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Cambio institucional, responsabilidad juvenil y sistemas de reinserción social (página 3)


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Posteriormente, la teoría criminológica de perspectiva crítica comenzó a centrar su atención en las formaciones económicas y sociales que están detrás de la criminología juvenil (condiciones materiales de existencia), los conflictos interclases, las desigualdades sociales e injusticias acaecidas en el contexto de la sociedad capitalista. Complementariamente, las propuestas teóricas e investigaciones empíricas sobre la delincuencia juvenil se fueron acotando al significado de lo juvenil, con perspectivas multidimensionales que ampliaron la reflexión hacia el rol que le cabe al Estado en el ámbito de la seguridad y el orden social. A grandes rasgos, las políticas antidelincuencia y la corriente ideológica neoliberal se articularon como una extraña mezcla entre libertad y coerción, difundiéndose y legitimándose los postulados relativos a una mayor presencia del aparato punitivo y judicial del Estado. Las añoranzas ideológicas neoliberales que postulaban "menos Estado social" y "menos intervencionismo fiscal en el mercado", paradójicamente fueron clamando por una mayor presencia de éste en lo penal. Por lo tanto, la contracción del Estado keynesiano de posguerra implicaría no sólo un proceso de desmantelación de las estructuras de asistencia social sino, además, un afianzamiento de la presencia estatal a través de la policía, los tribunales de justicia y el sistema penitenciario[38]

En este contexto, es posible observar el paso de un Estado de Providencia a un Estado de Penitencia que, conjugado con la ideología neoliberal, transformó las bases de la política social y los sistemas de control social de jóvenes delincuentes. Considerando los cambios estructurales del Estado y los modelos de desarrollo social imperantes, las políticas antidelincuencia juvenil se globalizaron como dispositivos coercitivos, disciplinarios y reformatorios que ejercerían un fuerte control social sobre el cuerpo de los condenados a fin de hacerlos dóciles y útiles mediante el encierro y el suplicio (Foucault, M.1975: 82).

Así, el concepto de Estado Policial que Foucault identificó en su análisis de la prisión otorgó nuevos elementos al debate sobre cómo los poderes públicos y, particularmente, los aparatos represivos del Estado intervienen sobre la población juvenil marginal y promueven la prevención y reinserción social de menores infractores de ley. En este sentido, para Foucault, "castigar" y "encerrar" representarían antiguas y extrañas prácticas que no lograrían corregir los actos delictivos ni menos establecerse como mecanismos efectivos para la reinserción social de los jóvenes. Asimismo, Foucault intentaría demostrar que la delincuencia no es un subproducto de la prisión, contrariamente a algunos planteamientos críticos que sostienen que las "cárceles de la miseria" actuarían como "escuelas del delito" (Wacquant, Loic. 2000:23).

Para los grupos neoconservadores y los discursos que se aproximan hacia la doctrina neoliberal, los jóvenes marginales, es decir, los "inútiles", "insumisos", "descarriados", "desviados" y/o "desadaptados" del nuevo orden social serían los que pondrían en riesgo la estabilidad económica y la pacificación de la ciudadanía, particularmente de las clases media y pudiente. Este tipo de reflexiones posibilitó el surgimiento de la teoría de la neutralización y la teoría de la desigualdad de oportunidades, las cuales centraron las miradas en los desequilibrios sociales y la necesidad de "neutralizar" a los jóvenes pobres marginales transgresores del nuevo orden económico neoliberal. De ahí, las políticas antidelincuencia juvenil fueron remozando la concepción clásica del concepto de Estado Policial basándose, esta vez, en estrategias de "tolerancia cero" que han demostrado ser altamente discriminadoras y estigmatizantes[39]

A tenor de lo anterior, para los partidarios de la criminología crítica las causas del delito estarían, en consecuencia, irremediablemente relacionadas con la forma que revisten los ordenamientos sociales específicos de cada espacio y momento histórico. El delito se concebiría, desde ese punto de vista, como el comportamiento que se considera problemático en el marco de esos ordenamientos sociales y si, entonces, el interés general se dirige hacia la abolición de los delitos juveniles, esos mismos ordenamientos deberían ser objeto de un "cambio social fundamental".

Por otro lado, abrazando la reflexión respecto de las desigualdades generadas por las sociedades capitalistas neoliberales, se han realizado múltiples investigaciones que han reconocido la responsabilidad que han tenido las políticas sociales en reproducir las figuras de pobreza, violencia y delincuencia juvenil (criminología de la pobreza). Para otros, sin embargo, las conclusiones se han orientado hacia el reconocimiento de que el entorno social ha sido menos influyente en la generación de conductas delictivas en jóvenes, reviviendo el enfoque individualista clásico basado en aspectos conductistas burdamente matizados con la idea de que la causa del delito respondería al "mal comportamiento de los individuos y no la consecuencia de condiciones sociales" (William Bratton, ex jefe de policía de Nueva York y referente de las políticas de tolerancia cero). Asimismo, el compromiso neoliberal con el bienestar material de la sociedad del consumo y la privatización de los servicios sociales (educación, salud, previsión social), contrariamente a lo que se esperaba, provocó fuertes desigualdades y procesos de exclusión social que se hallan más visibles en el "destino de jóvenes", mujeres y personas de la tercera edad (Undiks, A. 1990).

Con estos antecedentes, las políticas antidelincuencia juvenil y las teorías criminológicas de corte crítico reconocieron la importancia de desarrollar análisis institucionales que dispusieran la libertad de cuestionar no solamente las causas de la criminalidad juvenil enraizadas en el modelo capitalista neoliberal sino, también, las de las normas y políticas institucionales para el control y la prevención del delito. Sin embargo, alejadas de una visión autocrítica, algunas propuestas científicas y políticas observaron perplejas las desigualdades sociales producidas y heredadas por el neoliberalismo de los años setenta y ochenta, viendo cómo sus políticas apuntaban a recubrir los males necesarios de la sociedad postcapitalista mediante el uso monopólico del poder que, como un Leviatan amorfo y extravagante, apretó las abrazaderas de la represión, el castigo y la exclusión.

La doctrina de tolerancia cero consideró que las causas del delito debían atajarse desde la niñez, impidiendo la formación del "delincuente adulto". En correspondencia con la corriente criminológica crítica, las diferentes versiones de la doctrina de tolerancia cero observaban con recelo los conflictos de clases y la amenaza que implicaba la creciente marginalidad, rebelión y pobreza. Al mejorar las tasas de natalidad y esperanza de vida, así como al experimentar una baja la mortalidad infantil, los diferentes países entraron en una etapa de crecimiento demográfico exponencial y desplanificado. Esta situación generó el colapso de algunas urbes, así como la relocalización de la pobreza y los nuevos marginales. Sin embargo, las diferentes causas basales interpeladas por la criminología de la pobreza juvenil (y que hoy es vista por algunos como una teoría de la estigmatización) no fueron suficientes para abordar esta compleja problemática. A modo de respuesta, las políticas de tolerancia cero implementadas por diversos países occidentales se constituyeron en el principal instrumento para "combatir", "luchar" y "atacar" la delincuencia juvenil[40]

Uno de los artilugios creados en ese sentido, y que tiene directa relación con las políticas antidelincuencia juvenil de la época, fueron los tribunales juveniles. En los diferentes países pioneros en implementar las políticas de tolerancia cero, la función primogénita de los tribunales juveniles no fue únicamente de control social sino, como precisa Patt, "la reafirmación de los valores tradicionales de la clase media y la filosofía de grupos políticos conservadores mediante programas de adjudicación y control de jóvenes delincuentes, dependientes y abandonados" (Patt, A. 1969: 59). En este sentido, los tribunales, correccionales y centros juveniles serían un instrumento de poder y legitimación de una ficticia "salvación".

El enfoque de los derechos humanos, los movimientos sociales salven a los niños y otros creados bajo los objetivos de la protección infantojuvenil, tuvieron su opuesto en grupos prohibicionistas que postulaban que el progreso social dependía del refuerzo legal, la estricta supervisión del tiempo libre y de ocio de los jóvenes, y la regulación de diversiones ilícitas. Así, los tribunales juveniles fueron concebidos como instrumentos de control social y como instancias de reforzamiento de aquellos valores tradicionales que la sociedad del consumo diferencial ponía en entredicho. Sin embargo, lo que aparentemente comenzó como un movimiento para humanizar las vidas de los adolescentes pronto desarrolló un programa de intolerancia moral que propugnaba la salvación de los jóvenes de la pornografía, el tabaco, el consumo de alcohol, así como de todas aquellas otras cosas que pudieran "robarles su inocencia".

En América Latina, las sociedades capitalistas de libre mercado, en general, diseñaron políticas antidelincuencia juvenil del tipo tolerancia cero que se acoplaron estructuralmente con aquellos regímenes autoritarios y dictatoriales que se fundaron bajo el alero de la doctrina neoliberal. La globalización del modelo neoliberal llevó consigo la globalización de los riesgos y, contrariamente a su tendencia homogeneizadora, a reforzado las asimetrías, diferencias, fragmentaciones y desigualdades. Los jóvenes son parte de esta heterogeneidad que se ve arrastrada por los problemas y contradicciones comunes que alteran el destino de continentes enteros. En este sentido, los sistemas de justicia juvenil que se crearon entre los años 80" y 90" hicieron frente, con diferentes resultados, a los problemas de desocupabilidad, desconstitución familiar y desprotección social que sumían a los jóvenes en el camino de la incertidumbre, el resentimiento, la frustración y la criminalidad.

Las teorías de la segregación, de la represión diferencial y "las nuevas propuestas del conflicto social" y la criminología juvenil contribuyeron con la incorporación de conceptos y reflexiones en el debate sobre de la delincuencia juvenil reforzando, en momentos, la mirada hegemónica de la corriente neoliberal (Lorenzo, P. 2001:06). En este sentido, las políticas antidelincuencia juvenil, especialmente las referidas a la doctrina de tolerancia cero, tuvieron a disposición un conjunto de proposiciones teóricas y análisis empíricos, además de una importante adhesión en diferentes países del mundo occidental. En América Latina, la consolidación de las políticas neoliberales, el proceso de jibarización del Estado de Bienestar y la institucionalización de la ideología de Seguridad Interior condujeron a un desbalance en la relación Estado – mercado – sociedad civil, marcada por el autoritarismo político y un viraje en el diseño de las políticas de industrialización estatizada que provocaron diversas contradicciones económicas, sociales, políticas y culturales que afectaron de manera significativa la vida de millones de jóvenes. En este sentido, las políticas antidelincuencia juvenil en América Latina y los diferentes países que se adscribieron a la línea "tecnocrática" (Vellinga, M. 1998: 75)[41] de tolerancia cero, tendieron a reprimir la igualdad de oportunidades y derechos para los jóvenes, particularmente de aquellos que debían responder con "el peso de la ley".

2.3 La delincuencia juvenil y los mecanismos de integración social desde la mirada neoestructuralista

Cuando miramos hacia atrás en búsqueda de cuerpos teóricos que nos permitieran observar cómo el Estado responde actualmente al fenómeno de la delincuencia juvenil, nos topamos con diversas corrientes, conceptos y propuestas que, de una u otra forma, han venido marcando con su sello el razonamiento y el debate sobre el proceso de "construcción social de la realidad" delictual y carcelaria (Berger y Luckmann, 1999; Pérez, J.; 2000; Cooper, D. 2004). Como hemos podido observar, son diversas las escuelas del pensamiento que se interesaron por el fenómeno criminológico juvenil y por las semillas de la violencia (Rojas, L. 1996: 67) que distinguen a la sociedad moderna. El neoliberalismo aportó con lo suyo, negando este problema como causa de su propia existencia, tratándolo como algo externo y endosándolo al poder judicial. Sin embargo, para algunas propuestas de corte neoestructuralista y para los autodenominados críticos del neoliberalismo, es preciso remozar las teorías y conceptos clásicos que históricamente han estado presentes en el debate sobre de la pertinencia, eficacia y sustentabilidad de las políticas de seguridad pública y responsabilidad penal juvenil.

Al internalizarnos en el ámbito de la criminología juvenil, es preciso no dejar de distinguir los elementos ideológicos, científicos y presuposicionales que están detrás de los debates. A partir de la mirada neoestructuralista específicamente aplicada al fenómeno de la delincuencia juvenil, se observan intentos por ordenar el debate y construir cuerpos conceptuales que pretenden conocer de manera ad hoc las dinámicas de la sociedad "postmoderna". En este sentido, la corriente neoestructuralista de orientación criminológica ha estado presente contribuyendo con diferentes conceptos, orientaciones y propuestas que, de manera coincidente, parten con una fuerte crítica al modelo neoliberal y a los fundamentos basales de las sociedades postcapitalistas y neosocialistas, proponiéndose como alternativa una "tercera vía" para enfrentar el desarrollo económico – social y la conducción política (Giddens, A. 1998: 38). Eso como contexto general, dado que la etiología de la criminología juvenil ha sido objeto de interés para diferentes corrientes teóricas del pensamiento social, de las cuales un importante segmento tiene sus raíces en el pensamiento clásico de las ciencias sociales.

En la arena de la sociología política, es posible observar que además de las prácticas controladoras y represivas que ha ejercido el Estado para hacer frente al problema de la delincuencia juvenil, éste ha generado dispositivos de resocialización y reeducación[42]que resultan claves analizarlos a la luz de los sistemas de reinserción social de jóvenes infractores de ley. Así, el concepto de socialización ha sido remozado semánticamente y su utilidad en nuestra investigación no sólo está dada en virtud de comprender el fenómeno de la delincuencia juvenil sino, también, constituye un aporte en la reflexión del proceso de reinserción social mismo.

En general, los aspectos relativos a los procesos de socialización con "efectos disruptivos" eran vistos como consecuencia de un estado de anomia provocado por la falta de adaptación de los sujetos a las estructuras sociales y axiológicas (familia, escuela, mercado laboral, iglesia y Estado, entre otros)[43]. Así, la delincuencia juvenil era vista como una consecuencia de los deficientes procesos de socialización primaria y secundaria, o de lo que se planteaba como socialización "indebida", "desadaptativa" o "desviada" de los patrones normativos / estructurales.

Lo positivo de esto es que pese a ser profundamente criticada por el enfoque individualista y sociopsicologicista, la teoría de la socialización se ha transformado en los últimos años adquiriendo un nuevo significado a través, entre otros elementos, del concepto de habitus que Pierre Bourdieu y la teoría neoconstructivista matizaron en los años 80" y 90". En este sentido, la delincuencia juvenil sería, más que un reflejo de la realidad social o una manifestación propia del underclass, un problema sociocultural que se manifiesta de diferentes formas y que llama a repensar la clásica dicotomía estructuraacción.

Con el concepto de habitus propuesto por Bourdieu, se produjo una claro distanciamiento respecto de la visión clásica que proveyó la teoría de la socialización en los estudios de criminología juvenil. En este sentido, la importancia que reviste hasta la actualidad el concepto de habitus es que, superando las categorías hursselianas de la fenomenología clásica, intentó trascender los enfoques objetivistas y subjetivistas centrados en la estructura o en la acción. El habitus, desde ese punto de vista, lo podemos entender como un concepto integrador que alude al conjunto de "esquemas generativos" a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan en él.

Como plantea Bourdieu, "los condicionamientos asociados a una clase particular de condiciones de existencia producen habitus, sistemas de disposiciones duraderas y transponibles, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes, es decir, en tanto que principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones que pueden estar objetivamente adaptadas a su fin sin suponer la búsqueda consciente de fines y el dominio expreso de las operaciones necesarias para conseguirlos, objetivamente 'reguladas' y 'regulares' sin ser para nada el producto de la obediencia a reglas, y siendo todo esto, objetivamente orquestadas sin ser el producto de la acción organizadora de un jefe de orquesta" (Bourdieu, P. 1999: 88).

Las proposiciones que se encuentran detrás del concepto de habitus[44]y que, en lo medular, suponen la elaboración un esquema de compresión –reflexivo y analítico de las relaciones sociales, pretenden aniquilar la teoría de la elección racional, así como los enfoques deterministas y dicotómicos (estructura – acción, individuo – sociedad, objetividad – subjetividad, normal – patológico) que por años fueron utilizados como herramientas conceptuales válidas para explicar el fenómeno de la delincuencia y la criminalidad juvenil. Asimismo, la antigua mirada de "sujeto disciplinado" que emplazaba la teoría clásica de la socialización, es reemplazada por la observación de los desajustes entre habitus y condiciones de vida, donde tienen éxito aquellos que han desarrollado un sistema de predisposiciones apto para decidir en la incertidumbre, cambiar permanentemente de preferencias, mantener su seguridad básica aún cuando hayan cambiado radicalmente las circunstancias.

Así, la visión constructivista de la propuesta de Bourdieu respecto de la situación, por ejemplo, de los jóvenes en la sociedad contemporanea no deja escapar la mirada relacional e interactiva que se establece entre los predecesores (viejos) y los sucesores (jóvenes). Los conceptos de habitus y campo como espacio de reproducción del sentido práctico, así como el de capital cultural, son aplicados a la reflexión socioinstitucional de los dispositivos criminológicos juveniles que pretendemos perfilar, resultando útil en varios aspectos. Estos conceptos serán puestos a disposición, particularmente, cuando analicemos las historias de vida que están detrás de las experiencias de integración social de jóvenes infractores de ley del Centro Iquique, identificando aquellos factores incidentes en el éxito y el fracaso de las intervenciones directas que realiza el Estado en materia de reinserción social de jóvenes infractores de ley.

Desde el punto de vista de los grandes procesos que operan como determinantes sociales del fenómeno de la delincuencia juvenil, existen una serie de suposiciones contrastadas empíricamente y que forman "el caldo de cultivo" del debate respecto a los roles y modelos políticos que ha asumido el Estado frente al fenómeno de la criminalidad y violencia juvenil. Desde la crítica neoestructuralista, se hacen menciones a las contradicciones entre las declaraciones de la Convención Internacional de Derechos del Niño y las políticas de seguridad pública y tolerencia cero aplicadas a jóvenes infractores de ley. Contrariamente a los principios de protección de derechos y resguardo de garantías básicas y constitucionales para los jóvenes, las corrientes neoestructuralistas que abordan de manera frontal las contradicciones del sistema neoliberal observan con preocupación como:

  • a) La mano dura contra los desórdenes conductuales y los delitos juveniles se convierte en la fuente de la reconstitución del orden social. El neoliberalismo y la usanza neoconservadora postulan la doctrina de tolerancia cero y declaman el término de las garantías y derechos injustificados para los jóvenes infractores de ley reincidentes (discurso que se hace extensivo para todo acto delictivo). La política del garrote se instala históricamente como un artilugio generalizable para frenar todo acto de violencia social que pretenda expandirse en los diferentes territorios urbanos, particularmente aquellos donde la pobreza, la marginalidad y la exclusión social son parte desafíos cotidianos.

  • b) Los recursos públicos del Estado auxilian a los ricos y anuncian la arremetida de los organismos policiales. El aumento del presupuesto para los organismos policiales ha sido una regla generalizada para todos aquellos países que se han adscrito, total o parcialmente, a la corriente de la tolerancia cero. Destacan, en este sentido, los procesos de militarización de las policías, el incremento de los recursos públicos destinados al mejoramiento de las condiciones laborales de los cuerpos policiales y la significativa ampliación de las plantas y recursos financieros, materiales y tecnológicos de las instituciones policiales y judiciales. En algunos casos, las políticas sociales han disminuido y, en otros casos, mantenido o aumentado levemente el presupuesto para la ejecución de las diversas acciones de ayuda social, educación y salud. Por otro lado, Chile y otros países han optado por decretar un aumento significativo de los recursos carcelarios convirtiendo la construcción de prisiones en una actividad económicamente rentable y beneficiosa para los privados (concesionarias, por ejemplo).

  • c) La privatización de la seguridad y la vigilancia surgen como respuesta a la supuesta ineficacia del Estado. A tal punto ha llegado esta situación, que la industria carcelaria mueve millones de dólares actualmente en la bolsa de Londres[45]Asimismo, la seguridad privada ha surgido como un negocio altamente lucrativo, así como lo ha sido la industria carcelaria que agrupa a otras actividades que la asisten (tecnología, alimentación, vestuario, servicios básicos), transformándola en un negocio emergente al alero de la doctrina de tolerancia cero y las políticas económicas neoliberales.

  • d) Las políticas antidelincuencia juvenil se han alineado promoviendo una limpieza de clases (class cleansing). En diferentes países del mundo, la ideología política de tolerancia cero se ha convertido en un poderoso instrumento para mantener a raya a los underclass. En el caso de los migrantes, la ideología política de tolerancia cero se ha venido aplicando con la máxima severidad, proponiéndose que para quien viola el "derecho de hospitalidad" hay una solución: afuera y rápido. Esta situación, en ocasiones, se ha desvirtuado con las prácticas xenofóbicas que buscan una limpieza de clases que se hace extensiva a los no integrados, los supernumerarios (que sobran en la estructura social y el mercado laboral) y transgresores del orden establecido (Castel, R. 1998: 86).

  • e) La hiperinflación carcelaria de jóvenes y adultos, así como la expansión del rigor penal representa una tendencia generalizada mundialmente. Asistimos al atiborramiento de los tribunales de justicia juvenil y a una escasez agravada de recursos que los paraliza, lo que tiende a interpretarse desde la desazón maquiavélica como una denegación organizada de justicia. En el fondo, lo que se demuestra con la aplicación de políticas de tolerancia cero es un incremento significativo de la población penal que desvía recursos públicos y no garantiza la paz social una vez que los jóvenes condenados recobran su libertad.

  • f) La corriente neoliberal ha tendido a rescatar valor de la austeridad en la gestión de los sistemas de atención de jóvenes y adultos condenados por la justicia penal. En este sentido, los ecónomos de la represión postulan una serie de iniciativas para paliar la llegada de los supernumerarios carcelarios a través de, por ejemplo, la disminución de los servicios a los internos de los presidios, aplicando la tecnología para hacer más eficiente el uso de los recursos en el control y seguimiento de los jóvenes delincuentes, o, trasladando el costo económico a las familias de los jóvenes recluidos.

  • g) El neoliberalismo de mano de hierro se cierne como ave de presa sobre la posibilidad de imponer el trabajo descalificado en las cárceles y las grandes empresas. En efecto, resulta altamente atractiva la idea de productividad desproveída de seguridad social y previsión como mecanismo de baja de costos para el Estado y las empresas.

  • h) El neoliberalismo intolerante opera bajo la máxima educación con represión y cárcel como una máquina de exclusión y alejamiento de los peligros para la sociedad. Para los precursores de estas ideas, los establecimientos educacionales operarían como instrumentos ideológicos y mecanismos de coerción vigilada respecto del bienestar material, emocional y cognitivo de niños y jóvenes, registrándose cada uno de los determinantes sociales que son fuente para la propagación de conductas riesgosas (consumo de alcohol, estupefacientes, juegos y apuestas por dinero, delincuencia, etcétera).

  • i) El resurgimiento del Estado Policiaco ha tendido ha profundizar las brechas económicas y sociales, robusteciendo y diversificando el papel de los sistemas judiciales y represivos. En este sentido, la instalación de cárceles para combatir la desocupación (particularmente en tiempos de crisis como los vividos actualmente) representa un pre-requisito para el mantenimiento del orden social (Pérez, J. 2000)[46]. La represión ampliada a escala planetaria como práctica controladora de vastísimas masas excluidas del consumo, es la declaración pública que representa la naturaleza del rigor penal que menoscaba la creatividad humana y la elaboración colectiva, provocando una doble exclusión. Algunos, inclusive, han llegado a postular que deberían ser encarcelados los padres de los jóvenes delincuentes reincidentes, abordando los temas de familia desde una óptica represiva que, en definitiva, son contraproducentes con las dinámicas de integración social y lógicas cooperativistas.

De esta manera, los sistemas de integración social represivos (prisiones, reformatorios, correccionales) creados al alero de la sociedad postcapitalista han operado como respuestas institucionales de carácter principalmente coercitivo frente fenómeno de la delincuencia juvenil, es decir, como acciones autopoiéticas que tienden a mantener latente, más que a solucionar, los problemas sociales de fondo que están detrás de la violencia juvenil. Las políticas sociales no han estado al margen en la reproducción de violencia y criminalidad juvenil y, en ocasiones, han coadyuvado involuntariamente a la reproducción del delito al enfrentarlo como un problema que es necesario erradicar, más que proponer soluciones en el modelo económico y social para que esta situación no se regenere. Las políticas sociales, per se, difícilmente han podido erradicar de manera definitiva la violencia social y criminalidad juvenil. Así, la nueva marginalidad urbana, la distribución desigual de los riesgos, la globalización de la violencia y la criminalidad juvenil han puesto en alerta a los diferentes Estados y organismos internacionales (PNUD, CEPAL, UNICEF, UNESCO).

La integración social de jóvenes infractores de ley supone concebir el tratamiento de la delincuencia juvenil como un proceso especial, donde es posible identificar dos dimensiones analíticas de interés: la criminalidad y lo juvenil. De la criminalidad hemos hablado lo suficiente y reconocemos a los enfoques neoestructuralistas y sistémicos de carácter integrador como herramientas útiles para soportar las bases conceptuales de temáticas y problemáticas como las que hemos venido abordando. En consecuencia, resulta pertinente esbozar algunos alcances semánticos del concepto de juventud y la categoría de lo juvenil como una manera de no descuidar las diferentes dimensiones y campos analíticos que entran en juego.

De esta manera, cualquier consideración sobre la juventud debe empezar por reconocer la heterogeneidad de ese colectivo, en su espacio y tiempo histórico particular. No es lo mismo hablar de jóvenes entre 14 y 17 años que hablar de jóvenes de 18, 21 ó 29 años. La juventud se asocia a los conceptos de moratoria (ni niños ni adultos), de transición, de construcción de identidad y es vista como "etapa preparatoria" para la vida productiva que se encuentra hoy fracturada con la crisis del empleo y el cambio de los modos de vida.

La juventud representa una etapa de transición y de cambios complejos, es decir, una línea intermedia entre la dependencia y la autonomía que observa una serie de tensiones sociales que se manifiestan en que los jóvenes actualmente gozan de más acceso a la educación pero menos acceso al mundo del trabajo, gozan de mayor acceso a la información pero menos acceso al poder, parecen ser más aptos para el cambio productivo pero están más excluidos del mismo y cuentan con más destrezas para la autonomía y menos opciones para materializarlas. En otros ámbitos del desarrollo social, los jóvenes estarían actualmente mejor provistos de salud pero menos reconocidos en su morbilidad específica y, por el lado de las mujeres jóvenes, éstas han reducido su número de hijos pero, no obstante aquello, mantienen altas tasas de maternidad adolescente. Por último, los jóvenes se encontrarían más cohesionados hacia adentro pero más segmentados en grupos heterogéneos y con mayor impermeabilidad hacia fuera, observándose una creciente desproporción entre consumo simbólico y consumo material, este último de menor acceso para los jóvenes.

Todas estas tensiones, a juicio de especialistas, se expresan en una asincronía novedosa entre una "precoz expectativa de autonomía moral y una larga postergación de la autonomía material" (Hopenhayn, M. 2004: 08) que tiende a agudizar la crisis de los jóvenes. A partir del desarrollo del contexto latinoamericano, Hopenhayn vislumbra, por un lado, la autodeterminación y protagonismo y, por otro, la precariedad y desmovilización como en contrastes socioculturales que se manifiestan en que mientras los jóvenes adquieren mayores espacios de libertad que las generaciones anteriores, no constituyen todavía un sujeto específico de derecho (Hopenhayn, M. Ibid).

A partir de esta lógica de razonamiento, los modelos de atención de adolescentes que se encuentran sometidos a los rigores de la justicia juvenil requieren de la incorporación de lógicas cómo éstas, en relación a cómo es posible concebir el actual sistema institucional en cuanto actor no sólo garante sino que, además, recomponedor de los derechos civiles. Esto requiere que los análisis incorporen perspectivas sistemáticas de carácter cooperativos, donde se parta por concebir el proceso de intervención de los jóvenes infractores de ley bajo la lógica de proyecto y como sistema equitativo de cooperación (Serge Ebersold: 2000)[47], con un alcance supraindividual, aunque estén centrados en la rehabilitación conductual y la reinserción social de cada joven como caso único. Así, el fenómeno de la delincuencia juvenil y los mecanismos de integración social a partir de la actuación de los poderes públicos requieren de un análisis reflexivo que tome en cuenta estas consideraciones.

2.4 Cambio institucional y políticas de responsabilidad juvenil: Perspectivas conceptuales actuales y toma de postura

Como hemos podido notar, la bibliografía alusiva a las políticas de seguridad pública y responsabilidad penal juvenil es extensa y nutrida. Las propuestas teóricas e investigaciones empíricas en la materia, revelan la complejidad de los procesos de reinserción social de jóvenes infractores de ley y la necesidad de apuntar el trabajo de reflexión e investigación hacia los aspectos multidimensionales del fenómeno, relevando aquellos aspectos organizacionales y operativos de las políticas de seguridad pública y responsabilidad juvenil acordes con las necesidades que surgen en los irrepetibles momentos históricos y contextos socioinstitucionales. En este sentido, la institucionalidad y políticas de integración social soportadas por los sistemas de atención de jóvenes delincuentes procesados judicialmente las analizaremos a la luz de los esquemas de organización y cooperación insterintitucionales que son precisos de identificar y reconocer para cada caso.

Las perspectivas actuales sobre el fenómeno de la delincuencia juvenil suelen abrazarse al carácter integrador de los enfoques sociocriminológicos, reconociendo la complejidad, multidimensionalidad y multifactorialidad del fenómeno de la delincuencia juvenil en su relación con las políticas de responsabilidad juvenil y reinserción social. No obstante el resurgimiento del biologicismo criminal neurocientífico[48]las teorías criminológicas integradoras se han posicionado como herramientas pertinentes en el análisis de la violencia y delincuencia juvenil, pese a que estos enfoques son constantemente criticados por el desorden teórico y las tensiones producidas a partir de la confluencia de diferentes factores individuales, sociales y estructurales.

Asimismo, es posible distinguir diferentes vías y factores que inciden en la aparición de la delincuencia juvenil, con algunas consideraciones que son dignas de tomar en cuenta. En este sentido, la teoría de las trayectorias nos ofrece elementos para la comprensión del fenómeno generalizables en ciertas dinámicas y para ciertas situaciones. La versión de las dos vías plantea que los actos que agrupan a los adolescentes en función de su edad o condición social, obedecen la mayor parte de las veces al ejercicio de "ritos iniciáticos, a demostraciones de coraje o simplemente lúdicas, y a la adquisición de bienes de consumo que los padres no pueden ofrecerles" (Dávila, O.; Ghiardo, F.; Medrano, C. 2005:176)[49]. Por tanto, se trata también de la única incursión en la comisión de delitos o la comisión de delitos ocurre sólo ocasionalmente. Transcurrida la adolescencia, el comportamiento delictivo, en teoría, desaparecería.

Una interpretación densa de tres vías en la concepción de la delincuencia juvenil afirma que la primera vía consistiría en una trayectoria de conflictos con la autoridad, que empieza antes de los 12 años. En muchos casos, no evoluciona a una delincuencia franca. Las otras dos vías describen la trayectoria del tipo habitual, y se destacan durante la adolescencia. Una describe el paso del conflicto con la autoridad a conflictos e infracciones de mediana gravedad (pequeños hurtos en comercios, seguido de daños a la propiedad, y luego robos no violentos). El tercer camino, alternativo al anterior, se caracteriza por un incremento de la agresividad (desde molestar y lesionar a los compañeros, pasando por las peleas entre bandas, hasta llegar a asaltos y uso de armas). Al modelo de tres vías, puede adicionarse una cuarta trayectoria, de inicio temprano y caracterizada por un comportamiento disruptivo y violento que se agudiza con el narcotráfico y el consumo de drogas altamente nocivas, provocando desintegración social y daño orgánico.

Esta visión requiere ser complementada con aquellos elementos contextuales que inciden en los cambios institucionales y las tendencias reformistas del proceso de modernización del Estado que se desarrolla hoy en Chile. Creemos que la razón es que los problemas de delincuencia y violencia juvenil adquieren sentido a partir de los análisis sociohistóricos y político – institucionales que han propiciado las transformaciones de la sociedad contemporánea, sin por eso descuidar aquellos factores cualitativos, culturales y proveedores del sentido en el reestablecimiento de las relaciones sociales y la reorientación de los comportamientos disruptivos.

Nuestra propuesta está orientada hacia los elementos que propugnan una integración entre los factores individuales y los estructurales. En el terreno de las teorías integrativas que emergen en la década de los noventa, una de las propuestas que resalta es la Teoría de la Integración de Elliot, Huinzinga y Agenton, quienes combinan la teoría de la tensión o frustación (strain), las teorías del control (social, institucional, autocontrol), las teorías del aprendizaje social y las teorías de las trayectorias de vida que se proponen explicar la delincuencia y el uso abusivo de drogas entre los jóvenes mediante el siguiente esquema:

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La simpleza y causalidad de este esquema contrastan con la propuesta de Farrington, quien hace un esfuerzo por integrar la teoría de las subculturas de Cohen[50]la teoría de la desigualdad de oportunidades de Cloward y Ohlin, la teoría del aprendizaje social de Trasler, la teoría del control de Hirschi y la teoría de la asociación diferencial de Sutherland y Cressey. En su opinión, la delincuencia juvenil se produciría por las interacciones del individuo con su ambiente social, basado en los aspectos dinámicos que se distinguen en cinco etapas: a) Etapa de motivación que supone que los principales deseos que producen actos delictivos son de bienes materiales, prestigio social y/o excitación, los cuales repercuten en mayor medida en los jóvenes pobres que suelen ser más notorias en niños/as de familias pobres y des – constituidas; b) etapa en donde se busca el método legal o ilegal para satisfacer los deseos; c) etapa donde la motivación para cometer actos delictivos se magnifica o disminuye por las creencias o actitudes interiorizadas[51]sobre el significado de infringir la ley (es "malo" delinquir / la delincuencia es "legitima", por ejemplo); d) etapa del proceso de decisión que se sujeta en una situación particular; e) etapa de revaloración de las consecuencias que influyen en la tendencia criminal, donde longitudinalmente se elabora una resignificación situacional, una relectura del entorno y nueva interacción con éste, hasta aquellas dinámicas que observan la tendencia criminal como "propensiva" y "prevalente".

La teoría criminológica multidimensional o multifactores -que está relacionada con la línea argumentativa que hemos desarrollado-, ha sido otra de las vías para ir amalgamando los diferentes constructos conceptuales que giran en torno a la relación que se establece entre el fenómeno de la delincuencia juvenil y la labor que desarrolla el Estado con las políticas de seguridad pública[52]Sin embargo, se corre el riesgo de caer en la indeterminación empírica y falta de pertinencia al momento de elaborar una propuesta con los arquetipos conceptuales eclécticos que vayamos construyendo. Por esa razón, es fundamental que, en el ejercicio selectivo del instrumental teorético, sea posible la aplicabilidad de los conceptos, los términos y las proposiciones. En este sentido, el agotamiento de los conceptos de Estado – Nación, clase, progreso, sociedad e, inclusive, del propio concepto de "control social" nos pone en alerta sobre la cautela que debemos tener al momento de valernos de nociones que puedan parecer útiles para reflexionar sobre cómo la institucionalidad pública ha enfrentado el fenómeno de la delincuencia juvenil en los diferentes contextos históricos y sociales.

Entendida de esta forma, la discusión sobre las políticas y administración del cambio institucional de los sistemas de atención directa de jóvenes infractores de ley, se aproximan actualmente a reflexionar sobre la calidad, eficiencia y sustentabilidad de las políticas de responsabilidad juvenil de cara a la integración social de niños y niñas. Complementariamente a lo que podemos observar en la realidad empírica, se observan opiniones, percepciones y críticas –que pueden ser certeras o no- respecto de las falencias e ineficacias de las políticas de responsabilidad penal adolescente. Paralelamente, el supuesto incremento de la delincuencia juvenil está acompañado de la idea de que, por un lado, los sistemas de reinserción social de jóvenes infractores de ley no muestran resultados significativos y, por otro, que la sociedad no les da las oportunidades a los jóvenes para su reinserción y logro de su reintegridad[53]En este sentido, la discusión ha tendido a relocalizarse en el ámbito del diseño y gestión de políticas públicas que permitan condiciones adecuadas y suficientes para el actuar de los poderes públicos y la institucionalidad de seguridad pública.

Nuestra postura conceptual frente a la eficacia de los sistemas de reinserción social de jóvenes infractores de ley se adscribe a la integración neoestructural de perspectiva sistemática y de corte culturalista. Nuestra perspectiva, en este sentido, recoge la dimensión de inseparabilidad, integración y dialógica de los arquetipos de la acción y la estructura, de la razón y la subjetivación, del orden y el caos, de la cultura y la individualidad. Recoge, además, las reflexiones geosociales y contextuales de las políticas y modelos de desarrollo social, en su relación con las formas de vida en sociedad (en las urbes, en los barrios, en las instituciones o centros juveniles), los procesos de socialización y las tendencias criminológicas que se manifiestan de manera prevalente y que son objeto de atención de las políticas públicas.

Situándonos en las políticas de seguridad pública y responsabilidad penal adolescente, notamos cierto acercamiento de los sistemas de atención a procesos de judicialización, inclusive, en el propio carácter de los procesos de reinserción social. La reinserción social es un proceso dinámico y multidimensional que se contraviene con las miradas del individualismo metodológico, el conductismo, el reactivismo y la lógica determinista unicausal. En este sentido, las políticas públicas para la reinserción social de jóvenes infractores de ley la concebimos como instrumentos de integración e igualación de oportunidades y fuente para la rectificación de los comportamientos transgresores.

Hay consenso en que las políticas públicas para la reinserción social de jóvenes infractores de ley deberán concebirse como instrumentos dinámicos constitutivos del desarrollo social, ya que "con los cambios sociales, el desarrollo de la sociedad y la transformación de la estructura socioeconómica cambian también el estilo de vida y las normas que determinan los comportamientos humanos. Como se aprenden los nuevos comportamientos y normas con distinta velocidad, nacen conflictos de valores y de comportamientos en el proceso de aprendizaje social (teoría del conflicto cultural). Si estos conflictos no se resuelven de manera pacífica y de común acuerdo, tendrán como consecuencias la destrucción de valores (teoría de la anomia)[54], lo que produce, a través de la destrucción de grupos y de la personalidad, un aumento de la delincuencia" (Vásquez, C. 2003: 41).

Ya en los ámbitos territoriales específicos, las políticas públicas para la reinserción social de menores se encargarán de absorber la demanda por aprehensión criminal e integración social. La visión holística que construyamos, es un componente clave para comprender los efectos de calidad, efectividad y sustentabilidad de las intervenciones, dado que si el desarrollo socioeconómico de ciertas áreas (barrios, vecindarios) queda atrasado, se destruye la solidaridad entre los miembros de la comunidad (teoría de la desorganización social). Con la desorganización y fragmentación de la comunidad coincide el desarrollo de culturas alternativas, de grupos de niños y jóvenes de la misma edad (teoría de la contracultura) que aprenden con el apoyo del grupo, costumbres y justificaciones delictivas. Esta situación (entorno social) se presenta como uno de los principales aspectos a considerar en el acceso a la integración social de jóvenes infractores de ley.

Desde este punto de vista y como se advierte en las ideas fuerzas del CIDPA, las políticas públicas para la reinserción social de menores infractores de ley significan instrumentos donde la educación abierta juega un rol clave del modelo de intervención, entendiéndoselo como un proceso mediante el cual los adolescentes reconocen, fortalecen, reconstruyen, se apropian y/o manejan conocimientos, habilidades y valores[55]Esto sin duda requiere de la confluencia de diferentes factores para que su diseño y gestión tenga el impacto esperado. La pertinencia de las políticas públicas también incorpora perspectivas que antes estaban ocultas o, simplemente, no se las consideraba pese a existir un acuerdo tácito respecto de cómo aplicarlas. Por ejemplo, perspectiva de género y la reflexión de las desigualdades sociales entre los jóvenes y otros grupos etáreos en las diferentes dimensiones vitales, dejan en observancia los diferentes factores que entran en juego y que se sintetizan en el siguiente esquema[56]

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Fuente: Fundación Paz Ciudadana, 2007.

Partiendo de esa base, las políticas públicas para la reinserción social de menores infractores de ley las concebiremos como componentes de perspectivas poliargumentales basadas en la distinción, la flexibilidad y el carácter constructivo y no homogeneizable de las intervenciones. En este sentido, definiremos las políticas de reinserción social de menores como instrumentos públicos de carácter sistemático, creados para generar un despliegue de procesos reconstructivos de resignificación sociocultural con arreglo a la personalidad y las identidades sociales juveniles[57]En este contexto, será relevante visualizar cómo en los centros juveniles se desprenden los procesos de reinserción social a la luz de los conceptos de modernización del Estado, políticas públicas y desarrollo regional, así como los de la microfísica del poder, resocialización y resignificación de las trayectorias de vida.

CAPITULO III.

Contexto histórico social de la relación entre el Estado chileno y la delincuencia juvenil

3.1 Delincuencia y violencia juvenil desde la anexión de Tarapacá al Estado chileno (1879 – 1938)

En Chile, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, aparecen los primeros escritos relativos al fenómeno de la delincuencia común y una gran cantidad de informes de las autoridades, producto del aumento de las causas judiciales aprehendidas por las instituciones de la realeza española. Con el logro de la independencia y la formación de la Primera Junta Nacional de Gobierno, Chile apuntó sus estrategias de autonomía hacia la conformación de un Estado Nación moderno. La ansiada soberanía nacional trajo consigo nuevos desafíos, particularmente aquellos relativos a la reconstitución del orden político, social y económico. Las nuevas ciudades instituyeron aparatos administrativos y judiciales por lo que se incrementaron considerablemente los registros documentales criminológicos, y -sobre todo- se observa una creciente demanda de fuerza de trabajo desde las obras públicas emprendidas por los gobiernos coloniales dieciochescos, cuestión que hace visible a la vagancia y la delincuencia rural como problemas sociales.

Como advierte el historiador Mario Góngora, tras los primeros años de la independencia en Chile se comienza a vivir un clima de turbulencias sociales donde "se generalizan los saqueos, hacen crisis cantidades de empresas campesinas y hacendales, cambia la situación jurídica de las estratificaciones sociales y, más importante para nosotros, aparecen las montoneras y gavillas de salteadores. Estas se componen de soldados y/o campesinos en armas que atacan a campesinos y hacendados de bandos contrarios, como el caso de los Pincheira. Chile vive por esos años, períodos de reestructuraciones estatales y sociopolíticas que hacen que el aparato público no pueda controlar los excesos de grupos armados disgregados" (Góngora, M. 1966). En esta época, el "bandolerismo"[58] junto con los motines, protestas y huelgas mineras constituían las formas más recurrentes de alteración del orden público, expresando las profundas contradicciones que atravesaba la relación entre el mundo popular, la clase obrera, el Estado oligárquico y la clase dominante (clero, aristocracia).

Cuando el proceso de modernización instaló a Chile definitivamente dentro de las ligas del sistema capitalista mundial, resonó de modo destemplado la dimensión social de nuestro país[59]En el siglo decimonónico, los cambios y transformaciones sociales vinculadas a sobrellevar el proceso de independencia y la soberanía nacional no estuvieron exentas de dificultades. La gobernabilidad del país era frágil y la inestabilidad política se mostraba como una dinámica perpetuada y resurgente. Como manantial de las políticas represivas, de las "casas de objeto público" se pasó a los "regímenes penitenciarios" (1843) y la consecuente construcción de la cárcel de la peruana ciudad de Iquique en 1848, cuya finalidad sería la privación de libertad para los delincuentes, la reflexión solitaria, el trabajo en los talleres y el apoyo de la religión, factores que permitirían la recapacitación de los reos.

Durante este periodo, el Estado oligárquico chileno consagró como ideales políticos de su razón de Estado – Nación la expansión territorial, administrativa y económica del país, la estabilidad política de la nación lograda gracias a la imposición de un régimen parlamentario, la cohesión social alcanzada mediante la represión ideológica, social y moral de gran parte de la población y, finalmente, el fortalecimiento del rol primario exportador de la economía chilena. En este contexto, la Guerra del Pacífico de 1879 permitió la anexión al Estado chileno de lo que hoy son la Región de Tarapacá y Arica – Parinacota, generándose en este territorio un nuevo frente de ataque a la violencia social y geopolítica que estaba latente.

En general y como una forma de responder al clima de violencia que se desató en este periodo (Guerra Civil de 1891), el Estado oligárquico chileno diseñó estrategias de control social encaminadas a contener toda forma de resistencia y alteración al orden económico, político y social impuesto. A fines del siglo XIX, el remanente de fuerza de trabajo que se automargina del proceso de proletarización escoge el bandidaje, el salteo, el robo y el abigeato como vías de escape a este proceso, resultando ser alternativas de sobrevivencia con un evidente potencial de violencia y transgresión social. La contención del Estado hacia la exaltación de grupos indígenas, mineros, obreros y campesinos no se hizo esperar, ya que lo que estaba en juego, además de la legitimidad del Estado Nación, era el orden político, económico y social del país. Así, en este periodo, la violencia ejercida por el Estado constituye una respuesta institucional frente al grado creciente de insubordinación social, instalándose con mayor sistematización y efectividad en aquellos puntos del país (Iquique) donde la dinámica productiva, el conflicto capital – trabajo y el resguardo de la soberanía eran de interés del poder central.

Entre 1890 y 1910 el bandidaje y la delincuencia común quedaron opacados por las protestas populares, las cuales constituían actos de transgresión al status quo y que fueron amagadas con particular virulencia por la represión estatal, de sobremanera hacia la década de 1910. Las huelgas y protestas urbanas de 1903 y 1905 sintonizaron con la progresión lógica del ciclo represivo aventurado por el Estado chileno y que fueron coronados con los lamentables sucesos acontecidos en la Escuela Santa María de Iquique en 1907[60]

En esta época, la delincuencia juvenil y los comportamientos de tendencia delictiva de los menores eran modelados por la doctrina social de la Iglesia y por la ideología conservadurista que, en las escuelas de las regiones del norte del país, actuó promoviendo la chilenización y la reafirmación de los valores tradicionales y soberanos. La ecuación violencia popular – contraviolencia institucional adquirió particular agresividad durante los años de la "crisis moral" proclamada en esos años por Mc Iver, siendo la violencia y delincuencia juvenil un fenómeno invisibilizado.

Más bien, ante toda forma de transgresión que alterase las normas de la Nación, el Estado infundía respeto mediante las atribuciones coactivas que tenía conferidas (Fuerzas Armadas y de Orden, ordenamientos políticos – legales, sistema judicial), proyectando un carácter ejemplificador e implacable en su realización. Es así como los soportes institucionales de que dispuso la violencia de Estado reforzaron aún más este carácter y lo aproximaron a la identificación certera de cada forma de transgresión social. En este escenario, algunos historiadores y politólogos han identificado la violencia institucional como un mecanismo de "contraviolencia preventiva", enfoque que tuvo una fuerte presencia en el extremo norte del país.

La anexión del territorio de la antigua Región de Tarapacá, permitió el robustecimiento del Estado chileno y el engrosamiento de sus arcas fiscales mediante el colosal negocio de la industria salitrera, los cuales se orientaron a crear trabajos de infraestructura pública como una manera de terminar con la vagabundancia y acabar con las revueltas sociales. La industria del salitre se convirtió en una de las actividades económicas de mayor sustento para el progreso de la nación. Sin embargo, la riqueza quedó en manos de la clase capitalista extranjera y, en menor proporción, en manos del Estado. Los obreros y sus familias quedaron al margen de las utilidades y, más bien, se les redujo a una parte del engranaje de la máquina económica salitrera[61]

En 1902 la provincia de Tarapacá se ubicó en el primer lugar por su número de reos por habitantes con 6.550 o sea, el 6,4 por ciento de la población provincial que alcanzaba los 102.000 habitantes, y Valparaíso con 9.456, con el 3,8 por ciento con una población de 249.000 m/m habitantes. Frente a esta emergencia, el gobierno echó mano de las Fuerzas Armadas para asegurar el orden interno. Esta actividad policíaca culminó en Tarapacá con la matanza de la Escuela Santa María, después de Valparaíso en 1903 y Santiago en 1905, generando represiones sangrientas con miles de muertos; afectando profundamente la moral de las instituciones armadas, alertando a las autoridades civiles por parte del alto mando militar, el cese del uso indiscriminado de militares en actividades policiales[62]

Paralelamente, en este periodo se observa una estrecha relación entre los conflictos sociales de la época y la victimización de la niñez. La niñez proletaria, la mortalidad – morbilidad infantil y el trabajo prematuro resaltaron como manifestaciones de las contradicciones sociales en los albores del capitalismo en Chile. Sin embargo, los niños formaban parte de los capítulos introductorios de esta reflexión, sin constituir el tema central de interés. Por ese mismo hecho, pero además como fruto de una reflexión propia del siglo XIX y XX, la niñez se transformó en una "víctima inocente" de la sociedad y en un "sujeto subordinado" frente a la situación que aquejaba a los adultos.

El salitre sintético creado en Alemania el año 1917, sumado a la primera guerra mundial y los efectos devastadores de la crisis del 29", llevaron al mundo a un nuevo periodo de recesión, sumiendo a la industria del salitre en un "descalabro económico". El clima de revuelta que se respiró en este periodo dio pie a los movimientos sociopolíticos del grito y lucha obrera, lo que impulsó a un permante estado de sitio y represión[63]Los trabajos juveniles desarrollados por los hijos de las familias que subsistían de la actividad salitrera, permitieron "mantener controlados", "ocupados" y "sumisos" a los/as niños/as y adolescentes de la época, quienes recibían en los colegios el peso del aparato ideológico del Estado.

Este "mantenimiento a límite" de los comportamientos transgresores se manejó a través de una extraña mezcla entre violencia simbólica y la ideología de un Estado oligarca que, en este tiempo, estuvo preocupado de restablecer el orden social y suprimir, a como diera lugar, todo acto vandálico que pusiera en jaque la estabilidad del sistema económico y sociopolítico imperante. Por otro lado, la dispersión demográfica propiciada por las diferentes oficinas salitreras que agrupaban a gran parte de la población regional, jugó a favor de la aplicación del esquema ideológico chilenizador que no pudo, finalmente, contener las semillas de la rebelión en un momento en que la lucha social era considerada un delito y, además, como un acto de "traición a la patria".

En materia de derechos sociales, entre los textos de origen institucional que proclamaron expresamente los derechos del niño, hubo cuatro que se conocieron en Chile entre 1910 y 1930: a) el acuerdo de un congreso científico español, que data de 1912; b) la célebre declaración de Ginebra, suscrita por la Sociedad de Naciones en 1924; c) el texto firmado en Montevideo por los delegados de diez países, incluido Chile, en 1927; y, d) la Declaración de Washington, de 1930.

La primera declaración apareció entre las conclusiones del Primer Congreso Español de Higiene Escolar, realizado en Barcelona en 1912. Aunque el encuentro se dedicó a varias materias relacionadas con la promoción de la higiene en las escuelas, el tema que alcanzó mayor difusión fue el de los "Derechos del Niño", iniciativa que fue promovida por el pediatra Manuel Tolosa Latour. En noviembre de 1912 un diario socialista de Iquique, El Despertar de los Trabajadores, hizo un comentario irónico sobre la declaración. Al año siguiente el texto fue reproducido en la Revista de Higiene Práctica. En 1914 volvió a publicarse, esta vez en La revista azul, un quincenario ilustrado del hogar y de la economía doméstica dirigido a la mujer de clase alta, aunque sin indicarse el origen del texto (Rojas, J. 2007:03).

En ese encuentro se aprobó la formación de la nueva organización, bajo un nuevo nombre: Instituto Internacional Americano de Protección a la Infancia. Las conversaciones siguieron en los años siguientes, bajo la conducción de un consejo provisorio, y en junio de 1927 diez países suscribieron en Montevideo la constitución oficial del Instituto, dirigido hasta su muerte por el médico uruguayo Dr. Luis Morquio.

Chile observaba atónito cómo algunos países de América Latina comenzaban a incorporar la idea de los derechos del niño como cuestión social de relevancia. Una de las primeras iniciativas contundentes en ese sentido, la proveyó la sesión inaugural que dio vida al Instituto, el 9 de junio de 1927, donde se aprobó el Decálogo de los Derechos del Niño, por iniciativa del Ministro de Instrucción Pública del Uruguay, Enrique Rodríguez Fabregat. En su encendido discurso, el ministro entregó "a la consideración de todos los hombres de buena voluntad y de sano corazón esta declaración de los Derechos del Niño, esta Tabla de Derechos en cuya observancia reposa el secreto de la grandeza y la gloria de las naciones y los pueblos" (Rojas, J. 2007:04).. Sin embargo, en Chile, la difusión del acuerdo firmado en Montevideo tuvo alcance limitado. La creación del nuevo Instituto, así como la firma del Decálogo de los Derechos del Niño, no tuvo mayor espacio en la prensa de la época.

En la primera Convención Internacional de Maestros, realizada en Buenos Aires en enero de 1928, circuló nuevamente el tema de los derechos del niño. Gabriela Mistral, quien asistió a esta convención, presentó una ponencia titulada "Los Derechos del niño", que tuvo mayor divulgación fuera del país que en Chile. Detrás de este texto, se encontraba una peculiar concepción de los derechos del niño, basada en el carácter excepcional de la infancia. Gabriela Mistral lo planteó claramente:

"La infancia servida abundante y hasta excesivamente por el Estado, debería ser la única forma de lujo -vale decir, de derroche- que una colectividad honesta se diera, para su propia honra y su propio goce. La infancia se merece cualquier privilegio. Yo diría que es la única entidad que puede recibir sin rezongo de los mezquinos eso, tan odioso, pero tan socorrido de esta sociedad nuestra, que se llama "el privilegio", y vivir mientras sea infancia, se entiende, en un estado natural de acaparamiento de las cosas excelentes y puras del mundo, en el disfrute completo de ellas. Ella es una especie de préstamo de Dios hecho a la fealdad y a la bajeza de nuestra vida, para excitarnos, con cada generación, a edificar una sociedad más equitativa y más ahincada en lo espiritual."

Así, desde 1925 se venía planteando que el niño al ser sometido a un juicio no podía quedar expuesto por la prensa. La ley sobre abusos de publicidad penalizó la publicación de información relativa a delitos cometidos por menores, si no contaba con la autorización del juez. La ley de menores de 1928 profundizó estos cambios, al establecer un sistema que excluyó del sistema penal a todos los menores de 16 años (y bajo ciertas condiciones a los menores de 20), eliminando el castigo y la defensa judicial, estableciendo un ágil procedimiento verbal y acrecentado el poder del juez. Como consecuencia de esta ley los niños que eran recogidos en la calle pasaron a ser recibidos por las casas correccionales.

El año 1912 se creó la ley de protección a la infancia desvalida, fue la primera que se promulgó para resolver el tema del abandono paterno, el abuso de menores y algunas formas de explotación y pese a que su aplicación fue muy discreta, dio el inicio de una política estatal orientada hacia los niños en "riesgo social". La aplicación de esta ley obligaba a que los niños que eran recogidos en la calle por vagabundear o cometer delitos pasaran a ser recibidos por las casas correccionales existentes que estaban en manos de la iglesia católica y grupos de filantropía social. Estas instituciones, creadas a fines del siglo XIX, eran centros de reclusión que acogían a los niños que cometían algún delito o eran enviados por sus propios padres, amparados en los derechos que les otorgaba el Código Civil desde 1855.

La ley de menores que conocemos de 1928, pretendió ser más efectiva que la de 1912 instituyendo un mecanismo de protección que involucraba tanto a los menores que cometían algún delito como a los que se encontraban en una situación de en riesgo social, calificación que hacía el Estado a través de sus organismos técnicos, encabezados por la Dirección General de Protección de Menores que elabora esta Ley. En términos de mecanismos e instituciones para el disciplinamiento de la infancia irregular, esta Ley no surgió en medio de la nada. Ya desde fines del siglo XIX se habían creado varias casas correccionales de menores, y en 1912, con la Ley de Protección de la Infancia Desvalida, hubo un diseño preliminar de legislación específica que no llegó a plasmarse de manera concreta. Esta ley, básicamente, facultaba al juez para internar a menores abandonados en reformatorios ligados a la beneficencia privada. Con esta Ley se definió que los mayores de 16 años y menores de 18 deben pasar por un proceso de discernimiento para ver si son imputables o no. (a cargo del juez de Menores, instaurados en esta Ley). También se crearon los Tribunales de Menores, siguiendo el modelo jurídico norteamericano y europeo.

 

Desde la primera Ley de Menores, Nº 4.447 de 1928, no se observó en la legislación chilena la definición de "discernimiento". Existió en el antiguo Código de Procedimiento Penal una definición que esta ley derogó, en su artículo 370: "Si el procesado fuera mayor de diez años y menor de dieciséis, el Juez recibirá información acerca del criterio del mismo y en especial de su aptitud para apreciar la criminalidad del hecho que hubiere dado motivo a la causa, siempre que del simple examen personal del Juez no resulte de manifiesto el discernimiento con que hubiere obrado el procesado". En este sentido, la Ley Nº 4.447 de Protección de Menores del año 1928 creó la figura del discernimiento en donde solo eran responsables de los delitos aquellos jóvenes mayores de 16 años que habían actuado "con discernimiento" (trámite a cargo de un Juez de Menores), siendo condenados por sus delitos. Para ello, en las cárceles se adaptaba un espacio físico separado de los adultos (sección de menores). Cuando eran declarados "sin discernimiento", si no había un adulto responsable que se hiciera cargo de ellos, se enviaban a un centro de protección.

Durante las primeras décadas del siglo XX, como pudimos observar en el capítulo anterior, las escuelas criminológicas interpretaron el delito a partir de una base científica que consideraba, principalmente, los factores ambientales y biológicos. En este contexto, no fue por mera casualidad que el médico siquiatra y neurólogo Dr. Hugo Lea Plaza fuese nombrado, en el año 1928, director de la recién creada Dirección General de Protección de Menores, mientras que Samuel Gajardo se convirtió en una nueva personalidad tras ser designado como el Primer Juez de Menores de Chile.

Es importante consignar que en el año 1921 no existían hogares de menores y los niños pobres vivían en las calles de las ciudades. En la Prefectura de Santiago, cuando aún no se fusionaban en una sola institución las policías existentes en el país, se creó un albergue para estos niños con el propósito de evitar que siguieran delinquiendo. Cuatro décadas más tarde, Carabineros de Chile, en beneficio de la infancia, creó la Fundación Niño y Patria, abriéndose el hogar de menores de Carabineros en Iquique en el año 1965.

El primer albergue policial para cobijarlos, se creó el 6 de enero de 1921 por iniciativa del Prefecto de Santiago, Mayor Bernardo Gómez Solar. Se denominó "Asilo de Niños Desamparados" y tenía capacidad para 42 menores, aunque llegó a albergar 48 ese mismo año. Este albergue funcionó de manera anexa a la Segunda Comisaría y su administración estuvo a cargo de los jefes de esa unidad. No pasó mucho tiempo antes que se crearan otros hospedajes con el mismo objetivo, los cuales se ubicaron en las comisarías seccionales y pronto encontraron el apoyo en la comunidad que valoró la acción policial y contribuyó, espontáneamente, al mantenimiento de la incipiente obra[64]

Paralelamente, se inició una obra pionera en el continente, tres años antes que la Asamblea de la Sociedad de las Naciones adoptara la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño. Cuando ese hecho histórico ocurrió, hacía tiempo que en Chile los niños abandonados habían encontrado en los cuarteles de la Prefectura de Santiago[65]un hogar donde se los acogía, se les entregaba protección, educación y alimentación hasta encontrarles ocupación, cuidando que pudieran desempeñarla sin daño mental ni físico[66]

De esta manera, este periodo se caracterizó por la emergencia de un Estado represor que, en el contexto de la economía liberal del capitalismo a la chilena (esencialmente, exportador de recursos primarios), pretendió acallar todo acto de desacato y desorden social que pusiera en riesgo la frágil estabilidad del sistema político nacional. La delincuencia juvenil fue visibilizada como una situación aislada que requería de un pronunciamiento por parte del Estado el cual, desde la perspectiva benefactora, se orientó progresivamente en Chile hacia los aspectos proteccionales y asistenciales. De esa manera, la protección de niños/as y jóvenes se fue configurando bajo un modelo asistencialista que fue determinante en cuanto a la visibilización de la problemática y en cuanto a llenar los vacíos sociopolíticos y legales existentes.

3.2 Sobre el Estado Benefactor y la asistencia protectora de niños/as y jóvenes (1939 – 1972)

La Gran Depresión mundial de 1929, además de empobrecer al país y provocar un alto nivel de cesantía, ocasionó la caída del Gobierno de Carlos Ibáñez del Campo en 1931, y el inicio de un corto período de inestabilidad política conocido como la Segunda Anarquía (1931-1932). Asimismo, esta crisis mundial creó la sensación de que el capitalismo había llegado a su fin, y que el liberalismo, en cuanto a sus fundamentos filosóficos, también había entrado en crisis. En este sentido, la premisa de "más Estado" se conjugó con varios epítetos: de Providencia, Keynesiano y Benefactor, este último utilizado en relación con la situación de América Latina y Chile.

El desarrollo del Estado de Bienestar coincidió con la expansión del fordismo[67]el cuál no sólo cumplió el papel de garante de la nueva relación entre los obreros y los empresarios, sino que también intervino activamente en la economía. Además, el Estado Benefactor que surgió en el Chile gobernado por la izquierda radical se propuso como objetivo que todos tuvieran empleo, preocupándose por lograr la igualdad de oportunidades, la que se alcanzaba por las diferentes prestaciones sociales que brindaba el Estado y por la promoción de un modelo económico basado en la Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI).

El Estado de Bienestar Social en Chile llevó a cabo un proceso de expansión de la influencia del Estado sobre las condiciones de vida de la población, a partir de un diagnóstico de los problemas representativos de la "cuestión social" de entonces (pauperización de la población provocada por la crisis y reforma agraria, por ej.) y la ausencia de garantías para el desenvolvimiento vital de los grupos más pobres de la sociedad. Fue así como se crearon instituciones para cubrir las necesidades sanitarias, de vivienda, educativas y de protección social de las clases asalariadas. El Estado se propuso, de esa manera, garantizar a la sociedad la "seguridad social".

La transformación del Estado chileno del liberalismo al régimen benefactor, se vio fuertemente influenciada por la ideología anti-imperialista y la teoría de la dependencia que racionalizaba el control del estado mediante barreras proteccionistas, basándose en una economía cerrada (endógena) y un menosprecio general por el papel del mercado al intervenir directamente sobre la economía, por lo general, mediante una planificación centralizada. En Chile, la la creación de CORFO en 1939 fue expresión de esta situación que duró hasta 1973. Así, durante este periodo, no obstante la judicialización de la criminología juvenil tardó en llegar a nuestro país (1967), la protección de la infancia se constituyó en un capítulo significativo para las políticas públicas y sociales del país.

Si nos remontamos al ámbito de acción judicial y criminológico del Estado Benefactor en Chile y América Latina, se vislumbran dos prismas para entender los conceptos de seguridad y delincuencia juveil. El primero de ellos, supone que la vagancia y la pobreza habían aumentado con las crisis desencadenadas por las dos guerras mundiales y que, en este contexto, los modelos tradicionales de familia y moralidad habían entrado en decadencia. Paras finales del año 1940, las grandes causas que explicaban la criminalidad eran tres; las causas morales[68]las médicas, y las sociales (pobreza y desigualdad), las cuales apuntaban al ambiente negativo que arrastraba a la criminalidad en los sectores populares[69]

Una de las formaciones sociales que destacó en este periodo fue el industrialismo endógeno, que transformó radicalmente a la familia tradicional y hacía que los delitos aumentaran en el medio urbano, junto a la crisis económica de la década de 1930, que hizo aumentar la vagancia y la migración de grupos pobres a los sectores urbanos de la Zona Central, concentrándose en Santiago[70]Hacia el año 1940, Abraham Meersohn[71]sostenía que existían alrededor de 4.000 los mendigos en la ciudad de Santiago y alrededor de 6.000 "vagan por la ciudad sin dedicarse a actividad fija". En este sentido, para Meersohn, los vagabundos eran "más perversos y viciosos que el delincuente mismo" (Rojas, F.; Goucha, M. 2007: 303). De esta manera, se consideraba que la lucha contra estos "flagelos" se traduciría inmediatamente en una disminución de la delincuencia. Sin embargo, el aparente aumento de la delincuencia, especialmente de los delitos de vagancia, ebriedad, robos y homicidios, alarmaban a las elites sociales e intelectuales. A fines de los años cuarenta, Chile se encontraba en una situación crítica, donde todos los índices de criminalidad y reclusión habían aumentado.

Abraham Meerson apuntó en este periodo a resaltar al valor del matrimonio, como una alternativa que si bien no solucionaba el problema de fondo, si disminuía el impulso delictivo. El matrimonio, era concebido como una herramienta útil para detener los estados de "perversión", pues obraría como "elemento inhibitorio" de la delincuencia en el sentido de la repugnancia que los delincuentes expresarían por el matrimonio y por preferir una vida llena de azares, libre de ataduras familiares y responsabilidades. Esta lógica también era aplicada al caso de las mujeres solteras: su vida más libre, especialmente si trabajaban en fábricas y talleres, las aproximaba al alcohol y el delito. Por ejemplo, afirma este autor, la viuda se destaca en los delitos económicos, por su situación desvalida y su necesidad de mantener el hogar.

 

El alcoholismo también fue considerado un problema que desencadenaba inevitablemente conductas distorsionadas, transgresoras y delincuenciales. Junto al vago, el borracho pobre y urbano era la otra gran amenaza a la vida y la seguridad pública. En el Chile de los años cuarenta, había una cantina por cada 198 habitantes, y se destacaba que la mayor parte de los delitos de sangre, como homicidios, femicidios y parricidios, se cometían bajo la influencia del alcohol. También la violencia entre conocidos y la violencia intrafamiliar tenían en la ebriedad su principal característica.

 

Aunque los trabajadores y el Frente Popular no se vieron beneficiados significativamente con las medidas sociales y económicas del Gobierno de Pedro Aguirre Cerda, el médico Salvador Allende, como Ministro de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, ya advertiría la necesidad de abordar la situación de los más desposeídos a partir de la infancia. En su obra más conocida sobre el tema, Allende se refirió a la mortalidad infantil, la ilegitimidad y las enfermedades como una de las trabas más importantes para el desarrollo y la integración a la vida ciudadana de los más pobres. Así, el problema de la salud era, para el Ministro de la época, un problema de seguridad nacional.

 

También, debido a la alarma producida por los altos índices de delitos en la época, se proponen medidas de castigo que intentaban soluciones más acordes con el enfoque explicitado. Así, se propusieron medidas como las siguientes:

  • Justicia severa y rápida.

  • Prisión retribuida con trabajo, aconsejando entregar a los reos a una sección del Ejército que se encargaba de vigilarlos sigilosamente, segregándolos y haciéndolos trabajar disciplinadamente bajo un fuerte control que no esperaba traducirse en crueldad ni envilecimiento.

  • "Control efectivo, estricto, del juego y la crónica roja".

  • Trabajo patronal para estabilizar a los obreros, atención a niños abandonados y una educación sólida42].

Desde este punto de vista, la "lucha contra la delincuencia" era una lucha contra los factores económicos y culturales que seguían hundiendo a los sectores más pobres. Asimismo, tal como suele concebírselo erradamente hoy en día, el problema de la criminalidad parecía encontrase relacionado mayoritariamente con las condiciones de las clases populares urbanas. Más que estar situado en la situación de clases, creemos que el fenómeno de la delincuencia juvenil es un fenómeno transversal que cruza grupos y estratos diversos. Sin embargo, el peso del concepto de clases aunado al estigma que atraviesan los pobres generaron una percepción de impunidad hacia una supuestamente homogénea clase alta, expresada en la idea de que los criminales ricos y poderosos no eran castigados en Chile[72]

 

De acuerdo a las estadísticas de la época, durante el año 1953 fueron detenidos en el país 477.482 personas lo que equivalía a un 7,76% de la población chilena. Completando la información, se decía que en este periodo sólo 37.452 sujetos fueron apresados por crímenes y simples delitos, lo que equivalía a un 7, 84% del número total de detenidos a nivel nacional. En esos años, no se observan indicadores de delincuencia juvenil que permitan dimensionar el fenómeno. Lo que sí se visualiza con claridad es que todos los mayores de 18 eran sometidos a proceso y, por lo general, los menores de edad eran derivados a internados o casas de acogida. El problema de la delincuencia común era el que causaba mayor alarma pública, apelándose a un mayor rigor en la aplicación de medidas represivas, en atención al alto número de "delincuentes" que indicaban las estadísticas.

 

La década de 1950 fue, además, un período en que se estructuraron legislaciones expresas de control hacia los grupos de delincuentes considerados de alta peligrosidad social. De esta forma, una de las iniciativas que más destacó en este periodo fue la dictación de La Ley Nº 11.625 de Estados Antisociales, aprobada el 4 de octubre de 1954, la cua surgió como una iniciativa del gobierno de Gabriel González Videla (1946 – 1952), y fue aprobada en el segundo gobierno de Carlos Ibáñez del Campo (1952 – 1958).

Con el propósito de detener el delito del robo con violencia en las personas (cogoteos, robos, asaltos), se tomaron medidas contra grupos que, tarde o temprano, estarían condenados a incurrir en tal situación. Se creó la Ley de Estados Antisociales; los penalizados eran los homosexuales, los toxicómanos, los vagos, los ebrios, los que falseasen su identidad y aquellos que ya habían sido condenados y se encontraban en situaciones sospechosas, como poseer bienes cuyo origen no pudiesen justificar claramente. Además, la ley contenía reformas al proceso penal que agilizaban la condena de los culpables.

Esta ley, en cierta manera, recogía las ideas que ya circulaban en las elites políticas de la época. Más que recluidos en las cárceles tradicionales, estos tipos de infractores debían ser condenados a trabajos forzados o a ausentarse de sus lugares de residencia habitual. El artículo 3° determinaba las medidas de seguridad, entre las que destacaban:

  • Internación en casa de trabajo agrícola, que no exceda los cinco años.

  • Internación curativa en establecimientos adecuados por "tiempo absolutamente indeterminado".

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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