Pero puesto que el pensamiento griego no podía soportar la idea de que una serie de elementos subordinados entre sí fuera infinita, para Aristóteles todas las actividades humanas tienden a un fin, y todos los fines son a su vez medios para un fin último, que da razón de los restantes. Este fin último natural de todas las acciones humanas es para Aristóteles la felicidad (eudaimonía), ya que sobre ella no tiene sentido preguntar ¿para qué? Sin embargo, no todos los hombres entienden de igual modo en qué consiste la felicidad humana, ya que unos la ponen en el dinero, otros en los honores, otros en la virtud y otros en el placer. Por eso es necesario trazar los rasgos que ha de tener una actividad para que se identifique con la felicidad y para buscar cuál de las actividades humanas los posee. Según Aristóteles, la felicidad deberá ser un bien perfecto, es decir, que se busca por sí mismo y no por otro superior a él, a diferencia de los bienes útiles, que se buscan por otra cosa; deberá ser un bien suficiente por sí mismo, o sea, que hace deseable la vida por sí mismo, de manera que quien lo posee ya no desea otra cosa, aunque no sea incompatible con gozar de otros bienes; tendrá que ser el bien que se consigue con el ejercicio de la actividad más propia del ser humano, según la virtud más excelente; y será el bien que se consigue con una actividad continua.
Las dos últimas cuestiones las intentó aclarar Aristóteles preguntándose cuál es la función más propia del ser humano, y distinguiendo entre las acciones que tienen el fin en sí mismas y las que se realizan por un fin externo a ellas. Cada humano tiene una función propia en la comunidad, por ejemplo, ser soldado, ser gobernante, ser madre… y sus obligaciones morales consisten en desempeñarla bien y en intentar adquirir las virtudes adecuadas para ello. Pero Aristóteles se pregunta si más allá de las funciones sociales de cada cual hay función propia del ser humano como tal. Si existiera una actividad en la que se expresara esa función, la felicidad consistiría en el desempeño de esa actividad a lo largo de la vida entera y la virtud que preparara para su ejercicio sería la más perfecta. Por otra parte, las acciones que tienen el fin en sí mismas son más perfectas que aquellas cuyos fines son distintos de ellas, ya que ni necesitan de algo más, ni hace falta que terminen, porque lo que queremos conseguir con ellas en ellas mismas se contiene. Por eso, si existe una actividad propia del ser humano, que tiene que ser un bien perfecto y autosuficiente, será del tipo de acciones que tiene el fin en sí mismas. Estos caracteres los encuentra en el ejercicio de la inteligencia teórica, que es lo más propio del ser humano, se desea por sí mismo y puede ejercerse con continuidad, ya que la satisfacción que proporciona se encuentra en su mismo ejercicio. De ahí concluirá Aristóteles que el ejercicio de la actividad teórica, de la actividad contemplativa, constituye la felicidad.
Pero, puesto que el ejercicio continuo de la vida contemplativa es imposible para los seres humanos, la orientación hacia el bien y la felicidad tiene que conducir en el hombre a una especie de predisposición duradera, puesto que no por proceder bien alguna que otra vez debe un hombre considerarse totalmente bueno, sino que es necesario convertir ese proceder en hábito. Por ello, la virtud se define como un hábito bueno.
Aristóteles distingue, en correspondencia con el doble aspecto del alma (lo racional puro y lo racional en cuanto domina lo irracional), las virtudes éticas (propiamente morales) de las virtudes dianoéticas (propiamente intelectuales). La virtud dianoética principal es la prudencia, que constituye la "sabiduría práctica", porque ayuda a deliberar bien sobre lo que nos conviene en el conjunto de la vida humana, a discernir en nuestra toma de decisiones entre el defecto y el exceso, orientado a las demás virtudes. Las virtudes éticas son "un hábito selectivo que consiste en el término medio, tomado desde nuestro punto de vista, determinado por la razón y por la forma de comportarse del hombre prudente" (Ética a Nicómaco, 1106b-1107a). En las virtudes éticas, la acción recta depende esencialmente de la elección del justo medio, así por ejemplo, la valentía se puede definir como el justo medio entre los extremos de la temeridad y de la cobardía. Otras virtudes éticas son la justicia, la amistad, el valor, etc
Un hombre que vive según las virtudes es un hombre feliz, pero para serlo necesita vivir en una ciudad regida por leyes buenas, porque el logos que le capacita para la vida contemplativa y para tomar decisiones individuales prudentes también le habilita para vivir en sociedad. Por eso la ética exige la política; el bien supremo individual (la felicidad) requiere una polis con leyes justas. Por ello, Aristóteles destaca, tanto en la Ética a Nicómaco como en la Ética a Eudemo, que la moral forma parte de la ciencia política, ya que la vida individual sólo puede cumplirse dentro de la ciudad (polis) y está determinada por ella, de tal modo que hay una correspondencia entre las formas éticas de la vida individual y las formas políticas de la ciudad (polis). El bien político es el más alto de los bienes humanos, pues aunque en realidad sean uno mismo el bien del individuo y el bien de la ciudad, parece mejor y más perfecto procurar y salvaguardar el de ésta que el de aquél. La justicia depende de la ley, de tal modo que, cuando ésta ha sido rectamente dictada, la justicia legal no es una parte de la virtud, sino la virtud entera. En la doctrina aristotélica el fin de la ética y el de la política son idénticos: la felicidad, el vivir bien, la vida perfecta y suficiente. El fin más alto del esfuerzo humano no es, sin embargo, la perfección del carácter, sino la idea de comunidad. En un estado ideal, bajo el orden absoluto del bien, se identifican las virtudes individuales y las cívicas (Política 1278b y 1288a). Cuando Aristóteles dice del hombre que es un zoon politikón, lo que quiere decir es que es un animal social, en el sentido de que las formas de vida común de la familia y la aldea le resultan insuficientes y necesita de la polis como sociedad perfecta y autosuficiente.
El mérito de Aristóteles no fue solamente fundar la ética como disciplina filosófica, sino, además, haberse planteado la mayor parte de los problemas que luego ocuparon la atención de los filósofos morales, como fueron la relación entre las normas y los bienes, la relación entre la ética individual y la social, la relación entre la vida teórica y la vida práctica, etc.
El periodo ético posaristotélico delimita un tiempo de desconcierto político y de crisis existencial en el que los filósofos trataron ante todo de averiguar qué es lo que hace a los hombres felices, conocimiento éste que inmediatamente identificaron con la auténtica sabiduría. Proliferaron en esta época las escuelas filosóficas que, como la de los cínicos, los estoicos y los epicúreos, se ocuparon principalmente de investigar los fundamentos de la vida moral desde el punto de vista filosófico. Preocupó tan especialmente a estos pensadores posaristotélicos la cuestión de la relación entre la existencia teórica y la práctica, que convirtieron la ética en el centro de la filosofía, de modo que las otras partes de la misma, como la lógica y la física, quedaron subordinadas y a su servicio. Fueron comunes a muchas escuelas del helenismo los tres rasgos siguientes: intentar descubrir un fundamento de la ética en la naturaleza, establecer una jerarquía de bienes concretos con la que medir la moralidad de los actos y buscar la tranquilidad de ánimo, que según los estoicos se hallaba en la impasibilidad, según los cínicos en el desprecio a las convenciones y según los epicúreos en el placer moderado o en el equilibrio racional entre las pasiones y su satisfacción.
Los cínicos, estoicos y epicúreos intentaron responder a la pregunta sobre la vida buena, mediante el esbozo de un ideal de sabio: es sabio el que sabe ser feliz y es feliz el que es autosuficiente. Surgieron diferencias entre las escuelas cuando trataron de explicar cómo se entiende esta autosuficiencia, ya que cada una de ellas la entendió de distinto modo. Los cínicos, palabra que deriva de kynikós, que significa "perruno", son un grupo de filósofos que se distinguía por afirmar la libertad radical del individuo frente a todas las normas y las instituciones sociales. Decían que el hombre es bueno por naturaleza y es sabio el hombre que vive según la naturaleza, el que desprecia las convenciones sociales, valora la libertad de acción y de palabra, el esfuerzo, la austeridad, somete todo a crítica, rechaza los placeres, tiene por patria al mundo entero y desprecia las instituciones de su comunidad política. La escuela estoica fue fundada por Zenón de Citio, y a ella también pertenecieron Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. Los estoicos creían que era sabio el que vive según la naturaleza, pero daban a este término el significado que había tenido en la filosofía de Heráclito (siglo VI a V a.C.), según el cual el orden del cosmos esta sometido a una Razón común a todas las cosas, que se componía en relación con ellas como destino y providencia. De aquí concluyeron los estoicos que sabio ideal era el hombre que, al participar de esa Razón mediante la suya, cae en la cuenta de que al estar todo en manos del destino y no en las propias lo que más vale es asegurarse la paz interior mediante el dominio de emociones e ilusiones y hacerse insensible al sufrimiento y a las opiniones ajenas. La serenidad y la imperturbabilidad (apátheia) son la única fuente de felicidad, por la que el sabio es autosuficiente. El epicureísmo, escuela fundada por Epicuro de Samos (341 a.C.), afirma que la sabiduría del sabio tiene dos raíces: el placer y el intelecto calculador, es decir, que el ideal de sabiduría está en el goce bien calculado. Es, por tanto, una forma de hedonismo: consideraban que hay moral porque los hombres buscan el placer y huyen del dolor, y que, como no todos los placeres y dolores son iguales, la inteligencia sirve para calcular los medios más adecuados para lograr el mayor placer posible. Para los epicúreos, es sabio el hombre que sabe calcular cuáles son las actividades que le proporcionan mayor placer y menor dolor, es decir, quien sabe organizar su vida calculando qué placeres son más intensos y duraderos, y cuáles tienen menos consecuencias dolorosas, y los distribuye con inteligencia a lo largo de su vida.
Los neoplatónicos tendieron a elaborar su ética al hilo de la teoría platónica de las ideas, aun cuando en algunos autores como Plotino la ética platónica se presentaba mezclada con ideas morales aristotélicas y, en particular, estoicas.
Los primeros intelectuales cristianos mantuvieron frente a la ética una actitud doble. Por una parte, incluyeron lo ético en lo religioso y construyeron una ética en la que los principios de la moral se fundamentaban en Dios. Por otra, aprovecharon íntegramente muchas de las ideas de las éticas platónica y estoica, como por ejemplo la doctrina de las virtudes, insertándolas en el mismo cuerpo de la moral cristiana. La patrística cristiana estuvo al principio bajo el influjo de la doctrina plotiniana de la emanación, que se plasmaba en la jerarquización de los valores a medida que parten del Ser perfectísimo, considerado Luz y Bien original. El mal se origina en el límite del no-ser, y procede, según Plotino, de la materia; por ella, toda naturaleza corpórea se convierte en un mal. Este desprecio de lo corpóreo invadió los comienzos de la filosofía cristiana hasta que, con San Gregorio de Nisa y con San Agustín, apareció el pensamiento de que todo ser creado, procedente de la mano creadora de Dios como bien supremo, tiene que ser también bueno: "La gracia divina presupone la naturaleza; no la anula ni la destruye, sino que la completa".
Con Santo Tomás de Aquino y su retorno a Aristóteles, la ética adquirió un carácter eminentemente racionalista. Santo Tomás fundamenta la esencia del hombre en la razón; por tanto, todo lo que va contra la razón, irá contra la naturaleza del hombre. Es característico de la ética tomista su particular teoría de la virtud y la idea de una jerarquía gradual de la bondad desde la ley eterna de Dios, a la ley natural y a la ley positiva. La ética de Aristóteles se mantuvo, con matices, en la ética de Santo Tomás de Aquino, quien consideró esencial averiguar cuál es el fin último de las acciones humanas y lo encontró en la vida contemplativa; la diferencia con Aristóteles es que ahora esta contemplación se refiere a Dios, hacia el que tiende la voluntad humana para unirse con él como bien supremo. El tomismo busca, pues, el bien y el fin del hombre, más que en la metafísica, en la teología.
A partir del Renacimiento la historia de ética se volvió más compleja; por un lado, resurgieron muchas tendencias éticas que, aunque no totalmente abandonadas, habían estado atenuadas, como ocurre con el estoicismo de filósofos como Descartes o Spinoza; por otro, los nuevos problemas presentados al individuo y a la sociedad, o entre las naciones, especialmente a partir del siglo XVII, condujeron a reformas radicales de las teorías éticas. Así surgieron el egoísmo de Hobbes, el realismo político de los maquiavélicos, u otras teorías éticas basadas en el sentimiento moral, como la de Hutcheson.
Durante los siglos XVII y XVIII, la discusión sobre la Ética estuvo determinada en Inglaterra por la actitud extrema de Hobbes, quien planteó dos preguntas radicales: ¿hasta qué punto la naturaleza del hombre está socialmente orientada, de modo que le sea natural vivir en armonía con otros? y ¿son las facultades racionales o irracionales de la naturaleza humana fuentes de normas morales? Hobbes, materialista y determinista, afirmó que el hombre por su naturaleza es radicalmente ególatra, y que lo bueno o lo malo no son más que el placer o el dolor que el hombre busca o evita instintivamente. Por ello, puede considerarse que en la doctrina de Hobbes se rechaza expresamente la ética, al exponer cómo se comportan de hecho los hombres, no cómo deberían comportarse. A pesar de ello, los filósofos morales ingleses se dedicaron durante más de cien años en refutar a Hobbes. R. Cudworth, intentó reducir al absurdo la doctrina de Hobbes. También J. Locke polemizó con Hobbes al considerar que las normas morales pueden ser conocidas intuitivamente por la razón, del mismo modo que las verdades matemáticas. Locke, sin embargo, aceptó al mismo tiempo de Hobbes la equiparación entre lo bueno y lo que produce placer, y entre lo malo y lo que produce dolor, e intentó conciliar esta concepción con la doctrina de la cognoscibilidad de las normas morales, hasta afirmar que el hombre califica como moralmente buenas o moralmente malas aquellas acciones a las que Dios, como legislador supremo, ha asociado placer o dolor. R. Cumberland fue el primer autor en llamar la atención sobre el bien común como norma moral suprema y A. A. C. Shaftesbury argumentó contra el egoísmo de Hobbes afirmando que también el amor y la misericordia son inclinaciones naturales que todo hombre descubre si mira a su corazón. El análisis de Shaftesbury culminó con el argumento de que los intereses privados y el bien propio colaboran con el bien común, y no lo destruyen como pretendía Hobbes. Su discípulo, F. Hutcheson, defendió que los juicios morales surgían de un sentido moral que se manifiesta como reflexión sobre las acciones, cuyo motivo es propiamente una bondad natural de benevolencia (benevolence). J. Butler argumentó también contra el hedonismo de Hobbes afirmando que el placer es un producto secundario de las acciones, que de suyo no están orientadas hacia el placer.
Distinguió también entre pasiones particulares (hambre, amor materno), amor propio (búsqueda de la propia felicidad) y benevolencia (búsqueda del bien común).
David Hume también abordó el problema de la ética al plantear dos preguntas. La primera fue ¿qué significa "X es bueno"? A lo que respondió que significaba que "la mayoría de los hombres aprueban X". En segundo lugar se preguntó ¿qué acciones son buenas? Y respondió que eran las aprobadas por la mayoría de los hombres, es decir, aquellas que suscitaban, mediata o inmediatamente, una aprobación. Hume negó expresamente que los juicios morales procedieran de la razón, ya que la razón no podía aprobar o desaprobar nada, sino solamente comprobar hechos y relaciones; por ello, en sus juicios morales, la razón tenía que basarse en los sentimientos, los cuales no pueden ser justificados racionalmente.
Kant inició sus reflexiones éticas con una critica a las éticas que en la historia habían comenzado su tarea reflexiva buscando el bien de los seres humanos en la teología (bueno es lo que Dios quiere), en la ontología (bueno es para el hombre cumplir sus fines), en la psicología (bueno es el placer, o bien la satisfacción del sentimiento moral), o en la sociología (bueno es lo que se transmite por educación o lo que determina la constitución de un pueblo). Estas éticas son éticas materiales de bienes, o éticas heterónomas, porque reducen lo moralmente bueno a otro tipo de bien, que es el que mueve la voluntad. La crítica kantiana a estas éticas consiste en mostrar su radical insuficiencia, entre otras razones porque no cuentan con un bien específicamente moral, porque la voluntad está determinada a obrar por un bien que ella no se ha dado a sí misma (heteronomía), porque solamente puede saberse por experiencia cuál es el bien y cómo actuar para alcanzarlo, porque de la experiencia de que algo sea de una determinada manera no se sigue que deba serlo y porque la experiencia es particular y subjetiva, y por tanto no puede fundamentar una norma universal e ínter subjetiva. Las éticas heterónomas no pueden, pues, explicar, el hecho de que los hombres tengan conciencia de un tipo de deberes cuyo cumplimiento se exige incondicionadamente.
Por ello la ética, según Kant, se replantea el punto de vista de su indagación, y no se pregunta qué es el bien, sino en qué consiste el deber. La Fundamentación de la metafísica de las costumbres y la Crítica de la razón práctica, obras clave de la ética kantiana, adoptarán como punto de partida precisamente la constatación del hecho moral, es decir, de que la voluntad es buena no cuando quiere el bien, ya que es imposible su conocimiento, sino cuando obedece a imperativos categóricos. Un imperativo es un mandato por el que el sujeto humano se siente obligado a obrar. Los imperativos son de dos clases: hipotéticos y categóricos. Los imperativos hipotéticos son los que obligan bajo una condición, es decir, únicamente si las personas quieren alcanzar un fin determinado y la acción expresada en el mandato es un medio para alcanzarlo; por ejemplo, "si quieres ser buen deportista, no fumes". Los imperativos categóricos, por el contrario, obligan a realizar una determinada acción de forma universal e incondicionada, por ejemplo: "¡no debes matar!". Los imperativos hipotéticos son propios de las éticas heterónomas, ya que éstas explican este tipo de mandatos que obligan si conducen al fin bueno, sea el placer (hedonistas) o la felicidad (eudemonistas). Pero éstas éticas, según Kant, no se mueven, propiamente hablando, en el ámbito de lo moral, ya que éste es el de los deberes que mandan sin condiciones y sin prometer nada a cambio.
Cuando se cumple un deber por los resultados que se obtienen, sea en forma de premio o de castigo, se rebaja la humanidad de la persona y se actúa de forma inmoral. No es función, por tanto, de la ética dar normas morales, sino que las normas se encuentran en la vida cotidiana sin que los pensadores éticos las inventen. Los pensadores éticos deben ocuparse de descubrir qué rasgos formales deben tener las normas morales para descubrir que tienen la forma de la razón. Estos rasgos formales son tres. El primero es que las normas morales se caracterizan por su universalidad: "Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal". De acuerdo con esta formulación, será ley moral aquella norma que el sujeto cree que todas las personas deberían cumplir, incluido él mismo. El segundo es referirse a seres que son fines en sí mismos: "Obra de tal modo que trates la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio". Será ley moral a partir de esta fórmula aquella norma que proteja a seres que tienen un valor absoluto (son valiosos en sí y no para otra cosa) y son, por tanto, fines en sí mismos, y no simples medios. Los únicos seres que son fines en sí son los seres racionales. El tercer rasgo es el de valer como norma para una legislación universal en un reino de los fines: "Obra por máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de los fines". Para comprobar si una máxima es ley moral, hay que comprobar si sería una ley vigente en un reino en que todos los seres racionales se trataran entre sí como fines y no como medios.
Al ser humano capaz de darse a sí mismo estas leyes, que permiten superar el egoísmo y los intereses particulares, y que asumen una perspectiva universal, lo considera Kant "autónomo". Este descubrimiento de la autonomía lleva a reconocer y a valorar la dignidad humana, porque este ser que tiene autonomía es único y no puede intercambiarse por otros; no tiene precio, sino dignidad. Esta idea de dignidad es el fundamento de los derechos humanos. De todo lo dicho sobre el deber se deduce que el bien específicamente moral consiste en tener una buena voluntad. Tiene buena voluntad el que quiere cumplir el deber por el respeto que le merece, es decir, aquél para quien el móvil de su conducta no es el interés egoísta, sino el sentimiento de respeto ante el deber. La expresión kantiana que entiende el obrar bien como obrar por respeto al deber por el deber significa que el sujeto moral puede obrar conforme al deber, pero no por respeto al deber, y entonces la acción es legal, pero no moral. El que no maltrata a otras personas para que no le metan en la cárcel obra legalmente, pero no moralmente. El que no las maltrata porque toda persona tiene una dignidad, obra moralmente.
En la ética kantiana de la buena voluntad y del deber se plantea un verdadero problema con la cuestión de la felicidad. Aquel que tiene buena voluntad ¿puede esperar ser feliz?
No parece que eso ocurra con frecuencia en la vida cotidiana, ya que las personas buenas no siempre son felices. ¿Es esto justo? ¿No repugna a una razón sana que un hombre bueno sea desgraciado? La solución racional a este problema pasa en Kant por suponer o postular que el alma humana es inmortal y que Dios conciliará en otra vida virtud y felicidad, de modo que los hombres buenos sean felices. La buena voluntad es, pues, el bien moral; pero la unión de bondad moral y felicidad constituye el bien supremo, que es posible por la acción de Dios.
La ética kantiana supuso un ingente esfuerzo por defender los valores morales frente al determinismo científico y frente al irracionalismo de Hume. Pero la ética kantiana resulta expresión de un individualismo radical que procede inmediatamente de la Ilustración, y que tiene su origen en el individualismo, aunque secularizado, del luteranismo. La moral de la buena voluntad pura no se ocupa de las realizaciones exteriores. El imperativo categórico impone el deber y la metafísica de las costumbres se ocupa del deber de la propia perfección, pues nunca puede ser un deber cuidar de la perfección de los otros.
Fichte y Schelling iniciaron una reacción contra la ética kantiana que culminó en la filosofía de Hegel. Fichte opuso a Kant su idea de la dialéctica del yo y del tú, paralela a la dialéctica del yo y el no-yo, y su afirmación de una ética social en la cual cada hombre se sabe corresponsable del destino ético de los demás hombres. La idea romántica de organismo de Schelling se enfrenta al atomismo social ilustrado de Kant.
Para Hegel, igual que para Kant, únicamente son verdaderamente morales las acciones realizadas por deber. Sin embargo, en Hegel los imperativos morales, junto con la forma del deber como motivo de la acción y su universalidad, exigen también un contenido. Este contenido viene dado por las leyes, las instituciones y las costumbres, y por ello mismo la norma auténtica de la moralidad es la armonía con aquellas situaciones objetivo-sociales en las que previamente se encuentra el sujeto agente moral. Hegel, por tanto, representa frente a Kant una vuelta a la realidad concreta y a la armonía griega descubierta por sus contemporáneos y amigos, los grandes neohumanistas alemanes. Según el sistema hegeliano, el Espíritu subjetivo, una vez en libertad de su vinculación a la vida natural, se realiza como Espíritu objetivo en tres momentos, que son el derecho, la moralidad y la eticidad. En el derecho, por estar fundado en la utilidad, la libertad se realiza hacia afuera. La moralidad agrega a la exterioridad de la ley la interioridad de la conciencia moral, el deber y el propósito o intención. Pero la moralidad es constitutivamente abstracta y para ella el bien moral es lo absolutamente esencial, es decir, su lema podría ser "¡hágase justicia y perezca el mundo!". Este rigorismo del pensamiento moralista procede de su carácter abstracto, lo que Hegel llama la "tentación de la conciencia", que resulta sublime en el orden individual, pero carece de efectividad histórica. Por eso el momento de la moralidad es superado en la síntesis de la eticidad. El deber no puede estar en lucha permanente con el ser, puesto que el bien se realiza en el mundo y la eticidad es eficaz y, por tanto, debe triunfar. La eticidad se realiza en tres momentos: familia, sociedad y Estado. Éste es concebido como el momento supremo de la eticidad, como el más alto grado ético de la humanidad. La suprema expresión de esta moral objetiva es para Hegel el Estado, es decir, el punto supremo de la moralidad se alcanza cuando el hombre se adapta por un sentimiento de deber a las condiciones objetivas de las instituciones políticas.
La filosofía moral kantiana tuvo una influencia decisiva sobre muchas teorías éticas del siglo XIX. Pero además de las doctrinas influidas por Kant y por el idealismo alemán, en este siglo se desarrollaron también otras corrientes, como la filosofía del sentido común, el psicologismo, el utilitarismo, el intuicionismo inglés, el evolucionismo ético, etc.
El utilitarismo nació en la filosofía moderna anglosajona. Se trata de un hedonismo social, porque afirma que el móvil de la conducta humana debe ser la búsqueda del placer, pero al mismo tiempo considera que los hombres tienen unos sentimientos sociales cuya satisfacción es fuente de placer. Entre estos sentimientos está el de simpatía, que consiste en la capacidad humana de ponerse en el lugar de otro sufriendo con su sufrimiento y disfrutando con su alegría. La meta de la moral consiste en alcanzar la mayor felicidad (el mayor placer) para el mayor número posible de seres vivos. Este principio de moralidad como criterio para tomar decisiones racionales apareció por vez primera en el libro de Cesare Beccaria Sobre los delitos y las penas (1764), pero los utilitaristas considerados como clásicos son Jeremy Bentham (1748-1832) y John S. Mill (1806-1876). Jeremy Bentham introdujo una aritmética de los placeres que descansaba en el supuesto de que el placer es susceptible de medida. Todos los placeres son iguales en cualidad, pero teniendo en cuenta criterios de intensidad, duración, proximidad y seguridad, se puede calcular la mayor cantidad de placer. J. S. Mill rechazó estos supuestos y afirmó que los placeres no se diferenciaban por la cantidad, sino por la cualidad, de manera que hay placeres superiores y placeres inferiores. Son las personas que han experimentado ambos quienes están legitimadas para decidir cuáles son superiores y cuáles inferiores, y sucede que éstas prefieren siempre los placeres intelectuales y morales. Por eso el utilitarismo de Mill ha sido calificado de idealista, ya que valora los sentimientos sociales como fuente de placer hasta tal punto que asegura que, en las condiciones desgraciadas de nuestro mundo, la doctrina utilitarista puede exigir a un hombre sacrificar su felicidad por la felicidad común. La ética utilitarista fue ampliada y modificada más tarde por H. Sidgwick y por G. E. Moore, cuyo influjo llega incluso hasta nuestros días. La forma del utilitarismo de Moore fue criticada detenidamente por H. A. Prichard y, en los años treinta, por W. D. Ross. Prichard acusó prácticamente a toda la ética del pasado de haber intentado, sin razón, deducir el deber moral de un ser.
La aparición del evolucionismo ético añadió dinamismo al naturalismo ético y propició su renovación. La influencia de esta doctrina introdujo además cambios radicales en las distintas concepciones éticas, que en ocasiones se orientaron hacia una inversión completa de todas las tablas de valores, como es el caso de la crítica de Nietzsche a los valores tradicionales. Consecuencia de ello fue la adopción de puntos de vista axiológicos, que habían sido poco atendidos por los autores anteriores.
Bajo el influjo de la sociología apareció en el siglo XX el llamado "relativismo ético" cuyos representantes principales son B. M. G. Summel y E. A. Westermarck. Según el relativismo, los conceptos y normas morales dependen de los individuos concretos y de la sociedad en que viven; es decir, lo bueno designa un sentimiento de respuesta desinteresada, y este sentimiento no es algo innato o instintivo, sino adquirido en la sociedad en que se convive.
La ética del pragmatismo fue desarrollada ante todo por J. Dewey, quien afirmaba que el pensamiento es un instrumento de la praxis, es decir, de la organización del medio ambiente, en cuanto que la praxis sirve para satisfacer las necesidades humanas. La verdad de una idea es su capacidad para superar los obstáculos que le salgan al encuentro, y los llamados problemas morales aparecen con los conflictos surgidos entre los distintos deseos y apetencias humanas. El objetivo de la reflexión moral es lograr la correspondiente armonía entre los deseos. El criterio de la moralidad es, por tanto, la satisfacción y la realización armónica de uno mismo y de todos los hombres que estén relacionados con las acciones de uno mismo y con las de la humanidad.
Contra el formalismo kantiano se manifestó en el siglo XX el filósofo alemán Max Scheler, que en su obra El formalismo en la ética y la ética material de los valores ofrecía como alternativa una ética material de valores. Según Scheler, Kant había cometido el mismo error que los empiristas al creer que sólo contamos con dos tipos de facultades: la razón, que es capaz de universalidad e incondicionalidad, pero que solamente proporciona formas y no contenidos, y la sensibilidad que proporciona contenidos, pero que no pueden ser universales ni incondicionados, sino a posteriori. Por ello, en moral Kant habría recurrido a la razón. Pero, si nuestro espíritu no se agota en la dualidad razón-sensibilidad, no hay ningún motivo para identificar lo que es a priori con lo racional, y lo material con lo sensible o a posteriori. Actos como preferir, amar u odiar, dice Scheler, no son racionales, sino emocionales, y, sin embargo, descubren a priori unos contenidos materiales que no proceden de la sensibilidad. Esos contenidos son los valores. Así, el valor se convierte en el elemento central de la ética, en torno al cual giran el bien y el deber. De ahí que Scheler crea posible construir una ética material, pero de valores. Entiende Scheler que los valores son cualidades dotadas de contenido que están en las cosas, pero que son independientes de ellas y de nuestros estados de ánimo subjetivos, y no se aprehenden a través de la razón o de los sentidos, sino a través de una facultad llamada "intuición emocional" que los capta a priori. Hay, por tanto, una ciencia pura de los valores (axiología), que consta de tres principios:
todos los valores son positivos o negativos; hay una relación entre valor y deber; y la intuición emocional capta los valores ordenados en una jerarquía objetiva, de suerte que preferimos unos a otros porque se dan ordenados en ella. El bien moral consiste en la voluntad de realizar un valor superior en vez de uno inferior, y el mal en lo contrario. No hay, pues, valores específicamente morales. Además de Scheler, participaron en la ética de los valores Nicolai Hartmann, Hans Reiner, Dietrich von Hildebrand y José Ortega y Gasset.
La crisis y la regeneración de la Ética contemporánea
Aunque la filosofía contemporánea se caracteriza como puede verse por su poca homogeneidad y por estar compuesta de direcciones aparentemente divergentes, la voluntad de evitar el sistema y de explicar todo son dos rasgos comunes característicos de los principales filósofos poshegelianos. En la teoría ética contemporánea pueden distinguirse, siguiendo a Victoria Camps, dos grandes periodos. El primero es un periodo de decadencia y crisis de la ética, consecuencia de la crítica generalizada a la filosofía y al método de los modernos que culminó con la filosofía trascendental kantiana. Incluso Hegel, ya en el ámbito concreto de la ética, intentó una vía de reflexión más ceñida a los hechos que la ética del imperativo kantiana.
Después vinieron los grandes maestros de la sospecha, cuyo portavoz más característico es Nietzsche, atacando la filosofía moral y la moral cristiana. En el segundo momento, que empieza en la segunda mitad del siglo XX, se recupera la reflexión ética como actividad de los filósofos y tiene lugar el resurgimiento de la ética kantiana.
En primer lugar veamos la decadencia y crisis de la ética moderna. La crítica kantiana había señalado los límites entre lo que podía saberse, lo que debía hacerse y lo que cabía esperarse. La Crítica de la razón práctica constituyó un marco tan perfecto de la acción moral que se quedó en la mera formalidad, ajena a toda contingencia material. En teoría, los problemas morales podían resolverse, pero, en la práctica, quedaban presos de antinomias irresolubles: ¿cómo era posible que la razón pura fuera práctica?, ¿cómo era posible que los imperativos emanados de la razón pura fueran la garantía moral de la práctica que da seguridad a nuestros juicios?, ¿cómo justificar una idea de deber que no coincide con la felicidad?, ¿de qué sirve una razón práctica que no obliga de hecho a la voluntad? Kant, que supo ver que la razón pura práctica no era capaz de resolver estas antinomias porque una cosa era la racionalidad pura y otra muy distinta una práctica contaminada de irracionalidad, optó por la validez de la razón y de una moral impecable, se ajustara o no a los hechos, ya que la experiencia no puede ser nunca el árbitro de la ética si es que ésta pretende fijar unos valores absolutos e indiscutibles. Kant fue consciente de la escisión que sufría el ser humano entre el ser y el deber ser, pero defendió la validez de un deber ser absoluto al tiempo que desconfió profundamente de la capacidad moral humana. El sujeto moral kantiano se presentó así como un ser permanentemente insatisfecho y crítico, quizás desorientado, por la inadecuación de la acción a los principios éticos.
La historia de la ética contemporánea desde Hegel hasta bien mediado el siglo XX, es la historia de la crítica a las pretensiones universalistas de la ética ilustrada kantiana. Los filósofos más sobresalientes han coincidido en la tesis de que la moral universal es un engaño. El individuo, el sujeto moral, no puede ir más allá de su contexto al proyectar los grandes y fundamentales imperativos éticos, ya que ello sería pretender universalizar lo que, de hecho, vale sólo para unos cuantos, para los que comparten unas mismas condiciones económicas y sociales.
Ya Hegel, en la Fenomenología del espíritu, había mostrado las insuficiencias de una "moralidad" universal y abstracta, un absoluto inútil para la acción, ya que si obrar moralmente consiste en asumir el puro deber, se hace preciso renunciar a obrar. Al mostrar Hegel la contradicción entre el deber puro y la indeterminación de la conciencia ignorante y sensible, y el juicio moral universal con la conciencia particular, tiene que situar la "eticidad" más en la lucha por el reconocimiento y en el conflicto, que en una autoidentidad inabordable. La conciencia moral concreta debe oponerse a la conciencia moral pura kantiana, aun a sabiendas de su imperfección. La buena conciencia, para Hegel, es la conciencia que sabe que el error está en su mano, pero a la que esta falibilidad no impide actuar, porque sabe también que la acción es necesaria y que podrá ser perdonada por las faltas cometidas.
La filosofía posterior a Hegel no fue homogénea, sino diversificada en autores como Marx, Nietzsche, Freud, Wittgenstein y Sartre, que aunque poco tienen que ver entre sí, sin embargo tienen en común su oposición radical al modo moderno de hacer filosofía, el rechazo a la metafísica como expresión última del saber total y a la fundamentación en ella de una ética universal y absoluta.
Marx, más crítico que Hegel, concibió la ética como ideología pura, como una supraestructura alienante e ilusoria sin otra misión que la de legitimar lo que hay, pues las ideas expresan siempre las relaciones materiales dominantes. Las ideas de la clase dominante son las que hablan en nombre de "la razón", "el universal", "la idea" de hombre, ocultando tras la apariencia de discursos cristalinos los verdaderos intereses de la clase dominante, que no son otros que perpetuar su situación de dominio. Por ello, las ideas religiosas, políticas y éticas no pueden ser, de ningún modo, móviles de una praxis liberadora de toda la humanidad. Habrá que modificar primariamente las relaciones de producción, y después transformar la infraestructura económica para que deje de haber dominantes y dominados y se superen todas las alienaciones en las que el ser humano está inmerso. Como ha escrito Victoria Camps, después de Marx ya no es lícito aceptar acríticamente los universales de la moral, se formulen éstos como imperativos o como derechos. Como producto histórico, la ética deberá reflejar, en sus principios, los conflictos y contradicciones de la realidad de la cual y para la cual habla. Sólo como grandes ideales los principios éticos pueden ser declarados universales. Tratar de hacerlos realidad significa desvirtuarlos con todo tipo de contradicciones, como han demostrado los mismos intentos de hacer reales los ideales marxistas.
Nietzsche fue el filósofo de la sospecha por antonomasia y el crítico más radical del pensamiento ético. Para Nietzsche, los valores morales históricos tenidos por universales no proceden de la singularidad de la conciencia, sino de "la voz del rebaño en nosotros". Nietzsche no cree ni en la conciencia ni en la verdad moral. Los valores morales tienen un origen social y utilitario, son expresión de los intereses inconfesables de los débiles. Así, en La genealogía de la moral, Nietzsche muestra cómo el significado originario de "bueno" como noble, distinguido y poderoso, se ha perdido para significar lo hecho por voluntades débiles y reactivas. Todas las virtudes y los deberes cristianos no tienen para Nietzsche otra razón de ser que el resentimiento de quienes empezaron a creer en ellos para superar su debilidad y bajeza, es decir, un origen "demasiado humano" para que esos valores puedan ser declarados absolutos y universales. De este modo, los valores morales han contribuido a la aniquilación del individuo y a la negación de la vida humana frente a otra vida superior e inalcanzable. La conciencia moral ha dividido al individuo y le ha creado un sentimiento insuperable de culpa y deuda ante una norma trascendente. Por ello, el desenmascaramiento del origen humano de los valores y el reconocimiento del engaño implícito en la moral conduce, según Nietzsche, a la liberación del individuo, al renacimiento de un hombre libre y feliz, capaz de aceptar el azar, la inseguridad y la provisionalidad de la existencia, de no actuar reactivamente, y que, en lugar de querer la inmortalidad, quiere el instante, la eterna repetición de su propia existencia.
Freud contribuyó de un modo decisivo a reforzar la crisis de la moral en el pensamiento contemporáneo al plantear el problema de la unión de la virtud y la felicidad. En su obra El malestar en la cultura expresa la profunda contradicción del ser humano, cuando la pretensión de crear una civilización que le condujera a un mayor bienestar ha sido en gran parte la causa de su infelicidad. El resultado de las instituciones culturales, como la religión, la filosofía, el derecho, creadas para regular las relaciones humanas haciéndolas más ordenadas, ha sido negativo, pues aquéllas no han sido sino causa de represión y malestar. La consecuencia de la cultura ha sido la construcción de seres más morales, pero más reprimidos, psíquicamente enfermos. La previsión freudiana sobre la posible solución a este problema es pesimista: el ser humano tendrá que acostumbrarse a vivir con ese profundo malestar originado por la cultura y por la moral.
El pensamiento existencialista de Jean Paul Sartre está cercano al de los filósofos de la sospecha. La tesis central del existencialismo, según la cual la existencia precede a la esencia, significa que la esencia del hombre es su existencia, es decir, "ser-para-sí", y que es ontológicamente imposible alcanzar el deseo de "ser-en-sí". Esto conduce a la ineludible angustia de tener que ser conscientes y vivir en libertad sin garantía ninguna, sin ningún orden externo que dé confianza, sin un ideal de humanidad que perseguir o imitar. A esta situación de desamparo se enfrenta normalmente el ser humano a través de la mala fe moral, es decir, adhiriéndose a un código o a unos ideales morales. Pero para Sartre no hay posibilidad de una moral universal, ya que no es posible su fundamentación. Cada individuo debe enfrentarse a su propia soledad y elegir su propia moral desde la situación vital en que se encuentra. El único valor ético, por tanto, es la libertad: hay que querer la libertad y no la mala fe de la ley moral.
También las filosofías analíticas del lenguaje han atacado las pretensiones de universalidad de la ética. Wittgenstein afirmó que su Tractatus era un libro de ética, y no de lógica, como había sido frecuentemente interpretado. Esta afirmación se explica si se considera que el objetivo central del libro era llegar a establecer los criterios para determinar claramente el sentido de las proposiciones. Wittgenstein estableció en el Tractatus que tanto las proposiciones de la ética como las de la estética son proposiciones de sentido indeterminable, razón por la que Wittgenstein decidió que era mejor no hablar de ética. Lo ético pertenece más propiamente al mundo de lo que se muestra pero no se puede decir. Intentarlo es querer "arrojarse contra los límites del lenguaje", ir más allá de las humanas posibilidades, puesto que la ética sería aquello capaz de revelarnos el sentido de la vida, ese sentido incognoscible cuando uno se encuentra inmerso en la vida misma. La ética, en cuanto aspira a normas categóricas y absolutas, pertenece al ámbito de lo místico y, por tanto, es incomunicable, intransferible. De este modo, la ética viene a ser una especie de actitud frente a la realidad y frente a la existencia.
El segundo momento de la ética contemporánea, desarrollado a partir de la segunda mitad del siglo XX, es el intento de recuperar el valor objetivo de esta disciplina. A partir de la comprensión de la filosofía como una reflexión sobre la cultura, el comportamiento ético y político se ha establecido como una de las manifestaciones culturales necesitadas de mayor reflexión filosófica. Tras haber ido perdiendo la mayor parte de sus temas de estudio por habérselos arrebatado las ciencias especializadas, la filosofía encuentra en la valoración del comportamiento un terreno de reflexión que no quieren para sí las ciencias sociales, es decir, ni la sociología, ni la economía, ni la historia, ni el derecho. Esta reflexión se ha desarrollado especialmente en el ámbito de la filosofía anglosajona. El utilitarismo de Bentham y Mill, y la filosofía analítica con sus elaboraciones de una teoría empírica y de análisis de la función específica del lenguaje ético, han hecho aportaciones decisivas a los teóricos de la ética de la segunda mitad de siglo. Especialmente ha sido decisiva la influencia del prescriptivismo moral de R. M. Hare, cuya filosofía significa al mismo tiempo una vuelta a Kant y una concesión al empirismo utilitarista como criterio para sancionar éticamente las decisiones colectivas. La tensión entre esta doble polaridad es el marco del campo de discusión de todas las teorías éticas contemporáneas. El problema se plantea al tratar de dotar de base empírica a las decisiones éticas, permitiendo al mismo tiempo que su justificación descanse en criterios filosóficamente fundamentados.
El principal representante de la actual teoría ética es el filósofo norteamericano John Rawls, cuya Teoría de la justicia está en la base de una amplia discusión filosófica en la actualidad. La pretensión de Rawls es elaborar una concepción de la justicia que supere las insuficiencias del utilitarismo y que sea fiel a Kant en su defensa de una ética deontológica; es decir, una noción de justicia que no derive de las apreciaciones empíricas del bienestar o de la utilidad, y que dé lugar a una concepción pública de la justicia aceptable por todos y que sirva de guía de las instituciones básicas de la sociedad democrática. Para llegar a ella, Rawls supone una situación originaria que permite deducir los criterios fundamentales de la justicia. El resultado, acordado por las partes que integran tal situación imaginaria, son tres principios: el de libertades básicas iguales, el igualdad de oportunidades y el principio de la diferencia. Con estos principios, Rawls propone una noción de bien común como conjunto de bienes primarios que forman la serie de condiciones necesarias para que cada uno de los individuos pueda tratar de satisfacer sus preferencias de acuerdo con sus distintas concepciones del bien. Así, Rawls diferencia entre aquello que debe ser responsablemente aceptado y acatado por los ciudadanos de una sociedad bien ordenada, regida por los principios de la justicia, y aquellos fines o deseos de los cuales sólo es responsable el individuo en cuanto tal, en su vida privada. Los primeros bienes responden a la idea de justicia o de necesidades básicas, y son el soporte imprescindible para la consecución de los otros bienes, menos generalizables pero no menos importantes como estrategias de felicidad individual. La concepción de la justicia ha de ser, por tanto, pública, compartida y universalizable. Pero no así las concepciones de los distintos planes de vida, que dependen de preferencias y devociones particulares, y que son regulables, en todo caso, por una moral igualmente privada. El hipotético acuerdo sobre los principios de la justicia no descansa sólo en la imparcialidad de los miembros de la "situación originaria", sino en una determinada idea de la "personalidad moral". Como puede verse, la teoría de Rawls representa un regreso a la filosofía moderna, ya que renueva la base del contrato social e idea una definición de la justicia que el mismo Rawls ha denominado "constructivismo kantiano". Pero se da un paso adelante respecto a los sistemas filosóficos anteriores, ya que la Teoría de la justicia limita el ámbito de lo ético universal al de lo justo, y es bastante más concreta que la ética kantiana, al carecer del formalismo de ésta.
Otra teoría ética contemporánea importante es la de la ética comunicativa de K. O. Apel y J. Habermas. Apel y Habermas se plantean el problema de la validez de las normas morales intentando superar la distinción entre las ciencias de la naturaleza, susceptibles de verdad, y las ciencias sociales, donde la verdad no tendría cabida alguna. Esta distinción se difumina al comprobar que la supuesta objetividad de la ciencia es también intersubjetiva, es decir, que las verdades científicas se basan finalmente en acuerdos, al igual que las leyes o normas sociales. El acuerdo que en la ciencia se justifica por la comunidad científica, en la ética exige una justificación superior. La explicación se encuentra en la realidad misma del acuerdo o del consenso, que es el fundamento de toda ley nacida de una sociedad democrática. El imperativo que obliga a los individuos a buscar proviene de que la búsqueda y aceptación del acuerdo es una consecuencia de algo que constituye al ser humano: el a priori de la comunicación, una "competencia comunicativa". La ley moral sería así una ley autoimpuesta; la conciencia se autolegisla, como decía Kant, pero no debe proceder solamente de la unidad de la conciencia individual, sino que debe ser consensuada social y democráticamente.
Finalmente, otra propuesta actual importante en el campo de la ética es la de la nostalgia comunitarista de A. MacIntyre. Para MacIntyre la ética no es posible, puesto que tampoco es posible llegar a acuerdos morales ni fundamentarlos racionalmente, y ello se debe a que nuestro tiempo se compone de retazos de morales de otras épocas: virtudes griegas, mandamientos cristianos, ideas sobre deberes o derechos fundamentales. Esto origina en el lenguaje moral un desorden de conceptos descontextualizados, ya que ya no son nuestras las variadas formas de vida que los originaron. El problema que plantea MacIntyre es doble: las concepciones morales son inconmensurables, puesto que falta la base de unos valores comunes y compartidos; al mismo tiempo, cualquier intento filosófico de justificar o fundamentar una determinada concepción moral está destinado al fracaso. El único discurso ético apropiado a nuestro tiempo es el relativismo emotivista, según el cual los juicios morales expresan sentimientos, reacciones personales o grupales a situaciones que se aprueban o desaprueban, sin ningún fundamento racional. En el mundo actual no se puede hablar de virtudes, ni de justicia, ni de ética, ya que para ello habría de ser posible la convivencia entre derechos fundamentales y el criterio utilitarista, cuando lo cierto es que ambos sirven a propósitos dispares: no puede haber una utilidad común, porque los deseos y preferencias individuales no son sumables, y la supuesta común utilidad significará siempre una limitación de las libertades y una violación de los derechos fundamentales. La única salida que MacIntyre encuentra al dilema para construir una ética viable es la vuelta a sociedades comunitarias, donde, al compartirse unos mismos fines, sería posible la reconstrucción de la ética y de las virtudes.
Seis son los problemas principales que se plantean cuando se emprende la tarea de esbozar las cuestiones más importantes presentes en el devenir histórico de la ética: el problema de la clasificación de los niveles desde los que estudiar los fenómenos morales, el problema de la clasificación de las teorías éticas atendiendo al modo de considerar la norma suprema de la conducta moral, el problema de la clasificación de las teorías por el modo como pretenden descubrir las verdades morales, el problema de la esencia de la ética, el problema del origen de la ética y el problema del lenguaje de la ética.
En primer lugar, se encuentra el problema de la investigación empírica de los fenómenos morales, tal y como se plantea en la antropología, en la historia, en la psicología y en la sociología. A este nivel pertenecen gran parte de los textos de la ética inglesa de los siglos XVII y XVIII, y también las teorías actuales sobre ética de influencia sociológica. En segundo lugar, hay reflexiones del mismo tipo que las que aparecen en muchos diálogos platónicos, por ejemplo al comienzo del Critón, en las que se afirma y se prueba un juicio normativo, como "no debo mentir" o "el saber es bueno", o, a la inversa, se propone un principio universal y se deduce de él un principio normativo. En tercer lugar, hay reflexiones sobre problemas lógicos, gnoseológicos, semánticos o metafísicos, del tipo de "¿qué queremos decir cuando llamamos a algo "moralmente bueno"?", "¿cómo pueden fundamentarse los juicios éticos?", "¿qué es la moral?", "¿qué significa "moralmente responsable"?", etc. El primer grupo de cuestiones, por muy importantes que sean para la ética, no pertenecen de suyo a la ética, sino que son pura investigación de hechos que no se ocupa de ningún modo de un pensamiento normativo en cuanto tal. Actuarían como presupuestos de la ética, pero no serían ética en sentido estricto.
En segundo lugar, por lo que se refiere al problema de la norma suprema de la conducta moral, las teorías éticas pueden ser teleológicas o deontológicas, o ambas cosas a la vez. Las doctrinas teleológicas afirman que la norma suprema de la moral es algo causado por las acciones humanas, aunque dicha norma está fuera del campo de lo moral, como por ejemplo el placer, el poder, el saber, la autorrealización, la perfección, la felicidad, etc. Las teorías deontológicas, por el contrario, defienden la concepción de que la norma suprema de la moral es una cualidad de las mismas acciones humanas. Las formas fundamentales de las teorías teleológicas son, por una parte, el egoísmo ético de Epicuro y Hobbes, en los que la norma es la felicidad del individuo, y, por otra, el utilitarismo, en el que la norma se sitúa en la felicidad de la mayoría. Según las teorías deontológicas, la cualidad moral de una acción consiste o en su libertad, veracidad, etc., como ocurre en el existencialismo, o en que la acción corresponda a una regla universal o a un deber ideal, como en la ética de Kant. Una forma mixta sería la ética de Aristóteles, con su principio de eudemonía, o la de Santo Tomás de Aquino, con el fin supremo de alcanzar la visión de Dios, en las que conseguir la suprema felicidad subjetiva implica también la fidelidad a los supremos valores de las acciones humanas, y viceversa.
En tercer lugar, por lo que se refiere al problema sobre el modo de descubrir las verdades morales, los sistemas éticos han sido intuicionistas, emotivistas, prescriptivistas o naturalistas. Las éticas intuicionistas, como las de Moore, Prichard, Scheler y Hartmann, opinan que el ser humano está en condiciones de conocer ciertos contenidos no empíricos, a los que llamamos "valores" o "el bien". Quienes defienden la teoría intuicionista deben afirmar una intuición intelectual distinta del conocimiento sensible para explicar el estatuto ontológico de los valores. El emotivismo de Stevenson tiene su origen en la doctrina positivista, según la cual sólo tienen sentido semántico las proposiciones empíricamente verificables, por lo que los juicios morales, al no ser empíricamente verificables, no tienen contenido informativo y son sólo expresiones del sentimiento. El prescriptivismo de Kant o de Hare no considera los juicios morales ni como informaciones ni como expresiones del sentimiento, sino como imperativos o indicaciones que dejan sin explicar de dónde proceden tales mandatos. Para el naturalismo ético, los juicios normativos no pueden reducirse a los descriptivos, pero pueden ser fundamentados con su ayuda.
En cuarto lugar, sobre la esencia de la ética caben dos posturas antitéticas: considerar que la ética ha de ser una disciplina formal, o bien considerar que ha de ser material. No es que existan en forma pura ninguna de las dos, pero el predominio del elemento formal en la filosofía práctica de Kant, y del elemento material en casi todos los demás tipos de ética, ha llevado a contraponer el kantismo al resto de las doctrinas morales. Para Kant, los principios éticos superiores, los imperativos, son absolutamente válidos a priori y tienen con respecto a la experiencia moral la misma función que las categorías con respecto a la experiencia científica. Esta inversión del origen de los principios éticos respecto a las morales tradicionales conduce al trastorno de todas las teorías existentes con respecto al origen de los principios éticos, de modo que Dios, libertad e inmortalidad no son ya los fundamentos de la razón práctica, sino sus postulados. De ahí que el formalismo moral kantiano exija la autonomía ética, el hecho de que la ley moral no sea ajena a la misma personalidad que la ejecuta. Las éticas materiales se presentan como opuestas a este formalismo kantiano. Hay dos tipos de éticas materiales: la ética de los bienes y la de los valores. La ética de los bienes comprende las doctrinas que, fundadas en el placer o en la felicidad, comienzan por plantearse un fin. Según sea este fin, la moral se llama utilitaria, perfeccionista, evolucionista, religiosa, individual, social, etc. Tienen en común que la bondad o maldad de los actos depende de la adecuación o inadecuación con el fin propuesto, y no de la obediencia absoluta al deber, como en Kant. La ética de los valores representa una síntesis entre forma y materia moral y una conciliación entre el empirismo y el apriorismo moral. El mayor representante de este tipo de ética fue Max Scheler, quien la definió como un apriorismo moral material, pues en él empieza por excluirse todo relativismo, aunque, al mismo tiempo, se reconoce la imposibilidad de fundar las normas efectivas de la ética en un imperativo vacío y abstracto.
En quinto lugar aparece el problema del origen de la ética. Aquí, las discusiones han girado en torno al carácter autónomo o heterónomo de la moral. Los partidarios del carácter autónomo sostienen que lo que se hace por una fuerza o coacción externa no es propiamente moral. Para los defensores del carácter heterónomo no hay de hecho posibilidad de acción moral sin esa fuerza extraña, que puede radicar en la sociedad o en Dios. A ellas se han sobrepuesto tendencias conciliadoras que ven la necesidad de la autonomía del acto moral, pero niegan que esta autonomía destruya el fundamento efectivo de las normas morales, pues el origen de acto puede distinguirse perfectamente de la cuestión del origen de la ley. Otras discusiones sobre el origen se han referido más bien al origen efectivo de los preceptos morales en el curso de la historia o en la evolución del individuo, y han conducido a contraponer entre sí las tendencias aprioristas y empiristas, voluntaristas e intelectualistas, que quedan con frecuencia sintetizadas en una concepción perspectivista en la que voluntarismo, intelectualismo, innatismo y empirismo se conciben como meros aspectos de la visión de los objetos morales, de los valores absolutos y eternamente válidos, progresivamente descubiertos en el curso de la historia.
En sexto y último lugar surge el problema del lenguaje de la ética, respecto al cual se han elaborado varias teorías de la mano de autores como C. K. Ogden e I. A. Richards, J. Dewey, A. J. Ayer, R. B. Perry, Ch. L. Steven, R. M. Hare, etc. Así, por ejemplo, J. Dewey distinguía entre términos valorativos, como "deseado", y términos descriptivos, como "deseable"; es en este segundo grupo en el que se incluyen los términos éticos. Ogden y Chards diferenciaron entre lenguaje indicativo o científico, y lenguaje emotivo o no científico, al que pertenece el lenguaje de la ética. Ayer y Carnap defendieron el análisis emotivo en la ética, que consistía en hacer de los juicos valorativos juicios metafísicos, es decir, teóricos y no verificables. Hare ha examinado sobre todo los usos de los términos éticos y axiológicos, y ha mostrado que, cuando todos ellos están dentro de un lenguaje prescriptivo, no pueden confundirse los imperativos con los juicios de valor. Todas estas investigaciones sobre el lenguaje de la ética tienen en común el haber descubierto que hay un lenguaje propio la ética, que este lenguaje es de naturaleza prescriptiva, que se expresa mediante datos o mediante juicios de valor y que no es posible en general un estudio de ética sin un previo estudio de su lenguaje.
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La vida en comunidad ha implicado para el hombre el desarrollo de códigos morales, los cuales pueden regir sus acciones no tanto por lo que le convenga en lo particular, sino por la bondad o maldad de cada una de ella. No todas las sociedades comparten el mismo código moral, sin embargo, por lo que se han realizado estudios para definir los más correctos o para comparar unos con otros.
Se conoce como ética, o filosofía moral, a la disciplina que estudia o reflexiona sobre lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto, desde el punto de vista moral.
Interiorización del deber moral. La observación del desarrollo de la conducta moral de la humanidad muestra un proceso de progresiva interiorización: existe una clara evolución que va desde la aprobación o reprobación de determinadas acciones exteriores y de sus consecuencias, también exteriores, a la aprobación o reprobación de las intenciones en las que las acciones se fundamentan. La que Hans Reiner llamo "ética de la intención" se encuentra ya en algunos preceptos del antiguo Egipto (unos 3000 años antes de la era cristiana) como, por ejemplo, en la máxima "no te reirás de los ciegos ni de los enanos", y del antiguo testamento cuando el decálogo prohíbe codiciar la propiedad o la mujer del prójimo.
Muy a menudo, cuando el hombre ha deliberado para saber como debe obrar ha pensado escuchar una voz en su interior que le dice: he ahí tu deber. Cuando el hombre falta a ese deber, se afirma que esa misma voz se hace oír y protesta. El hombre tiene, entonces, la impresión de que esa voz emana de algún ser superior a el. Por eso, la imaginación de los pueblos la ha atribuido a seres trascendentes, superiores al hombre, que se han convertido en objeto de culto. Así, todas las sociedades humanas han elaborado algún mito para explicar el origen de la moralidad. Para la cultura occidental resulta familiar la figura de Moisés recibiendo en el monte Sinaí la manda de los diez mandamientos divinos, o el mito narrado por Platón en él dialogo Protágoras, según el cual Zeus, para superar las deficiencias biológicas de los humanos les dio sentido moral y capacidad para entender y aplicar el derecho y la justicia.
Al atribuir origen divino a la moralidad, el sacerdote se convertía en un interprete y guardián. Él vinculo entre moralidad y religión se hizo tan firme que todavía hoy se asegura desde diversas corrientes de pensamiento que no puede haber moralidad sin religión. De acuerdo con este punto de vista, la ética cesaría de ser un campo independiente de estudio y se convertiría en teología moral. Desde un punto de vista antropológico, el socio francés Emile Durkheim postulo que bajo la forma mítica y el símbolo se encuentra la sociedad, y que cuando habla la conciencia es la sociedad quien se expresa.
Macropedia hispánica pag. 149-150. Tomo 6(ESTRACTO)
¿Qué son y para que sirven los valores?
(A la luz de los escritos de la Dra Emmna Godoy, modificado y analizado por el autor Carlos Maurin Fernández. señala que:)
Para el hombre no es fácil vivir. Los animales traen una receta, un plan prefijado, un instructivo, que en ellos obra automáticamente en cada situación. En cambio el hombre ha de ser el autor de su destino. Es libre. Nosotros tenemos que inventarnos la existencia. Aquí estoy en medio del mundo, ¿qué voy a hacer conmigo?
Pero pocos saben para qué quieren vivir. Oigamos un cuento de Giovanni Papini: El filósofo paseaba por los campos cuando encontró en el río a un pescador muy atareado. -¿Qué haces buen hombre? – le preguntó.
– Echo las redes.
-¿Para qué?
– Para pescar.
-¿Para qué quieres pescar?
– Para vender el pescado.
-¿Para qué quieres venderlo?
– Para obtener algunas monedas.
-¿Y para qué quieres el dinero?
– Para comer.
-¿Pero para qué quieres comer?
-¡Para vivir señor, para vivir!
-¿Pero para qué quieres vivir…?
El pescador se quedó perplejo y enmudeció.
-¿Para qué quieres vivir?
– Insistió el filósofo.
El pescador caviló unos momentos y al fin respondió:
– Para pescar.
¡Puro círculo vicioso! a la mayoría de los lectores también los pongo en un brete si les dirijo la misma pregunta. Sólo unos cuantos han sabido señalar los fines, la razón, el objeto de su existencia.
Antes de echarnos a andar es necesario fijar la meta. ¿Para qué quiero vivir? ¿A dónde debo llegar? Hay que contestar con firmeza, de otro modo pagaríamos en balde a la ventura.
En efecto, muchísimos andan de tanteo en tanteo, dando pasos en falso o carreras en círculos, como el pescador. Más vale, pues detenernos y en el reposo, la soledad y el silencio, ponernos en meditación hasta descubrir algunas ideas macizas, hasta obtener ciertas convicciones, idóneas para trazar, -mirándolas- el itinerario de vivir.
Necesitamos también esas ideas "estructurales" para juzgar cada situación: esto es bien, esto otro, mal; acá se halla la verdad, allá el error. Únicamente quien ha formulado su credo podrá salir de la indecisión.
Sólo así nos orientaremos en la inmensidad laberíntica donde a cada momento se nos presentan alternativas y hemos de elegir uno de los términos. (Ay de nosotros si nos equivocamos tomando el error por verdad, o el mal por el bien! Y es continua esa bifurcación de nuestro sendero, ante la cual nuestro albedrío ha de optar partido o decidir la ruta cierta. Pero quien ya posee ideas fundamentales, caminar sin titubeos, sin perderse en el dédalo, como valiéndose del hilo de Ariadna.
Todos pues, hemos menester de un equipo de ideas sencillas, pero eficaces, -como son el norte, el sur, el oriente, el poniente para cualquier viajero-, ideas que rijan nuestros pasos y constituyan el por qué y la razón de vivir. Tal como quien rayara la existencia con líneas imaginarias de meridianos y paralelos, como quien enciende una estrella náutica en la tiniebla de la confusión.
A los autores del presente volumen, nos ha pedido el Dr. C. Vejar Lacave que expongamos esas "ideas clave" con que cada uno ha trazado el plan de su vida. Más no hemos de manifestar nuestras convicciones íntimas por mera voluptuosidad narcisista, sino para servicio. Para servicio de este trance caótico de la historia; por si acaso algunos de los millones de desorientados que se debaten en el momento actual, se decidieran a aprovecharse de nuestras experiencias existenciales y se les vuelva menos dificultoso precisar el rumbo de su vida y planear su meta e itinerario.
Por consiguiente, no he de escribir para sabios que enseñan, sino para juventudes que aprenden. Imagino ante mí un auditorio juvenil con mentes torturadas por la confusión y que están anhelando claridad. Las cuestiones abstrusas serán descritas con suma sencillez, puesto que el libro no quiere ser tribuna de lucimientos literarios ni filosóficos, sino mano amistosa que se tienda a los que apenas están iniciándose en la ciencia y arte de vivir.
Yo salí del caos y me hice de tal ciencia hasta que encontré por azares providentes, lo que me orientó definitivamente; una trinidad de "ideas clave", o valores; y sobre esto fundamenté mis proyectos esenciales. He aquí la tercia, y en ella creo con todo mi ser: la Belleza, la Verdad y el Bien. Constelación de tres luceros magnos en la noche de la perplejidad, que han sido colgados en lo alto para guía de navegantes.
De esta trilogía de valores aquí hablaré: del arte y la belleza, del saber y la verdad, de la moral y el bien.
Consejos a la juventud
Quisiera hablar de esta manera a la juventud, a cada joven en particular, individualmente.
Escúchame, tú no tienes más que una vida, ¿por qué no has de hacer de ella algo grande, algo magnífico?
Tal vez ya haz recorrido un tercio de tu vivir, o quizá la mitad, sin pena ni gloria. No haz sabido que hacer con tu existencia. Te haz dejado vivir en vez, de tu mismo vivir tu vida. Ya es tiempo de que la tomes en tus manos y la moldes, como un escultor cincela una estatua, para convenir tu existencia en una obra maestra. Ya desperdiciaste muchos años, no pierdas ni un minuto más.
¿Me preguntas qué debes de hacer? Permíteme entonces que demos un rodeo. Necesitamos unas gotas de filosofía. Ponte inteligente.
Es innegable que una buena porción de nuestro comportamiento apenas difiere del de otros seres vivos. Es cierto que innumerables actividades resultan comunes con las de los animales: dormir, comer, reproducirse, jugar, pelear, etc. Más también realizamos otro tipo de acciones: las racionales. Están vedadas al animal, pues son exclusivas y peculiares del hombre. Cuando efectuamos tales actos, diferimos de las bestias, nos manifestamos como seres humanos.
La ciencia. Sólo el hombre puede pensar. Crea teorías filosóficas, descubre las leyes del universo, crea aparatos útiles, investiga el pasado, se pregunta por la vida y por la muerte, etc.
El arte. Únicamente el hombre compone poemas, labra estatuas, pulsa violines, pilotea aviones. etc. ¿Dónde hay un mural pintado por una jirafa? Mientras escuchas una sintonía de Mozart, (eres hombre!)
La moral. Solamente el hombre elabora códigos y constituciones que han de ser obedecidos para el bien común. Sólo el hombre se marca a sí mismo reglas de conducta para que no violen los derechos de nadie y aún para impedir que sus propias pasiones atropellen los derechos de su persona misma en cuanto a su totalidad.
Así que arte, ciencia, moral, religión, esta tetralogía que llamamos "cultura", el lo auténticamente humano.
"El hombre no es solamente un ser natural es trascendente y transeúnte persona y además es un ser humano". Somos animales, sí pero "además" dorado como un sol, consiste nuestra corona de reyes. La racionalidad será la diferencia específica que nos otorgará grandeza y una dimensión muy sutil: el Espíritu. Una grandeza inaccesible a las otras criaturas naturales. Somos seres, que se nos ha añadido una potencia suprabiológica: la potestad de hacer ciencia, arte, moral, religión. Y esto nos vuelve enormes: más que el océano, más que el firmamento.
Somos animalillos cuando obramos biológicamente. Seremos hombres en la medida de nuestra entrañable relación con la actividad cultural. Dejamos de ser meros antropomorfos, según hayamos ascendido por los senderos de la ciencia, del arte, de la moral, de la religión. O sea en tanto amemos y nos afanemos por lo que se denomina VALORES; la verdad, la belleza, el bien, el absoluto (cada una de las actividades aquí numeradas consiste en la realización de un valor correspondiente: la ciencia aspira conocer la verdad, el arte, la belleza, la moral, el bien y la religión, y el absoluto).
Mídete ahora. Ve cuánto hay en ti de animal y cuánto de humano.
Evolución y libertad
No hacemos hombres, nos hacemos. Nos hacemos… si queremos. Cuando nuestras madres nos dieron a luz éramos animales. Nuestra tarea en el mundo es convertirnos en personas humanas. La naturaleza no nos fuerza, sólo nos invita a metamorfosearnos de bichos en hombres. (Podemos transformarnos todavía más: de hombres a seres superiores a través de una comunicación muy sutil con el absoluto.)
No queremos decir que en este tránsito de lo biológico a lo humano, se niegue el elemento animal que poseemos. Evidentemente no podríamos hacer cultura si no comiéramos, durmiéramos, etc. Pero notemos que estas funciones corporales no han de constituir la finalidad de nuestro existir. Son mera condición de supervivencia. Sin duda precisamos sobrevivir para hacer efectiva nuestra esencia humana, pero nada más. Hay que cumplir con urgencias biológicas, más únicamente como medio y requisito para realizarnos como personas. Así, el hombre, al igual que los animales, debe cuidar su salud, y para ello restablece farmacias y hospitales. Prevé las necesidades alimenticias, vestuarias y de albergue (como la hormiga a la abeja) creando sistemas económicos.
A semejanza de las bestias, que se producen y buscan diversos placeres aunque muy elaborados. En suma: "Salud, dinero y amor", como decía una canción sudamericana. (No diremos "amor", porque ciertas especies de amor pertenecen al nivel de la moral, cambiaremos la palabra por "placeres", entendiendo los de tipo físico).
Debemos reconocer que tales actividades ya no son puramente biológicas: en ellas ha intervenido en alguna medida el "además", la razón. El hombre en cualquiera de sus actos se expresa todo entero, aunque variando la dosis de lo animal y lo humano. Sin embargo la finalidad que se persigue en este plano de "salud, economía y placer" es la misma que persiguen los leones, los cerdos y las pulgas. Las llamaremos, pues, estructuras animales. Así que abajo apuntaríamos "salud, economía y placer", como representantes del aspecto biológico del hombre. Y arriba: arte, ciencia, moral, como típicamente humano (prescindiremos por lo pronto de la religión). Abajo estará lo material, encima lo espiritual, abajo la naturaleza, en lo alto la cultura.
Hay que ser animal, claro está. Pero no sólo animal. Es en la cultura en donde hallamos las metas, el por qué para vivir. "Los objetivos humanos no son solo los objetivos naturales, existen otros que son sutiles. Si tus únicos objetivos fueran los naturales, si aspiras tan solo a estar sano y vigoroso, a poseer palacete, coche último modelo y villa en la playa de moda, a darte a la dolce vita, la pasarías muy bien, como la vaca de ubres hinchadas que come a reventar ante un pesebre rebosante de alfalfa y goza de su toro sentimental. La pasarías muy bien, pero serías vaca. No valdrías nada. Miento, si valdrías: el kilo de carne está en el mercado a $……. (¿Cuánto pesas?).
El tránsito del animal a hombre y de éste a ser persona es una cuestión optativa. ¿Qué deseas ser? ¿Qué eliges para tí? Ese es tu problema vital. Pues, repito, no hemos nacido hombres, nos hacemos si es que así lo decidimos.
Mira si fuera verdad la teoría de la evolución (que ni a teoría llega se quedó en mera hipótesis), digo que si supiéramos cierto el evolucionismo, los seres vivos inferiores habrían dado origen a especies más elaboradas y perfectas, sin que a la naturaleza les hubiera tomado su parecer. Verbigracia, a los peces no se les preguntó si querían convertise en aves. Simplemente la evolución se cumplía en forma mecánica, automática. Pero al llegar al hombre ese automatismo se detiene. Algo formidable ha ocurrido en las transformaciones: (ha aparecido el libre arbitrario, la naturaleza respetuosamente sugiere, invita, anima pero no obliga. Deja a la soberana voluntad del hombre escalar el siguiente peldaño, el de la súper-humanidad, nivel superior- sutil.
La naturaleza se responsabiliza. No progresa el hombre por ley natural, evoluciona por libre voluntad. No nos hace la naturaleza, nos hacemos a nosotros mismos.(siempre y cuando tú lo desees.)
Para incitarnos a subir y para asimismo lograr una cierta selección dentro de la especie, la astuta naturaleza parece haber recurrido a una artimaña, ha puesto un malestar en el fuego interno de cada hombre que ha decidido embrutecerse, el sufrimiento de saber que no vale un comino. La conciencia de la propia minusvalía resulta un suplicio insoportable, dime si no. Entonces el hombrecillo animalesco, desagradado de sí mismo, busca consciente o inconscientemente su autodestrucción, fracasos, accidentes, drogas, alcohol, extenuación sexual, suicidio, hace funcionar demasiado su Ego o bien su Súper Ego. Sin valor, sin estimarse, ¿quién podrá aguantar su propia compañía? ¿Cómo lograr el equilibrio la armonía entre el Súper Ego y el Ego.(Lóbulo derecho y lóbulo izquierdo).
Uno vale en tanto cuanto se humaniza, logra el equilibrio en su propio ser interno y por ende una Apropiación y Aportación cultural: en esa medida valemos y nos valoramos a nosotros mismos, en otras palabras Escogemos y nos Escogemos a nosotros mismo.
Arte, ciencia, moral, conocimiento de sí mismo son senderos infinitos. Enderezando por ellos, saldremos de la naturaleza animal, nos superamos a nosotros mismos. Habremos dejado allí abajo formas evolutivamente atrasadas, sujetas a leyes cósmicas, inflexibles y valoraremos ingrávidos en el ancho firmamento de la libertad.
Las finalidades de nuestra existencia
¿A dónde van esos caminos infinitos? Digamos metafóricamente que a tres estrellas: el arte se dirige hacia la belleza; la ciencia hacia la verdad; la moral hacia el bien; el bien a la verdad; a la belleza, se les denomina "VALORES". Valemos por los valores. Ellos constituyen la meta final de los esfuerzos del hombre. Son los objetivos últimos. Ya no representan medios para alcanzar otro designio: son finalidades absolutas. Ahora bien, paréceme que en nuestra época una extraña enfermedad ha atacado al entendimiento humano: se muestra muy apto para los medios y muy ciego para los fines. Luego torpemente llega hasta convertir en fines los que por naturaleza son simplemente medios. Una vez que hemos prescindido de las metas auténticas, los valores por fuerza habremos de hallar la vida enteramente absurda. Recuerdo una escalera de la casa de mi infancia cuyos escalones, muy bien diseñados y construidos, terminaban de pronto… ante una pared.
¿Qué objeto tenía?
Recordemos aquí al pescador del cuento de Papini relatado en la primera parte. Igual que el pescador, el hombre moderno trabaja para vivir, pero vive para trabajar. No hay fines, no hay designios. (Sólo le interesa los antivalores: el consumismo, el tener cada día mas cosas materiales, ser ricos etc. y esto lo ha ido transformando en un ser egocentrista, egoísta e individualista.)
Afanados por los medios que conducen a otros medios, hemos olvidado a donde íbamos. Nuestro ser se ha quedado sin una razón para vivir. ¿Qué son los hombres desposeídos de los valores? Caminantes fatigados sin rumbo dando vueltas y más vueltas en el círculo vicioso. Barcos algarete. En eso hemos parado desde que dimos en la necesidad de arrancar del firmamento a las estrellas guías. Somos existencias sin objeto y sin por qué. Ya es preciso recobrar el norte y remontarnos ardientemente, cara al júbilo del futuro, conquistando nuestros destinos.
La súper humanidad
Sin embargo, he de descubrirte ahora el drama de la cultura. Acércate y escucha: jamás de los jamases arribará la humanidad hasta los valores. Los luceros orientan en la noche al navegante, las estrellas y astros a los pilotos, pero son inalcanzables. El hombre remará ansioso, volará por los senderos sin polvo del arte, del saber, de la moral; pero la realización plena de la belleza, la verdad y el bien es absolutamente imposible. Son caminos infinitos, dice Kant y el infinito no está al alcance de los seres finitos.
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