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Multiculturalismo y democracia liberal (página 3)


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Así que centraremos el debate, de hecho, en las dos últimas posibilidades: integración en nuestros sistemas pluralistas o multiculturalismo institucionalizado. Ambas corrientes dan su respuesta a la cuestión de "si una sociedad debe proteger y exaltar las diferencias en su irreductibilidad con la consiguiente quiebra de la cohesión social, o bien deben buscarse valores universales que hagan compatible las diferencias y garanticen la unidad social".

No obstante, sería un error pasar por alto que no todas las corrientes multiculturalistas son iguales. Porque, en efecto, no hay un solo "multiculturalismo", sino varios, tantos como defensores, de entre los cuales destacan, por ejemplo, TAYLOR, MACINTYRE, SANDEL, GUTMANN, MARION YOUNG, TOURAINE…; y autores que lo critican en parte y lo asumen en parte, como KYMLICKA , HABERMAS y otros.

La diferencia más relevante está en función de la radicalidad de las premisas; encontraríamos aquí un multiculturalismo "moderado o débil", y un multiculturalismo "fuerte o duro". Aquél se identifica porque pretende no el cambio de los principios básicos del sistema pluralista establecido en las democracias occidentales, sino más bien la "conveniencia de reconocimiento, por ejemplo, de determinados derechos colectivos, allí donde no baste con medidas de discriminación positiva o acción afirmativa para conseguir la integración de quienes, por el hecho de su diferencia, se ven privados de participar en el espacio público en términos de igualdad".

Para CARABAÑA, "el multiculturalismo fuerte no sólo rechaza la asimilación, sino que trata de legitimar la separación de los pueblos y/o culturas, a tal grado que podría llegar al racismo biologicista". En algunos casos, no dudaría en afirmar que "no es posible someter a juicio externo o comparativo los valores de cada comunidad"; y que "la diferencia étnica es un dato que debe ser respetado so pena de etnocentrismo" . Una división parecida realizan TOURAINE y GARZÓN VALDÉS.

Pero, por encima de las diferencias que hemos citado, y que no dejan de ser, quizá, diferencias de enfoque, existe un núcleo o cúmulo básico de ideas que pertenecen a la filosofía multiculturalista, más vecina de la versión "fuerte" que de la "débil". En breves palabras, el multiculturalismo es la teoría que propugna el reconocimiento y la promoción del pluralismo cultural como característica de muchas sociedades, y busca reconducir dicho pluralismo, que es aceptado y valorado positivamente, con la intención final de crear otro tipo de actuaciones políticas que respeten, acepten y conserven la diferencia cultural en la mayor medida posible (es decir, las costumbres de cada grupo, su lengua, el derecho a tener escuelas propias, el derecho a celebrar sus propios días festivos o vestir según su cultura). "El multiculturalismo celebra y procura proteger la diversidad cultural", decía el Harper Collins Dictionary of Sociology en 1991.

El aspecto más interesante del multiculturalismo es su vertiente crítica, en cuanto manifestación del malestar que producen en algunos grupos sociales las políticas asimilacionistas de los estados o culturas dominantes en el seno de sus propias sociedades. Representa una reacción contra ese asimilacionismo; una respuesta frontal de las culturas minoritarias o de grupos de inmigrantes ante el miedo a perder su identidad frente a la cultura dominante. "En el corazón del multiculturalismo está la defensa de los derechos de las minorías".

De otro lado, el multiculturalismo es muy crítico con la imposición del modelo económico y político occidental a países que no consideran ese esquema como el más adecuado para sus intereses y culturas. Tras el multiculturalismo se encuentra una poderosa crítica al eurocentrismo. La idea latente es que Occidente no debe ser el referente ético, político o económico para el resto del mundo, ni tampoco debe exportar su modelo de sociedad. No debe perderse de vista este aspecto, porque explica los extremos de autocrítica a que en muchos casos algunos autores han llegado, respecto a la cultura europea y norteamericana, que como hemos dicho son el foco donde ha surgido esta disonancia entre multiculturalismo y políticas predominantes.

La teoría multiculturalista parte de estos cuatro presupuestos: 

  • La cultura es parte esencialísima de los individuos, forma íntimamente su identidad y debe ser respetada como tal, puesto que su anulación conllevaría una anulación de la personalidad de quienes pertenezcan a ella.
  • Todas las culturas son igual de importantes, igualmente respetables y tienen el mismo valor, ya que todas las culturas contribuyen completamente a la formación de la identidad de sus componentes individuales, les permiten tener "autenticidad".
  • Para respetar igualmente a los seres humanos hay que respetar igualmente las culturas que les prestan su más radical identidad. Por tanto, todas las culturas han de ser tratadas por igual, con el mismo respeto y sin discriminación. Este respeto consiste, en primer lugar, en la exigencia de su supervivencia y de su mantenimiento íntegro.
  • Lo mismo que la diversidad biológica es buena para los organismos vivos, así también la diversidad cultural es algo enriquecedor y positivo para el género humano. Quizá esto parezca un simple proyecto moral ideal, pero va más allá: los multiculturalistas nos llaman, en definitiva, a reconocer el valor intrínseco de todas las culturas.

3.4.2. Los cimientos del debate. Liberalismo y comunitarismo:

En palabras de Neus TORBISCO, "la política del multiculturalismo supone el reconocimiento público de la diferencia". De aceptarse algunas de sus tesis, el multiculturalismo supone por ello "cierta ruptura con el ideal liberal tradicional de una ciudadanía homogénea", precisamente porque no le repugna la idea de la ciudadanía compartimentada, seccionada, de la diferencia hecha norma. Por consiguiente, el choque con el liberalismo es inevitable, en la medida en que para éste la ciudadanía igual y universal es uno de sus elementos esenciales. Podría oponerse que la discusión no deja de ser un tanto artificial, argumentando que quizá no existan lo que hemos llamado "elementos esenciales del liberalismo"; es decir, que no haya un solo liberalismo, que no aparezca por ninguna parte "el" liberalismo. Pero en cambio, para muchos autores sí existe una concepción definida del hombre y de la sociedad, moderna en su carácter, que es común a todas las variantes de la tradición liberal. ¿Cuáles serían los elementos de esta concepción? En concreto, cuatro:

a) El liberalismo es individualista, en cuanto que afirma la primacía moral de la persona frente a exigencias de cualquier colectividad social. Nuestras sociedades son estructural e ideológicamente individualistas, pues se sustentan en la atribución a los individuos de un elenco de derechos básicos. Desde ahí resultaría bastante sencillo justificar todo lo demás. La tolerancia misma es un concepto fruto de un individualismo metodológico, sustentado sobre la tesis de que "son los individuos los únicos agentes que existen y que, por tanto, son, por así decirlo, las unidades básicas que permiten explicar las acciones y los fenómenos sociales". Es más, el pluralismo quedaría justificado, como el producto de la atribución generalizada de derechos a los individuos, conjugada con la autonomía ético-política que esos derechos componen. La autonomía individual, la posibilidad de la persona de forjar sus opiniones y expresarlas sin reserva, y ejercitarlas a su modo, es la esencia del liberalismo en su versión antropológica, no menos que en su versión política. Esta autonomía es a la vez fundamento y límite del pluralismo. Es fundamento porque sólo la libertad personal, en su más amplio sentido, y en su sentido de autorregulación, puede ser una justificación válida para la existencia de opiniones y de formas de vivir muy desiguales entre sí. Y es límite porque, en sentido inverso, ninguna acción ni opinión podría tolerarse que agraviara o impidiera el ejercicio de ese poder de autoformación. Dicho con palabras de John STUART MILL, "es deseable que en todo aquello que no afecta, en principio, a los demás se imponga la individualidad". Y el mismo STUART MILL afirma poco después con su voz mayestática: "Todo lo que aniquila la individualidad es despotismo, cualquiera que sea el nombre con el que se lo designe, tanto si cree imponer la voluntad de Dios como los preceptos de los hombres"

b) Es igualitario, porque confiere a todos los hombres el mismo status moral y niega la aplicabilidad, dentro de un orden político o legal, de diferencias en el valor moral entre los seres humanos. Pero esta igualdad se refiere fundamentalmente a los individuos, y no a los grupos y comunidades formados por éstos, que ya no serían "entes autónomos", sino producto de los actos libres de sujetos que sí serían autónomos.

c) Es universalista, ya que afirma la unidad moral de la especie humana y concede una importancia secundaria a las asociaciones históricas específicas y a las formas culturales. Precisamente el liberalismo cuenta con una práctica que somete a todas las demás convenciones y tradiciones a la crítica, conforme a principios universales aceptables imparcialmente, como el "principio de daño" de MILL. Por ello, se opone a la equiparación desvanecedora de las culturas en un relativismo fácil, que supusiera la claudicación ante la tarea de comparar los logros de unas y de otras, llegando a nivelarlas como si todas fueran iguales.

d) Por último, el liberalismo es meliorista, por su creencia en la corregibilidad y las posibilidades de mejoramiento de cualquier institución social y acuerdo político, y su afirmación de las capacidades de progreso y autorrealización de la persona y de la sociedad, apoyadas y animadas por la autonomía moral de que goza y ejerce todo ser humano. "La autonomía es el único aspecto del bien que debe concernir a las pautas de moralidad social y, consiguientemente, a la organización estatal". Esa autonomía, en la mente de los más optimistas, como STUART MILL de nuevo, llegaría un día a superar la actual imperfección humana y a lograr la unanimidad, no por la fuerza, sino por llegar a ser capaces de "aceptar todos los aspectos de la verdad".

A pesar de que esta concepción tiene fuentes diversas, puede decirse que también el liberalismo tiene un núcleo o cúmulo de ideas común; esto es, que "constituye una tradición única, […] justamente en virtud de los cuatro elementos antes mencionados que integran la concepción del hombre y la sociedad".

Estas cuatro características, extractadas de las ideas de John GRAY, no van muy desencaminadas, si atendemos a la descripción que MACINTYRE hizo de los rasgos distintivos del liberalismo, semejantes a los descritos con anterioridad: "primero, la idea de que la moral está compuesta fundamentalmente por reglas que serían aceptadas por cualquier individuo racional en circunstancias ideales; en segundo término, el requisito de que esas reglas sean neutrales respecto de los intereses de los individuos; en tercer lugar, la exigencia de que las pautas morales sean también neutrales en relación a las concepciones de lo bueno que los individuos pueden sustentar; en cuarto término, la idea de que los agentes morales destinatarios de tales reglas son los individuos humanos y no, por ende, los entes colectivos; y finalmente, la exigencia de que las reglas morales sean aplicadas del mismo modo a todos los individuos humanos, cualquiera que sea su contexto social". Aunque, dicho sea de paso, MACINTYRE hace referencia a la reflexión moral. Pero GRAY habla de la concepción del hombre y de la sociedad.

El tratamiento del multiculturalismo no quedaría suficientemente iluminado sin poner brevemente de relieve la tensión dialéctica principal, que es la que se establece entre comunitaristas y liberales. A este debate dedicaremos los párrafos siguientes, abandonando por un momento la línea seguida hasta ahora.

El comunitarismo, que es como se llama a la "corriente de la ética y la filosofía política contemporáneas que privilegia, epistémica u ontológicamente, la comunidad sobre los individuos o los sujetos morales a la hora de explicar la validez de las normas, principios, derechos o valores que aquellos individuos sostienen, aceptan o poseen", y que "en los debates contemporáneos se opone al liberalismo", postula la institucionalización de las diferencias. La modernidad liberal aboga por el universalismo y el cosmopolitismo. La modernidad analiza el multiculturalismo como un fenómeno social, pero no cree que como principio normativo sea el modelo social más aceptable éticamente si se considera la diferencia como el supremo bien moral. Desde su posición, en efecto, la exaltación de la diversidad moral no significa necesariamente un mayor desarrollo moral. La diversidad, tomada en sí misma, no tiene ninguna connotación moral positiva. Ni toda experiencia nueva es saludable ni todas las formas de vida son moralmente legítimas. Pero si todas las culturas fueran iguales y resultara imposible establecer comparaciones morales entre ellas, habremos de concluir que también son iguales sus prácticas, costumbres, cultura y valores. Nada habría de inferior en la mutilación sexual de las mujeres o en la incineración de las viudas, ni nada superior en la música austríaca y alemana del XVIII y el XIX, ni en los principios de la democracia liberal. Todos iguales. Lo mismo daría la teocracia fundamentalista que el régimen parlamentario. Tampoco importaría que unos sistemas generasen libertad y prosperidad y otros barbarie y miseria. ¡Tanto da! Preferir la construcción de catedrales góticas a la demolición de estatuas budistas sería cuestión de gustos.

Mas, para los multiculturalistas, la mayor impertinencia, el más nefando pecado antiigualitario, consistiría en sugerir que algunas religiones han podido favorecer la libertad y la democracia, y otras el oscurantismo y la tiranía. Admitimos que es una cuestión peliaguda. Pero aunque la ejecución de las ideas puede ser defectuosa, ellas mismas son puras, níveas, majestuosas e inconmovibles. Una teoría puede ser aplicada; un ideal puede ser traicionado; una filosofía puede ser mal explicada; incluso un dogma puede ser violado. Pero las ideas seguirán inspirando mientras se las deje expresarse. Así, de este modo, la nivelación de todas las tradiciones religiosas, fuera del ámbito metodológico de la filosofía de la religión, es un error en el que no puede caer la filosofía política. Aunque sólo sea porque algunas de ellas renunciaron hace mucho a la razón, y otras no.

Por eso, el multiculturalismo no puede ser indiscriminado, porque entonces desembocaría en el relativismo absoluto y en la exaltación estúpida de las diferencias. Cada cultura reclamaría su feudo, su localito, su fuero, y este trato diferenciado nos reubicaría en la Edad Media, en las Taifas. La igualdad de todos los seres humanos ya no tendría más que una pequeña dimensión política: la de servir de base para justificar la descomposición; puesto que todos somos iguales, aplíquesenos a todos la misma política disgregadora. ¡O jugamos todos o se rompe la baraja! Olvidaríamos con esto que realmente no pueden existir naciones ni estados sometidos a un estado constante de disgregación. Por esta razón ORTEGA lamentaba el provincianismo de los nacionalistas, porque ‹‹la convivencia de pueblos y grupos sociales exige alguna empresa de colaboración y un proyecto sugestivo de vida en común››, porque ‹‹no viven juntas las gentes sin más ni más ni porque sí; esa cohesión a priori sólo existe en la familia. Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo››; porque, en definitiva, ‹‹las naciones se forman y viven de tener un programa para mañana››.

Pero lo peor no sería esto. Para el liberalismo la pérdida es aún mayor y más esencial. Una política multiculturalista amenazaría la libertad individual, al modo en que la "sumisión" es un concepto central en alguna religión. El sometimiento a unos comportamientos cotidianos externos y la afirmación del sentimiento de pertenencia grupal supondrían un aplastamiento feroz del individuo y de su capacidad de raciocinio. La razón moral individual se rendiría y plegaría a la observancia ciega de las costumbres, sin importar su destino con tal que su individualidad quedara sofocada y sometida al estricto catálogo de culturas, grupos y comunidades aceptado, en uno de los cuales habría sido introducido y desde el que se vería con malos ojos sus anhelos de libertad y originalidad. Ya lo decía Juan IGLESIAS, quien advertía, con su poética voz de maestro viejo y su perfil barroco tras el sonido de sus verbos, que la comunidad no debe "ahogar o sofocar lo que tiene de sagrado, irrenunciable e irrepetible cada hombre".

Desde un punto de vista socio-político, el relativismo cultural indiscriminado que introduce el multiculturalismo conduciría a la segregación y al guetto, y quizá también a una forma de despotismo velado que expondremos. El hispanista Stanley G. PAYNE ha llegado a afirmar incluso, en una entrevista publicada en ABC, que ‹‹una sociedad multicultural es casi una contradicción, pues no sería una sociedad, sino varias, de forma que no podría formarse un país unido››.

Esta sería la principal crítica que autores como AZURMENDI, LAPORTA, SARTORI y otros lanzan contra el multiculturalismo de corte comunitarista. Por todo esto, afirman que el multiculturalismo nada tiene que ver ni con el mestizaje ni con el pluralismo cultural o convivencia de culturas diferentes en un marco común; el cual, más bien, consiste en la defensa de la convivencia de varias culturas, que pueden no ser democráticas, en el seno de una misma sociedad democrática. Un ejemplo de sociedad pluralista sería una democracia en cuyo seno convivieran grupos que, en su funcionamiento interno, rechazaran los principios democráticos y liberales; pongamos por caso, grupos mormones, islamistas ortodoxos y tribus antropófagas. Lo que caracteriza al multiculturalismo es la negación de ese marco común y la división de la sociedad en compartimentos estancos. En este sentido el multiculturalismo no sólo no es consecuencia de la tolerancia, sino que además resulta incompatible con ella y con la democracia. Todo lo contrario de lo que autores como SARTORI o RAWLS (por citar dos de los más conocidos) intuyen como el gran valor de la democracia liberal: el consenso en las cuestiones fundamentales, especialmente en lo referente a los derechos fundamentales de los individuos y las reglas democráticas.

En cambio, para los teóricos considerados como comunitaristas, el liberalismo ha mostrado tener graves limitaciones a la hora de dar respuesta a algunos de los nuevos problemas y realidades que han aparecido en nuestras sociedades, siendo incapaz, por ejemplo, de formular una política coherente respecto a asuntos tales como el tratamiento de las minorías culturales o étnicas. Ahora bien, es justo señalar que la censura que los comunitaristas hacen a los liberales no se reduce a las cuestiones relacionadas con el fenómeno de la multiculturalidad, sino que aquéllos llevan a cabo generalmente una reflexión crítica mucho más amplia y profunda sobre el sujeto moderno, el sentido de la obligación moral y los fines de la vida pública en las sociedades contemporáneas. Se entiende por los defensores de dicha idea que las circunstancias actuales del mundo están poniendo de manifiesto la existencia de grupos sociales con identidades muy diferentes que rompen la homogeneidad de la sociedad y que ponen en crisis "los viejos ideales de ciudadanía e igualdad del proyecto político de la modernidad"

Seguramente, el principal reproche que todos los comunitaristas coinciden en dirigir al pensamiento liberal tiene que por objeto la llamada tesis atomista; esto es, la consideración liberalista de la sociedad como un agregado de individuos movidos por objetivos individuales y dotados de unos derechos a los que se les atribuye una prioridad absoluta frente a cualquier fin o política comunitaria. Para los comunitaristas, defender tal postura implica ignorar que los individuos sólo pueden crecer y autorrealizarse dentro de un contexto social, pues resulta claro que ni son autosuficientes ni capaces de vivir en el vacío, sino que necesitan tanto del contacto y la ayuda de los demás, como de un cierto tipo de ambiente social y cultural en el que desarrollarse. Eliminar la importancia de la comunidad concreta en nuestras vidas supone imposibilitar nuestra realización individual. Como dice Rafael DEL ÁGUILA al respecto: ‹‹un sujeto asocializado y abstracto es un individuo sin naturaleza moral o política, no enraizado en prácticas concretas o en significados compartidos o en comunidades de comprensión mutua. En realidad, nos dicen, los individuos de ese tipo no existen››. Serían hombres ‹‹"sin carne ni sangre", como Nietzsche llamó al sujeto kantiano››.

En otras palabras, la historia de nuestras incompletas vidas se inscribe dentro de una narración mayor, que es la historia de nuestra comunidad, de la cual formamos sólo un breve capítulo y tomamos el sentido de nuestra andadura. Un niño humano es el ser más débil e incompleto que existe. Con razón se ha dicho que el hombre es tan sólo un mono desnudo, un ser poco dotado físicamente para la supervivencia. Quizá algo parecido quería decir ROUSSEAU con aquello de que "el hombre civil nace y muere en la esclavitud: a su nacimiento se le cose en una mantilla; a su muerte se le clava en un féretro; en tanto que él conserva la figura humana, está encadenado por nuestras instituciones". Necesitamos, pues, al grupo para vivir, pero también para aprender a ser humanos. Y eso hace que estemos injertados en él irremediablemente.

En este sentido, TAYLOR contrapone a la tesis atomista lo que él denomina la tesis social, que viene a afirmar que el hombre es un animal social en el sentido aristotélico, lo que implica que no hay ningún yo que pueda ubicarse completamente aparte de la sociedad. Al escuchar a TAYLOR, alguno podrá pensar que escucha a un ARISTÓTELES redivivo, proclamando de nuevo aquello de que "el hombres es un ser naturalmente sociable"; y, enseguida, llegando a la misma conclusión contundente de que "el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar es, ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior a la especie humana" Ciertamente, a su juicio, nos transformamos en seres humanos plenos, capaces de comprendernos a nosotros mismos y, por tanto, de definir nuestra identidad, por medio de la adquisición de lenguajes humanos para expresarnos.

Pero aprendemos estos modos de expresión -continúa el razonamiento de TAYLOR- mediante nuestro intercambio con los demás, pues las personas, por sí mismas, no adquieren los lenguajes necesarios para su autodefinición, sino que entramos en contacto con ellos por la interacción con otros individuos. La génesis de la mente humana no es, en este sentido, monológica (no es algo que cada uno logra por sí mismo), sino dialógica. Siempre definimos nuestra identidad en diálogo (y a veces en lucha) con los demás y sus ideas. De este modo, el que yo descubra mi propia identidad no significa que yo la haya elaborado en el aislamiento, sino que la he negociado por medio del diálogo con los otros. En cierto modo, comprender a los demás es también, pues, comprenderme a mí mismo, en la medida en que el contacto con ellos me ha ido construyendo hasta ahora; o mejor, ha ido construyendo la imagen que yo tengo de mí mismo. Es decir, para responder a la pregunta "¿quién soy yo?", necesito ciertos valores, creencias y conocimientos que me son dados en una colectividad y sin los cuales la pregunta puede que ni siquiera existiera. Sin esa colectividad yo no sabría ser humano. Esta relación persona-sociedad llega a tal grado de imbricación interna que por sí sola explicaría, por ejemplo, el hecho de que la reflexión filosófica naciera en Grecia y no en Persia, o en China. ¿Es que los habitantes de esos lugares no tenían razón? No, sino que la tradición griega se había desplazado justo hasta el estado en que la respuesta filosófica se hizo no sólo necesaria (que siempre lo es), sino también posible. ¡Hasta tal punto llegaría la importancia de vivir o no en una cultura particular!

Es este razonamiento el que lleva a los comunitaristas a rechazar -sostiene GARGARELLA- la concepción de la persona propia del liberalismo igualitario y que RAWLS sintetiza en la idea según la cual "el yo antecede a sus fines" (esto es, que, más allá de su pertenencia a cualquier grupo, categoría, entidad o comunidad -ya sea de tipo religiosa, económica, social o sexual- los individuos tienen -y es valioso que tengan-, la capacidad de cuestionar tales relaciones, hasta el punto, incluso, de separarse de ellas si lo desean). Los liberales, aun admitiendo la importancia de la filiación cultural en la interpretación de las alternativas a lo largo de su vida, no atribuyen la valía de sus decisiones al contexto cultural en que éstas tienen lugar.

Una opinión contraria mantiene el multiculturalismo. No obstante, para muchos de sus opositores, ello nos conduciría a un respeto estático y acrítico de las pautas culturales, desconociendo las más elementales normas epistemológicas, que nos ordenan "no asentir nunca sin una razón, que es justo lo contrario de la razón de asentir siempre y por principio". En definitiva, sería problemático encontrar una compatibilidad entre el enfoque centrado en la autenticidad y las exigencias derivadas de la autonomía individual.

Pero seguimos con los argumentos de TAYLOR. Los diferentes colectivos existentes dentro de una sociedad también tendrían una identidad propia, que los instala en el mundo y diferencia de los demás, y cuya conservación sería valiosa. En su discurso el concepto fundamental es el de "reconocimiento". Su tesis central es que "nuestra identidad en parte está formada por el reconocimiento, por el frustrado reconocimiento, y con frecuencia por el desconocimiento de los otros"; y, por tanto, que la demanda de reconocimiento que surge de los grupos minoritarios se hace urgente por la conexión entre "reconocimiento e identidad". Y aún más urgente habría que considerarla, teniendo en cuenta que el no-reconocimiento o el desconocimiento nos hará daño, es una forma de opresión que nos aprisiona en una falsa, torcida y reducida manera de ser. Esto enlaza con otra de las críticas que las corrientes comunitaristas y multiculturalistas (integrada por autores como MILLER, TAMIR Y TAYLOR) han lanzado al liberalismo a lo largo de las últimas décadas. En efecto, según GLOVER, la falta de previsión de la trascendencia de la cultura para el individuo moderno muestra que la visión de la psicología humana de la Ilustración era demasiado débil y mecánica, demasiado ingenua.

El reconocimiento reclama, pues, programas de acción a su medida: son las "políticas de la diferencia", que no pretenden disposiciones que sean temporales o tiendan a igualar grupos y minorías, sino que permitan la supervivencia de culturas y modos de vida diferenciados, y la imposición de todo lo necesario para lograr este objetivo. La política de la diferencia tiene que ver con la posibilidad de moldear y de definir nuestra identidad como individuos y como cultura.

Ciertamente, a juicio de los partidarios de esta doctrina, "a lo que realmente aspiran los miembros de las diferentes culturas es a la supervivencia", y a que no se les trate de asimilar a la mayoría dominante. Y para tal fin, el primer paso es reconocer las diversas culturas y su igual valor, esto es, no basta con que se les permita sobrevivir, es menester que se les reconozca su valor.

En efecto, la falta de reconocimiento es el factor esencial que explicaría los conflictos existentes en las sociedades multiculturales, toda vez que nuestra identidad está configurada en parte por el reconocimiento o la ausencia del mismo, a menudo también por el desconocimiento; por tanto, una persona o un grupo de personas puede sufrir un daño real, una distorsión real, si las personas o la sociedad que les rodea les devuelve una imagen limitada, o despreciable de sí mismas, que le impediría desarrollarse plenamente y perseguir su concepto del bien; toda vez que para ello -añade GIANNI- "la persona debe vivir dentro de una comunidad cultural estable, cuyos valores (que constituyen la noción del bien compartida por sus miembros) sean homogéneos y promovidos a través de instituciones políticas".

Por todo ello, los multiculturalistas no dudan en defender la necesidad de reconocer derechos a los grupos y culturas. Su fundamento reside en exigencias de igualdad entre grupos, por lo que el proceso usual de toda de decisiones en un estado democrático, la regla de la mayoría, difícilmente constituiría una vía adecuada para dirimir estas cuestiones. El mayor peso del grupo podría conllevar el empequeñecimiento del individuo y con ello la distorsión del principio universalmente admitido de "un ciudadano, un voto". Los grupos minoritarios formulan sus demandas con el fin de lograr una protección específica a sus identidades y tradiciones culturales distintivas, que los derechos individuales sólo podrían garantizar de forma insuficiente, según los multiculturalistas. Con esta idea de derechos colectivos, se pretende resaltar que la igualdad en los estados multiculturales requiere algo más que un sistema democrático y el respeto a los derechos individuales básicos. Según explica TORBISCO, para los multiculturalistas "los derechos colectivos permitirían garantizar el desarrollo de la identidad e instituciones distintivas de las culturas minoritarias". Del mismo modo que a las personas se les dota de unos derechos individuales para la protección de ciertos bienes valiosos que les son inherentes -como la vida, la integridad física, la libertad, etc.-, cuya salvaguarda justifica la imposición de una serie de deberes a los demás, también los grupos o minorías poseerían unos intereses legítimos -la autonomía política, la preservación cultural o el mantenimiento de la identidad- que tendrían que ser preservados. Pero a diferencia de los derechos individuales, el titular de los derechos colectivos ha de ser necesariamente el grupo, y no sus miembros individualmente considerados, pues hay ciertos bienes que únicamente los grupos pueden poseer: procesos de socialización, estructuras de comunicación, o lo que suele denominarse el bien de la "comunidad fraternal", razón por la cual su garantía mediante derechos corresponde al grupo como tal.

Y dado que la preservación de estos bienes e intereses sería del todo necesaria para la supervivencia del grupo y puesto que, a su vez, la conservación de las distintas culturas sería imprescindible para que sus integrantes puedan moldear su identidad, realizarse como seres humanos, descubrir la verdadera vida buena y vivir conforme a ella, los derechos colectivos deberían ser definidos prioritariamente frente a los derechos individuales. Es más, en una teoría coherente, no habría derechos individuales sin que hubiera antes derechos colectivos. La identidad personal depende de tal modo de su comunidad, que éste le da todo al individuo, y sin ésta no tiene nada. Por ello, consecuentemente, todo miembro de una cultura debería abstenerse de realizar críticas a esa cultura, sencillamente por pertenecer a ella, puesto que la defensa de la cultura (ya lo hemos dicho) parece y es prioritaria desde el punto de vista de la autenticidad.

Al llegar aquí ya hemos dado la vuelta totalmente a la tortilla liberal. Poco queda ya de aquel "individualismo metodológico" que anunciábamos como carácter irrenunciable de una filosofía liberalista (y, de hecho, de las sociedades modernas occidentales). Ahora no solamente se trataría de establecer un derecho a la supervivencia cultural, sino más aún, de confeccionar un derecho de preferencia a favor de los contenidos internos de cada cultura, frente a las exigencias de igualdad y seguridad jurídica que ha reclamado la tradición del derecho moderna. Ello supondría, por supuesto, la incorporación a nuestros sistemas jurídicos de medios y estructuras jurídicas que permitieran la existencia de lugares o colectivos en los cuales fuera posible que, de hecho, rigieran otras normas. De esta forma, quienes se sientan unidos en una tradición, unas costumbres, unos ideales, una sangre, reclamarán con derecho un territorio propio y excluyente, donde puedan vivir sus específicas relaciones, lo mismo que los grupos religiosos o la peña de amigos buscan sus iglesias, sus clubes, sus salas de reuniones, etc. Porque los derechos colectivos chocan también entre sí, y no sólo con los derechos individuales. ¿Cómo tendría entonces que reaccionar el poder político, cuando todos los grupos reclamasen lo mismo?

Con ello, los multiculturalistas se declaran partidarios de preservar ciertos contextos culturales y conceder derechos especiales a determinados grupos o minorías culturales desventajadas, incluso aunque fuera preciso en alguna ocasión anteponer las políticas comunes tendentes a su conservación a los derechos individuales. O, por lo menos, a algunos de ellos, pues, como explica TAYLOR, habría que distinguir las libertades fundamentales, que nunca deben ser infringidas y por tanto deben encontrarse al abrigo de todo ataque, de los principios y las inmunidades que, a pesar de su importancia, se pueden revocar o restringir por razones de política pública; esto es, hay que estar dispuesto a sopesar la importancia de ciertas formas de trato uniforme contra la importancia de la supervivencia cultural y optar a veces a favor de esta última. Dicho con otras palabras, medir cuáles son los bienes más altos en juego (que para los multiculturalistas serán siempre las identidades colectivas), y legislar a favor de ellos.

Claro que para otros autores, como MCINTYRE, los derechos humanos son sólo objetos mitológicos, productos de la imaginación, como las brujas o los unicornios, y seguir manteniendo su existencia es la prueba de la adolescencia política de la humanidad… Ello simplifica mucho los términos del debate, por supuesto, y hace más fácil tomar una decisión; pero a estas alturas de la filosofía, parece que no se puede renunciar así como así a ideas tan fuertemente marcadas en la conciencia colectiva europea y americana como los derechos inviolables de los sujetos. Sean o no una quimera, las constituciones los reconocen y los protegen, y la moral mayoritaria los proclama sin rubor.

Claro que quizá esta sea la cuestión de fondo…

Aun así, si de hecho se plantease una divergencia insalvable entre derechos individuales y derechos colectivos, entre persona y sociedad, y el detonante fueran las discrepancias culturales, habría que empezar por esta pregunta: ¿por qué razón habrían de cancelarse las diferencias de los ciudadanos? En realidad, ciertos desacuerdos, lejos de cancelarse, forman el sustrato ineluctable de nuestra personalidad. Es cierto que el hombre, individualmente considerado, es "frágil, débil, pobre y enfermo, desprovisto de todo auxilio, indigente, desnudo e implume", como dijera Francisco de Vitoria; y es por ello que los hombres se necesitan unos a otros. Pero hay algo más que constituye la identidad de los individuos y que no se puede soslayar: el hecho de que se forman en la cultura o la tradición propias, y no contra ellas. Sin enseñanza y experiencia nadie puede aprender ni perfeccionarse, y esto no puede conseguirse en soledad, como bien demostró Aristóteles. Sólo en la polis nos haríamos humanos. La sociedad se convierte, pues, en la matriz de la identidad individual. Y las personas no siempre pueden ni quieren rechazar o cambiar su identidad.

Esto es lo que LAPORTA ha descrito al tratar del comunitarismo: que según éste "la identidad individual pende del todo de las conexiones personales y culturales en que se inserta". Por tanto, siguiendo la descripción del mismo LAPORTA, y para terminar con una comprensión exacta del destino a que nos conduce la teoría multiculturalista, tendríamos que decir que "la llamada política del reconocimiento sería aquella que no ignorara, sino precisamente que reconociera esa diferencia personal esencial que supone para cada uno su mundo en torno y su cultura. […] su corolario básico es que para respetar igualmente a los seres humanos hay que respetar igualmente las culturas que les prestan su más radical identidad. […] Desde el punto de vista político, la conclusión es clara: no vale sólo con reconocer a cada uno como ente abstracto un ramillete de derechos básicos; es preciso también reconocer diferenciadamente todas aquellas pautas contextuales que le prestan su identidad moral".

Para ser coherentes, pues, habría que oponerse al paradigma de la universalidad de los derechos en términos de homogeneidad, puesto que éste, de raíz liberal, supone la adopción de medidas que tornen invisibles las diferencias, por considerarse que la igual distribución de derechos individuales sería suficiente para garantizar la diversidad en las sociedades democráticas. Y aquí se encuentra la piedra de escándalo que no soportan las tesis sobre los derechos colectivos que se mantiene dentro del multiculturalismo. El sujeto como titular de derechos inherentes, la personalidad como construcción personal, influida tan sólo en parte por el ambiente cultural, la política como el espacio libre en que los sujetos actúan desde el ejercicio de sus derechos, teniendo de frente tan sólo a otros sujetos, físicos o jurídicos… Es el vértice antropológico del hombre liberal.

¿Qué hay en el otro vértice? No podemos, por desgracia, precisar con nitidez las líneas que configuran el concepto tayloriano (y en general comunitarista, con todos los matices del mundo…) de personalidad o identidad personal, y dudamos de la naturaleza de la persona en su sistema: si el yo es un ente ficticio, si su pensamiento no le otorga un "aire de distinción" respecto de los demás seres y de los demás hombres, si su conciencia es fruto sólo de las influencias ambientales o es también producto de su vida racional, y de dónde surge en última instancia el contenido de esa conciencia: si de la mente de alguna persona que lo crea o reconstruye desde la soledad de su reflexión, si de la tradición inveterada cuyas fuentes nos son desconocidas, o si de algo en su naturaleza moral o social donde se halle depositado el hontanar de su conciencia. La modernidad, que sale fecundada del yo cartesiano, en regadío perfeccionado por los intelectualismos y racionalismos, habría entrado en agonía. Al quedarse solo frente al todo, el individuo siente vértigo. Inventa entonces los derechos individuales, como razones frente a otros hombres para proteger su individualidad. Pero el comunitarismo lo saca de la soledad y le dice: "mire usted: usted no tiene nombre ni es un yo. Es lo que su cultura que le rodea hace de usted. La cultura es lo existente". Quizá estemos esquematizando la cuestión, para hacerla comprensible, porque "la claridad es la cortesía del filósofo", según enseñaba ORTEGA, pero el viraje hacia el comunitarismo es indudable.

Tampoco se comprende a ciencia cierta el alcance último de esa tesis social, respecto a la conformación de la personalidad, a la importancia del amor o su influencia (supuestamente decisiva) para la felicidad. Es dudosa la relación (que se pretende totalmente lógica) entre incompleción y sociabilidad humanas, y a su vez entre sociabilidad y construcción de la personalidad. Otros seres son incompletos, y no obstante no son "sociales". Y no nos atrevemos a decir en voz alta la terrible consecuencia que vemos dibujarse en el horizonte: que, para un multiculturalista, la autenticidad sería un valor tan central, que desplazaría en la práctica el valor de la autonomía. El peligro del anti individualismo, de las "identidades asesinas", como las llama Rafael del Águila, continúa vivo y está en ciernes…

Al respecto tenemos que decir que tampoco parece claro el salto desde el análisis de la personalidad a la elaboración de políticas multiculturalistas, que si se caracterizan por algo es justo por omitir, aparentemente, el dato de la personalidad individual. ¿En qué medida la realización personal es posible imponiendo por ley la conversación de una forma de vivir, y por tanto el sometimiento de la voluntad personal (y colectiva) de cambiar? Es la pregunta que TAYLOR y los comunitaristas aún están lejos de responder con satisfacción. No bastaría con demostrar la gran dependencia que los bebés humanos tienen respecto de su madre, o la evidente causalidad entre componentes ideológicos colectivos y pensamiento individual, a través del aprendizaje lingüístico; es necesario algo más: es necesario suprimir la libertad, suprimir el impredecible (y valioso, añadiremos sin reparos) conato de originalidad.

Por ello, autores como Juan IGLESIAS, echando la mirada atrás sobre el reflujo de los años, afirma con la vehemencia del joven y la seguridad del viejo: "Nada como el totalitarismo, de cuya venida fueron profetas primeros Burckhardt y Dostoievsky, ha impedido que cada hombre puede espontanearse, confesarse, decirse a los demás. Vive el individuo en la medida en que convive. El problema está en saber conciliar individualidad y comunidad. Ni esta última debe ahogar o sofocar lo que tiene de sagrado, irrenunciable e irrepetible cada hombre, ni aquella otra debe atentar contra las necesidad y exigencias del procomún". Con esta cita no queremos dar a entender la idea de que los promotores del multiculturalismo lo sean también del totalitarismo, sino que estamos haciendo el ejercicio aséptico de mostrar cuál es el gran reparo que algunos pensadores encuentran a aquella corriente. Cierto es que las teorías no son nada por sí mismas consideradas, ni tampoco tan sólo sus partes. Pero también lo es que los detalles son a menudo muy importantes. Y, en lo tocante al multiculturalismo, se ha visto en él por parte de algunos, una temible facies, un "lado oscuro", que NINO explica muy bien con las siguientes palabras: "Cada uno de los rasgos distintivos del comunitarismo puede generar, cuando es llevado a sus últimas consecuencias, componentes de una visión totalitaria de la sociedad.

La primacía de lo bueno sobre los derechos individuales permite justificar políticas perfeccionistas que intenten ideales de excelencia o de virtud personal aun cuando los individuos no lo perciban como tales y, por ende, no los suscriban. En efecto, si los derechos son sólo medios para satisfacer alguna concepción de lo bueno, ¿por qué no prescindir de los derechos cuando ellos perturban tal satisfacción que puede ser alcanzada más eficazmente de otro modo? La idea de que el elemento social es prevalente en una concepción de lo bueno puede conducir a justificar sacrificios de los individuos como medio para promover o expandir el florecimiento de la sociedad o del estado concebido en términos holísticos. La exaltación de los vínculos particulares con grupos sociales como la familia o la nación puede servir de fundamento a las actitudes tribalistas o nacionalistas que subyacen a buena parte de los conflictos que la humanidad debe enfrentar" .

Todo el edificio conceptual de multiculturalismo comunitarista parece recaer conjuntamente sobre los axiomas que hemos ido listando hasta ahora. De modo que, frente a la postura liberal que tiende a poner el énfasis en las preferencias de los individuos, pues estima que atendiendo a tales preferencias se contribuye mejor al bien común, para los comunitaristas, en cambio, el punto de partida resulta exactamente el opuesto; para ellos, el bien común, más que ajustarse al parámetro de las preferencias individuales, provee el estándar a partir del cual tales preferencias deberían ser evaluadas. Esto es -en palabras de KYMLICKA- "la forma de vida de la comunidad constituye la base para una valoración social de las concepciones de lo bueno, y la importancia que se concede a las preferencias de un individuo depende del grado en que dicha persona se adecue o contribuya a este bien común. Un estado comunitarista puede y debe alentar a las personas para que adopten concepciones de lo bueno que se adecuen a la forma de vida de la comunidad, y al mismo tiempo, desalentar las concepciones de lo bueno que entran en conflicto con ella". Y ello a pesar de los evidentes peligros para la libertad personal que autores como Carlos S. NINO y Rafael DEL ÁGUILA (por citar dos del mundo hispano-parlante) han denunciado.

Conviene llamar la atención, además, sobre otra de las máximas comunitaristas que se han trasladado al multiculturalismo, haciendo frente a la tradición liberal occidental: es el rechazo al ideal de neutralidad del Estado. En efecto, según vimos, el liberalismo sostiene que el Estado debe ser neutral frente a las distintas concepciones del bien que conviven dentro de una determinada comunidad, pues -sostiene SANDEL- la sociedad, compuesta por una pluralidad de individuos, cada uno de los cuales tiene sus propios fines, intereses y concepciones del bien, está mejor ordenada cuando se gobierna por principios que no presuponen ninguna concepción particular del bien per se. Lo que justifica estos principios regulativos por encima de todo no es el hecho de que maximicen el bienestar social, ni que promuevan el bien, sino que estén en conformidad con el concepto de lo justo, que es para los liberales una categoría moral que precede al bien y es independiente de éste, y también en conformidad con la autonomía del individuo, dotado de la capacidad de regir su vida por sí mismo, incluso contra su propia "cultura", y titular de unos derechos inviolables que lo hacen factible. Éste es, según LAPORTA, el verdadero origen del pluralismo político, y el rasgo básico que permea a las sociedades abiertas (y que, según este autor, olvida inexplicablemente SARTORI).

Los comunitaristas se quejan, en cambio, de que el liberalismo es moralmente anémico y no tiene interés alguno por definir y perseguir un bien cívico compartido, "no acoge, por ejemplo, la posibilidad, deseada en muchas sociedades, de que las comunidades políticas se organicen de manera que persigan una meta colectiva, que promuevan a través del Estado la supervivencia y desarrollo de una cultura". RUIZ SOROA, al tratar de ponerse en la piel de los comunitaristas, explica el pensamiento de éstos con unas palabras muy diáfanas: "El liberalismo sería incapaz de superar una noción meramente procedimental del bien, una noción que le permite como mucho analizar la justicia de las reglas de distribución, pero no decir algo sustantivo acerca de los bienes o la virtud en sí mismos". Si de verdad el Estado basado en los tradicionales principios liberales de libertad individual, igualdad jurídica estricta y abstracción de las normas tuviera los defectos que le atribuyen los comunitaristas, entonces dichos principios chocarían con las reivindicaciones de respeto y promoción de los valores grupales, y se acomodarían mal con las politics of difference que se reclaman. Entonces, no cabe duda, habría que buscar espacio a éstas en el conglomerado de normas constitucionales, aunque fuera a costa de echar a un lado aquellos principios.

Para los comunitaristas, el Estado debería ser esencialmente activista, comprometido con ciertos planes de vida y con una cierta organización de la vida pública. Este compromiso estatal debería llegar a implicar la promoción de un ambiente cultural rico, la custodia de la comunidad, la creación de foros para la discusión colectiva, la provisión de información de interés público, etc. "Una vez establecido que el ser humano no puede llegar a una vida plena si no encuentra su reconocimiento como miembro de un grupo determinado, es de pura lógica considerar que la existencia y perduración de los rasgos culturales de ese grupo tiene un intenso valor positivo. Pues el grupo suministra los elementos culturales básicos necesarios para formar seres humanos […] de lo que se sigue que existe un verdadero derecho a la conservación del medio cultural propio, un right to cultural survival". La actuación del Estado, pues, en ningún caso puede limitarse a tolerar la actividad individual, salvo en los casos en que esté en juego algún bien superior del ordenamiento o el bienestar de los demás sujetos, sino que tendría que tomar parte activa en la construcción de un modelo en el cual las distintas comunidades y culturas no sólo pudieran existir, sino que se vieran, literalmente, avocadas a sobrevivir, aun a costa de la libertad de sus integrantes.

Pero algunos comunitaristas van todavía más lejos, a juicio de GARGARELLA: pretenden que el mencionado compromiso estatal debería alcanzar incluso a cuestiones vinculadas a la vida privada o la ética personal. Nos encontramos aquí con un escollo casi insalvable, puesto que ya no estaría en entredicho solamente el principio de neutralidad, sino también el de control del poder político y el de autonomía personal. Mas algunos comunitaristas no dudan en ejercer de "soliviantadotes del bien", aduciendo que ciertos valores considerados por ellos supremos, superiores a cualquier instancia personal, exigen del hombre una obediencia que puede sobrepasar en muchos casos la frontera que traza la libertad política. El Estado se convertiría así, en un padre providente, dispuesto a intervenir en la vida de sus hijos, si el bien de éstos estuviera en peligro, incluso en los casos en que ya fueran, de largo, mayores de edad. Tendríamos un ejemplo en la participación política: si se reconoce la importancia de que los individuos intervengan activamente en la vida política de su comunidad, entonces es preciso admitir que un objetivo tal requiere de ciertas condiciones institucionales, pero también de ciertas cualidades de carácter de los individuos. El Estado no podría aceptar el "apoliticismo" de sus miembros, y estaría en su derecho de combatirlo jurídicamente, mediante leyes que le permitieran inmiscuirse en sus vidas, en su formación y opiniones, hasta lograr hacer de ellos activos partícipes de la marcha común, en aras de un verdadero y deseable autogobierno, recuerdo emborrado de mejores (y comunistas) tiempos.

Pero es que, además, según los comunitaristas, "el liberalismo se equivoca, ya que la neutralidad es imposible, y la neutralidad es imposible porque, sin importar cuándo lo intentemos, nunca podremos escapar totalmente de los efectos de nuestro condicionamiento". En efecto, SANDEL, entre otros muchos, es del parecer de que la proclamada independencia del sujeto deontológico es una ilusión liberal, pues todos los órdenes políticos encarnan algunos valores; el problema es de quién son los valores que prevalecen, y quién gana y quién pierde. Opinión con la que coincide, entre otros, Ronald BEINER, para quien "aunque los liberales sean sinceros sobre sus deseos de neutralidad, el orden social liberal establece una clasificación jerárquica de prioridades sociales que no son distintivamente neutrales, representan los intereses y opiniones de una hegemonía masculina blanca y de clase media". Pero este es otro asunto muy diferente…

De modo que, en conexión con lo dicho, todo el tema de los grupos culturales ha irrumpido en el ámbito ideológico y político, de la mano de una profunda crítica al neutralismo. Ya hemos dicho que comunitaristas como SANDEL, pero también feministas como Iris MARION YOUNG, o partidarios de las políticas de identidad como Anna GALEOTTI, han elaborado críticas paralelas al neutralismo liberal.

A grandes rasgos, de acuerdo con el panorama expuesto, el individuo quedaría "marcado" por su pertenencia a ese territorio o a ese grupo. El principio de la generalidad de las leyes admitiría excepciones. El principio de igualdad perdería aplicación. El principio de universalidad de las normas sería un vago recuerdo. El principio de autonomía habría resultado una creencia poco realista, que mejor sería borrar de la historia.

3.4.3. Corolario:

Nos adentramos sin quererlo en el ámbito de la política, de las medidas legislativas y ejecutivas concretas, de los intereses que persiguen esas medidas y de los medios que ponen para alcanzarlos. Sería tarea casi imposible describir con detalle las diferentes políticas llevadas a cabo por los países que se han tomado más en serio estas ideas, así que, quizás, para una mejor comprensión del debate, tendremos que conformarnos con un panorama abstracto, con el que sin duda cualquier integrante del más convencido multiculturalismo estaría casi de acuerdo.

Creemos haber hecho relación ya de una primera oposición ideológica entre multiculturalismo y liberalismo democrático. Pero, enseguida, al tratar de la dimensión puramente práctica del multiculturalismo, veremos más claramente esta oposición.

3.5. Multiculturalismo como política:

Ya dijimos más arriba que uno de las confusiones más comunes que los teóricos o los analistas cometen es no caer en la cuenta de que no existe una sola y monolítica versión del multiculturalismo. Quisimos con esto decir que es posible una discusión a múltiples bandas, con las dificultades extra que para la comprensión y el entendimiento pueda conllevar esta situación.

En efecto, en tanto que estrategia política, como bien ha apuntado Neus TORBISCO, el multiculturalismo se opone a la presunción de que la incorporación de nuevos miembros a la comunidad política debe ser vía asimilación. El uso del término "política", por tanto, junto al término "multiculturalismo" hace referencia aquí, en estrechísima relación con el multiculturalismo como valor, con una cierta visión de cuál sería el mejor enfoque de los dilemas sociales planteados en sociedades culturalmente heterogéneas. Sirvan las páginas precedentes como presentación suficiente del marco teórico en que se moverían dichos dilemas.

Tres serían las situaciones relevantes frente a las que el multiculturalismo tendría que enfrentarse: por un lado, la preexistencia de varios grupos o comunidades dentro del mismo estado; por otro, la llegada de inmigrantes que culturalmente sean diferentes a la mayoría ya establecida en el estado; por último, el acceso de las diferentes comunidades culturales al ámbito político, a través de la fundación de partidos "culturalistas".

Las decisiones políticas que propugna el multiculturalismo tendrían que hacer frente a estas situaciones. La primera y principal tesis multiculturalista es que los miembros de los distintos grupos culturales deben aprender a valorar sus diferencias y el Estado debe tener en cuenta el valor que la pertenencia cultural tiene para los miembros de estos grupos. Esto se aplicaría tanto para una situación de heterogeneidad preexistente, como para el fenómeno de la inmigración. Ello supondría la atribución de un estatus especial y ciertos derechos a los individuos sobre la base de su pertenencia a determinados grupos étnicos. Y esto justamente consiste lo que se ha denominado política del multiculturalismo, o política de la diferencia, que implicaría el reconocimiento público de la diversidad cultural.

La proliferación de partidos etnicistas o culturalistas, por su parte, añadiría un factor más de desasosiego o inestabilidad a la vida política de los Estados. Al mismo tiempo, podría producirse un fenómeno aún más preocupante: la identificación total entre política y cultura, que exacerbaría las oposiciones existentes entre los diferentes grupos ideológicos, extendiendo sus diferencias al plano de la política y poniendo a la sociedad en el brete de un enfrentamiento cultural con medios políticos (esto es, económicos, legislativos…). Además, un acceso masivo de las culturas al ámbito político, exigiría ciertos cambios en los ordenamientos jurídicos cuando menos muy extraños, como un eventual reconocimiento de la personalidad jurídica de las culturas, o la modificación de las leyes electorales, para que los derechos colectivos pudieran ejercerse con preeminencia sobre los individuales, si llegara el caso de que los votos "fulminaran" una opción cualquiera y fuera "necesario" mantenerla viva artificialmente, para asegurar el reconocimiento de su identidad y de este modo no dañar el pleno desarrollo de la personalidad de sus miembros.

Pues como ya hemos repetido en más de una ocasión, para los multiculturalistas, lo crucial no son las diferencias individuales y morales, sino las grupales, culturales y políticas; y para tratar con ellas el liberalismo no estaría teóricamente equipado. Esta idea proviene sin duda del comunitarismo, que como ya hemos dicho considera al ser humano como básicamente contextual, esto es, como un sujeto cuya personalidad e individualidad derivan de la pertenencia a una cultura, a una nación o a una etnia. Es de aquí de donde surgen las líneas maestras de acción multiculturalistas, radicadas en principios como el de la oposición ellos-nosotros (que no sólo no se extingue, sino que se radicaliza con políticas de diversidad), el de la necesidad de mantener la propia homogeneidad incluso contra los principios de gobierno político.

Vemos aquí, dicho sea de paso, uno de tantos puntos en que el nacionalismo se sirve de teorías comunitaristas para fundamentar sus pretensiones. Ciertamente, desde el punto de su argumentación, si el ser humano sólo adquiere su autenticidad anclado en su contexto comunitario, la protección de éste resulta su principal deber, y el respeto de sus connacionales (con la consiguiente separación respecto del resto de seres humanos) se convierte en una obligación especial. Para los nacionalistas, pues, hay que ser culturales en política, antes que políticos. Y se puede hacer todo para lograr la conservación, el reconocimiento e incluso la independencia de su cultura nacional. Por ello, algunos autores han defendido que el nacionalismo difícilmente puede considerarse democrático, puesto que para él, sea del signo que sea, el pluralismo cultura es prima facie un mal, una hierba perjudicial que hay que arrancar y que sólo por razones de oportunidad puede tolerarse.

El problema político básico que encontramos establecido en las reflexiones en torno al pluralismo, la autenticidad y el multiculturalismo, es el que sigue: cuánta homogeneidad cultural se requiere para que las distintas formas de vida cultural convivan en un marco políticamente aceptado por todos. Incluso hay más: qué hacer cuando lo que está en juego no son los principios de la convivencia política, sino el deseo mismo de convivir. Este problema se puede afrontar con la respuesta multiculturalista, que

Nos estaríamos moviendo en el ámbito mayorías/minorías, y al parecer, para hacer justicia en este ámbito tendríamos proceder más o menos del siguiente modo:

  • Establecer mecanismos de inclusión en los sistemas de poder político, económico o social destinados a producir poder en los excluidos. Y un paso en esa dirección es el reconocimiento público de las diferencias minoritarias, que hasta ese momento habían sido confinadas a la invisibilidad. Evidentemente, para que este reconocimiento fuera pleno, sería absolutamente imprescindible realizar una tarea ideológica: no solamente educar desde el plano de la multiculturalidad (cosa que ya ha calado en muchos expertos y centros, hasta el punto de crear toda un campo especulativo y práctico llamado, ¡cómo no!, educación multicultural), sino también llevar a cabo una deconstrucción de los modelos políticos e ideológicos vigentes, tratando de suprimir cualquier idea de homogeneización cultural, de dominación de superioridad de una cultura en relación con otra. Y en relación con esta tarea ideológica, sería menester reconocer los derechos de los grupos étnicos y culturales presentes en un estado, con preferencia para los que hubiera sido tradicionalmente marginados (mujeres, discapacitados, homosexuales, etc).
  • Políticas públicas de apoyo a las identidades excluidas, a través de un tratamiento desigual de las diferencias: discriminación positiva, política de la presencia en la representación, extensión de los derechos y prestaciones sociales, medidas de acción afirmativa, promover la medicina tradicional, políticas que otorguen visibilidad a la discriminación, subvenciones públicas para los grupos y organizaciones que trabajen en el combate contra la xenofobia (acceso a los medios de comunicación públicos, etc)…
  • Creación de las condiciones necesarias para la libertad colectiva de las minorías, fruto de la reivindicación de no interferir en sus prácticas peculiares, en su organización, en su vida comunitaria… Para ello los Estados deberían, por ejemplo, asegurar los derechos territoriales y la posesión de las tierras que los pueblos indígenas han habitado y utilizado secularmente.
  • Lo "políticamente correcto"; es decir, la defensa pública de la diversidad cultural y la intolerancia con discursos o prácticas que resulten o puedan resultar lesivos, humillantes o insultantes con las identidades excluidas. En este ámbito, el cuidado de los contenidos de Internet podría ser relevante. Especial mención merece en tal sentido el aumento de los sitios xenófobos y racistas que pululan por la red de redes; se calcula que hoy son más de 2000. Aunque es muy complicado regular el flujo de tales mensajes, sí es posible, por ejemplo, que los poderes públicos distribuyan por Internet mensajes que adviertan a la ciudadanía sobre el carácter maléfico y siniestro de las ideologías xenófobas que están detrás de las llamadas al odio interracial o intercultural.

De esta forma, y conforme al panorama que hemos descrito muy sucintamente, los grupos minoritarios en nuestras sociedades, como los gitanos, los homosexuales, los musulmanes… podrían exigir:

  1. no sólo visibilidad pública tolerada de su diferencia,
  2. no sólo discriminación positiva y ayudas especiales para preservar su identidad cultural y para competir adecuadamente en lo público,
  3. sino también ámbitos de vida (cultural, religiosa) segregados de los de la mayoría y protegidos de interferencias.
  4. Y quizá, por fin, la atribución de personalidad jurídica a los grupos reconocidos, a través del cumplimiento de los trámites que se estableciesen, con todas las consecuencias accesorias.

Hay aquí una especie de continuum de acuerdo al cual la segregación de ámbitos puede incluir desde –digamos- el reconocimiento de lugares públicos de culto religioso, hasta, en el extremo, jurisdicción sobre los miembros del grupo de acuerdo con las propias normas.

Y aquí es donde, sin duda, se producen los mayores problemas de "encaje" con los principios liberales como la igualdad ante la ley o los derechos humanos individuales, garantizados como prácticas irrenunciables. Y esto es lo que autores como SARTORI han criticado, afirmando que el multiculturalismo fabrica diferencias. Se trataría, como vemos, de admitir en el seno de nuestras comunidades culturales auténticas "cuñas" incompatibles con ellas. En un sentido parecido, y no es casualidad, SÁNCHEZ CÁMARA ha acusado al multiculturalismo de promover "la retórica del separatismo cultural". Debería importar la reiteración con que los autores críticos con el multiculturalismo acusan a éste de "inventar diferencias", de "ir contra la unidad", o de "promover la segregación". En rigor, el único límite del multiculturalismo estaría en la voluntad de sus protagonistas, pero no en la ideología misma. Ésta, de por sí, no haría ascos a una total disgregación, incluso aunque de hecho no se inserten en la población de un país nuevas comunidades de inmigrantes. En efecto, existe un límite más allá del cual la institucionalización de la diferencia provoca la ruptura del estado y la unidad nacional. Así está sucediendo a marchas forzadas en uno de los países que hasta ahora era símbolo de la política multiculturalista, ahora aquejado de graves amenazas de secesión por parte de alguna de sus provincias, que se fundan en razones de tipo lingüístico. Estamos hablando de Canadá, y del problema de Québec.

Esto demuestra que es cierta uno de los principales reproches al multiculturalismo: que bajo la bandera de la "cultura" se acaban escondiendo todo tipo de reivindicaciones dirigidas a lograr un mayor poder político, avivando de este modo las tradicionales luchas entre partidos y trasladándolas al terreno de la autonomía territorial y el derecho de autodeterminación, tan problemático y discutido internacionalmente. Con lo que, aunque sólo sea en parte, hemos acabado por contestar a una de las preguntas que nos hacíamos al principio. ¿Asistimos a la descomposición del estado-nación? Manuel CASTELLS considera que sí, que el Estado-nación es cada vez más una construcción obsoleta, aunque aún viva, que tendrá que agonizar durante mucho tiempo, mientras coexiste con un conjunto cada vez más amplio de instituciones, culturas y fuerzas sociales. Pero al mismo tiempo reconoce que dicho Estado-nación es aún hoy uno de los pocos mecanismos de control social y de democracia política de que disponen los ciudadanos. Y si esto es así, su destrucción tal como lo entendemos hoy, propiciada por las fuerzas centrífugas que anteponen la cultura a la política, acabará por dejarnos huérfanos de múltiples medios y herramientas que no sólo no suponen un ataque contra las culturas, sino que son la única tabla de salvación a la que se puede agarrar el individuo para seguir defendiendo su propio sentido de pertenencia a un grupo o comunidad particular.

En definitiva, tal y como señala Nancy FRASER, el multiculturalismo no puede ser indiscriminado, porque entonces desemboca en el relativismo absoluto y en la exaltación de las diferencias. Desde un punto de vista socio-político, el relativismo cultural indiscriminado conduce, al fin, a la segregación y al guetto.

Sin embargo, no aportaremos en este momento más leña al fuego, pues no es el propósito de este trabajo, ni estamos quizá en condiciones de proporcionar una solución definitiva al debate. Baste, si se nos permite, con lo dicho hasta ahora, algo más que una mera introducción y bastante menos que un tratado, sobre asunto tan espinoso, confuso y amplísimo, como es, en fin, la imperecedera y siempre actual problemática de qué ha de primar, si el hombre o la humanidad, si la voluntad privada o esa indefinible pero formidable versión del acto humano que es la "forma social", la "voluntad del pueblo", sea cual sea el alcance que demos a la noción de pueblo, a veces encinta de una connotación tan triste y pasiva que parece haber sido extraída de un decorado de teatro, sobre el que todo el mundo opinase, pero del cual nadie quisiera hacerse cargo.

5. CONCLUSIONES A MODO DE FLASES

Este trabajo no estaría completo sin una aportación personal a la ya, de por sí, cargada caravana de las ideas políticas. No lo haré, sin embargo, de la forma exhaustiva que he seguido fielmente hasta ahora, sino en forma de pequeños pensamientos que me vienen a la mente, como relámpagos fugaces, destinados tan sólo a poner algo de mí en esta obra, a sugerir posibilidades para otros trabajos y dejar abiertas sendas difíciles de recordar, como Hansel y Gretel en el famoso cuento de los Grimm.

Precisamente por esto, esta parte es la menos interesante del trabajo, pero puede ser la más fructífera.

Habría que ampliar el estudio, bajando del nivel de las ideas al nivel de los hechos, y estudiar la influencia de las políticas multiculturalistas en los casos concretos, y su reflejo en las decisiones jurisprudenciales, presentes o futuras. Por ejemplo, ¿qué sucedería si se rechaza la atención médica en una clínica que está situada en un barrio eminentemente racial a una mujer embarazada de otra religión?

¿Cómo afectarían las políticas multiculturalistas a la formación y mantenimiento de los estados? Si se produjera una "guettización", ¿no sería un peligro evidente para dichas metas? Sin embargo, y pese a lo que pueda parecer, quizás la respuesta no sea definitiva ni unívoca. Hay tenemos el ejemplo de Holanda. Hay que ver las soluciones que se dan en algunos países multiculturales, como Bolivia o Méjico.

Sin embargo, existe un gran peligro en la concepción esencialista de la cultura: la creación de "guettos". Ello, de por sí, ya conlleva una ruptura de la convivencia. No se ve dónde está el reconocimiento en la ruptura de la convivencia.

Y el gran defecto de dicha concepción esencialista no es otro que el hecho de que las identidades son cambiantes. Se construyen flexiblemente.

La clave del asunto no es otra que la relación entre cultura e identidad, y cómo se inserta y entiende dentro de ella el concepto de los derechos fundamentales.

El antropólogo no tiene por qué idolatrar los modelos culturales, aunque sí tratar de comprenderlos desde su interior.

Habría que aplicar el debate a países como la India o los estados árabes, donde realmente adquiere dramatismo y donde el liberalismo no se ha asentado.

Pero sobre todo habría que aplicar este debate a los derechos humanos, que tienen mucho de abstracto. Es muy importante no renunciar aquí a lo abstracto. Ello nos diferencia de los animales y nos permite establecer puentes de comunicación entre culturas.

¿Tendría el liberalismo capacidad para asumir algo del multiculturalismo? El liberalismo no puede renunciar a lo abstracto, ni a los principios, entre los cuales está la igualdad esencial del género humano. Su inspiración clásica está insuflando verticalidad a este movimiento de los pensamientos hacia la reunificación de lo humano. No olvidar la enseñanza de Aristóteles en "La Política": «Cuando se reclama la soberanía de la ley se pide que la razón reine a la par que las leyes»

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Autor:

Jaime Arias Cayetano

Nací en Baracaldo (Vizcaya) en 1979, aunque me siento también muy extremeño. Soy abogado, escritor y político. Actualmente me dedico, además, al doctorado en derecho, donde aprendí a valorar a Pico y al Renacimiento italiano, y a estudiar Humanidades.

Vivo en Helechosa de los Montes

Partes: 1, 2, 3
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