radiante y futuro, jamás visto, jamás oído,
jamás tocado, habitado por fantasmas que
apenas tenemos tiempo de engendrar.
Estoy enamorado de una mujer,
bellísima y neurótica como la Historia,
y me hundo en sus carnes espaciosas para
que la aurora
que estamos construyendo
no ilumine un planeta solitario
y melancólico.
3
Creo que el mundo puede y debe ser
cambiado
piedra a piedra y hombre a hombre,
y con esa fe me acuesto y me levanto.
Mi corazón es un bosque de furias y
benevolencias.
En mi cabeza, las derrotas, los triunfos y las
utopías
han abierto océanos, han levantado
barricadas, han hecho muertos
y resucitado muertos, han dictado reglas de
belleza y de moral,
han fomentado el desaliento y proclamado
políticas salvadoras,
han intentado islas y culturas y mártires
victoriosos;
en mi cabeza, la libertad ha coronado ídolos
intolerantes
a cuyos pies en llamas han quemado dogmas
e idolatrías.
Me refugio en mi cabeza, todo yo metido en
mi cabeza,
que es un balón de fútbol pateado por
pavorosas
risas, por pavorosas palabras,
por pavorosos silencios.
Invito a todos los hombres de la libertad y
del trabajo
a patear este balón,
a dar en el blanco con esta pelota silbante.
ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
(La Habana, 1930)
Obra poética: Elegía como un himno (1950, 1999); Patrias (1952); Alabanzas, conversaciones (1951- 1955) (1955); Aquellas poesías (1958); Vuelta de la antigua esperanza (1959); En su lugar, la poesía (1959, 1961); Con las mismas manos 1949- 1962 ( 1962); Historia antigua (1964, 1971); Poesía reunida (1948-1965) (1966); Que veremos arder (1970); Cuaderno paralelo (1973); Mi hija mayor va a Buenos Aires (1993); Cuando un poeta muere (1994); Una salva de porvenir (1995); Aquí (1995, 1996, 2000); Recuerdo a (1998); La poesía, reino autónomo (2000); Concierto para la mano izquierda (2001); En la España de la eñe (2001); Décimas por un tomeguín (2001).
FELICES LOS NORMALES
Felices los normales, esos seres extraños.
Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho,
un hijo delincuente,
una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida,
los que no han sido calcinados por un amor
devorante,
Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa
y un poco más.
Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,
los satisfechos, los gordos, los lindos,
los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí,
los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura,
los flautistas acompañados por ratones,
los vendedores y sus compradores,
los caballeros ligeramente sobrehumanos,
los hombres vestidos de truenos y las mujeres de relámpagos,
los delicados, los sensatos, los finos,
los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles.
Felices las aves, el estiércol, las piedras.
Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños,
las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan
y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos
que sus padres y más delincuentes que sus hijos
y más devorados por amores calcinantes.
Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.
¿Y FERNANDEZ?
A los otros Karamasof
Ahora entra aquí él, para mi propia sorpresa.
Yo fui su hijo preferido, y estoy seguro de que mis hermanos.
Que saben que fue así, no tomarán a mal que yo lo afirme.
De todas maneras, su preferencia fue por lo menos equitativa.
A Manolo, de niño, le dijo, señalándome a mí
(me parece ver la mesa del café. Los Castellanos
Donde estábamos sentados, y las sillas de madera oscura,
Y el bar al fondo, con el gran espejo, y el botellerío.
Como ahora. Sólo encuentro de tiempo en tiempo en películas
viejas):
«Tu hermano saca las mejores notas, peor el más inteligente
eres tú.»
Después, tiempo después, le dijo, siempre señalándome a mí:
«Tu hermano escribe las poesías, pero tú eres el poeta.»
En ambos casos tenía razón, desde luego,
Pero qué manera tan rara de preferir.
No lo mató el hígado (había bebido tanto: pero fue su hermano
Pedro quien enfermó del hígado),
Sino el pulmón, donde el cáncer le creció dicen que por haber
fumado sin reposo.
Y la verdad es que apenas puedo recordarlo sin un cigarro en los
dedos que se le volvieron amarillentos,
Los largos dedos en la mano que ahora es la mía.
Incluso en el hospital, moribundo, robaba que le encendieran u
cigarro.
Sólo un momento. Sólo por un momento.
Y se lo encendíamos. Ya daba igual.
Su principal amante tenía nombre de heroína shakesperiana,
Aquel nombre que no se podía pronunciar en mi casa.
Pero ahí terminaba (según creo) el parentesco con el Bardo.
En cualquier caso, su verdadera mujer (no su esposa, ni desde
luego su señora)
Fue mi madre. Cuando ella salió de la anestesia, después de la
operación de la que moriría,
No era él, sino yo quien estaba a su lado.
Pero ella, apenas abrió los ojos, preguntó con la lengua pastosa: «Y
Fernández?»
Ya no recuerdo qué le dije. Fui al teléfono más próximo y lo
llamé.
El, que había tenido valor para todo, no lo tuvo para separarse
de ella ni para esperar a que se terminara aquella
operación.
Estaba en la casa, solo, seguramente dando esos largos paseos
de una punta a otra
Que yo me conozco bien, porque yo los doy; seguramente
Buscando
Con mano temblorosa algo de beber, registrando
A ver si daba con la pequeña pistola de cachas de nácar que
mamá le escondió, y de todas maneras
Nunca la hubiera usado para eso.
Le dije que mamá había salido bien, que había preguntado por
él, que viniera.
Llegó azorado rápido y despacio. Todavía era mi padre, pero al
mismo tiempo
Ya se había ido convirtiendo en mi hijo.
mamá murió poco después, la valiente heroína.
Y él comenzó a morirse como el personaje shakesperiano que sí
fue.
Como un raro, un viejo, un conmovedor Romeo de provincia
(Pero también Romeo fue un provinciano).
Pero aquel trueno, toda la vida perdió sentido. Su novia
De la casa de huéspedes ya no existía, aquella trigueñita
A la que asustaba caminando por el alero cuando el ciclón del 26;
La muchacha con la que pasó la luna de miel en un hotelito de
Belascoaín,
Y ella tembló y lo besó y le dio hijos
Sin perder el pudor del primer día;
Con la que se les murió el mayor de ellos, «el niño» para siempre,
Cuando la huelga de médicos del 34;
La que estudió con él las oposiciones, y cuyo cabello negrísimo
se cubrió de canas,
Pero no el corazón, que se encendía contra las injusticias,
Contra Machado, contra Batista; la que saludó la Revolución
Con ojos encendidos y puros, y bajó a la tierra
Envuelta en la bandera cubana de su escuelita del Cerro, la
escuelita pública de hembras
Pareja a la de varones en la que su hermano Alfonso era
condiscípulo de Rubén Martínez Villena;
La que no fumaba ni bebía ni era glamorosa ni parecía una estrella
de cine,
Porque era una estrella de verdad;
La que, mientras lavaba en el lavadero de piedra,
Hacía una enorme espuma, y poemas y canciones que improvisaba
Llenando a sus hijos de una arar mezcla de admiración y de
orgullo, y también de vergüenza,
Porque las demás mamás que ellos conocían no eran así
(Ellos ignoraban aún que toda madre es como ni ninguna, que toda
madre,
Según dijo Martí, debiera llamarse Maravilla).
Y aquel trueno empezó a apagarse como una vela.
Se quedaba sentado en la sala de la casa que se había vuelto
enorme.
Las jaulas de pájaros estaban vacías. Las matas del patio se
fueron secando.
Los periódicos y las revistas se amontonaban. Los libros se quedaban
sin leer.
A veces hablaba con nosotros, sus hijos,
Y nos contaba algo de sus modestas aventuras,
Como si no fuéramos sus hijos, sino esos amigotes suyos
Que ya no existían, y con quienes se reunía a beber, a conspirar,
a recitar,
En cafés y bares que ya no existían tampoco.
En vísperas de su muerte, leí al fin El Conde de Montecristo,
junto al mar.
Y pensaba que lo leía con los ojos de él,
En el comedor del sombrío colegio de curas
Donde consumió su infancia de huérfano, sin más alegría
Que leer libros como ése, que tanto me comentó.
Así quiso ser él fuera del cautiverio: justiciero (más que vengativo)
y gallardo.
Con algunas riquezas (que no tuvo, porque fue honrado como un
rayo de sol,
E incluso se hizo famoso porque renunció una vez a un cargo
cuando supo que había que robar en él).
Con algunos amores (que sí tuvo, afortunadamente, aunque no
siempre le resultara bien al fin),
Rebelde, pintoresco y retórico como el conde, o quizás mejor
Como un mosquetero. No sé. Vivió la literatura, como vivió las
ideas, las palabras,
Con una autenticidad que sobrecoge.
Y fue valiente, muy valiente, frente a policías y ladrones,
Frente a hipócritas y falsarios y asesinos.
Casi en las últimas horas, me pidió que le secase el sudor de
la cara.
Tomé la toalla y lo hice, pero entonces vi
Que le estaba secando las lágrimas. El no dijo nada.
Tenía un dolor insoportable y se estaba muriendo. Pero el conde
Sólo me pidió, gallardo mosquetero de ochenta o noventa libras,
Que por favor le secase el sudor de la cara.
HEBERTO PADILLA
(Pinar del Río, 1932)
Obra poética: Las rosas audaces (1948); El justo tiempo humano (1962);La hora (1965); Fuera del juego (1968); Provocaciones (1973); El hombre junto al mar (1981), A Fountain, A House Of Stone (1991).
DONES
I
No te fue dado el tiempo del amor
ni el tiempo de la calma. No pudiste leer
el claro libro de que te hablaron tus abuelos.
Un viento de furia te meció desde niño,
un aire de primavera destrozada.
¿Qué viste cuando tus ojos buscaron el pabellón
despejado? ¿Quiénes te recibieron
cuando esperabas la alegría?
¿Qué mano tempestuosa te asió cuando extendiste
el cuerpo hacia la vida?
No te fue dado el tiempo de la gracia.
No se abrieron para ti blancos papeles por llenar.
No te acogieron; fuiste un niño confuso.
Golpeaste y protestaste en vano.
Saliste en vano a la calle.
Te pusieron un cuello negro y una gorra de luto,
y un juego torpe, indescifrable.
No te fue dado el tiempo abierto
como un arco hacia la luz de la esperanza.
Donde naciste te sacudieron e hicieron mofa
de tus ojos miopes; y no pudiste ser
testigo en el umbral o el huésped,
o simplemente el loco.
En tu patria, sobre su roca,
con tanto sol y aire caliente, silbaste
largamente hasta herir o soñar; silbaste
contra la lejanía, contra el azar,
contra la fastidiosa esperanza,
contra la noche deslavazada, tonto.
Y sin embargo tenías cosas que decir:
sueños, anhelos, viajes, resoluciones angustiosas;
una voz que no torcieron
tu demasiado amor ni ciertas cóleras.
No te fue dado el tiempo de aquel pájaro
que destruye su forma y reaparece,
sino la boca con usura, la mano leguleya,
la transacción penosa entre los presidiarios,
las cenizas derramadas sobre los crematorios
aun alentando, aún alentando.
No te fue dado el tiempo del halcón,
(el arco, la piedra lisa y útil) tiempo
de los oficios, tiempo versado en fuegos
sobre la huella de los hombres,
sino el año harapiento, libidinoso
en que se queman tus labios con amor.
II
A medianoche, callado y pálido,
¿qué signo buscabas en el cielo?
Bajo un puente de Londres, en el cinematógrafo
donde exhibían documentos de la guerra de China,
¿qué fuerza te llevaba al borde del canal,
conversando sobre las rebeliones?
¿Qué sentías en el apartamiento de Hyde Park,
lanzado sobre unos labios de tu raza?
Un grito te despertaba a medianoche
frente a sus ojos que no te podían mirar,
que no te podían medir,
ni adivinar, ni penetrar, inexpresivos
y totales.
III
América,
tú me tragabas a fondo y yo te amaba,
tú me arrastrabas con mi niña y con Berta
entre las privaciones y te amaba;
tú me ponías nombres y te amaba.
No me sentías viajar, en los vagones del invierno,
entre las ráfagas de luz
de los barrios del Este, y yo te amaba.
¿Me conocías? ¿Me veías pasar
desconcertado, con ensueños?¿Me veías
vivir buscando el canto que te ciñera?
¿Me veías cruzar hacia los barrios del Oeste,
con Pablo y con Maruja, hacia la plaza
de Meter Minuit?
Deambulábamos entre tus calles.
Eso era la esperanza.
Poco nos importaba quién nos viera.
Andábamos con un dialecto suficiente para
nuestros fines, como quería Henry James.
Nadie nos vio negarte y escupirte.
Tampoco tú me viste, niña mía.
Apareciste cuando mis horas necesitaban
que llegaras.
Apareciste pálida, serena,
tan de repente acogida por mi alma,
tan simplemente mía.
Aún nuestra juventud era el signo feliz.
Nos protegíamos de los pequeños
y oscuros profesores.
Ni las lenguas ni el miedo pudieron contenernos.
¡Cómo de pronto fuiste todo el amor!
Siempre estabas conmigo.
Mirábamos la tarde en los canales
correr bajo los puentes
seguida por las aguas, perderse
en los oscuros remolinos del Hudson.
El frío quemaba nuestros ojos, endurecía
la yerba, hacía ásperas mis manos.
Nos amamos en el tiempo en que debíamos sufrir.
(No era el tiempo del amor ni el de la calma.)
Ahora aquí hay otros cuerpos.
No te veo. Yo cruzo sitios desconocidos
y tú te alejas en el polvo y el viento,
mezclada a extrañas apariciones; tus dedos
en mi abrigo prefiguran el viejo escalofrío;
y yo camino entre las cosas, siempre
detrás de ti, tan fina y ágil.
Y cuando cruje el deshielo,
(sé en qué lugar estás, frente a qué nieves)
y el pescador en la niebla helada
ve ese mundo deshecho (vivo sobre sus viejas
plantas como lo vimos juntos en New England),
y la vida sigue nutriendo horror, sueño y blasfemia;
niña mía, amor que salvo
de la lucha y del caos, te extiendes callada
en lo profundo,
te agitas en mi cama, bajo mi pecho.
Y hasta la impura condición que aviva
nuestros cuerpos, quiere hacerse gloriosa.
(Quien me lea mañana, dirá: ¡qué extraño
amor fue aquel amor!)
IV
Escucha: la dicha puede renacer.
El goce vacila, se alza; de pronto reaparece.
Las lámparas iluminan
una zona de guerra y otra zona de paz.
La flor espera en su tallo el tiempo que la rija.
Tus propios instantes
deciden su temblorosa eternidad.
Y a ti no te fue dado
el tiempo del amor. El tiempo en que podías
ennoblecerte como un niño;
entrar, cantar erguido y limpio como un niño
frente a la eternidad.
INFANCIA DE WILLIAM BLAKE
I
Mujer de la lámpara encendida,
ya velaste tres noches. Miras la llama
que tiembla y se achica, y sueñas.
¿Quién puede regresar por la noche de Soho,
entre la ennegrecida primavera de Lambeth?
Antigua que en la hora final
regabas el almizcle para que trascendieran
más sus telas, ¿pensabas que otra quemante
primavera inundaría también sus tierras,
y crecerían allí el hacinamiento y la desidia,
y que un viento más ancho que la noche
destrozaría las tablas del alero?
¿Pensabas al hablarle
del silencio o del tiempo, que era ya algo
hecho en el viento que nutría una muda corriente
en sus huesos livianos?
II
Sé su temor, girando como tu ala más dichosa,
¡pájaro de susurro y lamentación!
Es la noche. Ya nadie llama.
Pero a través de la ventana cerrada
el oye crujir la vaina de aquel árbol,
y es como si alguien golpeara.
Su más secreto juego se ha llenado de astucia.
Él ve, desconsolado, en la negra llanura,
el humo de las casas que arden de noche,
y el paso de las bestias contra el fuego.
No abras la puerta. No llames.
III
En la orilla remota, un pájaro
hunde en su pecho el pico centelleante.
En la orilla remota están gritando.
La última barca se desprende.
"Al cobarde hay que dejarlo en la otra orilla "
Amarra ese viento encantado
para que no la mueva. Él quiere gritar,
su piedra está manchada en sangre
de la paloma destruida.
¿No sientes en sus ojos esa oscura desdicha,
sitios que no penetra y ama?
De repente es la lluvia,
y las ovejas más pequeñas balan.
El viento las dibuja en la colina, tiritantes.
" Vengan, mis niños; el sol ha desaparecido,
y he aquí el rocío de la noche.
Vengan, interrumpan sus juegos hasta que la mañana
reaparezca en el cielo "
IV
¿No sientes ese peso de mantenida
soledad que flota en las caletas de altas aguas,
sobre las garzas muertas, ya para siempre
pedregosas?
¿Y el camino del bosque, la cruda,
alegre luz del alba en la resina de los troncos;
el cuclillo cantando, la guirnalda de robles
y de arces y el ruiseñor que sólo puede ser encontrado
en el Yorkshire y el cuerno del venado
y la hoja verde?
Eso que cae y cruje, ¿es eso viento, es agua
entre los árboles, o es sólo el perro
destrozando las ratas muertas
en el granero abandonado?
V
Mujer, deja tu lámpara encendida
y abre la puerta y cúbrelo.
Su sueño interrumpieron los visitantes
que a cierta hora se dispersan.
"Buenas noches, señora Blake Oh, fíjese,
esa escarcha: la primera del año "
La nieve cubre el techo, crece a la altura
del portal (en Lambeth es así).
Y en la profunda casa de madera,
ya ni la magia familiar, ni el golpe de la lluvia,
ni tus pasos cuando llegan
deshabitando el agrio terror
de la penumbra, podrían consolar a estos ojos
sino el perro del bosque
levantando su parda cabeza entre los gansos
salvajes.
Eso que cae y cruje
(entre las hojas húmedas hace un ruido
solitario y enérgico) del más remoto
sitio del mundo te señala.
Medrosa, detenida en las puertas
más lejanas y crueles.
Te asustan indudablemente esas llamas.
No puedes recordar más que voces difíciles.
VI
Te decían:
Los niños como tú, William,
serán negados por el ángel;
blasfemas, robas en la despensa;
tienes la cara sucia;
andas siempre con claves
y grabados
y láminas
Tú, arqueado el cuerpo, sonreías.
¡Ay, Blake, el siglo veinte
no es un simple grabado
en que batallan el arcángel y el diablo!
Es esta trampa
en que luchamos, es esta lluvia
que nos ciega. Han arrasado las despensas
y no hay señales
ni claves
que no pueda entender
el Ministerio de Guerra.
Entra, aún estamos en vela.
Cualquier día
me gritan a la puerta:
"Un hombre con paraguas, mi señor"
(No puedes conocerlo. Es de esta época)
Cualquier día
penetran en mi cuarto.
"Mostró insignias, señor"
Cualquier día
me obligan a salir a la calle,
me apalean; me lanzan como a una rata
en cualquier parte.
(Tú no puedes saberlo. Es de la época)
Contra mí testifica un inspector de herejías.
VII
Esta noche
me basta tu silenciosa presencia.
En mi cabeza turbada
tu poesía alumbra mejor que una lámpara
sobre mis círculos de miedo.
No me distraigo.
Tengo los ojos fijos en la negra ventana.
Pasan camiones con soldados,
gentes de las líneas de fuego.
En mi casa resuenan las consignas violentas.
VIII
La vieja profecía
que no te pertenece, extiende
como el agua
tus dominios.
Y ese viento te borra,
ese camino que debes proseguir
guarda un instante
tu desdicha;
esas bestias enanas
soportan equipajes de usureros.
Delante
de tus ojos el mundo
exasperado resplandece.
¡Alegría!
Se han perdido
todas las llaves, todas
las puertas se han cerrado,
y las flores anoche
se cubrieron
de un rocío de vasta anunciación.
Los árboles voraces,
las flores venenosas
mueren al fondo de la verja,
entre animales temibles.
Y aquí, William, te han puesto.
Aquí la vida te edifica;
Hay algo aquí, nocturno,
Que quieres descifrar
para mis ojos :símbolos,
dones tuyos,
brillando en lo desconocido.
Tu hogar
es este mundo de bandidos
colocado en el centro de los árboles.
Las tablas húmedas
de que están hechas nuestras casas,
son el olor tormentoso
de tu alma.
¡Alumbra, Blake, esta sencilla
majestad!
IX
Abre la puerta, y en la alta noche, sale.
Síguelo, perro del otoño,
lame esa mano, el hueso conmovido
de la ultima piedad; síguelo.
¡Oh centro pedregoso del otoño,
animal del otoño,
centro grave, robusto del otoño!
Es el desesperado, recién salido,
pálido desertado de tus tardes.
X
Noche, tú de algún modo le conoces.
por unas cuantas horas
permite, al fin, dormir a William Blake.
Cántale, susúrrale un fragante cuento;
déjalo reposar en tus aguas,
que despierte remoto,
sereno, madre, en tu heredad de frío.
EN TIEMPOS DIFICILES
A aquel hombre le pidieron su tiempo
para que lo juntara al tiempo de la Historia.
Le pidieron las manos,
porque para una época difícil
nada hay mejor que un par de buenas manos.
Le pidieron los ojos
que alguna vez tuvieron lágrimas
para que contemplara el lado claro
(especialmente el lado claro de la vida)
porque para el horror basta un ojo de asombro.
Le pidieron sus labios
resecos y cuarteados para afirmar,
para erigir, con cada afirmación, un sueño
(el-alto-sueño);
le pidieron las piernas,
duras y nudosas,
(sus viejas piernas andariegas)
porque en tiempos difíciles
¿algo mejor que un par de piernas
para la construcción o la trinchera?
Le pidieron el bosque lo nutrió de niño,
con su árbol obediente.
Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.
Le dijeron
que eso era estrictamente necesario.
Le explicaron después
que toda esta donación resultaría inútil
sin entregar la lengua,
porque en tiempos difíciles
nada es tan útil para tapar el odio o la mentira.
Y finalmente le rogaron
que, por favor, echase a andar,
Porque en tiempos difíciles
esta es, sin dudas, la prueba decisiva.
PADRES E HIJOS
I
Y nuevamente en sueños la puerta se abre. El aire aviva lo abatido, lo yerto. Yo entro, yo transcurro invisible, casas desesperadas mías de mi niñez, de mi inocencia.
De cada patio y cada árbol y cada pueblo hemos partido. Transcurrimos apenas entre los varios rostros y partimos. Nunca nos detuvimos en la dicha. En la estación de trenes, entre los campesinos y los álamos, ¡cómo nos pesan la nostalgia y el adiós proferido con rabia mientras nos mira imperturbable el hombrecillo constante de la miseria!
Mi hermana tiene los ojos puestos en los trenes que nos conducen a otro pueblo. (Los códigos se hicieron para estos sobresaltos, los estantes se hicieron para estos sobresaltos.) Mi hermano canta (es el menor) ; puede, incluso, saltar como una piedra ligera. El es la única voz que no golpea. Madre, te has puesto ese sombrero, esa pamela que me ilumina como un astro feroz. Padre, tú nos reservas esta edad sin sosiego.
II
Es en la madrugada. Estoy llorando. Yo sé que en otro cuarto aulláis por mi, mis perros, mis lejanos. Para vosotros no hubo ni tiempo de rescate. Es la prisa de todos los veranos. Sudamos, jadeantes, en las camas, y ellos discuten de miseria, ellos traman la dicha como una sombra clandestina.
Y ese hombre negro que aún se levanta en ciertas noches, ¿lo invento yo, o es verdad que ha cerrado sus dedos en torno a la copa alucinante, a la hora en que un ausente habla por su voz?
¿Qué descifra? ¿Qué nos dice? ¿Qué ordena? ¿Por qué empieza a temblar la cara de mi hermano, los labios de mi hermana, la triste expectativa de mis padres, súbitamente ajenos?
III
Bajo el árbol de güiras, cerca de las raíces, está gritando el daño. Nómbralo, cacatúa de pico férreo. Arráncalo, toti; haz garra de tus uñas y vuela; sé tú la única sombra de mi infancia. Destrúyelo, lechuza; un ojo tuyo aleje lo que entierran aquellas manos crueles. Embístelo, cebú, con esos cuernos hasta que suene bien adentro la música que invente mi sosiego. Ahuyéntenlo, mastuerzo, yerbabuena, ave del diablo, ave del paraíso, ave ciega del mundo, ave de mis abuelos en la llanura castellana; oh, madre-agua en el bifocal del pozo donde llaman los jigües; clávense caracoles; mata de güiras, despréndete del goce; déjanos ser, déjanos ser, déjanos ser!
IV
Padre, desnudo vas como la muerte. Tiemblan los huesos de tu cara. Veo en el vapor ardiente de la noche, tus manos desgarrando las raíces, tus dedos explorando, solitarios. Y la luna tan lívida, mis hermanos, mis ojos te vieron; eres ya un claro espanto en la memoria.
V
Dios mío, ten piedad del errante, pues en lo errante está el dolor. Saltimbanquis, viajeros, vagabundos, adiós. Mi amor va con vosotros; se sienta en vuestras mesas, come con vuestros labios secos de ardor, de sed. Dádle un sitio en la magra mochila, un resonar en los zapatos.
Bésalos, madre, y que sigan. Mi hermano, abrázalos, que siguen. Mi hermana, aposenta en sus lechos, con frío, ese cuerpo de joven y da sentido a tu temblor.
Padre mío, llama mía, puente mío entre mi angustia y mi piedad; mira esta boca nombrar ya para siempre diferente, mira esta sed errante, esta insaciable sed que alimenta mi entraña cada noche. ¡Al alba hay que partir!
EXILIOS
Madre, todo ha cambiado. Hasta el otoño es un soplo ruinoso que abate el bosquecillo. Ya nada nos protege contra el agua y la noche.
Todo ha cambiado ya. La quemadura del aire entra en mis ojos y en los tuyos, y aquel niño que oías correr desde la oscura sala, ya no ríe.
Ahora todo ha cambiado. Abre puertas y armarios para que estalle lejos esa infancia apaleada en el aire calino; para que nunca veas el viejo y pedregoso camino de mis manos, para que no me sientas deambular por las calles de este mundo ni descubras la casa vacía de hojas y de hombres donde el mismo de ayer sigue buscando soledades, anhelos.
MÍRALA TENDERSE
Mírala tenderse sobre tu cama cuando te yergues. Tiene la forma de tu cuerpo, la prisa de tus manos, tu propio sexo; deja tus huellas y se ahueca como lo hace tu pecho y nunca la oíste respirar y ella conoce el temblor de tu labio, la cuenca de tu ojo, y está latiendo ahora en tu vida y no sabes que es ella tu ansiedad.
Frecuentemente oyes sus pasos como en invierno el soplo de las primeras ráfagas. No has hecho fuego para nadie. No es ella la invitada. A menudo sorprendes un asalto de sombra en los zaguanes y es inútil la presión de tu mano para salvar la llama: siempre quedas a oscuras. Es tarde, pero es ella quien habla con la voz de la errante que cruza los canales y los puertos de la ciudad adonde vas, adonde siempre quieres ir, (¿buscando qué?) y canta en tus oídos la eterna fábula de horror.
Solitaria, constante va junto a ti, vigila tu caída. No le des nombres. No le tiendas trampas. No apresures el paso sobre la tierra. No levantes el rostro si ahora sientes un golpe sordo en la escalera.
Gran taladora, cada día del mundo abates nuevos árboles, pero es interminable la floresta.
PUERTA DE GOLPE
Me contaba mi madre que aquel pueblo corría como un niño hasta perderse; que era como un incienso aquel aire de huir y estremecer los huesos hasta el llanto; que ella lo fue dejando, perdido entre los trenes y los álamos, clavado siempre entre la luz y el viento.
DE TIEMPO EN TIEMPO, LA GUERRA
De tiempo en tiempo la guerra viene a revelarnos y habituamos a una derrota, pacientes. Y con el ojo seco vemos la ruta por donde apareció la sangre.
De tiempo en tiempo, cuando la guerra da su golpe, todas las puertas lo reciben, y tú escuchabas el llamado y lo confundías con animales queridos súbitamente ciegos. Y en realidad, nunca sonó la aldaba con tanta inminencia, no hubo nunca maderos que resistieran golpes tan vehementes.
De tiempo en tiempo, vienes a echarte entre los hombres, lobo habitual, mi semejante.
RETRATO DEL POETA COMO UN DUENDE JOVEN
I
Buscador de muy agudos ojos hundes tus nasas en la noche. Vasta es la noche, pero el viento y la lámpara, las luces de la orilla, las olas que te levantan con un golpe de vidrio te abrevian, te resumen sobre la piedra en que estás suspenso, donde escuchas, discurres, das fe de amor, en lo suspenso
Oculto, suspenso como estás frente a esas aguas, caminas invisible entre las cosas. A medianoche te deslizas con el hombre que va a matar. A medianoche andas en el hombre que va a morir. Frente a la casa del ahorcado pones la flor del miserable. Bajo los equilibrios de la noche tu vigilia hace temblar las estrellas más fijas. Y el himno que se desprende de los hombres como una historia, entra desconocido en otra historia. Se aglomeran en ti formas que no te dieron a elegís, que no fueron nacidas de tu sangre.
II
En galerías por las que pasa la noche; en los caminos donde dialogan los errantes; al final de las vías donde se juntan los que cantan, (una taberna, un galpón derruído) llegas de capa negra, te sorprendes multiplicado en los espejos; no puedes hablar porque te inundan con sus voces amadas; no puedes huir porque te quiebran de repente sus dones; no puedes herir porque en ti se han deshecho las armas.
III
La vida crece, arde para ti. La fuente suena en este instante sólo para ti. Todo es llegar, (las puertas fueron abiertas con el alba y un vientecillo nos anima) todo es pcner las cosas en su sitio. Los hombres se levantan y construyen la vida para ti. Todas esas mujeres están pariendo, gritando, animando a sus hijos frente a ti. Todos esos niños están plantando rosas enormes para el momento en que sus padres caigan de bruces en el polvo que has conocido ya. Matas, pero tu vientre tiembla como el de ellos a la hora del amor. En el trapecio salta esa muchacha, un cuerpo tenso y hermoso, sólo para ti. Tu corazón dibuja el salto. Ella quisiera caer, a veces, cuando no hay nadie y todo se ha cerrado, pero encuentra tu hombro. Estás temblando abajo. Duermen, pero en la noche lo que existe es tu sueño. Abren la puerta en el silencio y tu soledad los conturba. Por la ventana a que te asomas te alegran las hojas del árbol que, de algún modo, has plantado tú.
IV
Hombre: en cualquier sitio, testificando a la hora del sacrificio; ardiendo, apaleado por alguien y amado de los ensueños colectivos; en todas partes como un duende joven, el poeta defiende los signos de tu heredad. Donde tú caes y sangras él llega y te levanta. Concédele una tabla de salvación para que flote al menos, para que puedan resistir sus brazos temblorosos o torpes.
EN LA TUMBA DE DYLAN THOMAS
Un sitio donde tumbarse y nada más: el tiempo ahora lo pudre.
No hay el áspero aroma en los vientos de los bosques de Gales y a la hora de escuchar su canción es el sollozo lo que se oye a través de la casa nevada.
Un sitio solamente para tumbarse y nada más: el tiempo eterno que lo pudra.
HAMBURGO
Aquí los barcos entran lentos, cuidando no escorar; son contemplados por el ávido puerto. La niebla inunda el apacible canal. Y otros barcos de Holanda, de Suecia, de Noruega, también entraron lentos al puerto de Hamburgo hace cuarenta días.
Para estos barcos vive el puerto, para esos cruces convenidos y ágiles. Y tú esperas, muchacha de Hamburgo, ajena a la ciudad, pero golpeada y viva como cualquiera de sus cosas. Cuando llegue otro barco y desciendan los hombres a las calles de invierno, te echarás sobre alguno; harás un lánguido ejercicio frente a sus ojos nórdicos (esa noche cenarás como nunca). Y desnuda en un cuarto de Saint Pauli serás toda la furia, toda la fuerza de la vida empeñada en lograr la rápida alegría de un extraño.
LLEGADA DEL OTOÑO
De un rumor creciente y voluptuoso se llenan para mí los días. Dispongo de este mundo exasperado para mi ocio más largo; de la noche más cruel, para el inevitable maleficio.
¡Llegadas del Otoño, mis asiduas, mis fieles! Cuando en la pedregosa mañana el mundo asume la delicia; salto, busco los viejos ritos en el viento; recurro a madres que me ignoran, llamo a sus criaturas temblorosas y hago lumbre en mi cuarto gritando a voz en cuello: ¡Ancianos, para mis ojos es esta flor remota, solamente para ellos!
LONDRES
Observa simplemente cómo viven sobre esta tierra sin milagros: un aliento del mundo y esas calles donde nadie te escucha cuando Londres despierta y te apresura.
Sé el simple, el colonial; busca a tus héroes. En Hans Place, en Queens Gate para ti reaparecen lanzas, flotas, escudos.
Primavera dispone la siesta de la Reina. Inglaterra se hunde en los niños y errantes. Los juristas y los ocultos usureros, los buenos ciudadanos y el impaciente suicida, construyen la seguridad del Imperio.
RENATA
Una noche de agosto, en un circo de Italia, bajo la carpa pobre y rota; ví a Renata: le decían «La Reina de los saltos mortales».
La malla le ajustaba el sexo magro, el flanco débil de muchacha; bajo las luces, su cara pálida era una cara de extranjera.
El payaso palmeaba desde adentro; daba la orden para entrar en escena. Sonaron allá abajo los tambores y Renata saltó.
Ahora, sabedlo: Nunca falló su mano asiendo la otra mano, su pierna asiendo la otra pierna. El músculo siempre respondía.
Hombres, hablad de ella; le decían «La Reina de los saltos mortales».
LA HILA
Ya viene el tiempo de la Hila.
Y el animal venteando lo adivina, lo escucha entrar desde los campos viejos.
Ya viene el tiempo de la Hila.
Y en Santander los aldeanos repletan las cocinas del invierno. Y el lino, el algodón, el cáñamo y la seda son reducidos a hilo.
Los hiladores tiemblan bajo el sueño liviano. Los niños van a canturrear. En los campos quiere estallar la madrugada. Los pájaros como el engendro de la luz.,
Ya viene el tiempo de la Hila.
ANDABA YO POR GRECIA
Andaba yo por Grecia y en todo creía sentir la huella de Cavafy. Cubierta por la lluvia, coloreada por una tierra parda, ¡qué éxtraña y solitaria Alejandría en la memoria!
Al templo abandonado, a la ciudad perdida, a los mitos, al muro, ¿cómo pudo Cavafy arrancarles el signo de la vida?
En el tren de regreso, cuando volvía de otras ruinas, estaba el campo mudo y el bosque amarillento siempre al final de los caminos; pero no me detuve ante aquel árbol sombrío que ví al pasar, que entró por mi ventana, que aún pone en mis papeles una hilacha sedienta, que aún vela sobre mi amor como un desastre.
EN LA CORTE DE LUIS XIV
Una ventana contra el viento es la noche y los rápidos signos del aire en la negrura, revelan las insignias, la estameña y el hábito.
¡Oh, encerrad a los niños que va a sonar la medianoche! ¡Tapadles los oídos, suprimidles la escena!
En su cama de fieltro el poeta frondoso arde, quemado por las nuevas disposiciones:
«Para el poeta admitido, tres estatuas, una taberna al sur de Italia, y todos los viajes… »
BERTA
Estás contra mi pecho, y sé que todo el aire desordenado de mi vida rinde ante ti los brazos, mujer mía.
Conmigo por tantas horas, tú restauras mi profunda alegría y la apuntalas a tu modo en el mundo. Y eres la fantasiosa que recorre el delicado juego de la encantada noche, mi poseída.
RECUERDO DE WALLACE STEVENS EN LA FLORIDA
Ahora está hirviendo el mar, y si pudieras estar conmigo sé que me dirías que arde sólo la imagen En una lengua en que es vicio lo abstracto tú afirmaste lo abstracto de los mundos soleados casi imposibles de atrapar. Yo he visto los jardines deshechos, los residuos de la flora acosada. Hay un continuo, un orden que envuelve este paisaje donde es vestigio el árbol del axiona del árbol. Tríptico sin verdura, líneas petreas, aguas que se repiten, que interrogan, y la sola respuesta es la colina de roca sumergida, la chatarra en la arena, el gluglú de la sombra.
Los barcos han zarpado, de pronto se convierten en una matemática sin brío, en números de aire, igual que las sombrillas rezagadas. Ningún fantasma argulle cuentas aquí con la intemperie. Ningún cuerpo de luz se diluye en el mar mejor que en tu poema.
Si alguien habló la lengua de los sobrevivientes fuiste tú que fundiste los helechos nevados de New Hampshire con la vibrante vastedad del sur. No eres el huésped indeseable que nos saca de quicio sino la forma del océano, el temblor de esa ola que se hace ola en la palabra.
ALLAN MARQUAND ESPERA A SU COMPAÑERO DE TENIS EN EL CAMPO SUR
Alguien debió llegar, pero ¿quién lo asegura, si en el retrato sólo aparece el anfitrión, todo de blanco, la raqueta en la mano, la gorra pulcra, un joven simplemente sentado en el sillón, que mira distraído, como si el siglo no conociera el desconcierto? Princeton, entonces, era una clara estampa casi bucólica; lo atestigua esta casa rodeada de verdura; la enredadera, asida a la pared de piedra, ¿cómo hubiera podido amenazar toda esta mansedumbre?
Y el que debió llegar ¿dónde se oculta? Quizás su nombre esté en el mármol de los muertos del pueblo en los lejanos campos de batalla. La época exigió una marca de fuego también, un sacrificio que Allan Marquand no pudo presentir.
NOCHE DE INVIERNO
¿Dónde estarán metidos la ardilla y el mapache? ¿Dónde el loco del pueblo que dejaba su mochila en Witherspoon, frente a la biblioteca y conversaba en voz alta con ángeles o dioses? ¿Dónde el bibliotecario gélido como un pez, con su capa española y el vestigio de un clásico chileno? ¿A quién aúlla mi perro a medianoche si afuera sólo hay árboles y nieve?
EL CEMENTERIO DE PRINCETON
Un pueblo puede ser la feliz reunión de muchos seres, pero es también un escrutinio constante de la muerte. De pronto se ilumina una casa, se agitan las persianas, se oye el ruido de alguien que sube aprisa una escalera, y ahí nos queda otra víctima, un álgebra vacía. Las lápidas irregulares conviven aquí con nuestras jornadas. El horario de nuestras vidas salta sobre esta yerba rala donde un rastrillo quita las hojas caídas. Nada de esto suscitará el insomnio. Nuestra vigilia es sólo riña de la ansiedad o de la bancarrota. Ni siquiera el joven sepulturero, ni el que maneja la cortadora, distraído, al lado de las tumbas se sienten los guardianes de estos muertos. Oh Dios, dínos dónde, por qué. No sólo hay un miércoles de ceniza en nuestra vida. Hacia ese camposanto todo el mundo camina con el mismo miedo, los mismos ojos, los mismos pies.
RAFAEL ALCIDES PÉREZ
(Barrancas, antigua provincia de Oriente, 1933)
Obra: La pata de palo (1967); Agradecido como un perro (1983); Noche en el recuerdo (1989); Nadie ().
AGRADECIDO COMO UN PERRO
A mi hijo Rubén
Dentro de 3 horas voy a cumplir 44 años
y me recuerdo de mí mismo cuando pálido, en otro tiempo, cumplí
los 30,
con ese orgullo excesivo del que todavía es muy joven.
Lloré ese día de 1963 al llegar la noche, y cortando una flor
que introduje en un sobre y guardé con una foto,
silenciosamente dije adiós a la juventud. Fue como si al llegar
a una frontera remota me estuviera despidiendo de mí mismo.
Fue como dos soldados que habiendo hecho juntos una campaña
muy larga
tomaran de pronto por senderos diferentes
en la seguridad de no volverse ya nunca más a encontrar, y es de
noche
y llueve todavía y el bosque está minado y a lo lejos
siguen tronando los cañones del enemigo.
Fue como haber despertado de repente en medio de un planeta
desconocido
y no saber aún cómo pudo eso suceder.
Fue como cumplir 30 años
cuando nunca se habían cumplido 30 años. Y adiós,
muchacho. Hasta siempre.
Hoy en cambio no le digo adiós a nada
ni a nadie digo adiós. Por el contrario:
hoy doy la bienvenida a todo lo que tengo
y a todo lo que soy.
No estoy alegre pero estoy contento.
He vivido. Me he quedado calvo
de vivir. Como en las grandes cumbres que bate el huracán
en las alturas, me he quedado apenas con unas yerbitas calcinadas
encima.
Fue la erosión de vivir.
No me quejo. Mías han sido el hambre
y la gloria de ya no pasar hambre.
En esa colosal superproducción de guerra con un final feliz
que ha sido la historia de mi vida,
he sacado mi papel
por lo menos lo mejor que pude.
No fue fácil. Además del papel del hijo de la cocinera
me dieron un corazón que hoy juzgo demasiado blando
pero un corazón con el que he llegado a encariñarme
por lo que agradecido lo conservaré hasta que me muera.
Lo demás lo puso la Revolución,
lo demás lo puso la fortuna,
y entre los dones de la fortuna,
(sin olvidar aquel corazón), los amigos.
Porque a pesar de mi origen humilde,
algunos de los mejores amigos de la tierra
los he tenido yo; algunos (lo he dicho en otra parte)
casi tan buenos que se podrían comer.
Ellos fueron el hallazgo sorprendente de la noche
y las conversaciones en el camino. Después,
por último
cuando ya cansado de escribir poemas por amores que pasaban
sin calmar mi eterna sed de eternidad,
cuando ya con dedicación sincera me había entregado a mirar
fijamente a los astros,
apareció una tarde físicamente en la tierra
Teresa.
No sé si la inventé yo o bajó Teresa
porque quiso
desde su constelación lejana.
Esta historia en todo caso me confirma
lo que yo había sabido por mi abuela desde los años de Barrancas:
«El secreto –decía mi abuela- consiste en desear.
Desear profundamente hasta que la cosa suceda. »
Mucho he deseado yo en mi vida
y todo ello, poco a poco, a su debido tiempo,
se ha ido cumpliendo.
Hasta el sueño de Teresa
Y entonces:
¿Para qué volver a escribir poemas de amor
si ha sido el poema en lo adelante
un acto material y cotidiano? Sin soledad que engañar,
hoy Teresa y yo nos comemos y nos bebemos el poema
hecho potaje y hecho café, que es como alimenta,
y nos reímos de ver cómo se calientan en un jarro
o se fríen en una sartén con manteca
nuestras próximas Obras completas.
Y de esta manera
cuando Teresa por la mañana barre
o se dispone a lavar las sábanas
o va con su plumero de jarcia sacudiendo los muebles,
no es el suyo entonces un trabajo
sino que es, para ambos, una lectura apasionada.
Por el solo hecho de haber participado de nuestra dicha del día
anterior
hasta las cucarachas muertas de cada mañana
son hoy partes del poema
que en casa vive, y versos invisibles
y por eso mismo más creíbles
el polvo cuando se acumula en las repisas
y el tizne de las cazuelas.
Fue lo que vi en la casa soñada de mi infancia,
lo que después he visto en los hogares maduros
donde el acto no se deja sustituir por la palabra.
En Barrancas vivieron un hombre y una mujer que se amaron
hasta morir de viejos
sin saber leer ni escribir uno de ellos dos.
Y no tenían aire acondicionado. Ni conocieron la televisión.
Para que nada falte en ese poema no contaminado de papel
ni estorbado por utensilios inútiles
donde azules y lilas hemos decidido envejecer Teresa y yo,
esperando estamos ahora cuya primera lección
será aprender él también a no convertir la dicha en literatura,
aunque sobre la dicha escriba; y la segunda,
aprender desde temprano a desear,
a desear con todo e corazón, a desear
como sólo quien ha de morir alguna vez pudiera desear.
Y así,
ante la inminencia de la fecha
que en otro tiempo hubiese creído espantosa,
veo que mi suerte ha sido grande,
acaso demasiado grande para quien como yo nació en Barrancas
y le dieron en aquel film
al parecer el último de los papeles.
Como dijo Darío con tristeza: «¿Fue juventud la mía?»
Si por jóvenes entendemos ser o haber sido felices,
yo entonces he sido joven ahora por primera vez.
Y de esta manera;
yo, el extraviado de otro tiempo
me siento como quien regresa adonde nunca había estado
pero donde sin duda faltaba, habiendo sido por ello mi aventura
mucho más maravillosa que la de Ulises;
y ya se escuchan las campanas.
Es la dicha anunciando que todo un viaje de calamidades
fue para llegar a este día azul,
a esta edad magnífica,
a esta madurez del corazón,
a este país invisible pero blindado
donde, al fin, el azaroso viaje ha adquirido explicación.
El pasado ya es cine, y por ello, sin rencores,
y sin dejar con Teresa de seguir alimentando la candela
con versos que jamás se escribirán,
puedo decirme a mí mismo desde aquí
con el juicioso entusiasmo de un joven con hijas ya mayores:
«gracias,
gracias. Gracias a todos.»
Gracias por el bien y por el mal que me hicieron dar conmigo
mismo.
Gracias. feliz aniversario, padre, hijo, Alcides, criatura mía.
Nada turbe tu sueño. Con la Revolución, tus hijos, el mundo y
tus amigos,
tuyos son perpetuamente Teresa y la paz.
1977-1980
POEMA DE AMOR POR UN JOVEN DISTANTE
Esta mañana de 1989 me he levantado con una esperanza remota,
me he afeitado, cuidadosamente me he afeitado, me he entalcado,
me he perfumado poniendo en ello lo mejor de mí mismo, he tomado
mi café a solas en la cocina y después me he vestido lento, solemne,
sin apuro, como corresponde a un caballero de cincuenta y seis años
que vivió una vez en un mundo de cenizas, que vivió en medio
de una gran tempestad, herido de desgracias y llevado por el viento
igual que una hoja, más oscuro que una sombra.
Húmedo de alma, pues, y aterrado he llegado a la Terminal
de Ómnibus de La Habana, con un cielo muy azul y un olor a yerba buena
que venía del mar o, tal vez, del fondo de algún recuerdo ya olvidado.
Y ahora ha pasado media hora, van a dar las nueve de mi sobresalto,
y yo en esta Terminal de mi posteridad esperando un ómnibus de humo,
un ómnibus que no acaba de llegar pero que ha de estar ahora mismo
entrando por la Virgen del Camino, bajo el estruendo del Himno Nacional,
digo, si los años, si la vida, si los sueños no han cambiado.
Misterioso, en ese ómnibus llegará el mejor de mis amigos.
Un amigo con el cual me siento en deuda. Amuleto en el bolsillo
y corazón más verde que la primavera, con esas dos armas terribles
y un bigote no muy definido aún viene el joven invasor
que se ha propuesto conquistar La Habana,
rendirla a sus pies, hacerla llorar de amor.
Avanza, muchacho increíble. Metido en tu guayaberita
pálida por los años, avanza. Abrázame como un hijo
o como a un padre, quiéreme sin extrañarte ni preguntar.
Yo te protegeré, yo te fabricaré una camisa azul de estaño
y te alojaré en mi casa, yo te llevaré a pasear, te buscaré trabajo
(o te conseguiré una beca, si has venido a estudiar), te presentaré
muchachas —actrices famosas algunas de ellas—, inclusive
te daré mi cama y me iré con Regina a dormir en el sofá.
Mi sueldo, hasta el último centavo. Soy de ti, pobre ingenuo
que amo y compadezco, igual que tú eres mío sin poderlo evitar.
Y pide, pide por esa boca, joven remoto de niebla y humo.
No mires hacia atrás ni hacia los lados.
La Habana no es lo que supones. Toma la maleta con prisa
y acompáñame. Tápate los ojos, los oídos, no mires, no oigas.
No preguntes, no indagues. Escúchame.
Escúchame a mí que soy mayor que tú y que he vivido en esta ciudad
(y he muerto en esta ciudad) ya casi desde que nací. Ven,
por lo que más quieras. No te pierdas, por favor.
No te extravíes, no permitas que te confundan.
No me hagas cometer nuevos errores.
Comparte mi dicha, mi experiencia. Y mi rabia.
Así te hablaría yo en el pasado.
Hoy en cambio te digo: «Sosiégate, sosiégate,
no tiembles, muchacho remoto, ternura de mis ternuras.
Estás en La Habana. Por fin estás en La Habana, luego de tanto
soñarla. Pero ahora no tendrás que huirle. No tendrás que temerle.
Ni tendrás que evitar al policía ni disparar sobre el policía.
Ni volver a dormir en los parques nunca más.
Digo, si me escuchas, si me oyes y te cortas un pedazo de lengua
(o mejor te la cortas completa y te metes en el Partido),
muchachito mío que quisiera rescatar de aquella eternidad
donde apareces masticando vidrio,
candela y vidrio eternamente.
Todo esto desearía yo decirle a mi joven y claro amigo
cuya piel brillaba como las piedras bajo el sol y era tan sencillo
y transparente como la corriente del río Buey que pasaba entonces
por Barrancas y tan veloz como aquella propia corriente
que sin cesar se aleja arrastrando sueños y horrores.
Mas pasan las horas. Largas, infinitas
pasan las horas de este 22 de junio más largo que un siglo y ya
es mediodía y he vuelto a tomar café por cuarta vez y a comprar
cigarrillos, en tanto, como pedazos de planetas que cayeran
directos sobre el estómago, sobre el alma, sepultando
el último resto de esperanza que aún quedaba, continúa
en el andén el tráfago de maletas, el ir y venir
de los desconocidos eternos pasando por primera y última vez
sin dejar huellas, marcas, nada para recordarlos después,
continúa el ruido infinito, la precipitación, el pregón de los periódicos,
continúan los altoparlantes anunciando ómnibus que llegan o parten,
y todo, absolutamente todo transcurre en la Terminal
igual que aquel 22 de junio de 1952 cuando me vi de repente,
solitario y solo, el más solo de los hombres, desembarcando
en esta ciudad tan grande. Y acaba de llegar,
¡por lo que más quieras!,
ómnibus que traes a mi muchachito de entonces.
1989
LUIS SUARDÍAZ
(Camagüey, 1936 —Ciudad de La Habana, 2005)
Obra poética: Haber vivido (1966); Leyenda de la justa belleza (1978); El pueblo en las calles (1981); Todo lo que tiene fin es breve (1983); Estas son mis sagradas escrituras (1988); El pez en el agua (1988); Tiempo de vivir (1988); Nuevos cuadernos de clase (1989); Papel mojado (1991); Exploraciones (1992) y Voy a hablar de la esperanza (1996).
UNA CASA EN LA CALLE ROSARIO
I
Francisco y Ramón Rivero Rojas aderezan los cujes de marabú
que formarán la cerca del fondo.
El nuestro es un patio para perderse en las primeras búsquedas.
En las hojas de la colonia se ven flores de apariencias sintéticas,
las manzanitas agrias promueven la cría de gusanos de manso fuelle,
el almendro abre su taller libre de pintura impresionista,
como bombas sordas caen los aguacates, sus semillas saltan
hacia la primera plana de las revistas agrícolas.
La yagruma es luz neón dándose por anticipado y una avanzadilla de
kikalias
combina verde y rojo, como cierto Monet.
II
Dominios defendidos por Duque, escudero de fino instinto
que gusta de saltar sobre mi cabeza y entregarse a una danza
primitiva
en la que juegan el papel principal sus patas traseras.
Sus ojos, húmedos y pardos como los míos, me estudian sin pestañear
y pasan las rabiches, los gorriones y las reinas brujas
que tanto desajustan nuestros mundos oníricos. Duque no malgasta
sus gruñidos
y, cuando su radar denuncia enemigos circunstanciales, se apresta
al combate.
Cuando Duque anda por ahí, persiguiendo hábiles antagonistas,
siguiendo la pista de una desconocida en celo, son días para jugar
al solitario aprender que el tiempo es largo. Sus heridas del regreso
hablan de peligros y victorias y del lomo en fuga de un amor
que confunde su olfato.
Una madrugada en que dormíamos, a Duque se lo llevó la aventura.
Mi padre se fue poniendo huraño. Yo me pegaba a la cerca de marabú,
queriendo sacar su alegre modo de gruñir de los ladridos colectivos.
No es que todavía esté esperando, sino que empecé a saber
que todo a mi alrededor y yo mismo iríamos cayendo en esa sutil
manera
de desaparecer que es transformarse.
III
Casa de la calle Enrique Villuendas,
nombrada Rosario, como la cuenta de los misterios, la tierra
dinamitera
de Miguel Hernández, cierta máquina hidráulica y como vuestra señora
y como aquella musa instantánea de José Martí.
Casa de ver llover sobre la tierra
mientras mi padre y los vecinos de confianza buscan tesoros
concedidos por los espíritus piadosos. Tesoros ariscos, invisibles
como las voces y los cuerpos de las plegarias.
Casa de los chamicos rosados, buenos para aliviar el asma
de mi madre, casa de los piñones intocables, pues guardan
la sangre del crucificado y los virnesantos.
Casa de la pobreza que es la inventora de Pierrot y la Luna.
IV
La madre criolla hace llamear su cresta.
Pronto romperán la cáscara los desvelados de patas frágiles.
Mi hermana y yo le tributamos vigilia.
Quién verá primero las príncipes cabezas, quién adivinará
la cifra mojada de recién nacidos.
Los llevaremos al palacio de dos puertas que el tío Paco
ha construido con maderas lluviosas, mosquiteros de alambre
pestillos de cobre, y en cuyo piso de dagame
hemos puesto las jícaras de agua clara y polvo de maíz.
Junto al marabú escarba un pelotón.
Allí están las criollitas verdinegras lustrando sus cortas alas,
las leghorns blancas, forasteras de fláccida corona.
Un gallo de pescuezo limpio ofrece lombrices de la tierra
a las pollonas en edad de merecer, otro, más experimentado,
arrastra su cola silvestre y llama a las infieles ponedoras.
V
El tostadero de café es hermoso como los trenes de cuerda.
El grano que llega con su olor de aceites de importación
tiene enseguida un decisivo encuentro con el fuego.
Mi padre es un mago envuelto en humo que hace girar la bola,
acarrea leña de corazón duro y se da órdenes a sí mismo en alta voz.
Sube a su tiempo la noche y debemos dormir.
Mas, prefiero asomarme al aroma del café,
mientras mi padre empuña su rastrillo y cambia de sitio
las capas oscuras, los sueños materiales del porvenir.
Es hora de someterse a las muy gastadas sábanas,
pero escojo las vueltas de la esfera que parece un planeta
en formación,
pruebo las muestras deficientes, sigo los giros del agua
de las regaderas que refrescan las semillas,
me asomo a los secaderos y desafío la temperatura ambiente.
Mi padre llena y cose los sacos, prepara los molinos,
canta por lo bajo y convierte en polvo mágico estas brazas difíciles.
Mi padre, ese hechicero humilde, tapado con un saco de henequén,
que busca las herramientas del oficio con sus urgentes ojos verdes.
Es preciso tirarse en el lecho.
Pero mi madre trajina suavemente y prefiero jugar a que la ayudo,
desplazándome entre molinos de torpe respiración, rastrillos,
básculas, secaderos y cáscaras quemadas.
VI
Si las estrellas no aparecen hoy
y la luna parece no recoger la luz del sol, si el patio es un escenario
en vías de extinción, es porque arrecia el huracán, la cola del huracán
desarbolándonos. Es porque octubre apenas sobrevive
al espadón de agua y viento. Dan los saúcos golpes ciegos, se desbanda la ipomea y las ráfagas disuelven el juntamento de las aves.
El río rompe al fin la resistencia del Zanjón y hostiga los ladrillos,
los cujes de las cercas.
Ajetreo de los mayores, bultos que se escurren, gatos
que llegan maullando refugios, algarabía de las ciudadelas de Palma,
éxodos nada religiosos de inquilinos que van no se sabe adónde,
muchachitos que resbalan en los quicios de Montera, Triana, Tío Perico
Toma final de los tragantes de Rosario, Los Pobres, San Fernando.
Ratas vivas que intentan burlar la corriente.
Carga el huracán contra los pobres sin oficio,
los empleados de un día a la semana, los iletrados,
los artesanos que viven del aire en las tierras del Zanjón.
A la noche regresan los más esperanzados,
portando velas y antorchas rudimentarias, para ver si algo mínimo,
sobrante, necesario queda en pie.
Durante la sequía, el enemigo es el incendio súbito,
entonces suenan no las trompetas de Jericó sino las tardías sirenas
de los bomberos, y los desamparados remueven penosamente
las cenizas,
entonces el aire seco también arde en la noche y lloran
en conjunto los niños que morirían sin conocer la adolescencia.
Pero quien carga ahora es el viento inconsolable, al frente de aguas
que rompen y desmontan las nada establecidas viviendas de cartón.
VII
Campanillas de mayo, rabo de gato, azafrán, botón dorado del aroma,
diminutas carnívoras de angélica apariencia, saúcos, palo santo.
Si pasamos el vencido puente de ladrillos, si cruzamos ese hilo
de agua
tibia que es el río, ganaremos las llanuras del Casino, y haremos
como que jugamos a la pelota con otros prospectos de barrios
confinados,
pervertidos por la difusión creciente de la astrología.
De regreso probaremos la puntería de los guijarros,
acopiaremos vainas de flamboyanes y almendras ácidas, asustaremos
a las ranatoros que todavía no ilustran las cartas gastronómicas,
pescaremos biajacas con anzuelos de alfileres y esparciremos
en el crepúsculo, el polvo de las derrotas y las victorias beisboleras.
Se comerá todo lo que haya sin darle cuenta al paladar.
Y hallaremos en cada pieza de la casa el perfume de la noche
de mayo.
VIII
Casa de altos puntales y ventanas abiertas al azar.
Techos de ondulante barro infinito,
pradera de begonias, tilos y helechos de hojas bien compuestas
bajo las que pasaban las hormigas cargadas con sus víveres.
Tan grande que la noche más grande cabía en sus dominios.
Fue necesario reducirte de manera que cupieses en la mochila.
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