El legado vital de la globalización: del malestar económico al populismo emocional e irreflexivo (Parte II)
Enviado por Ricardo Lomoro
- La geografía de las elecciones
- Escapar de la nueva normalidad de débil crecimiento
- Occidente en la encrucijada
- Los deplorables de Trump
- Poniendo a la revuelta populista en su lugar
- La peligrosa deriva del gobierno de May en el RU
- Los mercados dan a Theresa May una lección sobre soberanía
Anexo – Cómo "explican lo inexplicable" algunos "cabeza de huevo" y muchos "estómagos agradecidos": un poco antes, durante, y a los pocos días del "8-N"
La geografía de las elecciones
(Project Syndicate – 30/9/16)
París.- En muchos países, el lugar de residencia de los votantes permite predecir con bastante exactitud sus preferencias electorales. Fue patente en los mapas de la geografía electoral del voto a favor y en contra de abandonar la Unión Europea, en el referendo celebrado en el Reino Unido en junio. Un patrón similar puede verse en la distribución de votos en la elección presidencial estadounidense de 2012 o en el apoyo de los franceses al Frente Nacional de Marine Le Pen en las elecciones regionales de 2015. Y es muy probable que se repita en la próxima elección presidencial en los Estados Unidos. Muchos ciudadanos viven en lugares donde buena parte de sus vecinos votan igual que ellos.
Esta geografía electoral señala una profunda división económica, social y educativa. Las ciudades ricas, donde se concentran los graduados universitarios, tienden a votar por candidatos con una visión internacionalista (a menudo, de centroizquierda), mientras que los distritos de clase media baja y trabajadora tienden a votar por candidatos que se oponen al libre comercio internacional (a menudo, nacionalistas de derecha). No es casualidad que alcaldes de centroizquierda gobiernen Nueva York, Londres, París y Berlín, mientras que las ciudades más pequeñas y postergadas tienden a preferir a políticos de la derecha dura.
Las diferencias entre regiones o ciudades a la hora de votar son tan viejas como la democracia. Lo nuevo es la creciente correlación de la polarización espacial, social y política, que convierte a conciudadanos en virtuales extraños. Como resaltó Enrico Moretti (de la Universidad de California en Berkeley) en su libro La nueva geografía del trabajo, esta nueva divisoria es inocultable: los graduados universitarios son la mitad de la población total en las áreas metropolitanas más ricas de Estados Unidos, pero cuatro veces menos en las áreas más postergadas.
Los grandes cambios económicos tienden a acentuar esta división política. Quienes viven y trabajan en distritos fabriles tradicionales, atrapados en el torbellino de la globalización, son perdedores en varios frentes: sus empleos, su patrimonio inmobiliario y los destinos de sus hijos y familiares muestran una clara correlación.
Hace poco, en una investigación fascinante, David Autor (del MIT) y coautores exploraron las consecuencias políticas, y hallaron que los distritos de Estados Unidos cuya economía fue más afectada por las exportaciones chinas respondieron reemplazando a representantes moderados con otros políticos más radicales (de izquierda o derecha). De modo que la globalización provocó polarización económica y política.
Los gobiernos desatendieron esta divisoria demasiado tiempo. Algunos confiaron en la economía del derrame, otros en el estímulo al crecimiento y al empleo mediante la política monetaria, otros en la redistribución por medio de la política fiscal. Pero estas soluciones ayudaron muy poco.
Los datos desmienten la fe ciega en la extensión inevitable de la prosperidad a todas las regiones. El desarrollo económico moderno depende en gran medida de la interacción (que a su vez demanda una alta densidad de empresas, habilidades e innovadores) y premia la aglomeración (por eso las ciudades grandes suelen prosperar y las pequeñas languidecen). Cuando una zona comienza a perder empresas y quedar rezagada en capacidades, hay pocos motivos para creer que la tendencia revertirá por sí sola. El desempleo puede pronto convertirse en norma.
La expansión de la demanda agregada apenas resuelve el problema. Aunque es verdad que la marea levanta todos los barcos cuando sube, no lo hace en forma pareja. Para quienes se sienten marginados, el impulso al crecimiento nacional suele implicar más prosperidad y dinamismo para las ciudades aventajadas, y escasa o nula mejora para el resto: es decir, una división más marcada e incluso más intolerable. El crecimiento mismo se vuelve divisivo.
Y si bien las transferencias fiscales ayudan a contrarrestar la desigualdad y combatir la pobreza, poco hacen por reparar el tejido social (además, su sostenibilidad a largo plazo está cada vez más en duda).
En su discurso inaugural, la primera ministra británica Theresa May se comprometió a responder al malestar económico y social de su país con una política centrada en la unidad. Los candidatos presidenciales en Estados Unidos también redescubrieron la fuerza de la demanda de cohesión nacional y social. Es indudable que en la próxima campaña presidencial en Francia se plantearán inquietudes similares. Pero aunque los fines estén claros, los políticos suelen desatinar respecto de los medios.
La campaña presidencial estadounidense ha puesto de moda otra vez el proteccionismo. Pero aunque las restricciones a las importaciones pueden aliviar el padecimiento de algunos distritos fabriles, no impedirán que las empresas se trasladen donde haya mejores oportunidades de crecimiento; no protegerán a los trabajadores contra el cambio tecnológico; y no recrearán las pautas de desarrollo del pasado.
En tanto, la migración por motivos económicos es cada vez más cuestionada (no sólo en el Reino Unido, donde es más notorio, sino también en otras partes). Pero aquí también, si bien restringir la entrada de trabajadores de Europa del este puede aliviar la competencia salarial o detener el encarecimiento de la vivienda, no cambiará las diferencias entre las ciudades grandes y las pequeñas.
En vez de afirmar lo contrario, los políticos deberían reconocer que no hay soluciones sencillas a la disparidad geográfica del desarrollo económico moderno. Por inconveniente que sea, el ascenso de las metrópolis es un hecho, al que no hay que ofrecer resistencia, porque no es un juego de suma cero: las ciudades grandes generan beneficios económicos para el conjunto.
Lo que debe hacer la política pública es asegurar que la aglomeración económica no menoscabe la igualdad de oportunidades. Los gobiernos no pueden decidir dónde se radicarán las empresas; pero es su responsabilidad garantizar que, más allá del efecto del lugar de residencia sobre los ingresos, el lugar de nacimiento no determine el futuro de la gente. Es decir, la política pública tiene una responsabilidad clara de limitar la correlación entre geografía y movilidad social; una correlación que, como demostraron Raj Chetty (de Stanford) y otros autores, es alta en Estados Unidos (y en otros países pueden observarse pautas similares).
La infraestructura puede ayudar. La disponibilidad de medios de transporte eficientes, servicios sanitarios de calidad y acceso a Internet de banda ancha puede ayudar a las ciudades más pequeñas a atraer inversiones en sectores que no dependen de los efectos de la aglomeración. Por ejemplo, para las empresas puede ser muy ventajoso trasladar los procesos internos sin interacción directa con los clientes a lugares donde el espacio de oficinas y la vivienda son baratos.
Por último, se justifica limitar el egoísmo de las áreas aventajadas. La distribución de competencias entre los niveles nacional y subnacional, lo mismo que la estructura tributaria, se definieron en un entorno muy diferente al actual; para mitigar la división geoeconómica, tal vez haya que rediseñarlas por completo.
(Jean Pisani-Ferry is a professor at the Hertie School of Governance in Berlin, and currently serves as Commissioner-General of France Stratégie, a policy advisory institution in Paris)
Escapar de la nueva normalidad de débil crecimiento
(Project Syndicate – 30/9/16)
Milán.- Sin lugar a dudas, la recuperación de la recesión mundial provocada por la crisis financiera del año 2008 ha sido inusualmente larga y anémica. Algunos aún esperan un repunte en el crecimiento. Sin embargo, ocho años después de que estallara la crisis, la situación que atraviesa la economía mundial comienza a mostrarse más como un nuevo equilibrio de bajo crecimiento que como una recuperación lenta. ¿Por qué ocurre esto y hay algo que podamos hacer al respecto?
Una posible explicación de esta "nueva normalidad" que ha recibido mucha atención es la disminución del crecimiento de la productividad. Pero, a pesar de la considerable cantidad de datos y análisis, el rol que desempeña la productividad en el actual malestar ha sido difícil de definir – y, en los hechos, parece no tener la importancia crítica que muchos piensan.
Por supuesto, la desaceleración del crecimiento de la productividad no es buena para el desempeño económico a largo plazo, y puede ser una de las fuerzas que frenan a Estados Unidos, a medida que se acerca al nivel de "pleno" empleo. Pero, en gran parte del resto del mundo otros factores -para nombrar algunos, la demanda agregada insuficiente y las significativas brechas de productividad, enraizadas en el exceso de capacidad y activos subutilizados (incluyéndose entre ellos a las personas)- parecen tener mayor importancia.
En la eurozona, por ejemplo, la demanda agregada en muchos países miembros se ha visto restringida por, entre otras cosas, el gran superávit de cuenta corriente de Alemania, que ascendió a 8,5% del PIB en el año 2015. Al tener una mayor demanda agregada y un uso más eficiente de los recursos humanos y otros recursos de capital existentes, las economías podrían lograr un impulso significativo en el crecimiento a mediano plazo, incluso sin que estén presentes ganancias de productividad.
Nada de esto quiere decir que debemos ignorar el desafío de la productividad. Pero la verdad es que la productividad no es el principal problema económico en este momento.
Hacer frente a los problemas más apremiantes de la economía mundial requerirá de la acción de múltiples actores -no sólo de la de los bancos centrales. Sin embargo, hasta el momento, las autoridades monetarias han asumido gran parte de la carga de la respuesta frente a la crisis. En primer lugar, intervinieron para evitar el colapso del sistema financiero, y, más tarde, para detener la crisis bancaria y de la deuda soberana en Europa. Luego continuaron su accionar para reducir las tasas de interés y la curva de rendimiento, elevando los precios de los activos, lo que a su vez impulsó la demanda vía los efectos de riqueza.
Pero este abordaje, a pesar de hacer algo bueno, ha llegado a su fin. Las tasas de interés muy bajas -incluso negativas- no han logrado restablecer la demanda agregada o estimular la inversión. Y, el canal de transmisión del tipo de cambio no tendrá muchos efectos positivos, ya que no aumenta la demanda agregada, simplemente desplaza la demanda entre los sectores relacionados al comercio exterior de los países. La inflación ayudaría, pero incluso las medidas monetarias más expansivas han estado esforzándose por elevar la inflación para que se alcance los niveles-objetivo, Japón presenta un ejemplo de lo antedicho. Una de las razones para esto es la presencia de una demanda agregada inadecuada.
Nunca se debería haber esperado que la política monetaria por sí sola cambie las economías, llevándolas a una trayectoria más alta de crecimiento sostenible. Y, de hecho, no lo hizo: la política monetaria explícitamente pretendía ganar tiempo para que los hogares, el sector financiero y los países soberanos deudores reparen sus hojas de balance; y, las políticas de crecimiento comiencen a funcionar.
Desafortunadamente, los gobiernos no fueron lo suficientemente lejos en la búsqueda de respuestas fiscales y estructurales complementarias. Una de las razones es que las autoridades fiscales en muchos países -en particular, en Japón y partes de Europa- se han visto limitadas por los altos niveles de deuda soberana. Por otra parte, en un entorno con tasas de interés bajas, estos países pueden vivir con sobreendeudamiento.
Para los gobiernos altamente endeudados, las tasas de interés bajas tienen importancia crítica para mantener los niveles de endeudamiento en niveles sostenibles y para aliviar la presión relativa a la reestructuración de la deuda y la recapitalización de los bancos. El desplazamiento hacia un equilibrio en el rendimiento de la deuda soberana alto haría que sea imposible lograr el equilibrio fiscal. En la eurozona, en el año 2012 el Banco Central Europeo anunció que su compromiso relativo a evitar que los niveles de endeudamiento se tornen insostenibles estaba políticamente condicionado a la restricción fiscal.
También hay motivaciones políticas en juego. Los políticos simplemente prefieren mantener la carga sobre la política monetaria y evitar así ir tras la consecución de políticas difíciles o impopulares -incluyéndose entre ellas las reformas estructurales, la reestructuración de la deuda y la recapitalización de los bancos- mismas que están destinadas a impulsar el acceso a los mercados y la flexibilidad, incluso si esto significa socavar el crecimiento a mediano plazo.
El resultado es que las economías están atrapadas en un supuesto equilibrio de Nash, en el cual ningún participante puede ganar a través de una acción unilateral. El crecimiento sufrirá si los bancos centrales intentan abandonar sus políticas agresivamente acomodaticias sin acciones complementarias para reestructurar la deuda o restablecer la demanda, el crecimiento y la inversión – así como también sufrirá la credibilidad de los bancos centrales, o incluso su independencia.
Pero estas instituciones deben abandonar las mencionadas políticas monetarias expansivas, porque ellas han llegado al punto en el que pueden estar haciendo más daño que bien. Al suprimir los rendimientos para los ahorristas y para los titulares de activos por un período prolongado, las tasas de interés bajas han estimulado una búsqueda frenética de rendimiento.
Esta búsqueda toma dos formas. Una es el aumento del apalancamiento, que ha aumentado en todo el mundo en una cifra de alrededor de $ 70 millones de millones de dólares desde el año 2008, y en gran medida (aunque no totalmente) esto ha ocurrido en China. La otra es la volatilidad de los flujos de capital, lo que ha llevado a los formuladores de políticas en algunos países a ir tras de su propia flexibilización monetaria o a imponer controles de capital, con el fin de evitar daños al crecimiento en su sector de comercio exterior.
En el pasado los líderes políticos mostraron más coraje en la implementación de reformas estructurales y de seguridad social que puede que impidan el crecimiento por un tiempo, pero estabilizan la situación fiscal de sus países. De manera más general, las autoridades fiscales tienen que cooperar mucho más y de mejor manera con sus contrapartes, a nivel nacional e internacional.
Dicho accionar probablemente tendrá que esperar hasta que las consecuencias políticas del bajo crecimiento, la alta desigualdad, la desconfianza en la inversión y el comercio internacional, así como la pérdida de independencia del banco central se tornen en demasiado pesadas para soportar. Probablemente esto no ocurrirá de inmediato; pero, dado el surgimiento de líderes populistas que aprovechan estas tendencias adversas para ganar apoyo, puede que dichas acciones no estén demasiado lejanas.
En este sentido, el populismo puede ser una fuerza beneficiosa, ya que desafía al status quo problemático. Sin embargo, en el caso de que los líderes populistas se hagan del poder, permanece el riesgo de que ellos vayan a ir tras la consecución de políticas que conducen a resultados que son aún peores.
(Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU"s Stern School of Business, Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations, Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University, Academic Board Chairman of the Asia Global Institute in Hong Kong )
(Project Syndicate – 3/10/16)
Berlín.- Este año y el próximo, los votantes de las principales democracias occidentales tomarán decisiones que podrían cambiar de modo fundamental a Occidente -y al mundo- como lo hemos conocido por décadas. De hecho, algunas de estas decisiones ya se han tomado: el principal ejemplo es la reciente decisión del Reino Unido de abandonar la Unión Europea.
Mientras tanto, bien podría ser que Donald Trump y Marine Le Pen ganen las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos y Francia, respectivamente. Hace un año habría parecido absurdo pronosticar la victoria de cualquiera de ellos, pero hoy no podemos decir lo mismo.
Las placas tectónicas del mundo occidental han comenzado a desplazarse, y a muchos les ha costado darse cuenta de las potenciales consecuencias. Hoy, después del referendo del Brexit del Reino Unido, vemos el asunto con algo más de realismo.
La decisión del Reino Unido fue un rechazo de facto a un orden europeo de paz cimentado en la integración, la cooperación y un mercado y jurisdicción comunes. Surgió de una creciente presión sobre tal orden, tanto interna como externa. En lo interno, el nacionalismo ha ido ganando fuerza en casi todos los estados miembros de la UE, mientras que en lo externo Rusia está jugando a la política de las grandes potencias, promoviendo una "Unión Euroasiática" (eufemismo por un nuevo dominio ruso sobre Europa del Este) como alternativa a la UE.
Ambos factores representan una amenaza a la estructura de paz de la UE, y el bloque quedará debilitado sin el Reino Unido, su tradicional garante de estabilidad. La UE es el eje de la integración de Europa occidental, por lo que su debilitamiento provocará una reorientación hacia el Este.
Es un resultado incluso más probable si en Estados Unidos gana Trump, que admira abiertamente al Presidente ruso Vladimir Putin y se adaptaría a la política de gran potencia de Rusia a costa de los vínculos europeos y transatlánticos. Un "momento Yalta 2.0" de este tipo impulsaría a su vez un sentimiento antiestadounidense en Europa y agravaría el daño geopolítico que sufre Occidente.
De manera similar, si en primavera gana la nacionalista de extrema derecha Marine Le Pen, significaría un rechazo de Francia a Europa. Dado que es una de las piedras angulares (junto con Alemania) de la UE, su elección probablemente marcaría el comienzo del fin de la Unión misma.
Si el Reino Unido y Estados Unidos giran hacia un neoaislacionismo y Francia abandona a Europa en favor del nacionalismo, el mundo occidental se volvería irreconocible. Ya no sería el bastión de la estabilidad y Europa caería en el caos de manera indefinida.
En este escenario, muchos volverían los ojos hacia Alemania, la mayor economía europea. Pero si bien el país pagaría el más alto precio económico y político en caso de un colapso de la UE (sencillamente, sus intereses están demasiado vinculados a los de la Unión), nadie debería esperar que resurgiera allí el nacionalismo. Todos sabemos los niveles destrucción y desgracia que puede causar en el continente.
En términos geopolíticos, Alemania quedaría en un estado intermedio. Mientras Francia es claramente un país occidental, atlántico y mediterráneo, a lo largo de su historia Alemania ha oscilado entre el Este y el Oeste. De hecho, por largo tiempo esta dinámica fue un factor constitutivo del Imperio Alemán. La cuestión "este u oeste" no se decidió finalmente sino hasta la derrota total en 1945. Tras la creación de la República Federal Alemana, el Canciller Konrad Adenauer escogió a Occidente.
Adenauer había sido testigo de la tragedia alemana al completo (las dos guerras mundiales y el colapso de la República de Weimar) y pensaba que los vínculos de la joven República Federal eran más importantes que la reunificación alemana. Para él, Alemania tenía que abandonar su posición de intermediaria e integrarse irreversiblemente con las instituciones económicas y se seguridad europeas.
El reacercamiento de posguerra entre Francia y Alemania y la integración europea bajo la UE han sido elementos indispensables de la orientación occidental alemana. Sin esos factores, podría volver a ser una tierra de nadie en términos ideológicos, lo que pondría en peligro a Europa, alimentaría peligrosas ilusiones en Rusia y obligaría a la misma Alemania a asumir retos inmanejables con respecto al continente.
La orientación geopolítica de Alemania será un tema subyacente central en las elecciones del próximo año. Si la Unión Demócrata Cristiana de la Canciller Angela Merkel la descarta debido a su política hacia los refugiados, es probable que el partido se oriente hacia la derecha en un intento por recuperar a sus votantes que prefirieron a Alternativa por Alemania (AfD), de corte antiinmigrante y populista.
Pero todo movimiento de la CDU para cooperar con AfD o validar sus argumentos presagiaría problemas. La AfD representa a los nacionalistas alemanes de extrema derecha (y peores) que desean volver a la vieja posición intermedia y forjar vínculos más estrechos con Rusia. La cooperación entre la CDU y AfD traicionaría el legado de Adenauer y equivaldría al fin de la República de Bonn.
Mientras tanto, existe un peligro similar desde el otro lado del espectro, porque una potencial coalición entre la CDU y AfD tendría que depender de Die Linke (el Partido La Izquierda), algunos de cuyos dirigentes desean en la práctica lo mismo que AfD: relaciones más cercanas con Rusia y nula o menor integración con Occidente.
Cabe esperar que no tengamos que vivir una tragedia así y Merkel prosiga en el cargo después de 2017. Puede que el futuro de Alemania, Europa y Occidente dependa de ello.
(Joschka Fischer was German Foreign Minister and Vice Chancellor from 1998-2005, a term marked by Germany's strong support for NATO's intervention in Kosovo in 1999, followed by its opposition to the war in Iraq. Fischer entered electoral politics after participating in the anti-establishment protest )
(Project Syndicate – 6/10/16)
Nueva York.- Hillary Clinton, la candidata presidencial de Estados Unidos por el Partido Demócrata, recientemente describió a los seguidores de su oponente, Donald Trump, como una "cesta de deplorables". No fue una frase ni diplomática ni elegante, y luego tuvo que salir a pedir disculpas por su observación. Pero estaba más acertada que equivocada. Trump ha atraído a muchos seguidores cuyas opiniones sobre la raza, por ejemplo, son en efecto deplorables.
El problema es que muchos de esos votantes deplorables también son relativamente incultos, lo cual hace que el comentario de Clinton parezca pretencioso. Lamentablemente, en Estados Unidos hay demasiada gente relativamente inculta.
Entre los países desarrollados, Estados Unidos se ubica abajo en la lista en términos de alfabetización, conocimiento general y ciencia. La posición de los japoneses, los surcoreanos, los holandeses, los canadienses y los rusos es consistentemente superior. Esta, al menos en parte, es la consecuencia de dejar la educación demasiado en manos del mercado: quienes tienen dinero cuentan con un alto nivel de educación y quienes no tienen los medios suficientes nunca llegan a ser cultos.
Hasta el momento, parece claro que Clinton atrae a votantes urbanos mejor educados, mientras que Trump seduce principalmente a hombres blancos menos educados, muchos de los cuales en generaciones anteriores habrían sido obreros de minas de carbón o trabajadores industriales que votaban por los demócratas. ¿Esto significa que existe una relación entre la educación -o la falta de ella- y el poder de atracción de un demagogo peligroso?
Una de las cosas más destacables sobre Trump es el nivel de su propia ignorancia, a pesar de sus altos logros educativos, y el hecho de que parece favorecerlo hacer alarde de eso. Tal vez a un ignorante fanfarrón le resulte más fácil convencer a grandes masas de personas cuyo conocimiento del mundo es tan escaso como el suyo propio.
Pero esto implicaría suponer que la verdad fáctica es relevante en la retórica de un agitador populista. A muchos de sus seguidores no parece importarles demasiado la argumentación razonada -eso es para los esnobs liberales-. Las emociones cuentan más, y las principales emociones que manipulan los demagogos, en Estados Unidos y otras partes, son el miedo, el resentimiento y la desconfianza.
Esto también era válido en Alemania cuando Hitler llegó al poder. Pero el Partido Nazi en sus inicios no encontró el grueso de su respaldo entre la gente menos educada. Alemania tenía un nivel de educación más elevado que el de otros países, en promedio, y entre los nazis más entusiastas había maestros de escuela, ingenieros y médicos, así como pequeños empresarios provinciales, oficinistas y agricultores.
Los trabajadores de fábricas y los católicos conservadores en los centros urbanos eran, en general, menos susceptibles a las lisonjas de Hitler que muchos protestantes más educados. Los bajos niveles educativos no explican el ascenso de Hitler.
El miedo, el resentimiento y la desconfianza eran muy altos en la Alemania de Weimar, después de la humillación causada por la derrota en la guerra y en medio de una devastadora depresión económica. Pero los prejuicios raciales suscitados por los propagandistas nazis no eran los mismos que vemos entre muchos seguidores de Trump hoy. Los judíos eran vistos como una fuerza siniestra que estaba dominando las profesiones de elite: banqueros, profesores, abogados, medios de comunicación o entretenimiento. Eran los llamados traidores que impedían que Alemania volviera a ser grande.
Los seguidores de Trump dan muestra de un ánimo similar contra los símbolos de la elite, como los banqueros de Wall Street, los medios "tradicionales" y las personas con información privilegiada de Washington. Pero su xenofobia está dirigida contra los inmigrantes mexicanos pobres, los negros o los refugiados de Oriente Medio, que son vistos como unos aprovechadores que privan a los norteamericanos honestos (léase blancos) de su lugar merecido en el orden piramidal social. Se trata de gente relativamente desfavorecida, en un mundo que se globaliza y es cada vez más multicultural, resentida con quienes son aún menos privilegiados.
En Estados Unidos hoy, como en la República de Weimar, los resentidos y los temerosos tienen tan poca confianza en las instituciones políticas y económicas dominantes que siguen a un líder que promete una alteración absoluta. Al limpiar los establos, es de esperar, regresará la grandeza. En la Alemania de Hitler, esta esperanza existía en todas las clases, de élite o plebeyas. En los Estados Unidos de Trump, prospera principalmente entre los últimos.
En Estados Unidos y Europa, el mundo hoy les parece menos aterrador a los votantes más adinerados y mejor educados, que se benefician con las fronteras abiertas, la mano de obra migrante barata, la tecnología de la información y una mezcla rica de influencias culturales. De la misma manera, los inmigrantes y las minorías étnicas que buscan mejorar su suerte no tienen interés en sumarse a una rebelión populista dirigida principalmente en su contra, razón por la cual votarán por Clinton.
Trump, por ende, debe depender de los norteamericanos blancos marginados que sienten que se los está dejando de lado. El hecho de que suficiente gente se sienta de esa manera como para respaldar a un candidato presidencial tan inadecuado es algo para criticar de la sociedad estadounidense. Esto sí tiene que ver con la educación -no porque la gente con mejor educación sea inmune a la demagogia, sino porque un sistema educativo deteriorado deja a demasiada gente en una situación de desventaja.
En el pasado, había suficientes empleos industriales como para que los votantes menos educados vivieran de manera decente. Ahora que esos empleos están desapareciendo en las sociedades post-industriales, es mucha la gente que siente que no tiene nada más que perder. Esto es válido en muchos países, pero importa más en Estados Unidos, donde poner a un demagogo intolerante en la presidencia sería un gran daño no sólo para ese país, sino también para todos los países que intentan aferrarse a sus libertades en un mundo cada vez más peligroso.
(Ian Buruma is Professor of Democracy, Human Rights, and Journalism at Bard College. He is the author of numerous books, including Murder in Amsterdam: The Death of Theo Van Gogh and the Limits of Tolerance and Year Zero: A History of 1945)
Poniendo a la revuelta populista en su lugar
(Project Syndicate – 6/10/16)
Cambridge.- En muchas democracias occidentales, éste es un año de revuelta contra las elites. El éxito de la campaña del Brexit en Gran Bretaña, la inesperada captura por parte de Donald Trump del Partido Republicano en Estados Unidos y el éxito de los partidos populistas en Alemania y otras partes para muchos presagia el fin de una era. Como señaló el columnista del Financial Times Philip Stephens, "el presente orden global -el sistema liberal basado en reglas establecido en 1945 y que se expandió después del fin de la Guerra Fría– está bajo una presión sin precedentes. La globalización está en retirada".
En verdad, tal vez sea prematuro extraer esas conclusiones generales.
Algunos economistas atribuyen el auge actual del populismo a la "híper-globalización" de los años 1990, cuando la liberalización de los flujos financieros internacionales y la creación de la Organización Mundial de Comercio -y particularmente el acceso de China a la OMC en 2001- recibían la mayor atención. Según un estudio, las importaciones chinas eliminaron casi un millón de empleos industriales en Estados Unidos entre 1999 y 2011; si se incluyen los proveedores y las industrias relacionadas, las pérdidas llegan a 2,4 millones.
Como sostiene el economista y premio Nobel Angus Deaton, "lo que es delirante es que algunos de los que se oponen a la globalización se olvidan de que mil millones de personas han salido de la pobreza en gran medida gracias a la globalización". Aun así, agrega que los economistas tienen la responsabilidad moral de dejar de ignorar a los que están rezagados. El crecimiento lento y la mayor desigualdad le echan combustible al fuego político.
Pero deberíamos ser cautelosos a la hora de atribuir el populismo exclusivamente a la aflicción económica. Los votantes polacos eligieron un gobierno populista a pesar de haberse beneficiado con una de las tasas más altas de crecimiento económico de Europa, mientras que Canadá parece haber estado inmune en 2016 al espíritu anti-establishment que sacude a su vecino.
En un estudio minucioso del creciente respaldo a los partidos populistas en Europa, los politólogos Ronald Inglehart de la Universidad de Michigan y Pippa Norris de Harvard determinaron que la inseguridad económica frente a los cambios de la fuerza laboral en las sociedades post-industriales no incidía tanto como el contragolpe cultural. En otras palabras, el respaldo al populismo es una reacción de sectores alguna vez predominantes de la población ante cambios en los valores que amenazan su estatus. "La revolución silenciosa de los años 1970 parece haber engendrado hoy una reacción contrarrevolucionaria rabiosa y resentida", concluyen Inglehart y Norris.
En Estados Unidos, las encuestas demuestran que la base de seguidores de Trump se inclina hacia hombres blancos de más edad y menos educados. Los jóvenes, las mujeres y las minorías están sub-representados en su coalición. Más del 40% del electorado respalda a Trump, pero con un desempleo bajo a nivel nacional, sólo una pequeña parte de ese respaldo responde principalmente al apoyo que recibe en zonas pobres.
Por el contrario, en Estados Unidos también hay otras cosas que explican el resurgimiento del populismo más allá de la economía. Una encuesta de YouGov encargada por The Economist descubrió un fuerte resentimiento racial entre los seguidores de Trump, cuya apelación a la teoría conspirativa que cuestiona la validez del certificado de nacimiento de Barack Obama, el primer presidente negro de Estados Unidos, sirvió para colocarlo en el camino hacia su campaña actual. Y la oposición a la inmigración, incluida la idea de construir un muro y hacer que México lo pague, fue un argumento temprano en su plataforma nativista.
Y, sin embargo, un sondeo reciente de Pew muestra un creciente sentimiento pro-inmigración en Estados Unidos: el 51% de los adultos dice que los recién llegados fortalecen al país, mientras que el 41% cree que son una carga, comparado con el 50% a mediados de 2010, cuando los efectos de la Gran Recesión todavía se sentían con crudeza. En Europa, en cambio, las repentinas llegadas en masa de refugiados políticos y económicos de Oriente Medio y África han tenido efectos políticos más fuertes. Muchos expertos especulan con que el Brexit tuvo más que ver con la migración a Gran Bretaña que con la burocracia en Bruselas.
La antipatía hacia las elites puede estar causada por resentimientos económicos y culturales. El New York Times identificó un indicador importante de los distritos que se inclinan por Trump: una población de clase trabajadora mayoritariamente blanca cuya vida se ha visto afectada negativamente en las décadas en las que la economía estadounidense perdió capacidad industrial. Pero aunque no hubiera habido una globalización económica, el cambio cultural y demográfico habría creado cierto grado de populismo.
Ahora bien, es una exageración decir que la elección de 2016 subraya una tendencia aislacionista que pondrá fin a la era de la globalización. Por el contrario, las elites políticas que respaldan la globalización y una economía abierta tendrán que tomar medidas para resolver la desigualdad económica y mejorar la asistencia para aquellos afectados por el cambio. Las políticas que estimulan el crecimiento, como la inversión en infraestructura, también serán importantes.
Europa puede ser un caso diferente debido a la mayor resistencia a la inmigración, pero sería un error atribuirle demasiada importancia a las tendencias de largo plazo en la opinión pública norteamericana a partir de la retórica encendida de la campaña electoral de este año. Si bien las perspectivas de nuevos acuerdos comerciales elaborados se han visto afectadas, la revolución de la información ha fortalecido las cadenas de suministro globales y, a diferencia de los años 1930 (o inclusive de los años 1980), no ha habido un regreso al proteccionismo.
Por cierto, la economía estadounidense ha incrementado su dependencia del comercio internacional. Según datos del Banco Mundial, de 1995 a 2015, el comercio de mercancías como porcentaje del PIB total ha aumentado 4,8 puntos porcentuales. Es más, en la era de Internet, el aporte de la economía digital transnacional al PIB está creciendo a pasos acelerados.
En 2014, Estados Unidos exportó 400.000 millones de dólares en servicios habilitados por tecnologías de la información y la comunicación (TIC) -casi la mitad de todas las exportaciones de servicios de Estados Unidos-. Y una encuesta dada a conocer el mes pasado por el Consejo sobre Relaciones Extranjeras de Chicago determinó que el 65% de los norteamericanos coincide en que la globalización es esencialmente buena para Estados Unidos, mientras que el 59% dice que el comercio internacional es bueno para el país. El respaldo entre los jóvenes es aún mayor.
De manera que, si bien el 2016 puede ser el año del populismo en la política, no significa que el "aislacionismo" sea una descripción precisa de las actitudes actuales de Estados Unidos hacia el mundo. En verdad, en cuestiones cruciales -como las referidas a la inmigración y al comercio-, la retórica de Trump parece estar alejada de los sentimientos de la mayoría de los votantes.
(Joseph S. Nye, Jr., a former US assistant secretary of defense and chairman of the US National Intelligence Council, is University Professor at Harvard University. He is the author of Is the American Century Over?)
– La lógica política del Brexit duro (Project Syndicate – 10/10/16)
París.- Pasados poco más de tres meses de la decisión del Reino Unido de abandonar la Unión Europea, el rumbo político del Brexit se está descarrilando. Se ha afianzado una dinámica casi revolucionaria (y muy poco británica) y, como indicara la Primera Ministra Theresa May en su discurso de tipo "Little Englander" (o "Pequeño inglés") en la conferencia del Partido Conservador el mes pasado, el Reino Unido se encamina a un "Brexit duro".
Se trata de un resultado que va en contra de lo que piensa la opinión pública del país, que sigue siendo moderada con respecto a romper de lleno con la UE. Según una encuesta de julio de BB/ComRes, un 66% de los encuestados manifestaban que "mantener el acceso al mercado único" era más importante que restringir la libre circulación de las personas. En una encuesta de ICM del mismo mes, sólo un 10% señaló que priorizaría poner fin a la libre circulación por sobre mantener acceso al mercado único, mientras que un 30% veían ambos temas como igual de importantes y un 38% consideraba que la prioridad era mantener el acceso pleno al libre mercado.
Son resultados que sólo sorprenden a quienes se creen la narrativa de que Occidente se enfrenta a una revuelta xenofóbica a gran escala contra las élites. Si bien no hay duda de que en el campo de los partidarios de abandonar la UE (los "Brexiteers") había gente para la cual lo más importante era poner fin a la libre circulación de las personas, también había quienes creyeron a Boris Johnson, el ex alcalde de Londres y actual ministro de exteriores, cuando prometió (como sigue haciéndolo) que el Reino Unido podía quedarse con el pastel y comérselo.
De hecho, a pesar de la importante facción de airados votantes blancos de clase trabajadora, los "Breexiteers" de clase media y favorables al comercio, junto con los del quienes eran partidarios de permanecer en la Unión, constituyen una clara mayoría del total de quienes votaron en el referendo. En circunstancias normales cabría esperar que la política del gobierno reflejara la preferencia de la mayoría y apuntara a un "Brexit suave". En lugar de ello, ha surgido un patrón revolucionario clásico.
Según los partidarios de la salida, el pueblo se ha pronunciado y ahora corresponde al gobierno cumplir con un Brexit "de verdad". Pero debe superar a los aguafiestas, como los altos funcionarios y la mayoría a favor de permanecer en la Unión que existe en la Cámara de los Comunes, que dicen querer un Brexit meramente de nombre, una versión "falsa" que jamás podría dar los beneficios de la verdadera.
En esta narrativa revolucionaria, los peores elementos de la tradición política de Europa han dañado el pragmatismo británico. Es irrelevante lo que piense la mayoría de los votantes británicos. Con un Brexit duro, los partidarios de abandonar la Unión pueden dejar de ser vistos como un suplicante en las negociaciones con la UE, como será inevitable aunque May lo niegue una y otra vez.
La UE tendrá las de ganar en las negociaciones por dos sencillas razones. Primero, el Reino Unido tiene más que perder en términos económicos. Mientras las exportaciones totales de otros países de la UE al Reino Unido son el doble de las de éste hacia el resto del bloque, sus exportaciones a la UE son más de tres veces la proporción de su PIB. De manera similar, el Reino Unido tiene un superávit de servicios, lo que le importa mucho menos al resto de la UE que a Gran Bretaña.
Segundo, tal como el Acuerdo integral de Economía y Comercio de la UE con Canadá, todo acuerdo negociado entre la UE y el Reino Unido tendrá que ser ratificado unánimemente por la totalidad de los países de la Unión, por lo que la negociación en realidad no será entre el Reino Unido y la UE, sino más bien entre los estados miembro. Dado que estará ausente de esas conversaciones, el Reino Unido simplemente tendrá que aceptar y rechazar lo que sea que la UE le ofrezca. Sería así incluso si el Reino Unido buscara un acuerdo preparado de antemano, como ser miembro del Área Económica Europea o de la Unión Aduanera de la UE, y mucho más si el Reino Unido busca un acuerdo a la medida, como May ha dicho que desea.
Si los votantes británicos reconocieran la debilidad de la posición negociadora de su país, los "Brexiteers", que ganaron el referendo con la promesa de "recuperar el control", se enfrentarían a un desastre político. No tomar parte en negociaciones de peso es la manera más sencilla de evitar un desenmascaramiento así de embarazoso.
Por consiguiente, el Brexit duro en realidad es una opción suave para el gobierno. Sin embargo, tendrá un alto precio en lo económico que el Reino Unido tendrá que pagar en los años venideros.
El único consuelo es que puede que el impulso revolucionario del Brexit no sea sostenible. Poco después de que el bando partidario de la salida tachara a los burócratas de la Administración Pública de Su Majestad como "enemigos del pueblo" (típica declaración de las etapas tempranas de una revolución), Liam Fox, Ministro de Comercio Exterior y partidario del Brexit se refirió a los exportadores británicos como "demasiado perezosos y gordos" como para tener éxito en su utópica Gran Bretaña campeona del libre comercio.
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