La conveniencia de incorporar a Rusia y Turquía a la Unión Europea (página 7)
Enviado por Ricardo Lomoro
Como demuestra la experiencia de la zona del euro, el mantenimiento de una unión monetaria requiere una unión bancaria, fiscal y económica completa y, una vez que los miembros ceden su soberanía sobre los asuntos fiscales, bancarios y económicos, pueden necesitar con el tiempo una unión política parcial para garantizar la legitimidad democrática.
Para realizar semejante plan, hay que superar problemas muy arduos y el compromiso de grandes recursos financieros durante un período de muchos decenios, pero el primer paso es una unión aduanera y, en el caso de la Unión Eurasiática, tendría que incluir a Ucrania, el mayor vecino oriental de Rusia. Ésa es la razón por la que Putin ejerció tanta presión sobre el ex Presidente Viktor Yanukóvich para que abandonara un acuerdo de asociación con la UE y por la que la reacción de Putin ante el derrocamiento del gobierno de éste fue la de apoderarse de Crimea y desestabilizar la Ucrania oriental.
Los acontecimientos recientes han debilitado aún más las facciones de Rusia pro Occidente y orientadas al mercado y han fortalecido a las facciones nacionalistas y de capitalismo de Estado, que ahora presionan en pro de una más rápida creación de la UEA. En particular, la tensión con Europa y los Estados Unidos respecto de Ucrania dirigirá las exportaciones de energía y materias primas de Rusia -y los gasoductos correspondientes- hacia Asia y China.
Asimismo, Rusia y sus socios BRICS (el Brasil, la India, China y Sudáfrica) están creando un banco de desarrollo que hará de substituto del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, controlados por Occidente. Las revelaciones de la vigilancia electrónica por parte de los EEUU pueden mover a Rusia -y a otros Estados no liberales- a limitar el acceso a la red Internet y a crear sus propias redes de datos de control nacional. Se habla incluso de la creación por parte de Rusia y China de un sistema internacional de pagos substitutivo del sistema SWIFT, que los EEUU y la UE pueden utilizar para imponer sanciones financieras a Rusia.
La creación de una UEA completa, que vaya desvinculándose gradualmente de los lazos comerciales, financieros, económicos, de pagos, de comunicaciones y políticos con Occidente, puede ser una quimera. La falta de reformas y tendencias demográficas adversas de Rusia entrañan un escaso crecimiento potencial y recursos financieros insuficientes para crear la unión fiscal y de transferencias necesaria para atraerse a otros países.
Pero Putin es ambicioso y, como otros autócratas de naciones del Asia central, puede permanecer en el poder durante varios decenios. Y, guste o no, incluso una Rusia que carezca del dinamismo necesario para tener éxito en la manufactura y las industrias del futuro seguirá siendo una superpotencia exportadora de productos básicos.
Las potencias revisionistas como Rusia, China y el Irán parecen dispuestas a enfrentarse al orden político y económico mundial que los EEUU y Occidente construyeron después del desplome de la Unión Soviética, pero ahora una de dichas potencias revisionistas -Rusia- está avanzando agresivamente para recrear casi un imperio y una esfera de influencia.
Lamentablemente, las sanciones que los EEUU y Europa están imponiendo a Rusia, aunque necesarias, pueden reforzar simplemente la convicción entre Putin y sus asesores nacionalistas eslavófilos de que el futuro de Rusia no estriba en Occidente, sino en un proyecto de integración separado en el Este. El Presidente de los EEUU, Barack Obama, dice que esto no es el comienzo de una nueva guerra fría; las tendencias actuales podrían indicar pronto otra cosa.
(Nouriel Roubini, a professor at NYU"s Stern School of Business and Chairman of Roubini Global Economics, was Senior Economist for International Affairs in the White House's Council of Economic Advisers during the Clinton Administration. He has worked for the International Monetary Fund )
– El contragolpe de las sanciones (Project Syndicate – 14/8/14)
Berlín.- Al intensificarse la crisis en Ucrania, los Estados Unidos y la Unión Europea están encerrados en una batalla de voluntades -y sanciones- con Rusia. De hecho, en represalia por la intensificación de las sanciones financieras occidentales, Rusia ha anunciado una prohibición de importaciones agrícolas y de alimentos procedentes de los EEUU y la UE, pero la amenaza real para Occidente estriba en las posibles repercusiones de una crisis financiera desencadenada por sus propias sanciones contra Rusia.
Pensemos en la crisis financiera de Rusia en 1998. En agosto de aquel año, el entonces Presidente, Borís Yeltsin, declaró: "No habrá devaluación: eso es seguro". Tres días después, se devaluó el rublo y los mercados financieros rusos tuvieron una caída en picado. Como no cesaban de salir capitales del país, el Gobierno de Rusia se vio obligado a reestructurar su deuda y la economía entró en una recesión profunda.
Aunque, financieramente, Rusia era relativamente insignificante, su crisis tuvo consecuencias transcendentales. Uno de los países más afectados fue la Argentina: la crisis rusa exacerbó la pérdida por parte de los inversores de la confianza en los mercados en ascenso que culminó en la suspensión de pagos de la deuda soberana de la Argentina menos de cuatro años después. Ni siquiera los EEUU y Europa fueron inmunes, pues el desplome del importante fondo de cobertura Long-Term Capital Management (LTCM) intensificó la ansiedad sobre la viabilidad de muchas otras entidades financieras.
Los dramas financieros actuales presentan un asombroso parecido con esa experiencia. Técnicamente, la Argentina ha suspendido pagos; las entidades y los mercados financieros americanos y europeos están muy nerviosos y Rusia promete que las sanciones que afronta no tendrán repercusiones en su economía.
La similitud más evidente es la afirmación del Presidente de Rusia, Vladimir Putin, de que su país puede capear todas las sanciones occidentales. Puede ser simplemente la expresión de un deseo. En realidad, la prohibición a la mayoría de los bancos rusos importantes de hacer operaciones con libertad en los mercados occidentales de capitales podría afectar a toda la economía rusa, no sólo a los propios bancos, y la decisión del banco central de aumentar los tipos de interés para respaldar el rublo puede crear condiciones crediticias mucho más estrictas para las empresas y los hogares, lo que sumiría a la economía rusa en la recesión este año y el próximo.
El problema de las sanciones financieras es el de que nadie sabe exactamente cómo evolucionará, en particular en una economía tan grande como la de Rusia. Si resultan ser más eficaces de lo deseado, representarán una grave amenaza para la estabilidad financiera mundial.
Las restricciones aplicadas a los bancos rusos que funcionan en Europa y en los EEUU parecen leves. Los bancos pueden seguir teniendo acceso a los mercados de dinero, atender sus necesidades financieras a corto plazo y contar con el apoyo del banco central, pero el deseo de riesgo de los inversores podría cambiar fácilmente e incitarlos a retirar grandes sumas de capital. Aunque la deuda pública de Rusia es modesta, sus reservas de divisas grandes y su economía mucho más fuerte que en 1998, una vez que la manada está corriendo es imposible pararla.
Los bancos de Europa han concedido casi 200.000 millones de euros (268.000 millones de dólares) en préstamos a entidades y empresas rusas y cuentan con un porcentaje importante de activos de Rusia denominados en euros, lo que los hace particularmente vulnerables. Además, las pruebas de solvencia actuales pueden muy bien revelar en los próximos meses grandes agujeros de capital en bancos europeos importantes. Por acabar de salir de una recesión profunda, los trastornos financieros podrían hacer fácilmente que Europa se deslizara de nuevo en la recesión, en particular dados los estrechos vínculos de la zona del euro con Rusia en materia de comercio y energía.
Además, lo que agrava el problema es que nadie entiende de verdad las conexiones precisas entre las entidades y los mercados rusos y europeos. El desplome de LTCM en 1998 fue completamente inesperado. ¿Está Europa preparada actualmente para afrontar una quiebra similar de una importante entidad financiera?
Las sanciones financieras a Rusia no son selectivas, temporales ni del todo creíbles. Si afectan a la economía entera de Rusia y las sufren más duramente los ciudadanos de a pie, el apoyo popular al régimen de Putin puede solidificarse aún más. Naturalmente, una desaceleración económica podría erosionar el apoyo popular a Putin, que se basa en las mejoras de los niveles de vida logradas bajo su dirección. En ese caso, la reacción de Putin podría ser aún más dañina.
Otro problema es el de que la aplicación de sanciones a las que no se pueda dar marcha atrás rápidamente elimina el incentivo para Rusia de volver a la mesa de negociación, en particular porque la amenaza de una intensificación de las sanciones financieras no es digna de crédito, en vista del riesgo para la estabilidad financiera europea y estadounidense.
Una vez que las sanciones empiecen a surtir efecto, nadie puede decir quién se verá afectado ni con qué intensidad y, como demuestra la experiencia de Rusia en 1998 y la de la Argentina después de 2002, el proceso de restablecimiento de la confianza entre los participantes en los mercados es largo y doloroso.
Esas preocupaciones no significan que los EEUU y la UE no deban imponer sanciones a Rusia por su ilegal anexión de Crimea y sus constantes medidas para desestabilizar a la Ucrania oriental, pero unas sanciones que afectaran a la verdadera realidad de la economía rusa -como, por ejemplo, la energía, los recursos naturales y el ejército- podrían constituir una solución mejor. Aunque semejantes sanciones pueden no surtir efecto tan rápidamente, serían selectivas, temporales y creíbles, lo que permitiría a los EEUU y a Europa controlar -y ajustar- las repercusiones en la dirección y la economía rusas.
En cualquier caso, los dirigentes de los EEUU y de Europa deben reconocer que todas las sanciones tendrán costos -muchos de ellos inesperados- para las dos partes. Si no están dispuestos a arriesgar la estabilidad financiera en una partida con Putin para ver quién es el más gallito, tal vez fuese prudente replantearse la composición de las sanciones que impongan.
(Marcel Fratzscher, a former head of International Policy Analysis at the European Central Bank, is President of DIW Berlin, a research institute and think tank, and a professor of macroeconomics and finance at Humboldt University)
– ¿Es el fin para Putin en Ucrania? (Project Syndicate – 26/8/14)
Londres.- Puede ser que Vladimir Putin tenga (o no) el 80% de apoyo popular en Rusia debido a su política hacia Ucrania, pero es cada vez más claro que está perdiendo el control de las cosas. La pregunta es: ¿en qué momento su posición como presidente se volverá insostenible?
Dejemos de lado los antecedentes geopolíticos y morales del embrollo en Ucrania. Los rusos tienen la justificación, pienso, en su postura de que Occidente sacó ventaja de la debilidad rusa poscomunista para invadir el espacio histórico ruso. La Doctrina Monroe puede ser incompatible con el derecho internacional contemporáneo; pero todas las potencias con la fuerza suficiente para imponer una esfera estratégica de interés lo hacen.
También creo que se justifica la opinión de Putin de que un mundo multipolar es mejor que uno unipolar si se trata de avanzar la causa de la prosperidad humana. Ninguna potencia o coalición es lo suficientemente sabia o desinteresada como para atribuirse la soberanía universal.
Así pues, no debe sorprender que Rusia y otros países hayan empezado a crear una estructura institucional para la multipolaridad. La Organización de Cooperación de Shanghai, que incluye a Rusia, China y cuatro Estados ex soviéticos de Asia Central, se estableció en 2001. El mes pasado, los cinco países que conforman el grupo BRICS -Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica- crearon el Nuevo Banco de Desarrollo y un fondo de reservas de contingencia para diversificar las fuentes de crédito oficial hacia países en desarrollo.
La política de "sin condiciones" del grupo BRICS desafía explícitamente las condiciones impuestas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional a los solicitantes de crédito, aunque la política sigue sin ponerse a prueba. En efecto, es imposible imaginar a los dirigentes chinos aprobando un crédito a un país que reconoce a Taiwán o acepta las reivindicaciones de independencia del Tíbet.
Pero el hecho es que Rusia es demasiado débil como para desafiar más a Occidente, al menos de la forma que lo hizo en Ucrania. El PIB de Rusia es de aproximadamente 2 billones de dólares, y su población de 143 millones de personas está disminuyendo rápido. Los Estados Unidos y la Unión Europea tienen un PIB combinado de alrededor de 34 billones de dólares y una población de 822 millones, pero la población estadounidense aumenta velozmente. Esto significa que Occidente puede hacer mucho más daño a Rusia de lo que Rusia puede dañar a Occidente.
Incluso en su era de apogeo, la Unión Soviética era una superpotencia con un solo objetivo. Pudo mantener una paridad militar aproximada con los Estados Unidos a pesar de que su economía era equivalente a la cuarta parte de la de ese país gastando en defensa cuatro veces más de su ingreso nacional -en perjuicio de los estándares de vida de los ciudadanos rusos.
Ahora, el equilibrio de poder es todavía más desfavorable. La economía es menos dinámica, y sus armamentos están deteriorados. Conserva una extraordinaria capacidad nuclear, pero es inconcebible que Rusia la use para conseguir sus objetivos en Ucrania.
Así pues, estamos ante un final de la crisis en el que Putin no podrá conservar su botín -Crimea y el control de áreas de habla rusa en Ucrania oriental- ni retroceder. Se exigirá que Rusia devuelva estos territorios como condición para normalizar sus relaciones con Occidente. Sin embargo, lo más probable es que Putin trate de sostener a los separatistas de Ucrania oriental el mayor tiempo que pueda -tal vez con asistencia militar encubierta como ayuda humanitaria- y se niegue por completo a entregar Crimea.
Esto conducirá a una escalada mayor de las sanciones de Occidente: restricciones sobre las exportaciones de gas, sobre las exportaciones generales, suspensión de la Organización Mundial de Comercio, retiro de la copa del mundo de futbol de la FIFA de 2018, y otras cosas. Esto, combinado con un endurecimiento de las sanciones actuales, incluida la exclusión de los bancos rusos de los mercados de capital occidentales, provocará escasez grave, deterioro de los estándares de vida y más problemas para la clase propietaria rusa.
La reacción natural de los rusos será apoyar a su líder. No obstante, el apoyo a Putin aunque sea amplio puede no ser profundo. Es un respaldo que se da antes de que se hayan debatido los costos que tendrán las políticas de Putin. El control estatal de los medios y la represión de la oposición frena ese debate.
Es natural y correcto pensar en los posibles arreglos: la garantía de neutralidad de Ucrania, una mayor autonomía regional dentro de una Ucrania federal, una administración internacional interina en Crimea que supervise un referéndum sobre su futuro y medidas similares.
La cuestión no es si en qué medida estaría Putin dispuesto a aceptar este tipo de paquete, sino si se le va a ofrecer siquiera. Occidente ya no cree nada de lo que dice. El presidente estadounidense, Barack Obama, lo ha acusado públicamente de mentir. La Canciller alemana, Angela Merkel, que solía quien más lo apoyaba en Europa supuestamente ha dicho que no está en juicio (al parecer la gota que derramó el vaso fue el intento de Putin de culpar al gobierno ucraniano de derribar el vuelo 17 de Malaysia Airlines).
Todos los líderes mienten y engañan en cierta medida, pero el nivel de desinformación que sale del Kremlin es enorme. Así pues, debe plantearse la pregunta de si Occidente está dispuesto a hacer las paces con Putin.
Los dirigentes cuyas aventuras de política exterior acaban en derrota no suelen sobrevivir mucho tiempo. Se utilizan mecanismos formales para derrocarlos -como sucedió por ejemplo en la Unión Soviética cuando el Comité Central obligó a Nikita Khrushev a dejar el poder en 1964- o bien, entran en juego mecanismos informales. La élite de poder de Putin comenzará a fracturarse; en efecto, es posible que ese proceso ya haya comenzado. Crecerá la presión para que se retire. Se dirá que no es necesario que su país caiga junto con él.
Es probable que un escenario así, inimaginable hace apenas unos meses, esté ya tomando forma a medida que la crisis en Ucrania se acerca a su fin. La era Putin podría terminar antes de lo que pensamos.
(Robert Skidelsky, Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University and a fellow of the British Academy in history and economics, is a member of the British House of Lords. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, )
– Regreso al debate de la contención (Project Syndicate – 26/8/14)
París.- Al principio de la Guerra Fría, hubo en Estados Unidos un intenso debate entre los partidarios de contener al comunismo y quienes querían forzarlo a retroceder. ¿Era suficiente limitar las ambiciones de la Unión Soviética, o se necesitaba una postura más agresiva, a veces descrita como "contención reforzada"?
La reciente controversia entre el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y su ex secretaria de Estado (y posible sucesora), Hillary Clinton, parece revivir ese debate. Pero, ¿son sus términos de referencia útiles ahora que Occidente se enfrenta a los desafíos simultáneos del Estado Islámico en Medio Oriente y de una Rusia revisionista? ¿Hacen bien los líderes occidentales en suponer que los dos desafíos son distintos, de modo que con Rusia basta la contención, mientras que una política de reversión es imprescindible en el caso del Estado Islámico?
La idea sería que Occidente necesita a Rusia tanto como Rusia necesita a Occidente, mientras que lo último que querría alguien es tener un santuario para fanáticos islamistas en el corazón de Medio Oriente. Por eso, para convencer a Rusia de cambiar de política hay que apelar a una combinación de sanciones económicas, unidad estratégica y compromiso diplomático; en cambio, las ambiciones del Estado Islámico no se pueden contener, de modo que hay que suprimirlas.
Pero Occidente necesita reconsiderar esta estrategia, porque los dos desafíos no están del todo separados. Si hace un año, tras el ataque a un suburbio de Damasco, Obama hubiera hecho valer en Siria la prohibición de cruzar la "línea roja" respecto al uso de armas químicas, es probable que el presidente ruso Vladímir Putin no se hubiera atrevido a tanto en Ucrania. Del mismo modo, ayudar a los kurdos a enfrentar al Estado Islámico puede transmitir un mensaje al Kremlin.
Para enfrentar este doble desafío se necesitará una combinación de pensamiento estratégico coordinado a largo plazo y capacidad pedagógica. Los líderes deben explicar y aclarar. Dada la complejidad, la urgencia y la escala de las amenazas a que se enfrentan Estados Unidos y Occidente, hablar de no hacer tonterías, como hizo Obama hace poco en una entrevista para el New York Times, no es suficiente.
La Guerra Fría era tan simple que no había mucho que explicar. Occidente tenía un único oponente, y ambos lados comprendían las reglas del juego (es decir, la lógica del equilibrio del terror). Sobre todo, era relativamente fácil descifrar la "mentalidad soviética".
Los desafíos actuales son complejos, no sólo porque son más de uno, sino también porque es difícil entender la "mentalidad yihadista". Claro que uno puede decir que el sueño del Estado Islámico de restaurar un califato sunita es tan anacrónico como la ambición neoimperial de Putin. También se puede decir que tanto Putin como el Estado Islámico extrajeron gran parte de su fuerza de la debilidad de Occidente, particularmente de no haber puesto límites claros y creíbles a sus acciones.
Pero aunque Putin y el Estado Islámico hayan aprovechado la confusión, la vacilación y la división de Occidente respecto de cómo enfrentarlos, tampoco son tigres de papel. Si lo fueran, a Occidente le bastaría esperar a que sus adversarios se derrumben bajo el peso de sus propias contradicciones: en el caso de Rusia, la sobreestimación de los medios con que cuenta; en el del Estado Islámico, las consecuencias de su crueldad espantosa.
Esa hipótesis parece, en el mejor de los casos, optimista. Aunque ofrecer resistencia al Estado Islámico es posible, este supone un desafío mucho mayor que cualquiera que haya planteado Al Qaeda. El Estado Islámico se puso un objetivo territorial concreto y cuenta con amplia financiación, armas sofisticadas y un comando militar competente. Al mismo tiempo, sería tan peligroso sobreestimar hoy sus capacidades como ayer fue subestimarlas.
La misma lógica vale para la Rusia de Putin. La captura de Crimea fue una maniobra rápida y bien ejecutada, pero en el contexto más complejo y dividido de Ucrania oriental no sirven las mismas tácticas. Al ganar Crimea como lo hizo, bien puede ser que Rusia haya perdido Ucrania.
En el clásico tratado Estrategia: la aproximación indirecta, B. H. Liddell Hart reflexiona sobre sus experiencias en la Primera Guerra Mundial e insiste en lo temerario que es atacar directamente a un enemigo atrincherado. Según el autor, "en estrategia, el rodeo más largo suele ser el camino más corto".
Hoy, probablemente Liddell Hart recomendaría a Occidente concentrar sus esfuerzos en ayudar a los combatientes kurdos en Medio Oriente y al gobierno ucraniano en Europa oriental. Pero hay que hacerlo sin idealizar ni a unos ni a otros. No serán los "buenos" simplemente porque Occidente los respalde; pero en cualquier caso, son infinitamente mejores que las fuerzas a las que se resisten.
Tanto si el objetivo es contener o revertir, las reglas del juego deben ser claras: ponerles límites a "ellos" es el modo para Occidente de definirse con renovada claridad a sí mismo.
(Dominique Moisi is Senior Adviser at The French Institute for International Affairs (IFRI) and a professor at L'Institut d"études politiques de Paris (Sciences Po). He is the author of The Geopolitics of Emotion: How Cultures of Fear, Humiliation, and Hope are Reshaping the World)
– Una estrategia occidental para una Rusia decadente (Project Syndicate – 3/9/14)
Cambridge.- El Grupo de Estrategia Aspen, un comité apartidario de expertos en política exterior, del que Brent Scowcroft (ex asesor de seguridad nacional de Estados Unidos) y yo somos copresidentes, se enfrentó hace poco a la cuestión de cómo responder a las acciones de Rusia en Ucrania. Y ahora la OTAN se enfrenta a la misma pregunta.
Occidente debe resistir el desafío planteado por el presidente ruso Vladímir Putin a la norma adoptada desde 1945 de no reclamar territorios por la fuerza, pero sin aislar por completo a Rusia, un país con el que Occidente tiene intereses en común en cuestiones como la seguridad nuclear, la no proliferación, el antiterrorismo, el Ártico y temas regionales como Irán y Afganistán. Además, en cualquier escalada del conflicto en Ucrania, Putin tendría la ventaja geográfica.
Es natural enojarse por los engaños de Putin, pero el enojo no es una estrategia. Occidente necesita imponer sanciones financieras y en materia energética para disuadir a Rusia en Ucrania, pero sin perder de vista la necesidad de colaborar con Rusia en otros asuntos. Reconciliar estos objetivos no es fácil, y a ninguna de las partes le conviene una nueva Guerra Fría. Por eso no es sorprendente que al momento de recomendar políticas concretas, el grupo de Aspen se haya dividido entre los partidarios de "forzar" y los de "negociar".
Hay que colocar este dilema en una perspectiva a largo plazo: ¿qué tipo de Rusia queremos ver dentro de una década? Sin importar el agresivo uso de la fuerza y la alharaca propagandista de Putin, Rusia es un país en decadencia. La torpe estrategia de Putin de mirar a Oriente y al mismo tiempo librar una guerra no convencional en Occidente reducirá a Rusia al papel de proveedora de gas de China e impedirá a la economía rusa acceder al capital, la tecnología y los contactos que necesita en Occidente.
Algunos de los adversarios de Rusia dirán que su decadencia es deseable, ya que implica que el problema en algún momento se resolverá solo. Pero es un error. Hace un siglo, la decadencia de los imperios austrohúngaro y otomano fue sumamente disruptiva para el sistema internacional. Una decadencia gradual, como la de la antigua Roma o la España del siglo XVIII, es menos problemática que una decadencia rápida; pero en definitiva lo mejor de aquí a una década sería que Rusia se recupere y recupere el equilibrio.
Las pruebas de la decadencia rusa están en todas partes. El alza del precio del petróleo al inicio del siglo dio a su economía un impulso artificial, que llevó a Goldman Sachs a incluirla en el grupo de los principales mercados emergentes del mundo (los "BRIC", junto con Brasil, India y China). Pero en la actualidad, ese impulso se desvaneció. El PIB de Rusia es alrededor de la séptima parte del de Estados Unidos, y el ingreso per cápita (medido según la paridad del poder adquisitivo), que es 18.000 dólares, es aproximadamente un tercio del estadounidense.
El petróleo y el gas equivalen a dos tercios de las exportaciones rusas, la mitad de la recaudación fiscal y el 20% del PIB, mientras que la alta tecnología sólo representa el 7% de las exportaciones rusas de bienes manufacturados (en comparación con el 28% de Estados Unidos). Toda la economía adolece de asignación ineficiente de recursos, y la estructura legal e institucional corrupta obstaculiza la inversión privada. A pesar del atractivo de la cultura rusa tradicional y los llamados de Putin a fortalecer su poder blando, la conducta abusiva del presidente ruso sembró desconfianza por doquier. El cine ruso interesa poco en el extranjero, y el año pasado ninguna universidad rusa quedó en la lista de las cien mejores del mundo.
La probabilidad de una fragmentación étnica es menor que en la era soviética, pero todavía es un problema en el Cáucaso. Los no rusos eran la mitad de la población soviética; hoy conforman el 20% de la Federación Rusa y ocupan el 30% de su territorio.
El sistema de salud pública es un caos. La tasa de natalidad está en baja, la tasa de mortalidad aumentó, y la esperanza de vida promedio de los varones rusos es poco más de sesenta años. Según estimaciones demográficas de Naciones Unidas, es posible que la población rusa disminuya de los 145 millones de la actualidad a 121 millones a mitad de siglo.
Pero aunque ahora Rusia parezca una república bananera industrial, todavía hay muchos futuros posibles. El país tiene recursos humanos talentosos, y algunos sectores (por ejemplo la industria de defensa) son capaces de crear productos sofisticados. Algunos analistas creen que si se reformara y modernizara, Rusia podría superar sus problemas.
El ex presidente Dmitri Medvedev, a quien preocupaba que Rusia pudiera caer en la llamada trampa de los ingresos medios en vez de ascender a la condición de país avanzado, diseñó planes en ese sentido; pero debido a la corrupción rampante, poco se implementó. Con Putin, la transformación post-imperial de Rusia fracasó, y el país sigue obsesionado con su lugar en el mundo y desgarrado por su doble identidad histórica europea y eslavófila.
Putin no tiene una estrategia para la recuperación a largo plazo de Rusia; sólo reacciona en forma oportunista (aunque a veces exitosa a corto plazo) a la inseguridad interna, a las amenazas externas percibidas y a la debilidad de sus vecinos. Rusia se convirtió así en la aguafiestas revisionista del statu quo internacional y pretende ser el catalizador de otras potencias revisionistas.
Pero una ideología de antiliberalismo y nacionalismo ruso no le dará al país el poder blando que necesita para aumentar su influencia regional e internacional. Por eso, las perspectivas de que una Unión Eurasiática dirigida por Rusia pueda competir con la Unión Europea son limitadas.
Cualquiera sea el resultado del revisionismo de Putin, el país tiene armas nucleares, petróleo, gas, habilidades cibernéticas y cercanía con Europa, lo que le da recursos para causar problemas a Occidente y al sistema internacional. Diseñar e implementar una estrategia para contener a Putin y al mismo tiempo mantener una relación a largo plazo con Rusia es uno de los desafíos más importantes a los que se enfrenta hoy la comunidad internacional.
(Joseph S. Nye, a former US assistant secretary of defense and chairman of the US National Intelligence Council, is University Professor at Harvard University. He is the author, most recently, of Presidential Leadership and the Creation of the American Era)
– Pero, exactamente ¿cuál es el delito de Rusia? (Gaceta.es – 13/9/14)
(Por José Javier Esparza)
Es obvio que Rusia quiere jugar su propio juego. Y eso no gusta nada en Washington.
Los Estados Unidos y la Unión Europea han resuelto intensificar las sanciones económicas contra Rusia. El primer paquete de sanciones podía considerarse como una especie de amonestación diplomática. Este segundo ya es considerablemente más serio y puede tener graves consecuencias. Hay que recordar que, después de la cumbre de la OTAN, las naciones más importantes de la "pata europea" de la Alianza anunciaron que las sanciones quedarían aplazadas mientras se constatara el alto el fuego en Ucrania. El alto el fuego se ha constatado, pero la presión norteamericana ha sido más fuerte y el programa de sanciones seguirá adelante. Ahora la pregunta es por qué.
En principio, el pecado de Rusia habría sido torpedear el proceso de integración de Ucrania en la Unión Europea y tratar de que ese país permanezca en la órbita de influencia rusa. Es decir, una jugada política bastante convencional que no compromete la seguridad internacional y, por tanto, no justificaría tan severo programa de sanciones. Como el asunto ucraniano no justifica racionalmente el castigo, sólo caben dos posibilidades para explicarlo. Una, que Rusia ha cometido graves delitos contra la seguridad mundial, tan graves que ni siquiera cabe revelarlos a la opinión pública. La otra, que estamos ante una ofensiva "occidental" para frenar en seco a Rusia, cerrar su espacio geopolítico, detener su crecimiento económico y su influencia política, obligar a Moscú a aceptar la hegemonía americana y frustrar cualquier intento de levantar un poder alternativo al de Washington.
La primera opción -esa de los graves delitos secretos- nunca es descartable, pero resulta bastante improbable: en un contexto social donde la opinión pública es tan determinante, extraña que las supuestas faltas no hayan salido a la luz. Por consiguiente, más bien cabe pensar que nos hallamos ante la segunda hipótesis: Washington y sus socios han emprendido una ofensiva política para frenar a Rusia. Y aquí el asunto ucraniano seguramente pesa menos que otras iniciativas recientes de Moscú en el ámbito internacional, en particular la creación de un Banco de Desarrollo con los "BRICS" (el grupo formado por Brasil, Rusia, la India, China y Suráfrica) alternativo al FMI. En definitiva, estaríamos ante una operación para impedir que Rusia construya un polo alternativo al nuevo orden mundial que los Estados Unidos vienen abanderando desde el hundimiento del muro de Berlín.
La reconstrucción del imperio
Es una evidencia que Rusia está tratando de reconstruir su espacio geopolítico. Es también una evidencia que los Estados Unidos hacen y harán todo lo posible por impedirlo. Hay que recordar que cuando estalló la Unión Soviética, en 1991, el viejo imperio de Moscú perdió de golpe el control sobre las tres repúblicas bálticas (Letonia, Lituania y Estonia), las repúblicas centroeuropeas (Ucrania, Bielorrusia y Moldavia), las repúblicas caucásicas (Georgia, Armenia y Azebaiyán) y las repúblicas centroasiáticas (Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán). En total, cinco millones de kilómetros cuadrados y en torno a 140 millones de habitantes. Es decir, una cuarta parte del territorio total de la vieja Unión Soviética y casi la mitad de su población. Las cifras son espeluznantes, pero hay más: con esos inmensos territorios y toda esa población Moscú dejaba de controlar también la salida al mar Báltico, los centros industriales de Bielorrusia y el Donetsk, el inmenso granero ucraniano, los ubérrimos yacimientos de hidrocarburos de Asia central
Nunca hubo un Versalles para el fin de la guerra fría ni un Núremberg para los jerarcas del Partido Comunista soviético, porque la Rusia comunista se hundió desde dentro, pero, en muchos aspectos, el desmembramiento de la URSS se parece al del imperio austrohúngaro en 1918 o al de Alemania en 1945: la rúbrica de una derrota. Y lo peor aún estaba por llegar: la sórdida década de Yeltsin (1991-2000) vio una privatización salvaje y poco meditada, vio cómo los viejos jerarcas comunistas se reconvertían en nuevos oligarcas capitalistas, vio cómo las mafias (económicas, políticas, territoriales) acaparaban la afluencia de inversiones exteriores, vio cómo la mayor parte de la población se hundía en la desesperanza Es la época en la que las niñas rusas contestaban en las encuestas que su sueño era ser prostitutas de lujo. El país tocó fondo, también en lo moral. Putin llegó al poder el primer día del año 2000. Y entonces todo cambió.
La política de Vladimir Putin -y ya son 14 años cortando el bacalao- ha consistido, por decirlo en dos palabras, en aplicar un metódico programa de reconstrucción nacional. Una fórmula que tiene su propio sentido cuando hablamos de un país que se extiende sobre dos continentes, que es la segunda potencia nuclear del mundo -la primera según el Boletín de Científicos Atómicos-, el tercer productor mundial de petróleo, el segundo productor mundial de gas natural, el segundo en litio, etc., y que mantiene una indudable influencia internacional heredada del viejo mundo soviético. Putin -un hombre que venía del antiguo régimen y que había crecido con Yeltsin- rectificó el rumbo del país, desmanteló el neofeudalismo de los oligarcas -frecuentemente de manera salvaje-, contrarreformó la economía, promovió el patriotismo como sentimiento dominante, aplicó políticas sociales de carácter nítidamente conservador (en especial reforzando el concepto tradicional de familia y resucitando la religiosidad popular, para espanto del muy progresista Occidente) y, en el plano internacional, buscó dotarse de su propia esfera. Si alguien pensó alguna vez que la Rusia post soviética ingresaría dócilmente en el nuevo orden del mundo, pronto salió de su error.
Los movimientos diplomáticos rusos en los últimos años son inequívocos. Uno, la unión aduanera con Bielorrusia, Kazajistán y Kirguistán; Moscú ha invitado reiteradas veces a Ucrania a sumarse, pero Kiev, que tiene los ojos puestos en Bruselas, siempre se ha negado. Segundo movimiento, el acercamiento a China: en torno al grupo de Shanghai se ha creado un espacio de cooperación centroasiático (Rusia, China, y las repúblicas ex soviéticas) donde Pekín y Moscú llevan la voz cantante. En este contexto no es baladí recordar que China es el país al que más dinero debe Estados Unidos; concretamente los chinos tienen el 10,6% de la deuda norteamericana, según datos del pasado mes de julio. Tercer movimiento, la búsqueda de un poder alternativo a Washington en la escena internacional: esa es la esencia del grupo de los BRICS, que alcanzó una densidad especial el pasado mes de julio, cuando constituyeron formalmente un banco de desarrollo al margen del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. Combínese todo ello con una sistemática política contraria a la norteamericana en escenarios tan delicados como el musulmán, absteniéndose sobre la intervención en Libia u oponiéndose a la intervención en Siria. En definitiva, es obvio que Rusia quiere jugar su propio juego. Y eso no gusta nada en Washington.
Ucrania, un problema global
Todo lo que está pasando en torno a Ucrania tiene más sentido si lo vemos desde esta perspectiva. No es un problema local, sino la manifestación local de un problema global. Ucrania es un país dual compuesto por una mayoría pro occidental y una numerosa minoría de cultura rusa. Desde su independencia, la nación ha oscilado entre el acercamiento a la Unión Europea y la vinculación al gigante ruso. En cada una de estas tendencias contradictorias no se manifiestan sólo inclinaciones sociales, sino también los intereses de las oligarquías ucranianas. El punto de ruptura llegó cuando las condiciones propuestas por Bruselas para el acercamiento a la UE chocaron con las perspectivas de Rusia.
Moscú ha invertido miles de millones de euros en Ucrania. La Unión Europea también, y especialmente Alemania y Francia. Una sucesión de revueltas populares, alimentada por Occidente, derrocó al gobierno (democráticamente legítimo) de Yanukovich y puso en su lugar a una coalición pro-occidental. El país se escindió. La inmensa mayoría del oeste está por el acercamiento a la Unión Europea a cualquier precio. El este piensa lo contrario. Crimea se declaró independiente de Ucrania y se acogió a la protección rusa. Las regiones de Donetsk y Lugansk han intentado lo mismo. Las armas empezaron a hablar. Los Estados Unidos vieron el cielo abierto: era posible acosar a Rusia en su misma frontera. Europeos y norteamericanos denunciaron que Rusia estaba interviniendo de tapadillo a través de tropas camufladas como milicias locales. Rusia lo negó -bien que con escasa convicción- y, además, contestó que peor fue lo de Occidente en Kosovo (1999), cuando la OTAN rompió un país (Serbia) contra cualquier Derecho Internacional. En todo caso, el trágico y misterioso derribo del avión malayo -aún no resuelto- terminó de enturbiar el paisaje en Ucrania. Los Estados Unidos han forzado a la Unión Europea a aplicar severas sanciones económicas a Rusia a pesar del alto el fuego declarado en la región. Los nuevos gobernantes ucranianos -que, por cierto, son los que quería Washington, no los que quería Bruselas- han anunciado su intención de entrar en la OTAN. La situación ya es irreversible.
Cuestión de interés
Es muy verosímil que Rusia haya estimulado la resistencia en Crimea y la cuenca del Donetsk. También está demostrado que los Estados Unidos han intrigado sin freno para provocar la caída de Yanukovich, y ello contra los intereses de los europeos (recordemos la conversación entre la secretaria de Estado adjunta para Europa, Victoria Nuland, y el embajador americano en Kiev, Geoffrey Pyatt: "la Unión Europea, que se joda"). Con las grandes potencias pasa como con los millonarios: ninguno ha conseguido su posición regalando flores a los niños pobres. Cada cual persigue su propio interés y eso, con frecuencia, implica pisar el interés ajeno. El Derecho Internacional sirve -y no siempre- para que la sangre no llegue al río. Desde este punto de vista, resulta poco realista preguntarse quién es el héroe y quién el villano en un escenario donde todo el mundo es ambas cosas a la vez. La pregunta verdaderamente importante es cómo se protege nuestro propio interés en medio de la tormenta. En nuestro caso -españoles, europeos-, cabe preguntarse qué ganamos en todo este embrollo. Lo que gana Estados Unidos está claro, pero, ¿nosotros?
Ucrania es sin duda un país admirable, pero las sanciones a Rusia revierten en una serie de vetos rusos al comercio con Europa cuyo coste es muy superior al beneficio que Ucrania pueda aportar. Todo ello sin contar con las consecuencias que puede traer a medio plazo un alejamiento de Rusia y la Unión Europea. El diplomático José Zorrilla recordaba recientemente que una causa determinante de la primera guerra mundial fue la torpeza alemana al provocar que Rusia se echara en brazos de Francia. Todo este embrollo ucraniano está provocando que Rusia se eche en brazos de China. No es lo mismo, ciertamente. Pero puede que sea incluso peor.
De momento, Estados Unidos ha conseguido sus objetivos: en Kiev mandan sus amigos, Ucrania está con un pie en la OTAN, la Unión Europea se aleja de Rusia, pronto veremos cómo Europa tiene que comprar su gas y su petróleo en otros mercados (el norteamericano, muy probablemente) Rusia ha reaccionado firmando un protocolo de colaboración con Irán. El siguiente paso puede ser que Irán entre en el club de los BRICS, lo cual difícilmente puede ser considerado como una buena noticia. La alianza euroamericana ha logrado neutralizar a una Rusia que, como dicen en Bruselas y Washington, "vive en otro mundo". Rusia paga el precio de mantener una estrategia propia, de buscar un mundo multipolar frente al mundo unipolar que propone Washington. Lo dijo Milan Kundera: "La unidad del mundo significa que nadie puede escapar a ninguna parte". ¿O sí?
– El alma ucraniana de Europa (Project Syndicate – 29/9/14)
Berlín.- Este noviembre se celebra el primer aniversario del levantamiento del Euromaidán en Kiev. Grandes segmentos de la población de Ucrania -y, en especial, la gente joven- se levantaron en oposición al rechazo por parte del entonces presidente ucraniano Viktor Yanukóvich a firmar el acuerdo de asociación del país con la Unión Europea (finalizado después de muchos años de negociaciones), en favor de sumarse a una unión aduanera con Rusia. Esto habría implicado un giro hacia el este para Ucrania, en el que el acceso a la Unión Euroasiática del presidente ruso Vladimir Putin habría descartado cualquier posibilidad de alguna vez formar parte de la UE.
En vista de la crisis actual de Ucrania, es importante tener en mente este punto de partida -la primera revolución pro-europea en el siglo XXI, generada por la oposición a la influencia rusa y a la corrupción e ineficiencia post-soviética.
Sucedieron muchas cosas desde entonces: Rusia lanzó una guerra no declarada, ocupando primero y anexando después a Crimea. En el este de Ucrania, el Kremlin siguió adelante con la guerra -que, en términos militares, parece imposible de ganar para las autoridades de Kiev- en la región de Donbas.
El objetivo de Rusia no es ocupar Ucrania militarmente, sino impedir la estabilización política y económica -una estrategia que podría incluir la secesión de facto de partes significativas del este de Ucrania-. Es más, Putin utilizará todas las herramientas a su disposición -inclusive, por supuesto, los suministros de energía- para presionar y extorsionar a Ucrania este invierno.
Los europeos deberían prepararse para lo que se viene. Putin cree que el tiempo está de su lado; está convencido de que él todavía estará en el cargo cuando todos sus pares occidentales -Obama, Cameron, Hollande y Merkel- ya hayan desaparecido hace rato de la escena política.
En términos militares, Ucrania nunca tuvo ni la más remota chance contra el ejército ruso y nunca la tendrá. Pero el destino del país se decidirá no sólo en el campo de batalla, sino también en el terreno económico, legal, administrativo y político. El interrogante fundamental es si Ucrania, bajo la enorme presión de la agresión militar por parte de un vecino mucho más grande y más fuerte, puede volverse exitosamente más europea. Para decirlo sin rodeos: o el país logra emular el giro exitoso de Polonia hacia Europa o una vez más caerá la bajo la influencia de larga data rusa.
Para Europa, el destino de Ucrania es una cuestión estratégica vital, porque su independencia ha sido la piedra angular del orden europeo post-guerra fría y su marco para la paz. La subyugación de Ucrania ante Rusia por medio de la fuerza militar acabaría con ese orden y sus principios subyacentes: la no violencia, la inviolabilidad de las fronteras y la autodeterminación popular, y no las esferas de influencia.
Esto conllevaría enormes consecuencias para la seguridad no sólo de Europa del este, sino también del continente en su totalidad. Una vez más, una Rusia revanchista -más allá de Kaliningrado y los estados bálticos- tendría una larga frontera en común con la UE, y buscaría un papel diferente y considerablemente más firme: el de una gran potencia europea restablecida. Para Europa, éste sería un cambio fundamental para peor. La cooperación sería remplazada por la confrontación, la confianza por la desconfianza y el control de armamentos por el rearme.
Si se puede responsabilizar a la UE y a sus miembros (con excepción de Polonia y los estados bálticos), no es porque negociaron un acuerdo de libre comercio con Ucrania, sino porque ignoraron la importancia de Ucrania para el orden europeo post-guerra fría, lo que quedó reflejado en un apoyo insuficiente a la modernización del país.
Los políticos occidentales deberían haber reconocido que la Revolución Naranja de Ucrania en 2004, motivada por el intento de Yanukóvych de robar la elección presidencial ese año, fue una advertencia y una oportunidad a la vez, porque los mismos objetivos y principios por los que se lucha hoy estaban en juego en aquel momento. Al final, la Revolución Naranja fracasó, porque el nuevo liderazgo no tuvo ni la capacidad ni el incentivo para implementar reformas económicas y domésticas de amplio alcance, en parte debido a la falta de interés de Occidente.
A medida que se acerca el invierno, la revolución del Euromaidán una vez más alcanzó este punto, y el desafío hoy es el mismo que hace una década. ¿Occidente ofrecerá la ayuda generosa y activa que Ucrania necesita para volverse más europea internamente y alejarse de la corrupción y el régimen oligárquico de su economía y sociedad post-soviética?
Ucrania sigue siendo un país potencialmente rico, y hoy está más cerca de Europa -y viceversa- que en cualquier otro momento de su pasado reciente. Si Ucrania lograra romper con sus grilletes post-soviéticos, su pertenencia a la UE sería ineludible. Es más, Occidente finalmente parece entender lo que está en juego en Ucrania, concretamente el futuro del orden europeo y su marco para la paz.
El éxito de la revolución de Euromaidán dependerá, esencialmente, del pueblo ucraniano y de su capacidad para liberarse de las estructuras y fuerzas del pasado, y del respaldo, la generosidad y la resiliencia de Occidente. En el Fausto de Goethe, Mefistófeles se describe a sí mismo como "parte de ese poder que hace el bien aunque siempre sueña con hacer el mal". Al fin y al cabo, lo mismo podría ser válido para Putin.
(Joschka Fischer was German Foreign Minister and Vice Chancellor from 1998-2005, a term marked by Germany's strong support for NATO"s intervention in Kosovo in 1999, followed by its opposition to the war in Iraq. Fischer entered electoral politics after participating in the anti-establishment )
– Adictos a Putin (Project Syndicate – 29/9/14)
Moscú.- Al observar la preocupante trayectoria de Rusia bajo el Presidente Vladimir Putin, muchos observadores extranjeros preguntan cómo puede seguir siendo popular un dirigente que está conduciendo tan claramente a su país hacia el abismo. La respuesta es sencilla: los partidarios de Putin -es decir, una gran mayoría de los rusos- no ven el peligro futuro.
Según el independiente Centro Levada, el porcentaje de aprobación de Putin aumentó del 65 por ciento en enero al 80 por ciento en marzo de este año, inmediatamente después de la anexión de Crimea por Rusia. El porcentaje mayor, el 87 por ciento, se alcanzó a comienzos del pasado mes de agosto, cuando muchos creían que Rusia y Ucrania estaban al borde de una guerra declarada. Aunque después bajó -hasta el 84 por ciento- a comienzos de septiembre, ese descenso queda dentro del margen de error. Dicho de otro modo, no hay base para afirmar que el porcentaje de aprobación de Putin esté disminuyendo.
Desde luego, no se puede atribuir la popularidad, asombrosamente grande, de Putin a una opinión positiva sobre la estructuras del Estado en general. Como la mayoría de los pueblos, los rusos muestran por lo general desdén de la burocracia. Ponen notas bajas a organismos concretos, consideran corruptos a la mayoría de los funcionarios y califican de mediocre, en el mejor de los casos, la actuación del Gobierno respecto de la mayoría de los asuntos.
En cambio, la aprobación de Putin por los rusos radica en que no hay opción substitutiva. Se ha eliminado cuidadosamente hasta la menor competencia en el campo de juego político ruso. En ese marco los porcentajes de aprobación no son instrumentos para comparar la actuación y las perspectivas de los políticos y, por tanto, también para obligarlos a mejorar o arriesgarse a ser expulsados mediante los votos en las próximas elecciones. Son más bien un depósito de las esperanzas y los miedos de la población.
Durante sus dos primeros mandatos, Putin fue un importante venero de esperanza, gracias en gran medida al rápido aumento de los ingresos de los rusos. En 2012, ese crecimiento empezó a menguar y, con ello, la popularidad de Putin. Su porcentaje de aprobación -de entre el 63 y el 65 por ciento- anterior a la anexión de Crimea parecía importante en comparación con los niveles europeos, pero era bajo en comparación con el máximo anterior y peligrosamente cercano a niveles que amenazarían su posición de dirigente. Al fin y al cabo, un régimen autoritario construido en torno a un dirigente carismático requiere algo más que un apoyo público mediano para evitar los disturbios y la violencia.
Para intentar recuperar su popularidad anterior, Putin aplicó aumentos de salarios para los maestros, los médicos y los agentes de policía, proceso que afectó a los presupuestos regionales, pero unos ingresos mayores no se plasmaron en mejoras del nivel de vida del pueblo ni de la calidad de los servicios públicos, por lo que el porcentaje de aprobación de Putin no mejoró e incluso algunos de sus oponentes salieron a las calles a protestar contra su dirección, y, al contrario de lo que esperaba el régimen, los Juegos Olímpicos de Invierno celebrados en Sochi tampoco reavivaron la popularidad de Putin.
Como la economía no daba señales de restablecer las sólidas tasas de crecimiento que habían reforzado la popularidad de Putin en el pasado, para recuperar su apoyo habría sido necesario emprender la ingente tarea de satisfacer las exigencias de los ciudadanos de una mejor educación, unos servicios de salud mejorados y más viviendas asequibles. Para Putin, el momento en que se produjo la erupción política en Ucrania -en la que los manifestantes acabaron obligando al Presidente apoyado por el Kremlin, Viktor Yanukovych, a huir del país- no podía haber sido más amenazador.
La máxima prioridad en Moscú pasó a ser la de disipar las impresiones de que Putin era un "perdedor" en Ucrania. La estrategia resultante, comenzando por la anexión de Crimea, aportó resultados casi inmediatamente. El público ruso aceptó la "situación de emergencia" y el porcentaje de aprobación de Putin se disparó hasta el 80 por ciento.
Según el sociólogo Boris Dubin, en un marco político tan cargado los actos simbólicos son más convincentes que las consideraciones económicas, pongamos por caso. De hecho, las quejas por el estancamiento de los ingresos y los deficientes servicios públicos cedieron el paso a exhibiciones de un apoyo abrumador al Gobierno y los ciudadanos declararon su disposición a cargar con los costos de la confrontación con Occidente.
¿Por qué aceptó el público ruso la confrontación tan fácilmente? Desde luego, una retórica oficial profundamente divisoria y la evocación de imágenes de guerra por los medios de comunicación de propiedad estatal desempeñaron un papel al respecto, pero intervino otro factor menos evidente: la carencia de deuda de Rusia. Resulta fácil dejarse llevar cuando nada hay que te retenga.
Según los servicios profesionales de la empresa Deloitte, la deuda hipotecaria en Rusia es veinte veces inferior, por término medio, a la de la Unión Europea y, según el Instituto Nacional de Estudios Financieros, sólo el dos por ciento de los rusos están dispuestos a hipotecarse, en vista, en gran medida, de la incertidumbre que padece el mercado.
Para las sociedades occidentales, abrumadas por créditos, contratos y otras obligaciones, el conflicto resulta extremadamente costoso, por lo que tienen tendencia a resistirse al respecto e incluso a volverse contra los dirigentes que lo propongan. En cambio, los rusos de a pie están dispuestos a poner sus esperanzas en una sola figura carismática, no sólo porque tienen menos opciones substitutivas prometedoras, sino también porque afrontan menos restricciones para hacerlo. En ese sentido, los rusos han llegado a depender de su fe en Putin tanto como éste depende de su apoyo.
En lugar de hacer de venero de estabilidad, como en el pasado, esa dependencia mutua está abocando a Rusia al aislamiento político y económico, con graves consecuencias para los medios de vida de los rusos de a pie. Tarde o temprano, el porcentaje de aprobación de Putin se desplomará. El imperativo que afrontan los rusos es el de velar por que, cuando así sea, hayan vencido su destructiva dependencia de la fe en él. (También los observadores extranjeros deberían abandonar el hábito de centrar toda su atención en la persona que ocupa la cumbre.)
Entretanto, nadie puede predecir los extremos hasta los que Putin llegará para apuntalar su presidencia.
(Maxim Trudolyubov, an editor at the independent Russian newspaper Vedomosti, is a fellow at the Woodrow Wilson International Center for Scholars)
– La autocomplacencia racional de los mercados (Project Syndicate – 30/9/14)
Nueva York.- Una paradoja cada vez más obvia ha hecho su aparición este año en los mercados financieros mundiales. Si bien los riesgos geopolíticos -el conflicto entre Rusia y Ucrania, el surgimiento del Estado Islámico y la creciente agitación en todo Oriente Medio, las disputas territoriales de China con sus vecinos, y ahora las protestas masivas en Hong Kong y el riesgo de una ofensiva- se han multiplicado, los mercados han mantenido un perfil alcista, cuando no decididamente burbujeante.
De hecho, los precios del petróleo han estado cayendo en vez de subir. Los mercados mundiales de acciones, en general, han alcanzado nuevos máximos. Y los mercados de crédito muestran bajos diferenciales, mientras que el rendimiento de los bonos a largo plazo ha caído en la mayoría de las economías avanzadas.
Es cierto, los mercados financieros en las economías con problemas -por ejemplo, los mercados rusos monetario, de acciones y de bonos- se han visto negativamente afectados, pero el contagio más generalizado que suelen engendrar las tensiones geopolíticas hacia los mercados financieros mundiales no se han materializado.
¿A qué se debe la indiferencia? ¿Son los inversores excesivamente autocomplacientes?, ¿o es racional su aparente falta de preocupación, dado que el actual impacto económico y financiero de los riesgos políticos del momento -al menos, hasta ahora- ha sido modesto?
Los mercados mundiales no han reaccionado por varios motivos. Para empezar, los bancos centrales en las economías avanzadas (Estados Unidos, la zona del euro, el Reino Unido y Japón) mantienen tasas de referencia cercanas a cero y se han mantenido bajas las tasas de interés de largo plazo. Esto está impulsando los precios de otros activos riesgosos, como las acciones y el crédito.
En segundo lugar, los mercados han asumido que el alcance del conflicto entre Rusia y Ucrania seguirá siendo limitado y no crecerá hasta llegar a una guerra a escala completa. Por lo tanto, si bien las sanciones y contrasanciones entre Occidente y Rusia han aumentado, no están causando daños económicos y financieros significativos a la Unión Europea ni a EEUU. Más importante aún es que Rusia no ha cortado la provisión de gas natural a Europa Occidental, lo que significaría un duro golpe para las economías de la UE que dependen de ese combustible.
En tercer lugar, la agitación en Oriente Medio no ha disparado un shock masivo en el suministro ni los precios del petróleo, como los que tuvieron lugar en 1973, 1979 y 1990. Por el contrario, existe capacidad excedente en los mercados mundiales de petróleo. Irak puede estar en problemas, pero aproximadamente el 90 % de su petróleo se produce en el sur, cerca de Basora, que está completamente bajo control chiita, o en el norte, bajo el control de los kurdos. Solo el 10 % se produce cerca de Mosul, ahora bajo control del estado islámico.
Finalmente, el único conflicto en Oriente Medio que podría llevar a que los precios del petróleo se disparen -una guerra entre Israel e Irán- es un riesgo que, por el momento, está contenido por las negociaciones internacionales en curso con Irán para limitar su programa nuclear.
Parece entonces que hay buenos motivos por los cuales los mercados han reaccionado hasta el momento benignamente ante los riesgos geopolíticos actuales. ¿Qué podría cambiar eso?
Varios escenarios vienen a la mente. En primer lugar, la agitación en Oriente Medio podría afectar los mercados mundiales si ocurriesen uno o más ataques terroristas en Europa o EEUU (algo posible, dado que se ha informado que varios cientos de yihadistas del estado islámico cuentan con pasaportes europeos o estadounidenses). Los mercados tienden a ignorar los riesgos de eventos cuya probabilidad es difícil de evaluar, pero cuyo impacto es importante sobre la confianza cuando ocurren. Por lo tanto, un ataque terrorista sorpresivo podría poner nerviosos a los mercados globales.
En segundo lugar, los mercados podrían estar evaluando incorrectamente que los conflictos como el de Rusia y Ucrania, o la guerra civil en Siria, no aumentarán ni se propagarán. La política exterior del presidente ruso Vladimir Putin puede volverse más agresiva en respuesta a los desafíos internos a su poder, mientras Jordania, el Líbano y Turquía están siendo desestabilizados por el colapso sirio en curso.
En tercer lugar, es más probable que las tensiones geopolíticas y políticas disparen un contagio global cuando un factor sistémico que incide sobre la economía mundial entra en juego. Por ejemplo, la mini tormenta perfecta que enturbió los mercados emergentes a principios de este año -e incluso se extendió por un tiempo a las economías avanzadas- ocurrió cuando las turbulencias políticas en unos pocos países (Turquía, Tailandia y Argentina) se cruzaron con las malas noticias sobre el crecimiento chino. China, con su importancia sistémica, fue la chispa que encendió el polvorín de la incertidumbre regional y local.
Hoy (o pronto), la situación en Hong Kong junto con las noticias de un mayor debilitamiento de la economía china, podrían disparar serios problemas financieros en el mundo. O la Reserva Federal de EEUU podría iniciar el contagio financiero al abandonar las tasas nulas antes y a mayor velocidad de lo esperado por los mercados. O la zona del euro podría recaer en la recesión y la crisis, y revivir el riesgo de redenominación en caso de que la unión monetaria se disuelva. La interacción de cualquiera de estos factores mundiales con diversas fuentes regionales y locales de tensión geopolítica podría resultar peligrosamente combustible.
Por lo tanto, si bien podría decirse que los mercados mundiales se han mostrado racionalmente autocomplacientes, no se puede descartar el contagio financiero. Hace un siglo, los mercados financieros incorporaron en los precios una probabilidad extremadamente baja para un gran conflicto, ignorando tranquilamente los riesgos que llevaron a la Primera Guerra Mundial hasta finales del verano de 1914. En ese entonces, los mercados no se destacaban por su capacidad para incorporar adecuadamente los riesgos de baja probabilidad y alto impacto a los precios. Tampoco lo hacen ahora.
(Nouriel Roubini, a professor at NYU"s Stern School of Business and Chairman of Roubini Global Economics, was Senior Economist for International Affairs in the White House's Council of Economic Advisers during the Clinton Administration. He has worked for the International Monetary Fund )
– El voto de Ucrania, el destino de Rusia (Project Syndicate – 21/10/14)
Estocolmo.- Cuando los votantes de Ucrania acudan a las urnas el próximo 26 de octubre, no sólo estará en juego el destino de su país, sino también el futuro de una parte importante de Europa. Dicho sencillamente: el futuro de Ucrania decidirá el de Rusia y éste tendrá repercusiones importantes en el de Europa.
Cuando la Unión Soviética se desplomó hace más de dos decenios y Ucrania optó por la independencia, muchos esperaban que a este país le fuera mejor que a Rusia en los años siguientes, pero no fue así.
Durante el primer decenio del nuevo siglo, Rusia se benefició del efecto combinado de una vieja industria de hidrocarburos que la privatización en el decenio de 1990 había vuelto más eficiente y unos precios elevados del petróleo. La inversión de la codiciada diversificación y la reducción de la "modernización" a poca cosa más que una consigna no causó preocupación de forma inmediata.
En cambio, Ucrania llegó a ser el peor gestionado de todos los Estados postsoviéticos, pues el enchufismo y la corrupción fueron obstáculos para la capacidad productiva e hicieron que el país quedara cada vez más rezagado respecto de los demás países poscomunistas en transición. La comparación con Polonia es la más notable: en el momento de la independencia, los dos países tenían más o menos el mismo PIB por habitante; hoy, el de Polonia es más de tres veces mayor.
La "revolución anaranjada" de 2004 fue un fracaso para la mayoría de los ucranianos. No se produjo la anhelada ruptura con el pasado, pues las luchas políticas intestinas entre los nuevos dirigentes del país bloquearon la aplicación de todo programa serio de reforma.
Pero el de 2004 fue también un duro fracaso para el Presidente de Rusia, Vladimir Putin, que intentó conseguir que su candidato presidencial, Viktor Yanukóvich, llegara al poder en Kiev apoyando una manipulación de los votos en gran escala. El fracaso fue un duro golpe para el Kremlin, que ni lo perdonó ni lo olvidó.
Después, en 2010, el fracaso de la "revolución anaranjada" llevó a Yanukóvich al poder en unas elecciones libres y justas y en 2012 Putin se seleccionó a sí mismo para un tercer mandato presidencial en Rusia. La creación de una nueva Unión Euroasiática era un componente principal de su programa electoral.
Entretanto, Ucrania había estado desde 2007 celebrando negociaciones con la Unión Europea sobre un acuerdo de asociación y libre comercio, que concluyeron a comienzos de 2012. Pese a ser totalmente compatible con el acuerdo de libre comercio concertado entre Ucrania y Rusia, el pacto con la UE propuesto no era, desde luego, compatible con el proyecto euroasiático de Putin.
Hace un poco más de un año, el Kremlin inició su ofensiva para alejar a Ucrania de un acuerdo con la UE que contaba incluso con el apoyo de Yanukóvich y su Partido de las Regiones. El resto -la renuncia de Yanukóvich al acuerdo con la UE, el levantamiento popular, como reacción, que lo derrocó, dos invasiones por parte de Rusia y miles de personas muertas en Donbas, la región más oriental del país- es ya Historia.
El Kremlin anhela algo más que la anexión de Crimea y el control de la región industrial en declive de Donbas; su objetivo es el de impedir que Ucrania se oriente hacia el Oeste, obligarla a volverse hacia el Este y eliminar todo riesgo de más revoluciones como la que derribó a Yanukóvich dentro de la órbita amplia de Rusia.
Las sanciones occidentales contra Rusia han subrayado sin lugar a dudas la seriedad con que la UE y los Estados Unidos se toman los intentos de Putin de desafiar y socavar los principios fundamentales de la seguridad europea y del derecho internacional, pero incluso una Rusia debilitada seguirá siendo una potencia fuerte en su zona inmediata. A fin de cuentas, sólo la fuerza y la determinación de Ucrania pueden bloquear las ambiciones revisionistas de Rusia.
Pero la de fortalecer a una Ucrania plagada de corrupción y enchufismo -y con la pesada carga de la agresión y la desestabilización por parte de Rusia- no es una tarea fácil. La elección del próximo domingo debe dar paso a un gobierno de verdad decidido a aportar una reforma radical al país.
Semejante gobierno debe poder contar con un apoyo fuerte y decidido de la comunidad internacional más amplia. Para que se puedan aplicar las reformas necesarias, es imprescindible un plan urgente del Fondo Monetario Internacional revisado y reforzado. Se debe modificar radicalmente la irracional política energética del país, basada en unos subsidios, inmensamente despilfarradores, para los consumidores, y utilizar el acuerdo con la UE para hacer avanzar el proceso de reforma.
Si ese programa da resultado, el intento revisionista del Kremlin quedará bloqueado; cuando así quede patente, podría darse incluso la posibilidad de una nueva ola de reformas, urgentemente necesaria, en la propia Rusia, pero, si éstas fracasan, no cabe la menor duda de que el Kremlin seguirá con sus políticas hasta que consiga sus objetivos en Kiev. Putin no tiene prisa, pero sabe muy bien lo que quiere.
Después Rusia, lanzada a una continua confrontación con Occidente, podría adoptar una mentalidad de asediada, con el riesgo de que el Kremlin compensara el fracaso económico con un comportamiento aún más revisionista. Cualquiera que esté familiarizado con las poses agresivamente nacionalistas de los actuales medios de comunicación controlados por el Kremlin conocerá ese peligro.
En esas circunstancias es en las que podría surgir el verdadero peligro para Europa. Las ambiciones de semejante Rusia no se detendrán en el río Dnieper. Cuando el Kremlin intente contrarrestar la debilidad interior con manifestaciones de fuerza exterior, el revisionismo podría convertirse en revanchismo declarado.
En ese momento, podría ser demasiado tarde para detener un deslizamiento hacia una confrontación mayor. Ésa es la razón por la que ahora, tras decenios de fracaso, es necesario el surgimiento de una Ucrania fuerte y democrática. Las elecciones del próximo domingo son decisivas para Ucrania, pero también representan la clave para alentar la transformación de Rusia en un verdadero miembro de la familia democrática europea.
(Carl Bildt was Sweden"s foreign minister from 2006 to October 2014, and was Prime Minister from 1991 to 1994, when he negotiated Sweden"s EU accession. A renowned international diplomat, he served as EU Special Envoy to the Former Yugoslavia, High Representative for Bosnia and )
– De la Guerra Fría al trato frío (Project Syndicate – 24/10/14)
Tiflis.- La crisis de Ucrania desbarató los supuestos fundamentales de Occidente respecto de Rusia, y muchos analistas y políticos optaron por creer que el presidente ruso Vladímir Putin actúa irracionalmente. Pero lo que hay que cuestionar son los supuestos occidentales. En particular, ¿por qué Rusia se lanzó tan decididamente a perturbar el orden internacional, primero en Georgia en 2008 y ahora en Ucrania?
A primera vista, ambas campañas parecen conflictos territoriales postimperiales. Según esta imagen, como Rusia sabe que no puede recuperar el antiguo imperio, optó en cambio por arrebatar a sus vecinos porciones de territorio, con un nebuloso concepto de justicia étnica e histórica como justificación. Y lo mismo que el ex presidente serbio Slobodan Miloevic, Putin disfraza de salvación nacional la agresión externa, a fin de reforzar su popularidad interna y marginalizar a sus opositores.
El método de Putin se parece mucho a las ideas que expuso el premio Nobel ruso Aleksandr Solzhenitsyn en su ensayo de 1990 "Cómo reorganizar Rusia". En relación con los antiguos estados satélites de la Unión Soviética, el autor sugiere permitir la separación de esos "pueblos ingratos", pero conservando territorios a los que Rusia tuviera derecho, como el este y sur de Ucrania, el norte de Kazajistán y el este de Estonia, con sus poblaciones étnicas rusas, y las regiones georgianas de Abjasia y Osetia del Sur, extensiones culturales del Cáucaso septentrional ruso.
Pero sería un error pintar a Putin como otro nacionalista romántico descontrolado. Putin eligió Georgia y Ucrania no para restaurar el compromiso emocional de los rusos con Osetia del Sur o Crimea, sino para castigar a aquellos países por sus relaciones peligrosas con Occidente, en particular, la ambición georgiana de unirse a la OTAN y el deseo ucraniano de firmar un acuerdo de asociación con la Unión Europea. De hecho, la reacción de Rusia es coherente con su discurso recurrente, que dice que la están expulsando de su propio vecindario y que está rodeada por potencias occidentales hostiles.
Los vanos intentos de los políticos occidentales de convencer a Putin de que la expansión de la OTAN y la UE hacia el este beneficiaría a Rusia al crear una zona de paz y prosperidad en sus fronteras fueron ingenuos e insultantes. No serán los estadounidenses o los europeos, por muy razonables que parezcan, quienes digan a Rusia lo que le conviene.
Desde el punto de vista del régimen ruso, decir que el objetivo de la expansión de la UE y la OTAN es la difusión de valores, instituciones responsables y buena gobernanza (y no la competencia militar o económica) es pasarse de hipócrita.
Precisamente la difusión de valores e instituciones occidentales es lo que más teme Putin. Sostener la democracia en las fronteras de Rusia puede tener un peligroso efecto "ejemplificador", al alentar demandas similares en la población rusa. De hecho, Putin cree que los levantamientos democráticos de la última década en Georgia y Ucrania fueron conspiraciones occidentales contra Rusia. Podrá sonar paranoico, pero sus temores son racionales: la presencia de democracias al estilo europeo en las fronteras de Rusia le haría mucho más difícil mantener su autoritarismo dentro del país.
Pero el desaire implícito en el intento de expansión de la UE y la OTAN va mucho más allá. La derrota de Rusia en la Guerra Fría y la pérdida de su imperio convirtieron a la ex superpotencia global en un actor regional de segunda categoría en apenas un par de años, a los que siguió una década de conmoción económica y decadencia. Este colapso geopolítico se debió en parte a los intentos de persuadir a los rusos (por no hablar de sus "naciones cautivas" en Europa Central y del este) de que la democracia al estilo occidental y el libre mercado eran mejores, lo cual implicaba, además, la superioridad moral de Occidente, noción difícil de tragar para el país de Pushkin y Dostoyevski.
Con esta mentalidad, Putin y sus partidarios dentro y fuera del país ven la democracia y el libre mercado no como la ruta a la paz y la prosperidad, sino como parte de una inicua conspiración cuyo objetivo es destruir a Rusia. Para colmo, el experimento democrático del país en los noventa trae a muchos rusos solamente recuerdos de miseria y humillación.
Los líderes occidentales se engañan si creen que podrán cambiar esa mentalidad con promesas y razones, o con muestras de respeto simbólicas. Pero tampoco pueden hacer la vista gorda a las agresiones rusas, como cuando Rusia atacó Georgia en 2008 y Occidente desestimó el conflicto como un choque entre dos líderes temperamentales.
En síntesis, aunque para Occidente es perfectamente racional querer a Rusia como socio, Moscú ve a Estados Unidos y la Unión Europea como enemigos. No hay modo de hacer a Putin una propuesta de colaboración con Occidente que pueda aceptar: los países occidentales tendrían que echar por la borda sus valores fundamentales o Rusia tendría que cambiar.
La historia sugiere que Rusia solamente cambia cuando experimenta una inequívoca derrota geopolítica. La de la guerra de Crimea (1853-1856) condujo a la abolición de la servidumbre y a otras reformas liberales. La derrota a manos de Japón en 1905 produjo el primer parlamento ruso y las reformas de Piotr Stolypin. El desastre de Afganistán en los ochenta creó el entorno conducente a la perestroika de Mijaíl Gorbachov.
En última instancia, serán los propios rusos quienes decidan qué constituye una derrota. Si Putin se las arregla para hacer pasar por éxito su ataque a Ucrania, Rusia seguirá con sus imposturas y bravuconadas internacionales. Pero un país muy diferente podría nacer si los rusos llegan a ver Ucrania como una aventura irresponsable.
(Ghia Nodia is President of the Caucasus Institute for Peace, Democracy, and Development in Tbilisi, Georgia)
– La era del desorden (Project Syndicate – 27/10/14)
Nueva York.- No es fácil reconocer las eras históricas antes de que terminen. El Renacimiento sólo llegó a ser el Renacimiento en retrospectiva; lo mismo puede decirse de la Edad Oscura que lo precedió, y de muchas otras eras. La razón es simple: ante cualquier acontecimiento, sea prometedor o preocupante, es imposible saber si es un hecho aislado o señal del inicio de una tendencia duradera.
Sin embargo, me atrevo a asegurar que estamos presenciando el fin de una era en la historia mundial y el comienzo de otra. Ya pasaron veinticinco años desde la caída del Muro de Berlín, que puso fin a cuarenta años de Guerra Fría. Siguió una era de predominio estadounidense, mayor prosperidad para muchos, aparición de numerosas sociedades y sistemas políticos relativamente abiertos, y difusión de la paz, incluido un importante grado de cooperación entre las principales potencias. Pero esa era terminó, y su fin preanuncia el inicio de una época mucho menos ordenada y pacífica.
Medio Oriente está en los albores de una Guerra de los Treinta Años moderna, donde las lealtades políticas y religiosas serán motor de conflictos prolongados, y a veces feroces, dentro y a través de las fronteras nacionales. Rusia, con su accionar en Ucrania y otros sitios, desafió lo que venía siendo un orden europeo mayormente estable y basado en el principio jurídico de no aceptar la toma de territorios por la fuerza militar.
Aunque la mayor parte de Asia está en paz, es una paz precaria que puede deshacerse de un momento a otro, por la gran cantidad de conflictos territoriales no resueltos, el nacionalismo creciente y la escasez de ordenamientos diplomáticos (bilaterales o regionales) capaces de prevenir o moderar enfrentamientos. Entretanto, los esfuerzos internacionales por frenar el cambio climático, promover el comercio internacional, fijar reglas nuevas para la edad digital y prevenir o contener brotes de enfermedades infecciosas han sido inadecuados.
Todo esto se debe en parte a cambios fundamentales en el mundo, entre ellos la extensión del poder a una cantidad creciente de actores estatales y no estatales (desde milicias y organizaciones terroristas hasta corporaciones y ONG). Ya en mejores circunstancias sería difícil controlar las emisiones de gases de efecto invernadero y los flujos globales de drogas, armas, terroristas y patógenos; mucho más cuando falta consenso respecto de lo que hay que hacer, y cuando habiendo consenso, falta voluntad de hacerlo.
Otras razones del creciente desorden global surgen de Estados Unidos. La Guerra de Irak, en 2003, exacerbó las tensiones entre sunnitas y shiítas, y eliminó una barrera crucial contra las ambiciones iraníes. Más cerca en el tiempo, Estados Unidos pidió un cambio de régimen en Siria, pero luego no ayudó a producirlo, incluso después de que las fuerzas del gobierno, desoyendo advertencias estadounidenses, usaron más de una vez armas químicas; el resultado fue un vacío regional que llenó el Estado Islámico. Y aunque formuló una nueva política de mayor presencia en Asia (el denominado "giro estratégico"), Estados Unidos hizo poco por concretarla.
Estos y otros hechos extendieron las dudas sobre la credibilidad y confiabilidad de Estados Unidos, lo que llevó a cada vez más actores estatales y no estatales a actuar en forma independiente.
La creciente inestabilidad global también tiene razones locales. En Medio Oriente sobra intolerancia y faltan acuerdos sobre las fronteras entre gobierno y sociedad, o el papel de la religión. Entretanto, los países de la región y sus vecinos poco hacen por impedir el ascenso del extremismo o confrontarlo allí donde aparezca.
La Rusia de Vladímir Putin parece decidida a usar la intimidación y la fuerza para recuperar partes del antiguo imperio. Europa tiene cada vez menos medios y menos voluntad para cumplir un papel internacional significativo. En Asia, demasiados gobiernos toleran y alientan el nacionalismo, en vez de preparar a sus poblaciones para el logro de acuerdos negociados, difíciles pero necesarios, con sus vecinos.
Esto no quiere decir que vayamos rumbo a una nueva Edad Oscura. La interdependencia pone un freno a lo que los gobiernos pueden hacer sin dañarse a sí mismos. La economía mundial logró cierta recuperación respecto del abismo en que estaba sumida hace seis años. Hay estabilidad en Europa, lo mismo que en América Latina y una parte cada vez mayor de África.
Además, podemos resistir y frenar el nuevo desorden. Las negociaciones internacionales pueden alejar la posibilidad de que Irán desarrolle armas nucleares, lo suficiente para que sus vecinos no sientan necesidad de atacarlo o desarrollar esas armas para sí. Pueden tomarse medidas para debilitar militarmente al Estado Islámico, reducir su acceso a dinero y nuevos combatientes, y proteger algunos de sus posibles blancos. Las sanciones y la caída del precio del petróleo pueden convencer a Rusia de retroceder en Ucrania. Los gobiernos asiáticos todavía pueden optar por forjar acuerdos regionales que refuercen la paz.
Pero es probable que todo esto se vea constreñido por la política interna de los países, la ausencia de consenso internacional y la pérdida gradual de influencia de Estados Unidos, al que ningún país puede reemplazar y al que pocos están dispuestos a ayudar a promover el orden. El resultado será, en comparación con el período posterior a la Guerra Fría, un mundo menos pacífico, menos próspero y menos capaz de resolver los desafíos que enfrente.
(Richard N. Haass, President of the Council on Foreign Relations, previously served as Director of Policy Planning for the US State Department (2001-2003), and was President George W. Bush"s special envoy to Northern Ireland and Coordinator for the Future of Afghanistan )
– Gobernando un mundo sin orden (Project Syndicate – 31/10/14)
Washington, DC.- ¿Podemos desarrollar un orden internacional que mantenga la paz y les permita a los países jugar según sus propias reglas? Ese es el interrogante que Henry Kissinger plantea en su nuevo libro World Order. Desafortunadamente, es la pregunta equivocada.
Según la definición de Kissinger, "orden mundial" es un concepto de meros acuerdos internacionales "pensado para aplicarse a todo el mundo". Antes de la llegada de la Unión Europea, por ejemplo, Europa concebía al orden mundial como un equilibrio de las grandes potencias, en el que podían convivir múltiples religiones y formas de gobierno.
Como civilización y religión, el Islam concibe el orden mundial óptimo de manera muy diferente -como un califato, en el que la fe y el gobierno están entrelazados y la paz prevalece a través de Dar al-Islam, o la casa del Islam-. Esa, por cierto, no es la creencia de todos los musulmanes o de los gobiernos de estados mayoritariamente musulmanes, pero el radicalismo abrazado por grupos como el Estado Islámico intenta diseminar no sólo códigos de conducta sino toda una visión del mundo.
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