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El legado vital de la globalización: del malestar económico al populismo emocional e irreflexivo (Parte II) (página 6)

Enviado por Ricardo Lomoro


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Pero hay que tener cuidado con un populista asaltado por la realidad. Cuando sus partidarios se dan cuenta de que su líder carece de poderes mágicos, sufren el remordimiento del comprador, y entonces el líder debe encontrar métodos para reavivar su apoyo. En el caso de Trump, esto sería una perspectiva muy preocupante. Pero por el momento estamos en la primera fase del manual populista.

El equipo encargado de la transición de Trump estará dirigido por Mike Pence, el vicepresidente electo y uno de los políticos con más experiencia en Washington. A Pence ya se le considera un vicepresidente poderoso -incluso un posible presidente-, similar a Dick Cheney en el primer mandato de George W. Bush. Supervisará el nombramiento de los alrededor de 4.000 cargos a cubrir. Algunos de ellos, como Rudy Giuliani, Ben Carson y posiblemente Sarah Palin, encajan con la mentalidad de Trump, pero la mayoría serán personas experimentadas de Washington.

Las semillas de la reacción a Trump ya se están sembrando. Como conservador partidario del pequeño gobierno, la visión del mundo de Pence no encaja con el nacionalismo populista de Trump, y lo mismo ocurre con la mayoría de los diputados republicanos en el Congreso.

Pero sus ideas en materia fiscal sí que coinciden. Trump quiere reducir drásticamente el impuesto sobre la renta y el impuesto de sociedades. También quiere abolir el impuesto de sucesiones, que sólo pagan los estadounidenses más ricos. Estas son las partes de su agenda que es más probable que salgan adelante. Lo que ocurre es que incrementarán la desigualdad económica que ayudó a Trump a llegar al poder. Lo mismo haría la revocación del Obamacare, que ha proporcionado cobertura sanitaria a 20 millones de estadounidenses, otro tema en el que los republicanos y Trump están de acuerdo.

Es demasiado pronto para saber cómo serán estas leyes. Pero no harán mucho por el "estadounidense olvidado". Las reducciones de impuestos puede que estimulen el crecimiento, pero enriquecerán en gran medida a los estadounidenses más ricos sin proporcionar mucho alivio a los demás. Los multimillonarios, como Trump, serán los mayores ganadores.

Luego están los amorfos intereses comerciales de Trump. Éste es un territorio inexplorado. Trump cederá el control de su imperio a tres de sus hijos, Ivanka, Eric y Donald Junior, en los que tiene una "confianza ciega". Pero está claro que no hay nada ciego en esto. Los tres también ocupan puestos de renombre en el equipo de Pence que está nombrando los cargos para el gobierno de su padre, el cual tomará decisiones reguladoras, fiscales y legales que afectarán a los beneficios de las empresas de Trump. Esos conflictos de intereses no pasarán desapercibidos para sus oponentes. Trump ya tiene 75 demandas civiles pendientes; el primer juicio empezará dentro de dos semanas.

Si se produce una reacción pública negativa y rápida contra Trump, todo lo que haga se pondrá en duda. La rapidez con que se produzca la reacción dependerá de si Trump hablaba en serio al prometer una gran ley de infraestructuras. Si la ley es buena, podría favorecer a la clase media estadounidense. La mayoría de los republicanos se han opuesto firmemente a propuestas similares en el pasado.

También dependerá de si Trump mantiene su promesa de preservar derechos adquiridos, como Medicare y la Seguridad Social, que la mayoría de los republicanos quieren recortar. Gran parte de las personas que forman la base electoral de Trump dependen de las ayudas gubernamentales para llegar a fin de mes.

El papel de Pence de mediador con Capitol Hill será crucial. ¿Trump se someterá a la agenda conservadora ortodoxa o tratará de imponer su voluntad a Washington? Ambas cosas, dependiendo del tema. El Congreso casi seguramente aceptará un gran recorte de impuestos, pero será mucho más difícil que apruebe leyes sobre gastos. Trump está obsesionado con las encuestas. Si su nivel de popularidad baja, empezará a impacientarse y a ponerse nervioso.

El círculo íntimo de Trump también tiene otra agenda. El sábado, Marine Le Pen, la aspirante a la presidencia francesa de extrema derecha, aceptó una invitación de Stephen Bannon, el jefe de la campaña de Trump, para "trabajar juntos". Bannon, que se postula como jefe de gabinete de la Casa Blanca de Trump, es un hombre radicalmente diferente de Pence: fue quien encabezó la línea dura (¿Le Penista?) de la campaña electoral de Trump.

Estados Unidos y el mundo deben estar preparados para una lucha interminable entre el Trump domesticado y su peligroso alter ego. Trump solo no puede arreglar la situación.

– El dilema monetario de Trump (Project Syndicate – 18/11/16)

Nueva York.- Cuando Donald Trump derrotó a Hillary Clinton en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, era de esperarse la respuesta negativa inmediata del mercado. Pero, al día siguiente, la tendencia a la baja del mercado ya se había revertido.

Los rendimientos de las acciones y los bonos de Estados Unidos repuntaron después del discurso de Trump tras la victoria en el que pareció indicar que estaba cambiando de rumbo hacia el centro, algo que los inversores originariamente habían esperado que hiciera este verano (boreal), luego de ganar la nominación republicana y meterse de lleno en la campaña electoral general. En su discurso, Trump prometió ser un presidente para todos los norteamericanos, elogió a Clinton por su gestión pública pasada y se comprometió a implementar importantes políticas de estímulo fiscal centradas en inversión en infraestructura y recortes impositivos para las corporaciones y los ricos.

Los mercados le darán a Trump el beneficio de la duda, por ahora; pero los inversores hoy están analizando a quién va a designar para su administración, que forma adoptarán en realidad sus políticas fiscales y qué curso trazará para la política monetaria.

Tal vez estén observando la política monetaria muy de cerca. Durante su campaña, Trump planteó una amenaza a la independencia de la Reserva Federal de Estados Unidos y criticó a la presidenta de la Fed, Janet Yellen. Pero Trump es un magnate inmobiliario, de modo que no podemos suponer de inmediato que sea un auténtico halcón en materia de política monetaria, y no una paloma. La retórica de su campaña puede haber estado dirigida a la base del Partido Republicano, que está llena de defensores del oro que fustigan a la Fed.

Trump podría designar a halcones para dos bancas de la Junta de la Fed que están actualmente vacantes y, con certeza, reemplazará a Yellen cuando su mandato termine en 2018. Pero es poco probable que la obligue a renunciar antes, porque los mercados castigarían una violación tan obvia de la independencia del banco central.

Aún si Trump efectivamente eligiera a un halcón para reemplazar a Yellen, la persona que designara sólo sería primus inter pares en el Comité Federal de Mercado Abierto (FOMC por su sigla en inglés). El sucesor de Yellen no podría imponer así nomás su punto de vista a la Junta de Gobernadores de siete miembros del FOMC y a los cinco presidentes de Bancos de la Reserva.

Si bien la Fed se asemejó a una monarquía absoluta bajo la presidencia de Alan Greenspan, se terminó pareciendo más a una monarquía constitucional durante el mandato del sucesor de Greenspan, Ben Bernanke. Con Yellen, se la podría describir mejor como una república democrática. Esta transformación no se puede revertir: cada miembro del FOMC tiene opiniones sólidas sobre qué dirección debería tomar la política monetaria y cada uno de ellos está dispuesto a disentir cuando sea necesario.

Esto significa que un halcón radical designado por Trump podría terminar en la minoría y sería superado en votos de manera consistente por la mayoría moderada del FOMC. Por supuesto, Trump podría cambiar la composición de la Junta de la Reserva con el tiempo, designando nuevos gobernadores cuando terminen los mandatos de Stanley Fischer, Lael Brainard, Daniel K. Tarullo y Jerome H. Powell. Pero si toma ese camino, el mercado seguirá monitoreando las acciones de la Fed. Si un continuo crecimiento bajo y una baja inflación no justificaran los rápidos aumentos de las tasas de interés, una Fed de línea dura que aumente las tasas de todos modos enfrentará una respuesta disciplinaria dura por parte del mercado -y, por extensión, lo mismo le sucederá a Trump.

Es más, una línea dura prematura y excesiva fortalecería el dólar estadounidense y aumentaría marcadamente el déficit comercial de Estados Unidos, minando el objetivo manifestado por Trump de crear empleos y mejorar los ingresos para su base electoral de clase trabajadora y obrera. Si a Trump le importa su base -o si por lo menos quiere evitar una reacción política violenta- debería designar gobernadores de línea blanda en la Fed que favorezcan las políticas de dinero fácil que debiliten el dólar. Irónicamente, las personas nombradas por el presidente Barack Obama, como Brainard y Tarullo, en verdad son ideales para la agenda de Trump.

Si Trump efectivamente elige una estrategia de política monetaria más dura, esto tendrá un impacto ambiguo en el dólar, debido a los efectos futuros de sus otras propuestas. Una política fiscal más relajada y una política monetaria más dura deberían, como en el primer mandato del ex presidente Ronald Reagan, fortalecer el dólar; pero si Trump lleva a Estados Unidos hacia el proteccionismo, generará riesgos económicos y geopolíticos colaterales que debilitarían el dólar y aumentarían el riesgo país de Estados Unidos.

De la misma manera, las políticas fiscales de Trump también debilitarían al dólar con el tiempo -después de una apreciación significativa inicial- ya que el gasto en déficit sustancialmente más elevado estaría financiado por dinero fácil o emisiones de bonos que aumentan el riesgo soberano de Estados Unidos. El impacto neto de todos estos factores en el dólar dependerá de cuán relajada se vuelva la política fiscal y de cuán ajustada se torne la política monetaria.

La combinación de políticas propuesta por Trump también tendría un impacto ambiguo -y modesto- en el crecimiento, si nombra a halcones en la Fed. Una política fiscal más relajada favorecería el crecimiento económico a corto plazo; pero una política monetaria más ajustada perjudicaría esos logros. Del mismo modo, si Trump realmente quiere redistribuir cierto ingreso del capital a la mano de obra, y de las ganancias corporativas a los salarios (francamente un gran "si"), sus políticas podrían impulsar el consumo; pero sus políticas populistas y proteccionistas minarían la confianza de las empresas y así los gastos de capital, reduciendo a la vez el poder de compra de los consumidores debido a una mayor inflación.

Los mercados de valores sin duda favorecerán las propuestas de Trump de relajar la política fiscal, desregular las empresas y las finanzas y recortar los impuestos. Pero los inversores estarán atentos al proteccionismo, las críticas a Wall Street y a los inmigrantes y una política monetaria dura y excesivamente agresiva. Sólo el tiempo -y el mercado- dirán si Trump encontrará el equilibrio adecuado.

(Nouriel Roubini, a professor at NYU"s Stern School of Business and Chairman of Roubini Macro Associates, was Senior Economist for International Affairs in the White House's Council of Economic Advisers during the Clinton Administration. He has worked for the International Monetary Fund…)

– Donald Trump y la sensación de tener poder (Project Syndicate – 21/11/16)

New Haven.- El presidente electo de los Estados Unidos Donald Trump llevó a cabo su campaña electoral, en parte, sobre la base de su propuesta de reducción drástica de impuestos para aquellos con altos ingresos, un grupo cuyos miembros a menudo, también, reciben educación de élite. Y, sin embargo, el apoyo más entusiasta a este candidato tendía a venir de aquellas personas con ingresos medios y estancados, y niveles de educación bajos. ¿Cómo se puede entender esto?

La victoria de Trump claramente parece provenir de la sensación de impotencia económica que tienen sus seguidores, o de un miedo a perder poder. Para ellos, el eslogan simple de Trump: "Hagamos a América grandiosa otra vez" les suena a "Hazte TÚ grandioso otra vez": se dará el poder económico a las multitudes, sin quitar nada a quienes ya son exitosos.

Aquellos que están en el lado desventajado de la creciente desigualdad económica, generalmente, no quieren que las políticas gubernamentales aparenten ser limosnas. Por lo general, no quieren que el gobierno haga que el sistema tributario sea más progresivo, no quieren que se imponga impuestos que castiguen a los ricos, con el propósito de darles a estas personas desventajadas ese dinero. La redistribución les hace sentir humillados. Les hace sentir que están siendo etiquetados como un fracaso. Les da una sensación de inestabilidad. Les hace sentir atrapados en una relación de dependencia, que podría colapsar en cualquier momento.

Los desesperadamente pobres pudiesen aceptar limosnas, porque se sienten obligados a hacerlo. Sin embargo, para aquellos que se consideran, como mínimo, miembros de la clase media, cualquier cosa que les huela a limosna no es deseable. En cambio, lo que ellos quieren es recuperar su poder económico. Quieren estar en control de sus vidas económicas.

En el siglo XX, los comunistas politizaban la desigualdad económica, pero se aseguraban de que su agenda no fuese de ninguna manera interpretada como donativos o caridad para los menos exitosos. Fue de fundamental importancia que los comunistas tomaran el poder por medio de una revolución, en la que los trabajadores se unieran, actuaran y se sintieran empoderados.

Los seguidores de Trump, también llaman revolución al triunfo de su candidato, aunque la violencia – al menos la ejercida por la campaña propiamente dicha – se limitó a insultos y apodos peyorativos. Sin embargo, aparentemente fue lo suficientemente desagradable como para inspirar a aquellos seguidores de Trump que interpretan la agresividad como evidencia de poder.

Ciertamente, el hecho que el pueblo desee tener una sensación de logro con relación a sus propias inclinaciones, en lugar de, simplemente, tener dinero para vivir, no es algo que solamente ocurre en EEUU. Generalmente, en ningún país se tiene una sensación de estar haciendo lo correcto cuando se responde a una creciente desigualdad económica mediante la imposición de fuertes impuestos a los ricos y la transferencia de ese dinero a otros. Esa actitud da la sensación de estar cambiando las reglas del juego después de que ya se jugó dicho juego.

En su reciente libro Taxing the Rich: A History of Fiscal Fairness in the United States and Europe, Kenneth Scheve de la Universidad de Stanford y David Stasavage de la Universidad de Nueva York usan dos siglos de datos sobre tasas de impuestos y desigualdad de ingresos para examinar loa resultados alcanzados en 20 países. Hallaron que había poca o ninguna tendencia por parte de los gobiernos para hacer que los impuestos sean más progresivos cuando la desigualdad antes de impuestos estaba en aumento.

Katherine Cramer, autora de The Politics of Resentment, llegó a entender de mejor manera los resultados en Wisconsin, lugar donde -al igual que ocurrió en el caso de Trump- el gobernador del Estado, Scott Walker, ganó popularidad entre los votantes de la clase trabajadora. Después de ser elegido en el año 2010, Walker redujo los impuestos sobre los ingresos más altos, se negó a elevar el salario mínimo estatal por encima del mínimo exigido por el gobierno federal y rechazó los intercambios de seguros creados por la reforma de la salud del año 2010, el programa distintivo de la administración del presidente Barack Obama. En lugar de aquello, Walker prometió medidas que quitarían el poder a los sindicatos, acciones que normalmente se perciben como capaces de disminuir los ingresos de la clase trabajadora.

Cramer entrevistó a los votantes de la clase trabajadora rural en Wisconsin, con el propósito de tratar de entender por qué apoyaron a Walker. Sus entrevistados destacaron sus valores rurales y su compromiso con el trabajo duro, factores que han sido una fuente de identidad y orgullo personal. Pero también subrayaron su sensación de impotencia frente a aquellos a quienes percibían como injustamente favorecidos. La autora llegó a la conclusión de que el apoyo a Walker por parte de estas personas, que estaban imbuidas dentro de un entorno que mostraba evidencias de deterioro económico, reflejaba el enfado y resentimiento extremos que sentían hacia las personas privilegiadas en las grandes ciudades, quienes antes de la llegada de Walker las había ignorado, excepto a momento de imponerles impuestos. Además, sus impuestos fueron, en parte, a pagar por los planes de seguro de salud y pensiones de los empleados del gobierno, beneficios que ellos mismos, a menudo, no podían pagar por falta de recursos. Querían tener poder y reconocimiento, que era lo que Walker aparentemente les ofrecía.

Se puede decir casi con certeza que tales votantes también sienten ansiedad por el efecto de la rápidamente creciente tecnología de la información en los empleos y los ingresos. Hoy en día, las personas económicamente exitosas tienden a ser aquellas que son tecnológicamente eruditas, no aquellas que viven en el área rural de Wisconsin (o, en el área rural de cualquier otro lugar). Estos votantes de clase trabajadora sienten una pérdida de optimismo económico; pero, sin embargo, por la admiración que sienten por las personas de su clase y por defender sus valores, ellos quieren quedarse donde están.

Trump habla el idioma de estos votantes; pero, sus propuestas hasta la fecha no parecen abordar el desplazamiento subyacente en el poder. Trump hace hincapié en la reducción de los impuestos internos, misma que, según afirma, dará rienda suelta a una nueva oleada de emprendimientos, así como en la renegociación de los acuerdos comerciales, llevándolos en una dirección proteccionista, con el fin de mantener empleos dentro de Estados Unidos. Sin embargo, es improbable que tales políticas desplacen el poder económico llevándolo a manos de aquellos que han sido relativamente menos exitosos. Por el contrario, los emprendedores pueden desarrollar maneras aún más astutas de reemplazar empleos con computadoras y robots, y el proteccionismo puede generar represalias por parte de los socios comerciales, inestabilidad política y, en última instancia, posiblemente incluso conflictos bélicos activos.

Para satisfacer a sus votantes, Trump debe encontrar maneras de redistribuir el poder sobre los ingresos, no sólo sobre los ingresos propiamente dichos, y no únicamente mediante los impuestos y el gasto público. Trump ha expresado solamente ideas limitadas hasta este punto, como por ejemplo subvencionar la elección de entidades educativas para mejorar la educación. Sin embargo, fuerzas económicas poderosas -como lo son la innovación tecnológica y los costos de transporte más bajos a nivel mundial- han sido las principales fuerzas impulsoras de la creciente desigualdad en muchos países. Este es un hecho histórico que Trump no puede cambiar.

Si aquellos que carecen de las habilidades que demanda la economía de hoy en día rechazan la redistribución, es difícil visualizar la forma cómo Trump mejorará su situación económica. Parece muy poco probable que la Revolución Trump, como se la ha presentado hasta el momento, pueda cumplir con lo que sus seguidores realmente quieren: un aumento en el poder económico que tienen los trabajadores.

(Robert J. Shiller, a 2013 Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at Yale University and the co-creator of the Case-Shiller Index of US house prices. He is the author of Irrational Exuberance, the third edition of which was published in January 2015…)

– Causas del rechazo a la globalización: más allá de la desigualdad y la xenofobia (Real Instituto Elcano – ARI 81/2016 – 22/11/2016)

(Por Miguel Otero Iglesias y Federico Steinberg) 

Tema

Los autores analizan las razones que explican el creciente descontento con la globalización y el establishment liberal en las democracias avanzadas.

Resumen

En este trabajo planteamos cinco hipótesis que explican el apoyo a partidos y movimientos anti-establishment y anti-globalización. A la percepción dominante de que el declive económico de las clases medias y la creciente xenofobia imperante en Occidente explican la victoria de Donald Trump en EEUU, el Brexit o el auge del Frente Nacional en Francia, ente otros, añadimos otras tres causas: la mala digestión que grandes capas de la población están haciendo del cambio tecnológico, la crisis del Estado del Bienestar y el creciente desencanto con la democracia representativa.

Análisis

Hace décadas que existe un consenso entre las principales fuerzas políticas de EEUU y Europa en torno a la idea de que la apertura económica es positiva. Así, de forma paulatina, se han ido liberalizando los flujos de comercio e inversión y, en menor medida, de trabajadores. Gracias a este orden liberal, las sociedades occidentales se han vuelto más prósperas, más abiertas y más cosmopolitas. Aunque la apertura económica generaba perdedores, la mayoría de los votantes estaban dispuestos a aceptar un mayor nivel de globalización. Podían, como consumidores, adquirir productos más baratos de países como China y, además, entendían que el Estado del Bienestar les protegería de forma suficiente si, transitoriamente, caían del lado de los perdedores (en economía política esto se llama la "hipótesis de la compensación", según la cual los países más abiertos tienden a tener Estados más grandes y que redistribuyen más). Los países en desarrollo, por su parte, también se han venido beneficiando de la globalización económica exportando productos al rico mercado transatlántico (que cada vez es más abierto) y enviando remesas desde Occidente a sus países de origen. El invento parecía funcionar.

Sin embargo, en los últimos años, y muy especialmente desde la crisis financiera global y la crisis de la zona euro, los defensores de estas políticas (social-demócratas, demócrata-cristianos y liberales) se encuentran cada vez más acorralados electoralmente por nuevos partidos extremistas que abogan, en mayor o menor medida, por el cierre de fronteras, tanto al comercio como a la inmigración. En su mayoría se trata de partidos de extrema derecha (aunque también los hay de extrema izquierda), que reivindican la recuperación de la soberanía nacional que sienten que han perdido a manos de los mercados globales, de una disfuncional UE o de unas políticas migratorias que consideran demasiado liberales. "Recuperar el control del país" es un eslogan que comparten Trump en EEUU, los partidarios más nacionalistas del Brexit en el Reino Unido y el Frente Nacional francés. Todos ellos aspiran a conseguirlo reduciendo el comercio internacional y expulsando a los inmigrantes. Sus mensajes proteccionistas, nacionalistas y xenófobos, pretenden dar soluciones simples a cuestiones complejas, y están atrayendo a cada vez más votantes desencantados con la marcha de sus sociedades.

En las siguientes páginas planteamos cinco hipótesis que explican el apoyo a estos nuevos partidos. A la idea de que el declive económico de las clases medias y la creciente xenofobia imperante en Occidente explican la victoria de Donald Trump en EEUU, el Brexit o el auge del Frente Nacional en Francia, ente otros, añadimos otras tres: la mala digestión que grandes capas de la población están haciendo del cambio tecnológico; la crisis del Estado del Bienestar; y el creciente desencanto con la democracia representativa.

Declive económico y xenofobia

En general, los expertos y medios de comunicación se centran en dos hipótesis (no necesariamente contradictorias) para explicar por qué el electorado está apoyando con cada vez más intensidad a los nuevos partidos y movimientos anti-establishment. Por una parte, tenemos a quienes sostienen que la revuelta populista se alimenta de votantes de clase media y baja que ven como sus ingresos están estancados y que están convencidos de que sus hijos vivirán peor que ellos. Como ha demostrado Branko Milanovic (véase el Gráfico 1), estos son los perdedores de la globalización. Se trata en su mayoría de trabajadores poco cualificados de los países occidentales, que no se están pudiendo adaptar a la nueva realidad económica y tecnológica global y que, al perder sus empleos por la competencia de los productos de países con salarios bajos y ver cómo el Estado del Bienestar no les ayuda lo suficiente, optan por dar su apoyo a quienes prometen protegerlos cerrando las fronteras. Esta hipótesis explicaría por qué, por ejemplo, el Frente Nacional francés se nutre cada vez más de votantes socialistas, de clase trabajadora o incluso de clase media, desencantados con las políticas económicas de Hollande, o por qué muchos trabajadores en paro o mal pagados de zonas en declive industrial, tradicionalmente laboristas, apoyaron el Brexit con la esperanza de que una Gran Bretaña fuera de la UE y con mayor margen de maniobra político podría protegerlos mejor de la competencia exterior.

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La segunda hipótesis, también plausible, es que los votantes no se están yendo a la derecha por cuestiones económicas, sino por elementos identitarios y culturales. Así, el racismo y la xenofobia latentes que siempre han existido en Occidente (pero cuyas expresiones eran políticamente incorrectas desde el final de la Segunda Guerra Mundial) estarían saliendo del armario debido al impacto social y cultural del aumento de la inmigración de las últimas décadas. Los votantes apoyarían así a partidos con líderes fuertes (cuyos postulados rozan el autoritarismo, como vemos en el caso de Orbán en Hungría) que ofrecen recetas para proteger la "identidad nacional" y frenar el proceso de cambio y disolución de los valores y la cultura tradicionales que la apertura y el multiculturalismo han traído. El miedo a los ataques terroristas de grupos islámicos extremistas facilita este discurso porque permite concentrar el odio al extranjero en el inmigrante de origen musulmán (que se mezcla con el debate sobre los refugiados en Europa) colocando a la seguridad en el centro del debate político, algo que no sucedía desde hace mucho tiempo en Europa. Así, los líderes fuertes y con ideas simples y claras (con discursos como el "nosotros contra ellos") seducen al votante temeroso, alimentando la ilusión de que la respuesta a sus miedos pasa por colocar a un padre protector al frente del gobierno, cuyo máximo exponente sería Putin en Rusia, figura a la que tanto Trump como Le Pen dicen admirar.

Por el momento, existe evidencia empírica para corroborar ambas hipótesis. En un reciente estudio, la consultora Mckinsey mostraba que entre 2005 y 2014, la renta real en los países avanzados se había estancado o había caído para más del 65% de los hogares, unos 540 millones de personas. Asimismo, varios estudios demuestran que aquellas regiones de EEUU que importan más productos de China tienden a desindustrializarse más rápido, generando bolsas de desempleados que, lejos de encontrar trabajo rápidamente en otros sectores, se ven excluidos del mercado laboral de forma permanente. Además, son precisamente esas zonas las que tienden a votar a políticos más radicales y con propuestas más proteccionistas.

Por otra parte, otros estudios han demostrado que los votantes de los partidos de extrema derecha en Europa y de Trump en EEUU, lejos de ser los perdedores de la globalización, son en su mayoría clases medias y altas blancas cada vez más abiertamente xenófobas. Así, según un estudio de comportamiento electoral en siete democracias europeas, el mejor predictor del voto de extrema derecha sería el apoyo a las políticas restrictivas contra la inmigración, no las preferencias económicas de centro-derecha o la desconfianza hacia los políticos en general o hacia las instituciones europeas en particular. Otro estudio demostró también que los hombres son más proclives a apoyar a estos partidos que las mujeres, aunque sean estas últimas quienes más perjudicadas se han visto por el aumento del libre comercio al ocupar en mayor medida empleos de salarios bajos.

Para muchos, discernir cuál de las dos hipótesis es correcta es importante para poder diseñar políticas públicas que hagan frente al auge de los partidos anti-establishment que amenazan con revertir décadas de políticas económicas que han generado riqueza y prosperidad. Pero tal vez ambas hipótesis sean correctas, en cuyo caso habría que atajar las dos causas conjuntamente. Sin embargo, es posible que reducir el problema al declive económico, la desigualdad y la xenofobia sea demasiado reduccionista. La realidad es más compleja y hay otras razones que podrían explicar el rechazo a la globalización y orden liberal. A continuación las exploramos.

El impacto de las nuevas tecnologías

La robotización y la inteligencia artificial se presentan normalmente como grandes avances para nuestras sociedades. Aumentan la productividad y generan enormes oportunidades. El robot está presente en muchos sectores, desde la industria del automóvil y la aeronáutica hasta los astilleros. En el futuro conducirá por nosotros, cocinará y reparará averías en el hogar. El simple uso cotidiano del teléfono móvil ya nos ha liberado de muchos quebraderos de cabeza. Desde él, podemos chatear instantemente, realizar operaciones bancarias, ver un partido de fútbol o una película y saber cómo llegar lo más rápidamente posible a cualquier lugar. La llegada de Uber como sustituto del taxi convencional, así como otras aplicaciones, están transformando nuestra vida. Pero justamente este progreso, y lo rápido que avanza, asusta a mucha gente. En Nueva York el sindicato de conductores ya ha anunciado que va a luchar contra la implantación de coches sin conductor de Uber. Y el sector hotelero está inquieto ante el crecimiento de Airbnb.

La tecnología aumenta la productividad, pero también reduce empleo en el corto plazo, sobre todo el rutinario que no requiere de una alta cualificación. Esto lleva a muchos ciudadanos de clase obrera, pero también cada vez más de clase media, a mirar con desconfianza o incluso resistirse a la modernidad y los grandes cambios tecnológicos que promueve el orden liberal, como ya hiciera el movimiento ludita que abogaba por la destrucción de las máquinas durante la Revolución Industrial. Los robots ya no sustituyen sólo a los empleados en las cadenas de montaje, poco a poco están desplazando también a los trabajadores administrativos como las secretarias, los empleados de banca, los contables e incluso los abogados y los asesores financieros (véase el Gráfico 2).

Muchos millenials (nacidos entre 1980 y el 2000), por ejemplo, raramente van a la sucursal del banco y la gestión de la cartera de sus ahorros la hacen a través del logaritmo de un robo-advisor (es decir, a través de la pantalla del ordenador). Todo esto está creando una brecha tecnológica importante entre los profesionales más cualificados, que ven cómo sus ingresos suben y por lo tanto se encuentran cómodos en un mundo cada vez más competitivo, cosmopolita y globalizado, y los que no lo están. Esta división explica en parte por qué el medio rural haya votado a favor de Trump y el Brexit mientras que las grandes ciudades se hayan decantado por Hillary Clinton y la pertenencia del Reino Unido a la UE.

En este caso, el temor que se expresa en el voto de protesta no refleja tanto un rechazo a los empleos perdidos, sino el miedo a perder los empleos del futuro o a entrar en la categoría de los trabajadores pobres. Millones de votantes poco cualificados o del mundo rural sienten que el Estado no se preocupa suficientemente de ayudarles a subirse al tren de la modernidad. Cada vez hay una brecha formativa mayor. Los que se pueden permitir invertir en una educación que los prepare para el siglo XXI, tienen todas las de ganar. Quienes no puedan, tendrán cada vez más dificultades para encontrar trabajo y se quedarán en la cuneta, incluso si tienen un título universitario. Esto crea una enorme frustración y podría explicar el voto anti-sistema.

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El Estado del Bienestar crea proteccionismo

Otra posible causa del descontento de una gran parte del electorado es la apuntada por Robert Gilpin en los años 80: que el progresivo aumento del Estado del Bienestar puede crear grupos de interés proteccionistas. Pensemos en los pensionistas. Otto von Bismarck introdujo el primer sistema de pensiones en 1881. Entonces, la gente se jubilaba a los 65 años porque la esperanza de vida en aquella época estaba justamente en los 65 años. Hoy, sin embargo, la jubilación se mantiene en los 65 años (o se ha subido a los 67), pero la esperanza de vida en la mayoría de los países desarrollados está en el entorno de los 80 años. En un mundo cada vez más competitivo y globalizado, ese nivel de gasto social es difícil de mantener. Habría que subir la edad de jubilación, aumentar los años de cotización o reducir el valor de las pensiones, pero la resistencia es enorme. En muchos países europeos la mayoría de la población considera las pensiones como un derecho adquirido irrenunciable. Para protegerlas, se plantea como solución levantar aranceles a los productos provenientes de Asia, introducir controles de capital para retener la riqueza dentro el país y aumentar los impuestos para sufragar el gasto social.

Otro grupo que se podría estar volviendo cada vez más proteccionista es el de los funcionarios. Hasta ahora, los trabajadores del sector público estaban mucho menos expuestos a la competencia foránea que los del sector privado, lo que permitía que sus salarios fueran relativamente altos. Sin embargo, una vez que la globalización de la actividad económica pasa del sector secundario de las manufacturas industriales al sector servicios, incluidos los servicios públicos, la competencia se va a notar también en el sector público. Y como los funcionarios tienen sindicatos más organizados, la resistencia a la liberalización tendrá a ser mayor. La reciente oposición al acuerdo de libre comercio entre EEUU y la UE (TTIP, por sus siglas en inglés) y al TISA (acuerdo plurilateral de liberalización de servicios negociado en el seno de la Organización Mundial del Comercio), que son acuerdos que buscan liberalizar servicios, se puede explicar desde este ángulo. Del mismo modo, la apertura del mercado de la contratación pública a proveedores extranjeros se ve como una amenaza porque se entiende que la tendencia a privatizar los servicios públicos puede empezar por concesiones de años limitados que actúen como caballos de Troya para privatizar completamente sectores como la educación, la sanidad y el agua.

Precisamente, los profesores -trabajadores- y estudiantes de la educación pública forman otro grupo de interés que se resiste cada vez más a la globalización. Los primeros no quieren verse expuestos a la competencia que hay en el sector privado. Y los segundos demandan educación pública, de calidad y apoyada con fondos públicos. Al igual que muchos pensionistas, consideran que se debe impedir la competencia en salarios con los países emergentes y retener vía control de capitales la generación de riqueza y su tributación para poder costear la educación pública. De nuevo, esta lógica explicaría el rechazo que se ve en muchas universidades a los tratados de libre comercio y servicios como el TTIP y el TISA. La sensación es que la globalización beneficia sobre todo a las clases altas del establishment porque pueden dar una mejor educación a sus hijos e integrarlos en la elite transnacional ganadora de la globalización. Pueden costearles una educación en Harvard o Berkeley en EEUU, Oxford, Cambridge y la London School of Economics en el Reino Unido o las Grandes Écoles en Francia, por poner solo algunos ejemplos, mientras que los hijos de las clases medias y medias-bajas se educan en universidades públicas con recursos menguantes.

La crisis de la democracia representativa

Finalmente, la quinta causa que puede explicar el rechazo al orden liberal es la creciente desconfianza que amplios grupos de la población tienen en las instituciones democráticas. Esto se debe a varios factores. Por un lado, en muchos países occidentales se ha desarrollado una especie de partitocracia, principalmente de los partidos de centro-izquierda y centro-derecha, que ha dominado excesivamente la vida política. Para muchos electores, este centro liberal se turna en el poder, pero sus políticas son muy parecidas. Además, existe cada vez más la sensación de que esta partitocracia está a merced de una plutocracia, formada por grandes intereses económicos, que se beneficia desproporcionadamente del funcionamiento del sistema. Esto hace que haya una falta de conexión y confianza entre las elites y el resto de la población. El principio de autoridad mismo está en entredicho. Muchos ciudadanos piensan que la clase política no los representa, que no tienen voz (ni altavoces para expresar sus ideas como lo hacen a través de las redes sociales) y además piensan que los expertos forman parte de esa elite que se beneficia del sistema actual, por lo que no ofrecen soluciones que vayan a favor de la mayoría.

Según esta hipótesis, la crisis financiera global de 2008 y su gestión posterior habrían tenido unos efectos sociales cuya dimensión solo estaríamos empezando a vislumbrar. La credibilidad de los expertos, sobre todo de los economistas, la profesión más influyente en el debate público, se ha visto dañada al no ser capaces de predecir la crisis. Acto seguido, la percepción de que el sistema político y judicial actual beneficia a las elites se habría visto confirmada cuando el contribuyente tuvo que rescatar a los bancos mientras que muy pocos de sus gestores han tenido que pagar por sus errores. Al contrario, la sensación de muchos votantes es que los altos directivos de la banca se han llevado unas compensaciones por jubilación anticipada de millones de dólares o euros, mientras que el trabajador común tiene que trabajar toda su vida y nunca podrá llegar a esas cifras. La reputación de los expertos se ha visto todavía más dañada después de la crisis. Muchos telespectadores o lectores de periódicos se dieron cuenta que los expertos no eran neutrales. Cada experto explicaba las causas de la crisis desde un ángulo muy distinto y aportaba soluciones en muchos casos contrapuestas. Unos pedían más estímulo fiscal, mientras que otros defendían la austeridad. Eso ha creado mucha confusión, al tiempo que ha deslegitimado el papel de los expertos. Para muchos, la sensación es que cada experto tiene su propia agenda, y que casi todos defienden el orden liberal porque les beneficia. Del mismo modo, se piensa que muchos de estos expertos, formados en las mejores universidades y por lo tanto muy distantes del ciudadano medio, tienen valores liberales en relación a la religión, el aborto, el matrimonio homosexual, la diversidad racial y la equidad de género que no son compartidos por gran parte de la población, sobre todo en EEUU.

La deslegitimación de los expertos y los tecnócratas es consecuencia de la falta de soluciones políticas a los problemas de nuestras sociedades. Durante mucho tiempo, los políticos se han escondido bajo el velo de las soluciones técnicas. Han acordado que los bancos centrales sean independientes y encabezados por tecnócratas protegidos del escrutinio público y democrático. También han delegado la negociación de tratados de libre comercio e inversiones a expertos y cedida soberanía a organizaciones internacionales coma la Organización Mundial de Comercio y el Fondo Monetario Internacional. En el caso de Europa, este traspaso de soberanía al Banco Central Europeo y la Comisión Europea (todavía muy distantes del votante) ha sido todavía mayor. Esta delegación funcionó bien mientras la economía y el empleo crecían. Pero con la llegada de la crisis, la autoridad y la legitimidad de los tecnócratas se ha empezado a cuestionar mucho más, sobre todo porque, a falta de una respuesta política, estos han acaparado cada vez más poder. Hasta el punto de que se puede decir que los políticos han dejado que los bancos centrales resolvieran la crisis con las inyecciones monetarias. Pero, lamentablemente, se está haciendo cada vez más evidente que sólo con política monetaria no se pueden resolver los problemas estructurales que tienen las sociedades desarrolladas.

Todo este cuestionamiento ha llevado a que se ponga en duda la sociedad abierta y que muchos votantes estén dispuestos a dar su apoyo a candidatos que usan un lenguaje más próximo al ciudadano de a pie y que prometen soluciones fáciles a problemas complejos. El discurso anti-sistema logra así aglutinar a una amalgama de votantes muy heterogéneos, pero con una base cada vez más amplia. Engloba a aquellos que se sienten desprotegidos y dejados atrás, pero también a quienes les va bien económicamente pero que están desilusionados con los políticos y los tecnócratas y que, por lo tanto, quieren reducir el peso del Estado y su establishment para liberar a las fuerzas del mercado. El cuestionamiento de los expertos ha quedado evidente, sobre todo en la campaña del Brexit.

Conclusiones

La victoria de Donald Trump en las elecciones de EEUU, el Brexit británico y el auge de partidos como el Frente Nacional francés o Alternativa por Alemania han sorprendido al establishment y han puesto en cuestión décadas de alternancia política entre fuerzas moderadas en los países de Occidente. Las causas de este fenómeno son múltiples. Engloban desde el enfado de los perdedores de la globalización, el temor de muchos a la pérdida de la identidad nacional en sociedades cada vez más diversas y cosmopolitas, la ansiedad en relación al cambio tecnológico y su impacto sobre el empleo, la frustración ante los menguantes recursos para mantener el Estado del Bienestar y la indignación ante la falta de representatividad de muchos aspectos del sistema democrático en un mundo cada vez más globalizado que ha dejado obsoleto el concepto de soberanía nacional.

Todas ellas se combinan y amenazan a la sociedad abierta y al orden internacional que ha imperado durante décadas y que ha generado un espectacular desempeño económico pero que producido también crecientes desigualdades materiales y de oportunidades en las sociedades avanzadas.

Dar respuesta a los fundados temores de la ciudadanía es tal vez el reto más importante al que se enfrentan los países occidentales. La deriva nacionalista, proteccionista, xenófoba y autoritaria de los nuevos planteamientos de muchos de los partidos anti-establishment debería ser combatida atendiendo a las causas que las originan. Mirar para otro lado esperando que capeara el temporal, como se ha venido haciendo en los últimos años, es una receta para el fracaso. Desarrollar mejores políticas de integración de los emigrantes y refugiados es clave en este sentido. También es necesario redistribuir mejor los enormes niveles de riqueza que genera la globalización, subrayar las ventajas de la diversidad y preparar a la ciudadanía contra el cambio tecnológico dándole recursos para adaptarse al cambio. No se trata tanto de proteger frente a los efectos de la globalización como de empoderar a los ciudadanos para que puedan aprovecharla lo máximo posible. Finalmente, también hay que explicar mejor los límites a los que se enfrenta el Estado del Bienestar y qué reformas necesita para poder ser sostenible y abrir nuevos espacios y canales públicos para que la ciudadanía pueda sentirse más y mejor representada.

(Miguel Otero Iglesias Investigador principal, Real Instituto Elcano Federico Steinberg Investigador principal, Real Instituto Elcano) 

– ¿Resistirá el dólar a Trump? (Project Syndicate – 23/11/16)

Santa Bárbara.- Desde que Donald Trump fue elegido presidente de los Estados Unidos, el ingreso de capitales empujó el valor del dólar a alturas que no se habían visto en más de una década. A primera vista, puede parecer que los mercados están registrando un masivo voto de confianza en el presidente electo, y que Trump será bueno para la economía estadounidense y, por extensión, para el dólar.

Pero las apariencias son engañosas. Los movimientos del tipo de cambio a corto plazo no permiten juzgar la fortaleza subyacente de una moneda. Dicen mucho más las tendencias a más largo plazo en el uso que se le da a esa moneda en el mundo, particularmente, como reserva de valor para inversores o bancos centrales extranjeros. En un horizonte temporal de varios años (en vez de sólo las próximas semanas), es casi seguro que la elección de Trump será perjudicial para el billete verde.

Para empezar, el único motivo de la disparada del dólar después de la elección fue que Trump prometió aprobar profundos recortes impositivos y elevar el gasto en la decrépita infraestructura y el supuestamente "agotado" ejército estadounidense. Esto impulsará el crecimiento económico en el corto plazo y provocará sin duda un alza de los tipos de interés. En un mundo hambriento de rentabilidades atractivas, la perspectiva de que las políticas de Trump generen una bonanza atrajo fondos a Wall Street, lo que a su vez aumentó la demanda de dólares.

Es verdad que un país que emite una moneda preferida en todo el mundo puede, en general, ejercer influencia sobre otros, y tiene una clara ventaja económica. La posición del dólar como moneda de reserva internacional dominante equivale a lo que el expresidente francés Valéry Giscard d"Estaing describió como un "privilegio exorbitante" de Estados Unidos. Mientras los extranjeros tuvieran avidez de dólares, Estados Unidos podía gastar cualquier suma para proyectar poder en todo el planeta: para pagar, sólo tenía que poner a andar la imprenta.

Pero el futuro del dólar ahora depende de que Trump realmente cumpla lo de "hacer grande a Estados Unidos otra vez". Si lo hace, el atractivo internacional del dólar se reforzará con el tiempo. Pero si cumple su promesa proteccionista de poner a "Estados Unidos primero", con su tufillo a nacionalismo xenófobo, puede ocurrir que inversores y bancos centrales comiencen a buscar otros medios de reserva para sus ahorros ociosos.

Por desgracia, parece más probable lo segundo, y hay amplias razones para dudar de que el "privilegio exorbitante" de Estados Unidos perdure. Desde un punto de vista contable, los dólares en el extranjero son pasivos de Estados Unidos; y los observadores llevan mucho tiempo preocupados por la posibilidad de que el país no sea capaz de honrar su cada vez mayor deuda externa. Los pasivos de Estados Unidos en dólares podrían llegar a un punto de inflexión en cualquier momento, si los inversores se asustaran y salieran a buscar un medio de reserva de valor alternativo, precipitando una espiral descendente irreversible.

Espiral que podría activarse ante las políticas populistas de un presidente no ilustrado. Trump ya hizo sonar la alarma durante la campaña con sus imprudentes comentarios sobre tratar de renegociar la deuda estadounidense recomprándosela a los acreedores a valor descontado. Que es exactamente lo que suele hacer cuando alguna de sus empresas tiene dificultades, y en la práctica equivaldría a un default parcial de la deuda pública. Si quería provocar una huida del dólar, no podría haber hallado mejores palabras.

Supongamos asimismo que Trump ejecute sus promesas presupuestarias. Las rebajas impositivas y el aumento del gasto pueden estimular el crecimiento económico en el corto plazo, pero aumentarán la deuda pública y generarán más dudas sobre la voluntad o capacidad de Estados Unidos para honrar sus compromisos en el largo plazo.

Tampoco olvidemos la promesa de Trump de recuperar millones de empleos fabriles bien pagos mediante la imposición de aranceles a las importaciones y la anulación de tratados comerciales. Si el proteccionismo realmente está en su agenda, debemos suponer que el control de capitales también. Para los acreedores externos de Estados Unidos, un mercantilismo a la Trump puede ser la gota que colme el vaso.

Pero nada de esto implica que haya que esperar una catástrofe (una corrida inmediata contra el dólar o una fuga masiva de acreedores externos). El dólar sobrevivió a los más flagrantes errores de gobiernos anteriores y refutó una y otra vez las predicciones de su caída.

El dólar es hace mucho tiempo la principal reserva internacional de valor, lo que nos permite descartar su abandono veloz y universal. Por ahora ninguna otra moneda puede competirle como instrumento de inversión o activo de reserva, así como ningún país puede igualar la extraordinaria eficiencia de los mercados financieros estadounidenses, fuentes de incomparable liquidez. Así que por ahora el billete verde seguirá siendo el gran refugio seguro del mundo, y aun si las políticas de Trump resultan desastrosas, es improbable que sufra un golpe fatal de un día para el otro.

Pero por otra parte, el dólar puede sucumbir a una larga y lenta sangría conforme los rivales financieros de Estados Unidos traten de hacer sus propias monedas más atractivas y accesibles. China no oculta su intención de establecer el yuan como alternativa creíble al dólar. Con el tiempo, a medida que más monedas se vuelvan competitivas, las ventajas exclusivas del dólar se debilitarán, lo mismo que la privilegiada posición estadounidense.

A largo plazo, la presidencia de Trump no beneficiará al dólar, porque no beneficiará a la economía estadounidense. Por el contrario, si Trump cumple sus promesas de campaña, puede que algún día el billete verde pierda su lugar en la cima de la jerarquía monetaria internacional, al haber cada vez más alternativas tratando de serrucharle el piso.

(Benjamin J. Cohen is Professor of International Political Economy at the University of California, Santa Barbara, and is the author of Currency Power: Understanding Monetary Rivalry)

– EEUU y el mundo están en transición (Project Syndicate – 23/11/16)

Nueva York.- En menos de dos meses, la transición política estadounidense habrá terminado. El presidente número 45 de Estados Unidos se instalará en la oficina oval. El presidente electo Donald Trump se convertirá en el presidente Trump; el presidente Barack Obama se unirá a Jimmy Carter, George H.W. Bush, Bill Clinton y George W. Bush como uno más en la lista de ex presidentes de EEUU que están con vida.

Proliferan especulaciones sobre las probables políticas de Trump, tanto sobre su política exterior como la doméstica; pero, pocas de dichas especulaciones, e incluso hasta ninguna, son significativas. Hacer campaña proselitista y gobernar son dos actividades muy distintas, y no hay razón para suponer que la forma en la que Trump condujo la primera sea indicativa de la forma cómo él abordará la segunda. Aún no sabemos quiénes serán los principales asesores, y cómo (y cuán bien) trabajarán los mismos de manera conjunta.

Sin embargo, en medio de esta incertidumbre, hay algunas cosas que sí sabemos. La primera es que a Trump se le recibirá con una cesta de asuntos por resolver que está repleta de desafíos internacionales difíciles. Sin duda, ningún problema se compara con la Guerra Fría en su apogeo, pero la gran cantidad y complejidad de problemas no tiene precedentes en tiempos modernos.

Encabezando la lista estará el Medio Oriente, una región en una etapa avanzada de desintegración. Siria, Irak, Yemen y Libia se enfrentan a una mezcla de guerras civiles y guerras subsidiarias, estas últimas también llamadas guerras proxy. El pacto nuclear con Irán, en el mejor de los casos, lidia con un sólo aspecto del poder iraní, y únicamente por un período de duración limitado. Puede que el Estado Islámico (ISIS) llegue a perder su dimensión territorial; pero, junto con otros grupos, continuará representando una amenaza terrorista durante los años venideros. La difícil situación de millones de refugiados se constituye no sólo en una tragedia humanitaria, sino que también en una carga económica y estratégica para los países en la mencionada región y en Europa.

Además, Europa ya se enfrenta a muchos otros retos importantes, incluyendo la agresión rusa contra Ucrania, Brexit, el auge del populismo y el nacionalismo, y las bajas tasas de crecimiento económico. Turquía plantea un problema especial, dado su creciente antiliberalismo dentro de sus fronteras y su comportamiento impredecible en el exterior. El hecho de que los kurdos de Siria hayan demostrado que son los mejores aliados de Estados Unidos contra ISIS es un factor que se suma a la complejidad de las decisiones de política exterior que aún están a la espera de ser tomadas.

La estabilidad de Asia Oriental se ve amenazada por el ascenso y las ambiciones estratégicas de China, los avances nucleares y de misiles balísticos de Corea del Norte, así como también por una serie de controvertidas reivindicaciones marítimas y territoriales. En Asia del Sur existe una renovada tensión entre India y Pakistán, dos rivales nucleares con una historia de conflictos. Es igual de incierto el futuro de Afganistán, país donde la participación y la ayuda internacional durante un periodo mayor a una década no logró producir un gobierno competente, ni pudo sofocar a los talibanes y a otros grupos armados de oposición.

Físicamente más cerca de EEUU, está una Venezuela rica en petróleo que tiene muchas de las características de un Estado fallido. En África, del mismo modo, una mezcla de gobernabilidad deficiente, crecimiento económico bajo, con terrorismo o guerra civil, o con ambos de estos factores, es abrumadora para muchos países. Además, a nivel mundial, se aplican pocas reglas o sanciones, si acaso se las llega a aplicar, con relación a comportamientos imprudentes en ámbitos trascendentales (entre ellos, el ciberespacio, que es uno que reviste suma importancia).

Si bien hacer campaña proselitista no es lo mismo que gobernar, la campaña de Trump ha añadido otros carices a las dificultades que él mismo enfrentará. Al candidatear sobre la base de una plataforma que pregona "Primero Estados Unidos", Trump ha hecho que surjan cuestionamientos entre los aliados de Estados Unidos acerca de cuán inteligente es continuar dependiendo del apoyo de Estados Unidos. La aparente desaparición de la Asociación Transpacífico ha creado malestar en Asia y América del Sur sobre la previsibilidad de Estados Unidos y sobre si Estados Unidos seguirá siendo el líder del comercio mundial o adoptará una actitud más cercana al proteccionismo. México, escogido por Trump como blanco especial de sus críticas durante la campaña electoral, se enfrenta a un conjunto singular de asuntos relacionados tanto al comercio como a la inmigración.

El presidente entrante y los que le rodean estarán bajo presión para abordar todos estos asuntos y preocupaciones de manera rápida, pero sería aconsejable que se tomen su tiempo. La prioridad por ahora, y por los meses venideros, debería ser conformar el equipo de la nueva administración. Deben llenarse aproximadamente 4.000 puestos. Los miembros de la nueva administración también tendrán que aprender a trabajar juntos, y deberán revisar las políticas existentes antes de que puedan tomar decisiones acerca de otras nuevas. Se centrará la atención de manera considerable en -y se acumularán las expectativas sobre- los primeros cien días de la administración. Sin embargo, no existe nada mágico adherido a los primeros cien días de una presidencia de 1.460 días de duración. Es mejor hacer las cosas bien que hacerlas con premura antes de una fecha determinada.

Sería muy sabio que los gobiernos de otros países hagan más que solamente observar y esperar a que la nueva administración de Estados Unidos se organice. Los aliados deben considerar que otras cosas más podrían hacer a favor de la defensa común. Ellos pueden desarrollar y compartir sus ideas sobre la mejor manera de lidiar con Rusia, China, ISIS, Corea del Norte e Irán. Del mismo modo, puede comenzar a pensar acerca de cómo proteger y promover el comercio mundial en ausencia de nuevos acuerdos liderados por Estados Unidos. En esta nueva era, el equilibrio entre el orden y el desorden mundial será determinado no sólo por las acciones de Estados Unidos, sino que también, y cada vez en mayor magnitud, por las acciones para la que estén preparados a tomar otros países que están alineados desde tiempo atrás con EEUU

(Richard N. Haass, President of the Council on Foreign Relations, previously served as Director of Policy Planning for the US State Department (2001-2003), and was President George W. Bush's special envoy to Northern Ireland and Coordinator for the Future of Afghanistan…)

– El talón de Aquiles de la Trumpeconomía (Project Syndicate – 24/11/16)

New Have.- La estrategia económica de Donald Trump está plagada de imperfecciones. El presidente electo de Estados Unidos quiere restablecer el crecimiento a través de un gasto basado en déficit en un país con una escasez crónica de ahorro. Esto apunta a una mayor compresión del ahorro nacional, lo que hace que una ampliación de una brecha comercial ya sobredimensionada resulte inevitable.

Esa dinámica revela el talón de Aquiles de la Trumpeconomía: un sesgo proteccionista evidente que choca frontalmente con la dependencia ineludible de Estados Unidos del ahorro externo y de los déficits comerciales para sustentar el crecimiento económico.

La administración Trump no heredará una economía estadounidense fuerte y sólida. El ritmo de recuperación desde la Gran Recesión ha sido la mitad de lento que los rebotes cíclicos normales -lo cual es más inquietante dada la enorme magnitud de la contracción en 2008-2009-. Y los ahorros, el germen de la prosperidad futura, siguen siendo terriblemente escasos. La llamada tasa de ahorro nacional neta -la suma ajustada por depreciación del ahorro de empresas, hogares y gobierno- era de apenas el 2,4% del ingreso nacional a mediados de 2016. Si bien eso es una mejora respecto de la posición de ahorro negativa sin precedentes en 2008-2011, sigue estando lejos del promedio del 6,3% que prevaleció en las últimas tres décadas del siglo XX.

Esto es importante porque explica los déficits comerciales perniciosos contra los que Trump sigue despotricando. Sin ahorros y con la intención de crecer, Estados Unidos debe importar ahorro excedente del exterior. Y la única manera de atraer ese capital extranjero es mediante déficits masivos de cuenta corriente y comercial. Los números lo confirman: desde 2000, cuando el ahorro nacional cayó muy por debajo de la tendencia, el déficit de cuenta corriente se amplió a un promedio del 3,8% del PIB -casi cuatro veces la brecha del 1% de 1970 a 1999-. De la misma manera, el déficit de exportaciones netas -la medida más amplia del desequilibrio comercial de un país- ha sido del 4% del PIB desde 2000, comparado con un promedio del 1,1% en las últimas tres décadas del siglo XX.

La Trumpeconomía tiene la causa y el efecto detrás de este retroceso. Se obsesiona con las causas específicas por país del déficit comercial, como China y México, pero no ve el punto fundamental de que estos déficits bilaterales son síntomas de un problema de ahorro mucho más profundo en Estados Unidos. Supongamos por el momento que Estados Unidos cierra el comercio con China y México -el primer y cuarto componente más grande del déficit comercial total- a través de una combinación de aranceles y otras medidas proteccionistas (incluida la renegociación propuesta del TLCAN y un muro financiado por México). Si no se aborda la escasez de ahorro crónica de Estados Unidos, los componentes chino y mexicano del déficit comercial simplemente serán redistribuidos a otros países -muy probablemente a productores de costos más elevados-. El resultado sería el equivalente funcional de un alza de impuestos a las familias atribuladas de clase media de Estados Unidos.

En resumen, no existe una reparación bilateral para un problema multilateral. Estados Unidos tenía déficits comerciales con 101 países en 2015 -un problema multilateral que surge de una escasez de ahorro que no se puede resolver de manera efectiva con "remedios" específicos por país-. Eso no quiere decir que los socios comerciales de Estados Unidos deberían seguir ejerciendo prácticas injustas. Pero sí implica que existe una esperanza limitada de resolver los déficits comerciales aparentemente crónicos -y la erosión relacionada de las contrataciones domésticas vinculadas a esos desequilibrios- si Estados Unidos no empieza a ahorrar otra vez.

Desafortunadamente, la situación se va a tornar más complicada. Al parecer, es probable que la Trumpeconomía exacerbe la escasez de ahorro de Estados Unidos en los próximos años. Los análisis del Tax Policy Center, de la Tax Foundation y de Moody's Analytics indican que los déficits presupuestarios federales en el plan económico de Trump están encaminados hacia por lo menos el 7% del PIB en los próximos diez años. Los asesores sénior de Trump en materia de política económica, Peter Navarro y Wilbur Ross, sostuvieron en un informe de situación en septiembre que estas estimaciones son erradas, porque no tienen en cuenta las "ganancias inesperadas generadoras de crecimiento" como resultado de las reformas regulatorias y energéticas, o la bonanza agregada que debería surgir de un achicamiento marcado del déficit comercial de Estados Unidos.

Por cierto, el análisis de Navarro-Ross atribuye un 73% de las ganancias generadoras de crecimiento de la Trumpeconomía a una enorme mejora de la balanza comercial general en los próximos diez años. Sin embargo, como dije más arriba, si no hay un incremento milagroso del ahorro nacional, esto es sumamente dudoso. La contabilidad creativa, durante mucho tiempo un elemento esencial de la economía del lado de la oferta, nunca ha sido más imaginativa.

Allí reside una de las desconexiones más notorias de la Trumpeconomía. Ponerse duro en materia de comercio en un momento en el cual el ahorro nacional está a punto de sufrir una presión cada vez mayor simplemente no suma. Hasta las estimaciones más conservadoras del déficit presupuestario federal sugieren que la tasa de ahorro nacional neta ya deprimida podría volver a entrar en territorio negativo en algún momento del período 2018-2019. Eso ejercería una presión renovada sobre los déficits de cuenta corriente y comercial, lo que tornaría extremadamente difícil revertir la pérdida de empleos e ingresos por la cual los políticos rápidamente culpan a los socios comerciales de Estados Unidos.

Irónicamente, en la inminente era de ahorro negativo, Estados Unidos descubrirá que cada vez depende más del ahorro excedente del exterior. Si la administración Trump apunta a los principales prestadores extranjeros -por caso, China-, su estrategia rápidamente podría volvérsele en contra. Como mínimo, podría haber un impacto adverso en los términos según los cuales Estados Unidos se endeuda en el exterior; eso podría significar tasas de interés más altas -de las cuales ya hay indicios evidentes- y, en definitiva, una presión bajista sobre el dólar. Y, por supuesto, éste es el peor escenario de una escalada de la guerra comercial global.

El proteccionismo, el ahorro anémico y el gasto basado en déficit conforman un cóctel especialmente tóxico. En la Trumpeconomía, será excesivamente difícil lograr que Estados Unidos vuelva a ser grande.

(Stephen S. Roach, former Chairman of Morgan Stanley Asia and the firm's chief economist, is a senior fellow at Yale University's Jackson Institute of Global Affairs and a senior lecturer at Yale's School of Management. He is the author of Unbalanced: The Codependency of America and China)

– El Berlusconi de Estados Unidos (Project Syndicate – 24/11/16)

Londres- En las últimas semanas el mundo ha estado tratando de adivinar la conducta que tendrá Donald Trump una vez asuma el cargo y las políticas que impulsará tras una larga campaña de declaraciones contradictorias. Los ex presidentes estadounidenses que también fueron empresarios (Warren G. Harding y Herbert Hoover) ejercieron hace demasiado tiempo como para dar alguna orientación. Pero hay un precedente en Europa: el italiano Silvio Berlusconi.

Berlusconi fue pionero de lo que Trump ha logrado. Como él, es un empresario que inició su fortuna en el negocio inmobiliario. Cuando entró a la política en 1994 era un forastero aunque, igual que Trump, durante largo tiempo había estado rodeado de personas que conocían bien el sistema.

Los parecidos no acaban allí. Tanto Trump como Berlusconi estaban muy familiarizados con los entresijos de los tribunales; Trump se ha movido rápido desde las elecciones para resolver las demandas por fraude contra la Trump University, pero tiene abiertas cerca de 70 otras demandas contra él y sus empresas. Y ambos tienen una serie de conflictos de interés con su papel de jefe de gobierno debido a la extensión de sus imperios comerciales.

Al igual que Trump, Berlusconi se las arregló para presentarse al mismo tiempo como un potentado y un populista. Prefería comunicarse directamente con la gente, por encima de los medios tradicionales y las estructuras partidarias. De alguna manera, su preferencia por las mujeres glamorosas y las residencias ostentosas elevaba su arrastre popular.

La comparación entre Trump y Berlusconi está lejos de ser superficial. De hecho, la experiencia de Italia con Berlusconi -o il cavaliere (el caballero), como se lo conoce en su país- da seis claras lecciones sobre lo que los estadounidenses y el mundo pueden esperar de Trump.

Primero, nadie debería subestimar al próximo presidente de EEUU. Ya ha desafiado las expectativas: pocos esperaban que siquiera ganara las primarias republicanas. Sin embargo, muchos siguen prediciendo su inminente caída, suponiendo que no durará más de cuatro años en la Casa Blanca, si es que antes no se le destituye mediante un juicio político.

La experiencia de Berlusconi cuenta una historia diferente. También sus contrincantes lo subestimaron una y otra vez. Los comentaristas lo consideraban demasiado ignorante e inexperto para durar como primer ministro, suponiendo que no sobreviviría al tira y afloja de la política o las presiones del gobierno.

Sin embargo, Berlusconi sigue siendo una de las figuras centrales de la política italiana. En los últimos 22 años ha ganado tres elecciones generales y sido primer ministro durante 9 años. Cada vez que los periodistas o intelectuales han intentado llevarlo a un debate público, han perdido. Los críticos de Trump (de hecho, todos los observadores estadounidenses) deberían tener eso en mente.

La segunda lección es que probablemente Trump lleve en lo esencial una campaña política permanente, imponiendo su presencia sobre la mesa. A menudo Berlusconi ha hecho uso de la televisión para tal fin, en especial sus propios canales comerciales. En lugar de conceder entrevistas que no puede controlar, solía trabajar con sus acólitos preferidos, o simplemente hablaba en directo a la cámara. Más de algún programa de debates políticos se ha visto interrumpido por una llamada del primer ministro exigiendo intervenir.

De Trump podemos esperar no solo que siga con sus ráfagas de tuits, sino el uso de la televisión especialmente programas de tertulias y otros canales para hablar directamente a la gente. La decisión de Trump de hacer público un vídeo de YouTube de dos minutos y medio en que enumeraba sus prioridades, en lugar de una conferencia de prensa, refuerza esta idea. Si bien puede parecer una actitud poco presidencial, funciona… al menos si la ejecuta un maestro del mercadeo que no se toma los hechos muy en serio.

La tercera lección del éxito de Berlusconi es que incluso alguien muy rico y poderoso puede presentarse como víctima. De hecho, incluso estando en el cargo, denunciaba ser atacado por el poder judicial, sus rivales de negocios, los "comunistas" o el sistema político.

Podemos esperar que Trump haga lo mismo cuando se dé el caso. No importa que sea un multimillonario nacido en cuna de oro o que en las próximas elecciones sea el mandatario en funciones. Se presentará como víctima de los ataques de enemigos egoístas e interesados.

La cuarta lección es que va a haber insultos. Berlusconi usó sus periódicos y canales de televisión para ensuciar con tanta fuerza a sus oponentes que el escritor Roberto Saviano las llamó macchina del fango o "máquinas de enlodar".

Los ataques de Trump a los medios de comunicación, a menudo a través de Twitter, anuncian esto, así como sus promesas de campaña de "abrir las compuertas" de las leyes antidifamación. Es probable que su principal agente en este ámbito sea su recién nombrado estratega en jefe, Stephen Bannon, ex director de la ultraderechista Breitbart News.

La quinta lección es que probablemente Trump aprecie la lealtad por sobre todo en su gobierno, tal como lo hiciera Berlusconi. Ya ha convertido a sus tres hijos mayores (que se supone han de administrar sus negocios durante su mandato) en actores clave de su campaña y equipo de transición.

Puede que las leyes federales prohíban a Trump nombrar a sus hijos en cargos de gobierno, pero no hay duda de que seguirán al centro de la toma de decisiones. Ya su hija Ivanka Trump y su esposo, Jared Kusher, estuvieron presentes en el primer encuentro de Trump con un jefe de gobierno, el japonés Shinzo Abe. Hasta los nombramientos de Trump que no pertenecen a su familia (a menudo figuras polémicas o radicales que no tendrían cabida en ningún otro gobierno) reflejan un énfasis en la lealtad personal.

La última lección de Berlusconi es que hay que tomarse en serio las expresiones de admiración hacia hombres fuertes como el Presidente ruso Vladimir Putin. Los narcisistas que van por libre, como Berlusconi y Trump, suelen preferir llegar a acuerdos a título personal y a otros autócratas como interlocutores. Las visitas favoritas de Berlusconi al exterior mientras se desempeñaba en el cargo eran a la dacha de Putin y a la tienda del ex dictador libio Muammar Gadafi, no a tediosas reuniones del Consejo Europeo ni cumbres del G-20.

No obstante, en último término hay una diferencia clave entre Silvio Berlusconi y Donald Trump. El primero no tenía un verdadero programa estando en el cargo, excepto beneficiar sus intereses empresariales y personales y fortalecer su propio poder dando recursos y haciendo favores a sus partidarios. Su mayor perjuicio a los italianos fue su inacción ante el estancamiento económico, pero al menos no lo empeoró. En contraste, Trump sí lo tiene, por difícil que sea de descifrar. Está por verse si las cosas mejorarán o empeorarán con él.

(Bill Emmott is a former editor-in-chief of The Economist)

America"s president-elect has done little to assuage growing anxiety, both at home and abroad, since his victory. Project Syndicate contributors explain why the fear is justified.

Editors" Insight: a fortnightly review of the best thinking on current events and key trends.

– Waiting for Trump (Project Syndicate – 25/11/16)

As Donald Trump"s inauguration looms, fear is growing by the day, both at home and abroad. The reason is not that America"s president-elect regards unpredictability as a virtue; it is that much of the world knows his type all too well.

Like the tramps in Samuel Beckett"s play Waiting for Godot, Americans and people around the world are nervously anticipating Donald Trump"s looming presidency. Of course, unlike Godot, Trump will arrive, and everyone knows when. But, like the stranded Vladimir and Estragon, emotions are running high and changing at dizzying speed, alternating between fear, resignation, black humor, and desperation for any ray of hope in the words and actions of the president-elect.

Indeed, as with Beckett"s play, the meaning of the public display that Trump has made of forging his administration is hard to pin down. "Speculation about Trump"s likely foreign and domestic policies is rampant, but little if any of it is meaningful", says Richard Haass of the Council on Foreign Relations. "Campaigning and governing are two very different activities, and there is no reason to assume that how he conducted the former will dictate how he approaches the latter".

Haass is probably right, but the fact is that, aside from some softening of Trump"s rhetoric, signs of hope have been almost non-existent in the transition so far. Yes, Trump has backed away -at least for now- from his threat to appoint a special federal prosecutor to investigate his opponent, Hillary Clinton. But that decision followed a string of alarming appointments: Steve Bannon, former CEO of the extremist Breitbart News and an avatar of America"s "alt-right" white nationalists, as senior counselor and chief strategist; Senator Jeff Sessions, whose racist comments led a Republican-controlled Senate to deny him a federal judgeship 30 years ago, as Attorney General; and General Michael Flynn, who believes that the United States is in a "world war" with militant Islam and that America is under threat from Sharia law, as national security adviser. With avowed hardliners in such key positions, fear about the incoming Trump administration has been increasing by the day.

As Project Syndicate columnists reckon with the coming Trump presidency, they have begun to assess its likely political and economic implications. But, regardless of whether Trump follows through on his key campaign promises, one thing is already certain, says Bill Emmott, a former editor of The Economist: "no one should underestimate the next US president". Comparing Trump to Silvio Berlusconi, Emmott points out that in the last 22 years, Italy"s business mogul-cum-politician "has won three general elections and served as prime minister for nine years". Those who "continue to predict his imminent downfall, assuming that he will last only four years in the White House, if he is not impeached before that", should take note.

Understanding Trumponomics

The key difference between Trump and Berlusconi, says Emmott, is that Trump "does have an agenda, however hard to read." Adair Turner, Chairman of the Institute for New Economic Thinking, agrees. "What President Trump will actually do is in many policy areas unknowable," Turner says. "But in the case of economic policy, one thing is clear – fiscal policy will be loosened". And, though "(t)he exact form of the stimulus will likely be inefficient and regressive", he argues, "the direction of the policy shift -from monetary to fiscal stimulus- makes sense".

It certainly makes political sense, says Nobel laureate economist Robert Shiller, who believes that Trump"s imperative is to satisfy his core voters, those with "average and stagnating incomes and low levels of education". But the truth is that his planned tax cuts for the wealthy and big boost in infrastructure spending (based, as Turner notes, on investment tax credits) "are unlikely to shift economic power to those who have been relatively less successful". In fact, Shiller warns, "entrepreneurs may develop even more clever ways to replace jobs with computers and robots, and protectionism may generate retaliation by trading partners, political instability and, ultimately, possibly even hot wars".

So far, however, investors seem to be taking "Trumponomics" in stride. "Markets", says NYU"s Nouriel Roubini, "will give Trump the benefit of the doubt, for now". Judging by the surge in the dollar"s exchange rate since the election, that is an understatement. As the University of California at Santa Barbara"s Benjamin Cohen points out, "capital inflows have pushed up the dollar"s value to levels not seen in more than a decade", making it "seem that markets are registering a massive vote of confidence in the president-elect".

But, Cohen cautions, "(s)hort-term exchange-rate movements are no way to judge a currency"s underlying strength". For now, markets are responding to Trump"s vow to "enact deep tax cuts and ramp up spending on decaying infrastructure and America"s supposedly "depleted" military", which "will boost near-term economic growth, and inevitably push interest rates up". Not surprisingly, with "attractive investment returns" in short supply globally, "a prospective Trump boom has drawn funds to Wall Street, in turn increasing demand for the dollar".

The question is, for how long? As Cohen acknowledges, "a country that issues an internationally favored currency can generally exert influence over others, and has a distinct economic advantage". Similarly, Princeton"s Harold James points out that, because the US "has historically been the global safe haven in times of economic uncertainty, it may be less affected than other countries by political unpredictability". He notes that even in the aftermath of "the 2008 financial crisis -a crisis that unambiguously originated in the US- the safe-haven effect caused the dollar to strengthen as capital inflows rose". But, as Cohen emphasizes, the dollar"s privileged position is not immutable. If Trump "pursues his protectionist promise to put "America first"", he argues, "investors and central banks could gradually be impelled to find alternative reserves for their spare billions".

This suggests that "even if Trump"s policies", as Cohen puts it, "turn out to be disastrous", faith in the dollar won"t collapse nearly as quickly as faith in the pound since the United Kingdom"s Brexit referendum in June. "A big country like the US can generally impose the costs of its unpredictability on other countries", James explains, whereas "smaller countries, such as the UK, tend to face more immediate costs". Jim O"Neill, a former commercial secretary to the UK Treasury and former CEO of Goldman Sachs Asset Management, attributes the steep fall in the pound"s value to the "market"s pessimism about the UK economy"s supply-side outlook and future productivity growth". The "pound"s weakness, notwithstanding its potential cyclical benefits", O"Neill argues, "reflects a risk premium on the UK, owing to its tricky EU exit path and other policy uncertainties".

Such uncertainties are likely to become even more pronounced in the US, partly because Trump is, as Turner says, "impulsive and occasionally vindictive". As Cohen reminds us, "Trump already set off alarm bells during the campaign with careless remarks about trying to renegotiate US debt by buying it back from creditors at a discount". He adds that "(n)o statement could be better crafted to provoke a retreat from the greenback". Equally important, America"s economic fundamentals are likely to weaken. As Trump"s tax cuts and spending increases push up US debt, and as manufacturing jobs fail to reappear, "America"s dollar liabilities could reach a tipping point at any time", beyond which "skittish investors, seeking an alternative store of value, precipitate an irreversible downward spiral" for the dollar. In this scenario, as "more currencies" – above all, China"s renminbi- "become competitive, the dollar"s unique advantages will erode, as will America"s privileged position", resulting in "a long, slow bleeding out" for the US economy.

Toward a Trump Tower Accord?

That bleeding will be most evident in America"s trade deficit, argues former Morgan Stanley Asia chairman and current Yale senior lecturer Stephen Roach. Trump"s plan "to restore growth via deficit spending in a country with a chronic shortfall of saving", says Roach, "points to a further compression in national saving, making a widening of an already outsize trade gap all but inevitable". In fact, this "dynamic unmasks the Achilles" heel of Trumponomics," he notes, because Trump"s promise of protectionism "collides head-on with America"s inescapable reliance on foreign saving and trade deficits to sustain economic growth".

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