- Introducción
- Apuntes históricos del Constitucionalismo y la Democracia
- América Latina, ayer y hoy
- Un camino… otro destino
- Conclusiones
- Bibliografía
Introducción
Pensar en términos de lo que es casi un continente, resulta un tanto arriesgado para hacer una prognosis conjunta. Pero sí es cierto que podemos dar algunas pinceladas al respecto que señalen las características básicas de nuestro futuro inmediato. Lo latino no es tanto una unidad si no una diversidad de realidades políticas, económicas, sociales, culturales e incluso raciales. De esa diversidad es que parte nuestro trabajo que propone una lectura distinta de la realidad en América Latina, haciendo énfasis en su tradición constitucional que en lucha constante por ser autóctona ha sido cercenada cientos de veces, pero que en la actualidad está siendo rescatada por algunos gobiernos que promulgan un nuevo constitucionalismo latinoamericano.
El presente estudio parte de un recuento histórico-lógico a fin de establecer los antecedentes, las características, y causas principales que incidieron durante la evolución del movimiento constitucionalista en nuestra región, objeto de forma asidua de los paradigmas euro centristas y norteamericanos desde su propio surgimiento, pero cuyas particularidades garantizan que cualquier investigación esté dotada de una gran riqueza epistemológica.
Apuntes históricos del Constitucionalismo y la Democracia
Los procesos constituyentes democráticos no son un mecanismo especialmente reciente ni desconocido. Han sido ensayados en diferentes coyunturas, por numerosos pueblos y también con resultados diversos, aunque en todo caso con una importante carga de impulso hacia estados colectivos de evolución más avanzados. Este primer acercamiento al tema pretende exponer de forma sencilla cómo surgió históricamente esta manifestación de la voluntad popular, cómo se ha ido decantando y perfeccionando y, también, cómo se ha visto enfrentada por poderosos enemigos, especialmente en el continente americano.
La consolidación del Estado moderno como forma de organización política y la aparición del poder absoluto en las puertas de la modernidad, principalmente en manos del rey, pero también, en el liberalismo inglés, con la decisiva intervención del parlamento- requirió de un replanteamiento sobre la naturaleza del poder y la necesidad de su control.
Este fue el objeto de preocupación y de ocupación de los teóricos del constitucionalismo: buscar fórmulas tanto en la legitimidad del poder como en su ejercicio que eliminara los temores hacia la concentración del poder del Estado en unas solas manos y la búsqueda, por lo tanto, de un gobierno mixto. Tesis que, desde luego, no eran nuevas, pues hundían sus raíces en varios pensadores de la antigüedad y, más recientemente, en la heterogeneidad medieval de instituciones que incluían una reciprocidad de poderes que de alguna forma se controlaban entre ellos.
Con la aparición del Estado absoluto, dígase monarquías a escala continental, se dio con toda su fuerza el dilema sobre la necesidad de controlar el poder; esto es, el constitucionalismo.
Con la evolución del pensamiento político occidental a partir del siglo XVII, se propusieron las diferentes teorías del contrato social, donde se trataba, por lo tanto, de hablar no solo de la legitimidad del poder, sino también de su cualidad: este, en esencia, estaba limitado por las estipulaciones contractuales, por lo que podía ser más o menos fuerte, pero nunca absoluto. El contractualismo se conformó, de esta manera, en el fundamento teórico de buena parte de las tesis constitucionalistas.
Los liberales revolucionarios, en el siglo XVIII, se apropiarán del concepto incorporando una relación de interdependencia entre el poder constituyente, pre jurídico e ilimitado, y el constituido, jurídico y limitado por la Constitución. El constitucionalismo dará paso, en ese momento, a la Constitución del liberalismo revolucionario, fundamentado en la decisión democrática del pueblo.
El constitucionalismo democrático como manifestación más perfecta, en su forma articulada y codificada en un texto único que denominamos Constitución, fue producto de las revoluciones liberales norteamericana y francesa que, con apenas unos años de diferencia, tuvieron lugar en el último tercio del siglo XVIII. Aun con notables diferencias más de procedimiento que teóricas, el objetivo de unos y otros fue el mismo: activar un poder absoluto con capacidad creadora cuya función era instaurar un poder limitado a través de una Constitución.
Tanto en el caso norteamericano como en el francés, así como en los demás momentos constituyentes del liberalismo revolucionario durante el siglo XIX, europeos y latinoamericanos, la activación del poder constituyente significó una ruptura radical con el pasado; con la dependencia de la metrópoli en Norteamérica, con el fin del Antiguo Régimen en Europa, y con ambos objetivos en América Latina, en lo que se denomina constitucionalismo fundacional, lo que al mismo tiempo, significó un esclarecimiento terminológico y conceptual capaz de definir el inicio de la contemporaneidad.
América Latina, ayer y hoy
En Latinoamérica, y desde la independencia, convivieron cosmovisiones constitucionales muy distintas en este respecto, que obviamente tuvieron expresión en la propuesta de modelos constitucionales también muy diferentes.
El "primer" constitucionalismo latinoamericano entendiendo por tal expresión la cultura constitucional que dio forma a los Estados de este continente, inmediatamente después de la conquista de la independencia se distingue por algunas características como la heterogeneidad, la no originalidad y la peculiaridad.
La heterogeneidad se produjo, una vez desapareció la homogeneidad impuesta en el período colonial, al pasarse de la unidad política del Reino de las Indias a una pluralidad de subsistemas constitucionales, diferentes aunque comparables, representados por México y Centroamérica, Venezuela y Colombia, Brasil, Argentina y Uruguay. Ello al mismo tiempo que los sistemas constitucionales de Perú y de Chile presentan ciertas singularidades.
La no originalidad deriva, fundamentalmente, de los lazos estrechos y duraderos que unieron al continente latinoamericano con el derecho europeo a causa de la experiencia colonial.
Se considera así, al respecto, la influencia jurídica ejercitada por el ius comune, por la escuela del Derecho natural y por el iusnaturalismo; pero también los condicionantes culturales ejercidos por España, que fueron determinantes para la configuración de la identidad de América latina. La doctrina alude en este caso, a un fenómeno de infiltración subterránea, desde el momento en que tres siglos de dominación política no podían no dejar una señal indeleble en la cultura del continente.
Desde el punto de vista del Derecho Constitucional, la común trayectoria jurídica de España y la colonia culminó en la experiencia de las Cortes de Cádiz, desde el momento en que la influencia cultural y política de dicha experiencia fue mucho más allá del período de tiempo limitado de su vigencia. Se trató de la primera apertura a las ideas del constitucionalismo liberal moderado; y todavía hoy la Constitución de 1812 es considerada "el primer y único intento que realizó la clase política española conjuntamente con América, de crear una comunidad hispánica de naciones, una verdadera Commonwealth". Su influencia sobre el constitucionalismo latinoamericano derivó no sólo de los vínculos políticos que unían a dicho continente con España, sino también de la decisión de asociarse en las decisiones constituyentes representadas en tal continente, y que proporcionaron al debate una contribución peculiar, concediendo a este texto una cierta vocación americanista.
Pero también fue determinante la influencia del constitucionalismo contemporáneo europeo y norteamericano, es decir, del proceso histórico y cultural que –a raíz de las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII- marcó la crisis del Estado absoluto y la afirmación del Estado constitucional de derecho.
Dentro del impulso revolucionario producido por los movimientos de independencia, las ideas liberales dejaron huellas evidentes en los primeros textos constitucionales de América Latina, que se dirigen, sobre todo, a la introducción de correctivos a la concentración del poder, bien a través del reconocimiento del principio de la separación de poderes, bien mediante el criterio de la alternancia en el gobierno en virtud de la prohibición de reelección de los cargos.
El principio del poder limitado se encuentra, por ejemplo, en los arts. 13 y 14 de la Constitución de Perú de 1839[1]en el Título V, art. 2 de la Constitución de Venezuela de 1819[2]en el art. 22 de la Constitución de Argentina de 1853[3]o en el preámbulo de la Constitución de Chile de 1828[4]Asimismo, la afirmación de la soberanía popular y el principio representativo se recogieron en el art. 40 de la Constitución de México de 1917[5]en el art. 12 de la Constitución de Perú[6]en el at. 1 de la Constitución Argentina[7]y en el art. 21 de la Constitución chilena[8]Por otro lado, se reconocieron los tradicionales derechos del individuo: desde la libertad personal y del domicilio, hasta el derecho a la propiedad, o desde la libertad de las comunicaciones, hasta la de manifestación del pensamiento.
En cualquier caso, los textos constitucionales son tributarios del perfil formal del constitucionalismo liberal: es el caso, por ejemplo, de la Constitución de Venezuela cuyos primeros tres artículos parecen reproducir muchos preceptos de la Declaración francesa de los derechos y de las libertades[9]No obstante, en otros casos, las Constituciones acogen soluciones diversas debido a la fuerza atractiva de la tradición española o del constitucionalismo norteamericano: así se evidencia, por ejemplo, en materia de libertad religiosa donde algunos Estados reconocen el pluralismo religioso (México), mientras otros constitucionalizan los caracteres de la religión católica apostólica y romana como única religión del Estado (art. 3 de la Constitución peruana, art. 2 de la Constitución Argentina, y art. 3 de la Constitución de Chile).
Es por ello que pese a la multiplicidad de proyectos la enorme mayoría de las Constituciones latinoamericanas que trascendieron al siglo XX, aparecieron "vaciadas en el molde" de un modelo particular: el de la Constitución de los Estados Unidos cuyas instituciones estaban claramente apoyadas en una filosofía particular, bien sintetizada en los papeles de El Federalista. (ver White 1978, 1987). Dicha filosofía era liberal y elitista, es decir, respetuosa de las decisiones personales individuales, y a la vez extremadamente escéptica frente a las capacidades de la ciudadanía para actuar concertadamente. Como dijera Madison en El Federalistan.55, en las asambleas colectivas "la pasión nunca deja de arrebatarle su cetro a la razón."
Sin embargo, si bien no hay duda de que América Latina ha participado plenamente "del pensamiento filosófico y político del mundo moderno y civilizado, mediante el orden constitucional", es igualmente cierto que ello se produjo sobre la base de un original proceso, en el sentido de que las soluciones constitucionales introducidas en la fase de independencia contenían significativos elementos de diferenciación respecto a la experiencia contemporánea europea. Esto ha permitido sostener que "Europa es la matriz, pero América Latina es una realidad propia".
No hay que olvidar que la introducción de instituciones propias del constitucionalismo norteamericano y francés en una cultura institucional distinta ha generado resultados muy diferentes en comparación con los prototipos de referencia, como claramente pone de manifiesto la parábola del federalismo y del presidencialismo en América Latina.
Además, los ordenamientos republicanos que se calificaron como representativos –si bien bajo un sufragio restringido-, nunca lograron llegar a ser verdaderamente democráticos. Mientras, los cambios relativos a las estructuras institucionales no fueron acompañados de una transformación coherente de las relaciones económicas y sociales, de una sustancial penetración en su orden interno, de los valores y de los principios del constitucionalismo.
En consecuencia, la historia constitucional de América Latina concretamente, la Constitución mexicana garantiza en el art. 24 la "libertad de creencias, el criterio que orientará a dicha educación se mantendrá por completo ajeno a cualquier doctrina religiosa y, basado en los resultado del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios" -inmediatamente después de la fase independentista-, evidencia un progresivo alejamiento del espíritu (más que de la letra) del constitucionalismo europeo.
Así podemos encontrar a Bartolomé Herrera, tal vez el más influyente constitucionalista conservador en Perú, durante el siglo XIX, quien sostuvo, "el pueblo, esto es, la suma de los individuos de toda edad y cuya condición no tiene la capacidad ni el derecho de hacer las leyes. Las leyes son principios eternos fundados en la naturaleza de las cosas, principios que no pueden percibirse con claridad sino por los entendimientos habituados a vencer las dificultades del trabajo mental, y ejercitados en la indagación científica" (ver Basadre, 1949, 217-8).
Encontramos allí una clara ilustración del modo en que se correlacionan ciertos presupuestos en torno a las incapacidades de la ciudadanía para actuar colectivamente, con la adopción de soluciones institucionales determinadas, en este caso, relacionadas con fuertes restricciones sobre el sufragio.
Pero ya en un extremo contrario encontramos proyectos constitucionales de orientación radical, como el de Apaztingán fundado en la voluntad inerrante de la ciudadanía, al decir de uno de sus mentores, Ignacio Rayón o el defendido por Francisco Bilbao, a mediados de siglo, inspirados en una ideología rousseauniana. Ambos ejemplos nos hablan de la existencia, en Latinoamérica, de una filosofía igualitaria, propuesta en su momento como base para organizar las nuevas instituciones.
Bolívar, repudiaba, como tantos otros, la fascinación de sus opositores con las"máximas exageradas de los derechos del hombre" máximas a las que descalificaba por ser importadas de Francia (Bolívar 1976, 12). Sin embargo, su reivindicación de lo local no llegaba demasiado lejos: todos los proyectos constitucionales bolivarianos se basaron ya sea en el constitucionalismo conservador inglés, ya sea en el constitucionalismo autoritario napoleónico.
En su propuesta de gobierno para la Gran Colombia, Bolívar, considerando la poca o ninguna experiencia que tenían los latinoamericanos para ejercer el gobierno popular de las naciones recién creadas, propuso la institución de presidentes vitalicios que escogían sus vicepresidentes, quienes los sustituirían de ser necesario, y un senado escogido de forma hereditaria, lo que garantizaría tener las cualidades necesarias para regir. No obstante es válido aclarar que ambos contaban con férreos controles populares que velaban por su buen ejercicio del poder.
De modo similar, Miguel Antonio Caro, y Ospina Rodríguez, en Colombia, repudiaban también la importación de ideas francesas, en nombre de lo nacional. Sin embargo, sus reivindicaciones de lo local aparecían apoyadas en el hispanismo reaccionario y católico. En definitiva, se trataba de una disputa menos teórica que de política coyuntural, destinada a descalificar antes que discutir con la propuesta del adversario.
Sin embargo, para pensar sobre las potencialidades y límites del constitucionalismo regional en Latinoamérica debemos partir pues de reconocer que aquí, se enfrentaron al menos tres proyectos constitucionales muy distintos uno conservador (políticamente elitista y moralmente perfeccionista); otro liberal (antiestatista, defensor de los" frenos y contrapesos" y la neutralidad moral); y otro radical (mayoritarista en política, populista en términos de moralidad).
Liberales y conservadores, por caso, lograron pactar y colaborar en la redacción de las nuevas Constituciones de mediados del siglo XIX, gracias al enorme espacio de coincidencias existente entre ambos proyectos: ambos repudiaban el mayoritarismo político; ambos proponían una defensa firme del derecho de propiedad; ambos coincidieron sin mayores dificultades en la implementación de políticas económicas antiestatista pero sin embargo tuvieron que limar largamente sus diferencias, en todo lo relacionado con la religión. Convenciones constituyentes enteras, como la Argentina de 1853, estuvieron dedicadas casi exclusivamente a ello, no obstante sus coincidentes intereses, a fines con la clase en el poder y en detrimento de las que no los poseían en la practica resultaron para los americanos en una perpetuidad del infernal sistema de dominación reinstituido con la independencia.
Para el próximo siglo nuevas transformaciones se operarían en al cuerpo operativo de todas las Constituciones latinoamericanas quienes en la primera oleada del reformismo constitucional comenzarían a ser modificadas a los fines de incorporar instituciones que eran propias del modelo constitucional antes desplazado, en particular, derechos sociales: derechos de los trabajadores; respaldo a las organizaciones sindicales; protecciones para los más pobres, etc.
El drama histórico de América Latina en el siglo XX seguirá siendo el atraso que genera la desigualdad y la pobreza existentes que diversos proyectos modernizadores trataron de enfrentar fracasando todos hasta el momento. Los intentos de una modernización precaria, casi o sin industrialización, resultaron en una urbanización muy pobre y en algunos casos miserables. La consecuencia política de la misma; una masa de desocupados e informales a disposición de quien sea capaz de movilizarlos, difícilmente para promover un encauzamiento inmediato a su solución.
Por si fuera poco una oleada de dictaduras plagaron este siglo en América Latina instauradas después de un Golpe de Estado, como un pronunciamiento militar cuya misión primordial fue la de decapitar y eliminar a una izquierda que no se resignaba al modo de producción capitalista, sino que apuntaba directamente a un socialismo que lo trascendía.
Su función esencial o primordial fue la de traumatizar al a sociedad civil en su conjunto con una dosis de terror suficiente para asegurarse de que no habría ninguna tentación ulterior de reincidir en desafíos revolucionarios contra el orden social vigente; para romper cualquier aspiración o idea de un cambio social cualitativo desde abajo; para eliminar permanentemente, en suma, el socialismo integrado a la agenda política nacional a raíz del triunfo de la Revolución Socialista de Octubre.
Al mismo tiempo, su vocación secundaria fue la de restaurar las condiciones de una acumulación viable, disciplinando la mano de obra con represión, bajos salarios y deflación, promoviendo al mismo tiempo la capacidad exportadora y asegurando nuevos niveles de inversión externa, para que pudiera desarrollarse el crecimiento sin interrupciones redistributivas o escasez de capitales: esa fue la idea.
La nueva sociedad, ya desde su surgimiento jerarquizada y dividida, asume y acepta el paternalismo benefactor de la clase gubernamental y el autoritarismo militar prusiano. Una sociedad que hereda también el desprecio hacia el indígena, que si bien se mantuvo siempre en lucha constante por el acceso a la tierra, frente a la autoridad gubernamental usurpadora, fueron las dictaduras quienes reprimieron más fuertemente las comunidades existentes.
Como consecuencia de ello entre los años 1964 y 1984, casi todos los países latinoamericanos estaban sumidos en dictaduras militares, que representaron una continuidad de orden oligárquico construido en el siglo XIX, interrumpieron la ampliación de los derechos de los ciudadanos propuestos por los movimientos sociales, en varios países del continente, y buscaron transformar económica y políticamente las sociedades en las cuales se produjeron.
Pero ni aun el relativo signo de progreso legado por estas maquinarias devoradoras de hombres, pudieron enmascarar lo pernicioso de sus resultados, que sin ningún tipo de consenso, ni respaldo constitucional condujeron América Latina a la peor crisis estructural que haya existido en la historia luego de la conquista y colonización del continente.
Una tragedia continental, que sin dudas contribuye a la progresiva erosión de la legitimidad del Estado, la creencia de la población de que los que mandan tienen el derecho a hacerlo, y la identificación básica de la población con él estado, dificultando su constitución como Estados nación. Este problema de legitimidad se agrava con la falta de acceso a la justicia, mecanismo fundamental del Estado de Derecho y con la existencia de varias legalidades en un territorio determinado.
En América Latina más allá de la legalidad del Estado central, existen por lo menos otros tres tipos de legalidad, la legalidad informal, la legalidad patrimonial y la legalidad mafiosa. La primera, ligada a la pobreza, a la falta de acceso a la economía moderna y a los servicios públicos básicos. La segunda, a la propiedad terrateniente y a los caciques locales. Y la tercera al crimen organizado. Todo esto lo lleva a señalar la existencia de una "legalidad trunca" en América Latina.
Esta situación nos hace ver la endeblez de la ciudadanía en la región donde existe una democracia electoral que brinda ciertos derechos políticos y algunos derechos civiles pero pocos derechos sociales, con el agravante de una retórica heredada del neoliberalismo, contraria a los últimos. Esta situación es resultado de toda la secuencia de hechos enunciados anteriormente que aunque no siguen un patrón causal y ordenado plasman la desigualdad existente en los distintos regímenes actuales en la formación de la aun incipiente ciudadanía.
En este proceso para superar el atraso generado, las creencias durante las últimas dos décadas del siglo XX estuvieron marcadas por la combinación de transiciones a la democracia y ajustes neoliberales como la primera alternativa para cerrar más las brechas de la desigualdad.
El neoliberalismo, luego de una primera etapa como política económica de las dictaduras del Cono Sur, pretendió que dando algunos derechos civiles y políticos a la población y restringiendo drásticamente los derechos sociales, como parte de los ajustes propiciados por el FMI y el Banco Mundial, alentaría la iniciativa individual y encontraría progreso. El resultado para estos, ante la desprotección social generalizada, fue la profundización de la pobreza y la desocupación y el aumento de la desigualdad, con los resultados conocidos de movimientos sociales y políticos contestatarios, lo que determinó el actual giro a la izquierda de gran parte de los gobiernos de la región.
La represión a los opositores de los gobiernos militares de América del Sur favoreció un movimiento de opinión que proponía un regreso a sistemas democráticos. En un ambiente de mejoras económicas, de una mayor estabilidad, con el término de la Guerra Fría, y la caída de los regímenes totalitarios, la sociedad comienza a exigir una mayor participación en la política. Se inicia, tanto por presiones internas de los diferentes actores sociales, como externas de países democráticos, un proceso de redemocratización de los gobiernos americanos.
Con el eclipse, en efecto, de los regímenes excluyentes y de las dictaduras que asolaron el continente en los años 70" y parte de los 80", se asistió al lanzamiento de importantes iniciativas de regeneración constitucional. Algunas de ellas se propusieron como objetivo atenuar un régimen híper-presidencial al que se atribuía una incidencia decisiva en la falta de estabilidad en la región.
En Argentina, en el marco de una transición que debía mucho a la derrota de la junta militar en Malvinas[10]se impulsó la creación de un Consejo para la Consolidación de la Democracia con el fin, entre otros puntos, de preparar una reforma que permitiera incorporar algunos elementos propios del parlamentarismo. Sin embargo, las inercias del antiguo régimen, el papel de la oposición y la ilusión de pensar que se podían imponer reformas en el ámbito institucional sin alterar las grandes desigualdades sociales y la distribución de poder económico hicieron naufragar el proyecto.
En Brasil, en cambio, la resistencia popular y sindical a la dictadura, y la exigencia de elecciones libres, desembocaron en la constitución de 1988, uno de los textos emblemáticos del nuevo constitucionalismo que comenzaba a gestarse en la región. La carta de 1988 fue una de las primeras en ampliar, renovar y reforzar el elenco de derechos constitucionales. Junto a derechos civiles, políticos y sociales ya clásicos, consagró derechos emergentes, derivados del surgimiento de nuevas necesidades tanto en el ámbito urbano como rural que incluían, ya entonces, el reconocimiento a "los indios" de "los derechos originarios sobre las tierras que tradicionalmente ocupan" (art. 231)).
Además, previó un sofisticado sistema de garantías, sobre todo jurisdiccionales, que comprendían instrumentos como el mandado de segurança, el mandado de injunçao o la inconstitucionalidad por omisión (inspirada, a su vez, en la avanzada constitución portuguesa de 1976).
Aprobada antes de la caída del mundo bipolar, y bajo el influjo vivo de la constitución nicaragüense de 1987, surgida de la revolución sandinista, la constitución brasileña fue todavía una constitución "dirigente", con numerosas técnicas de gobierno público de la economía que actuaban como garantía global del sistema de derechos en ella prevista[11]
Estaba lejos de ser una constitución socialista, pero dejaba un considerable margen de maniobra a políticas que el influyente catálogo privatista conocido como Consenso de Washington acabaría por angostar de manera drástica a partir de los años 90".
En efecto, si el despegue del constitucionalismo social europeo de posguerra se había visto favorecido por la eclosión de la Guerra Fría y por la existencia de programas de ayuda externa como el Plan Marshall (que comportó unos 13.000 millones de dólares de la época, más asistencia técnica) el constitucionalismo latinoamericano de los años 90" se vio constreñido a operar en un entorno adverso, caracterizado por la asunción de deudas externas con frecuencia ilegítimas y una sostenida presión para la puesta en marcha de políticas de ajuste estructural de claro signo privatizador y neo-monetarista.
La aprobación de la Constitución colombiana de 1991 fue acaso el último impulso republicano democrático en medio de un período de manifiesto reflujo conservador. Surgida de un original proceso en el que convergieron la movilización estudiantil y la institucionalización de una parte de la insurgencia guerrillera, la nueva constitución profundizó algunas de las grandes líneas establecidas por la Constitución brasileña. Consagró de manera extensiva "viejos" y "nuevos" derechos; otorgó reconocimiento explícito a las comunidades indígenas; impulsó mecanismos de participación directa que pretendían compensar los límites de un sistema representativo excluyente y previó garantías jurisdiccionales novedosas y accesibles para los sectores más vulnerables, como la denominada acción de tutela.
Todo ello permitió algunas sorprendentes actuaciones garantistas impulsadas a pesar de un aparato político administrativo hostil y autoritario, implicado en la vulneración sistemática de algunos derechos elementales como los de libre sindicación o huelga (incluido el asesinato y la desaparición de líderes sindicales)[12]. La diferencia, en todo caso, con textos como el brasileño, radicaba en que el sistema de derechos se vinculaba a una constitución económica carente de explícitas pretensiones "dirigentes".
Junto a estas iniciativas, en todo caso, fueron numerosas las que, de manera mucho más nítida, se inscribieron en el nuevo contexto de hegemonía de las políticas neoliberales y de regresión conservadora en la región. En realidad, este nuevo sentido común privatizador condicionó la interpretación de las constituciones vigentes, cuando no comportó cambios explícitos en su redacción.
La nueva tendencia actuó de manera desigual. Al igual que ocurriría en Europa, muchas de las reformas o de los cambios interpretativos emprendidos en estos años corrieron a cargo de fuerzas políticas socialdemócratas o nacionalistas que en décadas anteriores habían prohijado diferentes variantes de constitucionalismo social.
En México, tras unas elecciones atravesadas por el fraude, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) encabezado por C. Salinas de Gortari propugnó la reforma del célebre art. 27 de la constitución con el objetivo declarado de "acabar con el reparto agrario".
En Perú, A. Fujimori propició un autogolpe e impuso un nuevo texto constitucional, el de 1993, que reforzaba la posición presidencial y liquidaba, de paso, muchos de los elementos "sociales" recogidos en la constitución de 1979.
En Argentina, el peronista C. Menem también consiguió, gracias a un pacto con una parte de la oposición, reformar la constitución en 1994 y asegurarse la reelección. La reforma le permitió también apuntalar objetivos como "la defensa del valor de la moneda" (art. 75 inc. 19) que, en el contexto de la época, tenían inequívocas resonancias neoliberales.
En Colombia, por fin, una reforma impulsada por el gobierno de A. Pastrana, en 1999, eliminó del art. 58 la posibilidad de la expropiación sin indemnización por razones de "equidad", con el propósito de blindar las inversiones extranjeras, sobre todo en materia petrolera.
Naturalmente, sería una caricatura reducir estas reformas a un simple ejercicio de fortalecimiento de la figura presidencial o a la apertura de la constitución económica a políticas privatizadoras o monetaristas. Evidentes razones de legitimidad, así como la existencia de fuerzas opositoras más o menos articuladas, obligaron a incluir, también durante esta época, algunos principios e instituciones garantistas[13]Ello permitió, por ejemplo, la incorporación a muchas constituciones de los estándares de protección de derechos acuñados por el derecho internacional. Muchas de estas cláusulas, es verdad, permanecerían como letra muerta; otras, en cambio, darían paso, con el tiempo, a interpretaciones y desarrollos garantistas impensables en el momento de su aprobación[14]
Además de estas reformas ligadas al reconocimiento de derechos, tampoco faltaron las que insistían en temas como la previsión de reglas electorales más inclusivas o la consagración de instrumentos de garantía como las defensorías del pueblo autónomas, los consejos de las magistraturas o los tribunales y salas constitucionales[15]El problema es que el alcance de estas reformas se vio a menudo limitado, cuando no neutralizado, por las exigencias de concentración de poder económico y político, derivadas de un sentido común privatizador que conseguía imponerse, no sin resistencias, en diferentes frentes[16]
La crisis de la hegemonía neoliberal y la apertura de un nuevo ciclo constituyente a finales de la década de los 90", la ilusión de que se podrían acometer reformas selectivas en el ámbito institucional o de los derechos, manteniendo incólume un modelo económico que, aunque había contenido la inflación, había abierto de manera indiscriminada la economía a la libre circulación de capitales, bienes y servicios, aumentando las desigualdades y la exclusión, acabó por desvanecerse. Incluso los intentos de imponer "terceras vías" entre las políticas neoliberales y las políticas nacionalistas, desarrollistas o socializantes de la segunda mitad del siglo XX (el llamado "blairismo tropical") acabaron muy pronto por mostrar sus límites.
Un camino… otro destino
Una nueva situación política se iba conformando como paladín de una recomposición del campo de fuerzas, se comienzan a establecer los límites de lo posible y necesario en este ciclo democratizador que nace y recrea las esperanzas de avanzar a un nuevo proyecto democrático para las mayorías que va creando una nueva ciudadanía social instrumentada a partir de elementos de empoderamiento popular sobre los que sería difícil volver atrás.
Esta nueva tendencia, al menos parcialmente, parece ser la opuesta a todas sus anteriores. La resistencia ofrecida por diferentes movimientos populares a las dictaduras militares, a los regímenes representativos excluyentes y a las políticas neoliberales de las últimas décadas, ha generado procesos que han enriquecido en términos igualitarios y democráticos los contenidos del constitucionalismo en la región.
Diversas señales dan cuenta del cambio en la situación política, que supone y exige a la vez de una nueva política. Desde los años noventa nuevas fuerzas políticas han tomado el poder en diferentes países latinoamericanos. A través de diferentes medios, en general electorales, llegan al poder nuevos gobiernos que serán caracterizados como de "transición". En ellos recae la obligación de dar al país una nueva institucionalidad democrática y el desmantelamiento de la institucionalidad del régimen autoritario anterior para, así, conducir a los estados a un clima de paz entre los distintos actores sociales involucrados. Si bien no se trata de un mismo tipo de gobierno, existen puntos convergentes que permiten plantear un debate más amplio sobre los desafíos democráticos en la región.
El levantamiento zapatista en México del 1 de enero de 1994, fecha de entrada del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, marcó un hito en las resistencias populares a las políticas vigentes. A partir de allí, se asistiría, en muy poco tiempo, a movilizaciones y procesos destituyentes que llevarían a la caída de diferentes gobiernos y obligarían a revisar diferentes aspectos del orden constitucional vigente.
En Brasil, el gobierno de F. H. Cardoso llegó a impulsar 35 enmiendas a la constitución de 1988 que se ocupaban, entre otras cuestiones, de eliminar las "rigideces" que obstaculizaban la privatización de sectores como el de las telecomunicaciones o el petróleo. Los fracasos de esta política despejaron la llegada al gobierno del Partido de los Trabajadores (que al carecer de fuerza electoral suficiente tuvo que aliarse con el centrista Partido Liberal)[17].
En la Argentina, la Alianza encabezada por F. de la Rúa se reveló incapaz de torcer el rumbo político constitucional marcado por casi una década de privatizaciones y políticas monetaristas, y resultó arrasada por la crisis económico-política de 2001. Esta crisis, simbólicamente retratada en la consigna de las movilizaciones de piqueteros y clases medias empobrecidas: -¡Que se vayan todos!- se resolvió con la llegada de un gobierno peronista con un discurso crítico con las políticas neoliberales.
Algo similar ocurrió en Uruguay, donde el gobierno de Jorge Batlle, del Partido Colorado, perdió fuelle tras el rechazo en referéndum, en 2003, de una ley que autorizaba a la empresa petrolera estatal ANCAP a asociarse con empresas privadas y abrió camino al triunfo del Frente Amplio[18]
La elección de Hugo Chávez en Venezuela, de L. I. Lula da Silva en Brasil, de Néstor Kirchner en Argentina y de T. Vázquez en Uruguay, sumada a la victoria de la socialista Michelle Bachelet, por la Concertación chilena, supusieron un punto de inflexión en el escenario hasta entonces existente.
Tras una década de políticas privatizadoras y de ajuste justificadas en nombre de la lucha contra la inflación o de la necesidad de modernizar el aparato estatal, comenzaba a ganar espacio un nuevo sentido común centrado en la necesidad de una mayor participación ciudadana, la atención de los colectivos en mayor situación de exclusión y el cuestionamiento de algunos de los grandes temas que el neoliberalismo había convertido en tabú, como el gobierno público de la economía.
En Bolivia en respuesta a la movilización urbana e indígena, el presidente Sánchez de Losada promovió una reforma constitucional en 1994 que consagraba el carácter "multiétnico y pluricultural de la nación" (art. 1) y reconocía a los pueblos indígenas ciertos derechos sociales y culturales (art. 10,171). Esto no impidió, empero, que se insistiera en la privatización de sectores energéticos clave, lo que generó fuertes revueltas populares conocidas como "guerras del agua y del gas"[19].
En 2004, tras esos levantamientos, el nuevo presidente, Mesa, propició una nueva reforma constitucional. El principal objetivo de esta enmienda fue incorporar la posibilidad de convocar una nueva asamblea constituyente, reivindicación central del movimiento indígena y popular que llevaría a la presidencia al líder indígena y dirigente cocalero Evo Morales.
En Ecuador, el empeño en mantener las políticas de ajuste financiero y económico desató una sostenida resistencia indígena y de movimientos urbanos que se cobró tres gobiernos: el de Bucarán, en 1997, el de Mahuad, en 2000, y el de Gutiérrez, en 2005. Este vendaval destituyente arrastró consigo a la constitución de Sangolquí, pactada en 1998 entre las nuevas fuerzas sociales constituyentes y los partidos tradicionales y facilitó la victoria electoral de Rafael Correa, por el Movimiento PAIS, en 2006.
En países como Venezuela, Ecuador y Bolivia, estos cambios políticos se tradujeron en nuevos procesos constituyentes y en nuevos textos que, si bien recogían elementos de las constituciones hasta entonces vigentes, intentaban presentarse como una ruptura con el consenso político y económico hasta entonces vigente. En otros países, la mudanza de época se expresó en nuevos desarrollos interpretativos orientados, entre otros aspectos, a desplegar la fuerza normativa de los derechos reconocidos en la constitución.
En ese contexto el denominado populismo o proyecto nacional popular surgido de entre las cenizas del fracasado modelo neoliberal comienza sus ardua tarea, reformulando su teoría desde sus conceptos y principios de acción entorno a la soberanía, dándole vital importancia, algo que para las oligarquías y los neoliberales fue una cuestión irrelevante.
De esta forma el populismo, junto al resto de los nuevos movimientos políticos en su objetivo nacionalizador, identifican a la sociedad con el Estado para hacer países viables, sin prescindir en sus programa de un proyecto modernizador, sino mas bien deviniendo como atajos hacia el progreso por la vía de la política, con efectos tanto democráticos como autoritarios, sin constituir esta vez, regímenes representativos como los modelados hasta el momento y que habían condenado a toda la sociedad latinoamericana a una completa enajenación apolítica.
Dichos procesos de base constitucional, aunque muestran un carácter polisémico, consecuencia de la gran variedad de experiencias vividas y aprehendidas del resto del mundo, comparten características similares pues basan su poder en una relación más directa entre gobernantes y gobernados, privilegiando la emoción de un lado y la fusión comunitaria del otro, como parte de un proceso de inclusión donde el pueblo, pasa a ser un sujeto político constituido por todo lo que no representa a las elites, y por tanto las mayorías.
Procesos auténticos que han estado marcados, entre otros elementos, por la irrupción de actores constituyentes como movimientos campesinos, indígenas, organizaciones de mujeres y feministas, sindicatos nuevos y antiguos, movimientos de desocupados, pobres urbanos y afro descendientes, organismos de derechos humanos forzando la inclusión de nuevos temas en la agenda político constitucional, y con ello, la delimitación de un modelo con perfiles propios.
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