menos permisivos.
Y tampoco -sospecha uno- será la adolescencia un proceso tan prolongado y penoso como lo es hoy para tantos. Millones de niños se están criando en hogares uniparentales, con madres (o padres) trabajadoras estrujadas por una errática economía y con menos lujo y tiempo de los que tenía a su disposición la generación de niños de los años sesenta.
Otros, más adelante, es probable que se críen en familias que trabajan en su propia casa o vivan en un hogar electrónico. Al igual que en muchas familias de la segunda ola agrupadas en torno a un negocio familiar, podemos esperar que los niños del hogar electrónico del mañana sean atraídos directamente a las tareas laborales de la familia y reciban una creciente responsabilidad ya desde una edad temprana.
Esto sugiere una infancia y una juventud más cortas, pero más responsables y productivas. Trabajando al lado de los adultos, es probable que los niños de tales hogares se hallen menos sujetos a presiones de los de su edad. Pueden muy bien convertirse en los grandes triunfadores del mañana.
Durante la transición a la nueva sociedad, y allá donde exista escasez de puestos de trabajo, los sindicatos de la segunda ola lucharán, sin duda, por excluir a los jóvenes del mercado de trabajo fuera del hogar. Los sindicatos (y los maestros, estén o no sindicados) pugnarán por conseguir más años de educación obligatoria o semiobligatoria. En la medida en que lo logren, millones de jóvenes se verán forzados a permanecer en el penoso limbo de una prolongada adolescencia. Por tanto, es posible que presenciemos un agudo contraste entre los jóvenes que crecen de prisa a causa de precoces responsabilidades laborales en el hogar electrónico y los que maduran más lentamente en el exterior.
Sin embargo, a la larga podemos esperar que la educación cambie también. Habrá más aprendizaje fuera de la escuela que dentro de ella. Pese a las presiones de los sindicatos, los años de enseñanza obligatoria se irán reduciendo, en vez de aumentar. En lugar de practicarse una rígida separación por edades, se entremezclarán jóvenes y viejos. La educación se entretejerá e interpenetrará más con el trabajo y se dispersará más a lo largo de la vida. Y el trabajo mismo -ya se trate de producción para el mercado o de prosumo para el uso en el propio hogar- Comenzará probablemente a edad más temprana que en la última o dos últimas generaciones. Por estas razones, la civilización de la tercera ola puede muy bien favorecer rasgos completamente diferentes entre los jóvenes… menos reactividad hacia los iguales, menos orientación hacia el consumo y menos hedonismo. Ocurra o no así, una cosa es segura. El crecimiento será diferente. Y también las personalidades resultantes.
El nuevo trabajador
A medida que el adolescente madura y se lanza a la palestra laboral, nuevas fuerzas entran en juego en su personalidad, recompensando unos rasgos y castigando o penalizando otros.
A todo lo largo de la Era de la segunda ola, el trabajo en las fábricas y las oficinas fue haciéndose más repetitivo, especializado y dependiente del tiempo, y los patronos deseaban trabajadores que fuesen obedientes, puntuales y dispuestos a realizar tareas rutinarias. Los rasgos de carácter correspondientes eran fomentados por las escuelas y recompensados por la corporación.
Al extenderse la tercera ola sobre nuestra sociedad, el trabajo se va haciendo menos repetitivo, no más. Se hace menos fragmentado, y en él cada persona realiza una tarea un poco más grande, en lugar de un poco más pequeña. El horario flexible y la fijación del propio ritmo sustituyen la antigua necesidad de sincronización colectiva del comportamiento. Los trabajadores se ven obligados a habérselas con cambios más frecuentes en sus tareas, así como con una cegadora sucesión de traslados de personal, cambios de productos y reorganizaciones.
Por tanto, lo que los patronos de la tercera ola necesitan cada vez más es hombres y mujeres que acepten la responsabilidad, que comprendan cómo engrana su trabajo con el de los demás, que puedan nacerse cargo de tareas mayores, que se adapten con rapidez a nuevas circunstancias y que estén sensitivamente sintonizados con las personas que les rodean. La empresa de la segunda ola pagaba frecuentemente por un afanoso Comportamiento burocrático. La empresa de la tercera ola necesita personas que estén menos preprogramadas y sean más capaces de iniciativa propia. La diferencia -dice Donald Cono ver, director general de la sección educativa de la "Western Electric"- es como la que existe entre los músicos clásicos, que tocan cada nota conforme a una pauta predeterminada, y los improvisadores de jazz, que, tras decidir qué canción van a interpretar, van tomando pie sensitivamente uno en otro y, sobre esa base, deciden qué nota tocar a continuación.
Estas personas son complejas, individualistas, orgullosas de los aspectos en que se diferencian de los demás. Tipifican la fuerza de trabajo desmasificada que necesita la industria de la tercera ola.
Según el investigador de opinión Daniel Yankelovich, sólo el 56% de los trabajadores de los Estados Unidos -principalmente los de más edad- se hallan motivados todavía por incentivos tradicionales. Se sienten más satisfechos con directrices laborales estrictas y tareas claras. No esperan encontrar "significado" en su trabajo.
Por el contrario, un 17% de la fuerza de trabajo refleja ya los nuevos valores que emergen de la tercera ola. Jóvenes mandos intermedios en su mayoría, están -declara Yankelovich- "ávidos de más responsabilidad y más trabajo vital con un compromiso digno de su talento y su capacidad". Buscan significado, además de recompensa económica.
Para reclutar tales trabajadores, los patronos están empezando a ofrecer recompensas individualizadas. Esto ayuda a explicar por qué unas pocas empresas avanzadas (como "TRW Inc.", la firma de alta tecnología establecida en Cleveland) ofrecen ahora a los empleados no un conjunto fijo de beneficios marginales, sino una tabla de vacaciones opcionales, servicios médicos, pensiones y seguros. Cada trabajador puede confeccionar el cuadro de sus propias necesidades. Dice Yankelovich: "No hay una única tabla de incentivos con que motivar a todo el espectro de la fuerza de trabajo." Además -añade-, en la escala de recompensas por el trabajo el dinero no tiene ya la misma eficacia motivadora que antes.
Nadie sugiere que estos trabajadores no quieran dinero. Ciertamente, lo quieren. Pero, una vez alcanzado un determinado nivel de ingresos, sus deseos varían ampliamente. Incrementos adicionales de dinero no ejercen ya el mismo impacto que antes sobre el comportamiento. Cuando el Banco de América, de San Francisco, ofreció al vicepresidente adjunto Richard Easley el ascenso a una sucursal situada a sólo veinte millas de distancia, Easley se negó a aceptar el señuelo. No quería tener que estar desplazándose todos los días. Hace una década, cuando El "shock" del futuro describió por primera vez la tensión derivada de la movilidad del trabajo, sólo un 10% de empleados se resistían a un traslado. La cifra se ha elevado hasta situarse entre un tercio y un medio, según la "Merrill Lynch Relocation Management, Inc.", aun cuando los traslados van con frecuencia acompañados de un aumento de sueldo más sustancioso que lo habitual. "La balanza se ha desplazado definitivamente desde cuadrarse ante el jefe y marcharse a Tombuctú, hacia un mayor énfasis en la familia y en el estilo de vida", dice un vicepresidente de la "Celanese Corporation". Como la corporación de la tercera ola, que debe responder a algo más que al beneficio, el empleado tiene también "líneas básicas múltiples".
Mientras tanto, están cambiando también las más arraigadas pautas de autoridad. En las empresas de la segunda ola, cada empleado tiene un único jefe. Las disputas entre empleados son presentadas al jefe para su resolución. En las nuevas organizaciones de matriz, el estilo es completamente distinto. Los trabajadores tienen más de un jefe al mismo tiempo. Personas de diferente categoría y de distintas especialidades se reúnen en grupos "adhocráticos" temporales. Y, en palabras de Davis y Lawrence, autores de un texto clásico sobre el tema: "Las diferencias… se resuelven sin un jefe común al que pueda acudirse para que ejerza una función de arbitraje… La suposición es en la matriz que el conflicto puede ser saludable… las diferencias son objeto de estima y las personas expresan sus opiniones aunque sepan que otros pueden no estar de acuerdo."
Este sistema penaliza a los trabajadores que manifiestan una obediencia ciega. Recompensa a los que -dentro de ciertos límites– replican. En las industrias de la segunda ola, los trabajadores que buscan significado, que cuestionan la autoridad, que quieren tener poder de iniciativa o que exigen que su trabajo sea socialmente responsable, pueden ser considerados perturbadores. Pero las industrias de la tercera ola no pueden funcionar sin ellos.
Por consiguiente, en conjunto estamos viendo un sutil pero profundo cambio en los rasgos de personalidad recompensados por el sistema económico, un cambio que no puede por menos de moldear el emergente carácter social.
La ética del prosumidor
No es sólo la crianza de los niños, la educación y el trabajo lo que influirá en el desarrollo de la personalidad en la civilización de la tercera ola. Fuerzas más profundas aún están actuando sobre la psiquis del mañana. Pues en la economía hay algo más que puestos laborales o trabajo remunerado.
He sugerido antes que podríamos concebir la economía como compuesta de dos sectores, uno en el que producimos artículos para el intercambio, y otro en el que hacemos cosas para nuestro propio uso. Uno es el mercado, o sector de producción; el otro, el sector del prosumidor. Y cada uno de ellos ejerce sobre nosotros sus propios efectos psicológicos. Pues cada uno promueve su propia ética, su propia escala de valores y su propia definición del éxito.
Durante la segunda ola, la vasta expansión de la economía de mercado -tanto capitalista como socialista- estimuló una ética adquisitiva. Dio lugar a una definición angostamente económica del éxito personal.
Pero -como hemos visto- el avance de la tercera ola va acompañado de un extraordinario aumento en la actividad de autoayuda o del "hágalo-usted-mismo", es decir, del prosumo. Más allá de su consideración como simple entretenimiento, esta producción para el uso es probable que adquiera una mayor significación económica. Y a medida que va ocupando una cantidad mayor en nuestro tiempo y nuestra energía, empieza también a moldear las vidas y el carácter social.
En vez de clasificar a las personas por lo que poseen, como hace la ética del mercado, la ética del prosumidor atribuye un elevado valor a lo que hacen. Tener mucho dinero es todavía un factor de prestigio. Pero también cuentan otras características. Figuran entre ellas la seguridad en sí mismo, la capacidad de adaptarse y sobrevivir en condiciones difíciles y la capacidad de hacer cosas con las propias manos… ya se trate de construir una cerca, guisar una comida, confeccionarse la propia ropa o restaurar un arcón antiguo.
Además, mientras la ética de producción o del mercado ensalza la especialización, la ética del prosumidor propugna la generalización. La multiplicidad de aptitudes es objeto de estimación. A medida que la tercera ola va equilibrando mejor en la economía la producción para el intercambio y la producción para el uso, empezamos a oír un crescendo de demandas de una forma de vida más "equilibrada".
Este desplazamiento de actividad desde el sector de la producción al sector del prosumo sugiere también la introducción de otra clase de equilibrio en las vidas de las personas. Un número cada vez mayor de trabajadores dedicados a producir para el mercado se pasan el tiempo tratando con abstracciones -palabras, números, modelos-, y sólo muy poco o nada con personas conocidas.
Para muchos, ese trabajo mental puede ser fascinante y recompensador. Pero va acompañado con frecuencia por la sensación de hallarse disociado, separado, de las vistas, sonidos, tactos y emociones corrientes de la existencia cotidiana. De hecho, gran parte de la glorificación actual de los oficios manuales, la jardinería, las modas campesinas y lo que podríamos denominar "elegancia de camionero" puede ser una compensación de la creciente marea de abstracción en el sector de la producción.
Por el contrario, en el prosumo tratamos de ordinario con una realidad más concreta e inmediata, actuando en contacto directo con las cosas y las personas. A medida que las personas dividen su tiempo, actuando como trabajadores a jornada parcial y prosumidores a jornada parcial, se hallan en situación de disfrutar de lo concreto además de lo abstracto, los placeres complementarios del trabajo mental y el manual. La ética del prosumidor vuelve a hacer respetable el trabajo manual, después de trescientos años de menosprecio. Y también este nuevo equilibrio es probable que influya en la distribución de los rasgos de personalidad.
De manera similar, hemos visto que, con el auge del industrialismo, la extensión del trabajo fabril altamente interdependiente estimuló a los hombres a tornarse objetivos, mientras que la permanencia en el hogar y el trabajar en tareas de baja interdependencia fomentó la subjetividad entre las mujeres. En la actualidad, al afluir más mujeres a puestos de trabajo destinados a la producción para el mercado, también ellas van siendo crecientemente objetivizadas. Se las anima a "pensar como un hombre". A la inversa, a medida que son más los hombres que permanecen en el hogar, asumiendo una mayor participación en las faenas caseras, disminuye su necesidad de "objetividad". Se "subjetivizan".
El día de mañana, al ir repartiendo muchas personas de la tercera ola sus vidas entre el trabajo a tiempo parcial en grandes empresas u organizaciones interdependientes y el trabajo también a tiempo parcial para ellas mismas y sus familias en pequeñas unidades autónomas de prosumo, puede que alcancemos un nuevo equilibrio entre objetividad y subjetividad en ambos sexos.
En lugar de admitir una actitud "masculina" y una actitud "femenina", ninguna de ellas bien equilibrada, el sistema puede recompensar a las personas que sean saludablemente capaces de ver el mundo a través de ambas perspectivas. Subjetivistas objetivos… y viceversa.
En resumen, con la creciente importancia del prosumo para la totalidad de la economía, esbozamos otra acelerada corriente de cambio psicológico. El impacto combinado de cambios básicos en la producción y el prosumo, juntamente con los profundos cambios en la crianza de los niños y la educación, promete reconfigurar nuestro carácter social tan dramáticamente al menos como lo hizo la segunda ola hace trescientos años. Un nuevo carácter social está germinando entre nosotros.
De hecho, aunque cada una de estas previsiones resultara equivocada, si todos los cambios que estamos empezando a ver fueran a invertirse, todavía queda una poderosa razón para esperar una erupción en la psicosfera. Esa razón se resume en cuatro palabras: "revolución de las comunicaciones".
El yo configurador
El vínculo entre comunicaciones y carácter es complejo, pero irrompible. No podemos transformar todos nuestros medios de comunicación y esperar continuar inalterados como personas. Una revolución en los medios de comunicación debe significar una revolución en la psiquis.
Durante el período de la segunda ola, la gente se bañaba en un mar de imaginería producida en serie. Unos relativamente pocos y centralmente Producidos periódicos, revistas, programas de radio y televisión y películas alimentaban lo que los críticos denominaban una "conciencia monolítica". Se incitaba continuamente a los individuos a compararse con un número relativamente pequeño de modelos y a valorar sus estilos de vida en relación a unas pocas posibilidades. En consecuencia, la gama de estilos de personalidad socialmente aprobados era relativamente reducida.
La desmasificación actual de los medios de comunicación presenta una deslumbrante diversidad de modelos y estilos de vida con los que compararse. Además, estos nuevos medios de comunicación no nos suministran trozos plenamente formados, sino quebrados fragmentos y destellos de imágenes. En vez de dársenos una selección de identidades coherentes entre las que elegir, se nos exige que ensamblemos nosotros una: un "yo" configurador o modular. Esto es mucho más difícil y explica por qué tantos millones de personas están buscando desesperadamente una identidad.
Empeñados en ese esfuerzo, desarrollamos una sublimada conciencia de nuestra propia individualidad, de los rasgos que nos hacen únicos. Cambia, así, la imagen que de nosotros mismos tenemos. Exigimos ser vistos y tratados como individuos, y esto sucede precisamente en el momento en que el nuevo sistema de producción requiere más trabajadores individualizados.
Además de ayudarnos a cristalizar lo que es puramente personal en nosotros, los nuevos medios de comunicación de la tercera ola nos convierten en productores -o, mejor dicho, en prosumidores- de nuestro propio conjunto de imágenes.
El poeta y crítico social alemán Hans Magnus Enzensberger ha hecho notar que en los medios de comunicación de ayer la "distinción técnica entre receptores y transmisores refleja la división social del trabajo en productores y consumidores". A todo lo largo de la Era de la segunda ola, esto significó que los consumidores profesionales producían los mensajes para el público. El público se veía impotente para responder directamente a los que enviaban los mensajes a interactuar con ellos de otra manera.
Por el contrario, la característica más revolucionaria de los nuevos medios de comunicación es que muchos de ellos son interactivos, permitiendo que cada usuario individual haga o envíe imágenes, además de, simplemente, recibirlas desde el exterior. Cable bidireccional, videocassette, copiadoras y grabadoras baratas, todo ello pone los medios de comunicación en manos del individuo.
Tendiendo la vista hacia delante, cabe imaginar una época en que incluso la televisión corriente sea interactiva, de tal modo que, en vez de limitarnos a contemplar a algún Archie Bunker o Mary Tyler Moore del futuro, podamos realmente hablar con ellos e influir sobre su comportamiento en el programa. Incluso ahora, el sistema de cable Qube hace tecnológicamente posible que los espectadores de un programa dramático llamen al director para acelerar o reducir el ritmo de la acción o elegir un final con preferencia a otro.
La revolución de las comunicaciones nos da a cada uno una imagen más compleja de nosotros mismos. Nos diferencia más. Acelera el proceso mismo por el que "probamos" diferentes imágenes del yo y, de hecho, aceleran nuestro movimiento a través de imágenes sucesivas. Nos hace posible proyectar electrónicamente nuestra imagen al mundo. Y nadie sabe con exactitud cuál será el efecto de todo esto sobre nuestras personalidades. Pues en ninguna civilización hemos tenido jamás herramientas tan poderosas. Poseemos cada vez más la tecnología de la conciencia.
El mundo en que rápidamente estamos entrando es tan ajeno a nuestra experiencia pasada, que todas las especulaciones psicológicas al respecto resultan poco firmes. Lo que se halla absolutamente claro, sin embargo, es que se está operando una confluencia de poderosas fuerzas sociales para alterar nuestro carácter social… hacer surgir ciertos rasgos, suprimir otros y, en el proceso, transformarnos a todos.
Al sobrepasar la civilización de la segunda ola, estamos haciendo algo más que pasar de un sistema de energía a otro, o de una base tecnológica a la siguiente. Estamos revolucionando también el espacio interior. A la luz de esto, sería absurdo proyectar el pasado sobre el futuro… describir a las personas de la civilización de la tercera ola en términos de la segunda ola.
Si nuestras suposiciones son nada más que parcialmente correctas, los individuos diferirán mañana mucho más vívidamente que hoy. Es probable que la mayoría de ellos maduren antes, demuestren responsabilidad a edad más temprana, sean más adaptables y patenticen mayor individualidad. Serían más propensos que sus padres a cuestionar la autoridad. Querrán dinero y trabajarán para obtenerlo, pero, salvo en condiciones de privación extrema, se resistirán a trabajar exclusivamente por dinero.
Por encima de todo, parece probable que anhelen tener equilibrio en sus vidas… equilibrio entre trabajo y juego, entre producción y prosumo, entre trabajo mental y trabajo manual, entre lo abstracto y lo concreto, entre objetividad y subjetividad. Y se verán y se proyectarán a sí mismos en términos mucho más complejos que cuantas personas hayan vivido antes.
Al ir madurando la civilización de la tercera ola, crearemos no un hombre o una mujer utópicos que descuellen sobre las gentes del pasado, no una raza sobrehumana de Goethes o Aristóteles (o Genghis Khans o Hitlers), sino simplemente y, espero, orgullosamente, una raza -y una civilización- que merezca ser llamada humana.
Pero ninguna esperanza de un resultado tal, ninguna esperanza de feliz transición a una nueva y decente civilización es posible a menos que nos enfrentemos a un último imperativo: la necesidad de transformación política. Y es esta perspectiva – aterrorizadora y estimulante a la vez – lo que exploramos en estas páginas finales. La personalidad del futuro debe encontrar su adecuación en la política del futuro.
XXVII
Es imposible verse afectado simultáneamente por una revolución en la energía, una revolución en la tecnología, una revolución en la vida familiar, una revolución en los papeles sexuales y una revolución mundial en el campo de las Comunicaciones sin enfrentarse también -tarde o temprano- a una potencialmente explosiva revolución política.
Todos los partidos políticos del mundo industrial, todos nuestros congresos, parlamentos y soviets supremos, nuestras presidencias y jefaturas de Gobierno, nuestros tribunales y agencias reguladoras y capa tras capa geológica de burocracia gubernamental -en resumen, todas las herramientas que utilizamos para adoptar y hacer cumplir decisiones colectivas- han perdido vigencia y están en trance de transformación. Una civilización de la tercera ola no puede funcionar con una estructura política de la segunda ola.
Así como los revolucionarios que crearon la Era industrial no podían gobernar con el aparato residual del feudalismo, así también nosotros nos enfrentamos hoy una vez más a la necesidad de inventar nuevas herramientas políticas. Este es el mensaje político de la tercera ola.
El agujero negro
Hoy, aunque su gravedad no es aún reconocida, estamos presenciando una profunda crisis, no de éste o de aquel Gobierno, sino de la propia democracia representativa en todas sus formas. En un país tras otro, la tecnología política de la segunda ola está rechinando, gimiendo y funcionando peligrosamente mal.
En los Estados Unidos encontramos una parálisis casi total de la toma de decisiones políticas en relación con las cuestiones de vida o muerte a que se enfrenta la sociedad. Seis años después del embargo impuesto por la OPEP, pese a su demoledor impacto sobre la economía, pese a su amenaza a la independencia e incluso a la seguridad militar, pese a interminables estudios del Congreso, pese a la repetida reorganización de la burocracia, pese a apasionados alegatos presidenciales, la maquinaria política de los Estados Unidos continúa girando desválidamente sobre su eje, incapaz de producir nada que se parezca remotamente a una coherente política energética.
Este vacío político no es único. Los Estados Unidos carecen también de una comprensiva (o comprensible) política urbana, política ambiental, política familiar, política tecnológica. Ni siquiera tienen -si hemos de hacer caso a los críticos extranjeros- una discernible política exterior. Y, aunque existiesen, tampoco tendría el sistema político americano la capacidad de integrar y jerarquizar tales políticas. Este vacío refleja una quiebra tan avanzada del proceso de toma de decisiones, que el presidente Cárter, en un discurso totalmente sin precedentes, se vio obligado a condenar la "parálisis… estancamiento… y deriva" de su propio Gobierno.
El fracaso del proceso de toma de decisiones no es, sin embargo, monopolio de un solo partido ni de un solo presidente. Se ha estado incrementando desde comienzos de los años sesenta y refleja la existencia de problemas estructurales subyacentes que ningún presidente -sea republicano o demócrata- puede resolver dentro del marco del sistema actual. Estos problemas políticos ejercen efectos desestabilizadores sobre las otras principales instituciones sociales, tales como la familia, la escuela y la corporación.
Docenas de leyes con un impacto inmediato sobre la vida familiar se anulan y contradicen unas a otras, agravando la crisis de la familia. El sistema educativo se vio inundado de fondos para la construcción de nuevos centros precisamente en el momento en que comenzaba a disminuir la población escolar, provocando así una orgía de construcciones inútiles, seguida de una supresión de fondos cuando más desesperadamente se necesitaban para otros fines. Mientras tanto, las corporaciones se ven obligadas a actuar en un entorno político tan volátil que no pueden, literalmente, saber de un día para otro qué es lo que el Gobierno espera de ellas.
Primero, el Congreso exige que la "General Motors" y los demás fabricantes de automóviles instalen convertidores catalíticos en todos los nuevos coches, en aras de un medio ambiente más limpio. Luego, después de que la "GM" se gasta trescientos millones de dólares en convertidores y firma un contrato por tiempo de diez años y valor de quinientos millones de dólares para la adquisición de los metales preciosos necesarios para su fabricación, el Gobierno anuncia que los coches con convertidores catalíticos emiten 35 veces más ácido sulfúrico que los coches desprovistos de ellos.
Al mismo tiempo, una desbocada máquina reguladora genera una red crecientemente impenetrable de normas… 45.000 páginas de nuevos y complejos reglamentos al año. ¡Veintisiete organismos gubernamentales diferentes controlan la aplicación de unas 5.600 normas federales referidas sólo a la fabricación de acero! (Millares de normas adicionales se aplican a las labores de extracción, comercialización y transporte de la industria del acero.) Una destacada empresa farmacéutica, "Eli Lilly", invierte más tiempo en cumplimentar impresos oficiales que en realizar investigaciones sobre el cáncer y las enfermedades cardíacas. Un solo informe dirigido por la Compañía petrolífera "Exxon" a la Agencia Federal de la Energía ocupa 445.000 páginas… ¡el equivalente a mil volúmenes!
Esta extraordinaria complejidad grava pesadamente la economía, mientras las espasmódicas reacciones de los decisores gubernamentales aumentan la dominante sensación de anarquía. El sistema político, zigzagueando erráticamente de día en día, complica en grado sumo la lucha de nuestras instituciones sociales básicas por la supervivencia.
Y tampoco esta quiebra en el proceso de toma de decisiones es un fenómeno puramente americano. Los Gobiernos de Francia, Alemania, Japón y Gran Bretaña -por no hablar de Italia– manifiestan síntomas similares, al igual que los de las naciones industriales comunistas. Y en Japón, un Primer Ministro declara: "Cada vez oímos hablar más sobre la crisis mundial de la democracia. Su capacidad de resolver los problemas, o la llamada gobernabilidad de una democracia, está siendo desafiada. También en Japón se halla sometida a prueba la democracia parlamentaria."
En todos esos países, la maquinaria de toma de decisiones se halla cada vez más tensada, sobrecargada, anegada en datos irrelevantes y enfrentada con peligros desconocidos. Por tanto, lo que estamos viendo son decisores gubernamentales incapaces de tomar decisiones de alta prioridad (o tomándolas muy mal), al tiempo que se dedican frenéticamente a millares de otras menos importantes y, a menudo, triviales.
Incluso cuando, finalmente, se adoptan decisiones importantes, suelen llegar demasiado tarde y rara vez alcanzan los objetivos que se proponían. "Hemos resuelto todos los problemas con la legislación -dice un atareado legislador británico-. Hemos aprobado siete leyes contra la inflación. Hemos eliminado la injusticia numerosas veces. Hemos resuelto el problema ecológico. Todos los problemas han sido resueltos innumerables veces con la legislación. Pero el problema subsiste. La legislación no es eficaz."
Un locutor americano de televisión, tratando de encontrar una analogía en el pasado, lo expresa de modo diferente: "En estos momentos tengo la sensación de que la nación es una diligencia cuyos caballos se han desbocado, y un tipo trata de estirar de las riendas, y los caballos no responden."
Por eso es por lo que tantas personas -incluidas las que ocupan altos cargos públicos- se sienten tan impotentes. Un destacado senador americano me habla en privado de su profunda frustración y de la sensación de que no puede conseguir nada útil. Pone en cuestión la ruina de su vida familiar, el ritmo frenético de su existencia, las largas horas, el trabajo febril, las interminables conferencias y la perpetua presión. Pregunta: "¿Vale la pena?" Un diputado británico formula la misma pregunta, añadiendo que "la Cámara de los Comunes es una pieza de museo… ¡una reliquia!". Un alto funcionario de la Casa Blanca se me queja de que el presidente, en teoría el hombre más poderoso del mundo, se siente impotente. "El presidente tiene la impresión de estar gritando por teléfono… sin que haya nadie al otro extremo del hilo."
Esta quiebra cada vez más profunda de la capacidad para adoptar decisiones oportunas y competentes modifica las más íntimas relaciones de poder en la sociedad. En circunstancias normales, no revolucionarias, las élites de toda sociedad utilizan el sistema político para reforzar su dominio y conseguir sus fines. Su poder viene definido por la capacidad de hacer que ocurran ciertas cosas, o impedir que sucedan otras. Pero esto presupone su capacidad para predecir y controlar los acontecimientos… da por supuesto que cuando tiren de las riendas, se detendrán los caballos.
En la actualidad, las élites no pueden ya predecir los resultados de sus propios actos. Los sistemas políticos a cuyo través actúan están tan anticuados y rechinantes, tan superados por los acontecimientos, que aun cuando las élites los controlen estrechamente en su propio beneficio, los resultados son, con frecuencia, desastrosos.
Esto no significa -me apresuro a añadir- que el poder perdido por las élites haya pasado al resto de la sociedad. El poder no se transfiere; queda crecientemente sujeto al azar, de tal modo que nadie sabe de un momento para otro quién es responsable de qué, quién tiene autoridad real (distinta de la nominal) ni cuánto tiempo durará la autoridad. En esta hirviente semianarquía, las personas corrientes se vuelven amargamente cínicas, no sólo sobre sus propios "representantes", sino -más ominosamente- sobre la posibilidad misma de estar representadas en absoluto.
Como consecuencia, empieza a perder su eficacia el "ritual de aseguramiento" de la votación, propio de la segunda ola. Año tras año, disminuye la participación en las votaciones americanas. En la elección presidencial de 1976, el 46% de los electores se quedaron en casa, lo cual significa que el presidente fue elegido por la cuarta parte, aproximadamente del electorado… en realidad por algo así como la octava parte de la población total del país. Más recientemente, el encuestador Patrick Caddell se encontró con que sólo el 12% del electorado consideraba que el votar tuviese alguna importancia.
De manera similar, los partidos políticos están perdiendo su poder de convocatoria. En el período 1960-1972, el número de "independientes" no afiliados a ningún partido en los Estados Unidos se elevó en un 400%, haciendo que en 1972, por primera vez en más de un siglo, el número de independientes igualase al de afiliados de uno de los principales partidos.
Tendencias paralelas se aprecian también en otros lugares. El Partido Laborista, que gobernó Gran Bretaña hasta 1979, se ha atrofiado hasta el punto de que, en un país de 56 millones de habitantes, puede considerarse afortunado si cuenta con 100.000 miembros activos. En Japón, el Yomiuri Shimbun informa que "los votantes tienen poca fe en sus Gobiernos; se sienten separados de sus dirigentes". Una ola de desencanto político recorre Dinamarca. Al preguntársele por qué, un ingeniero danés expresa una extendida opinión cuando dice: "Los políticos parecen incapaces de detener las tendencias."
En la Unión Soviética, escribe el autor disidente Víctor Nekípelov, la última década ha visto "diez años de profundo caos, militarización, un catastrófico desorden económico, insuficiencia de productos alimenticios básicos, un aumento en los crímenes y en la adicción a la bebida, corrupciones y robos, pero, por encima de todo ello, una irrefrenable caída del prestigio de los líderes actuales a los ojos del pueblo".
En Nueva Zelanda, la vacuidad de la política oficial indujo a un disconforme a cambiar su nombre por el de Mickey Mouse y presentarse como candidato. Fueron tantos los que le imitaron -adoptando nombres como Alicia en el País de las Maravillas-, que el Parlamento se apresuró a aprobar una ley por la que se prohibía presentarse candidato a un cargo público a quien se hubiera cambiado legalmente de nombre dentro de los seis meses anteriores a la elección.
Más que ira, los ciudadanos están ahora expresando repulsión y desprecio hacia sus dirigentes políticos y funcionarios gubernamentales. Notan que el sistema político, que debería servir de rueda de timón o estabilizador en una sociedad zarandeada por el cambio, está inutilizado, desconectado, fuera de todo control.
Así, cuando un equipo de científicos políticos investigaron en Washington, D.C., recientemente para averiguar "¿quién dirige esta ciudad?", encontraron una simple y demoledora respuesta. Su informe, publicado por el American Enterprise Institute, fue resumido por el profesor Anthony King, de la Universidad de Essex, en Gran Bretaña: "La breve respuesta… tendría que ser: "Nadie. Nadie manda aquí."
No sólo en los Estados Unidos, sino también en muchos de los países de la segunda ola que están siendo azotados por la tercera ola de cambio, existe un vacío de poder cada vez más amplio, un "agujero negro" en la sociedad.
Ejércitos particulares
Se pueden calibrar los peligros implícitos en este vacío de poder volviendo brevemente la vista hacia atrás, hacia mediados de los años setenta. Entonces, al flojear la afluencia de energía y materias primas a consecuencia del embargo de la OPEP, al aumentar la inflación y el paro, al hundirse el dólar y empezar África, Asia y América del Sur a exigir una nueva política económica, señales de patología política comenzaron a fulgurar en una tras otra de las naciones de la segunda ola.
En Gran Bretaña, celebrada como la patria de la tolerancia y la mesura, generales retirados empezaron a reclutar ejércitos particulares para imponer el orden, y un resurgente movimiento fascista, el Frente Nacional, presentó candidatos en unos noventa distritos parlamentarios. Fascistas e izquierdistas se enzarzaron en combate en las calles de Londres. En Italia, los fascistas de izquierda, las Brigadas Rojas, incrementaron sus tácticas de atentados, secuestros y asesinatos. En Polonia, el intento del Gobierno de elevar los precios de los productos alimenticios para combatir la inflación llevó al país al borde de la rebelión. En Alemania Occidental, asolada por asesinatos terroristas, un nervioso Gobierno se lanzó a toda una serie de leyes macarthistas para suprimir la discrepancia.
Es cierto que estas señales de inestabilidad política se desvanecieron al recobrarse parcialmente (y temporalmente) las economías industriales a finales de los años setenta. Los ejércitos privados de Gran Bretaña nunca llegaron a constituirse. Las Brigadas Rojas, después de matar a Aldo Moro, parecieron suspender durante algún tiempo su actividad para reagruparse. Un nuevo régimen asumió sin traumas el poder en el Japón. El Gobierno polaco llegó a una difícil paz con sus rebeldes. En los Estados Unidos, Jimmy Cárter, que llegó a la presidencia presentándose contra "el sistema" (y que luego lo abrazó), consiguió mantenerse pese a un desastroso descenso de su popularidad.
No obstante, estas pruebas de inestabilidad nos deben inducir a preguntarnos si los sistemas políticos de la segunda ola existentes en cada una de las naciones industriales podrán sobrevivir a la próxima tanda de crisis. Pues es probable que las crisis de los años ochenta y noventa sean más graves, disruptoras y peligrosas que las pasadas. Pocos observadores informados creen que haya terminado lo peor, y abundan las previsiones ominosas.
Si el cierre, durante unas semanas, de las espitas del petróleo en Irán pudo originar caos y violencia en las líneas de aprovisionamiento de los Estados Unidos, ¿qué puede preverse que ocurrirá, no sólo en los Estados Unidos, cuando sean destronados los actuales gobernantes de Arabia Saudí? ¿Es probable que esta pequeña pandilla de familias gobernantes, que controlan el 25% de las reservas petrolíferas del mundo, puedan mantenerse indefinidamente en el poder, mientras arde una guerra intermitente entre el Yemen del Norte y el Yemen del Sur, y su propio país se ve desestabilizado por torrentes de petrodólares, trabajadores inmigrantes y palestinos radicales? ¿Con qué acierto reaccionarán los políticos de Washington, Londres, París, Moscú, Tokio o Tel-Aviv a un golpe de Estado, un levantamiento religioso o a un alzamiento revolucionario en Riyadh, por no decir nada del sabotaje de los yacimientos petrolíferos de Ghawar y Abqaiq?
¿Cómo reaccionarían estos mismos azacaneados y nerviosos dirigentes políticos de la segunda ola, tanto del Este como del Oeste, si, como predice el jeque Yamani, un grupo de hombres rana hundieran un buque o minaran las aguas del estrecho de Ormuz, bloqueando así la mitad de los envíos de petróleo, de los que depende el mundo para su supervivencia? No resulta nada tranquilizador mirar el mapa y observar que Irán, apenas capaz de mantener la ley y el orden en su territorio, se halla situado en una orilla de ese canal, estratégicamente vital y demasiado estrecho.
¿Qué sucederá -pregunta otra escalofriante perspectiva- cuando México empiece a explotar en serio su petróleo… y se enfrente a una abrumadora y súbita afluencia de petropesos? ¿Tendrá su oligarquía gobernante el deseo, y mucho menos la capacidad técnica, de distribuir el grueso de esa nueva riqueza entre los desnutridos y sufridos campesinos de México? ¿Y se puede hacer eso con la suficiente rapidez como para impedir que la latente guerra de guerrillas se transforme en una guerra civil a gran escala en las puertas mismas de los Estados Unidos? Si llegase a estallar una guerra tal, ¿cómo reaccionaría Washington? ¿Y cómo reaccionaría la enorme población de chicanos que habita en los ghettos de la California Meridional o de Texas? ¿Podemos esperar decisiones nada más que semiinteligentes en torno a crisis de tal magnitud, dada la confusión que actualmente existe en el Congreso y en la Casa Blanca?
Económicamente, ¿serán capaces Gobiernos ya incapaces de manejar las fuerzas macroeconómicas de hacer frente a oscilaciones más violentas aún en el sistema monetario internacional, o a su derrumbamiento total? Con las divisas casi por completo fuera de control, con la eurodivisa expandiéndose ilimitadamente y aumentando el crédito de las empresas, los consumidores y el Gobierno, ¿puede alguien prever una estabilidad económica en los años próximos? Si la inflación y el desempleo se desbocan, quiebra el crédito o se produce alguna otra catástrofe económica, quizá veamos entrar en acción a los ejércitos particulares.
Finalmente, ¿qué sucederá cuando, entre la miríada de cultos religiosos que ahora están floreciendo, surjan algunos que se organicen con fines políticos? Al irse resquebrajando las grandes religiones organizadas bajo el desmasificador impacto de la tercera ola, es probable que aparezcan ejércitos de sacerdotes ordenados por sí mismos, ministros, predicadores y maestros, algunos con seguidores políticos disciplinados, quizás incluso paramilitarmente.
En los Estados Unidos no es difícil imaginar algún nuevo partido político que presente como candidato a Billy Graham (o algún facsímil) sobre la base de un tosco programa "por la ley y el orden" o "antiporno" y con una fuerte veta autoritaria. O alguna todavía desconocida Anita Bryant pidiendo el encarcelamiento de los homosexuales. Estos ejemplos proporcionan sólo un leve atisbo de la religiopolítica que puede aguardar en el futuro incluso a la más secular de las sociedades. Cabe imaginar toda clase de movimientos políticos de base religiosa encabezados por ayatollahs llamados Smith, Schultz o Santini.
No estoy diciendo que estas previsiones vayan necesariamente a materializarse. Podrían resultar demasiado disparatadas. Pero, si no éstas, sí debemos suponer que surgirán en efecto otras dramáticas crisis, más peligrosas aún que las pasadas. Y debemos afrontar el hecho de que nuestra actual colección de dirigentes de la segunda ola se encuentran grotescamente carentes de preparación para resolverlas.
De hecho, dado que nuestras estructuras políticas de la segunda ola están hoy más deterioradas aún de lo que lo estaban en la década de los setenta, debemos presumir que los Gobiernos serán menos competentes, menos imaginativos y menos sagaces al enfrentarse a las crisis de los años ochenta y noventa de lo que lo fueron en la década que acaba de transcurrir.
Y esto nos indica que debemos reexaminar, desde su misma raíz, una de nuestras más inveteradas y peligrosas ilusiones políticas.
El complejo mesiánico
El complejo mesiánico es la ilusión de que podemos salvarnos cambiando al hombre (o mujer) situado en la cumbre.
Al ver a los políticos de la segunda ola abordar vacilante e incompetentemente los problemas derivados de la aparición de la tercera ola, millones de personas, aguijoneadas por la Prensa, han llegado a una sencilla e inteligible explicación de nuestras calamidades: el "fracaso del mando". ¡Si, al menos, apareciera en el horizonte político un mesías que volviera a poner orden en las cosas!
Este anhelo de un jefe viril y poderoso es expresado en la actualidad aun por las gentes mejor intencionadas mientras su mundo familiar se desmorona, mientras su entorno se hace más imprevisible y aumenta su ansia de poder, estructura y previsibilidad. Así oímos -como dijo Ortega y Gasset durante los años treinta, cuando Hitler iniciaba su ascenso- "un formidable grito, que se alza como el aullido de innumerables perros hacia las estrellas, pidiendo que alguien o algo asuma el mando".
En los Estados Unidos, el presidente es violentamente condenado por "falta de autoridad". En Gran Bretaña, Margaret Thatcher es elegida porque ofrece al menos la ilusión de ser "la Dama de Hierro". Incluso en las naciones industriales comunistas, donde la autoridad no tiene nada de tímida, se están intensificando las presiones para una "autoridad más fuerte". En la URSS aparece una novela que glorifica chabacanamente la capacidad de Stalin de extraer las "necesarias conclusiones políticas". La publicación de Victory por Alexandr Chakovski es considerada como parte de un movimiento de "restalinización". Surgen pequeñas fotografías de Stalin en los parabrisas, en hogares, hoteles y quioscos. "Stalin en el parabrisas es hoy -escribe Víctor Nekípelov, autor de Institute of Fools-un clamor ascendente… una protesta, por paradójica que sea, contra la actual desintegración y falta de autoridad."
Al iniciarse una peligrosa década, las demandas actuales de "autoridad" surgen en un momento en que fuerzas oscuras y largo tiempo olvidadas comienzan de nuevo a moverse entre nosotros. El New York Times informa que en Francia, "después de más de tres décadas en hibernación, pequeños pero influyentes grupos derechistas están buscando de nuevo el primer plano intelectual, exponiendo teorías sobre la raza, la biología y el elitismo político desacreditadas por la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial".
Predicando la supremacía racial aria, y violentamente antiamericanos, controlan una importante válvula periodística en el semanario de Le Fígaro. Sostienen que las razas nacen desiguales y que deben ser mantenidas así por medio de la política social. Enlazan sus argumentos con referencias a E. O. Wilson y Arthur Jensen, para prestar un color supuestamente científico a sus tendencias virulentamente antidemocráticas.
Al otro extremo del Globo, en Japón, mi mujer y yo estuvimos no hace mucho tiempo contemplando durante 45 minutos el paso de una procesión de camiones en los que iban rufianes políticos uniformados y cubiertos con cascos, cantando y agitando los puños hacia el cielo para protestar contra alguna política del Gobierno. Nuestros amigos japoneses nos dicen que estos precursores de unas nuevas tropas de asalto tienen contactos con las bandas mafiosas yakuza y están financiados por poderosas figuras políticas ansiosas de que se produzca un retorno al autoritarismo prebélico.
Cada uno de estos fenómenos tiene, a su vez, su equivalente "izquierdista"… bandas terroristas que vocean los eslogans de la democracia socialista, pero que están dispuestas a imponer a la sociedad su propia especie de autoritarismo totalitario, con Kalashnikovs y bombas de plástico.
En los Estados Unidos, entre otros turbadores signos, vemos el renacimiento de un descarado racismo. Desde 1978, un resurgente Ku Klux Klan ha quemado cruces en Atlanta, sitiado el Ayuntamiento de Decatur (Alabama), con hombres armados, disparado contra iglesias negras y contra una sinagoga de Jackson, Mississipí y mostrado señales de renovada actividad en veintiún Estados, desde California hasta Connecticut. En Carolina del Norte, miembros del Klan que son también nazis declarados han matado a cinco activistas de izquierda contrarios al Klan.
En resumen, la creciente demanda de una "autoridad más fuerte" coincide precisamente con el recrudecimiento de grupos acusadamente autoritarios que esperan beneficiarse de la quiebra del Gobierno representativo. La chispa y la yesca se están aproximando peligrosamente la una a la otra.
Este clamor cada vez más intenso en petición de autoridad se basa en tres concepciones erróneas, la primera de las cuales es el mito de la eficiencia autoritaria. Pocas ideas están más ampliamente extendidas que la de los dictadores, si no otra cosa, "hacen que los trenes lleguen puntuales". En la actualidad se están derrumbando tantas instituciones y es tan frecuente la imprevisibilidad, que millones de personas cederían gustosamente un poco de libertad (preferiblemente la de algún otro) para hacer que sus trenes económicos, sociales y políticos fuesen puntuales.
Pero la autoridad fuerte -e incluso el totalitarismo- tiene poco que ver con la eficiencia. No hay muchas pruebas que indiquen que la Unión Soviética está hoy eficientemente gobernada, aunque su Gobierno es, sin duda, "más fuerte" y más autoritario que los de Estados Unidos, Francia o Suecia. Aparte el Ejército, la Policía secreta y otras pocas funciones vitales para la perpetuación del régimen, la URSS es, a decir de todos -incluidos muchos en la Prensa soviética-, un barco que hace aguas. Es una sociedad viciada de derroche, irresponsabilidad, inercia y corrupción… en resumen, de "ineficacia totalitaria".
Incluso la Alemania nazi, tan maravillosamente eficiente en la eliminación de polacos, rusos, judíos y otros "no arios", fue bastante menos eficiente en otros aspectos. Raymond Fletcher, miembro del Parlamento británico que se educó en Alemania y ha seguido siendo un atento observador de las condiciones sociales alemanas, nos recuerda una realidad olvidada:
"Pensamos en la Alemania nazi como un modelo de eficiencia. De hecho, Gran Bretaña estaba mejor organizada para la guerra que los alemanes. En el Ruhr, los nazis continuaron produciendo tanques y transportes blindados de personal mucho después de que les fuera ya imposible encontrar vías férreas para enviarlos adonde pudieran ser de utilidad. No sabían servirse de los científicos. De 16.000 inventos de importancia militar realizados durante la guerra, pocos llegaron realmente a ser producidos a causa de la ineficacia dominante. Los servicios de información nazis acabaron por espiarse unos a otros, mientras que los británicos eran excelentes. Mientras que los británicos organizaron a todo el mundo para que aportase verjas de hierro forjado y cacerolas con destino al esfuerzo bélico, los alemanes siguieron produciendo artículos de lujo. Mientras que los británicos alistaron a las mujeres ya desde los primeros momentos, los alemanes no lo hicieron. El propio Hitler fue un modelo de indecisión. El Tercer Reich, como ejemplo de eficiencia militar, es un mito ridículo."
Se necesita algo más que un Gobierno fuerte, como veremos, para hacer que los trenes lleguen con puntualidad.
La segunda y funesta falacia contenida en el clamor por un Gobierno fuerte es la presunción implícita de que un estilo de Gobierno que dio resultado en el pasado ha de dar también resultado en el presente o en el futuro. Cuando pensamos en jefaturas estamos continuamente evocando imágenes del pasado… Roosevelt, Churchill, De Gaulle. Pero civilizaciones diferentes requieren cualidades de mando también muy diferentes. Y lo que es fuerte en una puede ser inepto y desastrosamente débil en otra.
Durante la civilización de la primera ola, basada en la agricultura, la jefatura derivaba típicamente del nacimiento, no de méritos personales. Un monarca necesitaba ciertas limitadas aptitudes básicas… la capacidad de conducir a los hombres en el combate, la astucia para enfrentar entre sí a sus barones, la inteligencia para consumar un matrimonio ventajoso.
, La instrucción y la facultad de pensamiento abstracto no figuraban entre los requisitos básicos. Además, el jefe era típicamente libre de ejercitar una omnímoda autoridad personal de la manera más caprichosa, incluso antojadiza, sin el menor control por parte de la Constitución, la ley o la opinión pública. Si se necesitaba aprobación, era sólo de una pequeña camarilla de nobles, señores y ministros. El jefe capaz de movilizar este apoyo era "fuerte". , Por el contrario, el jefe de la segunda ola trataba con un poder impersonal y crecientemente abstracto. Debía tomar muchas más decisiones sobre una más amplia variedad de materias, desde manipular los medios de comunicación, hasta dirigir la macroeconomía. Sus decisiones debían ser llevadas a la práctica a través de una cadena de organizaciones y agencias cuyas complejas relaciones mutuas comprendía y orquestaba. Tenía que ser instruido y capaz de razonamiento abstracto. En lugar de un puñado de barones, tenía que desplegar una compleja serie de élites y subélites. Además, su autoridad, aunque fuese un dictador totalitario, se hallaba al menos nominalmente limitada por la Constitución, el precedente legal, las exigencias políticas de los Partidos y la fuerza de la opinión pública.
Dados estos contrastes, el "más fuerte" jefe de la primera ola incrustado en un entramado político de la segunda ola habría parecido aún mías débil, confuso, errático e inepto que el "más débil" dirigente de la segunda ola.
De manera similar, hoy, cuando avanzamos a un nuevo estadio de civilización, Roosevelt, Churchill, De Gaulle, Adenauer (o incluso Stalin) -los líderes "fuertes" de las sociedades industriales- estarían tan fuera de lugar y serían tan ineptos como el Rey Loco Ludwig en la Casa Blanca. La búsqueda de líderes aparentemente decididos, firmes y obstinados -ya sean Kenmedys, Connallys, Reagans, Chiracs o Thatchers- es un ejercicio de nostalgia, una búsqueda de una figura paterna o materna basada en anticuadas presunciones. Pues la "debilidad" de los líderes actuales es menos un reflejo de cualidades personales que consecuencia del derrumbamiento de las instituciones de que depende su poder.
De hecho, su aparente "debilidad" es el resultado exacto de su acrecentado "poder". Así, mientras la tercera ola continúa transformando la sociedad, elevándola a un nivel mucho más alto de diversidad y complejidad, todos los líderes se van haciendo dependientes de un número cada vez mayor de personas para la adopción y puesta en práctica de decisiones. Cuando más poderosas son las herramientas que un jefe tiene a su disposición -cazas supersónicos, armas nucleares, computadores, telecomunicaciones-, más dependiente, no menos se vuelve.
Es ésta una relación inquebrantable porque refleja la creciente complejidad en que necesariamente descansa hoy el poder. Por esto es por lo que el presidente americano puede estar a punto de oprimir el botón que le da el poder de pulverizar el Planeta y sentirse, no obstante, tan desvalido como si no hubiese "nadie al otro extremo" de su línea telefónica. Poder e impotencia son caras opuestas del mismo elemento semiconductor.
La emergente civilización de la tercera ola exige, por estas razones, un tipo totalmente nuevo de jefatura. No están aún completamente claras las cualidades requeridas por los líderes de la tercera ola. Tal vez descubramos que la fuerza radica no en el dogmatismo, sino en la capacidad de escuchar a otros; no en la fuerza demoledora, sino en la imaginación; no en la megalomanía, sino en la comprensión de la naturaleza limitada de la jefatura en el nuevo mundo.
Los líderes del mañana tal vez tengan que enfrentarse a una sociedad mucho más descentralizada y participativa, una sociedad más diversa aún que la de hoy. Nunca pueden volver a serlo todo para todo el mundo. De hecho, es improbable que un solo ser humano llegue jamás a encarnar todas las características requeridas. La jefatura puede muy bien resultar ser más temporal, colegiada y consensual.
En un clarividente artículo publicado en The Guardian, Jill Tweedie ha percibido este cambio: "Es fácil criticar… a Cárter – escribe-. Es posible que sea (¿lo es?) un hombre débil y vacilante… Pero también es posible… que el mayor pecado de Jimmy Cárter sea su tácito reconocimiento de que, a medida que se encoge el Planeta, los problemas… son tan generales, tan básicos y tan interdependientes, que no pueden ser resueltos, como antes, por iniciativa de un solo hombre o de un solo Gobierno." En resumen -sugiere-, estamos avanzando trabajosamente hacia una nueva clase de líder, no porque alguien piense que es una buena cosa, sino porque la naturaleza de los problemas lo hace necesario. El hombre fuerte de ayer puede resultar ser el canijo de 45 kilos de mañana.
Resulte esto o no ser así, hay un último y más definitivo fallo en el argumento de que se necesita algún mesías político para salvarnos del desastre. Pues esta idea presupone que nuestro problema básico es personal. Y no lo es. Aunque estuviéramos mandados por santos, genios y héroes, seguiríamos situados ante la crisis terminal del Gobierno representativo, la tecnología política de la Era de la segunda ola.
La red mundial
Si lo único por lo que tuviéramos que preocuparnos fuese por elegir al "mejor" dirigente, nuestro problema podría resolverse dentro del entramado del actual sistema político. Pero, en realidad, el problema es mucho más profundo. En esencia, los dirigentes -incluso "los mejores"- resultan inválidos porque se han quedado anticuadas las instituciones a cuyo través deben actuar.
En primer lugar, nuestras estructuras políticas y gubernamentales fueron diseñadas en una época en que la nación-Estado estaba naciendo todavía. Cada Gobierno podía tomar decisiones más o menos independientes. Hoy, como hemos visto, esto ya no es posible, aunque conservamos el mito de la soberanía. La inflación se ha convenido en una enfermedad tan transnacional, que ni "quiera el señor Brezhnev o su sucesor pueden impedir que el contagio atraviese la frontera. Los países industriales comunistas, aunque parcialmente separados del mundo y rígidamente controlados desde dentro, dependen de fuentes de aprovisionamiento externas para el petróleo, los alimentos, la tecnología, el crédito y otros artículos necesarios. En 1979, la URSS se vio obligada a subir muchos precios para el consumidor. Checoslovaquia duplicó el precio del fuel-oil. Hungría dejó boquiabiertos a sus consumidores al elevar el precio de la electricidad en un 51%. Cada decisión en un país impone problemas o exige respuestas en otro.
Francia construye una planta reprocesadora nuclear en Cap de la Hague (que está más cerca de Londres que el reactor británico de Windscale), en un lugar en el que el polvo o el gas radiactivo, si salieran al exterior, serían empujados hacia Gran Bretaña por los vientos imperantes en la zona. Los vertidos de petróleo mexicano ponen en peligro el litoral de Texas, a quinientas millas de distancia. Y si Arabia Saudí o Libia aumentan o disminuyen su producción de petróleo, ello surte efectos inmediatos o a largo plazo en la ecología de muchas naciones.
En esta íntimamente entrelazada red, los dirigentes nacionales pierden mucho de su efectividad, cualquiera que sea la retórica que empleen o las armas que se esgriman. Sus decisiones provocan repercusiones costosas, indeseadas y frecuentemente peligrosas, tanto a nivel mundial como a nivel local. La escala de gobierno y la distribución de la autoridad decisoria son irremediablemente inadecuadas para el mundo de hoy.
Pero ésta es sólo una de las razones por las que las actuales estructuras políticas están anticuadas.
El problema del entretejimiento
Nuestras instituciones políticas reflejan también una anticuada organización del conocimiento. Todo Gobierno tiene Ministerios o Departamentos consagrados a campos concretos tales como la economía, los asuntos exteriores, la defensa, la agricultura, el comercio, el correo o el transporte. El Congreso de los Estados Unidos y otros órganos legislativos tienen, similarmente, comités destinados de manera específica a tratar los problemas relativos a esos campos. Lo que ningún Gobierno de la segunda ola puede resolver -ni aun el más centralizado y autoritario – es el problema de entretenimiento: cómo integrar las actividades de todas estas unidades para que puedan producir programas metódicos y totalistas, en lugar de una confusa mescolanza de efectos contradictorios y mutuamente anuladores.
Si hay una cosa que hubiéramos debido aprender en las últimas décadas, es que todos los problemas sociales y políticos están entretejidos, que la energía, por ejemplo, afecta a la economía, la cual, a su vez, afecta a la salud, la que, a su vez, afecta a la educación, el trabajo, la vida familiar y mil otras cosas. El intento de tratar por separado problemas nítidamente definidos, aisladamente unos de otros -fruto de la mentalidad industrial-, no hace sino crear confusión y desastre. Sin embargo, la estructura organizativa del Gobierno refleja con exactitud este enfoque de la realidad propia de la segunda ola.
Esta anacrónica estructura lleva a interminables luchas por el poder jurisdiccional, a la externalización de costes -cada agencia intentando resolver sus propios problemas a costa de otra- y a la generación de efectos secundarios adversos. Por eso es por lo que cada intento del Gobierno por remediar un problema conduce a una erupción de nuevos problemas, con frecuencia peores que el original.
Típicamente, los Gobiernos intentan resolver este problema de entretenimiento mediante una mayor centralización, nombrando un "zar" para que se encargue de los papeleos burocráticos. Hace cambios, ciego a sus destructores efectos secundarios, o se entrega él también a tanto papeleo inútil, que no tarda en ser destronado. Pues la centralización del poder no da ya resultado. Otra medida desesperada es la creación de innumerables comités interdepartamentales para coordinar y revisar las decisiones. Sin embargo, el resultado es la construcción de un nuevo conjunto de tabiques y filtros a cuyo través deben pasar las decisiones… y una mayor complejificación del laberinto burocrático. Nuestros Gobiernos y estructuras políticas actuales están anticuados porque contemplan el mundo a través de lentes de la segunda ola.
A su vez, esto agrava otro problema.
El aceleramiento decisional
Los Gobiernos y las instituciones parlamentarias de la segunda ola estaban diseñados para tomar decisiones con un ritmo sosegado, adecuado a un mundo en el que un mensaje podría tardar una semana en ir desde Boston o Nueva York hasta Filadelfia. Hoy, si un ayatollá hace rehenes en Teherán o tose en Qom, funcionarios de Washington, Moscú, París o Londres pueden verse obligados a responder con decisiones en cuestión de minutos. La extrema velocidad del cambio coge desprevenidos a Gobiernos y políticos y contribuye a su sensación de desvalimiento y confusión, como claramente hace ver la Prensa. "Hace sólo tres meses -escribe Advertising Age-, la Casa Blanca decía a los consumidores que recorrieran muchas tiendas antes de gastarse sus dólares. Ahora, el Gobierno está incitando a los consumidores a gastar más libremente su dinero." Los expertos en cuestiones petrolíferas previeron la explosión de precios del petróleo, informa Aussenpolitik, el periódico de la política exterior alemana, pero "no la rapidez de los acontecimientos". La recesión de 1974-1975 cayó sobre los políticos de los Estados Unidos con lo que la revista Fortune denomina "gravedad y rapidez sorprendentes".
También el cambio social está acelerando y ejerciendo presiones adicionales sobre los decisores políticos. Business Week declara que en los Estados Unidos, "mientras la migración de la industria fue gradual… ayudó a unificar la nación. Pero durante los cinco últimos años el proceso ha roto todos los límites que pueden acoger las actuales instituciones políticas".
Las propias carreras de los políticos se han acelerado también, a menudo cogiéndoles desprevenidos. Sólo en 1970, Margaret Thatcher predecía que en lo que a ella le quedaba de vida ninguna mujer sería nombrada jamás para un cargo ministerial en el Gobierno británico. En 1979, ella misma era Primer Ministro.
En los Estados Unidos, Jimmy ¿quién? saltó a la Casa Blanca en cuestión de meses. Es más, aunque un nuevo presidente no toma posesión de su cargo hasta el mes de enero siguiente a su elección, Cárter se convirtió inmediatamente en el presidente de facto. Fue Cárter, no el saliente Ford, quien resultó bombardeado a preguntas sobre el Oriente Medio, la crisis energética y otras cuestiones casi antes de que se ultimara el recuento de votos. El derrotado Ford pasó al olvido casi instantáneamente y a todos los efectos prácticos, pues el tiempo político está ahora demasiado comprimido y la Historia se mueve con demasiada rapidez como para permitir los tradicionales aplazamientos.
Similarmente, la "luna de miel" con la Prensa de que antes disfrutaba un nuevo presidente se vio truncada en el tiempo. Cárter, aun antes de iniciar sus funciones, fue censurado por la selección de su Gabinete y obligado a retirar su nombramiento para jefe de la CÍA. Más tarde, antes de que transcurriese la mitad de su mandato de cuatro años, el perspicaz corresponsal político Richard Reeves estaba ya profetizando una corta carrera para el presidente porque "las comunicaciones instantáneas han dilatado de tal modo el tiempo, que una presidencia de cuatro años produce hoy más acontecimientos, más dificultades, más información, que cualquier presidencia de ocho años en el pasado".
Esta aceleración del ritmo de la vida política, que refleja la generalizada aceleración del cambio, intensifica el actual derrumbamiento político y gubernamental. Dicho de otra manera: nuestros dirigentes -forzados a trabajar a través de instituciones de la segunda ola para una sociedad más lenta- no pueden producir decisiones inteligentes con toda la rapidez que exigen los acontecimientos. O las decisiones llegan demasiado tarde, o predomina la indecisión.
Por ejemplo, el profesor Robert Skidelsky, de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad John Hopkins, escribe: "Ha sido virtualmente imposible utilizar la política fiscal porque se tarda demasiado tiempo en aprobar las medidas apropiadas a través del Congreso, aun cuando existe una mayoría." Y esto fue escrito en 1974, mucho antes de que el punto muerto en materia energética en América entrase en su sexto e interminable año.
La aceleración del cambio ha rebasado la capacidad decisoria de nuestras instituciones, tornando anticuadas las estructuras políticas actuales, con independencia de toda ideología de Partido. Estas instituciones son inadecuadas, no sólo en términos de escala y estructura, sino también en términos de rapidez. Y tampoco esto es todo.
El colapso del consenso
Así como la segunda ola produjo una sociedad de masas, la tercera ola nos desmasifica, llevando todo el sistema social a un nivel mucho más elevado de diversidad y complejidad. Este revolucionario proceso, muy semejante a la diferenciación biológica que se da en la evolución, ayuda a explicar uno de los fenómenos políticos más generalmente advertidos de nuestro tiempo: el colapso del consenso.
De un extremo a otro del mundo industrial, oímos a los políticos lamentar la pérdida de "objetivo nacional", la ausencia del viejo "espíritu de Dunquerque", la erosión de la "unidad nacional" y la súbita y desconcertante proliferación de poderosos grupos escindidos. El último grito en Washington es el "grupo de un solo tema", que se refiere a las organizaciones políticas que surgen por millares, de ordinario en torno a lo que cada una percibe como un tema candente: aborto, control de armas, derechos de los homosexuales, transporte escolar, energía nuclear, etc. Son tan diversos estos intereses, tanto a nivel nacional como local, que políticos y funcionarios no pueden ya mantenerse al tanto de ellos.
Los propietarios de hogares móviles se organizan para luchar contra los cambios de parcelación en el condado. Los granjeros luchan contra los cables eléctricos. Los jubilados se movilizan contra los impuestos escolares. Se organizan las feministas, los chícanos, los padres sin cónyuge y los cruzados antiporno. Una revista del Medio Oeste informa incluso de la formación de una organización de "nazis gays"… algo muy embarazoso, sin duda, tanto para los nazis heterosexuales, como para el Movimiento de Liberación Gay.
Simultáneamente, organizaciones nacionales de masas están tropezando con dificultades para subsistir. Dice un participante en una conferencia de organizaciones benéficas: "Las Iglesias locales no siguen ya la orientación nacional." Un experto en cuestiones laborales informa que, en lugar de un solo impulso político unificado por parte de la AFL-CIO, los sindicatos a ella afiliados están cada vez más montando sus propias campañas para sus propios fines.
Simplemente, el electorado no está escindiéndose en dos. Los propios grupos escindidos son cada vez más transitorios, surgiendo, desapareciendo, transformándose más y más rápidamente y formando un torrente espumante y difícil de analizar. "En Canadá -dice un funcionario gubernamental-, suponemos actualmente que la duración de las nuevas organizaciones voluntarias oscilará entre seis y ocho meses. Hay más grupos, y son más efímeros." De esta forma, la aceleración y la diversidad se combinan para crear una clase totalmente nueva de cuerpo político.
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