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Estructurando bienes y servicios públicos en Argentina, Chile y Brasil

Enviado por Luis Roniger


     

     

    Apareció en la revista Estudios Interdisciplinarios de América Latina, 2002

    Luis Roniger

    Un bien público es todo aquél que, por su carácter generalizado y universal, no puede ser denegado a nadie una vez en existencia. Vale decir, aquel bien o producto que, al ser consumido por ciertos individuos, está automáticamente a disposición de otros, independientemente de si hubieren contribuido al financiamiento de su producción o no. La calidad del aire que respiramos, la salubridad o el estado de la seguridad personal en la vía pública son ejemplos paradigmáticos. Existen además bienes cuya distribución implica una intervención pública, en el enmarque y la regulación de servicios públicos o en su provisión a distintos grupos e individuos de acuerdo a criterios que difieren de los de mercado. Ello puede implicar precios diferenciales para distintos grupos, más allá de considerandos de mercado (como en la educación o en el consumo de electricidad y agua corriente).

    En el pensamiento que sustenta la actual fase de desarrollo de mercados libres, se ha discutido poco el impacto de la supuesta o real retracción de los estados sobre la configuración de bienes y servicios públicos. Así, la mayoría de los estudios sobre privatizaciones debaten el cambio de estructura de la propiedad y la supuesta o efectiva corrupción coetánea, pero dicen bien poco respecto de sus efectos sobre la calidad y el alcance de los bienes y servicios públicos. De manera similar, existen numerosos estudios sobre cambios en las condiciones laborales que se refieren especialmente a su impacto en términos de flexibilización laboral, pero no elaboran su impacto sobre la esfera pública y la posibilidad de debatir alternativas en la configuración de las políticas económicas. Es especialmente en el plano de los estudios sobre los servicios sociales que los investigadores suelen referirse en forma explícita al tema. En lo que sigue, ligaré los distintos planos, contribuyendo en forma preliminar al análisis de las imágenes y prácticas contemporáneas en este campo en Argentina, Chile y Brasil. Más que un estudio comparativo sistemático, los casos proveen ejemplos y permiten discutir distintas constelaciones de factores en la articulación de mercados, sociedades y estados y sus efectos en la configuración de bienes y servicios públicos y regulación de mercados en la actualidad.

     

    Las cambiantes relaciones entre estados y mercados

    A partir de la crisis del modelo de capitalismo desarrollista ligado al estado protector, proteccionista y/o populista, los países analizados se han movido en mayor o menor medida hacia modelos capitalistas ‘neo-liberales.’

    Aunque suele considerarse que el cambio se produjo a través del impacto del efecto de demonstración internacional de las políticas de Thatcher y Reagan y de las presiones de organismos ligados al consenso de Washington, debemos recordar que los precedió la implantación del Plan Ladrillo a partir de 1975 en el Chile gobernado por el General Augusto Pinochet. Es por ello importante no olvidar analizar el anclaje local del cambio, tema al cual retornaré en la sección siguiente.

    En Chile, a pesar del alto precio social de implantación de tal orientación, el régimen militar logró superar la crisis de inicios de la década de los 80, llegando a una transferencia institucionalizada de su modelo político y económico durante la transición a la democracia.

    Argentina sólo llegó a esa línea económica bajo democracia, en el gobierno de Carlos Menem, una vez que se enfrentó con las consecuencias de la crisis de la deuda externa y la hiperinflación de fines de la década de los 80.

    En Brasil, la adopción del cambio de dirección macro-económica fue impulsada a partir del gobierno de Itamar Franco, bajo la dirección económica de Fernando Henrique Cardoso, que luego reforzó en forma pragmática dicha línea al asumir la presidencia de la República.

    Existen, pues, diferencias sustanciales entre los tres países en el contexto, los tiempos y modos de adopción de las políticas económicas. No obstante ello, se puede afirmar que uno de los rasgos fundamentales compartidos por los diferentes casos es la transformación que se ha producido e impulsado en el imaginario social respecto de los roles del estado y sus relaciones con los mercados. En primer lugar, el estado pasó a ser percibido como parte del problema del desarrollo y el bienestar público, no ya como parte de la solución al problema. Aún cuando en la práctica los estados continuaron desempeñando roles de envergadura en los tres países a fines del siglo XX e inicios del actual, en el imaginario social ha primado la idea del estado en retirada y la auto-regulación de los mercados de bienes, de capital y de trabajo. En parte, tales imágenes reflejan el colapso del capitalismo autárquico y la ISI como ideas de desarrollo hegemónicas. En parte, legitiman un proceso que se ha dado a medias en América Latina.

    En países ligados desde hace siglos al ámbito universal tanto por su orientación y lazos efectivos como por sus expectativas y modelos de organización, la respetabilidad de la idea de los mercados libres a nivel global reforzó tendencias internas en tal sentido. Es así que varios procesos se dieron al unísono:

    (a) la difusión del mercado y el consumo como prácticas sociales que se generalizan o al menos se ansían alcanzar; vale decir, la masificación de los estilos de vida como objetivo, aunque de hecho no exista equidad en el acceso al consumo ni a los canales de decisiones políticas relativas a la economía;

    (b) difusión de la idea del mercado como mecanismo auto-regulador; y

    (c) difusión de la idea de retracción del estado, aunque en la práctica el estado conserva y reformula funciones. Existen así constelaciones variables de ingerencia del estado en la regulación de aspectos básicos de la economía tales como la regulación de los mercados cambiarios, la protección de la propiedad y la formulación del marco legal (e.g. de funcionamiento de firmas y corporaciones).

    (d) el surgimiento de una nueva cultura política (NCP). Esta nueva cultura política difiere en América Latina de aquélla que se configura en los países desarrollados. En Estados Unidos, Canadá, Japón y Europa Occidental, los trabajos de Terry N. Clark, Ronald Inglehart y Vincent Hoffman-Martinot identificaron la NCP en base a una serie de características, entre ellas la distinción creciente entre temas fiscales y sociales, poniendo énfasis en los sociales y en el individualismo, tendiendo a debates políticos en lugar de lealtades partidarias. La NCP es allí apoyada especialmente por los jóvenes, mejor educados y de mayor poder adquisitivo, que a la par demandan eficiencia en los servicios y menores impuestos. En forma paralela, tales capas sociales se inclinan hacia valores "post-materialistas". Aunque tales temáticas no se hallan ausentes en América Latina, en este caso la NCP que pasó a ser dominante en sociedades con democracias restauradas, esferas públicas a menudo limitadas y sociedades con brechas sociales pronunciadas. Así, la NCP se ve distorsionada por una constante preocupación por sobrevivir en un entorno de marginalización, desempleo, opacidad institucional y falta de confianza pública.

     

    El anclaje local del cambio

    Los cambios en la articulación de estados y mercados se ligan a transformaciones muy profundas en la concepción del rol y la contribución de la política en la esfera pública. Nada más distante que la visión actual respecto de lo que fue la visión hegemónica una generación atrás. Como bien los caracterizó la crítica literaria chilena Ana Pizarro, los años 1960 y comienzos de los ‘70 fueron

    años de "ejercicio del criterio" en la ciencia social: teoría de la dependencia frente a desarrollismo, crítica y contra-crítica, diálogo con los africanos que comenzaban a emerger de su proceso de descolonización. Años de fortalecimiento de las organizaciones populares, tiempo de la Revolución Cubana, dinámica inusitada de integración latinoamericana y del Caribe, resurgimiento del sentimiento anti-imperialista, brote de la futura Teología de la Liberación, reivindicaciones de las minorías a nivel internacional, emergencia del feminismo.

    El énfasis se ponía entonces en el proceso de cambio radical. Los derechos humanos se analizaban en clave de la liberación humana. Pongamos como ejemplo un libro que bajo ese título ["Human Rights and the Liberation of Man in the Americas"] fue publicado en 1970, en el que se pueden leer frases como las siguientes:

    Espero que logremos crear un frente o coalición de conciencia entre todos nosotros… A fin de fomentar la revolución; no como un acto de violencia (aunque la revolución puede ser acompañada por violencia) sino como un acto de redención humana que lleve a la realización de los derechos humanos. Violencia no es lo que debemos poner en cuestión, aun cuando deberíamos tener presente …que quienes impiden la violencia revolucionaria transforman a la violencia contra-revolucionaria en inevitable

    Aun quienes se oponían a la violencia no dudaban entonces de los proyectos colectivos en pos de la justicia social y de la necesidad de lograr un cambio impulsado políticamente. La retórica de la guerra y el activismo no estaba ausente en quienes se oponían explícitamente a la violencia. Hélder Camara, arzobispo de Olinda y Recife y uno de los voceros de la no-violencia en Brasil, sugería en 1970:

    Cuándo podremos captar que el problema número uno que la humanidad enfrenta no es el choque entre el Este y el Occidente, sino entre el Norte y el Sur – vale decir, entre el mundo desarrollado y el mundo subdesarrollado? Cuándo lograremos hacer que todos entiendan que la miseria es el mayor esclavizador, el asesino por excelencia, y que la guerra contra la miseria debe ser la primera y única guerra en la que debemos focalizar nuestra energía y recursos.

    José Joaquín Brunner describió el prisma intelectual chileno hasta 1973 como estructurado en base a tres ejes: el eje de un cambio revolucionario y la refundación social; el eje de elaboración de utopías; y el eje de centralización del estado y la política como focos de cambio. El primer eje creó básicamente la escisión entre la social-democracia y las izquierdas que proyectaron modelos alternativos de configuración social, cuya consecuencia práctica fue la percepción de la derecha liberal-conservadora de verse amenazada por quienes impulsaban un cambio total. Al combinar el rol central de la política con un énfasis en el futuro utópico, la sociedad chilena funcionó en su universo ideológico como produciendo un "escape permanente hacia el futuro". Dice Brunner que hasta 1973

    los contenidos utópicos primaban sobre los contenidos orgánicos de la realidad. La historia pasó a ser percibida como puro terreno de lucha ideológica y no como el lugar de sedimentación de las tradiciones. El pasado era la crisis que se manifestaba en el presente y que, por tanto, necesitaba superarse. La densidad de las experiencias acumuladas era continuamente desvalorizada en función de las propuestas que prometían un futuro mejor. La cultura intelectual de la intelligentsia, con la excepción de un delgado segmento en la intelectualidad de derechas, miró casi exclusivamente hacia el presente y en dirección al futuro, suprimiendo el pasado como un peso o inercia conservadora.

    La pasión política, el énfasis en la praxis política, la devoción a los sujetos históricos, la lucha entre modelos sociopolíticos alternativos a escala mundial y regional, el compromiso solidario con las clases populares, por parte de las izquierdas eran, por otra parte, reflejados en las derechas en una no menor pasión política, revestida de connotaciones doctrinarias, que exhortaba a defender valores sacrosantos (vg. patria, nación, familia, religión, estado). La posición de principio que los extremos del espectro político tomaron implicó para los intelectuales la necesidad de una toma de posición, donde la neutralidad perdía credibilidad a partir de comienzos de los ’70.

    Cuando los resultados de tal confrontación se pusieron de manifiesto en toda su severidad sobre el trasfondo internacional de la Guerra Fría y la magnitud de la represión pudo ser conocida y reconocida públicamente, muchos de los intelectuales habrían de replantearse sus visiones de otrora sobre el rol formativo de la violencia en la constitución de la historia.

    En efecto, la violencia y la coerción constituyeron las bases de los procesos de cambio institutional y reorganización nacional de los ’70 y ’80 en el Cono Sur. Las dictaduras militares fueron una nueva etapa – de brutalidad aún desconocida en los sectores medios – en una larga serie de gobiernos regidos por regímenes de emergencia, frente a las crisis económicas y políticas. Ya sea a instancias de sectores de la sociedad civil o bien en base a sus propios designios, los militares llegaron al poder después de haber derrotado a la guerrilla (al menos en Argentina) y aún en Brasil y Chile, con relativa facilidad.

    Con el poder concentrado en sus manos, se abocaron no sólo a terminar con todo abate de rebeldía izquierdista sino a reformular tanto política como socioeconómica y culturalmente los fundamentos de estas sociedades. Como justificación hicieron uso de las bien conocidas doctrinas de Seguridad Nacional, que se sustentaban en las percepciones de la Guerra Fría y los peligros de la infiltración comunista, pero iban mucho más allá del ámbito administrativo y político, en torno a visiones de un cambio profundo de la sociedad, la economía y la cultura.

    La visión organicista de los militares no era ajena a ciertas vertientes más amplias en dichas sociedades, algunas católicas ultramontanas, otros de cariz populista o comunitaria. Los militares en efecto se creían destinados por vocación y profesión a salvar la nación. Las imágenes eran propias de un discurso médico, que ante el peligro de difusión de infecciones y gangrenas, debía intervenir quirúrgicamente, extirpando la causa del mal. Que, ante la presencia de gérmenes amenazantes, debía neutralizarlos a cualquier precio. Que, ante la presencia de tejidos contaminados, debía efectuar un tratamiento a fondo. Investigadores como Marguerite Feitlowitz y Hugo Achugar, entre otros, han elaborado magistralmente los peligros y altos precios de tal uso del lenguaje como mecanismo articulador de la represión.

    Es indudable que muchos sectores de la sociedad civil, incluyendo la intelectualidad liberal y de centro, no se opusieron al proyecto de los generales, sino que al contrario, aplaudieron como en el caso de Ernesto Sábato en mayo de 1976 la "amplitud de criterio y la cultura del presidente" (Videla). Fue tal apoyo inicial comprometido que llevó a una futura fractura del diálogo en el campo intelectual. Asimismo y generalizando, podemos afirmar que, en su mayoría, las fuerzas políticas y los círculos intelectuales emergieron del período militar en común acuerdo en rechazar la violencia como fundamento de la vida pública y las ideologías. Difiriendo empero en la interpretación de los orígenes de la violencia, sus causas y la profundidad histórica de la violencia endógena a sus sociedades y en la visión respecto del camino a seguir en pos de un respeto efectivo de los derechos humanos sobre bases institucionales y culturales.

    Tras la transición se produjeron cambios notables en la relación de fuerzas políticas y sociales y el nuevo carácter de las esferas públicas, que son cruciales para entender la nueva estructuración de los bienes y servicios públicos. Los organismos de derechos humanos, así como muchos políticos e intelectuales que se abrieron a ese discurso durante el período militar y propusieron una redefinición ética de la política, perdieron vitalidad. Los viejos estilos de las clases políticas volvieron a cobrar centralidad en determinar el rumbo a tomar en cuestiones relativas a las víctimas de la represión militar, la justicia y la formulación de políticas. Bajo la fórmula de reconciliación nacional, formula constructiva de bajo costo político, las fuerzas políticas en el gobierno llevaron adelante procesos de cerramiento del tema, que desarmaron y marginaron a los intransigentes que siguieron demandando justicia y principios como fundamento de la política. Una nueva evaluación del pasado pasó a dominar la visión de los intelectuales, por ejemplo en la Argentina, donde muchos contemplaron sus experiencias de antaño con culpa, como admitiera José Pablo Feinmann:

    se vive con culpa la militancia de los años ’70. Es como si las luchas de los ’70 significaran el error absoluto. Y del error absoluto, la única consecuencia que se puede sacar es la inacción absoluta. Hemos pasado de "el que no milita es un idiota", como se decía en la década del setenta, a "el que milita está fuera de moda", como se dice hoy en día. Incluso hay palabras que han quedado desprestigiadas. Imperialismo, dependencia, socialismo, revolución. Ya nadie habla de éso.

     

    Feinmann observa que los intelectuales se refugian a partir de los ’90 en su condición de intelectuales como en una corporación, dedicándose a ella como a una carrera, consiguiendo becas, trabajando en los institutos de las multinacionales, siendo subsidiario del estado, difundiendo un discurso sutil pero desesperanzado. "La gran derrota, unida a la gran represión, han llevado a un inmovilismo histórico," concluye Feinmann. De manera similar, Ricardo Piglia indica que

    se discute mucho la teoría del consenso y del pluralismo como lugar donde los sujetos intercambian ideas, como modelo. No se tiene en cuenta que el elemento que define a esos consensos es la amenaza, que circula en el presente como una prolongación del terror militar."

    A la observación de Piglia se deberían sumar, para el caso argentino, las consecuencias funestas del período de hiperinflación y la etapa de estabilización con fuertes tasas de desempleo y falta de seguridad ocupacional que le siguieron. En una línea coincidente, León Rozitchner consideró que, en los ’90, la democracia argentina

    [e]s una democracia aterrorizada: surgió de la derrota de una guerra. No la que nosotros ganamos adento, sino la que ellos perdieron afuera. El terror, ley originaria de esta democracia, sigue todavia vigente, interiorizado en cada ciudadano, espada que pende sobre nosotros, siempre presente. Ese terror, negado en la sociedad política, corroe desde dentro la subjetividad de los argentinos. El ocultamiento del terror que recorre la sociedad – terror al poder armado, terror a la desocupacion, la quiebra o la pobreza en la economía – es el fundamento a través del cual el sistema niega, desde cada uno, aquello mismo que anima. El terror militar refrenó cruelmente lo que antes la sociedad civil habia expandido y ganado como experiencia colectiva. La amenaza de muerte nos hizo dóciles y cobardes. El terror hizo que nos consideremos, en la paz vencidos… Algo que se palpa en la diseminación y dispersión de la gente, en la violencia que la expropiación económica ejerce sin que se le oponga resistencia, en la acentuación de las formas fascistas en la educación, en los programas de radio y televisión, en los diarios.

    Finalmente, Piglia es de la opinión que

    la política se ha convertido en la práctica que decide lo que una sociedad NO puede hacer. Los políticos son los nuevos filósofos: dictaminan que debe entenderse por real, qué es lo posible, cuáles son los límites de la verdad. Todo se ha politizado en ESE sentido. También la cultura. La política inmediata define el campo de la reflexión. Parece que los intelectuales tienen que pensar los problemas que les interesan a los políticos.

     

    Consecuencias del cambio en los bienes públicos

    Varias son las consecuencias de las transformaciones anteriores en el enmarcamiento de la provisión de bienes y servicios públicos. En esta sección me referiré a los bienes públicos como la salubridad y la seguridad personal, analizando los servicios públicos en la sección siguiente.

    Existen consecuencias relativas a la responsabilidad estatal y otras a la cambiante relación de la población con la política y con las esferas públicas. En cierto sentido, lo que sucede en uno de estos ejes repercute sobre el otro. La idea existente en el imaginario social de que el estado ha dejado de jugar el rol central que poseía en la etapa del estado protector, proteccionista y/o populista afecta ante todo la responsabilidad estatal frente a los bienes públicos. En Argentina, por ejemplo, se han generado problemas generalizados en situaciones donde, ante un eventual fracaso de los mecanismos de mercado, los consumidores no encuentran canales apropiados de apelación institucional.

    Tomemos el caso de los productos alimenticios. En muchas ocasiones, los consumidores descubren que los productos adquiridos no guardan un mínimo de salubridad. A lo largo de los 1990s se dieron numerosos casos de indigestión como consecuencia del consumo de productos insalubres adquiridos en distintos establecimientos, desde bares a redes de supermercados, con centenares de casos que han requerido la internación en salas de emergencia de hospitales. Un testimonio entre muchos otros:

    Nos sentamos en el bar de la esquina en la Plaza de Flores [Buenos Aires]. Pedimos morcillas y chorizos. Después de comer casi media morcilla, siento algo duro entre los dientes. Miro y descubro un clavo de unos siete centímetros, doblado y herrumbrado. La llamo a la moza y le muestro. Su reacción fue una risa incontenible. Lo llama al jefe del bar y le muestra. El jefe se ríe menos, pero se muestra igualmente divertido. Hasta entonces, dice, nunca le había aparecido un clavo de ese tamaño. Se disculpa y me ofrece otra morcilla en su lugar. Por supuesto que se me fue el apetito. Me hubiera podido morir allí mismo… Pero en el ambiente de impunidad que existía en esos momentos, mi ‘mala suerte’ fue motivo de festejo e hilaridad…

    Casos similares proliferaron en Buenos Aires en 2000 y 2001, involucrando a grandes cadenas de supermercados cuyos pollos ‘al spiedo’ fueron causante de casos masivos de indigestión, así como aún a la empresa MacDonald’s, cuyos sandwiches MacPollo pasaron a ser objeto de sarcásticos chistes entre los porteños.

    En países con códigos normativos diferentes y canales apropiados de apelación institucional, como los Estados Unidos o países de Europa occidental, casos similares hubieran llevado a litigios judiciales y demandas de compensación monetaria. En el caso argentino, se han traducido a lo sumo en disculpas y en algunos casos, ni a eso, limitándose a una sonrisa condescendiente. Entre el consumidor y el proveedor/vendedor debería existir una relación de confianza (trust) en la idoneidad del consumo que, al ser rota, debería poder elevarse a instancias superiores para su adjudicación.

    De existir tal modalidad, se aseguraría que el lado afectado siguiera actuando bajo el convencimiento de que quienes infrinjan el mandato de idoneidad y responsabilidad (accountability) recibirán una pena pertinente a la infracción. Tal reacción tendría así un efecto doble: ante todo, el efecto de reparar el daño causado y más aún, de recomponer las expectativas amplias de una conducta adecuada y proba.

    Cuando tal posibilidad no existe, como en la Argentina en los ‘90, se consolidan expectativas de impunidad que son nefastas para la confianza pública tanto en los mercados como en las instituciones que deberían regular tales casos de fracaso de transacciones mercantiles (market failures). El problema no se restringe a los límites nacionales, sino que puede llegar a repercutir en el ámbito internacional. Ningún estado puede desentenderse de crear condiciones que garanticen la calidad de los productos alimenticios de su población sin correr el riesgo de perder credibilidad y capacidad de penetrar mercados externos.

    Cómo proteger los bienes públicos – asegurando su calidad o, al menos, compensando por su falta – se transforma así en un problema central que afecta la agenda estatal y social de los países analizados. En Brasil, el tema de la calidad del agua potable o el suministro ininterrumpido de energía eléctrica ya se transformaron en un tema de envergadura. En el Gran Buenos Aires argentino o determinadas áreas de Brasil, el tema de la seguridad pública ha adquirido aspectos alarmantes. Aunque tradicionalmente existía violencia ligada a focos criminales, la brecha social creciente — en sociedades donde las clases medias y medias bajas han sufrido un desclasaje considerable — ha acentuado el problema en los últimos años.

    Ello es aún más acuciante allí donde una ética de impunidad se ha proyectado al seno de las fuerzas del orden, particularmente ciertos sectores de la policía argentina, muchos de cuyos miembros han sido acusados de abusos, extorsión de pagos extra-legales (coimas) y uso excesivo de la fuerza, tanto en el ámbito de los derechos civiles como en el plano de la aplicación de la ley. La participación de fuerzas policiales en la rutinaria extorsión de coimas en plena Capital Federal, la colaboración de policías con los perpetradores de los atentados contra la Embajada israelí en 1992 y la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) en 1994 y numerosos ejemplos de gatillo fácil y abusos fueron detallados en los reportes anuales del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) de Buenos Aires. Los estilos de actuación de las fuerzas del orden aún bajo democracia han contribuido a que sean vistas con descreimiento en sectores amplios de la ciudadanía.

    El impacto del cambio se refleja aún más en el ámbito de las empresas privatizadas y su relación con la provisión de servicios públicos.

    Las privatizaciones y los servicios públicos

    En Argentina las privatizaciones de las empresas públicas fueron impulsadas por los objetivos económicos de lograr un equilibrio en las cuentas nacionales, superponiéndose al déficit crónico, así como por las necesidades acuciantes de pago de la deuda nacional. En 1990 el estado no contaba con acceso a financiamiento externo e interno, sufriendo el impacto destabilizador y deslegitimante de la hiperinflación. En tal marco, las privatizaciones habrían de permitir una reubicación frente a los acreedores y organismos internacionales.

    A nivel de neutralización de la oposición popular, se jugaron empero argumentos relativos a la necesidad de atraer inversiones a fin de modernizar los servicios y mejorar su calidad y eficiencia. Un factor de fondo en el éxito logrado por el gobierno de Menem en llevar adelante la política de privatizaciones radica en la situación de profunda crisis que se prolongó tras la hiperinflación desatada bajo la anterior administración de Alfonsín, luego de los fracasos de distintos planes estabilizadores heterodoxos como el ‘Australito’ (febrero de 1987) o el ‘Primavera’ (1988) y la consecuente pérdida de credibilidad estatal y suspensión del crédito internacional.

    El sentido de urgencia que Menem elaboró retórica y efectivamente le permitió neutralizar a quienes otrora se hubieran opuesto a leyes como la de la Reforma del Estado y las implicaciones de la Ley de Emergencia Económica. El poder ejecutivo cobró por la primera medida facultades para intervenir, modificar y privatizar las empresas públicas, mientras que a través de la segunda medida obtuvo el poder necesario para implementar las reformas económicas que habrían de terminar, entre otras medidas, con la discriminación del capital extranjero y con los subsidios a los proveedores estatales. Ellos fueron complementados en enero de 1990 por el "Plan Bonex" de convertibilidad de depósitos mayores de 500 dólares a bonos en dólares a diez años y por la profundización en la de-regulación de la economía (incluyendo las importaciones y la cancelación de aranceles proteccionistas a la industria local). Desde enero de 1992 el Plan de Convertibilidad plena se hizo efectivo, a fin de reducir el déficit público, reducir la deuda externa, mediante la emisión de bonos que pudieron ser usados para la adquisición de las empresas privatizadas, el retiro del estado de áreas económicas claves y el alza intentado en la recaudación impositiva.

    El paquete liberalizador fue adoptado e implementado a través de mecanismos hasta entonces inexistentes y que fueron tácitamente aceptados por la población y las fuerzas vivas de la sociedad a partir de la situación de grave crisis económica y falta de credibilidad institucional. Por un lado, el uso inusitado de los decretos-leyes por parte del presidente, eje de una administración centralizada, personalizada y a menudo discrecional. Por el otro, el cohesivo equipo técnico del Ministro Cavallo, que logró estabilizar la economía y restablecer las buenas relaciones con los acreedores internacionales, lo cual pudo ser interpretado localmente como un signo de éxito en la política económica, revirtiendo el ciclo incremental de pérdida de confianza institucional que se había producido en los 1980s.

    Las privatizaciones fueron presentadas al público en términos de la superioridad del mercado como proveedor eficiente de productos y servicios. Los argumentos en contra de las empresas públicas eran sumamente verosímiles, pues éstas eran percibidas ampliamente como ineficientes, poco productivas y generadoras de déficit fiscales, mientras sus servicios se deterioraban. Roberto Cortés Conde calculó que, en 1985, los gastos de las empresas estatales representaban el 20 por ciento del PBI mientras sus entradas eran el 3,28 por ciento del PBI.

    En la práctica las privatizaciones se usaron para confrontar el problema fiscal y de la deuda externa, para lograr recursos en las arcas estatales, a fin de aliviar las presiones de la deuda externa y obtener su refinanciación. Una vez llevadas a cabo, la distancia entre las expectativas de beneficio amplio y la forma efectiva en que las privatizaciones se llevaron a cabo creó desasosiego popular.

    En la primera época, las privatizaciones tuvieron un altísimo consenso, se creó un clima, se hablaba de corrupción de todo tipo en las empresas públicas, desde el personal que cobraba coimas por reparar cosas hasta el sistema de compra y suministro de las empresas. Basándose en hechos ciertos, la campaña que se inició en aquellos años, tuvo un altísimo consenso popular. Hoy en día las encuestas muestran un altísimo grado de insatisfacción de los usuarios con los servicios, por las altas tarifas, por problemas de delivery de los servicios, las encuestas muestras más de un 50 porciento de insatisfacción con los resultados de la privatización… Por el otro lado, se hizo efectivamente un traslado de ingresos del sector usuario hacia las empresas. …Según estudios financiados por el Banco Mundial, se estima un sobreprecio del 16% en las tarifas y de un 20% en el caso de los sectores menos favorecidos de la población. Un sobreprecio que significa unos 1000 millones de dólares de transferencia neta de los usuarios a las empresas. Todos los indicadores muestran que las empresas que más ganaron en la Argentina son las empresas atractivas, empresas líderes todas ellas, de manera que ello es parte de las consecuencias esperadas, no son consecuencias unintended. Y luego por supuesto un sector concentradísimo del capital tiene otras condiciones de negociación, y nosotros hemos visto en los últimos tiempos renegociaciones de contrato etc, para mantener esta situación privilegiada.

    Toda privatización implica preguntas relativas a la transparencia, la regulación y las consecuencias de las decisiones económicas. La urgencia y forma en que se llevaron a cabo los procesos de privatización en la Argentina implicaron serias fallas en el ámbito de la regulación y en el funcionamiento y provisión de servicios en las privatizaciones. Ello fue notable especialmente en la primera etapa en que el imperio de la celeridad permitió obviar la supervisión de los procedimientos, fenómeno que dio lugar a un clima de corrupción y escándalos que abarcaron a altos funcionarios del gobierno, sus familiares y asociados.

    Según estimaciones de agencias consultoras internacionales, Argentina ha perdido desde entonces 19 billones de dólares por falta de transparencia, un índice que refleja normas jurídicas, regulaciones y niveles de corrupción. Según las mismas fuentes, Brasil ha perdido 40 billones de dólares, mientras que Chile se muestra como el menos "opaco" a nivel normativo. Tales estimaciones deben evaluarse en base al monto de las privatizaciones en cada caso. Según la CEPAL, entre 1990 y 1999 las privatizaciones alcanzaron un paquete estimado en 24 billones para la Argentina, 72 billones para el Brasil y 2,5 billones de dólares para Chile. Además, es indudable que en el momento de entrada de los inversionistas extranjeros, la supuesta falta de transparencia fue compensada por los altos niveles de rentabilidad asegurados por los términos de compra de las empresas estatales.

    La urgencia del proceso determinó asimismo que el estado asumiera costos de reestructuración a fin de facilitar la venta y que adoptara el sistema de privatización completa del paquete accionario, a pesar de que la experiencia internacional y el know-how de los expertos aconsejaban que el estado retuviera parte del paquete de acciones.

    Respecto del funcionamiento efectivo tras la privatización, existen variantes dispares, como el de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) y el problemático caso de Aerolíneas Argentinas. En este último caso, se privatizó sin transparencia plena, por ejemplo pidiendo a Iberia precios menores que los ofrecidos anteriormente por la compañía SAS en el fallido intento previo. Asimismo, con la falta de liderazgo en la empresa, que luego llevó a conflictos laborales – especialmente de parte de los aeronavegantes – que dificultaron la adopción de planes de racionalización ocupacional, impidieron lograr mayor eficiencia y productividad y crearon un funcionamiento conflictivo y con pérdidas, que amenazó provocar el cierre de la empresa. En el caso de Repsol-YPF, a pesar de ser visto como un caso de funcionamiento efectivo tras la privatización, han surgido críticas acerbas a que la nafta sea vendida en el mercado interno a precios exorbitantes sin que sean controlados por un ente regulador de la explotación de hidrocarburos, como en los Estados Unidos. Asimismo, se ha criticado la opacidad de la privatización, el aumento incontrolado de las exportaciones y la merma en la exploración de nuevos yacimientos.

    Más allá de la especificidad del proceso de privatización se destaca así otro problema relativo a sus consecuencias. Me refiero a la separación de la decisión de inversión en los servicios públicos de la responsabilidad de operación y mantenimiento de los mismos. En los casos donde no se evitó tal separación se introdujeron fuentes de ineficiencia en la asignación de recursos. Ello ha sido particularmente visible en Argentina en la transmisión de electricidad y en el transporte ferroviario de pasajeros, incluyendo los subterráneos.

    En el caso de la transmisión de electricidad no se estableció cómo se aseguraría la reposición de la infraestructura y los equipos, con las empresas transportistas actuando sobre la infraestructura de líneas y equipos existentes. En dicho ámbito no quedó claro, afirman Chisari y Rodríguez Pardina, si el ‘mantenimiento’ a que están obligadas las empresas se aplica sólo al servicio o a la sostenibilidad a largo plazo de ese servicio. Ello deriva al tema más amplio, que es la reposición de los costos de producción del bien o servicio a proveer. Asimismo, si el usuario debe ser quien pague los costos de producción sin que exista una garantida competencia, existen pocos incentivos para incrementar la eficiencia, dado que no existe incentivo a largo plazo para que la empresa que presta el bien y servicio prevea que deberá preservar la infraestructura. Ello es particularmente crítico cuando existe un monopolio ‘natural’. En caso de tener que asumir tales costos futuros para la reposición, ello induciría a que la empresa privada generara ahorros de costos y creara una relación óptima entre el mantenimiento y la inversión a mediano y largo plazo.

    Otro aspecto importante es la obligación de prestar un servicio universal – existente cuando se debe "suministrar un conjunto de servicios bajo determinados términos y condiciones que, en muchos casos, toman la forma de transacciones no voluntarias". Ejemplos son los servicios para los jubilados e incapacitados que deberían suministrarse bajo las mismas condiciones que, para el resto de la población, aunque bajo un precio diferenciado.

    En el caso argentino, durante las privatizaciones, se puso énfasis en el aumento de la oferta y la mejora de la calidad en la provisión de los servicios. Después de un largo período de incapacidad o falta de voluntad del estado de invertir en la modernización de los servicios públicos, la imagen de las empresas públicas era equivalente a la ineficiencia y falta de oferta flexible para atender a las necesidades crecientes (por ejemplo en telefonía). Una vez adoptada la privatización, se ampliaron las redes pero aumentaron los costos al consumidor. Resultó claro entonces que uno de los problemas más agudos – debido a la inexistente previsión de mecanismos reguladores adecuados al principio universal – derivaban de la incapacidad de los usuarios más pobres en asumir los costos de la infraestructura y las nuevas tarifas.

    Así, el intento de llevar agua corriente y redes de cloaca a barrios pobres, aún cobrando cargos mínimos de infraestructura, ha llevado al traslado de residentes a zonas más marginales. Quienes enfrentan la desocupación estacional se ven obligados a cargar con costos mayores por iguales servicios, derivados de los cargos de desconexión y reconexión así como de los intereses por morosidad en el pago de las facturas. En el área de la salud y la protección del medio ambiente, los mecanismos reguladores del estado deberían asegurar la conexión obligatoria al agua y la red de cloacas en términos de bienestar general y prevención de enfermedades, sin dejarlo en el dominio de la rentabilidad empresarial. Podría ser financiado con las ganancias de expansión de la red en áreas mas acomodadas. Mientras que en el área de telefonía, gas y electricidad el bien público se ve sólo indirectamente afectado por la sustracción de servicios, en el ámbito de la salubridad y el medio ambiente, las consecuencias directas e indirectas determinan gastos públicos innecesarios. Por otra parte, existen ganancias sociales en el acceso y uso generalizado de los servicios provistos por la red (los economistas hablan aquí de "externalidades positivas implícitas"). Sería necesario, por tanto, según afirman Chisari y Rodríguez Pardina, buscar fijar un precio suficientemente bajo como para minimizar la autoexclusión de los consumidores.

    Lo anterior se relaciona con el tema de la equidad y el acceso generalizable a servicios y bienes propios de los así llamados "derechos de tercera generación", como la salud y la educación. Peter Knapp y sus asociados, entre otros, han destacado la importancia de dichos ámbitos, afirmando al respecto que "existe un nivel de desigualdad más allá del cual ideales básicos de iguales oportunidades, igualdad social y comunidad inclusiva se transforman en una vacía pretensión."

    Uno de los correlatos de las nuevas políticas sociales es la descentralización, especialmente en los países de dimensiones continentales y estructura federal, como la Argentina y Brasil. En forma paralela, uno debe preguntarse si las nuevas políticas derivan en la configuración de un sistema dual, bajo el cual las capas de altos ingresos accederían a los servicios privados, de calidad, mientras los sectores de bajos ingresos deberían restringirse a un sistema público subfinanciado. Pasemos a reveer rápidamente tal dinámica en la salud y la educación.

    Evaluando el ámbito de la salud y comparando los tres países, destaca el caso chileno, donde a partir de 1980 se creó el ISAPRES que privatizó el sistema. A pesar de que Chile no aumentó desde 1980 los gastos en salud – que permanecen en 1997 en torno al 2,3 por ciento del PBI frente a gastos que en los otros casos pasaron de 1,6% a 4,0% (Argentina) y de 1,3% a 3,0% (Brasil) – en índices de probabilidad de muerte, expectativa de vida, mortalidad infantil, acceso a agua potable y acceso rural y urbano a sanitación, así como ciertas enfermedades como la tuberculosis, la situación en Chile es mejor que la situación en los otros dos países. El gasto en Chile es mayoritariamente público, en contraposición al caso de Brasil y Argentina.

    El problema, al menos en Argentina, no deriva de la falta de gasto en salud, sino básicamente de la deficiencia en la estructura institucional de la salud, que impide un gasto efectivo, como aquél que en Chile se focalizó en la reducción de la mortalidad infantil durante el gobierno militar. Un estudio sobre la cobertura de la salud en las provincias argentinas identificaba en 1994 una cobertura femenina de 75% en Río Gallegos y Paraná, entre el 64 y el 69% en Gran San Miguel de Tucumán, Gran Rosario, Gran Buenos Aires y Gran Mendoza y de sólo el 60% o menos en Corrientes, Santiago del Estero-La Banda, Salta, Neuquén y Gran Resistencia. Un indicador del deterioro creciente estaba dado por el hecho de que las mujeres menores de 30 años se encontraban en forma sistemática debajo del promedio regional de cobertura. La falta de cobertura se liga a gastos crecientes y relativamente inflexibles en el área de salud, como por ejemplo pagos por parto. Entre un 27 y un 50% de las mujeres – según las distintas regiones – debió pagar por el parto, total o parcialmente. Ello aún tomando en cuenta que las mujeres con necesidades básicas insatisfechas (NBI) acudieron mayoritariamente al sector de salud pública. Otro indicador de pobreza creciente con incidencia en los índices de salud en la Argentina es el número de niños menores de 6 años en hogares con NBI. Por ejemplo en Corrientes constituían un 46% del grupo de edad; en Resistencia, Santiago del Estero y Tucumán conformaban alrededor del 50% y aún en Paraná, Rosario y el Gran Buenos Aires el porcentaje iba de 41 a 36%.

    En Brasil los servicios eran sumamente desiguales hasta fines de la década de los ’80, siendo minada por servicios deteriorados, corruptos y mal-administrados. Con la sanción de la nueva constitución en 1988, se fortaleció el sistema mixto público-privado de salud y se intentó fortalecer la parte de salud pública mediante la descentralización de los servicios a nivel de los estados y municipios, con los fondos provenientes del gobierno federal. Además, se creó una división de trabajo entre el Ministerio de Salud Pública, encargado de la medicina preventiva y el Ministerio de Bienestar Social, a cargo de los tratamientos médicos. Finalmente, se intentó crear un sistema desligado de las antiguas formas de intercesión clientelista. La descentralización se llevó a cabo en un marco diferenciado por estados, a fin de cubrir los costos diferenciales en las distintas regiones del país, transferidos en base al número de habitantes por estado y los costos básicos de salud en cada región. En forma complementaria, se erigieron comisiones locales y estatales de contralor de los gastos a fin de asegurar eficiencia en el uso de los recursos. A pesar de que Brasil aún se halla a la rezaga en comparación con Chile y Argentina, el nuevo sistema ha generado mejoras en los índices de salud.

    La educación es el otro ámbito importante para analizar el tema de la equidad y el acceso generalizable a recursos, un ámbito que es crucial para plantear un desarrollo sostenido y movilidad social vertical e inter-generacional.

    Sistemas altamente abarcantes a nivel primario y relativamente abarcantes a nivel secundario han visto mermados sus alcances niveladores, especialmente en zonas rurales y marginales, como consecuencia de las privatizaciones en la Argentina. En dicho caso, las escuelas han sido transferidas a la jurisdicción provincial y municipal sin destinar los recursos apropiados, la descentralización ha resultado en índices crecientes de ausentismo escolar y repetición de grado. Allí donde la descentralización ha estado unida a guarismos presupuestales, e.g. en Chile y Brasil, no se ha registrado un deterioro en la calidad de la educación, aunque como en el caso de Brasil, los índices destacan aún un largo camino por recorrer. La descentralización no debe, pues, ser tomada como indicador de eficacia. Al contrario, puede ser coetánea de una menor eficiencia en la provisión de los servicios y de mayores oportunidades de corrupción a nivel municipal y regional. Lo que determinará el impacto de la descentralización es el marco cultural y normativo prevaleciente en cada caso.

    El marco normativo es determinante al evaluar las consecuencias de las reformas en el plano de la efectividad, el alcance y la transparencia institucional. Un país como Chile, que se destaca por el mayor compromiso de la clase política y administrativa respecto de los cánones de imparcialidad que deben primar en la esfera pública aseguraron la posibilidad de centralizar un pensamiento generalizado en el raciocinio institucional, aún en épocas de supuesta retirada del estado. De manera similar, en Brasil el gobierno creó mecanismos que aseguraran mejoras a nivel regional y local, tal como afirmaron Fernando Henrique Cardoso y su esposa, la socióloga de la educación Ruth Cardoso:

    En el área social hicimos una fuerte descentralización. En educación, salud, reforma agraria, asistencia social. Básicamente, lo que hace el gobierno central son las reglas, hace un tipo de incentivo y pasa los fondos a la administración estadual y de los municipios. (Sólo en educación universitaria el sistema es más federal que estadual). Entonces hicimos dos cosas: descentralizamos y quebramos el vínculo clientelista con los partidos. No les voy a decir que está totalmente quebrado pero nos estamos esforzando mucho y tratando de hacer inversiones directas de fondos en la educación y el sistema de salud. En la educación hicimos un gran esfuerzo y hoy casi un 97% de los niños están en escuelas. De ese porcentaje, hay regiones donde la situación es peor. Entonces creamos un fondo que obliga a los estados a pasar a las municipalidades plata para aumentar el sueldo de los profesores y crear más escuelas. Eso produjo un efecto muy fuerte, al mejorar el interés por la educación. (Explica Ruth Cardoso) La distribución de fondos para la educación en los estados es per capita, por alumno que estudia. Por otra parte, los fondos van más a los estados pobres que a los estados más ricos como Sao Paulo, que ya tiene un buen sistema educacional y sueldos más altos para los profesores. El principio federativo se enfoca así hacia la redistribución…

    Otro problema relativo a los servicios públicos deriva del carácter de la regulación de precios y calidad de servicios, allí donde existen entes regulatorios, como es el caso chileno. Chile privatizó, por ejemplo, las rodovías para facilitar el transporte nacional, a fin de asegurar una más efectiva conexión con las regiones distantes. La concesión del derecho de recaudación de tarifas por el paso rodoviario en la ruta nacional posibilita por una parte el mejoramiento del transporte motorizado, pero es por otra parte un impuesto regresivo, ya que no existen vías alternativas de comunicación – lo cual garantiza un control monopólico sobre la carretera – y no toda la población usuaria está en iguales condiciones de pagar la tarifa requerida.

    De forma similar, las privatizaciones de servicios públicos se ha efectuado en algunos casos bajo condiciones que aseguraron un margen de ganancia demasiado elevado a los concesionarios, produciendo la descapitalización indirecta del mercado interno. Así, a pesar del aumento en la productividad ligado a la privatización, los precios regulados de la telefonía local en Chile aumentaron en un 35% entre 1987 y 1996 (los de larga distancia se redujeron empero en un 50%). Los precios de la electricidad al consumidor pasaron de 8,05 centavos de dólar por kWh en 1988 a 13,13 centavos de dólar en 1995. Igualmente, el nuevo sistema tarifario de los servicios sanitarios chilenos subió el pago en un 80% entre 1990 y 1994, aunque un subsidio estatal fue introducido para las familias más pobres hasta un consumo de 15 metros cúbicos y hasta el 85% de la facturación. Eduardo Bitrán y Pablo Serra indican que, a diferencia del caso argentino en el cual el apremio por privatizar en condiciones de crisis llevó a garantizar ganancias a los inversiones (tanto en el módulo de adquisición como en el funcionamiento futuro), en el caso chileno se tomaron medidas de regulación antes de privatizar.

    Sin embargo, los entes de regulación han sido incapaces de cumplir con su función en defensa de los consumidores, por dos razones fundamentales. Ante todo, por la incapacidad de poder establecer los precios de los servicios de una manera que refleje los costos de producción bajo condiciones de cambiante eficiencia, lo cual genera un proceso de negociación para determinar los precios.

    A ello se suma el talón de Aquiles de los entes de regulación pública: los salarios bajos de sus empleados, lo cual determina la incapacidad de emplear a gente altamente capacitada o bien aumenta el riesgo de captación de los más capacitados por parte de las empresas privadas, con lo cual se reduce considerablemente su autonomía como representantes del interés público. Consecuentemente, se produce cierta descapitalización de los usuarios. Los precios se reducen sólo allí donde existe competencia (en lugar de alta concentración), v.g en la telefonía a larga distancia.

    Tal problemática, justificada por la necesidad de atraer inversores a países "pobres" o carentes de estabilidad económico-institucional, indican la dificultad de evaluar a largo plazo las consecuencias de la falta de protección de los consumidores en la etapa de adopción de políticas económicas de ‘libre mercado.’

    Entre las reformas más importantes suele citarse la reforma del sistema de pensiones. En un caso, el argentino, las reformas se estructuran en un sistema que tradicionalmente era excesivamente oneroso e inoperante en el largo plazo, con niveles de pensión altos y edades de jubilación relativamente bajas (60 para los hombres y 55 para las mujeres). Tal norma no pudo ser mantenida en el largo plazo, llevando a reducciones de 25% entre 1981 y 1988 y un adicional 30% entre 1988 y 1991. El nuevo sistema, aunque más eficiente y rentable, ha sido restringido por la inestabilidad y terciarización laboral, mientras las pensiones bajo el sistema previo se han visto mermadas a sumas insignificantes. Las personas de edad han contemplado con impotencia cómo su protesta no ha podido evitar la reducción de sus haberes mensuales. En el film "Caballos salvajes" (1995) el cineasta Marcelo Piñeyro muestra en forma realista la desazón de quienes se ven estafados y a la par en forma alegórica cómo uno de esos ‘viejitos’ desata nuevas esperanzas por medio de una acción no convencional. En el caso chileno, la reforma del sistema de pensiones tiende hacia el sistema de capitalización individual, donde los haberes se determinan por los depósitos y por la actuación de los fondos de pensión (AFP) a los cuales los individuos se hallan asociados. El sistema parece haber permitido reducir la distorsión de los ingresos, estableciendo reservas y fortaleciendo el mercado local de capitales a través de la directiva a las AFPs de tener que invertir en el mismo. Al competir entre sí, las AFPs aumentan sus costos administrativos. En el largo plazo, la pregunta central sobre su sostenibilidad depende de la posibilidad de enmarcarse el país en un desarrollo sostenido, que asegure la capitalización de los depósitos hasta el momento de la jubilación de camadas mayoritarias de la población.

     

    El mercado laboral

    Otra área en la cual se han producido cambios notables es el mercado laboral. Mientras que en el pasado tal mercado se estructuraba en torno a lograr posiciones de planta, con todos los beneficios de estabilidad y servicios sociales acurrentes, en la actualidad se ha producido una proliferación de situaciones de precariedad laboral.

    En parte, ello va ligado y refuerza la pérdida de protagonismo político del sindicalismo. En parte, como en Chile, ello deriva de la destrucción de los sindicatos sectoriales por Pinochet y la imposibilidad del sector de ‘hacer política.’ En parte, como en la Argentina, ello resulta de la incapacidad política de los sindicatos de resistir la nueva política económica luego de la crisis hiper-inflacionaria de los ‘80s.

    En el marco de un incrementado desempleo, han cambiado las posibilidades de negociación de los trabajadores. Ello se sostiene asimismo por la creciente flexibilización del mercado laboral sustentada por el retiro del estado como regulador de las condiciones laborales. Es así que fenómenos de terciarización han devenido típicos de áreas enteras de trabajo.

    En mi campo la empresa tiene una relación peculiar con quienes nos ocupamos de la contaduría. En realidad trabajamos en relación de dependencia, en la empresa, pero facturamos por el servicio prestado como profesionales. …Hacen éso para evitar cargas sociales y tener compromisos menores en caso de ruptura, no correr con el costo del seguro laboral. Ello crea mucha tensión y un sentimiento de inseguridad, más evidente aún porque las empresas se manejan al estilo argentino, aún aquéllas de capital europeoo mixto. Me refiero a que aquí se maneja mucho lo de tener un padrino, alguien que te dé una palanca para entrar y progresar. No hay control de personal como el que conocí cuando trabajaba en CC [sucursal local de una empresa norteamericana]. En la empresa donde trabajo entra gente por méritos, pero uno siempre está compitiendo con gente que entra y permanece por relaciones. La tensión que ello crea es inmensa y se traduce en horarios de trabajo que se prolongan hasta la noche, tareas excesivas que no pueden discutirse, etc. etc.

    Los efectos de tales cambios se perciben en el campo de los servicios:

    En el pasado, cuando pedías línea [telefónica] llevaba meses y años recibirla. Hoy la empresa te la da enseguida. Pero como han privatizado todo, llega el que supuestamente debe instalarte la línea y te pide una escalera y herramientas, porque la empresa no le da auto y como debe viajar en colectivo [bus], el señor no puede ir cargando una escalera y cosas por el estilo, con lo poco que le pagan.

    Los cambios en el mercado laboral han tenido efectos inmediatos diversos. Por un lado, efectos en el sindicalismo, donde los fenómenos de cuentapropistas en relación de dependencia laboral y de terciarización de tareas productivas han creado un vaciamiento en la capacidad organizativa del sindicalismo tradicional. Ello va ligado a la reducción en la autonomía de sectores que tradicionalmente poseían seguridad laboral y marcos colectivos de defensa de derechos logrados en el marco del estado benefactor.

    Otro efecto fundamental se percibe en el área de las demandas de los trabajadores, con un cambio de énfasis hacia la lucha por el desempleo en lugar de las más tradicionales formas de defensa de salarios y mejoras en las condiciones laborales. Una clase obrera desagregada y no representada por el sindicalismo tradicional empezó a valorar mucho más la estabilidad del empleo que el mejoramiento de condiciones laborales y reinvindicaciones salariales. La reinvindicación principal se transformó en conservar la fuente de trabajo.

    Aunque suele suponerse que bajo tales condiciones el sindicalismo necesariamente se ve mutilado en su capacidad organizativa, en la nueva etapa, han surgido ya iniciativas destinadas a superar la precarización del mercado laboral. Entre otras, sobresalen las llevadas a cabo por la CTA liderada por Víctor De Genaro, que ha ideado formas novedosas de sindicalización de sectores hasta entonces desorganizados, como las trabajadoras del área de la prostitución o la sindicalización de vecinos en áreas de alto desempleo. Ideas similares han sido recientemente lanzadas por algunas de las fuerzas sindicales en la CUT de Brasil.

    Por otra parte han surgido novedosas redes alternativas en el ámbito de una sociedad que se articula en forma autónoma a fin de subsanar la carencia o parcialidad en la provisión de bienes públicos y en la capacidad de penetrar los mercados de bienes a partir de la precariedad. Aunque menos organizada que lo que la literatura de las ciencias sociales atribuye como característica de la sociedad civil, el fenómeno indicaría una restructuración social fuera del ámbito de la disgregación social, tal como Hernando de Soto y otros han enfatizado. Oscar Oszlak describe tal proceso para el caso argentino:

    [Podemos observar] la constitución de lo que yo llamo el cuarto sector en la Argentina, un sector todavía informalizado, que no son las organizaciones de la sociedad civil, en el sentido de identidades reconocidas, bajo una figura jurídica, sino que son redes informales de todo tipo para resolver problemas de lo que se ha tenido que encargar la gente, en gran medida como parte o resultado de esta política global del gobierno argentino. Por ejemplo, las redes de trueque que han crecido enormemente, muchísima gente cambia un tipo de servicio por otro, usando unos vales precarios, cambiando una torta por un corte de pelo, no literalmente, pero en base a bonos. Esto se está generalizando, hay decenas de miles de personas que están funcionando en ese tipo de redes, lo cual es mucho mas fácil en un pueblo que en la ciudad de Buenos Aires, aunque funciona en el gran Buenos Aires también. Por supuesto redes de autoconstructores en zonas localizadas, patrullas de vecinos que se hacen cargo de la seguridad porque ha aumentado la inseguridad como consecuencia de la precarización, el desempleo etc. Por lo tanto formas de organización vecinal que no llegan a ser aún de la sociedad civil, pero son redes informales. Y por supuesto, todas las redes de parentesco, intercambio, de gente que cuida bebés, que atiende ancianos, una gran proliferación de ese tipo sistemas de autoayuda y ayuda mutua.

    De forma similar, en Brasil, colectores de basura en las favelas de Sao Paulo y otros centros urbanos la reciclan. Formando parte de la economía informal, las dimensiones del fenómeno crecen con cada ola recesiva. Los habitantes son apoyados por gobiernos municipales emprendedores y en otros casos por ONGs de apoyo como el Instituto de Estudos, Formaחדo e Assessoria en Políticas Sociais (POLIS), creada en 1987 y activa en la identificación de estrategias destinadas a mejorar los recursos públicos, trabajando en conjunto con los gobiernos municipales y las asociaciones comunitarias que organizan a la población en las ciudades. Marcos municipales y de ONGs tales ofrecen cursos de capacitación, asesoría técnica, formación y difusión. Otros mecanismos de fortalecimiento civil han sido elaborados, por ejemplo en Curitiba, donde se ofrecieron pasajes de bus y vales para la compra de comida a cambio de basura reciclada. El programa creó conciencia y llevó a 16,000 familias a sumarse al proyecto. Programas educativos fortalecieron tal conciencia de reciclaje, llegando a alcanzar a un 70% de los habitantes de la ciudad (frente a un 10 a 15% de la población de Nueva York).

     

    Conclusiones

    Este artículo analiza los profundos cambios operados en Chile, Argentina y Brasil en la articulación de estados y mercados, con especial énfasis en la esfera de los bienes y servicios públicos. A través del análisis he identificado una serie de aspectos problemáticos en la operación de los servicios públicos privatizados y en el carácter de los bienes públicos. Primero, la debilidad de los canales institucionales de apelación ciudadana ante fallas en la protección de bienes públicos. Segundo, problemas de transparencia y regulación efectiva de la operación de servicios públicos. Tercero, la separación entre inversiones en la responsabilidad de la operación y en el mantenimiento de los servicios. Cuarto, cómo establecer precios diferenciales para distintos sectores de la población, a fin de asegurar de esta manera el acceso generalizado a los servicios, teniendo en cuenta problemas de equidad en sociedades con brechas sociales pronunciadas. Quinto, el problema de la regulación de precios y la calidad de los servicios. Sexto, la posibilidad de negociar las condiciones que aseguraron márgenes de ganancia demasiado elevados a los concesionarios, especialmente en situaciones de provisión cuasi-monopólica de servicios. Por último, la debilidad relativa de los entes de regulación de los servicios públicos.

    Los cambios analizados en la articulación de estados y mercados se relaciona con transformaciones en la concepción del rol y peso de la política. En efecto, el cambio efectuado en las últimas décadas ha conllevado la posibilidad de ‘de-politizar’ el ámbito económico. Así, a diferencia del pasado, temas particulares pueden resolverse en la actualidad dentro de su ámbito y no llevan a la politización inmediata, tan nefasta en pasadas décadas. Lo negativo deriva de la proyección de una visión de mundo, de acuerdo a la cual las decisiones económicas no deben ser producto de debate político y en la esfera pública. Ello implicaría, como en efecto ha sucedido a menudo, la imposibilidad política de plantear alternativas y de debatirlas en la esfera pública. Según Martin Hoppenhayn de la CEPAL,

    el lado bueno que tiene es que no convierte ningún problema específico en uno que desborda por todos lados. …[Pero] hay una relación entre la política y la economía donde la economía es tan fuerte, es tan estructural, está tan enraizada, que ya no es una mera ideología que se transmite discursivamente sino que está incorporada en los comportamientos cotidianos. Es ideología encarnada. Entonces, la política o los políticos o algunos de ellos tienen que hacer un esfuerzo tremendo para frenar esa tendencia al devenir meramente instrumental y tecnocrático de la política, y es un esfuerzo que de alguna manera está condenado al fracaso pero por el otro lado hay que hacerlo para generar cierto espacio de resistencia a la total tecnocratización.

    De forma similar, hace años el cientista político Atilio Borón afirmaba que es ilusorio aspirar a democratizar el mercado bajo la lógica de los intereses privados, ya que bajo su eje no cabe dar prioridad a criterios de justicia retributiva. Borón sugería entonces optar por el camino de la política y sumarle el protagonismo de la sociedad civil a fin de "desprivatizar" el estado, neutralizar los efectos disgregadores del mercado y afianzar el control público en pos del bienestar, el imperio de la justicia y las libertades públicas.

    Tomando en cuenta tales críticas deberíamos evaluar el paradojal hecho de que países donde la aplicación de políticas neo-liberales fue relativamente dura – como la Argentina – presentan logros menores que países como Brasil, en los que siguió primando la política, entre otras cosas como un ámbito donde alternativas pudieron debatirse. Paradigmático ha sido el cambio del presidente del Banco de Brasil a raíz de la decisión del presidente de la República, a fin de lograr agilizar las decisiones relativas a la tasa de interés de tal forma que se adecuaran a las líneas directrices de la política nacional. Aunque las prácticas sean más ambiguas, especialmente en el área social, Brasil sobresale entre los tres países al reflejar un discurso que no rechaza la intervención de la política en la economía Es posible atribuir a tales prácticas una mayor eficiencia en flexibilizar directrices de acuerdo al cambiante mercado internacional, reduciendo en la medida de lo posible la vulnerabilidad económica.

    A ello se suma el punto clave de la necesidad de reforzar la confianza institucional en países en los cuales tradicionalmente dicha confianza se ha visto socavada una y otra vez debido al fracaso de políticas económicas, a la falta de credibilidad de gobernantes, a la corrida hacia divisas (más pronunciada en Argentina que en Brasil) y a la opacidad en el funcionamiento de las instituciones. Un ámbito clave que refleja tal falta de confianza institucional radica en la debilidad de la recaudación impositiva, especialmente pero no sólo en la Argentina, donde la evasión ha sido hasta bien recientes tiempos, casi generalizada, siendo estimada en el rango del 60 por ciento de los ingresos imponibles.

    Desde la perspectiva de análisis de este artículo, el ámbito de los servicios públicos y el cuidado en la calidad de los bienes públicos constituye un eje fundamental para operar los cambios necesarios en la confianza institucional de amplios sectores de la población. A fin de modernizar los mercados no basta con privatizar, sino que considero fundamental fortalecer los servicios públicos y, por su intermedio, afianzar la confianza pública.

    Uno de los requisitos principales para lograr tales objetivos es llevar al centro de las decisiones económicas y políticas un pensamiento que tome en cuenta no sólo costos y ganancias en el corto plazo, sino una perspectiva más generalizada que realce la configuración y el fortalecimiento de los bienes públicos y la calidad y acceso a los servicios públicos. Ello es esencial en cualquier sociedad capitalista y es más aún vital en sociedades con brechas sociales pronunciadas como Argentina, Brasil y Chile.

     

    Luis Roniger