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Heredad (página 3)

Enviado por Jaime Restrepo Ch.


Partes: 1, 2, 3

 Allí, solitaria, espantando insectos con una toalla, permanecía ella tardes enteras, como en una profunda oración al infinito, pues todo lo ocurrido con su familia, le tenía supremamente confundida; tratando de aclararse un poco y de darle tregua al dolor en su alma y en su pecho; intentando poner en orden sus ideas para atinar qué hacer con esas tierras, porque nunca había administrado su fortuna, acostumbrada como estaba a pagar por toda clase de servicios, incluyendo la contabilidad; notándosele en sus pupilas de expresión triste un profundo temor, así la caricia del viento le deleitara con su frescura el rostro, haciéndole entrecerrar los ojos, al tiempo que resaltaba su cuerpo, al ceñirle la bata larga de tela vaporosa que usaba en ese clima, y, como pocas veces en el día, podía vérsele completamente inmóvil con el abanico cerrado entre las manos, como si en esos instantes el universo le regalara la calma con el aire en movimiento.

 El paisaje observado desde esa pequeña elevación del terreno inspiraba en ella ensueños y sosegaba su espíritu; gustándole llevar para allá su casi inapartable botella; tomándose un trago tras otro lentamente; dejando pasar las horas hasta que el ocaso la sorprendía mirando los alrededores, con los hermosos cerros que sirven de fondo a la casa, haciéndola resaltar con sus tonalidades de verde el color gris cemento del patio central que lindaba en uno de sus costados con una enorme puerta del establo, construida de troncos gruesos unidos con pernos y goznes muy grandes, sostenida de apoyos todavía más fuertes y sólidos a modo de columnas empotradas en el suelo de piedra y concreto; imposible de abrir para los niños pequeños por su elevado peso, cuando se les antojaba entrar a importunar con sus juegos a los trabajadores que ordeñaban o preparaban las canecas de leche a lomo de mulas y machos, para arrearlos luego hasta la carretera central, donde se estaciona periódicamente el vehículo recolector de esta materia prima para la industria láctea que se surte de las extensas ganaderías de la región.

 Sentada sobre el pasto en esa pequeña cima, tampoco perdía de vista el patio de atrás de la casa, tan agradable por el sombrío que brindaba un frondoso y fértil guanábano cumplidor de su ciclo vital, que igual a los de su especie dejaba caer frutos maduros en cada cosecha, que al chocar contra el suelo suenan con un sordo ¡plaff! acuoso, abriéndose su corteza verde, partiéndose en varios pedazos que enseñan su contenido blanco de apetitoso aroma. Ahí, con su expresión reservada, junto a la ruinosa piscina, a un lado de las mesas de loza y andenes abandonados, tan sólo en compañía de los pajaritos que saben revolotear por ahí, curioseando cuanto les atrae en el ir y venir por sus rutas genéticas, dejando pasar el tiempo; dándole vueltas a sus recuerdos en ese lugar que para ella había sido dicha y también dolor; siguiendo por momentos con la expresión melancólica de su mirar alejado del presente, la extensión del muro que rodeaba la casa, de aberturas geométricas entre los ladrillos que dejaban ver los lirios y otras flores del jardín, así como el patio trasero con un lavadero enorme cerca al local para la Planta eléctrica.

Ese patio trasero también era significativo para ella, con alambres atravesados entre las paredes de la casa, el guanábano y el naranjo, para extender la ropa al sol después de lavada por mujeres del pueblo contratadas para este oficio de todos los días; desaguando la mugre espumosa por el declive del terreno hacia la letrina que había reventado pocos días atrás por el exceso de gases acumulados, debido a la obstrucción sufrida por su orificio de ventilación, resquebrajándose la tapa de cemento y destruyéndose las tuberías; formándose un perfecto criadero de moscas y zancudos infecciosos que afectaron la piel de todos con sus picaduras, como si hubiese sido un saboteo a su estilo de vida en vacaciones. Pero, para los muchachos, cuanto ocurría no era más que el producto de la accidentalidad, pues era imposible de su parte suponer la cantidad de intrigas que se entretejían alrededor de esas propiedades, de engreimientos aparentemente absurdos en los más codiciosos, que parecen no tener otro propósito en la vida que el de intentar someter a otros, con la intención de sacarles provecho personal a nombre de sus caudales o de otros negocios de menor cuantía.

 La abuelita y querida tía llevaba varios años viviendo en esa finca, con su pelo pintado de negro cuando ya frisaba por los sesenta y su peculiar ternura de adolescente frágil y amorosa; atributos que, aunados a las situaciones tragicómicas de su bohemia casi cotidiana, hacían de ella un ser encantador para los jovencitos que gozaban con sus absurdos y lloraban con sus penas; valorándole mucho por su nobleza de sentimientos que la inducían a realizar actos altruistas, como apoyar esfuerzos de quienes tenían esa cruenta historia con los chulavitas o los pájaros de Ginebra y Tuluá; con especialidad al niño menor que tomaba cursos de cine y se inclinaba por el dibujo y la poesía, habiéndose ganado alguna vez un concurso local que llenó de orgullo a la familia. En fin, valorándose unos a otros, a su manera cada uno; disfrutando la mutua compañía hasta el día final de las vacaciones, en que derramaban llanto por la triste separación, ya que debía retornar cada quien a cumplir con sus deberes escolares, cada uno con su propia soledad; y ella, la mayor de todos los soñadores, a atender los asuntos cotidianos de cualquier finquero, aunque de eso, apenas estaba aprendiendo.

 Ella, la orgullosa de su aristocrático abolengo, adoraba la compañía de esos jovencitos con sus travesuras, puesto que disipaban las penas inmensas que la agobiaban, sin importarle las cabezas de ganado que tuviera que vender para sostenerles el tren de vida que llevaban, aparte de las dos nodrizas que debían ir con ellos a todas partes, más Raquel, la cocinera de raza negra que le había servido por tradición, algo así como otra herencia de sus antepasados, más de un siglo después de haber arribado a estas latitudes, en su papel de representar el oro que pagó el primer empréstito a Inglaterra por el armamentismo que combatió la inquisitorial corona española con su legendario Quijano, el célebre personaje que terminó rezando en la cama, arrepentido de haber soñado alguna vez con las órdenes de caballería, lanzando palabras desobligantes contra los héroes que otrora fueran sus más representativos valores de luchas por la Justicia, que se volvieron torpezas contra molinos de viento y otros absurdos, soñando con un amor mágico en un más allá después de dar la vida por el ideal del Honor que se llama Lealtad, fundado en sueños a la memoria de la sangre en la historia del cosmos-universo, del Paraíso Perdido en la Edad de Oro, que en estos tiempos se torna en ese Ganar Perdiendo al encontrarse en riesgo de extinción la totalidad de la vida en la Tierra.

 Aunque esta regordeta y corpulenta mujer de raza negra encargada de cocinarles, no se encontrara en calidad de esclava, tratada con grilletes ni latigazos, de todas maneras le tocaba que hacer las comidas de cada día, conseguir las copas predilectas y preparar con maestría la chicha de piña, desconociendo de este humilde fruto del territorio americano la historia particular de su nombre, suplantado por este otro en la lengua extranjera dominante, al igual que ocurre con la mayoría de alimentos que cada día le tocaba darle sazón, para llenar la mesa a gusto y deleite de la familia, con arepas de maíz y chocolate con canela en cada desayuno, o el calentado de frijoles aderezados con tomates, aguacates, ají, yucas fritas; los dulces de guayaba y otras exquisiteces de la exuberante naturaleza tropical del Caribe, México, y de esta Tierra de Cóndores o Cundinamarca.

 Pero, de estos asuntos relacionados con la historia sabía todavía menos que los muchachos la obediente negra, quien quería mucho a esta señora, porque era la que mejor la había tratado, entre todas las que había conocido a lo largo de su vida, y afirmaba que por eso, desde mucho tiempo atrás, un buen pico de años, trabajaba para ella; comprobando lo buena que era, desde cuando se ausentó de su casa por varios años, teniendo que servirle a otras familias que le infringieron desprecios y penas nunca antes padecidas, tan horrorosas e indescriptibles, como los embarazos indeseados que le habían dejado varios hijos; afirmando que, lo único que había podido verle a la condesa Cucú en común con las otras señoras, era la exigencia de tener que vestirse con delantales claros y llevar siempre atado un pañuelo desde la nuca cubriéndole el pelo, rematando con un grosero moño en la frente, y, la de hacerla sentar al lado del chofer durante las movilizaciones en la ciudad o fuera de ella, cuando salían de la casa a hacer vueltas como comprar el mercado y otras cosas, haciéndose acompañar por guardaespaldas y otros servidores.

 Cuando esta mujer tan gorda se subía a un carro, eran muy notables las sacudidas que le daba a la amortiguación, pues su corpulencia ocupaba casi todo el sillón delantero con sus ciento veinte kilos de peso que impresionaban por su figura, a quien la viera dar tan sólo un paso, pues se balanceaba de la cintura para arriba, de un lado al otro, y ya a su edad, malacarosa y sin un sólo diente, infundía en los pandilleritos temor y repugnancia, ya que, debía añadírsele el hecho de no bañarse a diario en semejante clima tan cálido, su cotidiano olor a tabaco por el pucho humeante que permanecía pegado a su labio inferior, extremadamente carnoso que denotaba un rictus de desprecio o de hastío, un gesto duro que compaginaba con el resto de su cara de mejillas colgadas y rechonchas. Sin contar los quejidos que lanzaba con voz aguda un tanto gangosa, causados por el dolor que le ocasionaba cualquier movimiento que hacía en sus desplazamientos por la casa, sosteniéndose con las manos de las paredes. Pero, sobre todas las cosas, lo que más les repugnaba de ella, era que comía cantidades sin iguales e incomparables con ellos que eran tan glotones a su edad; llegando al colmo de vérsele después de cada comida, tragándose los sobrados de cada plato, mientras hacía los oficios de la cocina, gustándole especialmente los de carne gorda y, por tanta grasa devorada a lo largo de su vida, había acumulado los músculos voluminosos y apoltronados que la caracterizaban, como sus brazos y muslos con las mismas zanjas que se le tallan a los bebés obesos.

 Contrastando la figura de esta mujer que por el oficio en que se desempeñaba, se le denominaba despectivamente sirvienta, con la imagen de la hermosa señora abrumada por sus penas que no alcanzaba a comprender las de otros, aunque no apartaba de sí su ser compasivo y lleno de fe en otras dimensiones, fuera de este valle de lágrimas, como trataba de demostrarle el único cura de la familia respecto a la existencia humana, cuando la iba a visitar y la encontraba sentaba en el altico de la piscina, en esos estados de inconsciencia que en varias ocasiones le hicieron llorar, mientras ella se burlaba de él, retándolo a que se largara para España, porque era un país de curas y monjas. Menos podían decirle a ella los reductos de bosques aislados a lo largo y ancho de los potreros que dejaban ver sobre sus copas en la distancia, las chimeneas humeantes de las fábricas de alimentos con sus formas rectangulares, ni podía imaginar el trasfondo existente en el monótono y cíclico sonar de las sirenas que señalan los cambios de turno en su funcionamiento, igual a como se hacen sentir con su estridencia en cualquier centro de producción a gran escala, para distribuir los horarios del personal que labora en tres jornadas las veinticuatro horas en los complejos agroindustriales compuestos por cientos de trabajadores en la administración, operarios, técnicos, ingenieros, pilotos y demás especialidades.

 La señora sumida en su propio mundo, no era capaz de comprender asuntos que no estuvieran relacionados con sus penas, pues eran ajenos a sus afectos exclusivos y a la historia de sus últimas propiedades, que habían retornado a sus haberes después de muchos años, de manos del último hijo varón que le quedaba, quien había caído gravemente herido por unos desconocidos en cierta ocasión que llevaba a cabo una transacción de grandes capitales, recién llegado de Francia con su novia parisina ("Riyín") que de inmediato regresó a su país sin despertar sospecha alguna, tal vez por tratarse de una europea, o seguramente por razones obvias que demostraban su inocencia. El caso es que a las autoridades no les fue posible averiguar los móviles del crimen para esclarecer la verdad, por múltiples factores circunstanciales que impiden el cabal ejercicio de las leyes, pues, aun cuando fue fallida la intentona de esta banda armada, el cuerpo de este joven quedó prácticamente partido en dos desde la cintura por balas de metralla, extinguiéndose su vida entre artificios, en una lenta y dolorosa agonía de largos meses.

 Sus sentimientos de madre se encontraban demasiado atropellados no sólo por la suerte fatal que habían tenido los tres hijos varones de su progenie y su marido, sino, por el proceder de su hija mayor que se había comportado egoísta y cruel. Pero de todos, el último era quien le torturaba con mayor intensidad, de una manera lacerante casi insoportable, no sólo por lo reciente de su fallecimiento entre la lentitud del dolor y los soporíferos día tras día y mes tras mes; habiendo sacado valor de sí hasta para entablar contacto con el más allá, para que los espíritus le resolvieran profundos interrogantes que agobiaban su alma, acerca de la justicia divina y humana, ayudada por sus hermanas con las conocidas mesas redondas de abecedarios, números y otras formas heredadas de antepasados vascuences e ingleses que acostumbraban llevar a cabo esos rituales, junto a otro cúmulo de costumbres y creencias, algunas tan detestables, como sentirse superiores a los demás, al atribuirse el mito de sus lenguas ancestrales arraigadas en el continente Atlántico y en la llamada tierra de ángeles o England, de sagas con trovadores que cantaban a la memoria de la sangre, al paraíso perdido y a otras nostalgias.

 Estos ritos que consideraban aptos para comunicarse con espíritus de difuntos, no los realizaban delante de los niños, aunque ellos sabían lo que estaban haciendo sus papás encerrados durante horas, al bastarles con las explicaciones que les daban al respecto, respetando mucho las condiciones que les ponían. Además, a veces solían detenerse a escuchar comentarios que les llegaban por azar, alcanzando a oír de sus propios labios verdades categóricas; dándose cuenta de la seguridad que sentían de haber entablado contacto con parientes y amigos que ellos apenas habían visto en fotografías, escuchándoles advertir en cierta ocasión, que estas sensaciones eran demasiado fuertes para personas tan jóvenes como ellos; impresionándoles tanto estas palabras que, hasta les daba temor de cuanto tuviera que ver con esos misterios, porque, asimismo, en otros momentos les habían visto llorar inconsolablemente después de realizada alguna sesión, paso tras paso, con el respeto y la fe que caracterizan a quienes creen de corazón en prácticas esotéricas.

 A esta señora, de nada le habían servido para el valor que requiere la vida cuando aparece el dolor y la adversidad, las riquezas que había tenido ni las múltiples experiencias en Nueva York o Miami en los años sesenta, cuando aprendió un poquito en torno a problemas internacionales con la detención de un importante personaje de la política nacional que luego fue presidente, por llevar cocaína en sus maletas, o con la muerte del Negro grande de Norteamérica (Martín Luther King) con su revolución religiosa cristiana; al igual que con el asesinato de Kennedy, o con el surgimiento de los movimientos juveniles de posguerra en su máxima expresión en el concierto multitudinario en Woodstock, donde fueron los militares mismos, los que auxiliaron a cientos de miles de muchachos que protestaban con sumo sentimiento contra la guerra de Vietnam, en nombre de la paz y el amor. Mientras, al lado de este pueblecito gringo, esa ciudad llamada capital del mundo occidental podía vérsele crecer en poderío, a pesar de su inmensidad artificiosa de consumista y su lobreguez de cementerio decorado, donde cada quien desconfía hasta el extremo de quienes le rodean, y porque además, a su apartamento no alcanzaba a entrar el sol, al encontrarse rodeado de imponentes rascacielos.

Con el mismo desdén se refería ella a la denominada capital latinoamericana (Miami), aunque había disfrutado los entretenimientos mecánicos en mar y tierra que ofrece la industria del turismo, porque sus playas eran muy peligrosas para una mujer sola, desencantándole ese ambiente porque no podía disfrutar el mar, y, sobre todo, porque, en la casa de la hija donde se hospedaba, dos de sus nietos nacidos allá la maltrataban cada vez que llegaba, pegándole palmadas; teniendo que esconderse bajo llave en su alcoba, pues –según decía- en ese país es tremenda la pena para quien le responda a un menor de edad del mismo modo; dándole miedo su proximidad, puesto que eran grandes y fuertes. De la misma forma le temía a los negros cubanos que andaban en carros flamantes, porque en su mundo interior aún primaban modelos racistas de sus antepasados, a pesar de que, entre los discos preferidos que había traído en sus últimos viajes se encontraran cantantes llamados de color en el clímax del éxito mercantil norteamericano, lo mismo que de jazz, manifestando una de sus contradicciones, pues también contaba entre sus hijas con la rebeldía de moda en las clases altas y medias del norte y el sur de América y Europa.

 Sus contradicciones se acentuaban, cada vez que el dolor de sus heridas espirituales se dejaban sentir, pareciendo querer asfixiarle; no importándole por eso la imagen que proyectara a los demás en sus borracheras, ni interesándole comentario alguno al otro día, ni admitir una sola palabra al respecto. Por el contrario, sus metidas de pata las remediaba con nuevas francachelas, excediéndose en los brindis con chicha, aguardiente o ron; olvidándose incluso de los consejos que le daba en tono autoritario el cura de la familia, a quien consideraba estúpido, nada consecuente e igual a todos los de su colectividad; asegurando que a él, lo único que realmente le importaba, era cuanto lograra obtener para acumular y el placer que pudiera sacarle a las visitas que le hacía: montando a caballo, comiendo y bebiendo a su antojo o entregándose a otras diversiones que ella sabía reservarse. Además, hacía ya mucho tiempo que había tenido el coraje de renunciar a la creencia en Dios, porque no consideraba justo cuanto le había ocurrido a sus hijos queridos, y menos aún lo cometido por su hija con tanta frialdad y cálculo monetario, en compañía de otros secuaces que sabían el modo de manejar sus debilidades, y mucho menos lo que se desencadenó después de la muerte de sus seres queridos, ante lo cual sólo quedaba el silencio de los sometidos por la razón y por la fuerza; dejándole allí en su inmensa soledad, entre múltiples incomprensiones por ignorancia, presunción y codicia desaforada.

 Los recuerdos de la tiíta-abuelita discurrían como una película interminable, pesando más en su ánimo que las responsabilidades con esas tierras en manos de los trabajadores, de quienes se sospechaba que lo más seguro, era que se aprovechaban de su ingenuidad y poca pericia al intervenir con los capataces en sus quehaceres, ya que su sola presencia de ruda idiosincrasia le intimidaban, aunque ya sabía que habían aparecido cercos rotos y potreros saqueados, aunque también se sospechaba de un yerno suyo que manifestaba avidez por sus propiedades, estimulado a lo mejor, por lo que conocía respecto a los alcances de sus cuñadas contra ella, su propia madre, a quienes él llamaba: Las gatas. Por las mismas razones que el difunto dueño de esta finca, su hijo recientemente fallecido nunca las había querido, aunque se trataba de sus hermanas; demostrándose nuevamente este sórdido intríngulis con la circunstancia de haber vuelto ellas a estimarla como madre, tan sólo porque volvía a tener alguna posesión, al tratarse de la heredera universal por ley de estas propiedades que antes habían sido suyas y de su esposo y padre. Siendo tan codiciosas ellas que, al enterarse de su nueva herencia, nunca más dejaron de estar en contacto con ella, para ganarse de nuevo su credibilidad y su cariño, sin importarles que el difunto dueño las hubiera despreciado toda su vida, porque sus sentimientos estaban puestos sólo en lo que lucía como posible apropiación rentable, aprovechándose del aturdimiento en que se encontraba su tierna madre, quien no sabía en que ocuparse ni para que, como si el dolor de su alma le hubiera quitado toda orientación y sólo aspirara cada día al enajenamiento del licor.

 Sin embargo, a pesar de tanta iniquidad, nada la atormentaba tanto, como el hecho de haberse trocado la vida de su último hijo por esas tierras, de esa manera tan cruel, cual designio fatal que el destino había urdido a su antojo, como algo casi irresistible para su sensibilidad maternal. Pues era tan terrible lo que sentía, que parecía enloquecer a cada instante, no encontrando por toda esa crueldad un rumbo para darle a su vida entre tanta confusión, ya que el exuberante paisaje de planicie y piedemonte andino aún le traía la imagen de su marido, cuando salían con los guardaespaldas a recorrer sus propiedades en varios municipios de la región que siglos atrás se presentaba selvática, escarpada e impenetrable para los conquistadores españoles que con temor la llamaron Sierra de los Nevados, junto a ese valle del torrentoso río que vio pasar historias coloniales de ciudades incendiadas, ese mismo río que caudaloso y turbulento se encañona entre las dos cordilleras más al norte, haciéndose profundo y peligroso. Recordándole a ella los años aquellos en que venía hasta esa finca, por tratarse del único paisaje de tierra caliente que poseían, con los amigos que gustaban mucho de salir en caravanas por el país, exhibiendo sus automóviles último modelo; cambiando de clima para bien de su salud. Apenas aceptando ella, que se encontraba completamente sola, sin ninguno de sus seres más queridos, y completamente en manos de las gatas feroces.

Ya sólo la visitaba uno que otro conocido, acompañado por músicos, cantantes, comilonas y risas desbordadas, puesto que no disponía de tantas personas a su servicio, entre chóferes, dentroderas, cocineras y mayordomos de confianza, ya que en los últimos años, después de la ruina en que la habían dejado sus hijas mayores, sólo le quedaba esta última posesión de la hacienda familiar; recordándole ese hijo y la forma como había sufrido por dinero estrictamente, en esa clínica donde ingresó con su cuerpo espantosamente herido; sufriendo intensamente en la prolongada agonía a pesar de pedir a gritos su muerte en los pocos instantes de lucidez que le dejaban los sedantes suministrados con la misma asiduidad que el alimento artificial que recibía en su inmóvil postración, mientras su cuerpo se llenaba lentamente de ulceraciones purulentas. Llevándose sus tristezas el ocaso con los últimos arreboles, tal vez tan rojos como la sangre derramada por orgullo e intereses de poderío, en esta América que había visto nacer algunos de sus antepasados Pero, para fortuna suya, cada día a esas horas se tomaba sus traguitos, aliviando un poco sus pesares, tratando de conciliar su espíritu con su noción de verdad acerca de la existencia, esa sensación de la ebriedad que le devolvía un poco el estado anímico tan parecido a la calma que anhelaba a cada instante.

 En los frecuentes delirios que entraba ella con su fácil costumbre de consumir bebidas alcohólicas en exceso, eran contadas las veces en que se le oía decir algo acerca de su esposo, ya que al parecer, también de él mascullaba recuerdos adversos más que de otra categoría; corroborándolo sus hermanas con gestos y palabras desdeñosas cuando se referían a él, queriendo a toda costa dañar su nombre junto al resto de sus parientes, a quienes llamaban despectivamente Los querubines de alas mochas, por el apellido que llevaba, solamente respetados por ser propietarios de grandes extensiones con historias muy particulares desde no mucho tiempo atrás, cuando empezaron a establecerse como familias empresariales muy importantes para la región, pocos siglos después de fundada Cartago por primera vez junto al río Otún y de haber sido incendiada por los aborígenes que pusieron en retirada esa migración europea; habiéndose tenido que organizar de nuevo el caserío en una margen del río La Vieja, a unos kilómetros de Santana de los Caballeros, entre el antiguo Antioquia y el Cauca.

 Los niños de la pandilla escuchaban con atención las historias que la querida tiíta-abuelita les contaba en sus estados de inconsciencia, incluyendo la de su marido y su hija mayor, aunque con sentimientos ambivalentes respecto a ella por la manera como había desafiado a su papá, yéndose de la casa con su novio, justo con quien él consideraba un negro con plata, indigno de su alcurnia; burlándose esta muchacha de él hasta el momento en que abandonó el país, sin siquiera regresar a verlo en su agonía y mucho menos para asistir a su entierro que se dio pocos meses después de ese disgusto que le costó la vida, según lo confirmó el informe médico sobre el señor apodado por sus amigos: don Miel de Caña. Pues, la herida emocional que le infringió a su orgullo machista profundamente arraigado en esa generación, la imagen de su hija como mujer ante las autoridades religiosas, al ver desobedecidas sus órdenes patriarcales, fue fatal. Pero, los horrores que pasaron a la postre fueron aún peores, porque esta oportunidad fue aprovechada por esta joven fugitiva de casa, para ir adonde su madre ya viuda y casi sin hijos, a aprovecharse de su blandura e inocencia, para quitarle sus pertenencias con métodos nada suaves; convirtiendo esa fortuna en dólares y regresándose de inmediato hacia ese norte, donde creía haber encontrado la felicidad con la emancipación de su familia semifeudal, al lado de ése que incentivó esta tragedia sin proponérselo, quien por esos días había ascendido al rango de capitán en las fuerzas armadas de esa nación imperial, cuya familia tenía fama de narcotraficante.

 A la señora podía vérsele casi todos los días en sus delirios, a veces llorando inconsolablemente en silencio, recostada en una mesa con botellas de aguardiente, cerveza, vasos y copas vacías; queriendo dejar de sentir los sucesos espantosos que, aparte del horror que le inspiraban, eran asimismo raíz de sus problemas presentes; prefiriendo su alma sensible y generosa huir de la realidad; pareciéndole hermosa la vida sólo desde esa sensación que da la ebriedad, ese estado que se ha utilizado para obnubilar las mentes de esclavos y pueblos conquistados de todos los tiempo. Pues, tan sólo en ese estado podía admirar el canto de un pájaro, la cadencia en el vuelo de una mariposa, la constancia en el crecimiento de la hierba y cada ser que habitaba en sus dominios; y además podía expresar sus afectos hacia los otros sin titubeos, incluyendo a los hijos de agregados o trabajadores, a quienes obsequiaba artículos escolares y algunas veces celebraba los acostumbrados cumpleaños, desde cierta vez que aceptó ser madrina de un recién nacido; permitiéndoles, incluso, instalarse a vivir en unas piezas de la casa, junto a una cocina con estufa de leña que ardía desde el amanecer; beneficiándose porque rompían, con su proximidad, el dolor suyo en absoluta soledad.

 Era el licor lo único que desbordaba su alegría de estar viva, incluso para asistir a las ceremonias matrimoniales y bautizos en que hizo su papel de madrina dicharachera, después de tomarse los traguitos para estar a gusto y comportarse a sus anchas, extrovertida, gozona y desprejuiciada; involucrando en la juerga a quien le permitiera compartir la primera copa por pura cortesía, ya fuese trabajador o amigo; prendiendo las fiestas al bailotear con uno y con otro, hasta no poder más. Así, por el mismo efecto con el paso de las horas y la fatiga física le hicieran cambiar de ánimo repentinamente; sorprendiendo mucho la manera como podía hundirse en sus penas más profundas, narrándolas con voz quebrada por el dolor y, a los pocos segundos estar de pie en la tónica anterior, cuando alguien la invitaba a bailar; secándose con delicadeza las últimas lágrimas del rostro con el dorso de las manos y estrenando una sonrisa, no sin antes disculparse con el parejo por el mal rato que les estaba haciendo pasar; estallando en risas juguetonas de niña traviesa que brillaban con cierto aire de inocencia; enrolándose en ocasiones con individuos que no se sabía muchas veces qué mañas podían tener; preocupándose mucho sus hermanas por esta situación después de terminadas las vacaciones, quienes, a pesar de tener sus días comprometidos con hijos, maridos, hogar y gestiones cotidianas, sacaban tiempo para acompañarle por turnos en su soledad, en la casa ubicada en el pie de esos cerros que divisan el valle, entre las cordilleras que se tornan azuladas durante la temporada invernal.

 Otro suceso entristecedor para esta señora que hacía parte de sus tantas quejas, era el referente a otro de sus hijos, quien había sufrido una muerte trágica al igual que los demás, al chocarse contra una volqueta en cierta ocasión que bajaba por La Popa a toda velocidad, cuando iba de regreso a la casa en su deportivo último modelo, regalado por su papá en el preciso momento que llegó graduado de médico en una universidad de Berlín; después de pasarse de copas con unos amigos que celebraban su triunfo en el club conocido como más alcurnioso de la ciudad cercana a los nevados, la de calles empinadas y la catedral que en su estilo medieval, parece haber sido un intento por eternizar esa larga época que tergiversó las predicas de quien partió la historia de Occidente en dos y ha sido considerado extraterreno, construidas sus altas torres casi dos siglos después de declarada la independencia de la inquisidora corona española, en plenos tiempos del desarrollo científico y tecnológico que tanto enorgullece al género humano.

 Este primo de la pandilla de niños, desaparecido hacía ya años, había regresado por esos días a su tierra de origen, satisfecho de haber obtenido un doctorado en medicina en el país nórdico famoso por su rigor y puntualidad, cuando le sorprendió el accidente en una de las recorridas carreteras artesanales de su Tercer Mundo; cuando llevaba consigo el intenso dolor causado por la decepción que tuvo de una adorada prima suya, hija de otro terrateniente del antiguo Antioquia, porque le había dado la negativa a su propuesta de matrimonio. Esa muchacha considerada la más hermosa de esa pequeña ciudad de calles empinadas que contaba con el apelativo de Perla del Cumanday, quien había frustrado sus deseos pro creativos y de unión de intereses económicos, familiares y políticos, con un solo no, rotundo; sumándole a este golpe emocional, la borrachera en que se encontraba manejando el vehículo y el trasnocho, como el cóctel perfecto para llevarlo a perder el control de la velocidad. Existe respecto a este suceso paralelamente la versión de quienes afirman que el hombre fue víctima de una prostituta enamorada de él, o que, por meros intereses monetarios, ciega de ira por su pasión o codicia, averió los frenos del automóvil en el mismo instante de haberse enterado de su intención de casarse con ésa que ella envidiaba tanto, porque sólo usaba cada traje en una ocasión y luego lo botaba, quien de antemano se había prometido a sí misma que, si no era para ella, no lo iba a ser para nadie. Nunca se supo la verdad respecto a lo ocurrido, como en muchas otras truculencias que suelen suceder.

 Periódicamente en la finca el ruido se acrecentaba con varios motores encendidos a la vez, en un coro de avionetas fumigadoras, planta eléctrica para accionar motobombas de extraer agua de pozos y acequias abastecedoras de tanques repartidores y recipientes de reserva del preciado líquido; un tractor sobre un depósito enorme que apisonaba con sus enormes llantas cantidades de plantas especiales recortadas en pequeños trocitos lanzados a través de un tubo, a medida que iba llenándose hasta los bordes, quedando una masa informe y compacta, como reserva alimentaria del ganado en tiempos de sequía o de inundaciones que se extienden por el valle impidiendo el pastoreo. Opacándose todo sonido de la naturaleza o canto de vida, puesto que ni siquiera los bramidos, relinchos o las voces graves y altaneras de los trabajadores podían escucharse, y menos aún los suspiros de la condesa Cucú sumida en su melancolía, contemplando embelesada el espectáculo celeste hasta caer la tarde con el ocaso, poniendo punto final a la jornada laboral en el campo, al tiempo que las sirenas ensordecedoras señalaban el cambio de turno en las industrias alimentarias que no paran durante el día ni la noche.

 Como es natural en estos climas, las penumbras traen consigo cocuyos de luces festivas, murciélagos que van y vienen con sus pitiditos menudos y uno que otro ratón de monte que corre y salta sobre el pasto, huyendo de algún búho que lo acecha, junto al canto monótono de grillos, chicharras, sapos y ranas de charcas y pantanos, más el zumbar y picar de nubes de zancudos que revuelan, haciendo bajar de la pequeña colina a la señora ya ebria, a refugiarse en la casa, al igual que exige a las madres proteger a los bebés metiéndoles entre toldillos y a quienes estén poco acostumbrados a resistir el flagelo de sus picaduras; obligando a cerrar puertas, ventanas y todo orificio o rendija por donde puedan entrarse a molestar el sueño de sus habitantes con el zumbidito de sus alas; bloqueándoles el paso con (angeos) redes muy apretadas que atajan del mismo modo arañas y otros insectos multiformes y noctámbulos, mermándose a la vez la circulación del aire que llena las alcobas de un fogaje aletargador, pese a la amplitud y altas paredes que presentan las techumbres de arcilla cocida.

 Así mismo, al llegar la noche, los trabajadores del campo ponen punto final a sus obligaciones, colocando las herramientas en orden y apagaban la planta eléctrica que deja todo a oscuras y en silencio; sintiéndose de inmediato en la atmósfera un murmullo de voces y aires del folclor emitidos por una pequeña radiolita de baterías que la dueña hacía sonar en cualquier parte, reuniéndose en torno a ella allegados y mayordomos; encargando a Honorio de iluminar con velas de parafina que tienen la propiedad de dar buena luz y un toque acogedor a cualquier lugar; e iniciándose las conversaciones acerca de la familia, las vecindades y sobre otras regiones del país, Norteamérica o el Cono Sur con su folclor de tangos, cuecas y zambas; ceñidas las palabras de cada uno a las experiencias tenidas en sus recorridos, en las que se destacaban las bondades y perjuicios del controvertido desarrollo de las fuerzas productivas en la velocidad actual, dadas las consecuencias sufridas por la naturaleza con la transformación de los paisajes en cordilleras, llanos, pampas, litorales y en las selvas llamadas actualmente grandes farmacias del mundo, con sus misterios microcósmicos en la gravitación de las partículas y el átomo vacío. También se abordaban temas sobre el alarmante avance de la desertización en África, Europa y en otros continentes, el desequilibrio ecológico en Estados Unidos y otras cuestiones igual de candentes por poner en riesgo la vida global.

 – Por ejemplo -decía el trabajador Genaro-, anteriormente en la finca no estaban tan secas las quebradas y el río no bajaba tanto su nivel en verano como ahora, ya que habían más árboles y animales de monte. Además, en la montaña de más arriba, los cafeteros no habían llenado las tierras con su cultivo de caturro que contribuye con la sequedad del suelo, la erosión y la contaminación de los nacimientos de agua que todavía quedan, a pesar de saberse muy en serio, que se trata del líquido fundamental para la vida. Y, ni qué decir de los ganaderos de más arriba, junto al páramo, porque las vacas se están comiendo todo el frailejón de los humedales.

 Los niños más pequeños trataban de entender a su manera, el aspecto organizativo de la producción y la tecnología del mercantilismo que parece tener sujeta la existencia a la condición única y exclusiva de la rentabilidad. Éste fenómeno que propiciaron el dinero y el enriquecimiento europeo al ritmo de dichos famosos como: La plata es difícil de conseguir, pero consiga la plata mijo. Con el agravante de considerarse imperecedera la pletoricidad de todas las formas de vida, así se hayan difundido cálculos sobre la extinción de especies en años y décadas que se avecinan, al ser tomadas exclusivamente como materias primas para la gran industria. Ahorrándose tiempo hasta en los mataderos de las ciudades, así los animales sufran aterradoramente, sin importar su tamaño ni el prolongado padecimiento retorciéndose de dolor, colgados brutalmente de groseros garfios de hierro, uno tras otro, muriendo a pedacitos mientras se les extrae cada una de sus partes, al tiempo que los demás esperan el sacrificio mirando con horror como lentamente se extingue la manada, como si se tratara de los seres más odiados del universo, para quienes se tuvieran a disposición los verdugos más fríos llenos de sevicia, dispuestos a infringirles las torturas más espantosas.

 Aprendían algo los jovencitos, acerca de lo que ocurre con minerales profundos de la Tierra como el petróleo, o con la capa superficial, delicada y esencial que cubre todos los relieves, dadora de cuantas florescencias y fructificaciones puedan imaginarse, y sobre la manera como es maltratado con fertilizantes y fungicidas; tal vez por ignorar el hombre, que se trata de delicadísimos componentes fundamentales de natura, que, como dicen antiguas leyendas en todas las latitudes, son los mismos misterios que encierran la madre y el padre de Todo, junto a la luz y el calor del sol, que son el origen de todas las cosas vivientes que ahora yacen casi asfixiadas por humos, vapores de toda laya y abonos; canalizaciones de fuentes, radiaciones y magnetizaciones, ruidos desconsiderados, malos tratos a los semovientes, explosiones que modifican los relieves y tantos otros factores que caracterizan el movimiento de la cultura predatoria. Asuntos demasiado delicados y complejos para los muchachos de esta pandilla que apenas estaban aprendiendo a escuchar con atención, guardando un silencio reflexivo y temeroso, porque también parecían darse cuenta de la esperanza que se tenía cifrada en ellos como posteridad, para que realizaran lo necesario en un futuro ojalá no muy lejano, porque podría ser demasiado tarde para los ámbitos salubres que se deterioran lentamente, sin un control amoroso y razonable.

 Esta pandilla ignoraba la realidad de su entorno, ajena a su mundo de fantasías juveniles, tanto en las ciudades donde vivían, como en esas tierras donde se deleitaban en plena libertad de acción para sus travesuras, al tumbar avisperos ocultándose a las carreras de su persecución y alcance, o al hacerle bromas a los espantos de leyendas sepulcrales que les contaban en el pueblo, alborotándose con sus chanzas cada vez que pasaban por un lado del cementerio, ubicado en una margen de la carretera; desafiándolos para que se aparecieran de un momento a otro, llamando a cada uno por su nombre, a los gritos, presos de la borrachera los mayorcitos y los más pequeños celebrando con carcajadas su atrevimiento, aunque en el fondo de sí sentían temor por esa imagen de cruces y lápidas con hierbas crecidas y un árbol de mangos que daba buenas cosechas cada tantos meses; apoyado cada uno en el valor que se daban en grupo, el uno pegado al paso del otro, sacando fuerzas para afrontar la verosimilitud de los fantasmas que ponían en evidente duda, sin contrariarse por eso los hombres fuertes y altivos de piel oscura, aunque parecieran amenazantes con su estatura y corpulencia que resaltaba en sus contornos por el brillo del sudor sobre sus dorsos desnudos que enjugan con los trapos que permanentemente llevan sobre su espalda, al tocarles estar el día entero a pleno sol entre los cañaduzales que se extienden sobre la planicie llena de movimientos de machetes o rublas, tractores y camiones inmensos.

 Disfrutaban estos niños la independencia que se les consentía durante las vacaciones, cuando nada sabían aún sobre las condiciones existentes en cada casa ni en las calles y campos que recorrían cada día, sin comprender el distanciamiento ni las diferencias existentes entre ellos y la mayoría de la gente, porque a esa edad se ignoran las sustancialidades de la realidad sociopolítica, y, tan sólo el goce y la belleza mueven el ánimo en busca de grupos con quienes compartir identidades, descubrimientos, rituales y rebeldías; al contar con la fortuna de tener espacio, tiempo y el mínimo espíritu para jugar a ser, inducidos por sus padres que conocían algo la libertad con sus riesgos, al margen de cualquier compromiso que no fuera el de gozar la vida, aprendiendo de ella a cada instante, porque daban tiempo al tiempo para que sus retoños crecieran, con la esperanza de que alcanzaran a ser mejores personas que ellos, tal vez por tener sus sueños puestos en la inmortalidad suprema de las magnitudes estelares.

 Así, temprano, una soleada mañana se preparaban para otro día de esparcimiento en un lago artificial de los vecinos, descendientes de los alféreces ya legendarios del tiránico e inquisitorial rey ibérico, cuya construcción se hizo para irrigar cultivos por medio de acequias que recorren decenas de kilómetros cuadrados en sus propiedades, cuando los veranos muy intensos no dejan gota de agua, resecando pastizales y sembradíos, o, para desecar los terrenos al llegar la temporada de lluvias que anegan la planicie con el desbordamiento de ríos y quebradas, succionándose los excesos del líquido elemento a través de las mismos mecanismos, pero haciéndolos funcionar a la inversa. Atribuyéndosele popularmente a estos vecinos tal exclusividad, por ser heredad suya desde la época colonial española, cuando llegaron muy admirados de la guadua (caña gorda), el oro y lo demás que aún tiene el llamado Nuevo Mundo, y empezaron a reemplazar bosques por pastizales y cañaduzales; agrupándose el ganado vacuno en inmensos hatos de centenares de cabezas, los mejor dotados a la redonda con ordeños electrónicos, etcétera; en los que todo macho al nacer se sacrifica para la procesadora de alimentos enlatados, porque los toros reproductores se importaban de Holanda y posteriormente sólo su semen conservado en potes especializados.

 Esa luminosa mañana andaba la pandilla de aquí para allá, tomando la postrera, como solían decirle a la primera leche que sale de las ubres, para saborear cada día, ordeñada directamente en un vaso con azúcar; recién levantados de la cama, descalzos y despelucados; buscando los vestidos de baño, cepillos de dientes y demás implementos para nadar y pescar hasta el cansancio en embarcaciones metálicas provistas de aros laterales para remos, a su disposición en un pequeño muelle ubicado junto a una edificación para invitados especiales de esa familia de tan rancio abolengo militar que esperaba obtener de ellos su hacienda; tratando primero de ganarse su simpatía, porque ya en ocasiones anteriores habían ofrecido sumas considerables por ésta. Creyendo esta familia paisa que los dominantes vallunos lo deseaban así por temor, al ser los únicos vecinos colindantes, ignorando que tan sólo era su codicia desbordada por el monopolio absoluto de la región. Allí, el espacioso y refrescante salón sin paredes a los lados ofrecía a los muchachos un bar y una pista de baile al fondo provista de luces psicodélicas y en pisos superpuestos que sobresalían en el horizonte, habitaciones perfectamente dotadas de lo indispensable, cuyos ventanales daban sobre el espejo de las aguas crispadas por el viento a manera de un pequeño oleaje; sirviéndose los muy traviesos de las alturas de estas edificaciones para clavarse en sus veintitrés metros de profundidad.

 Estaban muy contentos porque los iban a llevar en la camioneta, casi uno encima del otro, ocupando los bordes y el piso de la parte trasera, ya que parecían estar siempre en racimo a la espera de algo nuevo para hacer; recogiendo apresuradamente las cosas que necesitaban; impacientándose algunos que no veían la hora de salir para allá; entretanto otros se disponían a encabezar el coro, comenzando a entonar las rancheras favoritas para este tipo de paseos, repasando las letras que escribían en hojas de cuaderno que guardaban mal dobladas en los bolsillos, puesto que les era muy placentero cantar a coro y no ser aguafiestas con sus casi hermanos de paseo y risas. Estaban en esas, cuando de un momento a otro se presentó una muchacha de facciones gruesas, ojos alargados y pómulos salientes, pelo castaño ensortijado y cuerpo esbelto, hija del mayordomo, quien al igual que las niñeras departía con ellos en bailes y vagabundeos, cuando no se interponía el moralismo tradicionalista de sus padres y allegados que en varias ocasiones se lo habían impedido, haciéndola renunciar a las invitaciones que se le hacían con la espontánea alegría de querer compartirle nuevas experiencias.

 Llegó pues la jovencita de expresión alegre y sonrisa franca, un poco tímida en su mirar y modo de dirigirse a los demás, avisando que venía alguien por la entrada; haciéndolos salir de inmediato en tropel a observar en la distancia; apostando el uno con el otro, al que primero identificara el visitante sin utilizar binoculares, siendo grande su extrañeza al no coincidir con familiares ni amigos. Conjeturaban si era Chava, Paco, Chucho o Nano, hombre o mujer, negro, blanco, o mestizo; armándose un vocerío tan tremendo que atrajo la atención de los trabajadores en el maizal, al otro lado del aljibe, justo en el punto donde se yerguen los armoniosos cerros, como diciéndole al valle que hasta ahí llega su extensión, en ese punto especial e íntimo cuya hermosura puede servir para adorar la idea del mejor Dios de los hombres, o simplemente, para solazar el espíritu con el inmenso paisaje pleno de verdores.

 Entonces, cada quien desde su ubicación, centró la mirada en ese punto que se aproximaba a lo lejos, con la atención puesta en su enigmática figura de movimientos torpes, tratando cada uno de definir su identidad. Así, los trabajadores del maizal se apoyaron en los machetes y otras herramientas, los que arreglaban el establo se recostaron en el muro del portal con azadones, escobas y palas en las manos; notándoseles mucha curiosidad; creándose una situación nunca vista antes al suspenderse de repente el trabajo de todos los días. Entretanto, los que observaban desde las casitas alrededor, fueron los primeros en distinguir la fisonomía del visitante, puesto que, desde hacía ya varios años venía adonde la señora que ellos llamaban su patrona; haciéndolo ver de regular estatura y pelo emblanquecido por la edad, quien caminaba apoyándose en un rústico bastón de madera al dar cada paso con una de sus piernas lisiadas; desbordándose la curiosidad e inquietud entre los jóvenes que, con miradas interrogativas por el propósito de su visita echaron a correr donde los trabajadores, para que les contaran algo; dejándose escuchar cuchicheos y exclamaciones de sorpresa, al no creerles los cuentos que les echaban sobre el extraño personaje que se aproximaba en la distancia, cuya imagen contrastaba con su alegría.

 Las averiguaciones de los muchachos dieron resultados nada agradables para ellos, desde el mismo momento en que el nombre del personaje que se acercaba salió a la luz, recordándole a la familia un pecado pasado, algo secreto que sin proponérselo ninguno se revelaba, trastornando de repente su bienestar; pareciéndoles increíble lo que se oía decir de ese viejo, ya que el propósito de su visita era el de reclamar algo que consideraba suyo a la tiíta-abuelita; para ver si le hacía el favor de devolverle el terruñito que su marido le había quitado hacía ya muchos años, durante la famosa violencia entre conservadores y liberales, aprovechándose de circunstancias muy delicadas. Justo ahí, en ese mismo lugar donde ellos se deleitaban tanto con la naturaleza; habiendo ocurrido eso cuando aún no habían nacido o sus padres no se habían casado, o no se habían llevado sus fortunas convertidas en dólares para el país del sueño americano con bienestar, justicia y seguridad en categorías de mercado y derroche con secuelas letales en el aire, el agua, la tierra y en las últimas décadas, en la órbita geoestacionaria con la chatarra satelital que cada dos años dejan los dispositivos desechados por sus exclusivas comunicaciones militares y civiles.

 El recién llegado hizo su efecto en el ambiente vacacional, pareciéndole a algunos jovencitos demasiado difícil aceptar de un momento a otro, cuanto la vida les estaba revelando sin reparo alguno; guardando silencio para tratar de aclararse lo más que pudieran, al escuchar con suma atención cuanto se les contaba; interpretando cada uno de acuerdo con el alcance de sus sueños, agudeza de sus mentes y la sinceridad del ser desnudo que cada quien es para sí; sumando las explicaciones que luego dieron sus familiares, puesto que este suceso había afectado muchísimo su ánimo, como si a partir de ese momento se hubiera transformado el encanto de ese paraje tan querido, a medida que observaban punto por punto lo que se narraba sobre este hombre desconocido, con evasivas unos y con disimulos otros. Viéndose en esos momentos cuadros poco comunes entre estos juguetones, como el que presentaron dos o tres al no resistir el dolor de la verdad sobre ése diezmado por el sufrir, quienes debieron esconderse de las miradas ajenas a llorar su tristeza, mientras los demás no atinaban que sentir, pensar o hacer, ateniéndose a lo que les dijeran después en la casa, al final de las vacaciones, cuando se vieran con los papás, para preguntarles sobre el viejito loquito y cojito que casi les daña un paseo al lago artificial.

Como era costumbre de la señora permanecer casi todas las mañanas calmando el guayabo, recostada de lado en la cama, sin moverse durante horas más que para lo indispensable, levantándose sólo para ir al baño o tomar algo para calmar la sed; creyeron los muchachos que no iba a recibir al visitante; extrañándose mucho al ver su aceptación y la forma como se dispuso sin objeción alguna a atenderlo, apenas lo anunciaron; poniendo otra almohada que le levantara un poco más la cabeza y la espalda; haciéndolo sentar en una butaca cercana, sin mostrar incomodidad alguna por la forma inadecuada de presentarse, ni inmutarse por cuanto le decía desde el preciso momento en que la vio; mirándolo con indiferencia sin dejar de abanicarse e inhalando de cuando en cuando el aroma de una botella de alcohol que permanecía en el nochero; cogiéndola y volviéndola a colocar automáticamente, con su atención puesta en las radionovelas que acostumbraba escuchar a diario -que todos respetaban-, haciéndole silencio para no importunar su estado de reposo y aletargamiento, compartiendo con ella sólo las relacionadas con leyendas árabes y príncipes de la selva.

 Para la señora, su relación con este viejo que la buscaba con cierta regularidad, le era bien difícil, pero se sentía incapaz de no atenderlo, haciéndose negar simplemente. Porque, de verdad la tenía muy cansada con sus palabras reiterativas, a las que ella no podía dar crédito, porque se vivía en un ambiente nacional con tantas formas de violencia y trampa, por las que moría más gente, que por la de los enfrentamientos armados tradicionales en la lucha por el poder estatal, y cundía la desconfianza parejo con la corrupción administrativa en sus múltiples formas. Así como tampoco desconocía que él era un buen hombre, que no iba a cometer ofensa alguna contra los suyos; dejando pasar el tiempo, hasta que él se aburría de tanto quejarse y suplicar por la justicia que consideraba merecer, sin recibir uno solo de los obsequios que le hacían traer por Luz Helena, Orfidia o Magda, las empleadas domésticas, rechazando con mano desdeñosa las bandejas con vasos y platos, respondiéndoles que a él no le gustaban las limosnas. Tal vez, el viejo en su miserable condición trataba de demostrar cierto orgullo, o simplemente sentía irrespetado el alcance de sus peticiones hechas con la firmeza que sólo puede ser vista en quien posee una verdad irrefutable, pese a que su voz presentara un timbre áspero y sus palabras le salieran gangosas, dada la continuidad de su queja ante la vida que le había tocado y la respiración jadeante por haber caminado tan largo trecho bajo el sol ardiente en sus condiciones de salud.

Al rato, el viejo salió de donde consideraba que le adeudaban sus bienes terrenales, con su acostumbrado porte de resignación, creyendo haber concluido su reclamo de justicia, con la esperanza puesta en la credibilidad que se atribuía, y mientras se alejaba lentamente paso tras paso, la señora dijo a su familia que se trataba de un viejito loquito que hacía mucho tiempo venía a visitarla; esperando ella que sus palabras no tuvieran importancia alguna, ya que no podía creerse en lo que decía, porque ni siquiera había permitido que se le hiciera algún favor, pues, como bien habían podido oír, no recibía ni agua de cuanto se le ofrecía. Siendo suficientes estas palabras para que retornara el entusiasmo de casi todos los muchachos, que dando brincos, gritaron de alegría al ver que por fin se iban a gozar al lago que les parecía tan divertido; disponiéndose ahí mismo a entonar las rancheras que consideraban más relajo con letras como: Escaleras de la cárcel/ escalón por escalón/ unos suben y otros bajan/.., desconociendo su origen en Emiliano Zapata; apenas acordes para sus ganas de reír en este tipo de paseos; con parodias guapachosas u otra canción popular en boga: ¡Embriágame con cerveza dame aguardiente / y cúbreme con las tapas de cervunión,/ que sólo quiero emborracharme / y que sea tuyo, tan sólo tuyo mi corazón! / … .

 Lo que supo después la pandilla, era que el viejo cada vez que se animaba, emprendía la paciente caminada hasta la finca, a lo mejor imaginando que pasaría sus últimos años en el terruñito que reclamaba a la señora con tanta insistencia; yendo paso tras paso con esa porfiada ilusión de Justicia que realizaría sólo con su presencia y sus palabras, imaginándolas suficientes para demostrar su verdad, y que entonces, ella –madame Cucú- se conmovería y avergonzaría por los abusos de su marido durante las prolongadas ausencias que se daba; cediendo al fin a sus ruegos. Pero, de la misma manera que las veces anteriores, esa soleada mañana, el viejo se encaminaba de nuevo hacia su casita en el pueblo sin despedirse de nadie, tal como había llegado sin saludar, luego de hacer el monólogo para un sordo a la condesa Cucú, sobre su esposo don Miel de Caña; alejándose lentamente de la casa solariega; pensando volver en otra ocasión, mientras le acompañaran las fuerzas suficientes para mantenerse erguido y echar a andar carretera arriba.

 Entretanto, en la casa la algarabía juvenil llenaba el ámbito, al acomodarse cada uno en el carro; arrancando a toda prisa, dándole alcance casi inmediato al hombre que ya veían como al anciano loquito que visitaba a la tiíta-abuelita y, atendiendo sus sugerencias, se detuvieron junto a él, invitándole a subir en la camioneta, para hacerle el favor al pobre hombre, como le decía ella, sin querer ninguno hacerse muy cerca de él durante el trayecto, como si padeciera una enfermedad contagiosa, viéndose gestos que esquivaban hasta su mirada; dejándolo a los pocos minutos en una calle solitaria, apoyado en el grueso y rústico bastón que le ayudaba mantenerse de pie, mirando con perplejidad el vehículo que se alejaba, llevándose el bullicio de los muchachos y levantando polvaredas con la velocidad de sus llantas.

 

 

 

 

Autor:

Jaime Restrepo Chavarriaga

Partes: 1, 2, 3
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