Los triunfos de la civilización eotécnica, no fue solamente el poder, sino una mayor intensificación de la vida. Esta dilatación a los sentidos, esta respuesta más aguda a los estímulos externos (como la relación que significo el papel), fue uno de los primeros frutos de la cultura
La fase eotécnica
En la medida en que Mumford relaciona la evolución de la técnica con la de las máquinas, su periodización no comienza, como la de Ortega, con la aparición del ser humano sino que hacia el año 1000. Antes de esa época no se podría hablar propiamente de máquinas técnicas, ya que la fuente energética principal era hasta entonces la propia fuerza humana y de los animales domésticos y las acciones técnicas eran muy limitadas. Sin embargo, en el periodo eotécnico, que se extendería según Mumford entre el comienzo del segundo milenio y el siglo XVIII, junto a la fuerza de los propios seres humanos y de los animales de tiro, comienzan a utilizarse diversos recursos naturales como el viento y el agua para la producción de la energía que necesitan las máquinas eotécnicas: los molinos de viento y de agua y los barcos de vela. La energía propia de esta fase es la del entorno en el que se ha de asentar la máquina. La materia prima también estará en el mismo entorno y será principalmente la madera. Las construcciones eotécnicas son habitualmente de madera ya que la producción de metal no deja de ser artesanal y, por tanto, no está tan extendido su uso como sucederá en la siguiente fase. También es propia de esta fase la utilización del vidrio para lentes, ventanas y recipientes y como innovación mecánica principal estaría la aparición y uso del reloj.
Las máquinas eotécnicas se asientan en los entornos naturales en los que están sus fuentes de energía (principalmente cauces fluviales) y conviven con esos entornos naturales en una relación que hoy llamaríamos sostenible y que Mumford valora positivamente como el mejor momento en la relación entre la civilización humana y la técnica. "La meta de la civilización eotécnica en conjunto hasta que alcanzó la decadencia del siglo XVIII no fue el poder solamente sino una mayor intensificación de la vida: color, perfume, imágenes, música, éxtasis sexual, así como audaces proezas en las armas y el pensamiento y la exploración. En todas partes había imágenes preciosas: un campo de tulipanes en flor, el olor del heno recién segado, la ondulación de la carne bajo la seda o la redondez de pechos en ciernes, la vigorosa picadura del viento al correr las nubes de lluvia sobre los mares, o la azul serenidad del cielo y la nube, reflejados con claridad cristalina sobre la aterciopelada superficie del canal, del estanque y del arroyo. Los sentidos se refinaron uno por uno".
La fase paleotécnica
Iniciada a finales del siglo XVIII, la fase paleotécnica caracteriza principalmente al siglo XIX y comienza a entrar en crisis en los albores del siglo XX. El viento y el agua, propios de la fase anterior, van siendo sustituidos por el carbón como fuente de energía, mientras que la madera y el cristal dejan paso al hierro como principal materia prima. La máquina paleotécnica, la máquina de vapor en el contexto de la industria, da lugar también a profundos cambios sociales asociados con el capitalismo del que Mumford tiene la peor imagen. El equilibrio entre naturaleza y producción humana que caracterizaba a la máquina eotécnica, se rompe en la fase paleotécnica que supone una desenfrenada explotación de los recursos naturales, especialmente de las minas de hierro y carbón. De una idílica relación entre los entornos naturales y las técnicas que se asentaban en ellos, se pasa al despilfarro por la sobreexplotación de los recursos y a la degradación del medio ambiente urbano industrial con la coartada de la idea de progreso.
La civilización en la fase de la máquina paleotécnica no corre mejor suerte que la naturaleza sino que se trata a los seres humanos como otros recursos más (recursos humanos), generándose una explosión demográfica que conduce a un empeoramiento de las condiciones de vida. "Con la organización a gran escala de la fábrica se hizo necesario que los obreros pudieran por lo menos leer los avisos, y a partir de 1832 se introdujeron medidas en Inglaterra para proporcionar educación a los hijos de los trabajadores. Pero con el fin de unificar todo el sistema, se introdujeron en la medida de lo posible las limitaciones características de la Casa del Terror en la escuela: silencio, ausencia de movimiento, pasividad completa, respuesta sólo ante un estímulo externo, aprendizaje rutinario, repetición como loros, adquisición de conocimientos a destajo, todas ellas dieron a la escuela los afortunados atributos de la cárcel y la fábrica combinados. Sólo un espíritu insigne podía escapar a esta disciplina, o combatir con éxito contra este ambiente sórdido. Al hacer más completa la habituación, la posibilidad de huir hacia otras ocupaciones se hacía más limitada".
La fase neotécnica
La fase neotécnica es la que caracteriza al siglo XX. La electricidad es la energía dominante y las aleaciones y los materiales sintéticos las materias primas de una época que tiene en los automóviles y en las redes de comunicación sus máquinas o artefactos más característicos. Del paradigma mecanicista propio del periodo paleotécnico se vuelve a un paradigma organicista que parece indicar un cierto retorno a las bondades del periodo eotécnico. La electricidad como forma de energía permite distanciar los lugares de producción energética (con diversas fuentes) de los lugares en los que se utiliza, con lo que se propicia un nuevo tipo de vida en el que las grandes fábricas van desapareciendo de los entornos urbanos. Las formas de producir electricidad son diversas (el carbón, pero también, otra vez, los ríos), como también son variadas sus posibilidades de uso: para alumbrar, para calentar, incluso, para comunicar (telégrafo, teléfono, radio y televisión).
La mirada de esta etapa detesta la negra degradación del paisaje propia del periodo paleotécnico y supone un cierto retorno a algunos de los valores estéticos propios de la fase eotécnica y, en especial, a la importancia de conservar el medio ambiente. Las nuevas posibilidades de movilidad y de comunicación entre los seres humanos, la extensión del uso de los anticonceptivos y una nueva vivencia de las relaciones sexuales entre los géneros son algunos de los aspectos positivos que la fase neotécnica supone para la vida social.
Sin embargo, Mumford también advertirá en obras posteriores contra el peligro de que en esta etapa puedan acentuarse algunos de los más perversos efectos de la máquina paleotécnica. Si la organización de la producción mantiene la lógica de poder característica de las técnicas autoritarias, el desarrollo de máquinas productivas y sociales más sofisticadas conducirá nuevamente al predominio de lo técnico sobre lo humano, pero ahora sin la limitación al espacio de la fábrica a que estaba obligada la máquina paleotécnica. La máquina neotécnica puede devenir en megamáquina de organización social a escala mucho mayor (incluso planetaria) y recuperar algunos de los perfiles más siniestros de las megamáquinas sociales características de los imperios asiáticos de hace varios miles de años. En cierto modo la perspectiva crítica de Mumford anticipa algunas de las valoraciones actuales sobre los efectos del fenómeno de la globalización.
Fase paleotécnica
Hasta el siglo XIX hubo cierto equilibro entre las diversas actividades en el seno de la ciudad. Aunque el trabajo el comercio siempre fueron importantes, la religión, el arte y el juego reclamaban su parte cabal de las energías del hombre de ciudad. Pero la tendencia a concentrarse en las actividades económicas y a considerar un derroche el tiempo o el esfuerzo invertidos en otras funciones, por lo menos fuera del hogar, había progresado ininterrumpidamente desde el siglo XVI. Si el capitalismo tendía a extender el dominio del mercado y a convertir todas las partes de la ciudad en un producto negociable, el paso del artesanado urbano organizado a la producción fabril en gran escala transformó las ciudades industriales en oscuras colmenas que diligentemente resoplaban, rechinaban, chillaban y humeaban durante doce y catorce horas por día, a veces sin interrupción el día entero. La rutina esclavizadora de las minas, el trabajo en las cuales constituía un castigo intencional para delincuentes, se convirtió en el medio normal del nuevo trabajador industrial. Ninguna de estas ciudades prestó atención al viejo dicho: Villa Carbón se especializaba en la producción de chicos tontos.
Como testigos de la inmensa productividad de la máquina, los montones de escoria y los montones de basura alcanzaban proporciones de montañas, en tanto que los seres humanos, cuyo trabajo hacían posible estos logros, eran mutilados y muertos casi con tanta rapidez como lo hubieran sido en campos de batalla. La nueva ciudad industrial tenía muchas lecciones que enseñar; pero para el urbanista su principal lección estaba en lo que había que evitar. Como reacción contra las fechorías del industrialismo, los artistas y reformadores del siglo XIX llegaron finalmente a una mejor concepción de las necesidades humanas y de las posibilidades urbanas. En última instancia, la enfermedad estimuló los anticuerpos necesarios para curarla.
Los agentes generadores de la nueva ciudad fueron la mina, la fábrica y el ferrocarril. Pero su éxito en la empresa de desalojar todo concepto tradicional de ciudad se debió al hecho de que la solidaridad de las clases superiores se estaba rompiendo visiblemente: la corte se volvía supernumeraria e incluso la especulación capitalista pasaba del comercio a la explotación industrial, a fin de alcanzar las máximas posibilidades de engrandecimiento financiero. En todos los sectores los principios anteriores de educación aristocrática y cultura rural eran reemplazados por una devoción exclusiva al poder industrial y al éxito pecuniario, disfrazados a veces de democracia.
El sueño barroco de poder y de lujo tenía, por lo menos, conductos de salida humanos y objetivos humanos: los placeres concretos de la cacería, de la mesa y de la alcoba estaban siempre tentadoramente a la vista. La nueva concepción el destino humano, tal como la proyectaban los utilitarios, dejaba poco espacio hasta para los deleites sensuales; se basaba en una doctrina de esfuerzo productivo, avaricia consuntiva y negación fisiológica. Y asumió la forma de un desprecio global de las alegrías de la vida, análogo al exigido por la guerra durante un sitio. Los nuevos amos de la sociedad volvieron despectivamente sus espaldas al pasado y a todas las acumulaciones de la historia y se dedicaron a crear un futuro que, conforme con su propia teoría del progreso, sería igualmente despreciable una vez que, a su turno, pasara, y fuera entonces descartado en la misma falta de piedad.
Entre 1820 y 1900 la destrucción y el desorden en el seno de las grandes ciudades son como los reinantes en un campo de batalla, proporcionados al alcance mismo de sus equipos y del poderío de las fuerzas empleadas. En las nuevas provincias de la construcción urbana hay ahora que mantener los ojos puestos sobre los banqueros, los industriales y los inventores mecánicos. Ellos fueron responsables de casi todo lo que se hizo de bueno y de casi todo lo que se hizo de malo. A su propia imagen crearon un nuevo tipo de ciudad, el que Dickens, en Tiempos difíciles, llamó Coketown, o sea Villa Carbón. En mayor o menor grado, toda ciudad del mundo occidental quedó grabada con las características arquetípicas de Villa Carbón. El industrialismo, la principal fuerza creadora del siglo XIX, produjo el medio urbano más degradado que el mundo hubiera visto hasta entonces, pues hasta los barrios habitados por la clases dominantes estaban ensuciados y congestionados.
La base política de este nuevo tipo de colectividad urbana descansaba sobre tres pilares principales: la abolición de las corporaciones y la creación de un estado de inseguridad permanente para la clase trabajadora; el establecimiento de un mercado abierto competitivo para la mano de obra y para la venta de mercaderías; el mantenimiento de dependencias extranjeras como fuentes de materias primas, necesarias para las nuevas industrias y como mercados listos para absorber los excedentes de la industria mecanizada. Sus fundamentos económicos fueron la explotación de las minas de carbón, la producción muy aumentada de hierro y el uso de una fuente constante y segura —aunque sumamente ineficaz— de energía mecánica: la máquina de vapor.
En realidad, estos adelantos técnicos dependieron socialmente de la invención de nuevas formas de organización y administración corporativas. La sociedad por acciones, la sociedad de responsabilidad limitada, la delegación de la autoridad administrativa bajo propiedades divididas y el control del proceso mediante presupuesto y rendición de cuentas, eran todos ellos aspectos de una técnica política cooperativa cuyo éxito no se debió al genio de ningún individuo o grupo de individuos determinado. Esto es válido, asimismo, para lo que concierne a la organización mecánica de las fábricas, la cual aumentó considerablemente la eficacia de la producción. Pero la base de este sistema, dentro de la ideología de la época, era, según se pensaba, el individuo atómico; custodiar su propiedad, proteger sus derechos, asegurar su libertad de elección y su libertad de empresa era toda la obligación del gobierno.
Este mito del individuo sin trabas era, en realidad, la democratización de la concepción barroca del príncipe despótico; ahora, todo individuo emprendedor trataba de ser un déspota por derecho propio: un déspota emocional como el poeta romántico o bien un déspota práctico como el hombre de negocios. Todavía Adam Smith, en La Riqueza de las naciones,* partía de una teoría amplia de la sociedad política: tenía una concepción acertada de la base económica de la ciudad y una noción válida de las funciones económicas no lucrativas. Pero su interés dio lugar, en la práctica, al deseo agresivo de aumentar la riqueza de los individuos: este era todo el ser y el único fin de la nueva lucha por la existencia, afirmada por Malthus.
Tal vez el hecho más colosal en toda la transición urbana fue el desplazamiento de población que se produjo en todo el planeta. Y este movimiento y reasentamiento fue acompañado por otro hecho de importancia colosal: el portentoso aumento de la población. Este aumento influyó sobre países industrialmente atrasados, como Rusia, con una población predominantemente rural y una tasa elevada de nacimientos y defunciones, tanto como influyó sobre los países progresivos principalmente mecanizados y que ya no eran rurales. El aumento general de la población fue acompañado por la atracción hacia las ciudad del excedente y una enorme ampliación de la superficie de los centros mayores. La urbanización aumentó en proporción casi directa con la industrialización: en Inglaterra y Nueva Inglaterra resultó finalmente que más del ochenta por ciento de toda la población vivía en centros con más de veinticinco mil habitantes.
A las tierras recién abiertas del planeta, inicialmente colonizadas mediante campamentos militares, puestos de factoría, misiones religiosas y pequeñas poblaciones agrícolas llegó una verdadera inundación de inmigrantes procedentes de países que padecían opresión policía y pobreza económica. Este movimiento de la población y esta colonización de territorios asumió dos formas: la representada por los pioneros de la tierra y la representada por los pioneros de la industria. Los primeros cubrieron las regiones escasamente pobladas de América, Asia, Australia, Siberia y, ulteriormente, Manchuria; los segundos trasladaron el excedente que ellos mismos constituían a las nuevas aldeas y ciudades industriales. En la mayor parte de los casos llegaron en oleadas sucesivas.
La migración agrícola extendida contribuyó, a su vez, a introducir en el sistema europeo de agricultura los recursos de partes hasta entonces inexploradas del mundo, en especial toda una serie de nuevos cultivos vigorizados, como el maíz y la patata, y ese punzante elemento de descanso y ritual social que es la planta de tabaco. Además, la colonización de tierras tropicales y subtropicales agregó otro cultivo vigorizado que, por primera vez, llegaba a Europa en gran escala: la caña de azúcar.
Este enorme aumento en la provisión de alimentos fue lo que hizo posible el aumento de población. Y la colonización externa en nuevos territorios rurales contribuyó así a crear ese excedente de hombres, mujeres y niños que se canalizó hacia la colonización interna de las nuevas ciudades industriales y los emporios comerciales. Las aldeas llegaron a ser ciudades; las ciudades se convirtieron en metrópolis. El número de centros urbanos se multiplicó; el número de ciudades con poblaciones de más de quinientos mil habitantes también aumentó. Extraordinarios cambios de escala tuvieron lugar en las masas de los edificios y las superficies que cubrían: vastas estructuras se levantaron casi de la noche a la mañana. Los hombres construían con apresuramiento y apenas si tenían tiempo de arrepentirse de sus errores cuando ya estaban derribando sus estructuras iniciales para construir nuevamente, con el mismo descuido. Los recién llegados, niños o inmigrantes, no podían esperar que se construyeran nuevas viviendas: se hacinaban en lo primero que se les ofrecía. Fue un período de vasta improvisación urbana: pasaban todo el tiempo tapando agujeros.
Obsérvese que el rápido crecimiento de las ciudades no fue un fenómeno que se limitara al Nuevo Mundo. A decir verdad, el ritmo de crecimiento urbano fue más veloz en Alemania después de 1870, cuando la revolución paleotécnica estaba allí en pleno desarrollo, que en países nuevos como los Estados Unidos; y esto pese a que, en esta época, los Estados Unidos recibían constantemente inmigrantes. Aunque el siglo XIX fue el primer que rivalizó con los comienzos de la Edad Media, en materia de colonización en gran escala, las premisas que regían esta empresa eran mucho más primitivas que las del siglo XI. La colonización por comunidades, excepto en el caso de pequeños grupos idealistas de los cuales el que tuvo más éxito fue el de los mormones, ya no era la norma. Cada cual miraba por sí mismo; y se construyeron las ciudades:
Allí, en los nuevos centros industriales, se daba una oportunidad de construir con base firme y de comenzar de nuevo; una oportunidad como la que la democracia había reclamado para sí en el siglo XVIII en materia de gobierno político. Casi sin excepción se frustró esa oportunidad. En una época de progreso técnico, la ciudad, como unidad social y política, quedó fuera del círculo de las invenciones. Excepto en el caso de innovaciones como las cañerías maestras de gas o agua y el equipo sanitario, que fueron a menudo introducidas tardíamente, a menudo chapuceramente y siempre mal distribuidas, la ciudad industrial no pudo señalar ningún adelanto importante en comparación con la villa del siglo XVII. A decir verdad, las metrópolis más ricas y se privaban a menudo de requisitos elementales de la vida, como la luz y el aire, que hasta las aldeas atrasadas poseían aún. Hasta 1838, ni siquiera Manchester y Birmingham funcionaban políticamente como corporaciones municipales: eran amontonamientos de hombres, viveros de máquinas, y no agentes de asociación humana para promover una vida mejor.
Mecanización y Abbau
Antes de proceder a indagar cómo esta enorme inundación de gente halló cabida en las ciudades, examinemos los supuestos y las actitudes con que emprendió la nueva tarea de edificación urbana.
La filosofía de la vida predominante era un vástago de dos tipos de experiencia absolutamente diversos. El uno era el concepto riguroso de orden matemático procedente del renovado estudio de los movimientos de los cuerpos celestes, o sea, el modelo supremo de regularidad mecánica. El otro era el proceso físico de romper, pulverizar, calcinar y fundir, que los alquimistas, trabajando con los operarios de minas mecánicamente adelantados de fines de la Edad Media, habían transformado de un mero proceso mecánico en la rutina de la investigación científica. En la forma que lo formularon los nuevos filósofos de la naturaleza, no había lugar en este nuevo orden para organismos grupos sociales y menos aún para la personalidad humana. Ni modelos institucionales ni formas estéticas, ni historia ni mitos se derivan del análisis exterior del . Sólo la máquina podía presentar este orden; y sólo el capital industrial ostentaba una forma corporativa.
Tan inmersos estamos, todavía ahora, en el medio residual de las creencias paleotécnicas que no tenemos suficiente conciencia de su profunda anormalidad. Pocos somos los que valoramos debidamente la fantasía destructiva que la mina llevó a todos los campos de actividad, sancionando lo antivital y lo antiorgánico. Antes del siglo XIX, la mina sólo había sido, en términos cuantitativos, una parte subordinada de la vida industrial del hombre. A mediados de dicho siglo había llegado a estar en la base de todas sus partes. Y la difusión de la minería fue acompañada de una pérdida general de la forma a lo largo de la sociedad, de la degradación del paisaje y de una anarquización no menos brutal del medio comunal.
La agricultura crea un equilibrio entre la naturaleza salvaje y las necesidades sociales del hombre. Repone deliberadamente lo que el hombre sustrae de la tierra; siendo el campo arado, el huerto bien cuidado, el viñedo apretado, los vegetales, los cereales y las flores ejemplos de propósito disciplinado, de crecimiento ordenado y de belleza de forma. Por su parte, el proceso de la minería es destructivo: el producto inmediato de la mina es desorganizado e inorgánico; y lo que se saca una vez de la cantera o el pozo no puede ser reemplazado. Agréguese a esto que, en agricultura, la ocupación continua introduce mejoras acumulativas en el paisaje y una adaptación más delicada de éste a las necesidades humanas; en tanto que las minas, como norma, pasan de la abundancia al agotamiento y del agotamiento a su abandono, a menudo en unas pocas generaciones. Así, la minería presenta la imagen misma de la discontinuidad humana, hoy aquí y mañana ya no, estando ora febril de lucro, ora agotada y vacía.
A partir de la década de 1830, el ambiente de la mina, limitado antes al sitio original, fue universalizado mediante el ferrocarril. Adonde quiera fueran los rieles, la mina y sus escorias iban con ellos. En tanto que los canales de la fase eotécnica, con sus compuertas, puentes y puestos de peaje, con sus ciudades riberas y sus barcazas que se deslizaba, habían introducido un nuevo elemento de belleza en el paisaje rural, los ferrocarriles de la fase paleotécnica abrieron grandes brechas: los desmontes y terraplenes en su mayor parte permanecieron durante largo tiempo sin vegetación y no se curó la herida en la tierra. Las impetuosas locomotoras llevaron ruido, humo y cascajo al corazón de las ciudades; y más de un soberbio solar urbano, como Prince"s Gardens, en Edimburgo, fue profanado por la invasión del ferrocarril. Y las fábricas que crecieron a la vera de los desvíos del ferrocarril reflejaron el ambiente de desaliño del mismo. Si fue en la población minera donde el proceso característico del Abbau se vio en su mayor pureza, por medio del ferrocarril este proceso se extendió, hacia el tercer cuarto del siglo XIX, a casi todas las comunidades industriales.
El proceso de des-edificar, como señaló William Morton Wheeler, no es desconocido en el mundo de los organismos. Al des-edificar, una forma más avanzada de vida pierde su carácter complejo, determinando una evolución descendente, hacia organismos más simples y menos delicadamente integrados. observaba Wheeler,
Esto es exactamente válido para la sociedad del siglo XIX, y se evidenció con toda claridad en la organización de comunidades urbanas. Estaba teniendo lugar un proceso de edificación, con creciente diferenciación, integración y ajuste social de cada una de las partes en relación con el todo: una articulación en el seno de un medio que se ampliaba constantemente tenía lugar dentro de la fábrica y, a decir verdad, dentro del orden económico entero. Cadenas de alimentación y cadenas de producción complejas se estaban formando en todo el planeta: el hielo viajaba de Boston a Calcuta y el té hacía la travesía de la China a Irlanda, en tanto que máquinas, artículos de algodón y cuchillería procedentes de Birmingham y Manchester se abrían paso hasta los rincones más remotos de la tierra. Un servicio postal universal, la locomoción veloz y la comunicación casi instantánea, por el telégrafo y el cable, sincronizaba las actividades de vastas masas de hombres que hasta entonces habían carecido de los medios más rudimentarios para coordinar sus tareas. Esto fue acompañado por una constante diferenciación de oficios, sindicatos, organizaciones y asociaciones, que en su mayor parte constituían organismos autónomos, a menudo con personería jurídica. Este significativo desarrollo comunal estaba tapado por la teoría del individualismo atómico, entonces en boga, de modo que sólo rara vez alcanzó una estructura urbana.
Pero al mismo tiempo tenía lugar un proceso de Abbau o des-edificación, a menudo con un ritmo aún más rápido en otras partes del ambiente: se destruían bosques, se minaban los suelos, y fueron prácticamente aniquiladas las especies animales enteras, como el castor, el bisonte y la paloma silvestre, en tanto que el cachalote y la ballena era diezmados en forma alarmante. Con eso se rompió el equilibro natural de los organismos dentro de sus correspondientes regiones ecológicas, y un orden biológico más bajo y más simple —a veces marcado por la exterminación total de las formas predominantes de vida— sucedió a la implacable explotación de la naturaleza por el hombre occidental, en beneficio de su economía de lucro momentánea y socialmente limitada.
Como veremos, esta des-edificación tuvo lugar, sobre todo, en el medio urbano.
Los postulados del utilitarismo
En la medida en que hubo alguna regulación política consciente del crecimiento y del desarrollo de las ciudades durante el período paleotécnico, se la estableció en armonía con los postulados del utilitarismo. El más fundamental de estos postulados era una noción que los utilitarios habían tomado, aparentemente sin saberlo, de los teólogos: la creencia en que un divina providencia regía la actividad económica y aseguraba, siempre que el hombre no interviniera presuntuosamente, el máximo bien público, a través de los esfuerzos dispersos y espontáneos de cada individuo sólo interesado en lo suyo. El nombre no teológico de esta armonía preestablecida fue laissez faire.
Para entender el singular desorden de la ciudad industrial es necesario analizar los curiosos preconceptos metafísicos que dominaban tanto la vida científica como la práctica. era una expresión laudatoria de la época victoriana. Como en el período de la decadencia griega, el Azar había sido enaltecido a la condición de divinidad, una divinidad que —así se pensaba— no sólo tenía el control del destino humano sino también de todos los procesos naturales. , escribía el biólogo Ernst Haeckel, Siguiendo el procedimiento que atribuían a la naturaleza, el industrial y el funcionario municipal produjeron la nueva especie de ciudad, un amontonamiento maldito de hombres, desnaturalizado, que en vez de adaptarse a las necesidades de la vida se adaptaba a la mítica ; un ambiente cuyo mismo deterioro era prueba de la feroz intensidad de esa lucha. No había lugar para el urbanismo en el trazado de esas ciudades. El caos no necesita un plan.
No hace falta exponer ahora la justificación histórica de la reacción del laissez faire: fue una tentativa de traspasar la red de añejos privilegios, franquicias y reglamentaciones comerciales que el Estado absoluto había impuesto a la decadente estructura económica y a la menguante moralidad social de la ciudad medieval. Los nuevos empresarios tenían buenos motivos para desconfiar del espíritu público de un tribunal venal o de la eficacia social de las oficinas de circunloquio de la creciente burocracia impositiva. De aquí que los utilitarios procuraran reducir las funciones gubernamentales a un mínimo: deseaban tener libertad de acción al hacer sus inversiones, al levantar industrias, al comprar tierras y al tomar y despedir trabajadores. Por desgracia, resultó que la armonía preestablecida del orden económico era una superstición: la contienda por el poder seguía siendo una sórdida contienda y la competencia individual en pos de ganancias cada vez mayores indujo a los más afortunados a adoptar la práctica inescrupulosa del monopolio a expensas del público. Pero el designio no resultó.
En la práctica, la igualdad política que lentamente fue introduciéndose en las organizaciones constitucionales de Occidente, a partir de 1789, y la libertad de iniciativa que reclamaban los industriales, eran aspiraciones opuestas. Para alcanzar la igualdad política y la libertad personal hacían falta poderosas limitaciones económicas y restricciones políticas. En los países donde se llevó a cabo el experimento de la igualdad, sin tratar de rectificar anualmente los efectos de la ley de la renta, el resultado fue el entorpecimiento del propósito inicial. Por ejemplo, en los Estados Unidos, el libre otorgamiento de tierra a los colonos, con parcelas de 65 hectáreas, en virtud de la Ley de Heredad, no echó las bases de una organización política libre: en el lapso de una generación las propiedades desiguales de la tierra y los desiguales talentos de los usuarios dieron lugar a crasas desigualdades sociales. Sin la eliminación sistemática de las disparidades fundamentales que determinan el monopolio privado de la tierra, la herencia de grandes fortunas y el monopolio de patentes, el único efecto del liberalismo económico consistía en complementar las antiguas clases privilegiadas con una más.
La libertad que reclamaban los utilitarios era, en realidad, libertad para luchar sin trabas y para el engrandecimiento privado. Las ganancias y las rentas estarían limitadas únicamente por lo que el tráfico aguantara: quedaban fuera de cuestión las rentas decorosas acostumbradas y el precio justo. Sólo el hambre, la zozobra y la pobreza —comentó Townsend en su English Poor Laws al referirse a la legislación inglesa para pobres— podían inducir a las clases inferiores a aceptar los horrores del mar y los campos de batalla; y sólo esos mismos eficaces estímulos podían a ingresar como operarios en las fábricas. Los dominadores mantenían, empero, un frente clasista casi sin grieta cuando se trataba de cualquier problema que afectara a sus bolsillos, y nunca tuvieron escrúpulos en actuar colectivamente cuando se trataba de poner en su lugar a la clase trabajadora.
Esta fe teológica en una armonía preestablecida tuvo, sin embargo, un resultado importante en cuanto a la organización de la ciudad paleotécnica. Creó la convicción natural de que toda empresa debía ser dirigida por individuos privados, con un mínimo de intervención por parte de los gobiernos locales o nacionales. La ubicación de las fábricas, la construcción de viviendas para los trabajadores e incluso el abastecimiento de agua y la recolección de basuras eran tareas que debían estar exclusivamente a cargo de la empresa privada, en pos de su lucro privado. Se daba por sentado que la libre competencia escogería la ubicación adecuada, establecería la cronología adecuada para el desarrollo y crearía una pauta social coherente, a partir de mil esfuerzos inconexos. O, mejor dicho, no se consideraba que ninguna de esas necesidades mereciera una estimación racional y un logro deliberado.
Más aún que el absolutismo, el liberalismo económico destruyó el concepto de comunidad cooperativa y de plan común. ¿No esperaba acaso el utilitario que de un diseño racional surgieran del funcionamiento sin restricciones de fortuitos intereses privados en conflicto? Dando rienda suelta a la competencia sin restricciones, surgirían la razón y el orden cooperativo; a la verdad, el plan racional, al impedir ajustes automáticos, sólo podía —según se pensaba— oponerse a las acciones más altas de una divina providencia económica.
El hecho principal que conviene destacar ahora es que tales doctrinas minaron la poca autoridad municipal que subsistía y desacreditaron a la propia ciudad al no considerarla nada más que un —según la física de la época concebía erróneamente al universo— que momentáneamente permanecían reunidos por motivos egoístas de lucro individual. Ya en el siglo XVIII, antes de que la Revolución Francesa o la estuvieran consumadas, estaba de moda desacreditar a las autoridades municipales y mofarse de los intereses locales. En los Estados recién organizados, incluso en aquellos que se fundaban sobre principios republicanos, únicamente contaban para las esperanzas o los sueños de los hombres las cuestiones de importancia nacional, organizadas por partidos políticos.
El período de la Ilustración, según expresó en forma tajante W. H. Riehl, fue un período en que la gente suspiraba por la humanidad y no tenía corazón para su propio pueblo; en que filosofaban sobre el Estado y se olvidaban de la comunidad.
A la verdad, el crecimiento urbano había comenzado, por causas industriales y comerciales, ya antes de que la revolución paleotécnica estuviera del todo iniciada. En 1685 Manchester tenía aproximadamente 6.000 habitantes; en 1760, entre 30.000 y 45.000. Para la primera fecha Birmingham tenía 4.000 y casi 30.000 en 1760. En 1801, la población de Manchester era de 72.275 y en 1851 era de 303.382. Pero una vez que la concentración de fábricas promovió el crecimiento de las ciudades, el aumento de la población se hizo apabullante. Como el aumento producía extraordinarios oportunidades para lucrar, no había nada en las tradiciones vigentes de la sociedad que reprimiera este crecimiento; o, mejor dicho, había todo lo necesario para fomentarlo.
La técnica de la aglomeración
El centro industrial especializado se originó como una espora, escapándose de la ciudad medieval corporativa, ya en razón de la naturaleza de la industria —minería o fabricación de vidrio—, ya en razón de que las prácticas monopolistas de las corporaciones impedían que un nuevo oficio, como ser el tejido hecho con máquina, se asentara en ella. Pero ya en el siglo XVI también la industria manual se estaba difundiendo por los campos, en particular en Inglaterra, con objeto de sacar partido de la mano de obra rural, barata y sin protecciones. A tal punto se había desarrollado esta práctica que, en 1554, se promulgó una ley encaminada a poner coto a la decadencia de las ciudades corporativas, con la cual se prohibía que todo aquel que viviera en el campo vendiera su trabajo al menudeo, excepto en las ferias.
En el siglo XVII, aún antes de la mecanización del hilado y el tejido, las industrias pañeras inglesas estaban dispersas en Shropshire y Worcestershire, hallándose empleadores y obreros dispersos en aldeas y ciudades de mercado. No sólo ocurría que estas industrias eludían las reglamentaciones de las ciudades, pues eludían también el pago de las costosas matrículas de aprendizaje y de las cuotas de beneficencia de las corporaciones. Sin salario establecido, sin seguridad social, el trabajador, como lo destacó Adam Smith, estaba bajo la disciplina del hambre, temeroso de perder su ocupación, escribe,
El uso creciente de la energía hidráulica en la producción incitó a trasladarse a las tierras altas, donde se contaba con fuentes de agua, representadas por pequeños y rápidos arroyos o por ríos con cascadas. Por esto la industria textil tendió a extenderse por los valles de Yorkshire o, después, a lo largo de Connecticut y el Merrimac, en Nueva Inglatera; y como el número de sitios favorables en cada trecho era limitado, conjuntamente con la mecanización aparecieron plantas relativamente grandes, con fábricas de cuatro o cinco pisos de altura. Una combinación de tierra rural barata, una población dócil y disciplinada por el hambre, y una fuente suficiente de energía constante cubría las necesidades de las nuevas industrias.
Pero pasaron casi dos siglos enteros, desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII, ante de que todos los agentes de la aglomeración industrial estuvieran desarrollados en igual grado. Antes de esto, las ventajas comerciales de la ciudad corporativa contrapesaban las ventajas industriales de la energía y la mano de obra baratas que ofrecía la aldea fabril. Hasta el siglo XIX la industria permaneció descentralizada, en pequeños talleres, a la escala de la agricultura; en comunidades como Sudbury y villas rurales como Worcester, en Inglaterra.
En términos humanos, algunas de las peores características del sistema fabril, las horas largas, el trabajo monótono, los salarios bajos y el abuso sistemático del trabajo infantil, se habían establecido bajo la organización eotécnica descentralizada de la producción. La explotación empezaba en casa. Pero la energía hidráulica y el transporte por los canales no causaban mayormente daño al paisaje; y la minería y la fundición, en tanto que permanecieron en pequeña escala y esparcidas, causaron heridas que se curaban fácilmente. Hoy mismo, en el bosque de Dean, cerca de Severn, donde las antiguas prácticas de la quema de madera para hacer carbón se mezclan con las de la minería en pequeña escala, las aldeas mineras son más decorosas que en zonas más , y tanto las minas como los montones de escoria quedan fácilmente ocultos por los árboles o casi borrados por otras formas de vegetación. Lo que produjo algunos de los más horrorosos efectos urbanos fue el cambio de escala, el apiñamiento ilimitado de poblaciones e industrias.
La utilización de la máquina de vapor de Walt como generadora de energía cambió todo esto; en particular, modificó la escala e izo posible una concentración mucho más densa de industrias así como de trabajadores, en tanto que apartaba más al propio trabajador de esa base rural que le daba al habitante del cottage una fuente complementaria de víveres y cierto toque de independencia. El nuevo combustible aumentó la importancia de las minas de carbón y fomentó la industria allí o en lugares accesibles por canales o vías férreas.
El vapor trabajaba con más eficacia en grandes unidades concentradas, al no estar las diversas partes de la fábrica a más de medio kilómetro del centro enérgético: cada máquina de hilar o cada telar tenía que sacar energía de las correas y los ejes de transmisión accionados por la máquina de vapor central. Cuanto más unidades había en un punto determinado, más eficaz resultaba la fuente de energía y de aquí la tendencia al gigantismo. Las grandes fábricas, como las que se desarrollaron en Manchester y New Hampshire a partir de la década de 1820 —reiteradas en New Bedford y Fall River—, podían utilizar los instrumentos más nuevos para la producción de energía, en tanto que las fábricas más pequeñas se hallaban en una situación de desventaja. Una sola fábrica podría emplear doscientos cincuenta operarios. Una docena de fábricas de estas dimensiones, con todos los instrumentos y servicios necesarios, constituía ya el núcleo de una población considerable.
En sus intentos por producir artículos hechos a máquina, a bajos precios para el consumo en el mercado mundial, los fabricantes reducían los gastos a cada paso, a fin de aumentar las ganancias. Los salarios de los obreros representaban el punto más obvio para dar comienzo a esta poda. En el siglo XVIII, como observó Robert Owen, hasta los fabricantes más esclarecidos hacían inhumanamente uso de la mano de obra infantil e indigente; pero cuando se reglamentó legalmente la edad de los niños trabajadores y disminuyó su suministro se hizo necesario recurrir a otras fuentes. A fin de contar con el excedente necesario de trabajadores que permitiera satisfacer la mayor demanda, en los períodos más activos, era importante para la industria establecerse en las proximidades de un gran centro de población, ya que en una aldea rural el mantenimiento de los desocupados podía recaer directamente sobre el propio fabricante, quien, a menudo, era el propietario de los cottages y bien podría, durante una paralización de la actividad fabril, perderse sus alquileres.
El ritmo maníacodepresivo del mercado, con sus arrebatos e interrupciones, fue el que dio tanta importancia para la industria al gran centro urbano. Porque al recurrir, según las necesidades, a un filón de mano de obra excedente, que se empleaba a intervalos, los nuevos capitalistas conseguían rebajar los sueldos y satisfacer toda demanda súbita de mayor producción. En otras palabras, el tamaño ocupó el lugar de un mercado de mano de obra eficazmente organizado, con normas sindicales para los jornales y bolsas públicas de trabajo. La aglomeración topográfica fue el sustituto de un modo de producción bien calculado y humanamente regulado, como el que se viene desarrollando en el último medio siglo.
Si la fábrica movida por el vapor y productora para el mercado mundial fue el primer factor que tendía a aumentar la superficie de congestión urbana, después de 1830 el nuevo sistema de transporte ferroviario contribuyó, por otra parte, considerablemente a ella.
La energía estaba concentrada en las minas de carbón. Allí donde se podía extraer carbón u obtenerlo mediante medios baratos de transporte, la industria estaba en condiciones de producir regularmente durante todo el año sin paros causados por falta de energía, debido a la estación. En un sistema de negocios basado en contratos y pagos a fecha fija, esta regularidad resultaba sumamente importante. De este modo el carbón y el hierro ejercían una fuerza de gravitación sobre muchas industrias auxiliares y secundarias; primeramente, a través de los canales y, después de 1830, a través de los nuevos ferrocarriles. La conexión directa con las zonas mineras constituía una condición primordial para la concentración urbana. Hasta nuestros propios días el principal artículo de consumo transportado por los ferrocarriles ha sido el carbón para calefacción y energía.
Los caminos de tierra, los barcos de vela y la tracción a sangre del sistema eotécnico de transportes favorecieron la dispersión de la población: dentro de una región habría muchos puntos igualmente ventajosos. Pero la relativa debilidad de la locomotora de vapor, que no podía ascender fácilmente cuestas con pendientes mayores del dos por ciento, tendió a concentrar los nuevos centros industriales en los yacimientos carboníferos y en los valles de conexión: el distrito de Lille en Francia, los distritos de Merseburg y Ruhr en Alemania, el Black Country de Inglaterra, la región Allegheny-Great Lakes y la llanura costera del este en los Estados Unidos.
Así, el crecimiento de la población presentó dos rasgos característicos durante el régimen palotécnico: una concentración general en las regiones carboníferas, donde florecieron las nuevas industrias pesadas, la minería del hierro y el carbón, las fundiciones, las cuchillerías, la producción de ferretería, la fabricación de vidrio y la construcción de máquinas. Y, por otra parte, un aumento algo derivativo de la densidad de la población a lo largo de las nuevas vías férreas, con una notoria coagulación en los centros industriales situados a lo largo de las grandes líneas troncales y una segunda acumulación en las principales poblaciones de confluencia y terminales de exportación. Con esto coincidió una disminución de población y de actividades en el interior del país: el cierre de minas, canteras y hornos locales y el uso decreciente de carreteras, canales, fábricas pequeñas y molinos locales.
La mayor parte de las primeras grandes capitales políticas y comerciales, por lo menos en los países del Norte, participaron de este crecimiento. Sucedía que no sólo ocupaban por lo común posiciones geográficas estratégicas, sino que también contaban con recursos especiales de explotación debido a su intimidad con los agentes del poder político y a través de los bancos centrales y las bolsas que controlaban la circulación de las inversiones. Además, contaban con otra ventaja: durante siglos habían ido congregando una vasta reserva de miserables en el margen de subsistencia, o sea lo que, con eufemismo, se llamaría el mercado de mano de obra. El hecho de que casi todas las grandes capitales nacionales se convirtieron ipso facto en grandes centros industriales contribuyó a dar más impulso a la política de engrandecimiento y congestión de la ciudad.
Fábricas, ferrocarriles y tugurios
Los principales elementos integrantes del nuevo complejo urbano fueron la fábrica, el ferrocarril y el tugurio. Por sí solos constituían la ciudad industrial, expresión esta que simplemente sirve para describir el hecho de que más de dos mil personas estaban congregadas en un punto que podía designarse con un nombre propio. Estos coágulos urbanos podían dilatarse cien veces, cosa que sucedió, sin adquirir más que una sombra de las instituciones que caracterizan a la ciudad en el sentido sociológico maduro, es decir, un lugar donde está concentrado el legado social y el que las posibilidades de contacto e interrelación social continua elevan a un potencial más alto todas las actividades complejas de los hombres. Excepto en forma disminuidas y residuales, faltaban allí incluso los órganos característicos de la ciudad de la Edad de Piedra.
La fábrica se convirtió en el núcleo del nuevo organismo urbano. Todos los demás elementos de la vida estaban supeditados a ella. Incluso los servicios públicos, como, por ejemplo, la provisión de agua, y el mínimo de oficinas gubernamentales que era necesario para la existencia de una ciudad, se incorporaron a menudo tardíamente, a menos que hubieran sido establecidos por una generación anterior. Así, no sólo el arte y la religión eran considerados por los utilitarios como meras decoraciones; durante largo tiempo permaneció en la misma categoría la administración política inteligente. En el arrebato inicial de la explotación no se previó nada en materia de policía y protección contra incendios, inspección de servicios de agua y de alimentos, de atención hospitalaria o enseñanza.
Por lo común, la fábrica reclamaba los mejores lugares: en el caso de la industria del algodón, de las industrias químicas y de las industrias del hierro, generalmente los sitios próximos a una ribera; porque ahora se requerían grandes cantidades de agua en los procesos de producción, para abastecer las calderas de vapor, enfriar las superficies calientes y hacer las soluciones químicas y los tintes necesarios. Por sobre todo, el río o el canal desempeñaba aún otra función importante: constituía basural más barato y más conveniente para todas las formas de desperdicios solubles o flotantes. La transformación de los ríos en cloacas abiertas fue una hazaña característica de la nueva economía. Resultados: envenenamiento de la vida acuática, destrucción de alimentos, contaminación de las aguas en forma tal que no resultaban aptas para bañarse.
Durante generaciones enteras, los miembros de toda comunidad urbana se vieron obligados a pagar la sórdida conveniencia del fabricante, quien a menudo entregaba sus preciosos subproductos al río, por falta de conocimiento científico o de la destreza empírica necesaria para utilizarlos. Si el río era un basural líquido, grandes montañas de cenizas, escoria, basura, hierro herrumbrado e incluso desperdicios, bloqueaban el horizonte con su visión de materia inutilizable, abandonada en lugar inapropiado. La rapidez del consumo competía en parte con la rapidez de la producción, y antes de que se tornara lucrativa una política conservadora de utilización del metal de desecho, los residuos informes eran arrojados sobre a superficie del paisaje. En el Black Country de Inglaterra las enormes montañas de escoria todavía hoy se levantan como si fueran formaciones geológicas. Esas acumulaciones de residuos disminuyeron el espacio vital disponible, echaron una sombra sobre la tierra, y hasta hace poco presentaban el insoluble problema de su utilización o traslado.
Los testimonios que fundamentan esta descripción son abundantes; a decir verdad, todavía se los puede examinar ocularmente en las ciudades industriales más antiguas del mundo occidental, pese a los esfuerzos hercúleos que se han hecho para limpiar sus cercanías. No obstante, permítaseme citar a un observador de antaño, Hugh Miller, el autor de Old Red Sandstone, hombre en perfecta armonía con su época, pero que no era insensible a las cualidades reales del nuevo ambiente. Miller se refiere a Manchester, en 1862:
"arrojan carradas enteras de venenos procedentes de las tintorerías y blanquerías para que se los lleve; las calderas de vapor descargan en él su contenido hirviente y las cloacas y los desagües sus fétidas impurezas; hasta que al final sigue su curso —aquí entre altos muros sucios, allá bajo precipicios de arcilla roja—, siendo ahora mucho menos un río que una inundación de estiércol líquido."
Obsérvese el efecto ambiental del de industrias que el nuevo régimen tendía a universalizar. Una sola chimenea de fábrica, un solo horno, un solo taller de tinturas, producían emanaciones que el paisaje circundante podía absorber fácilmente; en cambio, veinte de ellos, en una superficie reducida, contaminaban irremediablemente el aire o el agua. De modo que las industrias inevitablemente sucias se volvieron, a causa de la concentración urbana, mucho más temibles que antes, cuando existían en escala más reducida y estaban más dispersas por los campos. Al mismo tiempo, las industrias limpias, como ser la fabricación de mantas, que todavía continúa en Witney, en Inglaterra, en la que el blanqueamiento y el encogimiento se efectúan al aire libre, en campos deliciosos, conforme con los viejos métodos rurales se hicieron imposibles en los nuevos centros. En éstos el cloro reemplazó a la luz del sol, y al saludable trabajo al aire libre que acompañaba, a menudo, los procesos anteriores de fabricación, con cambios de escenario así como de procedimientos que podían renovar el espíritu del obrero, le sucedió la embrutecedora rutina de un trabajo efectuado dentro de un edificio inmundo, encerrado entre otros edificios igualmente sucios. No es posible medir estas pérdidas en meros términos pecuniarios. No podemos calcular de qué modo las ganancias en materia de producción compensaron el sacrificio brutal de la vida y de un ambiente vital.
En tanto que las fábricas estaban, por lo común, instaladas cerca de los ríos o de las líneas férreas paralelas a los ríos (excepto allí donde un terreno llano invitaba a la dispersión), no se ejerció autoridad alguna para concentrarlas en una zona determinada, para aislar las industrias más nocivas o ruidosas que hubieran debido estar situadas lejos de las viviendas, o para preservar para propósitos domésticos las zonas contiguas apropiadas. Por sí sola la determinaba la ubicación, sin que se considerara la posibilidad de un plan funcional; y el amontonamiento de las funciones industrial, comercial y doméstica prosiguió constantemente en las ciudades industriales.
En las regiones de topografía escabrosa, como ser los valles de la meseta de los Allegheny, podía producirse, en cierta medida, una distribución natural en zonas, ya que sólo los lechos de los ríos dejaban espacio suficiente para que se extendieran los grandes molinos; por más que esta distribución aseguraba que la cantidad máxima de emanaciones nocivas se desprendería esparciéndose por las viviendas en las laderas de arriba. En otro caso, las viviendas estaban situadas a menudo dentro de los espacios sobrantes entre las fábricas y los cobertizos y las estaciones del ferrocarril. Se consideraba una delicadeza afeminada prestar atención a problemas como los de la suciedad, el ruido y las vibraciones. Las casas para los obreros, y a menudo también las de la clase media, solían edificarse pegadas a una función de hierro, un establecimiento de tinturas, una fábrica de gas o un desmonte de ferrocarril. Bastante a menudo se las levantaba sobre tierras llenas de cenizas, vidrios rotos y desperdicios, en las que ni siquiera la hierba conseguía arraigar; también solían estar al borde de un vaciadero o de un enorme amontonamiento permanente de carbón y escoria: noche y día el hedor de los desperdicios, las lóbregas emanaciones de las chimeneas, el ruido de la maquinaria martillando o zumbando, acompañaban la rutina doméstica.
En este nuevo plan, la ciudad propiamente dicha estaba constituida por fragmentos en añicos de tierra, de extrañas formas y con calles y avenidas inconexas, que quedaban entre las fábricas, las vías férreas, las estaciones de carga y las montañas de desperdicios. En lugar de alguna clase de reglamentación o plan municipal, de carácter general, se dejaba a cargo del ferrocarril la definición del carácter y la determinación de los límites de la ciudad. Excepto en ciertas partes de Europa donde anticuadas reglamentaciones burocráticas mantuvieron por fortuna, las estaciones de ferrocarril en las afueras de la ciudad histórica, se permitió o, mejor dicho, se invitó al ferrocarril a zambullirse en el corazón mismo de la ciudad, creando así, en las más preciosas porciones centrales de la ciudad, una espesura de estaciones de carga y de cambio, solo justificables económicamente en campo abierto. Estas estaciones cortaron las arterias naturales de la ciudad y crearon una valla infranqueable entre vastos segmentos urbanos; a veces, como en el caso de Filadelfia, una auténtica muralla china.
Así, el ferrocarril no sólo introdujo en el corazón de la ciudad el ruido y el hollín, sino también las instalaciones industriales y las viviendas degradadas que eran las únicas que podían prosperar en el ambiente por él engendrado. Sólo la hipnosis ejercida por una nueva invención, en una época enamorada sin sentido crítico de las nuevas invenciones, pudo haber causado esta caprichosa inmolación bajo las ruedas del resoplante Juggernaut**. Todos los errores que podrían deslizarse en materia de diseño urbano fueron cometidos por los nuevos ingenieros de ferrocarriles, para quienes el movimiento de trenes era más importante que los objetivos humanos a los que estaba dirigido ese movimiento. La dilapidación de espacio en estaciones ferroviarias situadas en el corazón de la ciudad sólo sirvió para promover su más rápido ensanche exterior; y esto, a su vez, como producía más tránsito ferroviario, dio la sanción complementaria del lucro a las fechorías que así se cometían.
A tal punto se había difundido la degradación del ambiente, a tal punto se habían habituado a esto los pobladores de las grandes ciudades en el curso de un siglo, que hasta las clases más ricas, que teóricamente podrían proporcionarse lo mejor, hasta el día de hoy aceptan indiferentemente lo peor. Por lo que hace a la vivienda, las alternativas eran sencillas. En las ciudades industriales que se desarrollaron sobre bases más antiguas, se acomodó a los obreros inicialmente en casas de familia convertidas en casas de vecindario. En estas casas reformadas, cada cuarto daría albergue a una familia entera: desde Dublín y Glasgow hasta Bombay, la norma de un cuarto por familia se mantuvo durante largo tiempo. El hacinamiento en los lechos —entre tres y ocho personas de diferentes edades dormían en un mismo jergón— agravaba a menudo el hacinamiento en esas pocilgas para seres humanos. A comienzos del siglo XIX, según cierto doctor Willan, quien escribió un libro sobre las enfermedades en Londres, se había producido un increíble estado de corrupción física entre los pobres. El otro tipo de vivienda que se brindaba a la clase trabajadora constituía, en lo fundamental una unificación de esas condiciones degradadas; pero tenía un defecto más, a saber, que los planos de las nuevas casas y los materiales de construcción no tenían por lo común nada del decoro original de las antiguas casas burguesas.
Tanto en las viejas como en las nuevas viviendas se alcanzó un grado tal de inmundicia como no se lo conoció, puede decirse, ni siquiera en la choza del siervo más abyecto de la Europa medieval. Resulta casi imposible enumerar objetivamente los detalles escuetos de este modo de alojamiento sin que recaiga sobre uno la sospecha de que exagera por malignidad. Pero quienes hablan con facundia de mejoras urbanas durante ese período o bien del supuesto ascenso del nivel de vida, rehuyen los hechos concretos: generosamente atribuyen a la ciudad, en conjunto, los beneficios que sólo gozó la minoría más favorecida de la clase media, y encuentran en las condiciones originales esas mejoras que tres generaciones de activa legislación y una ingeniería sanitaria generalizada han creado finalmente.
En Inglaterra, ante todo, millares de nuevas viviendas para obreros, en ciudades como Birmingham y Bradford, estaban edificadas fondo con fondo (muchas de ellas existen todavía). Por lo tanto, de cada cuatro cuartos, en cada piso, dos carecían de luz o ventilación directa. No había espacios abiertos, excepto los escuetos pasajes entre estas hileras dobles. En tanto que en el siglo XVI constituía un delito, en muchas ciudades inglesas, arrojar basura a la calle, en estas primeras ciudades industriales era éste el método corriente para librarse de ella. La basura quedaba en la calle, por inmunda que fuera. Naturalmente, éste no faltaba en los nuevos barrios congestionados de la ciudad. Los retretes, de una suciedad indescriptible, estaban por lo común en los sótanos; también era cosa corriente tener pocilgas de cerdos debajo de las casas y los cerdos vagaban por las calle nuevamente, como no lo habían hecho en las ciudades grandes desde hacía siglos. Había incluso una deplorable escasez de retretes: el Report on the State of Large Towns and Populous Districts (1845) señala que:
Incluso con proyectos de un nivel tan bajo, incluso con anexos tan inmundos, en muchas ciudades no se edificaba el número suficiente de casas; y entonces reinaban condiciones mucho peores. Los sótanos se usaban como viviendas. En Liverpool, la sexta parte de la población vivía en y la mayoría de las restantes ciudades portuarias no se quedaban muy atrás; Londres y Nueva York rivalizaban de cerca con Liverpool; incluso en la década de 1930 había en Londres 20.000 viviendas subterráneas, calificadas, desde el punto de vista médico, como inadecuadas para ser ocupadas por seres humanos. Esta suciedad y esta congestión, malas en sí mismas, acarraeaban otras pestes: las ratas que transmitían la peste bubónica, las chinches que infestaban las camas y hacían un tormento del sueño, las pulgas que difundían el tifus, las moscas que visitaban por igual la letrina en el sótano y la comida del bebé. Además, la combinación de cuartos sombríos y paredes húmedas constituían un medio casi ideal para el cultivo de bacterias, sobre todo considerando que los cuartos repletos de gente proporcionaban las posibilidades máximas de transmisión a través del aliento y el tacto.
Si la carencia de cañerías y de obras sanitarias municipales creaba espantosos hedores en estos nuevos sectores urbanos, y si la diseminación de excrementos conjuntamente con la contaminación de los pozos locales, significaba una difusión correlativa de la tifoidea, la carencia de agua resultaba aún más siniestra. Eliminaba la posibilidad misma de limpieza doméstica o de higiene personal. En las grandes capitales, donde aún subsistían algunas de las antiguas tradiciones municipales, en muchas zonas nuevas no se adoptaron las medidas necesarias para la provisión de agua. En 1809, cuando la población de Londres era aproximadamente de un millón de habitantes, sólo se disponía de agua, en la mayor parte de la ciudad, en los sótanos de las casas. En algunos barrios sólo se podía abrir el agua tres veces por semana. Y si bien las cañerías de hierro hicieron su aparición en 1746, su uso fue limitado hasta que una ley especial exigió en Inglaterra, en 1817, que todas las nuevas cañerías maestras fueran de hierro, en el plazo de diez años.
En las nuevas ciudades industriales brillaban por su ausencia las tradiciones más elementales de servicio municipal. A veces barrios enteros carecían hasta de agua de pozos locales. De vez en cuando los pobres iban de casa en casa, por los barrios de la clase media, mendigando agua, del mismo modo que podían mendigar un poco de pan durante una hambruna. Con semejante falta de agua para beber y para lavarse, no ha de extrañar que la suciedad se acumulara. A pesar de su suciedad, los desagües abiertos representaban cierta abundancia municipal, por comparación. Y si este era el trato dado a la familias, no es muy necesario recurrir a los documentos para averiguar cómo lo pasaba el trabajador ocasional. Casas abandonadas, de títulos inciertos, eran utilizadas como casas de pensión, en las que en un solo cuarto se apiñaban entre quince y veinte personas. En Manchester, según las estadísticas policiales de 1841, había unas 109 casas de pensión, donde personas de ambos sexos dormían entremezcladas; y había 91 casas de refugio de mendigos.
Esta degradación de la vivienda era poco menos que universal entre los trabajadores, una vez que el nuevo régimen industrial quedó cabalmente establecido en las nuevas ciudades industriales. A veces, las condiciones locales permitían evitar la extrema suciedad que acabo de describir; por ejemplo, las viviendas de los obreros molineros en Manchester, New Hampshire, eran muy superiores, por sus características; y en las villas industriales más rurales de los Estados Unidos, en especial en el medio Oeste, había por lo menos un poco de holgura en las habitaciones de los obreros, a quienes les quedaba también algún espacio para jardines. Pero, en cualquier punto que se considere, la diferencia sólo era de grado; el había empeorado categóricamente.
No sólo ocurría que las nuevas ciudades eran en conjunto tristes y feas, con ambientes hostiles a la vida humana hasta en su nivel fisiológico más elemental, sino que también el hacinamiento standard de los pobres se repetía en las viviendas de la clase media y en los cuarteles de los soldados, es decir, entre las clases a las que no se estaba explotando directamente para lucrar. La señora Peel cita el caso de una suntuosa mansión del período victoriano medio en la que tanto la cocina como la despensa, la sala del servicio, el cuarto del ama de llaves y los dormitorios del mayordomo y los lacayos estaban situados en el sótano: dos cuartos al frente y dos cuartos en la parte posterior daban a un profundo sótano al fondo; todos los demás estaban
A juzgar por la oratoria popular, el margen de estos defectos fue escaso y, de cualquier modo, se los eliminó en el transcurso del siglo pasado, a través del avance incesante de la ciencia y el humanitarismo. Por desgracia, los oradores populares —e incluso historiadores y economistas que, teóricamente, se ocupan del mismo conjunto de hechos— no se han formado el hábito de estudiar directamente el ambiente; a esto se debe que ignoren la existencia de coágulos de degradada vivienda paleotécnica que subsisten hoy casi sin modificación alguna, en el mundo occidental, incluyendo casas que están espalda contra espalda, vecindarios con patios sin ventilación y alojamientos en subsuelos. Entre estos coágulos no sólo se cuenta la mayor parte de las viviendas para trabajadores edificada antes de 1900; abarcan una gran parte de lo que se ha construido después, si bien la edificación más reciente evidencia mejoras en materia sanitaria. La masa subsistente de viviendas construidas entre 1830 y 1910 no representaba ni siquiera las normas higiénicas de esos días, y estaba muy por debajo de un nivel establecido con arreglo al actual conocimiento en materia de salubridad, higiene y cuidado de los niños, para no hablar de la felicidad doméstica.
Sí, estas mordaces palabras de Patrick Geddes se aplican inexorablemente al nuevo ambiente. Hasta los críticos coetáneos más revolucionarios carecían de normas auténticas en lo tocante a edificación y vivienda: no tenían noción alguna de hasta qué punto el ambiente de las mismas clases superiores se había empobrecido. Así, Friecrich Engels, con objeto de promover el resentimiento necesario para la revolución, no sólo se oponía a todas las medidas destinadas a proporcionar mejores viviendas a los miembros de la clase obrera; al parecer, Engels consideraba que, llegado el momento, el proletariado solucionaría el problema apoderándose de las espaciosas residencias de la burguesía. Semejante noción era cualitativamente inadecuada y cuantitativamente ridícula. En términos sociales, se limitaba a instar, como si se tratara de una medida revolucionaria, a proseguir el mezquino proceso que concretamente se había cumplido ya en las ciudades más antiguas, a medida que las clases más pudientes dejaban sus moradas originales y las dividían para que las ocuparan los miembros de la clase obrera. Pero, por sobre todo, la sugerencia era ingenua porque no advertía que las normas a la que se ajustaban incluso las residencias nuevas más pretenciosas estaban a menudo de las que eran convenientes para la vida humana, en cualquier nivel económico.
En otras palabras, ni siquiera este crítico revolucionario tuvo evidentemente conciencia de que las residencias de las clases altas eran, lo más a menudo, intolerables supertugurios. La necesidad de aumentar la cantidad de viviendas, de dilatar el espacio, de multiplicar los equipos y de establecer instalaciones comunales era mucho más revolucionaria por sus exigencias, que una trivial expropiación de las residencias ocupadas por los ricos. Esta última noción no constituía nada más que un gesto impotente de venganza, en tanto que la primera exigía una cabal reconstrucción del medio social entero; una reconstrucción al borde la cual parecería estar el mundo actual, si bien incluso países adelantados, como Inglaterra, Suecia y los Países Bajos no han discernido todavía todas las dimensiones de esta transformación urbana.
Casas de mala reputación
Pasemos a observar más de cerca estas nuevas casas para la clase trabajadora. Cada país, cada región, cada grupo de población, tenía su propio modelo específico: las altas casas de vecindario en Glasgow, Edimburgo, París, Berlín, Hamburgo y Génova; edificios de dos pisos, con cuatro, cinco y a veces seis cuartos en Londres, Brooklyn, Filadelfia y Chicago; vastas construcciones de madera —sin medios adecuados de escape en caso de incendio— en Nueva Inglaterra, por fortuna bendecidas con pórticos abiertos; o bien angostas casa de ladrillo en hileras, que todavía se aferraban a un viejo modelo georgiano de casas en hileras, en Baltimore.
Pero en materia de viviendas para la clase obrera se dan algunas características comunes. En una manzana tras otra se repite la misma formación: ahí están las mismas calles sombrías, las mismas callejuelas repletas de basura, la misma falta de espacios abiertos para que jueguen los niños y para cultivar jardines, la misma falta de coherencia e individualidad para el vecindario local. Las ventanas son, por lo común, angostas; la luz en el interior es insuficiente; no se hace esfuerzo alguno por orientar el trazado de la calle en relación con la luz del sol y los vientos. La penosa limpieza grisácea de los barrios más respetables, donde viven los artesanos o empleados de oficina mejor pagados, tal vez en una hilera, tal vez en casitas semi-independientes, con un pañuelito sucio de hierba al frente de ellas o bien un árbol en un estrecho patio al fondo, es casi tan deprimente esta respetabilidad como el desaliño declarado de los barrios más pobres; a decir verdad, más deprimente todavía, pues en estos últimos hay, al menos, un toque de color y de vida, un espectáculo de títeres en la calle, la charla de los puestos de mercado, la ruidosa camaradería de la taberna o el bistro; en suma, la vida más pública y amistosa que se vive en las calles más pobres.
La era de las invenciones y de la producción en masa apenas si rozó la casa del obrero o sus servicios hasta fines del siglo XIX. Primero aparecieron las cañerías de hierro, luego el inodoro perfeccionado, con el tiempo la luz de gas y la esfufa de gas, la bañera fija con cañerías de agua instaladas y desagüe, un sistema colectivo de cloacas. Todos estos perfeccionamientos se pusieron lentamente al alcance de los grupos económicos medios y superiores, después de 1830; una generación después de su introducción, se habían convertido en necesidades para la clase media. Pero en ningún momento, durante la fase paleotécnica, llegaron estos perfeccionamientos a la gran masa de la población. El problema que se le planteaba al constructor era el de cómo alcanzar un mínimo de decoro estas nuevas instalaciones que eran costosas.
Este problema siguió siendo soluble únicamente en términos de un medio rural primitivo. Así, la división original de Muncie, en Indiana, de del estudio analítico de Robert Lynd, tenía ocho casas por manzana, cada una de un lote de dieciocho metros y medio de ancho por treinta y siete metros y medio de largo. Sin lugar a dudas, esto representaba mejores condiciones para los trabajadores más pobres que las que aparecieron después, cuando el aumento del precio de la tierra congestionó las casas y redujo el espacio para jardín así como el espacio para juegos, en tanto que una de cada cuatro casas carecía todavía de agua corriente. En general, la congestión de la ciudad industrial aumentó las dificultades para el logro de buenas viviendas y aumentó el costo para solucionar esas dificultades.
En cuanto al mobiliario de los interiores, la descripción que hace Gaskell de la vivienda de la clase obrera en Inglaterra se refiere al nivel más bajo; pero la sordidez continuó, a pesar de mejoras secundarias, en el siglo siguiente. Los efectos de la pobreza pecuniaria se agravaban, en realidad, debido a una pérdida general del gusto, que acentuaba el empobrecimiento del ambiente al brindar espantosos papeles para empapelar, adornitos prostibularios, oleografías enmarcadas y muebles derivados de los peores ejemplos del sofocante gusto de la clase media: la hez de las heces.
Un amigo mío me cuenta que en una ocasión vio en la China a un minero, tiznado y encorvado por el trabajo, que acariciaba tiernamente un trozo de espuela de caballero, mientras caminaba por la carretera; pero en el mundo occidental, hasta llegar al siglo XX, cuando el lote de jardín empezó a tener su efecto benéfico, hasta el instinto de la forma vital fresca estaba destinado a nutrirse de las deliberadas monstruosidades que los fabricantes ofrecían a los miembros de la clase trabajadora so pretexto de moda y de arte. Incluso las reliquias religiosas, en las comunidades católicas, llegaron a un nivel estético tan bajo como para constituir poco menos que una profanación. Con el tiempo, el gusto por la fealdad arraigó: el trabajador no estaba dispuesto a trasladarse de su antigua morada a menos que pudiera llevarse consigo un poco de la suciedad, la confusión, el ruido y el hacinamiento con los que estaba familiarizado. Cada medida que se adoptaba para crear un ambiente mejor tropezaba con esa resistencia, lo cual constituyó un verdadero obstáculo para la descentralización.
Unas cuantas casas como éstas, unas cuantas caídas como éstas en la suciedad y la fealdad, habría constituido un borrón; pero tal vez todos los períodos podrían presentar cierto número de casas con estas características generales. Ahora, en cambio, barrios y ciudades enteros, hectáreas, kilómetros cuadrados y provincias estaban repletos de semejantes viviendas que se burlaban de cada alarde de éxito material que se atribuía al. En estos nuevos viveros se creó una raza de seres defectuosos. La pobreza y el ambiente de pobreza produjeron modificaciones orgánicas: el raquitismo en los niños, debido a la falta de luz solar, deformaciones de la estructura ósea y los órganos, defectuoso funcionamiento de las glándulas endocrinas debido a una alimentación detestable, enfermedades de la piel por falta de la higiene elemental del agua, viruela, tifoidea, escarlatina, amigdalitis, debidas a la suciedad y los excrementos, tuberculosis, fomentada por una combinación de mala alimentación, falta de sol y hacinamiento en la vivienda, para no hablar de las enfermedades profesionales, también en parte ambientales.
El cloro, el amoníaco, el monóxido de carbono, el ácido fosfórico, el flúor y el metano, para no agregar una larga lista de unos doscientos productos químicos causantes de cáncer, invadían la atmósfera y minaban la vitalidad, a menudo en estancadas concentraciones letales, aumentando la gravitación de la bronquitis y la neumonía, causando gran cantidad de muertes. Llegó el momento en que el sargento reclutador ya no pudo utilizar a los productos de semejante régimen ni siquiera como carne de cañón; y el descubrimiento médico del mal trato dado por Inglaterra a sus obreros, durante la guerra de los Boers y la primera Guerra Mundial, contribuyó quizá tanto como cualquier otro factor a promover el mejoramiento de la vivienda en ese país.
Los resultados escuetos de todas estas condiciones pueden seguirse en las tablas de mortalidad correspondientes a los adultos, en las tasas de enfermedad de trabajadores urbanos en comparación con los trabajadores agrícolas, en las posibilidades de vida de que gozaban las diversas clases laborales. Por sobre todo, tal vez el barómetro más sensible de la eficacia del medio social en relación con la vida humana está representado por la tasa de mortalidad infantil.
Siempre que se hacía una comparación entre campo y ciudad, entre viviendas de clase media y viviendas pobres, entre distritos de poca densidad y distritos de gran densidad, la tasa más elevada de enfermedades y muertes correspondía, por lo común, al segundo grupo. Si los otros factores hubieran permanecido iguales, la urbanización por sí sola habría bastado para reducir, en parte, las ganancias potenciales en vitalidad. Los trabajadores agrícolas, por más que subsistieron a todo lo largo del siglo XIX, en Inglaterra, como una clase en desventaja, evidenciaron —y evidencian aún— una posibilidad de vida mucho mayor que la de los escalones más elevados de los trabajadores mecánicos de la ciudad, incluso después de la introducción de la salubridad municipal y la atención médica.
A decir verdad, sólo por la continua afluencia de nueva vida procedente del campo pudieron sobrevivir las ciudades, tan hostiles a la vida. Las nuevas ciudades fueron creadas, en conjunto, por inmigrantes. En 1851, entre 3.336.000 personas de más de veinte años que residían en Londres y otras 61 ciudades inglesas y galesas, sólo 1.377.000 eran nacidas en su ciudad de residencia.
Si se considera la tasa de mortalidad infantil, la comprobación resulta aún más penosa. En la ciudad de Nueva York, por ejemplo, la tasa de mortalidad infantil en 1810 osciló entre 120 y 145 por cada millar de niños dados a luz con vida; ascendió a 180 por mil en 1850, a 220 en 1860 y a 240 en 1870. Este proceso fue acompañado por una constante depresión en las condiciones de vida, ya que, después de 1835, se difundió el hacinamiento en las casas de vecindario recién construidas. Estos cálculos recientes corroboran lo que ya se sabe sobre la tasa de mortalidad infantil en Inglaterra, durante el mismo período: allí el aumento tuvo lugar después de 1820 y correspondió principalmente a las ciudades. Hay, sin duda, otros factores que también son responsables de estas tendencias retrógradas; pero, como expresión del complejo social íntegro, de la higiene, de la dieta, de las condiciones de trabajo, de los salarios, del cuidado de los niños y de la educación, las nuevas ciudades desempeñaron un papel importante para llegar a estos resultados.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |