Descargar

Heredad (página 2)

Enviado por Jaime Restrepo Ch.


Partes: 1, 2, 3

 Los niños no alcanzaban a comprender por qué estas mujeres en casi todas las casas sufrían en su absoluta subordinación a condiciones sin autonomía más que para acomodar objetos o cuidar la alimentación de la familia a cargo; habiendo llegado algunos señores a excederse de distintas maneras, por causa de los prejuicios que les permitían con su venia, aprovechar la oportunidad de sentirse superiores en sus predios con ultrajes y abusos. Tal como el nombrado caso de un nene, fuerte y ya mayor, una noche de tantas que llegó borracho con sus amigos, apostando al que primero se le metiera en la pequeña camita que corrientemente se tenía para la llamada manteca; pasando inmediatamente a despreciarla, como si se tratara de un desliz que ella hubiera cometido; esa misma culpa que sentían él y sus amigos después de abusar de su inocencia venida de una apartada región cercana a la selva, donde existe mayor confianza entre los parroquianos.

 Quedándose sin entender esta pandilla de muchachitos qué era lo que les impulsaba a cometer semejante iniquidad en esos estados de irracionalidad y torpeza del licor; sospechando apenas que la exigencia familiar había sido demasiado alta para su condición de ser varones, por pretender estar de acuerdo con la tradición de negaciones e hipocresías, y mantener en silencio la opinión general.

 Esta pandilla juvenil no estaba en capacidad de comprender actitudes de esta naturaleza por parte de quienes más creían conocer de cerca, porque nunca se les había inculcado sentimientos tan innobles entre padres ni parientes; a no ser que, semejantes comportamientos fueran el resultado de una cimentación lenta desde la cuna, cuando sentían presencialmente la forma como sus madres, más que ninguno en la casa, se dirigían a estas personas contratadas para servirles por un salario, muchas veces paupérrimo, porque consideraban que comían y gastaban mucho mercado; entretejiéndose a su alrededor un drama con dobleces pasmosos de elocuente cinismo y mezquindad.

Pero, estas señoras sabían aparecer alegres y simpáticas ante los chiquillos, hasta que las sorprendían en algo que no les gustaba, como la vez que escucharon decir a la mamá del osado nene borracho con los amigos que perpetraron tamaño acto, cuando daba como única objeción para defenderlo, que cuanto había sucedido con esa muchacha de la cocina y su hijo, había sido porque se trataba de un hombre, porque como decía el dicho: el hombre propone y la mujer dispone. Ufanándose además de estar muy bien casada y de no tener hijos fuera del matrimonio, ni reparo alguno en aceptar sus apellidos en segundo lugar, después del de, de su esposo.

 Los muy traviesos niños ignoraban que entre los adultos se tejen entramados complicadísimos, donde se ponen de manifiesto complejos y otros embarazos personales que se forjan lentamente en el alma a medida que crece cada quien y cada cual, acordes con las condiciones de vida en que se haya nacido, determinadas no sólo por el cariño y el respeto existentes, sino, por factores de infraestructura en las ciudades, siendo ejemplo por excelencia la famosa pieza para la muchacha, que brinda la posibilidad a sus dueños de hacerse empleadores, listos para captar mano de obra barata, que, en casos de tanta miseria entre la población, se acostumbra tomar por generación de empleo. Por lo general, contratándose madres desesperadas o jovencitas llenas de candor e inocencia que en la soledad y el frío de esa pequeña alcoba, hecha a la medida de los diseños habitacionales para su ubicación en el hogar, que muchas veces, con el paso del tiempo, terminaban por aceptar cualquier compañía; entregando sus sentimientos repletos de sueños juveniles a riesgo de ser sorprendidas por alguien y avergonzadas ante todos, o expulsadas de la casa con indiferencia, a su suerte, fuera de ese pequeño territorio donde habían entregado días y noches por la platica que tanta falta les hacía para lograr subsistir; apenas dándose cuenta de la forma como se iba su tiempo en ese estar continuo entre utensilios de aseo y alimentos, hora tras hora y semana tras semana; llegando las más afortunadas a obtener prestaciones sociales durante meses e incluso años, o para toda la vida, como el mayor galardón.

 Al abrigo de esta crianza, el ego de cada uno permanecía tan henchido que podía estallar a la menor provocación, pues ante todas las cosas, el orgullo inculcado era lo más importante a salvaguardar en todo momento, aprendiendo que si alguien se alteraba había que calmarlo, así fuera en igual tono, porque estaban siendo educados para controlar a otros, sacándole provecho a su tiempo con el objeto de acumular ganancias, cuantas más mejor, apoyados en adagios que, a fuerza de tanto repetirse en cada rincón de ciudades y campos, modelaron paulatinamente el carácter de las gentes como ellos: – ¡El tiempo es oro! O, ¡El que mucho madrugó una bolsa de oro se encontró!

Aunque hubo quien refutara con suma inteligencia:

– Pero, más madrugó él que la botó.

Poniéndose de manifiesto que no sólo en la familia particular de cada uno se cultivaba esta personalidad, sino que, por tradición, se apoyan en las instituciones académicas que se les matriculaba casi desde que abrían los ojos por vez primera, donde se formaba a estos muchachos con tanto esmero, que ya a su edad, de vez en cuando convertían en tremendos bochinches insignificancias, que no trascendían a mayores, gracias al ambiente pleno de placer, contemplación y satisfacción de sentirse vivos; prevaleciendo por ello la alegría durante las largas vacaciones que pasaban juntos, raras veces en compañía de sus mayores, excepto a las horas de comida, y eso, si no se encontraban muy alejados de la casa. Por eso al llegar febrero, invadía el ámbito una marcada tristeza por las obligaciones escolares, al igual que en julio, así se encontraran de nuevo en la Navidad o en la Semana Mayor que muy jocosamente llamaban Parranda Santa, o cuantas veces más pudieran viajar para reunirse unos días, ya que en avión todo queda muy cerca.

 Durante esas temporadas el entusiasmo de la pandilla era mayúsculo, dado el espíritu gozón que caracteriza esa edad y la amplitud del espacio campestre para disfrutar, sin tiempo para monotonía alguna ante la variedad de lugares en donde ubicarse a jugar cada día, entre la exuberancia de las estribaciones de la Cordillera Central y el gran valle de uno de los ríos más importantes en la historia nacional, con algunos de sus afluentes; cortando el horizonte a lo lejos la otra cordillera chocoana, todavía selvática y oscura durante las noches, pese a estas épocas de civilizaciones con robótica naciente y los desequilibrios ecológicos, entre la fertilidad de antiguos territorios de los inmortalizados nombres de los caciques Calarcá y Tuluá, o de sabrán sus dioses, qué otros jaibanáes o curacas, desaparecidos hace tan sólo dos o tres siglos, comparado su tiempo de ausencia con la larga existencia humana; ya legendarios sus nombres y perdida para siempre su sapiencia, como si hubieran dejado de vivir hace milenios o hubiesen sido aniquilados por bárbaros tan cruentos como los que más, puesto que, sólo figuraban en los textos escolares bajo el titulo de: Primitivos Pobladores.

 Se regocijaban estos muchachos en la extensa planicie rodeada por cerros y declives del terreno que empiezan a conformar la cordillera, hasta elevarse y perderse en la distancia en las altas cúspides de su inmensidad; discurriendo en grupo durante horas y días entre la pletoricidad de sol, aire y tierra con sus verdores y semovientes; haciendo cada uno lo posible por no enredarse en malentendidos con otros, para lograr el disfrute de la vida simplemente, como les recalcaban sus mayores, en ese ambiente que parecía sin igual con su clima cálido, a esa edad de sueños y fantasía desbordada por los descubrimientos que encontraban a cada paso, entre los rincones del relieve. Por esto, partían del refrán: en la variedad está el placer, e iban unas veces a las quebradas y otras al río, a las casitas de los agregados y el mayordomo o, a una enorme maloca desconocida en su género que quedaba al otro lado de una colina, al cruzar el primer arrollo del camino, fascinante por lo revestida de misterio, al no podérsele definir más que como: una choza de indios, construida desde sabría Dios cuánto tiempo atrás, apenas buena para jugar a ser estos personajes de leyenda, disfrazándose cada uno al estilo de los que sentían tan vívidamente en el cine, revistas de aventuras y del oeste norteamericano.

 La seguridad brindada por hombres armados que iban y venían montados a caballo, a lo largo y ancho de los cercos durante el día y la noche en su oficio de vigilantes, permitía al grupo juvenil estar con la misma tranquilidad en cualquier potrero o en los cerros más altos para divisar los extensos pastizales, cañaduzales y algodonales fumigados por pequeñas avionetas que deleitaban muchísimo su alma aventurera, cuando los pilotos demostraban su maestría en el vuelo, haciendo cabriolas por los aires, talvez, porque les encantaba su asombro infantil al observarles desde las aeronaves, mirándoles hacia arriba, a la vez que agitándoles sus manos alzadas sobre las cabezas, dando saltos y gritando de júbilo; disfrutando en mutuo regocijo con la expresión de esa primera edad; de pelo castaño unos, otros rojizo o rubio y algunos oscuro; habiendo llegado en sus acrobacias, al extremo de atravesar de lado a lado los cables conductores de la energía eléctrica de alta tensión, extendidos entre elevadas torres de acero que van a lo largo y ancho del paisaje; quedándose atónitos los pandilleros, tapándose con las manos los ojos o la boca ante la intrepidez que demostraban, algo inigualable por las revistas presentadas en circos de acróbatas especializados en la profunda sensación de suspenso que motiva el riesgo y la fatalidad, pues se trataba nada menos que de un extraordinario e improvisado escenario de tan alto voltaje.

 Para su deleite estaba también el pueblo cercano, con la mayoría de la población descendiente de esclavos traídos de África durante la colonia española, pertenecientes a la familia de los ya legendarios alfereces reales, para quienes todavía trabajaban, al tratarse de herederos de las fértiles extensiones de ingenios azucareros, industrias dulceras, lecheras y de otros órdenes alimentarios, donde también podía entrar la pandilla de niños cuando sus mayores lo permitían, obteniendo autorizaciones de tan poderosos vecinos, aunque pocas veces, porque los muy pilluelos no acataban sugerencias respecto a su comportamiento, así se las recalcaran muchas palabras una serie de veces, para llamar su atención, pues en cada ocasión que podían, hacían de las suyas, al tener al alcance de su mano enormes barras de chocolate, o sólo pensaban en saborear durante mucho rato las galletas que podían alzar con ambas manos y llevarlas como sombrillas por encima de sus cabezas, además de llenarse los bolsillos y la ropa interior de otras menudencias si se les hubiera permitido, por la pura alegría de sentir suyo el mundo, entre tanto sabor a pedir de boca que se hacía irresistible.

 En las calles del pueblito podían verse techos tejidos con hojas de palma, cuya frescura era perfecta para la buena salud de los parroquianos que, para estos inquietos jovencitos eran sencillamente de paja, igual a la de cualquier choza; sintiéndose el grupo tan a gusto en cada esquina, como en las heladerías para tomar la refrescante leche malteada, o comer un rico raspado o beber el vino dulce para tortas, que, por lo barato, se prestaba para cargarse varias botellas, hasta quedar borrachines con su hostigante sabor, ese que encanta a los niños pequeños; haciéndoles ir a parar en bailaderos del lugar, por iniciativa de los más grandecitos, por las puras ganas de compartir un rato con la gente de piel oscura, un tanto mojigata y recatada en el vestir a la usanza de centurias de costumbres inquisitoriales, desde cuando en la región se esperaba a un virrey que nunca llegó, al cual se le construyó una casa en Cartago, lo más laboriosa que se pudo, donde sonaba el látigo con fecuencia junto al tintineo metálico de grilletes, cadenas, rejas de ergástulas, y crepitaban hogueras en plazas públicas de los pequeños caseríos y en las haciendas se calentaban las marcas de hierro hasta dejarlas al rojo vivo, listas para ser puestas sobre cuerpos de hombres jóvenes que se estremecían de dolor y lanzaban gritos desgarradores; atándolos por manadas como a un ganado más, quemando sus pieles con la señal que les declaraba propiedad de un señor y su familia particular.

 Entonces, de esta manera el grupo de jovencitos departía desprejuiciada y alegremente sus comentarios con la gente del lugar, animados por aires de Brasil y el Caribe puestos de moda que se escuchaban en los altoparlantes de cualquier sitio público a volúmenes tan altos que se hacían estridentes; aprendiendo además los aires vallenatos tenidos como lo último en guarachas o música decembrina. Borrándose en esos momentos de aventura, escenas pretéritas de atropellos constantes, a lo mejor en las mismas casitas, en el mismo estado de sus materiales, de techos tejidos con hojas de palma o tejados de barro y zinc; sintiéndose tan contentos estos muchachos en ese ambiente tan distinto a su cultura europeizada, que podían comprender un poco gracias a tener en común la lengua castellana; tomándose con buen humor hasta el apodo de "los viringos del manzanillo" que les habían puesto, debido a la ropa ligera que usaban por los intensos calores de este valle andino, y también, porque en la finca crecía este vegetal por cantidades; y también por saberse ganadores de su estimación con esta forma tosca de expresar su simpatía, desde la primera vez que entablaron esas relaciones de rumba desaprobadas por sus mayores.

 En el pueblo quedaban también graneros y tiendas para hacer la remesa de cada semana, en la que no podía faltar una considerable cantidad de licor, ese compañero que llevaban los muchachos mayores a todas partes en donde se pudiera conocer algo, y donde los más pequeños o chinches, como solían llamarles con cariño, estuvieran a salvo de peligros, como los espaciosos potreros del ganado caballar sin amaestrar que en estampida huía de su presencia a todo galope, escapando de su proximidad al sentirles llegar; permitiéndoles contemplar tan sólo su gracia y majestad al avanzar con sus crines largas dadas al viento; poniéndoles distancias de por medio en instantes a su máxima velocidad, marcando el ritmo de su paso, el retumbar de sus cascos contra el suelo que llegaba más allá de las altas alambradas erizadas de púas, en el amplio espacio para su libertad de carrera.

 Hasta que de repente, sus ojos infantiles se cansaban de contemplar y comenzaban a sentirse invadidos por esa sensación de embriaguez que da el sol al aire libre y la hermosura viviente alrededor, o, a algunos se les subía a la cabeza el ron mezclado con bebidas dulces para la sed; disponiéndose de a uno, de a dos o de a tres, a dejar el espacio de las formas elegantes y fuertes de yeguas, potros y caballos enteros rebosantes de salud y brillo en su pelaje, no sin antes dar prolongados bostezos contorsionándose; yéndose despacito y entre risas hacia otra parte, a continuar viendo el espectáculo de encantadoras maravillas naturales, tal cual los peces del río, las lagartijas entre los matorrales y las aves en los árboles y el cielo.

 A pasar vacaciones, llegaban unos de la capital del país, otros de ciudades más pequeñas de la región coronada por nevados y volcanes, del antiguo Antioquia y algunos de Norteamérica y Europa; posibilitándoseles en sus conversaciones una considerable cantidad de temas para intercambiar, entre los que estaba presente el cine para adultos, que podían ver, pagándole a los porteros de unas salas, quienes se dejaban sobornar por las entradas de cada uno, pudiendo verse obras sobre temas tan mitificados como el ser masculino en la famosa película: Teorema, de Passolini; u otras de la talla de Candy, Sabriski Point o If, igual de admirables por revolucionar la pantalla grande con sus profundos reparos en las pedagogías y valores tradicionales, causantes de la profunda crisis existente en la naturaleza y el hombre carente de libertad. Refiriéndose también con la misma desenvoltura al idioma español que les parecía más bien hablado en América que en esa España conformada por cuatro territorialidades con sus respectivas lenguas. O, podían escucharse comentarios como:

– Yo, en Miami, fui a un concierto de los bitles (Beatles) y me quedé aterrada con esas gringas tan histéricas que se tiran al suelo, se jalan el pelo y dan gritos patéticos apenas los ven salir al escenario… Nooo… Yo creo que si uno viera al mismo Dios, no haría tanto drama.

Largos y continuos diálogos llenos de candor y asombro, incluían personajes de la familia mucho mayores que ellos, como la prima que vivía en una ciudad norteamericana sede de los más importantes bancos del mundo, desde cuando se casó con un bailarín de clubes privados llamado El rey del tango, quien desde entonces se había entregado al yoga; enseñándoles ejercicios y posiciones corporales de meditación. También, acerca de aquel otro que no soportó los climas tropicales, impidiéndole su estado de salud regresar, pese a que anhelaba la compañía de esos primos alegres que tan buena impresión le habían dejado sobre el país de origen de sus padres, de familias cafeteras, ganaderas y del oro, que por codicia y por seguridad, no querían volver a su país; extrañando mucho a los pandilleros de ese espacio natural pletórico de sitios diferentes para pasar el tiempo, compartiendo risas, pese a que se dieran altercados por culpa de quienes se dejaban presionar por sus padres, para que les contaran cuanto hacían gran parte del día y de la noche solos, alejados de la casa y sus mayores.

Las quebradas secas por causa de la tala de árboles durante siglos, les parecían a estos niños encantadoras, porque el lecho de sus antiguos cauces semejan caminos misteriosos de rocas con yerbas crecidas por doquier entre la arena, con sus meandros serpenteantes bajo el nivel del suelo, cruzando las extensiones de los sembradíos de producción a gran escala para las procesadoras de alimentos, penetrando su huella de agua fluyente del pasado, en los terrenos transformados por tractores y arados; haciendo desaparecer ya, hasta sus márgenes sombreadas por arbustos que se resisten a morir calcinados bajo el sol de treinta y cinco grados; asemejándose a unas extrañas vías, construidas por la largueza de unas manos colosales. Pero lo más divertido para los muchachos en este clima seguía siendo el caudaloso río cercano de aguas cristalinas, para nadar a sus anchas en charcos admirables, sombreados por árboles frondosos que reflejan en su espejo de movimientos ligeros las gruesas ramas, buenas para subir a clavarse desde su altura en la líquida delicia refrescante.

 El almuerzo con gallina al aire libre lo preparaban en paseos lejanos, armándose un fogón de leña con tres piedras más o menos grandes, encendiendo el fuego con trozos de ramas secas esparcidas por el suelo alrededor de los árboles, desgajadas por efectos del viento o las tempestades; colocando a hervir la olla con el sancocho, el sudado o el bistec, cocinados a su manera; siendo corregido éste último nombre de la comida con la fonética de la voz francesa original, por parte del más europeizado de todos, quien se encontraba al tanto de ese idioma; siendo sólo hasta ese instante que se enteraron de lo que se trataba esa palabra doméstica y familiar, escuchada y pronunciada desde que se conocían en esta vida, posiblemente heredada de la estrecha relación con ese país vecino de Castilla, y posteriormente con el aliado Libertador y sus valientes camaradas que a la postre, juraron libertades, y desde entonces han ocurrido tantos acontecimientos sobre este suelo con el devenir generacional; gestándose asimismo nuevos vocablos con la modificación de las costumbres.

 El sombrío de los árboles junto a una fuente de agua, ha sido siempre un lugar ideal para cualquier ser vivo y a estos muchachitos les parecía tan grato ese estar, que no importaban las distancias a recorrer con los implementos necesarios a cuestas para hacer un almuerzo, para poderse pasar allí todo el día, y en el trayecto se turnaban las cargas; haciéndose bromas, contándose chistes; cantando o declarándose las pasiones más dulces con el candor y la inocencia de su edad, más la tácita promesa de guardarse los secretos unos a otros, al tiempo que los mayorcitos bebían licores fuertes a pico de botella y a grandes sorbos, hasta hartarse; aprovechándose de su ebriedad uno que otro mocoso que quiso probar -la misma onda- sin que lo notaran los demás, ya que las niñeras eran sólo un tris mayores e igual de fiesteras, sin capacidad para resistirse a las invitaciones que se les hacía en tono de tanta confianza, llegando incluso a ennoviarse con algún adolescente de los que siempre acompañaban al grupo; aprovechando ellas sin titubeos estas libertades inadmisibles para sus patrones que les miraban con ojos de empleadores, tan sólo para cuidar a sus hijos.

 Los mayorcitos de la pandilla ejercían un influjo considerable sobre los más pequeños, tanto así que actuaban como sus jefes, y ellos a la vez respondían como sus seguidores incondicionales. Aunque, eso sí, permitiéndosele a cada uno opinar en cada momento, pero realmente eran ellos los que tomaban las decisiones importantes, eran considerados los sabios, los todopoderosos transmitiéndoles el bagaje de moda, permeabilizados como estaban por las ideas del soñar bellamente con el rock, la electrónica y los viajes psicodélicos al ingerir sustancias que desde la Antigüedad fueron usadas por médicos, brujos y magos, que el mercantilismo con el paso de las Edades ha convertido en vicios consumistas desenfrenados; buscando efectos similares a los acostumbrados con las bebidas alcohólicas que se usan para levantar el ánimo y desatar la euforia colectiva durante celebraciones de acontecimientos significativos ancestrales de la patria y los santos, hasta cada participante caer en excesos inconscientes al perderse el sentido de sí, semejante a cómo se hacía en las legendarias festividades en honor a la Tierra en sus ciclos estacionales de colores y oscuridades gélidas.

 Por eso, de acuerdo con las circunstancias, cada uno espontáneamente y en el momento menos pensado, hacía de improviso su propio debut. Así, en cierta ocasión uno de ellos, a sus doce abriles, luego de haberse comido más de dieciocho hongos psilocibínicos, desbordó su fantasía; fascinándose con el cielo verde esmeralda que veía, las nubes rosadas y el pasto color oro, aparte de sentirse un ser encantado que hablaba con los animales y saltaba cual antílope sagrado al subir y bajar la colina más próxima a la casa, a pleno sol porque no le sentía, hasta caer completamente agotado al cabo de las horas; alcanzando a causar consternación entre sus mayores, que lo manifestaban mientras él dormía profundamente su cansancio con el derroche de tanta energía, y algunos estuvieron revisándole el pulso y la respiración, y se les escuchó decir con preocupación cosas que ellos a su edad no comprendían bien, que sólo les sonaban a palabras incoherentes que denotaban fascinación al ver la hermosa expresión alegre e inocente del niño, similar a la de esos angelitos juguetones que desde la Antigüedad han significado belleza y amor.

 Ignoraban estos niños que generalmente en su país el consumo de embriagantes era normal, casi natural, porque han gozado de libre oferta y demanda, al ser acogidos con agrado por parte de la mayoría de la población urbana y rural, viéndose común y corriente el acto de consumirlos en cualquier reunión festiva o fúnebre, acompañados además por el hábito de fumar cigarrillos por cajetillas. De esta manera se ajustaban estas costumbres a la forma de vida generalizada, con mayores veras si se tuviera alguna relación con Norteamérica y Europa, siendo asimismo normal la ingestión de barbitúricos, formulados por médicos o no, y por eso tan comunes en ese norte donde residían la mayor parte del tiempo, consumidas en mayor cantidad por parte de las mujeres, quienes al tomar una píldora tras otra, decían:

– Una para evitar la familia y otra para los nervios.

Tomándoselas con un vaso de leche casi de un sorbo; contribuyendo su estado anímico en la consolidación del ambiente pleno de contemplación, reposo y juego.

 Cada día era para sorprender con vestimentas estrafalarias, resultantes de la combinación de prendas entre ambos sexos, poniéndose los hombres chanclas y pañoletas, cuando estaba prohibido dejarse crecer el pelo y en los colegios sólo se admitía a quien estuviera motilado de acuerdo con los estilos masivos que se conocían por los nombres de recluta y Humberto, puesto que se tenían ciertas ideas llenas de prejuicio acerca de la hombría, como el poema titulado El duelo del mayoral, del que debía haber en cada casa un ejemplar de la grabación dramatizada, que en uno de sus versos dice: "… los hombres machos pelean, no hablan." Cuando se desdeñaba tanto la feminidad, que un insulto usual era el de mujercita o señorita, e incluso se sostenía que el pelo largo sólo debían llevarlo ellas, porque "…son de ideas cortas y cabello largo". Burlándose así la pandilla de los convencionalismos al ponerse gafas de colores con estilos nunca vistos antes, camisas amarradas al pecho mostrando el ombligo, sombreros y cachuchas de colores contrastantes, pantalones cubiertos con marquillas de ropa, algunos completamente travestidos con labios pintados de rojo y lunar oscuro junto a la boca; flores de colores subidos en las mejillas y otros adornos chocantes en ese estereotipado entorno, de semanas santas con procesiones de dolor, muerte y sacrificio.

 Iban por donde querían, pasando de largo y sin afanes, cantando a coro bellos poemas aprendidos de la musicalización hecha por cantantes de moda, tenidos en alta estima con sus voces llenas de sentimiento al entonar versos como: "Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar. / Pasar haciendo caminos sobre la mar…", o "Boca que arrastra mi boca./ Boca que me has arrastrado / desde el primer cementerio / hasta los últimos astros…", u otros en inglés que decían: "Yo hago el amor…", junto a tantas otras creaciones y adaptaciones de grupos nacionales que interpretaban temas de rocanroleros ingleses y norteamericanos, con temas alusivos a la libertad y la paz, o así cantaran en idiomas desconocidos, también las hacían sonar, porque les encantaba seguir el ritmo y bregar a entonar a todo pulmón medio mascullando, con una dicción incorrecta y una comprensión precaria, casi sin sentido, incluyendo las del tan sentido mexicano Santana, y, ni que decir los del escandaloso festival de Woodstock, que a algunos de los niños más pequeños les parecía ese álbum musical, simplemente una gritería, de cuyas canciones algunos cogían algo en el aire y a los vuelos.

 Cautivados por el profundo sentimiento del momento, impuesto a través de los medios de comunicación que atrapan fácilmente a las masas, sobre todo a la juventud sugestionable por condición, lucía cada uno adornos en el cuello, el pecho y la espalda, formas simbólicas de la paz y el amor que de acuerdo con la clase social de cada grupo, eran de oro o de plata e incluso de cobre y otras aleaciones baratas; sin faltar los tejidos en chaquiras, cuero y otra cantidad de materiales, en medallones y estampados de camisas, pantalones vaqueros, chalecos y de otras formas. Sin poder faltar entre la confusión del consumismo propiciado, paralelamente, que también les sentaba bien llevar encima de los calzones o la chaqueta al Che Guevara, a Fidel Castro, Simón Bolívar y otras figuras representativas de la libertad en Latinoamérica, que, por el contrario, deberían haber interpretado estas modas como expresiones producto de la holgura, el despilfarro y la indiferencia de clases altas al servicio de la ideología imperial, e invitarían a librar una guerra independentista de los pueblos arruinados por el capital financiero internacional que se apropia -permisivamente por parte de la administración pública- hasta de los servicios públicos de ciudades y de las mismas, y de países enteros, contribuyendo no sólo con el oscurantismo de la ignorancia de las mayorías educadas como autómatas para ser funcionales en una especialidad, que viven desnutridos en cuerpo y espíritu y pueden ser dominados con mayor facilidad, al estar sumidos en la desorganización y la corrupción institucional, destruyéndose entre sí unos a otros, subdivididos, fragmentados por el consumismo internacional acorde con intereses contrapuestos a la autodeterminación de las gentes y a la conservación de la naturaleza en cada lugar y latitud, sustentados por quienes asumen el poder mediático de la transmisión cultural a cambio de un estatus económico, desde cuando se les elevaron sus ingresos mensuales.

 Durante las horas de quietud, cuando el sol parecía calcinarlo todo, muchos se dormían a la sombra de los árboles o leían revistas Life en español y otras ediciones norteamericanas, algunas europeas sobre política y ciencia, sin faltar en la miscelánea Enfoque de Rusia y Bohemia de Cuba, despreciadas por su falta de calidad en la impresión de sólo tonalidades sepia en textos e ilustraciones sobre papel periódico, y más que por ninguna otra razón, porque su procedencia se encontraba en entredicho al tratarse de países proscritos por los Estados Unidos, y, junto a ese concepto internacional tenían también en la mira a una prima mayor que había conocido personalmente a Fidel Castro y al Che Guevara, y admiraba muchísimo la medicina que se ejercía en la isla, yendo allí cada vez que necesitaba una atención de este tipo, afirmando que era la mejor del mundo, dada su organización social y política que contaba con un suelo fértil y un mar prolífico, que se atrevió a desafiar el imperio más poderoso de la Historia, distando tan solo, unos cuantos kilómetros al alcance de sus misiles.

Tampoco faltaba en la colección de revistas, esas de diseños exclusivos para la vanidad de las mujeres dispuestas a ser decorativas buenas esposas de sus maridos, de contenidos a la altura de la cocina internacional, modas, maquillajes del rostro, chismes de farándula y el famoso glamour que en su línea no puede faltar, más unas ediciones que circulaban gratuitamente en Latinoamérica con excelente fotografía y artículos breves sobre actualidad, enfocados desde la visión doctrinaria del cristianismo norteamericano; sumando los arrumes de libros en francés que habían heredado de un primo mayor que, prácticamente, había perecido en la vía pública, no se sabe si en manos de mercenarios de ultraderecha por asuntos políticos, ya que sostenía relaciones con Cuba, o de delincuentes comunes que dispararon sus ametralladoras para sacar del medio a los guardaespaldas, al intentar secuestrarlo, por ser hijo del terrateniente más poderoso de la ciudad, que se escandalizó con el bronce de Bolívar desnudo montando a caballo, que fue ubicado un día cualquiera en el parque principal por el más reconocido escultor paisa; en donde a nadie le extrañó que la investigación sobre el crimen no arrojara algo claro, al menos para informar a que clase social pertenecían los perpetradores de tan lamentable hecho, que impunemente lograron escapar sin dejar huella.

Estos muchachos apenas si se daban cuenta, de la forma como hacían estremecer de ira a quienes les observaban, aunque algo intuían a su edad temprana que no les permitía hacerse una idea real de lo que se ocultaba tras la fachada en la familia, en los clubes y entre las amistades que iban y venían, ya que entre los adultos, parecían todos tener doble cara por pura costumbre, dado que, lo único serio sólo podía ser el dinero, y estos chicuelos no alcanzaban a ver aún el ser de cada quien y cada cual, en sus familias particularmente cerradas en sí mismas, muy características en la tradición judeocristiana, determinadas la mayoría por circunstancias que, generalmente, eran sólo para lograr la pura subsistencia. Pero ellos, se encontraban convencidos entre sus fantasías infantiles de conocerlos a todos, apenas habiéndoles visto en tres o cuatro ocasiones, en su intima expresión de licor y fiesta; poniéndose de manifiesto su inocencia en esta postura con gestos de rebeldía condicionada por la frivolidad del consumo, que no pasaba de ser más que un juego, que bien podía disfrutarse o desecharse. Sin embargo, estas vivencias grupales eran para ellos sentidas y sinceras, imposibles de olvidar por estar llenas de cariño del uno por el otro, esos sentimiento que dejan profundas huellas en el alma y generan actitudes, notadas éstas por sus mayores que no les perdían de vista durante sus desplazamientos a uno u otro rincón del paisaje ganadero e industrial.

 A su edad, les parecía verdad cuanto decían sus imaginaciones acerca de los demás, creyendo que eran tal como se mostraban en esos estados de juerga, puesto que les habían enseñado que el carnaval se hizo desde siempre para expresarse con mayor soltura y habían oído decir, además, de quien no tomaba trago, que era alguien en quien poco se podía confiar, porque no era por otra razón, más que por la del puro temor a desdoblarse, de sacar a la luz cuanto tenía oculto, completamente opuesto a lo que aparentaba en la vida corriente. Pero, en el fondo de todas las cosas, eso les importaba poco, porque el mundo de los adultos les era ajeno, casi indiferente, incluyendo la música de tangos y aires del folclor que detestaban, burlándose de sus letras cada vez que podían, llamándole música de la desgracia, aunque en su despertar a la vida se encontraron con una actualidad al borde de la destrucción nuclear, en que el espíritu de la época propendía por abordar temas que castigaran la frivolidad acostumbrada; enfocando la conciencia universal, la naturaleza, el armamentismo y los viajes espaciales, lo mismo que las composiciones musicales al ritmo de la electrónica.

 Tratando pues de sentirse a tono con los temas de moda y de asumir una actitud acorde con comportamientos desafiantes, desde el primer momento en que dejaban la cama cada día, siendo asimismo su principal diversión que traslucía mimos y comodidades de vidas muy particulares, sobre todo cuando veían las miradas de reproche lanzadas por sus mayores, que por una u otra razón pasaban cerca a ellos, lo mismo que el cura del pueblo y la multitud que desfilaba en las procesiones de Semana Santa, a las que muchos lugareños iban descalzos con la intención de expiar sus faltas, por el temor a castigos divinos en el más allá, con la esperanza de poder purgar sus pecados, y algunos que avanzaban arrodillados al paso de quienes cargan en andas las imágenes sangrantes del dolor perpetuo, con el propósito de no tener contratiempos y llegar derechito al cielo después de la muerte, para convertirse definitivamente en seres angelicales sin dolores ni deseos, como Buda, Zaratustra, Mahoma, Quetzalcóatl o Jesús, habitando la eternidad entre las míticas estrellas.

 Su espíritu de rebeldía se reafirmaba con obras literarias y pictóricas a la medida de Providencia del nadaísmo, aunque había quienes decían que ese movimiento ya daba los últimos estertores, pese a que un primo de esta pandilla de muchachos había hecho sus atentados contra el Establecimiento, en la ciudad que pretendía eternizar la Edad Media con la catedral más elevada del país, con su torre penetrando el cielo, queriendo reafirmar dogmas y fanatismos que dominaron durante milenios. Ese primo que compartía con integrantes de esta corriente poético-musical las rupturas que hacían contra las tradiciones, apoyándoles con discotecas que promovían la psicodelia de moda en el norte, más otros actos que llevaron familias notables a escándalos mayúsculos; llegando a oídos de estos niños algunos cuentitos sobre actitudes obscenas cometidas por los jóvenes que integraban ese movimiento ideológico, llevados a cabo con una seguridad, tan pasmosa, que causaba asombro a la gente de mentalidad rentista estrictamente y de melindres artificiosos para cubrir dolorosas indiferencias, las mismas que les hicieron lanzarse con sus retos a la verdad, al observar con patetismo su entorno; rindiéndole dignas manifestaciones con sus cantos y máquinas de escribir, sus desplantes y desprecios a los valores del Vellocino de oro que lentamente hacen agonizar la Tierra con su desconsiderada e indolente explotación al tenerse tan sólo como medio productivo y de acumulación de riquezas.

 Los niños de esta pandilla campestre escuchaban con atención las anécdotas contadas por los más grandes, acerca de otro familiar que, en compañía de otros jóvenes, se expresaba contra los símbolos que regentaban la vida cotidiana de su gente, en el epicentro humano frente a nevados y volcanes, que un día hizo estallar su ánimo; vistiéndose como acostumbraban, con ruanas largas que cubren manos y pies, sólo accesibles a quienes podían obtenerlas en Perú o Bolivia, que además eran unos de los puntos de interés para sus viajes de placer. Así, motivados por todos esos bagajes, cierto día sorprendieron mucho a quienes bailaban y se divertían en el club más alcurnioso, de terratenientes, industriales y de otras ramas del poder económico, financiero y administrativo, cuando de un momento a otro irrumpieron entre las risas y el bullicio de los presentes, e intrépidamente, sin titubeo alguno, se bajaron los pantalones delante de todos y dejaron en pocos segundos en la pista de baile, su defecación con el hedor característicamente humano, que se hizo repugnante en ese ambiente de lociones, fragancias y efluvios etílicos.

 De igual forma y con el mismo sentido, cierta vez irrumpieron en el altar de esa importante edificación clerical de elevadas torres imitación gótica que parecen vigilar el mundo alrededor, y, sacando del cáliz las hostias a manotazos, las tiraron contra el piso a la vez que gritaban a cuatro vientos: -¡Esto es pura mierda! Soltando carcajadas un tanto nerviosas ante la perplejidad que mostraron los fieles que parecían no creer cuanto estaba sucediendo y por el desmayo que sufrieron unas ancianitas rezanderas que todos los días asistían a la misa, cubriéndose del frío con pañolones negros tejidos en lana, quienes seguramente no resistieron el impacto contra sus máximos valores, viendo a estos jóvenes como a unos poseídos por el diablo.

 Los niños escuchaban con atención el problema en que se había metido ese primo con el clero de la región, teniendo que haber sido razones de grueso calibre, para que la mamá suya hubiera decidido irse, de un momento a otro, de esas calles empinadas, ya que su hijo querido había sido acusado de sacrilegio y estigmatizado ante la opinión pública por medio del Concordato Estado-Iglesia; renunciando ella a su posición social retirada de ese pueblo de cumplidos y celebraciones itinerantes del mercado que, como dice el dicho, come mocos debajo de la ruana; instalándose con su familia en el anonimato de las multitudes prácticas de la capital del país, donde casi toda la población económicamente activa ocupa gran parte del tiempo transportándose.

Según cuentan las malas lenguas, por lo que más simpatizaba esa pequeña ciudad de faldas o calles empinadas y su enorme catedral, era por ser conocida como la de las tres efes: por fea, falduda y fría, y por ser la sede de un arzobispado recalcitrante que incluso logró que este primo tan radical con sus ideas y conocimientos del mundo se fingiera poseído por el demonio, dándole un viraje total a la realidad del hecho consumado en el altar mayor frente a sus feligreses, motivado por poderosos sentimientos ideológicos contra símbolos tradicionales considerados obsoletos; convirtiéndoles a él y a sus amigos ante la opinión pública en unos endemoniados iconoclastas, de aquellos que destruyeron imágenes medievales.

 Se sorprendieron mucho los muy inquietos muchachos de la pandilla por la manera como se había logrado convencer a la audiencia con ese simulacro que dio al traste con la realidad del hecho consumado, al afirmarse que había sido cometido sin conciencia alguna, al encontrarse estos jóvenes poseídos por el ser de las tinieblas. Actuación que el oficiante hizo con derroche de aptitudes histriónicas, según se supo, quedando tranquila la opinión de los creyentes y quizás de toda la ciudadanía.

 Además, el muchacho -supuestamente desendemoniado- respondió muy bien a la espectacularidad, aunque nadie supo por qué aceptó proceder de esa manera ambivalente pocos minutos después de haberse tomado una dosis de ácido lisérgico que le llevó a excesos de risa, apenas acordes con el papel que representaba; quedando su imagen de víctima satánica a las mil maravillas. Ignorando los fervorosos fieles que él reía al ver como se alargaba y retorcía la cara del sacerdote, anchándose por instantes con el humo expelido por un incensario que colgaba de delgadas cadenas de cobre, sostenido y balanceado por sus manos que salían del su atuendo de encajes y sedas usado para oficiar ese momento tan especial.

 Anécdotas aleccionadoras como estas divertían a la pandilla de niños que casi por todo reían, con el mismo encanto que les provocaba el pueblito cercano a la finca, habitado por los cortadores de caña y demás trabajadores de la industria agropecuaria y alimentaria, entre pailas, moldes y dulces para exportar; quienes, entre esporádicas copas que compartían con los muchachos mayores, les enseñaban a bailar el vallenato al igual que el bugaloo, el son, la salsa y otros ritmos, consiguiendo sus grabaciones en casas disqueras de una pequeña ciudad cercana, que también les parecía muy bella por los puentes sobre el río que la atraviesa, e ignorando que fue cuna de El Condor, uno de los criminales más repugnantes y rezanderos que había tenido la historia de la región; haciendo sonar en cada rumba iniciada las nuevas adquisiciones con los primeros que se reunieran en torno a una botella de aguardiente blanco o amarillo, de ron, vodka o whisky norteamericano, aunque tampoco faltaba la ginebra con gotas amargas o la cerveza que se llevaba por costalados a lomo de bestias de carga o caballos castrados que se destinaban para hacer los trabajos más rudos, conducidos ocasionalmente parte los muchachos más grandes, por el puro capricho de darse una palomita, como solían llamarle a cabalgar un rato, ya que no lo hacían con frecuencia, porque se les inculcaba una consideración apropiada para animales nobles y delicados como los de montar, movilizarse y pasear que debían ser tratados como amigos muy queridos.

 Aprovechándose entonces estos momentos de estricta necesidad, para no suspender la pachanga por haberse terminado el licor, y por las puras ganas de tener una experiencia distinta al montar animales de carga que eran torpes al andar; se disponían a hacer la vueltita; saliendo a todo galope del establo, animando su paso los con voces altas y ligeros golpes con las piernas sobre sus costados; poniéndoles suma atención a sus movimientos, porque daban corcoveos inesperados que parecían con la intención de tumbarles, requiriéndose la pericia de buenos jinetes, para no caer al rebotar contra las sillas, dándose dolorosas nalgadas y la sensación de perder la respiración, teniendo que apuntalarse con fuerza en los estribos para no salir de golpe por los aires; sacándoles la velocidad que más pudieran por los potreros y las polvorientas carreteras trazadas en línea recta, a la sombra de árboles del pan, guácimos y ceibas. Mas, al regreso, debían poner cuidado a las botellas de cerveza que reventaban una tras otra por lo excesivamente batidas, disparándose los chorros a través del tejido de los costales, asustando los caballos y corriendo el riesgo de dañar con su humedad los cartones de cigarrillos que no les podían faltar, pues incluso algunos de los más pipiolos, al escondido de los demás, ya aprendían a aspirar el humo y a arrojarlo por boca y nariz, además los empaques servían para hacer adornos, dada la variedad de diseños y colores que ofrece el mercado nacional e internacional, al igual que los sellos de licores y perfumes.

 Los mayorcitos llegaban a tomar la farra como la actividad más importante de todas y les gustaba a cualquier hora del día, aunque era preferible la noche para presentar cada uno sus aptitudes con bailes antillanos aprendidos a la gente del pueblo, de la misma manera que aires del folclor andino y de buena parte de los países occidentales que, desde muy pequeños, aprendían a apreciar con las primeras clases de canto recibidas en los colegios. Pero más que ninguna otra música preferían el rock, para sacudir la cabeza cuanto más se pudiera hacia los lados, al frente y atrás, agitando el pelo sin consideración, con la mayor fuerza posible, cual al que más; ocurriéndosele a dos de ellos que eran crespos, con el propósito de entrar en el mismo efecto al seguir el ritmo, untarse en la cabeza una crema alisadora que expendían en la farmacia del pueblo, que a la gente de allí rizada hasta el extremo, le daba buen resultado, llevándose un desencanto tremendo al ver su cabello transformado con un color rojizo y textura similar a la pelusa de las mazorcas de maíz; teniendo que motilarse a ras para evitar bromas pesadas, ya que a ninguno le gustaban; dándose cuenta del mismo modo, que no era necesario mover el pelo para disfrutar la música y el bailoteo.

 Estas fiestas continuas eran estimuladas por dichos corrientes como: comamos y bebamos que mañana moriremos, y casi siempre terminaban en caminatas al pueblo en busca de más bebida y escapaditas de a dos entre los más grandes, con el mismo ánimo en plenilunio bajo el cielo pletórico de estrellas que entre las sombras nocturnas de la temporada lluviosa y el suelo fangoso que impide diferenciar caminos de pastizales; yendo alegremente y sin prisa, paso tras paso, entre los reductos de bosques cuyas sombras semejan gigantes fantasmales al acecho, haciéndoles desbordar su imaginación, hasta el extremo de llegar a ver esos portentos de fuerza descomunal tomando la noche por cómplice, para avanzar sin ser vistos y dar el zarpazo definitivo, cual ogros o personajes de cuentos de hadas que solían leer con suma atención, o que sus papás les contaban cuando estaban muy chiquitos; volando su fantasía al extremo de asustarse y dar gritos de espanto al sorprenderles cualquier contacto de una rama o matorral, o con el sonido de la vegetación mecida por el viento, o por el ruidito de alguna lagartija al huir de su proximidad u otro animalito cualquiera; seguidos de inmediato por risotadas que demostraban alivio y pleno gusto en su entendimiento grupal.

 La situación que más se presentaba en horas de la noche, era la de los niños pequeños observando las fiestas que armaban los adolescentes con las niñeras, que terminaban aburriéndose y quedándose dormidos al ritmo de la música que sonaba a un volumen tan alto que competía con sus voces, a la vez que sus risas sueltas y resonantes llenaban el ámbito, armándose mayor alboroto cuando acompañaban el consumo de licor con carne de res o cerdo picadas, o al aire libre prendiendo fogatas grandes para asar perniles a la llanera o cortando la carne en grandes lonjas, extendiéndola sobre mallas que hacían las veces de parrillas, hasta cuando el sopor de la ebriedad les iba venciendo de a uno, de a dos, o de a tres; quedándose algunos completamente inconscientes en cualquier parte, incluso extendidos sobre el pasto al calor de las brasas cubiertas por cenizas blanquecinas; despertándoles el frío del rocío al amanecer, el cantar de las aves y el lametazo en la boca de algún perro al saludarles, o el llamado de atención de los más pequeños que madrugaban a jugar, extrañándose muchísimo al verles así a la intemperie, tirados en el suelo como animales.

 También entre ellos estaban los que apostaban a la resistencia de beber sin tregua día tras día y noche tras noche, al que más aguantara, dándole qué sentir a cualquiera que se les acercara, pues le tomaban como objeto de entretenimiento, para no dejarse vencer por el sueño y la ebriedad, porque la competencia exigía hacer lo posible para no dormirse o de lo contrario se caería derrotado; entrando algunos en unos estados de inconsciencia tales, que se les llegó a encontrar en posiciones lamentables, con medio cuerpo sobre una mesa y la cabeza rodeada por botellas y vasos, sin responder a ningún llamado de atención por enérgico que fuera, sin dar un solo parpadeo, completamente fundidos, como decían; teniendo que ser cargados por otros hasta alguna cama y acomodados con cuidado, ya que no extrañaban ninguna posición por anormal que pareciera, como bultos de papas. Mientras los más pequeños, aterrados, miraban a sus amigos mayores en ese estado tan raro, como muertos; dándoles a su tierna edad reacciones de tristeza y llanto a unos y a otros de repudio, huyendo a toda carrera de su proximidad, pudiendo observarse en algunas niñas el zangoloteo que daban a las muñecas que casi siempre llevaban en los brazos.

Algunas veces visitó la finca gente indeseable para la tiíta-abuelita, que, por supuesto, también lo era para los muchachos, como el caso de su hija mayor, a quien le tenía una gran desconfianza, porque años atrás se había valido de métodos no muy limpios para obligarla a firmar documentos que transferían propiedades a su nombre, con el único objeto de convertirlas en dólares y acrecentar su fortuna en el norte del sueño americano, y seguir desde allá en su empeño de detestar con vehemencia a su familia racista junto a sus tradiciones que consideraba de hombres machistas y malucos; sumándole a sus sinsabores el idioma, porque al encontrarse vivenciando sólo la lengua imperial del denominado primer mundo para comunicarse, su acento había adquirido un dejo gutural que la diferenciaba de los demás familiares, y también, porque al viajar solamente por países de esas latitudes, se relacionaba únicamente con gente de esa idiosincrasia, adquiriendo con el paso del tiempo otros arraigos que determinaban su carácter; demostrándolo con la pistola fiel que cargaba permanentemente en la cintura o colocaba siempre a su fácil alcance.

 Los muchachos notaban que la mayoría de sus familiares le guardaba rencor a esa prima, pero les parecía raro que la admiraran por la cantidad de dinero que tenía y por poseer una de las casas más bellas de la ciudad norteamericana en donde residía desde hacía tantos años, temiéndole en secreto no sólo por su forma de ser y su estatura de más de un metro con ochenta, sino por los detalles que contaba su señora madre en las borracheras que se pegaba casi a diario, con pérdida de la conciencia de sí con las sobredosis de aguardiente de altos grados que se tomaba, haciéndola describir sin reserva alguna cuanto le aquejaba de los abusos cometidos por esa hija contra su persona, aprovechándose de la soledad en que había quedado recién muerto su esposo y sus hijos varones; llorando inconsolablemente por su crueldad al infringirle malos tratos para robarle sus bienes; dejándole a ella con su hija menor en condiciones infrahumanas, para personas como ellas, acostumbradas a comodidades y atenciones permanentes; nombrando a esa hija como una de las peores desgracias signadas por el destino.

 Esa hija mayor era el prototipo del gringo consumista y derrochador que ingería barbitúricos como el valium con whisky y miraba desdeñosamente los alrededores con gesto de superioridad, echándole ojo a cuanto despertara su codicia, dándole órdenes con voz imperativa a la gente del servicio doméstico y a los trabajadores en general, para que la atendieran de alguna manera, ya cogiéndole y ensillándole un caballo, ya para que le prepararan alguna comida especial, porque su apetito voraz parecía insaciable e increíblemente capaz de comerse una libra de carne en un almuerzo, demostrando otra característica de la realidad primer mundista de la voracidad del consumismo establecido. Siempre buscando una ocasión para apropiarse de algo, puesto que, de haber sido posible, del mismo modo que la primera vez, se habría anticipado a la herencia que iría a dejarle ella como su madre, al morir, aunque esta fortuna proviniera del hermano que más la había odiado por su forma de ser, a quien nunca visitó mientras agonizó seis meses en una clínica; después de tantos años de distanciamiento; aprovechándose de su delicadeza. Se trataba pues, de un Querubín ñáu, como solían llamar sus tíos a las personas que consideraban despreciables como ella, que hacían culto al Vellocino oro y por otro lado rezaban en nombre de la paz y la vida eterna.

 La querida tiíta-abuelita a su edad, inspiraba en los jovencitos compañeros de vacaciones un intenso sentimiento de protección, máxime cuando se apuraba los últimos traguitos y estallaba su euforia con temas musicales predilectos que no dejaban parar el baile, con ojos apagados y tambaleándose a cada giro que daba, habiendo siempre alguien dispuesto a ayudarla a conservar el equilibrio. Por eso, cuando llegaban visitas indeseables como su hija mayor, trataban de fastidiarlas al máximo, haciéndoles observar la manera como cuidaban y atendían a esta señora, como sus más fieles asistentes y solidarios amigos; yéndose al poco tiempo por esta animosidad, tal como le tocó a esa hija suya, cuyo rostro parecía no haber sonreído nunca, al no resistir los gestos de desprecio y las miradas de indiferencia que les lanzaban estos muchachos, aunque fueran arrogantes como esa prima mayor. Puesto que, no desconocían que se hallaban en desventaja, al saber que no podían hacer nada contra menores de edad; prefiriendo evitar que se armara la de Troya; volviéndose con sus maletas por donde habían llegado, acompañados únicamente por trabajadores hasta la entrada, sólo para que les abrieran los pesados portales hechos de troncos que separaban un potrero de otro y poder manejar con mayor comodidad.

 La condesa Cucú, como le decían en la pandilla a la querida señora, casi todas las mañanas se encontraba aliviándose del malestar producido por alguna reunión bohemia la noche anterior, recostada de lado en la cama, con la cabeza sobre una almohada, ventilándose el rostro con un abanico, entrecerrando los ojos para sentir la frescura del aire, al tiempo que con la otra mano cogía una botella de alcohol que permanecía en el nochero, acercando su embocadura a la nariz e inhalando con avidez su aroma, pues consideraba que estos efluvios le ayudaban a disipar las malas sensaciones; sustrayéndose aún más de la realidad con radionovelas nacionales e internacionales que se transmitían por emisoras en cadena de episodios basados en hechos reales y fantásticos. Mientras el sol abrasador secaba el terreno y hacía sudar a los trabajadores que permanecían en el ordeño o marcando terneros ya crecidos, amansando potros cerreros, o vacunando contra enfermedades que atacan a los animales; atendiendo un parto complicado o despejando los potreros de toda hierba inapropiada para el ganado, a la vez que matando las serpientes que se encontraran por ahí, ante el riesgo de resultar mordida alguna res, inclinados sobre la tierra desde que el sol comenzaba a clarear al oriente.

 La bohemia de esta aristocrática señora de facciones finas y expresión dulce alcanzó a durar muchos años, hasta cuando su hígado no aguantó más sus excesivos traguitos, como le llamaba cariñosamente al consumo de bebidas alcohólicas; haciéndole renunciar de un momento a otro, a esa sensación de ebriedad que embotaba sus sentidos y reconciliaba sus sentimientos nobles ultrajados por acontecimientos adversos de codicia, mezquindad y afán de poderío, con toda su rudeza y desconsideración; haciéndole olvidar desengaños, pérdidas de seres queridos y otras tantas penas, por querer dejar atrás su ser como esposa, madre y poderosa mujer que creyó alguna vez en que su hermosura era merecedora de algo mejor, como lo decía con labios torpes en sus excesos que la hacían caer en la obnubilación de su conciencia y, asimismo, a repentinos cambios de ánimo entre depresión y euforia; yendo fácilmente de la risa al llanto o de la tristeza profunda al baile y el canto, de acuerdo con los aires tropicales que sonaran en los parlantes, con temas como el Pájaro amarillo, Los guayabales, Oropel, Afilador, Lamparilla y otros de la colección de discos que deleitaban a quienes se mostraran resueltos a tomar licor en su compañía.

 Así, de la misma manera que a las demás cosas en la vida, le llegó su día de cambio a dos habitaciones ubicadas al otro lado del patio central, destinadas hasta ese momento para guardar aperos, arreos, sillas de montar y otros implementos de la caballeriza, porque se habían vendido los animales de paso, quedando únicamente dos y los de carga; alegrándose mucho la pandilla con esta nueva circunstancia, porque casi de inmediato acondicionaron allí un bar, imaginando las fiestas que harían para inaugurarlo; ambientándolo con collages de pared a pared elaborados con recortes de fotografías de revistas que presentaran la mejor calidad, sin poder faltar los rostros juveniles de los cantantes preferidos en el ámbito nacional e internacional, ni la clásica imagen en blanco y negro del Che Guevara en la parte más alta y central, como algo que sentían muy suyo sin saber porqué, entre la confusión ideológica propiciada por el consumismo que vendía esta figura representativa de los latinoamericanos al lado de otras como Rolling Stones o de las comunas jipis de Estados Unidos y Europa.

 Terminando de acomodar el rumbiadero con rústicas y pesadas mesas y sillas de madera y cuero de vaca, dejando un espacio abierto a modo de pista de baile, e iluminando con bombillos de colores cuando funcionaba la planta eléctrica o de lo contrario, encendían velas o mecheros de petróleo que metían entre improvisados faroles de papel y cartón, para proteger la llama del viento.

 Sin embargo, para andar emparrandados los muchachos más grandes, lo que menos utilizaban era ese dichoso bar, siendo más común encontrarlos departiendo con allegados y amigos, dado el ambiente acogedor de su festiva decoración, en cambio la pandilla como su autora, disfrutaba más el aire libre pletórico de verde y sol o los enormes kioscos en el pueblo que funcionaban como bailaderos, con música a un volumen tan alto que impedía conversar; quedando la atención centrada sólo en los ritmos de la salsa y otros aires de moda que les enseñaban con agrado -tirando paso- los cortadores de caña y otros obreros del ingenio azucarero y la empresa dulcera. Sintiéndose liberados de cuanto prejuicio pudiera existir en las tradiciones, por la poesía en boga contra el racismo que les hacía soñar un mundo mejor para el futuro, porque en lo más íntimo de su corazón, y a pesar de su juventud, cargaba cada uno su propia infelicidad, ambicionando algunos el otro lado del charco -como solían llamar al océano Atlántico- para hacer especializaciones en producción a gran escala, tratamiento de masas en las fuerzas productivas, tecnología y otros componentes de la alta rentabilidad.

 De esta manera, entre el paisaje exuberante de dos cordilleras y el gran valle del caudaloso río y sus afluentes, la pandilla pasaba de diciembre a febrero o de junio a julio, en marzo o abril, entre esos sueños llenos de cariño que a tantos de su generación llevaron al suicidio, y a otros, a la locura y la drogadicción; intentando algunos ajustarse al sistema imperante, empeñándose en lo que llamaban enderezar la vida, tal cual lo recalcaban sus papás cada día, desde que se valieron por primera vez de instituciones psiquiátricas, cuando, con muy buenas intenciones trataron de adaptarles a formas de trabajo y estudio incompatibles con sus inclinaciones; sumiéndoles en decadencias espirituales tremendas que conllevaron para algunos atrofias físicas y mentales irreversibles.

 Escuchaban los niños con estupor lo que creían muchos de esos sufrientes mentales acerca de sí mismos, entre su confusión al encontrarse perdidos de la realidad y el adormecimiento producido por fármacos psiquiátricos que se les suministraba varias veces por día, quienes llegaban a considerar muchas veces que lo mejor era volver a ser un niño amparándose en algún dogma, como lo más apropiado para poner toda su fe, porque les permitía expresar sus más profundos temores y anhelos, como algo sublime de rituales sencillos basados en bagajes genealógicos de complicadas leyendas arcaicas, para recitar y cantar a coro con facilidad repetitivamente, sin criticidad alguna, hasta entrar en estados de relajación parecidos al que logran los cantos indios del nirvana. Olvidándose la poesía francesa, al igual que la del norteamericano que cantó a la libertad y al amor por la vida, y de otros más que acrecentaron con su palabra la percepción del entorno y la conciencia sobre la hermosura de la Tierra o la magnificencia de los cielos nocturnos que al mirarse fijamente, parece como si le aparecieran más y más estrellas, iguales a las luminarias de los creadores abrumados por incógnitas de la tragedia que parece signada por el destino a todo género viviente.

 A estos muchachos que apenas crecían, les era ajeno el ambiente nacional de las mayorías en franca competencia por el pan de cada día, la habitación y hasta el nombre propio, y mucho menos podían imaginar que alguien estuviera acostumbrado a sufrir en la calle o en el trabajo cotidiano, e increíblemente, desde el preciso momento en que abrían la puerta y se encerraban en la intimidad del hogar carente de casi toda alegría, entre otras razones, por causa de la dictadura ostentada por los partidos tradicionales desde décadas atrás, cuando conformaron el conocido Frente Nacional. Ni siquiera se enteraban los muy chiquillos, de lo que le ocurría a la gente del pueblo que tanto se divertía bailando con ellos, que se encontraba llevando a cabo huelgas que paralizaron por un tiempo la producción en la zona industrial dulcera y alimentaria, que trascendieron en los medios informativos sólo por el modo como fueron reprimidas por las fuerzas armadas estatales, al no querer dar marcha atrás a sus manifestaciones de descontento por sus condiciones de trabajo y sus bajos salarios.

 Tampoco sabían estos niños que la burocracia del Estado ocupaba un puesto nada honroso en el mundo en cuanto a corrupción e impunidad, ni que esta situación estaba llevando paulatinamente el país a un desequilibrio sin precedentes en su historia, al endeudarlo cada día más para satisfacer la ambición monopolista de unos cuantos con los elevados empréstitos en la banca internacional, dejando el tesoro público en rojo; acrecentándose el problema de la tenencia de la tierra y de los demás medios productivos. De la misma manera como pasaban por alto cuanto ocurría en carreteras, ciudades y selvas tanto en el país como en México, La Patagonia, y, con menos veras, cuanto ocurría con los imperios en África o en el sureste de Asia, o en Australia que era primer mundo a la vez que tercero o cuarto con su deuda externa.

 En la finca, en cambio, parecía que no sucediera nada raro, excepto los problemas particulares de la familia o una que otra res descaderada al rodarse por la ladera de un cerro, yendo su carne a parar en manos de gente del pueblito cercano, porque la generosidad de la señora no permitía que se perdiera, en vista del hambre que a diario afrontaba, al pensar ella en lo poco que podía mitigarla, pese a que sus vecinos le aconsejaban que no hiciera tal cosa, porque se propiciaba una situación para empujar animales por las pendientes. Pero, sin hacer caso, ordenaba pasar la noticia, demorándose más en hacerlo, que en salir al poco rato, carretera arriba en fila india hombres y mujeres de piel oscura con machetes, hachas y cuchillos en mano, dispuestos a repartirse el regalo que incluía huesos, cabeza y piel; presentando en su conjunto un cuadro tal que daba horror a algunos, haciéndoles exclamar: ¡qué miedo!, aunque se sabía que era gente pacífica, pues al parecer, ni siquiera durante la época del esclavismo español hubo noticia de insurrecciones y se cuenta que fueron esporádicos los casos de audaces y valientes cimarrones, exceptuando los movimientos libertarios patrióticos que fundaron la república, para liberar los territorios de todo rastro de coronas europeas, como el sublime ideal bolivariano.

 Estos muchachos, así como no imaginaban lo que era una huelga, no tenían noción alguna sobre el significado de un movimiento sindical o de otra organización de trabajadores, ni de la forma como sus promotores eran eliminados sistemáticamente cada año en el país, y con menos veras estaban al tanto de lo que es un parovico, aparte de lo peligroso que podría volverse para la gente de su clase, impidiéndoles moverse tranquilamente por calles y veredas durante el día o la noche, exponiéndose incluso a molestas requisas militares en cualquier zona pública, tal como lo advertían medios noticiosos y algunas obras de teatro que presentaban en los colegios, o como habían presenciado durante sus movilizaciones por tierra en algunos de los viajes en que pudieron ver filas de hombres a lado y lado de las carreteras, listos para ser esculcados sus cuerpos, pertenencias y revisados sus datos de identificación personal.

 En sus condiciones de vida, no podían darse el gusto de poder escuchar la exquisitez que caracterizaba el canto y la música de la trova cubana, porque de Miami y Nueva York sólo les llegaba el cúmulo de melcocherías producidas por inmigrantes y exiliados, quienes por motivos ideológicos y territoriales sobresalían en el mercado disquero con el contagioso sabor antillano de sus creaciones exclusivas para el jolgorio, sin importar los contenidos de sus letras que habían logrado el éxito total en la demanda latinoamericana primer mundista, es decir, la mayoría de quienes allá viven y se desempeñan en oficios domésticos, o, como operarios, técnicos, comerciantes u obreros, o los contadísimos magnates que prácticamente se residenciaron en ese norte desde muchas décadas atrás; haciendo la salvedad en estas composiciones populares el contenido poético expresado con profundo sentimiento en : Cuando salí de Cuba, Guantanamera, La piragua y otras canciones que estos muchachos entonaban a todo pulmón sin comprender su verdad de leyendas centuriales e historias recientes.

Asimismo, su extrema juventud les impedía comprender por qué se les permitía cabalgar libremente en la zona industrial y en los inmensos hatos de ganado foster (holstein) perteneciente a los celosos y súper vigilados vecinos, dueños y señores de casi toda la región con su industria agropecuaria y de alimentos, que muy soberbios iban y venían en avión particular por sus territorios dotados de aeropuerto; diciéndose por ahí que se toman este derecho como heredad de quienes llegaron a estas latitudes de tan abundantes cañas gordas con su afán de poderío despótico y codicia desbordada, los primeros antepasados de su estirpe rodeada de esclavos y mayorales -su clase media-, junto a los demás subalternos militares y religiosos, por ostentar con orgullo títulos de alféreces otorgados por el rey castellano y su corte, para estas tierras de ultramar; acomodándose sus formas de poderío al paso de las transformaciones que los tiempos han devenido.

 Tampoco entendían el motivo por el cual algunos niños negros les tiraban piedras, al tiempo que les gritaban ¡leche! a sus pieles blancas y aperladas, cuando pasaban de largo en los caballos a todo galope por las calles del pueblo, rumbo a la zona industrial o a los ríos más lejanos, y contaban con menos posibilidades aún para comprender el significado de palabras mayores como Izquierda nacional, ni las que se escuchaban en los noticieros con escenas atroces de guerrilleros descritos como dados de baja y soldados con toques de diana y mujeres llorosas; ya que en su léxico no existían más adjetivos para la gente que los de buena o de mala clase, limitados por la imagen que se daba cada quien en el modo de vida acostumbrado, a partir de lo que se aparentaban unos a otros, quizá, desde que se había creado el país, cuando El Libertador debió ponerse en fuga de bellaquerías y traiciones.

 Estos jovencitos apenas estaban aprendiendo a escuchar con atención las anécdotas de sus parientes mayores, del mismo talante que las de un familiar residenciado en la ciudad más importante y extensa de ese valle, tío de unos tíos, quien ejercía la profesión médica y tenía fama de ser supremamente loco cuando estaba joven, porque era socio de un famoso club de suicidas, y porque cometía actos de audacia apenas creíbles, como en cierta ocasión en la que perdió una oreja, cercenada por la barbera de un fanático seguidor de María Cano, cierta vez que le gritó ¡maldita!, durante una de sus manifestaciones públicas, saliendo con vida gracias a la destreza que tenía al manejar su carro, pero satisfecho de haber logrado su propósito de ganar con tanta temeridad una alta suma de dinero en la apuesta casada con unos amigos la noche anterior en el club, al demostrarles que sí era capaz de enfrentar este personaje popular y de decirle lo que sentía por ella.

 Era tal la inocencia de estos pandilleros, que tampoco podían comprender por qué ocurrían cosas horribles en Perú o Nicaragua, en el Sur de América y Europa, en Asia o en África, puesto que ni siquiera tenían acceso a cantautores latinoamericanos muy apreciados en el mundo occidental que entraban clandestinamente al país, ya que sólo disfrutaban de cuanto les brindaba el mercado, acorde con sus tradiciones de libre empresa, con letras a la altura de visiones pesimistas como: "Para los que están aquí en este mundo / repodrido y dividido en dos. /Culpa de su afán de conquistarse / por la fuerza o por la explotación. /…porque a plena luz del día, sacan a pasear su hipocresía…", y, entre los textos más subversivos que podían escuchar, se encontraban composiciones muy difundidas como: "América, un pueblo que aún no ha roto sus cadenas…". Promocionados por la industria disquera y de espectáculos a través de emisoras con sugestivos nombres numéricos: Quince o Uno, y de la televisión en blanco y negro, lo mismo que de la pantalla grande con el cine melodramático hispanoamericano, donde podían presenciarse masivamente y con verdadero sentimiento idolátrico, cantantes de baladas que supremamente enamorados lloraban por la mujer preferida.

 Ni siquiera tenían en cuenta estos niños, que entre ellos había quienes –dos o tres- heredaron de sus padres la triste suerte de haber perdido sus bienes al apoyar los ideales socialistas de Jorge Eliécer Gaitán, cuando tuvieron que salir huyendo de la persecución a todo aquel que simpatizara con su dirigencia, quien en su momento era una persona muy célebre en el circulo de las leyes y la política, galardonado y reconocido en la esfera internacional, pero que, al igual que otros predecesores suyos cayó asesinado, cuando iba a ser presidente; recibiendo sus seguidores y amigos expropiaciones forzadas y el oportunismo no sólo de los llamados pájaros de Ginebra y Tuluá, sino, de un hermano del papá, un tío político de la pandilla, durante esa época conocida como La violencia, y, por lo bochornoso de estos hechos perpetrados con absoluta impunidad, se guardaban en secreto como un gran pecado, pese a que en el territorio nacional continuaran ininterrumpidamente los desplazamientos forzosos con sus iniquidades, no sólo desde la colonia europea con la población aborigen, sino, contra gente inerme que actualmente subsiste en pequeñas parcelas; permitiéndoseles a los más afortunados vender barato sus terruños para salvar sus vidas; apropiándose entes anónimos de sus enseres y pequeñas heredades que sumadas acumulan grandes latifundios y territorios.

 Ignoraban también los muchachos que hechos como estos, contra la Justicia, son reprobados por la sociedad de naciones, aunque entre sus familiares ya había esa afectación con secuelas graves, pareciendo un modo de barbarie extendida en el tiempo, la misma que toma la forma del llamado neoesclavismo, dadas las intenciones que motivan su perpetración en la civilización que se autodenomina Primer Mundo, por ser la propietaria de la banca internacional y el armamentismo, en ese norte de monedas duras o dólares, libras y euros, con su almacén de mano de obra barata tercermundista al otro lado del Mediterráneo, al sur de ese mar interior de tradiciones milenarias, donde abunda esta mercancía que también puede llegarles de Oriente u Occidente, aprovechándose la situación de quienes intentan huir del hambre y la guerra o campo de acción de la industria armamentista. Ocultándose la verdad de estas víctimas llamadas: perdedores con cuentos distorsionadores de la realidad, como ser unos pobres diablos, poquitos, pusilánimes, gente de muy poca salida. O, a lo mejor, se les ha llamado de ésta manera por no haber estado organizados en su defensa con las mismas fuerzas que les atacaron y desplazaron, a sangre y fuego, sin consideración alguna, antes que pacíficamente acrecentar con sus marchas de dolor la miseria de las mayorías.

 La tierna edad de este grupo hacía centrar su atención en juegos sin trascendencia más que para sí mismos, disfrutando el goce de la novedad, aunque los mayorcitos les hablaran de sus temores a una conflagración mundial y el fin del mundo. Con menos veras iban a saber lo relacionado con abusos cometidos por representantes de la autoridad, igual a como lo hicieron décadas atrás los famosos chulavitas a nombre de quienes detentaban el poder, y menos aún iban a tener noción alguna sobre la forma como se ejercía la Justicia en los países llamados subdesarrollados, que son casi todos, si de una ojeada se hace un parangón entre la pequeña Europa y Norteamérica con el resto del globo, por ocupar los primeros puestos en la demanda de materias primas y por disponer de la inigualable capacidad adquisitiva de sus monedas, diferenciadas de estas naciones del sur por los miles de veces de devaluada su unidad cambiaria, en donde sólo parece existir la simbólica figura justiciera de la ninfa griega con ojos vendados que lleva en sus manos la gran balanza inclinada hacia un lado, porque casi el ciento por ciento de la producción global se consume en esos epicentros del norte, donde cada uno de sus hijos pequeños tiene acceso a una desmesurada cantidad de posibilidades por cada mil niños del llamado Tercer Mundo, cuyas Constituciones Políticas invocan el nombre de Dios para ser redactadas.

 El grupo derrochador de energía, ignoraba en su temeridad, que en cualquier parte se estaba en peligro de perder la integridad física o emocional por efecto de algún maltrato, en el sitio menos pensado. Era tan reciente su nacimiento que no se habían enterado de la realidad en su país, más que por medio de cuanto les enseñaba su rebosante alegría; pues desconocían la historia personal de sus antepasados y la de los vecinos de esas tierras que popularmente se identifican, como los que fundamentan su seguridad y riquezas en la tradición de ser descendientes de alféreces reales, de la misma manera que otras familias, al coste que ha marcado el paso de las centurias. Asuntos ajenos a sus fantasías de muchachos desconocedores de la mezquindad del bolsillo y el espíritu vacuo de ciertas personas que transgreden los principios del credo al cual dicen pertenecer y tener puesta toda su fe; demostrándolo con actos que contradicen palabras elementales de Jesús, al que rezan y creen amar como a su Señor, sin asumir la primera actitud, que es la compasión por lo viviente en el entorno, comenzando por el sí mismo cada cual, como lo propone él, el llamado Maestro de maestros, en su parábola de La paja en el ojo ajeno o el cuerpo de cada uno como la iglesia.

 Otra característica que mostraban estos jóvenes, proporcional a sus descubrimientos en cada punto por el que pasaban, era su capacidad de olvido, tal cual lo revela el caso de la piscina, dejada atrás luego de haberse partido en dos apenas hacía unos meses, cuando estaba a su servicio en la pequeña colina al lado de la casa, arriba del naranjo que sombreaba una butaca de guadua a la entrada del jardín; revestida a lo largo y ancho con baldosas de blanco esmalte que brillaban con el sol, cierta vez que olvidaron cerrar la llave del agua cuando se terminara de llenar hasta el tope; derramándose a borbotones en tal cantidad que ablandó el terreno e hizo ceder la estructura con su elevado peso; siendo miradas con indiferencia sus ruinas, como si siempre hubiera presentado esas mismas grietas en el concreto, donde ya crecían distintos rastrojos y algunos echaban flores. Pero, lo que no podía olvidarse era de esa pequeña colina, encantadora por su vista de gran parte del valle, la zona industrial y a través del follaje de los árboles con el movimiento de las hojas al viento que traslucían por instantes en la distancia el color de los carros al pasar a toda velocidad por la recta que entra al pueblo cercano.

 Esa piscina en ruinas era el propio símbolo del pedazo de historia que le había tocado a esta señora bohemia, tal vez, como se dice, por no haber pertenecido a gente sencilla que se conforma con vivir como Dios manda. Siendo tal la intensidad de su dolor solitario en esas tierras, que un día quiso quitarse la vida; llamando a gritos la muerte; imaginando que se le acercaba fría, huesuda y con esa hoz que descuaja la energía de los seres que les ha llegado la hora definitiva de desaparecer de la faz de la tierra, ya que no era capaz de hacerlo con sus propias manos por puro temor a Dios. Mientras, con ojos abotagados por el llanto, observaba la aparente indiferencia de las vacas al rumiar la hierba fresca irrigada por aspersores conectados a tuberías en acequias, dispersos por pastizales y sembradíos, girando sobre sus ejes cada uno al ritmo de impulsos con resortes muy gruesos y chapolas que rebotan en la alta presión de los chorros de agua arrojados con la velocidad, el volumen y la fuerza de motobombas; entre golpes y contragolpes, emitiendo el ruido monótono de un martilleo ininterrumpido sobre metal, al unísono con un ¡plach-plach! de cascada; puestos secuencialmente; ideales para sus sobrinos y nietos jugar en días muy calurosos.

 La señora prefería esta pequeña colina a muchas otras partes de la finca, sentándose allí durante horas a descansar de su largo recorrido en calendarios, pues hasta la piscina en el estado ruinoso que presentaba le llenaba de nostalgia. Desde ahí podía contemplar el horizonte con su gesto característico; acordándose de los bañistas que en otros tiempos usaban pantalonetas largas, vestidos de baño enteros y otra serie de tapujos y mojigaterías heredados del pensamiento medieval característico en quienes no conocían otra moral fuera de la de su país, que alguna vez había sido consagrado al Corazón de Jesús. Allí, sentada sobre el césped, la sorprendía el final del día, con su figura de gran madre bañada por los arreboles del crepúsculo que tanto le fascinaba. En silencio, sin más sonidos que el canto de las aves desde árboles y arbustos, los mugidos y relinchos que salían del establo, el ladrar de perros a lo lejos, y el zumbido de mosquitos que a veces desesperan con sus picaduras en distintas partes del cuerpo, incluyendo las mejillas, los párpados y las orejas.

Partes: 1, 2, 3
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente