La idea federal. El derecho de los pueblos en el siglo XXI (Argentina) (página 2)
Enviado por Oscar Eduardo Sánchez
Así en 1625, alarmado Felipe IV con los precios excesivos 'a que ha llegado el premio del trueco y reducción de la moneda de vellón a la de oro y plata en daño universal del comercio de nuestros reinos en que es justo poner remedio', manda que el premio no pueda pasar de diez por ciento, que en las obligaciones o contratos ya hechos de pagar en oro o plata, los deudores cumplan lo que no hubieran recibido en las dichas monedas, o en pasta, con pagarlo en moneda de vellón, 'a razón de los dichos diez por ciento'.
Era una verdadera ley de curso forzoso que prohibía contraer obligaciones 'a pagar en oro o en plata si no fuere lo que se hubiere recibido en ella'.
En 1626 se fija el premio de veinticinco por ciento. En 1628, creyendo que las mercaderías seguirían el precio legal del dinero, se reduce a la mitad el valor de la moneda de vellón; y 'por que hecha la reducción de esta moneda, el precio de las cosas irá igualando con el, y cerrarán los excesos que ha habido en ello y en los truecos'. En 1636 se aumenta su valor previo resello, 'y a de correr el quarto que hoy corre por cuatro maravedíes por doce, y los ochavos por seis maravedíes, de manera que la pieza que hoy vale y se llama dos maravedíes ha de valer seis, y las piezas que llaman quartos y valen cuatro maravedíes, valgan doce'.
En 1638, apercibido el monarca de los grandes males que trae el exceso de moneda de vellón, ordena que se vaya consumiendo o convirtiendo, como diríamos en estilo moderno, y 'para que esto se execute sin daño de los particulares y por los medios mas suaves y blandos, mandamos que todos los arbitrios, que están dados por los del mi consejo, y por otros consejos, juntas y tribunales, o ministros que han tenido y tienen comisiones mias, a algunas ciudades, villas y lugares de estos reinos, para donativos como para otros servicios, que las dichas ciudades me hayan hecho, compras, o pagar deudas, corran y se continúen, y todo lo que de ellos procediese después de pagada nuestra real hacienda, o las deudas, para que se otorgaron, se aplique y Nos, desde luego, lo aplicamos para el consumo de la moneda de vellon'. Es curioso y significativo como la vieja historia parece repetirse en las diversas épocas con ¡otros nombres! La cuestión monetaria del siglo XVII presenta analogías sorprendentes con la actualidad económica.
La moneda de vellón es nuestra moneda fiduciaria, que antes como ahora, perturba los precios, mantiene una estabilidad molesta, se presta a especulaciones ruinosas para el público. Y antes como ahora se decreta su valor, se prohíben los negocios a plazos: 'mandamos que ningún corredor, ni otra persona, trate, ni concierte trueques de estas monedas por vía de cambio o interés fisco, a razón de tanto al año, o al fiado, en que se considere darse más estimación al oro o plata por el vellón de más de los precios referidos, o en otra cualquier forma, ni sea medianero por semejantes contratos, pena de diez años de galeras y perdimiento de sus bienes'; se crea una armazón artificial para contenerla dentro de ciertos límites y regularizar su marcha.
En 1653 resuelve el Presidente de la Audiencia de la Plata que 'la dicha plata resellada de a siete reales y medio valga como hasta aquí y ninguna persona dexe de recibirla, pena de quinientos pesos corrientes y treinta días de cárcel si fuese español, y si fuese judío o persona de baxa calidad, doscientos azotes'.
Buenos Aires tenía intereses encontrados con la Monarquía. Cuando en Madrid clamaban por la moneda sana, se sentía muy cómoda con la moneda enferma. Cuando se decretaba su consumo o conversión, su comercio, representado por el Cabildo pedía, que lo exceptuaran de la ley, o que se prorrogaran los plazos, 'que por hallarse esta ciudad al presente, se dice en 1653, con el conflicto del consumo de la moneda por haberse cumplido los ocho meses de término…' en el mismo año se concedió una prórroga de ocho meses 'para que corra la dicha moneda resellada…'. Es que la ciudad tenía su sistema monetario original.
La moneda fina circulaba poco, servía para guardar los capitales que se ocultaban a las miradas rapaces de los gobernantes. La ciudad no producía oro ni plata, pagaba sus saldos con los frutos del país. Su moneda internacional eran los cueros cuyos precios se mantienen muy firmes y uniformes durante todo el siglo.
Para las necesidades internas la moneda de vellón era perfecta, no obstante sus alzas y bajas. No representaba un equivalente de metal precioso como en España; era un signo, un sustituto de valores.
El real vellón era el signo, el sustituto de las riquezas privadas dentro de los límites de la ciudad, por una convención social tácita, impuesta por la naturaleza de las cosas. Así como en los primeros años se usaban la harina y los cueros; convención análoga a la que da significado a las palabras de un idioma popular. El obrero sabía que su jornal de tantos reales representaba una cantidad de pan, carne y vino…y esta relación la aprende desde su infancia, es un conocimiento instintivo, inconsciente; inculcado por la repetición continuada de los mismos actos, se incorporaría a su organismo como se asimilan las ideas de tiempo y espacio
Todos la aceptan sin detenerse a reflexionar sobre sus condiciones intrínsecas y su relación con el oro y la plata: satisfacía una necesidad vital de la agrupación. Su consumo traía graves males a juicio de los contemporáneos, por 'no tener otra ninguna de valerse esta República para el comercio y uso de los vesinos'. A nadie se le ocurría atacar ese convenio tácito; por instinto de conservación todos sentían su carácter fatal y necesario. Una de las tantas mentiras convencionales, si se quiere, del tiempo colonial pero tan buena y eficaz como las que nos facilitan la vida en los tiempos contemporáneos.
Sometido al criterio de los estadistas de Madrid, esa moneda falsa era un mal que debía repararse cuanto antes, sin ahorrar sacrificios. En nuestra economía de ciudad era un bien, el idioma de los negocios que permitía sustituir los valores por un signo barato y sencillo.
Durante dos siglos se vivió en ese régimen, familiarizándose el pueblo con un sistema monetario original. Esos hábitos sociales (agregamos nosotros, luego continuados con el papel moneda), esos fenómenos que se observan todos los días, imprimen huellas en la inteligencia, constituyen categorías del espíritu como el espacio y el tiempo".[7]
Recorriendo diversos documentos privados, ventas, hipotecas, préstamos, inventarios y testamentos -"material abundante y sugestivo que aún no ha sido utilizado"-, reconoce atinadamente el autor.
"La Ciudad Indiana" da cuenta de diversos patrimonios -personales y familiares- de los habitantes de los primeros tiempos de la colonia. Así para 1605 encontramos testimonios totales que superan los cinco mil pesos plata -en bienes y objetos diversos, tanto bienes raíces cuanto esclavos muebles y joyas; inventarios que incluyen desde bibliotecas: "cuyo catálogo permite formarse una idea de las lecturas de la época", a créditos -dados a una sola persona- por cinco mil pesos.
Una constante la constituye, en la mayoría de los casos, la propiedad de bienes inmuebles urbanos, edificados o no, así como los préstamos efectuados a terceros (aquí podemos entender la falta de inversión en el campo y la consecuente canalización del capital).
Los testimonios especificados cubren el período de 1605 a 1612, excepto uno, de 1647 por el que nos anoticiamos que una vecina "presta al gobierno mil pesos plata"; y se refieren, por los montos de las fortunas, a gente ciertamente acaudalada (por un testimonio extranjero, a finales del siglo tales montos serán considerados de "comerciantes de menudeo", mientras que aquellos de principios habrán trepado hasta doscientas a trescientas mil coronas). No obstante ello, un censo de 1643 realizado entre la colonia portuguesa residente en Buenos Aires, incluía a seis comerciantes, dos empleados, veintiséis artesanos y treinta y tres labradores (¿Serán los mismos que aparecen cien años después, según lo consignamos precedentemente?). Esto es, "gente de condición mas bien humilde", que declaran -en un rango de 300 a 10.000 pesos plata-, un promedio de 2.700 pesos de fortuna personal -incluidos sus respectivos esclavos-, cuyo valor era de aproximadamente 100 pesos el negro adulto.[8]
Cierto es que el contrabando daba pingues ganancias -baste como ejemplo que de 1589 a 1700 un cuero de vaca se exportaba a un peso plata, cuando una vaca costaba 10 paolos; como ambos mantuvieron su valor constante, no así la relación de paridad de la moneda de vellón con la plata, se puede estimar que, según las variaciones o depreciación, tal ganancia osciló entre el 80 y el 300%-; pero también las dejaban la evasión fiscal, y de ésta participaba toda la sociedad con capital mientras que del contrabando sólo lo hacían los opulentos y monopolistas-; sobre los motivos de este 'deporte' volveremos en otro punto.
No caben dudas que la explotación irracional del trabajo de los desposeídos fue componente importante de la vida económica colonial. Sobre esto tendremos oportunidad de volver en los puntos inmediatos, ya que merece un título aparte dentro de nuestro análisis.
Pero el sistema económico que llevamos visto hasta aquí -poco feudal, por otra parte-, no se alcanza ría a completar si no es con una cuestión que J.A. García, a pesar de la profusa documentación que nos revela, no alcanza a desentrañar debidamente, y que forma parte de esa especie de mito creado sobre la pobreza generalizada que caracterizó -supuestamente, repetimos- a la vida colonial. Más bien parece ser una determinación, una decisión impresa por los habitantes en su disputa con la Corona -tal como acabamos de ver en los documentos anteriores-; pero además, y éste es el solo punto de discrepancia con el autor, es porque los inmigrantes no eran todos desarrapados al momento de arribar a nuestras costas. Es más, muchos de ellos traían ingentes fortunas personales y familiares.
La lista de acompañantes de Mendoza primero, de Cabeza de Vaca y también de Garay, atestigua que entre ellos no sólo había ilustres familias de la Vieja España, sino que incluía acomodados burgueses de varias zonas de España; y juntamente, justo es reconocerlo, gentes de escasa o nula fortuna; todos encandilados con las noticias de las riquezas minerales de la América.
¿Significa entonces que sostengamos que la colonia vivió en la opulencia desde sus comienzos? ¿Que no hubo hambre? ¿Que no hubo explotados? Nada más lejos de nuestro ánimo. Hemos tratado de atestiguar el grande movimiento y generación de riqueza, sin mengua que en el próximo punto tratemos de ver las consecuencias sociales de profunda injusticia e iniquidad que tal sistema económico hubo de establecer.
El sistema social
Este es uno de los temas donde más se advierten contradicciones y confusiones a lo largo de toda la obra de J.A. García, tal vez por su pronunciado prejuicio ideológico y científico.
Todo el encomillado pertenece a distintos capítulos de "La Ciudad Indiana", por lo cual los incluimos en una sola referencia.[9]
El sistema social de la colonia, desde sus comienzos, muestra una complejidad bastante más desarrollada que la que mostraban sociedades pretéritas, con cuyo espejo, aún a modo de reminiscencia, el autor quiere asemejar. Inclusive la categorización en clases –concepto más moderno-, sería una simplificación que no mostraría la referida complejidad e interrelaciones. Así, los estratos o grupos los podemos enumerar de la siguiente manera: terratenientes, grandes comerciantes, altos funcionarios militares, comerciantes de menudeo, profesionales, artesanos, bajos funcionarios, labradores, empleados, indios y esclavos. Fuera del sistema, dato que se registra desde la iniciación misma, se componía tanto de españoles, como de mestizos, mulatos, indios y esclavos (todos "alzados", de más está especificarlo).
La cuantificación, elemento esencial para todo análisis sociológico, resulta prácticamente inexistente y, en los pocos datos especificados, no confiable por contradictoria. Por otras fuentes, podemos saber que la población total de la colonia en 1580 ascendía a 300 habitantes; en el año 1602 ya sumaba 500 pobladores, y el último dato (mas cercano al período inicial que estudiamos, trepa a 1778, cuando, con el primer censo, Buenos Aires registra 24.205 habitantes. Juan A. García sólo especifica este último dato, pero lo ubica en 1744, con un total de 16.306 (distribuidos en 6.083 rurales y 10.223 urbanos -Pág.21, aunque en la Pág. 52 para estos últimos indica 11.220, diferencia que puede ser error de impresión.
Como se ve, hasta las estimaciones pueden inducir a equivocación, razón por la cual nos abstendremos de hacerlas. Solamente transcribimos que en diferentes pasajes "La Ciudad Indiana" hace constar que, como ha quedado dicho, en 1744 del total de habitantes, 327 eran propietarios, y que según testimonio de un extranjero, en 1690 aproximadamente 200 familias eran consideradas comerciantes de menudeo, cuya fortuna se ubicaba alrededor de 15 a 20.000 coronas.
De la misma manera resulta muy difícil establecer el número de indios, esclavos y mestizos que sufrían las mayores injusticias del sistema colonial. Para los indios, los datos aportados son los siguientes: Encomiendas originales: 3, en 1677 sumaban 26; Reducciones: Santa Cruz de los Quilmes, población en 1680, 455, en 1695, 384; Santiago del Baradero, en 1696, 77, en 1722, 109. En 1615, según Lozano, en recorrida del Gobernador Saavedra, se encarceló a 40 encomenderos por no abonar a los indios el pagamento estipulado. En 1622 el Gobernador Góngora contó en un viaje de inspección 91 indios y 12 indias de servicio. El mal trato, las enfermedades, el alzamiento y las dificultades de seguir reclutando indígenas para el trabajo en la ciudad y sus alrededores, hacen que para 1769 un obispo constataba la desaparición de indígenas de la ciudad.
En cuanto a los esclavos, su cuantificación es directamente nula; al igual que para los otros estamentos de desposeídos.
No obstante, por estos escasos datos y testimonios cuantificados es posible inferir una contradicción en J. A. García, cual es que, según el autor, no había una clase media en la sociedad colonial. Muy por el contrario, creemos que la misma estuvo en la misma génesis social, formada en particular por los comerciantes de menudeo, los escasos profesionales existentes (que no fueran funcionarios), los artesanos, una parte de los militares y otra de los labradores. En di versos pasajes se relatan condiciones y costumbres que así lo demuestran.
Los comerciantes de menudeo eran sumamente controlados y vigilados por los poderes públicos, incluso veían limitada su ganancia al 20%; y padecían, al igual que todos los sectores productivos, una gran presión fiscal. La alta regulación legal no siempre desfavorecía al consumidor y al productor, ya que por los 'estancos' se movilizaba la producción y se establecían precios sociales (a veces también, justo es reconocerlo, esta facultad mucho tenía que ver con el venialismo del funcionariado).
La altísima regulación se puede apreciar, por ejemplo, en disposiciones de 1614 por las cuales "los pulperos no amasen y vendan pan, salvo que tengan chacra propia". En 1654 se ordena que los pulperos no puedan vender cosas propias, "sino que ayan de bender sino lo que le dieren a bendage".
Para evitar las excesivas ganancias de los minoristas, se dispuso en el 1663 que los importadores ofrecieran primero sus mercaderías al público "para que los naturales de esta ciudad puedan comprar por menos". Son innumerables los testimonios similares.
Respecto de los artesanos, en 1662 los zapateros combinaron un alza de precios, basado en el ocultamiento del cordoban, trámite indispensable de la operación comercial, ayudados "por algunos funcionarios y gentes de alta posición" ("de los essentos de la jurisdicción hordinaria" según consta en las Actas del Cabildo) y que impedían la acción de la justicia. Este conflicto, que a pesar de las graves penalidades que estipulaban las referidas disposiciones, terminó con el triunfo de los artesanos, pero nos informa de las interrelaciones de los distintos sectores sociales (la "importación" de las mercaderías de otras provincias también estaba en manos de los grandes comerciantes, tal como el contrabando y el comercio exterior legal).
Respecto de los funcionarios (altos y bajos) conviene señalar, para no caer en la simplificación de creer que todos por igual estaban implicados en acciones venales, que el propio régimen colonial se prestaba a equívocos. Así, por ejemplo, los monopolios no estaban debidamente legislados "dependían en absoluto del capricho arbitrario" (de los regidores).
En la concesión de estancos (en lenguaje moderno, derechos especiales y transitorios de venta, por época y/o artículos) tal vez se hayan cometido abusos y privilegios (en el texto no constan documentos probatorios) pero no siempre eran desfavorables al mercado: "y mandaron se den pregones a la dicha postura de estanco y aviendo mejor ponedor se admita la postura o posturas…" No obstante, son innumerables los testimonios que evidencian la disconformidad de la población, tanto con el desempeño como con las condiciones mora les de sus funcionarios y dirigentes. Un ejemplo de los orígenes de tal descontento, responsabilidad del sistema colonial central (y que contribuyó como pocos a generar esa conciencia de desconfianza tan característica) es que por escaseces del tesoro, hubo épocas en las que los cargos estaban a la venta -o alquiler- y muchos de ellos, además, de forma perpetua y hasta hereditaria. Los datos conocidos testimonian de esta práctica entre 1617 y 1672, llegando al colmo en 1619 en que se llegó a tener un Cabildo enteramente compuesto por cargos comprados ("es probable que el negocio se malograra por el exceso de oferta") y con posterioridad el predominio es de cargos electos.
Los militares, en los primeros tiempos de la colonia, no representaban más del 10% de la población -contra la "idea" que normalmente se tiene al respecto- y sí es cierto que, al menos en "los papeles" emanados de las autoridades españolas, por su condición gozaban de preeminencia en el otorgamiento de propiedades. Pero especialmente gozaban de una función, tanto por tradición como por necesidad, que los ubicaba en lugares de conducción de la "pirámide social".
Sobre los labradores, ya nos hemos referido en la descripción de la vida económica, razón por la cual creemos oportuno transcribir lo siguiente: "Siembra lo indispensable para vivir y pagar sus arriendos: 'mide sus labores por los frutos que pueden sólo desempeñar le de su contribución anual con una triste y muy escasa manutención de su familia, que tal vez está en cueros, sin trato civil, ni salir a la luz pública por su extremada desnudez', seguro de que la cosecha abundante aprovechará al propietario, fisco, usurero capitalista, a toda la turba parasitaria e infecunda antes que al productor".
En cuanto a los pudientes, en razón y respeto de la extensión del trabajo, creemos que está suficientemente dicho su papel y dinámica en la vida colonial, por lo cual nos excusamos de abundar en ello.
Quedan, finalmente, dos sectores, los más caros a todo buen sentimiento humano. En primer lugar, los esclavos. Ya hemos dicho que resulta difícil cuantificar su presencia en la vida colonial del Río de la Plata. No obstante ello, sí es necesario especificar que cada negro costaba alrededor de 100 pesos plata, a la vez que su trabajo redituaba entre ocho y diez pesos mensuales, mientras que su alimentación (único costo de mantenimiento) era el mínimo para la subsistencia. De su trabajo vivían y se servían casi todas las familias (no sólo las potentadas, sino también las de los sectores intermedios, tal como se desprende del censo al que hacíamos referencia sobre la colonia portuguesa y que incluía a "gente más bien humilde").
Queda por agregar, recurriendo a otras fuentes, que la esclavitud era un fenómeno desconocido en la España medieval, siendo más bien un fenómeno casi contemporáneo a la colonización americana.[10]
El mismo Colón es seriamente reprendido primero, y encarcelado después, por haber recomendado y ejecutado la dicha práctica. Portugués de origen (en la latinidad), el primer antecedente que se reconoce de esclavismo data de 1511 en Centroamérica; con posterioridad se difumina con suma velocidad ya que representaba el mejor sustituto de trabajo de indios y mestizos, tal como puede observarse en una comunicación de 1677, por la cual el Cabildo pedía al Rey "le conceda algunos navíos de negros pues en ella (Buenos Aires) no ai otros labradores ni travaxadores que cultiven la tierra" (sin desmerecer la validez de tal documento histórico, no podemos callar el aserto de que en la mayoría de los casos todas las comunicaciones que partían hacia España estaban "coloreadas" de una cierta tendencia tremendista y de minusvaloración que en realidad escondían una forma de lucha con la corona y sus funcionarios).
En segundo lugar, y para finalizar el análisis de los distintos sectores coloniales, nos queda el que hemos denominado (con la excusa del desliz de lenguaje) de los marginales. Compuesto por distintas etnias y motivaciones, tienen el común denominador de estar claramente fuera del sistema. No hay un solo dato ni indicio que nos permita inferir, que algún sector se preocupara de ellos, excepto una comunicación (tardía, ya que pertenece casi al tiempo virreynal) por la que nos enteramos que algunos funcionarios los contemplaban ("…a los pobres…") para ganar nuevas tierras y riquezas.
Inicialmente, incluso, no eran "carne de frontera". Ya en 1598 Hernán Arias promulgó un bando contra "los que se embriagan y emborrachan, bebiendo vino demasiado desdeñosamente, haciendo juntas y corrillos en algunas casas de esta ciudad y chacras y que lo tienen de costumbre"; se los condenaba a destierro perpetuo, así como a flagelaciones físicas y escarnio público.
El teniente Gobernador Meléndez, decreta, luego, pena de azotes y multa contra "indios, negros, mulatos y 'gente baja' que hurtaban a sus patrones, fuera ganado "y otros mantenimientos y los venden ocultamente en las pulperías y otras casas" (nuevamente aparece la presencia de diferentes sectores en las prácticas sociales que desmitifica que cada uno de ellos fuera compartimientos estancos de los demás). Con posterioridad, se decreta pena de muerte contra los cuatreros.
La situación de la propiedad era sin dudas uno de los motivos principales de los conflictos internos de la colonia de las primeras décadas. El origen de ello obedece a tres cuestiones: en lo superficial encontramos la distribución realizada y ordenada por Garay sobre las tierras, las formas de explotación de las riquezas, y el proceso de formación, acrecentamiento y concentración del capital.
En otro plano se puede decir que la expulsión que realizaba tal sistema, combinada con una administración que poco hacía para remediar la injusticia pro funda -luego veremos que había formas institucionales para atacar los fenómenos-, ya que sus preocupaciones esenciales eran la recaudación y el comercio, y no alcanzaban a remediar el efecto de profundización de tales condiciones de pauperidad.
Finalmente, hay una tercera cuestión, y es que para los españoles y sus hijos que eran marginados, operaba la memoria cultural de derechos anteriores -y ahora perdidos por aquella doble injusticia antes descrita-: "Su sensación es que la Pampa y sus numerosos rodeos pertenecen a todo el mundo, un don de Dios… carneando cuando tiene hambre, levantando su rancho donde quiere, con o sin permiso del dueño".
Ya en 1636 (cincuenta años después), el Gobernador Dávila promulga un bando porque "ante el hurto de ganado de todo tipo (que es muy grande) quienes lo perpetran 'alegan ser uso y costumbre en estas partes, y no ser delito… mando que ninguna persona de cualquier estado y condición (nombra todos los sectores enumerados inicialmente)…sean osados a tomar ni hurtar ni en otra manera llevar…sin expresa licencia y
voluntad de sus dueños, so pena de la vida y las demás penas por derecho establecidas".
La discrepancia que planteamos con J.A. García es que no es cierto que "el proletariado no tenía la menor idea de la (propiedad)", sino que justamente era un derecho ancestral que le había sido arrebatado, lo mismo que el derecho a la manutención, por un orden demasiado nuevo y que no le pertenecía, ya que las instituciones que existían en la formalidad, más no siempre en la práctica, lo desamparaban en forma creciente, y que incluso, como la de accioneros, cada vez más servían para acrecentar el bienestar de unos pocos; punto éste en el que se ve claramente ese lento y doloroso pasaje de un orden de derechos en el que las personas y sus comunidades eran el centro, a otro, fundado en la ley racionalista, en el cual el centro se traslada al Estado, la autoridad formalizada, y los privilegios mal repartidos.[11]
Sobre este tema volveremos oportunamente cuando tratemos algunas instituciones hispánicas.
Concordante con esto, queda por último la cuestión social del hambre, cosa que para no ser reiterativos, la incluimos en el siguiente punto, sobre las instituciones, pues si bien, como siempre, afectaba en particular a los más necesitados, ponía en jaque al conjunto de la sociedad colonial inicial.
El sistema institucional
Diversas son las formas y sus fuentes de las que se compone el sistema institucional colonial. Para su mejor comprensión las agruparemos en políticas o de gobierno y sociales; y a la vez en genuinamente españolas, e indígenas.
De la misma manera, sólo analizaremos aquellas que tuvieron presencia y desenvolvimiento activos en el Río de la Plata, mientras que aquellas otras que ejercían influencia indirecta por ser órganos directores, pero que estaban radicadas fuera de este territorio, nos limitaremos a indicarlas cuando fuera menester.
Reducciones
Era la forma ideada para traer pueblos errantes a la vida sedentaria.
Las Leyes de Indias adoptan como régimen legal y de gobierno el sistema jesuítico, que sucintamente transcribimos:
Se nombraban alcaldes y regidores indígenas. Su jurisdicción alcanzaba para encarcelar en prisión española, así como castigos físicos muy duros;
El gobierno local quedaba en manos de las autoridades indígenas. En ausencia de justicia general, podían prender negros y mestizos;
A los Mayordomos los nombraba el gobernador o audiencia, y les estaba prohibida "la vara de la justicia";
En los pueblos de indígenas no se podían vender oficios ni éstos podían ser propietarios;
Los sitios destinados para pueblos y reducciones debían tener comodidad de aguas, tierras y montes; entradas y salidas; un ejido de una legua de largo, donde los indígenas tuvieran sus ganados sin mezclarlos con los de los españoles;
No se les podían quitar las tierras y granjerías que anteriormente hubieran poseído;
Se debía procurar fundar los pueblos cerca de donde hubiere minas;
Las reducciones debían hacerse a costa de los tributos que los indígenas dejaran de pagar por título de recién poblados;
Podían elegir entre marchar a la reducción asignada o permanecer en las chacras y estancias donde vivían al momento de reducirlos; si en dos años no hacían lo primero, se les asignaba por reducción a las tales propiedades, sin que esto implicara dejar los en condición de yanacones o criados;
Las reducciones no podían mudarse sin orden del virrey o audiencia;
Las querellas suscitadas por el establecimiento de reducciones se apelaban únicamente ante el Consejo de Indias; a los españoles que se les quitaran tierras para ello, se les compensaba las mismas;
Ningún indígena podía transitar de un pueblo a otro, ni se les daba licencia para vivir fuera de sus reducciones;
Cerca de las reducciones no debían existir estancias de ganados; se prohibía a españoles, negros, mestizos y mulatos vivir en ellas;
Ningún español transeúnte podía estar más de dos días en una reducción; los mercaderes no más de tres;
Donde hubiere mesón o venta, nadie podía parar en casa de indígena; los caminantes no tampoco tomar cosa alguna por la fuerza.[12]
Su categoría jurídica era la de súbditos libres, sin otra obligación que la de pagar tributo al rey. En general las reducciones se arruinaron cuando fueron administradas por los españoles.
Encomiendas
"Es una institución que nace en la Edad Media. Se encargaba a los caudillos militares la defensa de un pueblo o territorio. Según los casos se paga o no algún pequeño tributo al rey. El encomendero era soberano por delegación: administraba justicia, cobraba contribuciones que se debieran a la Corona, respetando la situación legal establecida, los fueros y privilegios adquiridos" (Op. Cit. Pág. 34)
En América, como recompensas, se dieron pueblos indígenas en encomienda con limitaciones muy claras y por una o dos vidas; con obligación de su defensa y para cobrar sus tributos, ya que no se encomendaban las personas sino sus tributaciones.
Los varones de dieciocho a cincuenta años estaban obligados a ir por turno, dos meses al año, a servir al encomendero, quedando los diez meses restantes tan libres como los españoles, excepto en su derecho de tránsito.
El encomendero estaba obligado, de su peculio, a sufragar los gastos de educación y evangelización de los indígenas que le fueran encomendados, aunque por ello tenían la facilidad de descontarlo de sus propios tributos al fisco.
Mucho es lo que se ha discutido sobre la virtud de la encomienda y no existe hasta la fecha documentación por la cual científicamente pueda probarse una postura u otra. No obstante, a pesar del espíritu de la ley, la conciencia histórica está formada sobre los abusos cometidos, que llevaron a la desaparición de indígenas de los territorios gobernados por el poder colonial, excepto las Misiones, donde siguieron viviendo, y con alto grado de aceptación, hasta la expulsión de los jesuitas.
Juan A. García traduce que la encomienda "importaba la restauración del feudalismo y del antiguo siervo de la gleba con el nuevo nombre de mitayo". Al efecto comete aquí, creemos, dos importantes errores. El primero lo desprende de una escritura privada de 1603, en la que el poderdante se reconoce "a que estoi obligado por razón del feudo y encomienda de indios" que había recibido por herencia de su padre.[13]
En rigor (tal como puede observarse en la nota de referencia) la tal escritura no es sino una casi reproducción de las leyes vigentes (como no podía ser de otro modo, pues al tratarse de un instrumento de derecho, lo contrario podría haberle acarreado serios problemas penales); es decir, no se desprende de ella que el encomendero en cuestión se hubiera convertido "como su antecesor medieval, en propietario de la tierra, y soberano de sus pobladores". No debemos olvidar que 'feudo' es familia de la palabra 'fides' y bien ocurría que la tal fidelidad -a Dios y a su Majestad- también fuera extensiva y lo obligara a los indígenas encomendados (cuando no, un giro o fórmula como el actual "ante mi").
El segundo error deviene de olvidar que la Mita era una institución aborigen y que, como tantas otras modalidades típicas de la organización de los indios, España no hizo sino recogerlas y legislar en consecuencia, con, al parecer, un alto grado de aceptación de los actores.[14]
En la citada escritura no hay una transferencia de personas y servicios que sí indudablemente hubieran significado una servidumbre o vasallaje, sino un mandato de continuidad referido a la marcha de su propiedad. El uso de las palabras 'feudo', 'mandar', 'servir', 'ocupar', comprendidas fuera del marco histórico y del estilo lingüístico, podrían hasta implicar esclavitud.
Cabildo
Por ser variadas sus funciones y competencias, y para mantener una ilación con cuanto venimos viendo, comenzaremos con aquellas que hacían al "mantenimiento". Una de las obligaciones que se le imponían a los corregidores era la de velar por el sustento de las poblaciones. La tasa del trigo, por ejemplo (y tal como vimos en la vida económica), "fue santísima porque, según Bobadilla, en años estériles vendían los hombres las heredades y alhajas para sustentarse". Podía así, compelerse a todos los que tuvieran trigo a venderlo, incluso la Iglesia, al contado, y si la hacienda pública no contara con fondos ni de donde haberlos inmediatamente, obligar a los ricos a prestarlo. Estaba facultado el Cabildo para impedir la exportación e importación de trigos y harinas, según la situación del mercado, así como regular su precio. Por ejemplo -según Juan M. Gutiérrez, en 1611 se declara: "que mediante a que la presente cosecha manifiesta esterilidad, y que puede haber necesidad de pan, se le diese a cada uno el trigo necesario para el gasto de su casa y para la siembra, y el de más que con mil cien fanegas tengan de manifiesto, amasándolo el que tuviere forma en su casa".
En 1612 se ordena a los agricultores tener a disposición 630 de las mil setecientas noventa fanegas cosechadas en dicho año. En 1666, por ser la cosecha justa a las necesidades, se prohíbe "se saque trigo o harinas" por ningún medio o personas hacia la ciudad de Santa Fe, donde escaseaban; más al año siguiente, cuando ya se había instalado la hambruna, y en Buenos Aires se cosechaba 11000 fanegas de trigo, el Cabildo resuelve socorrer a aquella permitiendo la exportación de 200 fanegas, y recomendando se haga por vía del comercio privado.
A pesar de todas las regulaciones y controles -en los que tal vez, por diversos, buenos y malos motivos, el Cabildo se haya excedido, como afirma nuestro autor tan enfático como repetidas veces-, la sociedad encontró siempre la manera de escapar de ellos. Son innumerables los testimonios que hablan de esta sorda lucha, así como de la interrelación que con ella se entablaba entre todos los sectores sociales, en desmedro y a pesar "del clamor con que los pobres buscan el pan de cada día", tal como manifestaba el gobernador Villa corta en 1661.
La forma institucional que debía velar, tanto en las situaciones circunstanciales de general necesidad, cuanto por los desamparados permanentes, era el POSITO, especie de banco agrícola cuyo principal objeto, repetimos, era ayudar al labrador, previendo los tráficos usurarios y las especulaciones, y socorrer a los pobres. Creados en la Edad Media por el movimiento de caridad cristiana; sostenidos y fomentados por la costumbre que casi llegó a ser obligación, en España tuvieron un desarrollo que en su cumplimiento excedió largamente los objetivos de su creación.
En Buenos Aires su papel fue más modesto, limitándose, con felicidad, a sus propias atribuciones. Ya en 1589, aunque con problemas de índole de infraestructura -¡falta de silos!- lo vemos cumplir con su cometido.
En manos de la clerecía, pero vigilados por la autoridad civil, tenían varios privilegios de importancia:
"el primero, que sus deudores no pueden compensar otra deuda, aunque sea líquida, con la del trigo o dinero de él. El segundo, que no gozan del plazo y dilación de quatro meses que el derecho concede a los condenados. El tercero, que se puede cobrar la deuda, no sólo del principal deudor, sino también de los deudores de aquél. El quarto, que se contrahe tacita hypoteca en los bienes del deudor. El quinto, que puede la ciudad compeler a los vesinos a que compren el trigo que les sobra, o que se corrompe, aunque los vesinos no tengan necesidad de ello. El sexto, que en el Pan del Pósito no pueden hacerse embargos, ni execusión por deuda que debiere el pueblo. El séptimo, que los deudores del Pósito, aunque sean hidalgos pueden, ser presos por lo que deben y están obligados a dar fiadores de saneamiento. El octavo, es que puede el Pósito tomar a los arrendadores parte del trigo de sus arrendamientos a como les sale".[15]
La carne fue, sin embargo, la salvación de los pobres. Su provisión y tarifas, también, especialmente cuidada por el Cabildo. Así, en la Pág. 89 de la obra, se muestra un cuadro que nos permite comprobarlo y a preciar el precio de la misma entre 1589 y 1671.
En la Pág. 109 y ss., Juan A. García realiza un estudio comparativo del Cabildo con las comunas anglosajonas y los Concejos castellanos de la Edad Media "destruidos por Carlos V después de Villalar". Como esta materia la tratamos en los capítulos siguientes, por el momento nos remitiremos solamente a la descripción del funcionamiento político, judicial y vecinal del Cabildo y a expresar nuestro parecer sobre la opinión del autor respecto de las comunas anglosajonas.
La ciudad nombraba, como queda dicho, sus jueces, sus funcionarios administrativos, y ejercía el gobierno vecinal. Los cargos eran electivos, aunque, como hemos visto en otros puntos, según las necesidades de las haciendas, o de los grupos de presión, se daba también que fueran vendidos o arrendados. Otras veces tal obligación fue burlada por la voluntad de los gobernadores -que eran quienes detentaban el verdadero poder colonial-; pero así como se observan desvíos de lo estipulado por la ley justo es reconocer que a la misma vez se constata celo de parte de las autoridades para reencauzar los malos procedimientos.
Por Acuerdos del Cabildo nos enteramos que los regidores, en Buenos Aires, no reciben emolumento alguno -"como en otras ciudades"-; en general gozan de la indiferencia pública, y en más de una oportunidad se debe recurrir al apremio de carga pública para que los vecinos electos acudan a recibir sus títulos (para los alcaldes ordinarios, la situación y consideración era análoga).
La administración de justicia era la tercera función esencial que ejercía el Cabildo. En primera instancia se realizaba por medio de los alcaldes de primer y segundo voto, elegidos todos los años, con jurisdicción criminal y civil. El Cabildo intervenía en los pleitos, además, por intermedio de otros dos funcionarios, de importancia social: el defensor de pobres y el de menores. Además la ley comprendía a los corregidores, justicias mayores y gobernadores.
Como tribunal de apelación conocía en todos los asuntos civiles cuyo valor no pasara de 60000 maravedíes; pero carecía de jurisdicción criminal. Finalmente quedan la atribuciones "de vecindad" o gobierno municipal: administración de fondos propios (ascendían a 320 pesos plata anuales, pero en 1666 se reconoce que "las masas de Cabildo a tiempo que están empeñadas en cantidad de doscientos pesos"); presidía espectáculos públicos; efectuaba mantenimiento de calles y caminos; reglaba los precios de granos; inspeccionaba las cárceles; los establecimientos de beneficencia y, en suma, tenía a su cargo toda la policía menor de la ciudad, sin que al rey o al tesoro lo gravase con un maravedí.
En una enumeración de Bobadilla se conocen los casos de excepción por los cuales se podía formar el tesoro comunal: cobrar tributos especiales hasta 3000 maravedíes con voluntad y beneplácito de los contribuyentes, con especificación anterior del objeto; para defensa de enemigos; por inundaciones; aguas públicas; matar langostas u otros animales nocivos; defensa de la justicia; para los Pósitos; por iniciativas de vecinos ante fiestas solemnes u ornamentaciones; y muy pocos y contados más. Los únicos impuestos que contaba la ciudad (cuyo monto antes dijimos) se recaudaban en concepto de patentes a pulperías o tiendas; un real por cada botija de vino que entrara a la ciudad; al corte de leña de los montes; y al anclaje que pagaban los buques en el puerto. Recién a partir de 1744 comienzan a diversificarse e incrementarse las imposiciones municipales.
Hasta aquí la descripción del funcionamiento del Cabildo hasta fines del siglo XVII, tal que se desprende del enmarañado relato de "La Ciudad Indiana", maraña que deviene de los prejuicios ideológicos y políticos de su autor, según los cuales, no sólo el sistema institucional era deplorable, sino que hasta el mismo pueblo, muy de vez en cuando merece alguna consideración satisfactoria, estando todo el resto dedicado tanto a ver, cuanto a agrandar y denigrar su vida, costumbres y cualidades morales. Es por ello que apela a las comunas anglosajonas ("para ver hasta que punto se ha falseado la historia"), por aquellos que defendían los cabildos en semejanza con las colonias norteamericanas.
"Las diferencias son tan radicales, afirma, en la forma y en el fondo, en el espíritu político y social que las animaba, que el método comparativo sólo procede para establecer el contraste".
Y tan efectivamente es así -lástima que el propio autor se haya olvidado de ello-, que nosotros no caeremos ni en la comparación ni en la diatriba. Simplemente queremos señalar el error que significa valorar la realidad histórica del pasado con prejuicios morales o filosóficos que bien pueden ser verdad para el historiador, y que hasta tal vez sea justa la crítica, pero que si esconden justamente el devenir histórico, empañan el criterio y juicio y desvirtúan la sensibilidad. No queremos adelantarnos a nuestro parecer, cosa que desarrollaremos en las Conclusiones sobre "La Ciudad Indiana", pero resulta sorprendente esa especie de miopía histórica que lo lleva a decir, luego del relato sistemático y apretado de las colonias norteamericanas, "y no son casos aislados, ni actitudes momentáneas, que a lo más indican la presencia de un hombre de temple, o un arrebato pasional y fugitivo de multitudes, como los comuneros del Paraguay. Era un espíritu público, una conciencia de su dignidad de hombres y de ciudadanos, del bien y felicidad comunes.
Compárese esta atmósfera moral y política con la de Buenos Aires, con aquellos regidores que decían amén a todos los despropósitos reales, acariciaban la mano que los abofeteara, y al recibir las cédulas que les quitan hasta el derecho de vivir, las besan y las ponen sobre sus cabezas…" [16]
Cierto podría ser el relato de la costumbre, pero pobre es la conciencia que las critica, conciencia causalista que no comprende que de tales costumbres… ¡tal 1806 y 1807![17]
Gobernador
Queda finalmente por ver esta última, esencial institución, ya que antes y después de ella, mucho es lo que desarrolla, tanto en la personalidad social cuanto en el desenvolvimiento del federalismo.
Su autoridad derivaba directamente del rey. La jurisdicción territorial abarcaba una provincia, o donde parecieren ser necesarios para gobernar defender y mantener la paz.[18]
Al prestigio de representante del soberano se une la fuerza material. Dice Lozano: "el numeroso presidio de (mil) soldados, que le obedecen como a su jefe militar. De hecho y de derecho, por la índole de sus poderes, tiene en su mano el resorte eficaz en materia judicial, legislativa y ejecutiva". Sobre ellas hemos dado abundantes testimonios precedentes.
Comparte con el Cabildo el derecho de distribuir la tierra pública, facultad que por su naturaleza correspondía a los municipios. Las tiene de modo especial en materia de edificación: puede expropiar bienes privados al contado o fiado; fijar contribuciones de vecinos y tierras; compeler a que presten dinero sin cambio ni interés para reparar muros, fortalezas, puentes, caminos; apremiar a deudores de rentas -o a sus deudores-, a que paguen antes de llegar los plazos; disponer de los propios para construir nuevos edificios. Vigila, además, las buenas costumbres, así como el cumplimiento de los preceptos morales.
No obstante tal poder, es común la colisión con la administración de justicia ordinaria, que, contra lo que se supone, ejercía sobre aquellos celoso y legal control -en
especial a través del juicio de residencia-, de lo cual existen varios antecedentes.
Es interesante observar que esta institución, que de algún modo proviene del fondo de la Edad Media, en el centro de la reconquista, netamente militar y política, pero de perfecta independencia de poderes y respeto a las autonomías, fueros y privilegios; que fuera desvirtuada por el exceso de centralismo en el siglo XVI (y como tal, genuina representante del absolutismo), en América parece como pegar un salto hacia atrás, y a su sombra y a su vera, vuelve a transformarse, para dar origen, desde el mismo comienzo en tierras coloniales, a un nuevo capítulo de la lucha federal.
Conclusiones
"La Ciudad Indiana" de Juan Agustín García, no hace falta lo digamos nosotros, es una de las obras más importantes de la historiografía nacional acerca de ese período fundamental, fundacional, de nuestro ser. Es una obra ampliamente documentada, continuando en esto la senda de los grandes maestros; documentos que no sólo en cantidad sino en fidelidad, son volcados al conocimiento y dominio de las generaciones posteriores.
Claro representante del pensamiento de su época, no deja de reconocer a quienes ejercen influencia en su concepción: Taine y Fustel de Coulanges, uno en la filosofía, el otro en el método. Nuestras diferencias quedan planteadas, así, en el primer capítulo, no ya respecto de quien nos ocupamos, sino con una escuela, de la cual Juan A. García es digno exponente.
Y es esa concepción -racionalista, idealista, causalista-, la que lo induce a la confusión sobre la realidad histórica; la que muy a su pesar, le impide tener en cuenta el tiempo, la sucesión de acontecimientos, algunos visibles (el hecho mismo) y otros que no lo son tal; pero que actúan y tienen tal vez tanta o mayor fuerza que aquél que se percibe. Así, entonces, el manejo del documento lo explica y determina todo (pues no es sino el fiel reflejo de un efecto de causas anteriores y a la vez, causa de efectos posteriores, deja de ser herramienta e imperceptiblemente se convierte en el fin de la historiografía); en particular si a él se ha llegado con un prejuicio que olvida lo esencial: toda realidad histórica es siempre una realidad libre. Aunque esté conformada por sujetos que no gozan de libertades.
Tamizando de "La Ciudad Indiana" los prejuicios de su autor -con el mayor respeto pues en fin era en lo que creía como persona histórica-, nos resulta sumamente conveniente para comenzar a resolver el primero de los grandes problemas de hacer historia interpretando la realidad histórica: el problema científico de fijar aquello que ya aconteció, entendiendo por historia, como queda dicho, el modo de conocer la realidad histórica (y no el modo histórico de conocer la realidad).
Intentaremos ahora resolver, a partir de "La Ciudad Indiana", el segundo problema, si psicológico, cual es el de interpretar aquel acontecer en una continuidad, el antes y el después, pero siempre el mismo, uno.
El primer conflicto que se nos aparece es la afirmación del autor acerca del feudalismo, según la cual, América no era sino una transportación del mismo fenómeno ocurrente en España. Y no sólo eso, sino que toda la construcción interna obedecían a las leyes de tal sistema. Justo es reconocer que en ningún momento hace una afirmación taxativa y exhaustiva al respecto, pero son innumerables los pasajes, y tan abarcativas y diversas las materias y hechos involucrados, que entendemos en ésta una de las cuestiones fundamentales a desentrañar.
Como se trata de un tema en el que no existe una "doctrina" o teoría sobre la que se encuentre acuerdo científico, trataremos de analizarlo según diferentes escuelas. Veamos por ejemplo, qué dice una reconocida autoridad en el estudio del capitalismo mundial respecto de la propiedad feudal.[19]
En principio, que fue un fenómeno común en los pueblos europeos durante la Edad Media. Si bien evita entrometerse en los "puntos que todavía son discutibles en el problema de la propiedad feudal, como su relación numérica con la economía campesina, el papel que desempeñó en el desarrollo del Derecho, etc.", su interés estriba -y de allí el nuestro en sus conocimientos- en desentrañar su estructura organizadora. Como queda dicho, es una estructura común a los pueblos europeos -sólo que, casualmente deja de nombrar a España en una larga lista con la que testimonia su aserto-, que muestra una condición que la caracteriza: "… el señorío feudal es ante todo una forma de economía, la realizada por una clase de gente rica, o sea de grandes propietarios, para cubrir sus necesidades, sobre todo de productos naturales, sirviéndose de extraños".
Y esto es, para Sombart, lo decisivo: "se trataba de concentrar numerosa mano de obra en un trabajo conjunto, de organizarla", siendo éste, sin dudas y por sobre cualquier otro, el elemento distintivo, característico y excluyente de la empresa feudal: el trabajo a gran escala.
El principio regulador era la satisfacción de necesidades: con independencia del número de consumidores, sus necesidades determinaban la forma y la medida de la estructura económica. Como el señor feudal, además, no disponía de mano de obra suficiente, el trabajo debía ser obligatorio: nacen así la dependencia y el servicio, aunque a veces el pago se hiciera en especie, "y así ocurría que el organismo económico componía un mosaico multicolor de las más diversas relaciones entre propietarios y trabajadores. Pero a nosotros no nos interesan esos detalles", concluye Sombart. Porque lo que le interesa es fijar y recalcar que lo importante es que los sistemas feudales (aquí reconoce la existencia de más de uno), "concentraran una gran masa de hombres", en un trabajo regular, una empresa conjunta, obedeciendo a un jefe supremo. La evolución posterior de esta organización compleja, fue tal que permitió emplearla "en cualquier momento con fines distintos al de satisfacer necesidades".
En la poderosa síntesis que realiza Hegel de la marcha de la humanidad, desde el antiquísimo mundo oriental hasta la revolución francesa, [20]encontramos que la Edad Media (ese tiempo signado por "la contradicción de la inmensa mentira… que constituye su vida y su espíritu") tiene cuatro características fundamentales: la formación de las nacionalidades; el feudalismo; el papel protagónico de la Iglesia; y por último las cruzadas, punto culminante y sintetizador de la época. Nos interesa aquí, al menos por ahora, comprender el segundo, tan siquiera extraer lo esencial, en su concepto.
El mismo comienza como reacción de los individuos frente al poder legal, pues al no haber "ya una mano dura que, desde arriba, mantuviera firmes las riendas suministrando castigos" (Carlomagno) se originó el aislamiento de los individuos, sumiéndolos en la desprotección; desaparecieron sus obligaciones de ciudadano libre, las atribuciones del caballero de hacer justicia, las de la administración, el interés por las leyes; en razón de lo cual ante la impotencia de la anarquía, "la voluntad podía referirse tan solo a lo exterior de la posesión de bienes, más en su experiencia de la importancia que tenía la protección estatal, se vio violentamente sacada de su embotamiento e impulsada, por la necesidad, a admitir la conveniencia de una unión solidaria en forma de sociedad.
Con esto los individuos se vieron forzados a buscar refugio en otros individuos y quedaron supeditados al poder de algunos señores fuertes que, de aquella autoridad que antes pertenecía a lo universal, hicieron ahora una posesión privada y un dominio personal".
Llegamos aquí al centro de la concepción contradicción sobre el feudalismo: "Así como antes los reyes y otros dignatarios conferían a sus vasallos feudos a modo de recompensa, ahora, a la inversa, los más débiles y más pobres daban cuanto tenían a los poderosos para procurarse de este modo una protección robusta: entregaban sus bienes a un señor, a un monasterio, a un abad o a un obispo y lo recibían de nuevo, gravado con la obligación de hacer algo por estos señores. De hombres libres que eran, pasaron a ser vasallos y feudatarios, y sus propiedades se convirtieron en prestadas.
Esta es la relación propia del sistema feudal.
En un largo análisis por cada uno de los países y regiones de Europa, las únicas referencias a España son, textualmente, las siguientes: "Estuvo luchando durante toda la Edad Media, sea procurando su propia consolidación, sea alcanzando victorias sobre los sarracenos, hasta que éstos, al fin, hubieron de rendirse a la fuerza de la civilización cristiana"; y más adelante, en el análisis de las cruzadas: "Otra especie de cruzadas, más bien guerras conquistadoras, pero que encerraban también el momento de la finalidad religiosa, fueron las luchas que tuvieron lugar en la Península española contra los sarracenos"; así como que del contacto con la nobleza oriental, "con su libertad y completa independencia de alma, hicieron suya esa libertad.
España proporciona el más bello cuadro de la caballerosidad medieval, siendo El Cid su héroe más destacado".
Resulta ciertamente sorprendente la diferencia de tratamiento de España respecto de los otros países europeos, pues en cada uno de ellos, y aún en regiones de cada uno de ellos, Hegel constata la aseveración genérica del feudalismo que transcribimos at-supra.[21]
Como, no por menos, puede dejar de sorprender -tras la ignorancia común de España-, la facilidad con que ambos autores comentados reducen, hacia el final de sus respectivos análisis, el fenómeno de la conquista de América: para Sombart "los viajes de exploración" denuncian la irrupción del capitalismo en el original espíritu de empresa feudal, que no se agota en la implacable sed de oro "de las ciudades costeras" (en estas "campañas de conquista y empresas colonizadoras"), sino que a su alrededor se construye una nueva forma económica, de "dilatada industria", por la cual se "traen metales preciosos… y (se envían) mercancías".
Para Hegel, "ese impulso del espíritu hacia un mas allá", es el que descubre América: una nueva cruzada (con un cierto sentido religioso, sí), pero sobre todo, la consolidación definitiva de la "restauración del saber" (y de la tecnología). En esto consiste "la aurora". Juntamente con el florecimiento de las bellas artes, estos tres hechos hacen nacer un nuevo día: "Este día es el día de la universalidad" (finalmente recuperada).
Vistas estas escuelas, sin bien indirectas al autor y obra en cuestión, sin dudas pertenecientes al 'universo' con el cual se compadece la filosofía y la metodología que lo sustenta, es menester volver a nuestra reseña de "La Ciudad Indiana".
Una de las primeras cuestiones que llama la atención es que desde sus comienzos, la tierra tuvo un precio, un valor monetario; y que, además, existiera un mercado de propiedades, es decir, algo muy lejano al inmovilismo señoril que ciertas imágenes nos reflejan; y, más aún, que todos los bienes raíces tuvieran una dinámica acorde, ya que las otras variables de valor (alimentos, mano de obra, impuestos directos, etc.) con excepción de la moneda, se mantenían en un alto grado de estabilidad.
Otro rasgo característico es la falta de inversión en bienes de producción y de capital (excluidos los del rubro construcción); así como la inexistencia de crédito público (no hace falta recordar que era el monarca el que vivía del crédito de sus súbditos y no al revés. En estas condiciones, el acrecentamiento y acumulación de capital se canaliza a través de lo que hoy llamaríamos servicios (comerciales y financieros), y de lo que parece ser su consecuencia inevitable, de cualquier época, esto es, la especulación, en especial la renta de la propiedad inmueble.
En fin, y contradiciendo la "ley" genérica establecida por Sombart, la empresa rioplatense es más bien de tipo individual con escaso empleo de mano de obra (ella es mixta, es decir, asalariada y también de servicio, la Mita; y de esclavitud); extensiva en la explotación de los recursos y riquezas naturales, a la vez que intensiva en los servicios.
Además, la moneda, factor más cercano e inmediato del monarca, padece un proceso creciente de envilecimiento -equivalente al de la significación y autoridad política de aquél, que sólo se hace presente exigiendo cada vez mayores contribuciones-. En tales condiciones, el proceso económico que predomina no es el oficial, es más bien subterráneo; práctica común de toda la sociedad (este parece ser el único punto en el que los marginados dejan de ser tales); que establece sus propias 'leyes', de lo cual el gobierno local no es sino un socio -la más de las veces actúa como vocero ante la Corona-, aunque no deja de cumplir las formalidades, o al menos no se opone abiertamente, el duro papel de agente recaudador, su gran función, que más lo acerca a la noción de Estado moderno que a representante del monarca.
El proceso de generación de riqueza y acumulación de capital se da, entonces, por cuatro grandes 'rumbos': la explotación del ganado vacuno (tal como se encuentra naturalmente; en pocas décadas el stock disponible disminuye alarmantemente) y paralelo a ello, el comercio exterior legal; el segundo proceso es la evasión fiscal, juntamente con la especulación en especial inmobiliaria; el tercero, el comercio interior con otras provincias a partir del puerto (aquí se mezclaba el legal con el ilegal, y era ésta la mejor fuente de hacerse de moneda de buena ley); y finalmente el contrabando, tanto de importación como de exportación.
Como consecuencia de esto se desarrolla un tipo social cuyo poder no deviene de la autoridad política ni militar, ni tampoco de la propiedad de la tierra (aunque haya propietarios que participen de este tipo) sino de la actividad comercial.
Digámoslo de una vez: desde los comienzos coloniales en el Río de la Plata, vemos aparecer una oligarquía comerciante, que sólo con el paso de los años se hará también terrateniente.
En este punto es donde podemos establecer una primera gran diferencia con las colonias anglosajonas, pues hasta aquí la descripción tiene aspectos asemejables -excepto la explotación agraria-. Para poder decir, después, que no es como Sombart afirma (que hay etnias y naciones biológicamente predispuestas al capitalismo), tesis con la que en cierta forma coincide García (tal vez no por los mismos supuestos, pero sí en la descripción de las psicologías, personalidades y conductas): no debemos olvidar que éstas eran colonias españolas y que como tales, tenían el sello indeleble de aquel proceso nacional, no otro (nos guste o no.
España no necesitó salir de su tierra para ser; no necesitó montar empresas guerreras allende sus fronteras para conquistar su unidad; tuvo un Dios sobrenatural en quien depositó su Fe y no se hizo de un Dios a su medida, material e inmediato; rey fue aquél a quien España necesitara y no quien la conquistara por la espada o el Envío; y finalmente, para no avanzar en temas que vendrán luego, hizo la conquista de América por un impulso espontáneo de su pueblo, no porque lo organizara ni mandare ningún gobernante o por necesidad de escapar a algún tipo de persecución.
Por lo tanto, si el espíritu comercial las hace parecer, las diferencian los otros dos componentes de la tríada de Goethe. La guerra fue, para el español, una necesidad impuesta por casi ochocientos años de conquista de su tierra, no una aventura, ni fantasía, ni afán de lucro o de poder. Y por eso, tampoco España fue pirata. Sus colonias -no pretendemos redimirlas de los males que hayan tenido, sólo comprenderlas- eran lo que era España y eran España misma.
Así podemos entender que sus comerciantes, y es anglosajón quien nos anoticia de ello, asombrado de las fortunas, no hayan armado buques, ni se lanzaran a la conquista de tierras extrañas (ampliaban sí, sus dominios interiores con un alto costo humano), ni buscaran formas de gobierno independiente. Nos asombraríamos al conocer la cantidad de testimonios intachables que indican, que para el mismo tiempo, las colonias anglosajonas eran ya alumnos aventajados de su Vieja España en cuanto a la guerra y la piratería. Y ciertamente también, en lo que interesadamente, luego se tornó paradigmático: las formas de gobierno "autónomo".[22]
Vamos a tratar de desenvolver algo de esa compleja personalidad social.
Anteriormente hicimos referencia al conflicto que se suscitaba por la apropiación de la tierra; y discutimos con el autor, justamente porque tal situación nos revela un sentido de la propiedad, esto es, además, un vivo deseo de arraigo. A falta de tierra privada por adquirir, invade las de realengo, ejidos y baldíos (tal como se desprende de las Actas del Cabildo: "Que algunas personas se ponen a hacer chácaras en el linde de ellos, para que no se ocupe el dicho mandaron.")
A pesar de injusticias comprobables (públicas y privadas) en esta persistencia, ¿No se advierte una confianza profunda -alguno diría equivocadamente, instintiva- que proviene del conocimiento de un derecho? ¿No se advierte que el desarrollo de ese derecho, lleva a una justicia? Y si se es castigado por una autoridad, en definitiva quien le coarta el derecho, más aún así se persigue con empeño, ¿No es por la búsqueda, también, de esa autoridad?
Ese vivo deseo de arraigo, además de estar fundado en una conciencia -por lo menos de una experiencia anterior transmitida como herencia por las generaciones-, está emparentado con un deseo, tal vez un ideal, sobre un porvenir más venturoso: no sólo está referido a la propia persona, sino a una vida cada vez más indisolublemente ligada a "este" suelo y no a otro. Con todo lo que hay en él, para bien y para mal.
Luego, mucho después, se convertirá en sentimiento de Patria; pero ahora es así, germen de aquella, aún indeterminada, pero a partir de esta determinación, que es ya, sí, una personalidad y un carácter -para el que no caben las depresiones, con un estilo altivo, con un aplomo que le permite "vivir contento en la miseria"; porque hay, justamente, un porvenir entre visto, cuya factura, repetimos, se conforma de aquel recuerdo que merece ser vivido, y de este presente al cual también hay que vivirlo, aunque su finalidad, por ahora, se revista con una pátina de mansedumbre, con palabras nunca dichas en estos lares, pero que más lo acerca a la vieja fórmula "se obedece, pero no se cumple", que al "amén" de algunos y a la despreocupación de muchos, como nos pinta el autor a lo largo de toda la obra.
Porque éste es otro de los puntos a resolver en la cuestión planteada: ¿Tan mansos eran? o ¿Tan viles? ¿Es sólo el factor económico el que actúa en el conflicto interno? ¿Es sólo molicie y desaprensión -"tan típicos del español y del argentino", dirían algunos-, o avidez ilimitada, lo que mueve a esa sociedad a escabullirse de "las obligaciones", como pagar impuestos, desarrollar una economía subterránea? al enfrentamiento entre criollos y españoles, ¿al abandono de las celebraciones festivas?
Simultáneamente se desarrolla una actividad muy pronunciada del Estado en la vida de la sociedad, y constatamos que ello, de por sí, sólo es fuente de conflicto cuando está mas allá del bien común; cuando se abandona este precepto esencial para sólo favorecer al monarca. No hay documentos de revueltas, por ejemplo, por su intervención -no siempre ineficaz- en el manejo del trigo o de la carne, ya que ello hacía al bien común; pero sí una deliberada resistencia a la convertibilidad de la moneda; hay una gran evasión fiscal, pero no reclamos de libre comercio (eso vendrá casi 150 años después); hay comercio de la sociedad, pero también hay monopolio; hay riqueza, pero no hay piratería -ni fomentada ni padecida-; hay pobreza, extrema a veces, pero no hay emigraciones en masa; hay conflicto entre criollos y españoles, pero no olvidemos que ya en 1585 la proporción entre unos y otros era de 2 a 1 a favor de los primeros; en fin, los ejemplos serían numerosísimos y que no demuestran sino la invalidez de las leyes genéricas de Hegel sobre la culminación de la conciencia: había sí, desprecio a la ley, "se obedece pero no se cumple" porque había un enfrentamiento con la Corona; sólo con ella, no con España; con todos los que la quieren representar sin aceptar también las propias leyes de la comunidad, pero no con la Autoridad.
Pero hete aquí el último de los puntos de gravedad propia, de cuya penetración mucho depende la comprensión de tan compleja trama: para sus habitantes, la colonia era España. Con sus grandezas y sus miserias, pero España. Y de España eran sus conflictos. Ya lo hemos insinuado, trataremos ahora de desentrañarlo.
Para ello debemos ir hasta la Vieja España y analizar, aunque sea someramente, cuál era su realidad histórica; porque la distancia y el medio ambiente no hacían sino contribuir a ello. Aquella, era también la realidad histórica de estas colonias.
Un hecho, de finales de 1517, habla simple pero elocuentemente, de cuanto con posterioridad ocurriría: se acercaban las cuarenta naves que traían al aún adolescente Carlos y su corte borgoñona a las costas españolas, y los asturianos, armándose con cuantos recursos encontraron a mano, ganaron los montes cercanos. Con gran esfuerzo pudieron persuadirlos sus espías a que volvieran a sus hogares: era el rey que llegaba, y no enemigos extranjeros.[23]
Un año hacía que había muerto su abuelo materno, Fernando de Aragón, el Católico, y recién ahora se hacía presente el monarca. Un gran conflicto con la nobleza (por cuestiones de numerario) y con las ciudades (dispuestas a defender sus fueros y privilegios, con las armas si era necesario), se había gestado durante esos meses: España sería la más difícil de las posesiones para quien, dos años más tarde, se convertiría en el primer soberano universal (el día de la universalidad que pregonara Hegel: la restitución del estado, del absoluto, el imperio, el triunfo del espíritu, está al fin bien cercano!).
Pero no eran esos todos los componentes del conflicto: muchos cargos del cortejo real habían ido a parar a manos de flamencos (por cesión o por venta), y con ellos, grandes cantidades de moneda fuerte eran enviadas a Bruselas para financiar esa corte extranjera, iniciando así un flujo que duraría más de doscientos años; verdadera sangría económica (monetaria y de la industria textil-lanera en especial) cuyo destino final (vía Flandes) sería Inglaterra por distintos conductos (comercio y emigración por motivos religiosos son los principales).[24]
En febrero de 1518 se realiza la primera sesión de las Cortes castellanas y debe el rey escuchar voces airadas: se le exige que respete las leyes de Castilla, que despida a los extranjeros que tiene en su corte, y que aprenda a hablar castellano. "Carlos no dudó en jurar respeto a las leyes, por supuesto que las Cortes -carentes de todo medio de resistencia constitucional- le otorgaron un crédito de 600.000 ducados por tres años sin condiciones: se trataba en realidad de una nueva victoria del partido borgoñón". En Aragón, las dificultades fueron mayores pues las cortes aquí se negaban a reconocerlo rey mientras viviera su madre Juana; y porque además, algunos separatistas pretendían aún retrotraer su status a la anterioridad de la unión con Castilla. Finalmente se reconoció a ambos, y se le concedió un empréstito de 200.000 ducados (debemos recordar que cada ducado equivalía a once reales de vellón). En Cataluña fue más obstinada la oposición (aquí se contaba con medios legales que daban tranquilidad a los súbditos) y Carlos tuvo que permanecer un año en Barcelona.
En este tiempo llega la noticia de que había sido elegido emperador, negociación llevada a cabo por el borgoñón Chievres, y que costó un millón de florines, quedando el emperador endeudado con los Fugger por medio millón. Todo esto no hizo sino aumentar el resentimiento, pues, si la pretensión de los españoles era tener rey propio, ahora no eran sino una parte del imperio de Carlos V (¡y vaya el costo!).
Pero esto era cierto en Castilla más que en otros lugares o regiones. Capitaneadas por Toledo, las ciudades comenzaron a organizar la oposición en forma colectiva. Urgido por la coronación (y la necesidad de numerario), Carlos convoca las Cortes en 1520: Toledo no concurre y las ciudades arman a sus diputados con concisas instrucciones: a pesar de los ingentes esfuerzos realizados por el partido borgoñón para convencer a la Corte, de la prórroga (se había votado inicialmente contra el empréstito y se exigía discutir otros 'agravios'), y del soborno a los diputados (con una alta oposición y abstención, el crédito finalmente se aprueba) el dinero no se recogió nunca y el pueblo atacó las casas de los diputados que habían votado a favor.
Cuando Carlos I es coronado emperador y toma su nuevo nombre de Carlos V, España estalla en rebelión. Y la rebelión era, esencialmente, popular, es decir, no estuvo organizada desde las Cortes ni desde los señores: "Por tanto, la clase media y la población urbana se levantaron contra un régimen y una política que consideraban contraria a sus intereses y que trataba de sacrificar la hegemonía de Castilla a una política imperial o dinástica". No obstante este comentario de Lynch, no fue Castilla, sino todas las regiones que se levantaron, en particular aquellas de más acendrada tradición autónoma. Reunidas en Ávila (ya casi todas habían expulsado a los funcionarios reales y establecido una comunidad) se organiza una junta revolucionaria.
Las disensiones internas hacen perder fuerza al movimiento (llegó a haber tres juntas paralelas) y un hábil manejo de las mismas por parte del monarca, desemboca en la batalla de Villalar en 1521, en la cual, por la disparidad de fuerzas y la crueldad de los vencedores imperiales, se ahogan los derechos laboriosamente conquistados en el curso de más de cinco siglos.
También en Valencia y Mallorca se rebelaron las germanías o hermandades cristianas. Si bien no tenían la definición política de los comuneros (se trataba inicialmente de un conflicto social con la nobleza, de la cual formaron parte todos los estamentos, se extendió el levantamiento a la mayor parte del reino, "lanzando las milicias contra el virrey y los nobles, obligando a los moriscos a bautizarse, suprimiendo todos los impuestos y amenazando con intervenir en la distribución de la tierra".
El proceso, similar en las disensiones internas y el manejo por las fuerzas imperiales, desembocó también en una sangrienta represión, por el "crimen de germanía y unión popular". Sin embargo, hasta diciembre de 1524 no se aplastaron los últimos brotes. Bien apunta el autor comentado que a pesar de las características centrales diferentes, el de las Germanías no dejó de ser un movimiento de resistencia a la corona: "la nobleza, sabiendo muy bien de que lado caen sus intereses, sostuvo unánimemente a Carlos V, por lo que la destrucción del movimiento constituyó otra victoria del absolutismo".[25]
Estas victorias teñidas de sangre nos hacen parecer una verdadera guerra civil, y como tal, así como tenían una tradición que las enfrentaba, así también sus consecuencias eran imprevisibles para la mentalidad flamenca. Y esas consecuencias no se iban a manifestar de manera lineal, sino que cambiando sustancialmente de ambiente (aunque no siempre de forma), iban a reaparecer en las colonias, porque hacia allá se dirigirían participantes de ambos bandos; y porque, desde hacía tres décadas los españoles que residían en América, y sus hijos, padecían desde una cultura para la cual era extraño (a más de distante) todo lo que los habsburgos imponían.[26]
En España, en especial Castilla (su zona más poderosa y por ello la prioritaria), había desaparecido el gobierno municipal independiente; las elecciones locales distaban de ser democráticas, aparte de la escasa significación de estos funcionarios frente al poder de los designados reales; en particular el corregidor, que de empleado judicial, se fue convirtiendo en gobernador, esto es, en un poder político que directamente emanaba y representaba al monarca, control directo y eficaz de la voluntad y soberanía popular.
Este proceso, que comenzó en el mismo año 1522, se fue perfeccionando y consolidando durante los siguientes siete años que Carlos V pasó en España, tiempo en el que se constata el definitivo divorcio entre la nobleza y la masa del pueblo ya que la única resistencia que oponen los primeros es la referida a exacciones monetarias a sus privilegios impositivos; mientras que los segundos inician largo y costoso movimiento de adaptación, de transformación, que sólo el transcurso de siglos demostraría no había desaparecido.
Mientras tanto en América, ambiente que obliga desde el principio a una adaptación profunda, donde todo, como se ha dicho alguna vez, parece como retroceder en el tiempo, aquella lucha intestina no tarda demasiado en volver a manifestarse. En Buenos Aires, que de momento es lo que nos interesa para cerrar este capítulo, esta lucha toma formas más difuminadas: no encontramos aquí la explosión heroica de los comuneros (no olvidemos que aún estaba fresca la memoria de Villalar y la muerte de sus jefes); ni se da tampoco la manifestación de la germanía, con el desarrollo fenomenológico que alcanza en Valencia (pero que no obstante hemos expuesto también en algunos gremios).
La compleja personalidad que se desarrolla en esta colonia, bordeando a veces el exponerse al juicio moral, tal como lo hace Juan A. García; es de una sorda, paciente y constante resistencia al poder centralista.
Todo se obedece, pero poco se cumple. De más está decir que sólo se cumple aquello que conviene, o cuando la fuerza de la imposición sobrepasa los medios propios.
¿Y cuál es, en definitiva la finalidad de esta lucha? Creemos que no es otra que la afirmación de los propios derechos. De aquellos derechos que se habían conocido, sí; pero que las circunstancias de tiempo y lugar obligaban a adecuar y modificar en la sustancia, más no en la esencia, que no es otra que la posibilidad de hacer la ley, el destino y la defensa. Algunos autores han querido identificar esta lucha, como la lucha entre unitarios y federales, es decir, han visto en ésta, el germen del posterior federalismo del siglo XIX. Puede que así sea. Pero constituye un error el trasladar las formas de una época a otra. Se obnubila así la comprensión de la realidad histórica.
Nosotros estamos más inclinados a ver en ésta, una manifestación determinada de un largo hilo, que con avances y retrocesos, de modo más puro o encubierto, constituye una constante histórica en la vida de nuestros individuos y sus comunidades: es lo que se denomina el Derecho de los Pueblos, que incluye su etapa jurídica-foral, que a veces adopta las características de la finalidad (y generalmente allí es cuando sufre sus más grandes derrotas), pero que siempre está y reflorece, pues no es sino una de las construcciones culturales más acendradas; porque encierra la posibilidad de ser uno en la diversidad.
Desde esta óptica, el federalismo se asimila. La idea del derecho de los pueblos es federalista, porque es construir la libertad de los libres; la unidad de la variedad, la unidad de todas las variedades.
Esto constituía lo que informaba esa etapa compleja que hemos analizado. Era el sustrato genuino de aquello que se llama sueño; pues era una experiencia fundada en más de quinientos años. Centurias durante las cuales se construyó, a la misma vez, un fin y un medio: la unidad nacional de España, con la afirmación y libertad de cada uno de sus pueblos.
Este, y no otro, es el meollo de la cuestión. Es por eso que trataremos de comprender con detenimiento cómo se hizo España en la Edad Media.
¿Existio el feudalismo en españa?
Hasta aquí hemos tratado de recorrer del modo más simple posible tanto el marco filosófico del cual nos nutrimos; como una somera visión de la vida colonial en nuestras tierras, con el objeto de aproximarnos a uno de los temas centrales de nuestra tesis, cual es el que, a modo de pregunta, inicia titulando el presente capítulo.
Habremos de entrar, entonces, a un terreno áspero, y sumamente polémico, pues, no se nos escapa, la mayor parte del pensamiento hispanoamericano sostiene precisamente lo contrario.
Y nadie mejor que don Claudio Sánchez Albornoz representa con justicia la fusión de vida y cultura encerrada en la palabra "hispanoamericana", pues habiendo nacido y transcurrido sus primeras décadas en la Vieja España, es en nuestro suelo donde se prodigará y legará a las generaciones venideras, lo mejor de su conocimiento.
Sin embargo, trataremos de desentrañar su pensamiento, pues, sabido es que injustamente, su enorme sapiencia y dominio del tema, don Claudio ha sido tergiversado en parte de su trabajo, y aparece como contribuyendo a la confusa categorización feudalista sobre la España medieval.
Trabajoso, será entonces, y árido el desenvolvimiento de este tema. Sin embargo fundamental para completar la comprensión de la formación del estilo que nos es propio a los argentinos, habida cuenta que es justamente en el mismo origen del español donde ya comienza a vislumbrarse lo que posteriormente insuflará los pechos por estos lares, develado como aspiración de independencia y autodeterminación. Y su consecuencia formal, esto es, las instituciones y gobierno que se desarrollaron en nuestro territorio.
Una breve cronología de España tal vez contribuya a la ubicación espacio temporal de tan enrevesado tema:
– Durante la república de Roma (aprox. 206 AC), toda la costa mediterránea de España y Portugal, se encuentran ya bajo sus dominios. En el transcurso del siglo II AC se constituye la Hispania, quedando solamente el norte gallego, asturiano y vascuence en libertad. La ocupación romana se completa a partir de César y su expedición a Brigantium (La Coruña) en -61.
– El cristianismo comienza a difundirse durante el siglo III. Desde el 250 en adelante, prácticamente la totalidad del territorio se ha convertido a esta religión.
– El Bajo Imperio romano se derrumba como poder político en occidente, alrededor del 376. Triplemente amenazado por los germanos al norte, por persas y sasánida al este, y por nómades saharianos al sur. La Hispania (actuales España y Portugal más parte del actual Marruecos), forma parte de la Prefectura de las Galias, pero claramente separada, en las costumbres y formas de vida, del resto de las posesiones imperiales.
– Durante el Imperio romano de oriente, o Bizantino, en el 409 los vándalos invaden la península, así como los suevos se instalan en su extremo noroeste (411); hacia el 554 los visigodos consolidan su reinado sobre gran parte del territorio, con su capital en Toledo (Castilla la Vieja). Comparten el espacio de la antigua Hispania con los suevos (que ocupan parte del actual Portugal, Galicia y Asturias) y con los vascones en el norte y bizantinos en el sur (hasta 624).
– En 711/713 los beréberes ocupan la península en su totalidad. Sin embargo, subsisten territorios cristianos independientes en el norte (vascones) y noroeste (Asturias). La línea principal de resistencia cristiana recorre el Duero (desde el Atlántico) y se extiende hasta Lérida y Tarragona en el Mediterráneo.
– Hacia 1035 la Reconquista ha descendido del Duero hasta Ávila, en el centro del país y se ha consolidado en toda la línea del párrafo anterior.
– La llegada de los almorávides y la derrota de Alfonso VI en 1086 pone freno al proceso de reconquista que, hacia 1099 prácticamente se ha consolidado a la mitad del territorio de la Hispania, recorriendo desde el Atlántico el curso del Tajo hasta Toledo, descendiendo hasta el Guadiana y una línea irregular que lo acerca a Alicante sobre el Mediterráneo.
– Esta situación se va a mantener hasta el siglo XIII, cuando se produce la recuperación de la casi totalidad del territorio, excepto el Reino musulmán de Granada que se sostendrá hasta 1492.
Sintéticamente, entonces, podemos decir que, desde los originarios íberos y celtas (incluidos los puertos mediterráneos cartagineses), hasta el siglo VIII, cuando comienza en el resto de Europa el régimen feudal, y la Hispania es invadida por los magrebíes, han transcurrido seiscientos sesenta años de influencia romana y trescientos de influencia germánica.
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