Descargar

El espíritu del ser abogado (página 2)

Enviado por Mayela RUIZ MURILLO


Partes: 1, 2, 3

2( Otra voz menos limpia nos apunta "cuanto podrás ganar con este asunto?" y aun alguna vez añade insinuaciones celestinas "ese puede ser el asunto de tu vida!" y si admitimos esta platica estaremos en riesgo de pasar insensiblemente de juristas a facinerosos.

3( Y desde que la cuestión jurídica comienza hasta mucho después de haber terminado, no es ya una voz sino un griterío lo que nos aturde "muy bien, bravo, así se hace!" chillan por un lado, "qué torpe, no sabe donde va!" alborotan por otro lado, "defiende una causa justa!" alegan los menos, "está sosteniendo un negocio inmoral y sucio!" escandalizan los más. En cuanto nos detengamos un minuto a escuchar el vocerío, estaremos definitivamente perdidos, al cabo de ellos no sabremos lo que es ética ni dónde reside el sentido común. …Frente a tan multiplicadas agresiones la receta única es: fiar en sí mismo, vivir la propia vida, seguir los dictados que uno mismo se imponga y desatender todo lo demás. El día que la voluntad desmaya o el pensamiento titubea, no podemos excusarnos diciendo: "Me atuve al juicio de X, me dejé seducir por el halago de Y", ¡nadie nos perdonará!, la responsabilidad es sólo nuestra, nuestras han de ser de modo exclusivo también la resolución y la actuación. Cuando defendemos un pleito o damos un consejo es porque creemos que estamos en lo cierto y en lo justo; en tal caso andamos firmes y serenamente …y si vacilamos en cuanto la verdad o a la justicia de esa causa, debemos abandonarla porque nuestro papel no es el de comediante de circo. Hacer justicia o pedirla -cuando se procede de buena fe, es lo mismo- constituye la obra más íntima, más espiritual, más inefable del ser humano. En nuestro ser se halla la fuerza de las convicciones, el aliento para sostenerla, el noble estímulo para anteponerla al interés propio. En las batallas forenses se corre el riesgo de verse asaltado por la ira -pues nada es tan irritante como la injusticia-; pero la ira de un día es la perturbación de muchos -el enojo experimentado en un asunto influye en otros cien- e ira es antítesis de ecuanimidad: de modo que no puede haber abogado irascible. Para liberarse de la ira no hay antídoto más eficaz que el desdén -como complemento de la fuerza interna-. Desprecio sí y mucho, pero para con los banales, con los hipócritas y los necios …quien no sepa despreciar eso acabará siendo a su vez envidioso, egoísta y envanecido. Quien sepa desdeñarlo sinceramente verá sublimarse y elevarse sus potenciales en servicio del bien -libres de impurezas, iluminadas por altos ideales, decantadas por grandes amores a la vida-. El abogado tiene que comprobar cada minuto si se encuentra asistido de esta fuerza interior y en cuanto le asalten dudas en este punto debe cambiar de profesión y de oficio.

El abogado y la sensación de justicia

¿Dónde ha de buscar el abogado la orientación de su juicio y las fuentes de su actuación?, ¿en el estudio del derecho escrito?, ¡terminantemente no!. ¿Es arbitrario pensar así?, ¡absolutamente no!. El derecho es un fenómeno consustancial de la vida, cuyas complejidades aumentan por instantes y escapan a las más escrupulosas previsiones reguladoras …el derecho no establece la realidad sino que la sirve y por esto camina mansamente tras ella, consiguiendo rara vez marchar a su paso. Así pues, lo que al abogado importa no es saber el derecho, sino conocer la vida. El derecho positivo está en los libros, se buscan y se estudian y en paz ([4]). Pero lo que la vida reclama no está escrito en ninguna parte; quien tenga previsión, serenidad, amplitud de miras y sentimientos para advertirlo será abogado; quien no tenga inspiración ni más guía que las leyes será un desventurado "ganapán" …por eso digo que la justicia no es fruto de un estudio, sino de una sensación de justicia ([5]). Hay en el ejercicio de la profesión de abogado un instante decisivo para la conciencia y es el de la consulta. El abogado que después de escuchar al consultante se limite a preguntarse "¿qué dice la ley?", corre el riesgo de equivocarse. Las preguntas han de ser estas otras: "¿Quién es esta persona?, ¿qué se propone íntimamente?, ¿qué haría yo en su lugar?, ¿a quién dañaría con sus propósitos?"; en una palabra: "¿Dónde está lo justo?"; resuelto esto, el apoyo legal es cosa secundaria ([6]).

Pongamos por ejemplo: viene a nosotros una persona que fue citado por la tributación por asunto de pago de rentas y desea demostrar que es pobre ya que no tiene rentas, carrera ni oficio, vive en casa de otro y carece de esposa e hijos; está en fin, dentro de las condiciones para gozar del beneficio de litigar como pobre y además posiblemente para no pagar al fisco lo que reclama. Pero no obstante, conforme le miramos y escuchamos advertimos que su vestir es decoroso y su reloj de marca y precio, que veranea en hoteles de lujo y que asiste a casinos teatros y cines, que viaja fuera del país, que tiene amantes y renta autos …y no nos da explicación de la antinomia entre esta buena vida y aquella carencia de bienes. Podemos preguntarle o no, pero si para aceptar defenderle en su condición de pobre buscamos lo que dice la ley, habremos de darle la razón … ¡pero nos convertiremos en cómplices en una infamia!. ¿Qué hipocresía es ésta de buscar en la ley soluciones contrarias a las que traza nuestro convencimiento? ([7])… pues este ejemplo es aplicable y vale para absolutamente todos los casos.

La pugna entre lo legal y lo justo no es invención de novelistas y dramaturgos, sino producto vivo de la realidad cotidiana y el abogado debe estar bien apercibido para servir la justicia aunque haya de desdeñar lo legal ¡…y esto no es estudio sino sensación de justicia!. El legislador, el jurisconsulto y el abogado deben tener un sistema, una orientación del pensamiento; pero, cuando se presenta el pleito en concreto, su inclinación hacia uno u otro lado deber ser hija de la sensación de justicia. El abogado que al enterarse de lo que se le consulta no experimenta la sensación de lo justo y lo injusto (naturalmente, con arreglo a su sistema preconcebido) y cree hallar la razón en el estudio de los textos, se expone a tejer artificios legalistas ajenos al sentido de la justicia. El derecho responde a una moral y el ser humano necesita un sistema de moral y cuando el abogado se halle orientado moralmente, su propia conciencia le dirá lo que debe aceptar o rechazar, sin obligarle a compulsas legales ni a investigaciones científicas. Lo bueno, lo equitativo, lo prudente y lo cordial no ha de buscarse en La Gaceta, viene de mucho más lejos, de mucho más dentro y de mucho más alto…!.

La moral ([8]) en el abogado

¿Cuáles son el peso y el alcance de la ética en el ejercicio de la profesión de abogado?, ¿en qué punto nuestra libertad de juicio y de conciencia ha de quedar constreñida por ese imperativo indefinido?. Se dice que existen profesiones caracterizadas por la inmoralidad y en tal supuesto hay quienes piensan que la nuestra es la profesión tipo. Me parece más justo opinar en contrario: que la profesión de abogado es la de más alambicado fundamento moral -si bien reconociendo que ese concepto está vulgarmente prostituido y que abogados mismos integran buena parte del vulgo corruptor por su conducta descuidada-. Comúnmente suele sostenerse que la condición predominante de la abogacía es el ingenio y que ser listo es la más común simiente del abogado, porque se presume que su misión es defender con igual desenfado el pro que el contra y a fuerza de agilidad mental, hacer ver lo que es blanco como si fuera negro. Por fortuna ocurre todo lo contrario y no es verdad que la abogacía se cimente en la lucidez del ingenio, sino en la rectitud de la conciencia; esa es la piedra angular -lo demás, con ser muy interesante, tiene caracteres adjetivos y secundarios-. Es lo cierto que el momento crítico para la ética del abogado es el de aceptar o repeler el asunto, ¿puede aceptarse la defensa de un asunto que a nuestros ojos sea infame?, ¡claro que no!; sin embargo -sin ser generales ni demasiado numerosos- bien vemos los casos en que a sabiendas algún abogado acepta la defensa de cuestiones que su convicción repugna y por bochornoso que sea reconocerlo, no podemos negar que este ejemplo se da. Apartémoslos como excepcionales y vengamos a los más ordinarios, que por lo mismo son los más delicados y vidriosos:

1( Duda sobre la moralidad intrínseca del negocio: Como la responsabilidad es nuestra, a nuestro criterio hemos de atenernos y sólo por él nos hemos de guiar. Malo será que erremos y defendamos como moral lo que no lo es; pero si nos hemos equivocado de buena fe, podemos estar tranquilos.

2( Pugna entre lo moral y la ley: Si existe antinomia debemos resolverla en el sentido que la moral nos marque y pelear contra la ley injusta, inadecuada o arcaica. Propugnar lo que creemos justo y vulnerar el derecho positivo es una noble obligación en el abogado, porque así no sólo sirve al bien en un caso preciso, sino que contribuye a la evolución y al mejoramiento de una deficiente situación legal.

3( Moralidad de la causa e inmoralidad de los medios inevitables para sostenerla: Hay que servir el fin bueno aunque sea con los medios malos -por ejemplo: dilatar el curso del litigio hasta que ocurra un suceso, o se encuentre un documento, o llegue una persona a la mayoría de edad, o fallezca otra, o se venda una finca-. Todos nos hemos hallado en casos semejantes y es no sólo admisible sino loable y a veces heroico, comprometer la propia reputación usando ardides censurables para servir una finalidad buena que acaso todos ignoran menos el abogado obligado a sufrir …y callar.

4( Licitud o ilicitud de los razonamientos: Nunca ni por nada es lícito faltar a la verdad en la narración de los hechos -abogado que hace tal, contando con la impunidad de su función tiene gran similitud con un estafador-. Respecto de las tesis jurídicas no caben las tergiversaciones, pero si las innovaciones y las audacias; cuando haya en relación con la causa que se defiende argumentos que induzcan a la vacilación, estimo que deben aducirse lealmente; primero, porque contribuyen a la total comprensión del problema y después porque el abogado que noblemente expone lo dudoso y lo adverso multiplica su autoridad para ser creído en lo favorable.

5( Oposición entre el interés del abogado y el de su cliente ([9]): Aludo a las muchas incidencias de la vida profesional en que el abogado haría o diría, o dejaría de hacer o de decir tales o cuales cosas en servicio de su comodidad, de su lucimiento o de su amor propio. El conflicto se resuelve por sí solo considerando que los abogados no existimos para nosotros mismos sino para los demás, que nuestra personalidad se engarza en la de quienes se fían de nosotros y que lo que ensalza nuestras tareas hasta la categoría del sacerdocio es precisamente, el sacrificio de lo que nos es grato en holocausto de lo que es justo.

6( Queda considerar esta adivinanza: ¿Nuestro oficio es hacer triunfar a la justicia o a nuestro cliente? ([10]). Cuando un abogado acepta una defensa es porque estima -aunque sea equivocadamente- que la pretensión de su cliente es justa y en este caso al triunfar el cliente triunfa la justicia… .

El abogado y el secreto profesional ([11])

Todos sabemos que el abogado está obligado a guardar secreto y sabemos muy bien que el no guardarlo configura un delito; con saber esto parece que lo sabemos todo, pero no sabemos nada. Este asunto de la revelación de los secretos es una de las más sutiles, quebradizas y difíciles de apreciar en la vida del abogado ([12]). La profesión de abogado es un ministerio -como el sacerdocio- y como tal hay que contemplarla, sin que alcance ninguna regulación. Cuando nos detengamos a meditar sobre las nobles características que configuran el ser abogado, nos persuadiremos de que no realiza un contrato sino que ejerce un verdadero ministerio y nos acercaremos más a entender lo que es auténticamente el secreto profesional ([13]). El abogado debe guardar el secreto a todo trance, cueste lo que le cueste -aunque antiguos autores franceses le relevaban de la obligación ante la amenaza del Rey; pero en buenas normas profesionales, no es admisible quebrantar el secreto ni ante la mayor amenaza ni ante el mayor de los peligros-: si miramos la relación del abogado con su cliente como un mero contrato, no habrá contrato ninguno que obligue a morir; si la miramos como un ministerio, morir será un simple accidente de la profesión. Pero cada caso concreto se resuelve a su propia manera y ello será solamente en la conciencia del abogado en donde quedará la resolución. Ejemplos hay como abogados, causas y clientes existen ([14]), valga mencionar diez casos:

1( Una persona consulta a un abogado y le confía un secreto; el abogado no acepta tomar el caso -no llega pues a establecerse el vínculo moral ni contractual entre defensor y defendido-. Sin embargo, ¿está obligado el abogado a guardar el secreto?. Muchos dirán que no -puesto que no asumió la función defensiva-, yo digo que definitivamente sí, por dos razones: una porque el abogado es abogado siempre y aunque se limite a escuchar una consulta -repeliendo después el negocio-, sus obligaciones nacidas de aquella conversación son tan apretadas como si hubiese asumido la defensa; la otra, que si se le dispensara del secreto profesional, podría darse la inmoralidad de que el abogado se juzgara en libertad para buscar la parte contraria y transmitirle todo lo que acababa de saber y aun peor ponerse a su disposición para defenderla de aquel que le consultó. Tal comportamiento sería a todas luces intolerable en relación con una persona que nos honró con su confianza, aunque nosotros no hayamos aceptado su defensa.

2( El abogado de un Banco sabe que éste se va a declarar en quiebra dentro de pocos días. ¿Podrá el abogado prevenir de lo que ocurre a los amigos y familiares, descubriendo con ello el secreto del Banco?. Propongo esta solución: Si la quiebra es honrada, sin truculencia; es decir, si se trata de un fenómeno necesario por la marcha misma de los negocios, el abogado debe guardar absoluto secreto. Esto es así tanto porque no tiene motivo legal para faltar a sus obligaciones, como porque al dar noticia a sus amigos y familiares para que retirasen el dinero, beneficiaría a éstos con perjuicio de los demás acreedores. Pero, si el Banco no responde a una necesidad sino que procede con ánimo fraudulento y hace maniobras para estafar a sus acreedores, el abogado debe dimitir del cargo inmediatamente sepa del asunto y luego hacer público lo que ocurre -con ello protegería no solo a amigos y familiares sino a todos por igual-, pues de otro modo sería cómplice de un delito.

3( ¿Está obligado a guardar secreto profesional el abogado nombrado de oficio; es decir, el defensor público -que defiende a la fuerza sin poder excusar su intervención-, porque la ley así se lo impone?. La respuesta es sí está obligado porque quien es defensor por ministerio de la ley, tiene exactamente las mismas obligaciones que quien acepta voluntariamente el encargo. El origen de la función es lo de menos, lo importante son los deberes que se derivan de la función misma.

4( Hay muchos casos en que el cliente no paga al abogado alegando una insolvencia ficticia, pero el abogado sabe por razón de su relación con él, dónde tiene el cliente su dinero y cuál es la manera de descubrírselo para cobrar. ¿Podrá hacer ésto el abogado?. De poder puede, pero a nadie medianamente pulcro puede caber duda de que la respuesta negativa es inexcusable. Categóricamente no, el abogado no puede hacer tal cosa …salvo que el abogado supiera dónde está el dinero y cómo descubrírselo mediante medios distintos y totalmente ajenos de su relación con el deudor como cliente.

5( ¿Puede el abogado declarar en juicio contra su cliente?. Aquí también se presenta un asunto similar: Si lo que sabe lo sabe por su función de abogado, evidentemente no puede declarar en contra de él. Si lo que sabe lo sabe por otros motivos, está en libertad absoluta -sin que puedan cohibirle otras razones que las de la cortesía o las de la amistad– ([15]).

6( El abogado para guardar el secreto profesional ¿está obligado a mentir?, ¿le es lícito omitir?. Al abogado no sólo no está obligado a mentir, sino que además no le es lícito hacerlo. La verdad y solo la verdad es su norma a cumplir. Al abogado se le excusa de omitir sea a declarar en contra de su cliente, pero su única opción está entre la verdad y el silencio. Si la verdad le perjudica tanto como el silencio qué le vamos a hacer!, a callar pueden estar obligados los profesionales pero a mentir no lo está nadie!.

7( El secreto profesional es obligado para el abogado no solo para aquellos hechos que el cliente revela encargando reserva, sino también para aquellos hechos que apreciamos por nosotros mismos no lo deben ser revelados y que por discreción no debemos publicar. Por ejemplo nos visita a nuestro bufete un señor casado acompañado de una señora a título de amiga. Nos damos cuenta de que en realidad son más que amigos; éste hecho o suposición no puede ser revelado y no hace falta que los interesados nos lo encarguen, basta que nos demos cuenta de cuál es la realidad para saber que de ella no podemos hablar.

8( En la revelación de secretos ¿será sólo punible la avaricia o lo será también la ligereza?. El tema es delicado porque es muy raro que alguien revele un secreto con el ánimo de dañar; pero, en cambio es frecuente que se hable por pura insustacialidad, por el mero gusto de darse por bien enterado de todo …esto es lo habitual y lo deplorable. Alguien ha supuesto que esta conducta pude calificarse como delito por imprudencia, pero a mi me parece que en la revelación del secreto no puede haber delito por imprudencia porque la imprudencia es el delito en si mismo. La negligencia es charlar sin tino, dejarse arrebatar por la conversación, olvidar el deber de ser reservados, poner en circulación por gusto sucesos conocidos en la intimidad de la consulta; no cabe pues, alegar imprudencia en el acto, si se excusase la imprudencia se habría acabado el deber de reservar lo aprendido en secreto.

9( Por fortuna, los límites del secreto son mucho más estrictos de lo que pudiera suponerse -desde luego, no cabe exigir secreto de lo que figura en actuaciones judiciales porque lo que ahí consta lo saben el abogado, el fiscal, el secretario, el juez etcétera-. El secreto sólo cabe mientras los asuntos no salen de la intimidad del estudio y aun entonces hay que distinguir: Si la consulta se evacua verbalmente o si sólo requiere un apunte, nota o instrucción breves, el trabajo lo puede hacer por si mismo el abogado y responder de la fidelidad de su secreto. Pero, si se trata de un informe extenso que ha de reclamar el concurso de sus asistentes o auxiliares para buscar textos o notas de jurisprudencia y que se traducirán después en un dictamen que tomará taquigrafiado o se digitará, claro que la cuestión ya no es la misma. El asunto salió de la jurisdicción del abogado porque a ninguno se le puede exigir que escriba de su puño pliegos y pliegos o que domine la mecanografía y la computadora. El abogado deberá tener el mayor esmero en elegir su personal y procurará imbuirles los deberes de la fidelidad y reserva, pero es imposible que responda de la conducta de ellos como de la suya propia. En puridad, el secreto profesional no puede exigírsele al abogado más que en aquellas cuestiones que quedan confiadas a la conversación o al apunte personal.

10( ¿Puede la justicia registrar los papeles profesionales de un abogado?. Si se dice que no, el santuario de un abogado puede degradarse hasta ser el refugio inviolable de los mayores crímenes, si se decide que sí, el secreto profesional ha desaparecido. Propongo sobre esto una distinción: si se acusa personalmente al abogado de la perpetración de un delito hay derecho a registrarle toda su documentación -pues de otro modo la justicia sería impotente y el delito quedaría impune-. Pero si quien se persigue no es a él sino a un cliente suyo, el caso varía en absoluto y entonces el abogado ha de mostrarse en toda su majestad e impedir que se revuelvan los papeles de clientela -ya que en ellos está el secreto y la justicia deberá buscar otros medios de averiguación-.

La chicana o la mentira en el abogado ([16])

No hay necesidad de acudir a la erudición para saber que en el concepto público la chicana es la cosa más condenable de los abogados -el gran vicio en los pleitos es la trapisonda, el enredo, la dilación maliciosa, la complicación interesada-. Usando tales armas el abogado se deshonra pero la justicia se volatiza, por ello todos los jueces viven prevenidos contra la chicana -y procuran evitarla, atajarla o corregirla-, porque la chicana es lo más vergonzoso de la administración de justicia ([17]). Los siguientes cuatro casos son expresivos de la utilización de la chicana para ganar los pleitos:

1( caso: Durante el trámite de un pleito ordinario, surgen gestiones para la transacción. El demandado teme perder el pleito y busca apasionadamente el arreglo; las cosas van por buen camino, pero requieren algunas semanas de estudio para compulsar datos, redactar documentos o hacer menesteres análogos. En esto le confieren al demandado el término de nueve días para alegar, al cabo de los cuales hay que presentar inexcusablemente el escrito y después de él puede venir sin la menor demora la sentencia. El abogado del demandado -procediendo honradamente- quiere a todo trance evitar que su cliente corra este peligro y entonces propone al compañero demandante pedir la suspensión de los autos de común acuerdo, pero el demandante se niega.

El abogado del demandado tiene una razón firme y -afronta una actitud honesta, busca la paz, quiere el arreglo a todo trance- necesita evitar la eventualidad que teme -de que le quiten la razón- y para ganar estos buenos fines no tiene más remedio que ganar tiempo. Ha de esforzarse en mantener el pleito pendiente de fallo, ¿qué hacer entonces?. Si actúa conforme enseñan los textos no puede hacer otra cosa sino despachar su alegato en nueve días, esperar sentencia perjudicial a su cliente y dar por fracasadas sus ansias de paz. ¿Procederá bien si hace ésto?, ¿no será más honrado exprimir el ingenio para que la sentencia tarde lo bastante a fin de dar lugar a la transacción?. Pienso que ésto último es lo que procede conforme con el interés de su cliente y cuanto más honesto sea el abogado con más afán lo buscará. ¿Qué hacer entonces?. El problema no tiene más que una solución: Inventar una chicana y suscitar un incidente que interrumpa la tramitación de los autos principales. Ganados uno o dos meses, la tramitación habrá llegado a su feliz término y todo acabará en bien de su cliente ([18]).

2( caso: En un pleito es decisiva la declaración de un testigo, cuyo dicho bastará para resolver el asunto a favor de una de las partes; pero este testigo acaba de salir del país para Canadá, se puede pedir término extraordinario de prueba para que declare allí, pero resulta que allá no va a estar más de 15 o 20 días, después se marchará a Perú donde estará un período similar y luego regresará. Inútil pedir término extraordinario de prueba, porque mientras se tramita el exhorto por la vía diplomática no se encontrará al testigo ni en el Canadá ni en el Perú ni en el viaje.

Hay que perder tres o cuatro o más meses hasta lograr que el declarante venga aquí. ¿Concederá el juez el término extraordinario de prueba para escuchar a un testigo tan inquieto y mudable?, lo más probable es que no. ¿Qué hacer entonces?, en términos de perfecta disciplina ética, debe dejar que el testigo no declare y consentir que por falta de su testimonio el pleito se pierda y la conducta del abogado será irreprochable. Pero, ¿no cumplirá mejor su deber en defensa de su patrocinado inventado una chicana cualquiera que gaste el tiempo necesario hasta que el testigo regrese y se le pueda tomar aquí su declaración?. El procedimiento es malo, pero el fin es bueno. Mediten la solución.

3( caso: Un acreedor promueve juicio ejecutivo contra un deudor suyo, apoyándose en un pagaré firmado por éste. Ya es sabido que el deudor ha de ser citado para reconocer su firma y si la reconoce el juez despacha inmediatamente la ejecución y le embarga los bienes, permitiéndole después oponerse a la ejecución y abrir la discusión pertinente. El deudor viene a consultarnos y nos dice: "Esto es una infamia. Esta deuda se la pagué a este hombre hace ya varios años, encontrándonos los dos en Guanacaste, él no pudo devolver el pagaré porque se lo había dejado en San José, pero me dio recibo de la cantidad. Este recibo está allá en Guanacaste y tardaré aproximadamente dos meses en traerlo aquí, aunque lo pida ahora mismo porque la llave de la caja la tiene mi esposa que está en este momento en Nicaragua con mis suegros. ¿Qué hago?, ¿reconozco la firma o la niego?".

La pulcritud recomendada al abogado exige que éste dé el consejo de reconocer la firma, puesto que ella es cierta. Pero sabemos que en cuanto la reconozca surgirá el embargo, se apoderarán de los bienes embargados, se desprestigiará el ejecutado y si es comerciante se le arruinará el establecimiento y el crédito comercial. Claro que después se abrirá la discusión y vendrá el documento de Guanacaste y el juez le darán la razón y el ejecutante malicioso será condenado en costas si es que no le pasa algo peor. Todo eso está muy bien, pero mientras tanto la posición del deudor cae por los suelos, su crédito se pierde, sus bienes se perjudican, su nombre queda en entredicho y le sobrevienen otros mil percances de los cuales difícilmente se levantará más tarde aunque gane el litigio.

Para evitar tantos trastornos no hay más que un camino: negar -categóricamente y de una sola vez la bendita- firma. Negada la firma, el demandante tendrá que acudir a un pleito ordinario sin embargar a su deudor, en el pleito se dilucidará todo tranquilamente, vendrán las pruebas oportunas y el demandante malicioso perderá el asunto. ¿Está bien, está mal?, ¿era deber del abogado dejar que arruinasen y desprestigiaran a su consultante, sabiendo que en conciencia no debía nada y los tribunales forzosamente le darían más tarde la razón?. Es absolutamente mejor y preferible reputarse chicanero …porque con este trámite chicanero en el fondo solo está buscando el bien de su cliente.

4( caso: Es innegable que el abogado no debe facilitar nunca la fuga de un procesado ya que la obligación de éste es comparecer ante los tribunales, someterse a su fallo y cumplirlo; la del abogado será alegar cuanto juzgue necesario en su defensa …pero una ocultación del presunto delincuente está claro que el abogado no la puede hacer de ninguna manera. Pues bien, ¿qué haría un abogado si se le presenta el caso de tener que amparar a un hombre inocente -verdaderamente inocente- sobre el cual pesa una tremenda maniobra politiquera para hacerle purgar un delito que no ha cometido?, ¿proceder púlcramente entregándolo maniatado a la injusticia que ya descuenta o procurar su libertad a todo trance para que luego se fugue, eludiendo de este único modo posible la perpetración del atropello?. Lo absolutamente honrado conforme con su deber es entregar al cliente para que la maldad de los hombres lo descuartice con toda tranquilidad. Facilitar su fuga es una chicana. ¿Qué haría usted si fuera el abogado que se encuentra en semejante lío?, ¿haría la chicana o no?. ¡Yo me confieso chicanera! ([19]). Ya está planteado el problema de la chicana; problema moral, estrictamente ético, el que para resolverlo no creo que debamos fiarnos de las leyes, ni de los libros de texto, ni de la erudición doctrinal, ni de las opiniones de los más sabios jurisconsultos: ¡Es nuestra conciencia la que resolverá el problema de la chicana! …es nuestra conciencia, quien nos dirá qué se debe hacer y la que nos acusará por nuestra conducta o nos absolverá por nuestra abnegación!. Todo en el ser humano depende primero de su pensamiento y de su sentimiento -conciencia- y luego de su accionar. La psicología (conocimiento de las almas), la lógica (arte del bien razonar) y la ética (dominio de la moral) no se aprende en los libros … las aprendemos en la vida cotidiana, rozándonos con los demás seres humanos y consultándonos íntimamente bajo nuestra propia responsabilidad …y no hay regla ni canones que valgan en contrario porque es lo cierto que una misma conducta y un mismo consejo son unas veces cosa vituperable y otras motivo de santificación …la cuestión está en distinguir casos de casos y cosas de cosas.

El abogado y la sensibilidad

¿Puede un abogado ser frío de alma?, no; ¿puede ser emocionable?, tampoco. El abogado actúa sobre y encima de las pasiones, las ansias y los apetitos en que se consume el resto de los seres humanos; pero, si su corazón es ajeno a todo ello ¿cómo lo entenderá su cerebro?. La familia arruinada, el hombre a las puertas del presidio, el matrimonio a punto de divorcio, el fraude infame de un interés legítimo, etcétera …todo ésto es nuestro campo de operaciones. Quien no sepa del dolor, ni comprenda el entusiasmo, ni ambicione la felicidad, ¿cómo puede entonces el abogado quedarse impasible ante todo ésto?; y sin embargo, ¿es conveniente que tomemos los males o bienes ajenos como propios y obremos como comanditarios del interés que defendemos?. No, de ningún modo!, porque como dicen por ahí nadie "es juez en su propia causa" y "pasión quita conocimiento". El derecho al establecer nuestra función como abogados quiere de nosotros una guía serena entre el interés enardecido de nuestro cliente y los estrados.

La fórmula para coordinar estados de ánimos tan opuestos es la que dio CORTINA al decir en relación con el archivo de sus pleitos que: "los había defendido como propios y los había sentido como ajenos" ¡…y así ha de ser!. Quien nos busca como abogados tiene necesidad de que comprendamos y compartamos su anhelo, ya que en la íntima y secreta comunión entre consultante y asesor aquél necesita que éste no se limite a leerle códigos, sino que ponga el alma al mismo ritmo que marcha la suya …pero nada más: prestado el esfuerzo, otorgada la compañía cordial, ni se puede ni se debe dar otra cosa y el triunfo como el fracaso han de hallarnos no sólo tranquilos, sino emancipados. Amén de esto, debemos tener la razón clara ya que cada cliente tiene derecho a disfrutar de la plenitud de nuestras facultades mentales y no puede ser disculpa de nuestra torpeza la emoción de que seamos presa por el resultado de otros asuntos. El cliente tiene derecho a nuestra cultura, a nuestra buena palabra y sobre todo a nuestra prudencia en el consejo y a nuestra serenidad en la acción. Traicionaríamos nuestro deber si actuásemos abatidos por el desastre o embriagados por un triunfo y por ello hay que tomar en cuenta la emotividad ([20]). No sería posible sobrevivir ni a un quinquenio de ese régimen de acoso, si no opusiéramos al ataque un sistema de prudente indiferencia, un "venga lo que Dios quiera" y un constante recuerdo de que "quien da lo que tiene no está obligado a más". Por eso es que hay que preparar la batalla con pasión y recibir impertérrito la noticia del resultado, tener ardor y no tener amor propio, amar y no preocuparse por el destino del objeto amado …no es sencillo no, pero así es la urdimbre sentimental del abogado.

El desdoblamiento psíquico del abogado

El profesor Angel MAJORANA en su libro El arte de hablar en público dice que "el abogado se compenetra con el cliente de tal manera que pierde toda postura personal", pues "como el actor de escena, olvida la propia personalidad y a la realidad negativa de semejante olvido une la positiva de ensimismarse en el papel desempeñado por él" y ésto es lo él llama el desdoblamiento psíquico del abogado.

Yo encuentro plausible y hasta santo renunciar -a los intereses propios, al bienestar personal, al goce íntimo- para entregarse al bien de otro y hasta matar el sensualismo en servicio del deber o del ideal porque eso es sustancial en la abogacía. Defender sin cobrar, defender a quien nos ofendió, defender a costa de perder amigos y protectores, defender afrontando la injuria y la impopularidad… no sólo es loable, sino tan estrictamente debido a nuestros patrocinados, que casi no constituye mérito, ya que en esa disposición de ánimo está la esencia misma de la abogacía y sin tales perdería su razón de existir. Más sin embargo, el ser humano tiene en sí partes más nobles que esas de pura conveniencia; el criterio, el sentimiento, las convicciones …no pueden supeditarse a las necesidades de la defensa ni a la utilidad de cada interesado ya que los patrimonios del alma no se alquilan ni se venden. Por ello es que el abogado no puede ser como un Proteo, cuyas cualidades varían cada día según el asunto en que ha de intervenir; el abogado ha de seguir su propia trayectoria a través del tiempo y ha de poseer y mantener una ideología, tener una tendencia y hasta un sistema, pero jamás tantas fórmulas de pensamiento como clientes le vengan ([21]). Lo que quiero decir es que el abogado en su actuación jurídica debe contar siempre con estos dos carriles:

1( Que no pida -ni aun consintiéndolo las leyes- aquellas cosas que sean contrarias a su convencimiento fundamental o a las inclinaciones de la conciencia.

2( Que tampoco sostenga -en un pleito- interpretaciones legales distintas de las que haya defendido en otro litigio.

Cabe compendiar en la siguiente perogrullada: "el pleito vive un día y el abogado toda la vida" y como debemos ajustar la vida a normas precisas, ha de reputarse como despreciable ruindad olvidar esas cardinales del pensamiento para girar como la veleta cada vez según sople el viento ([22]). Así pues, el concepto de desdoblamiento psíquico del abogado no ha de interpretarse como lo hace MAJARANA… sino como quedó explicado.

El abogado y su independencia

Por su sentido lógico, las profesiones liberales lo son porque se ejercen con libertad y en la libertad tienen el más importante atributo; esto produce el fenómeno de que juntamente con el derecho del cliente a ser atendido nazca el del profesional a ser respetado y que paralelamente a la conveniencia del uno vaya el prestigio del otro. El arquitecto no trazará los planos que el propietario le mande, ni el médico prescribirá el tratamiento que el enfermo le pida, si el gusto de quien paga puede perjudicarle o perjudicar la buena fama del técnico. Pues con el abogado ocurre otro tanto; el abogado ha de sentirse colocado – siempre y en todo momento- en un grado de superioridad sobre su defendido -como el confesor, como el tutor, como el gerente-, por eso ha de huir cuidadosamente de los siguientes peligros:

1( Del pacto de cuota litis -que la opinión pública por regla general reprueba-. No es que esta forma de remuneración sea sustancialmente absurda o inmoral; lo que la hace condenable es que arranca al abogado su independencia, haciéndole partícipe en el éxito y en la desventura. Procedemos con serenidad sabiendo que lo que se nos premia es nuestro trabajo, cualquiera que sea su resultado; pero perdemos la ecuanimidad y se nos nubla el juicio y no distinguimos lo lícito de lo ilícito, si incidimos en la alternativa de ver perdido nuestro esfuerzo o lograr una ganancia inmoderada. La retribución del trabajo es sedante; la codicia es hervor, inquietud, ceguera. El abogado que a cada hora se diga "si gano este pleito, de los diez millones me llevaré cinco", se adapta más a la psicología de los jugadores que a la de un abogado.

2( De la persona a quien se ama. ¿Quien resiste a la súplica del ser amado?, ¿qué no podrán hacer sobre nuestra alma sus ojos tristes, su voz quebrada y sobre todo sus lágrimas de cocodrilo?. Recordemos que el enamoramiento es rendimiento, pleitesía, encadenamiento y servidumbre; y el que padece tan graves minoraciones de su albedrío, nada puede dirigir ni de nada puede responder. (Ya CUPIDO sólo por ser ciego es un peligro, ¡si además vistiera toga sería un desastre!).

3( De la familia. La franca libertad con que se inmiscuyen en nuestra vida hermanos, abuelos, tíos o sobrinos, les faculta en caso de pleito para fiscalizar cada uno de nuestros actos -¿Por qué no presentas una denuncia?, ¡a mi me parece que eso es un delito!, ¡yo en tu lugar haría más duro ese escrito y si por mi fuera promovería un incidente!- y si a eso le sumamos que no hay hora fija para escuchar la consulta, ni facilidad para desistir de la defensa… y le agregamos además el asunto del cobro de los honorarios por servicios. Todo hay que decirlo: hay parientes comedidos y prudentes que respetan la libre iniciativa tanto y más que un extraño; pero, son la excepción. Por eso mejor que digan que "en casa del herrero hay cuchillo de palo".

4( Del sueldo. El abogado que percibe un salario fatalmente ha de verse obligado a defender cuanto le manden, con lo que al dimitir la libertad se pone en riesgo la integridad. Nunca es tan austero ni tan respetado un abogado como cuando rechaza un asunto por no parecerle justo; ¿y puede hacerlo quien recibe una retribución fija?, ¿cómo justificaría la percepción de los salarios percibidos?. -Los abogados que sirven en las grandes empresas o en las instituciones oficiales saben muy bien los conflictos de conciencia que se padecen y aun las situaciones violentas que se atraviesan, teniendo que defender todo lo que gustan pleitear quienes pagan- ([23]).

5( De la política. El abogado -como todo ciudadano- ha de tener en materia política su opinión y su fe; mas conviene educar a la juventud -contrariamente a lo que con nosotros se hizo- en la alta conveniencia de separar el foro de los negocios públicos. Que la política sea una carrera ya está superado y a los políticos concierne, pero que sea un medio para que los abogados hagan carrera es un concepto bárbaro. Raro y poco fácil es que quienes se afilien bajo una bandera, acatan una jefatura y buscan un porvenir -y esto es más lamentable- no sufran cuando menos una deformación de juicio que les haga ver buenas todas las causas que benefician a su credo y perversas cuantas lo contradigan; esto sin contar con los compromisos, presiones y acosos que el partidismo hace gravitar sobre el abogado, y sin contar tampoco con la frecuente complicación que se produce entre asuntos forenses e intereses políticos ([24]).

El trabajo del abogado

La labor en todas las profesiones intelectuales es personalísima y quizá en ninguna lo sea tanto como en la abogacía. La inteligencia es insustituible, pero más aún son la conciencia y el carácter y en nosotros tanto o más se buscan y cotizan las tres cualidades. Debemos esforzarnos en hacer por nosotros mismos los trabajos, ya que el cliente tomó en cuenta al buscarnos todas nuestras condiciones, desde la intimidad ética hasta el estilo literario. Pero como en una gran mayoría de despachos es absolutamente imposible que el titular realice personalmente la tarea íntegra, forzosamente habrá que delegar algunas tareas en sus asistentes. Pero quien proceda con escrúpulo efectuará la delegación por orden de menor a mayor importancia, llegando hasta no confiar el trabajo a mano ajena, mientras no sea inevitable. En cuanto a la manera de trabajar sería osado querer dar consejos, pues sobre la materia es tan aventurado escribir como sobre la del gusto; no quiero sin embargo, dejar de exponer una observación personal. Parece lógico que antes de empezar a escribir se haya agotado el estudio en la doctrina y en la jurisprudencia -seriamente así debe hacerse y no es recomendable ningún otro sistema- y aunque recomendable es ese sistema, confieso que en lo personal practico todo lo contrario.

Cuando empiezo a escribir son muy rudimentarias las ideas que tengo en mente, pero conforme van apareciendo las cuartillas son ellas con su misterioso poder de sugestión las que me iluminan unas veces y otras me confunden aun mas -me plantean problemas insospechados-. No hay nada en el mundo sin explicación y pienso que esta rareza también la tiene: los apriorísticos y doctrinarios forman su construcción ideológica y la trasladan en el papel; al revés, para los realistas el escrito es ya la vida en marcha y al formarle le invita a contemplarla en su plenitud.

Las cuartillas son ya el dialogo, la comunicación, el peligro de errar, el vislumbre del éxito, la tentación de la mordacidad, la precisión ineludible de ahondar en un punto oscuro o de mirar con respeto lo que antes desdeñé, la evaluación inexcusable de una cita, la compulsa de un documento, el deleitarse las figuras del drama, el presentimiento de la agresión contraria …pudiera decirse en fin que la improvisación me conduce a la reflexión. En un debate oral y público o informando me ocurre todo lo contrario, ya que jamás lo hago sin llevar guiones minuciosos, concretos, verdaderos extractos del pleito y cuya redacción (siempre hecha con mi propia mano, con signos convencionales y tintas de diversos colores, me invierte largo tiempo y además se me ponen los nervios de punta esto responde al espantoso terror que me infunde el hacer el uso de la palabra -llevo muchos años dando clases y asistiendo a juicios orales, pero todavía hoy el hablar en público me inspira más espanto que el primer día-).

En la oratoria para distribuir, acopiar y matizar la oración es indispensable el guión porque allí como en un casillero llevamos convenientemente clasificadas las materias; las contingencias de la polémica y las prescripciones de la oportunidad nos van recomendando lo que debemos hacer con el ideario clasificado ([25]). Pero son la clasificación previa, nuestro pensamiento caería en la anarquía y seríamos juguete del adversario diestro o del auditorio severo. Al revés de lo que ocurre con el trabajo escrito -de la improvisación a la reflexión-, voy en el oral de la reflexión a la improvisación.

El abogado y la palabra oral o escrita

La palabra hablada -el verbo- es todo: estado de conciencia, emotividad, reflexión, efusión, impulso y freno, estímulo y sedante, decantación y sublimación… donde no llega la palabra brota la violencia -o los seres humanos nos entendemos mediante esta privilegiada emanación de la Deidad o caeremos en servidumbre de bruticie-. ¿Qué cosa podrá suplir a la palabra para narrar el caso controvertido?, ¿con qué elementos se expondrá el equis problema?, ¿de qué instrumental se echará mano para disipar las nubes de la razón, para despertar la indignación ante el atropello, para mover la piedad y para excitar el interés?. Por la palabra se enardecen o calman ejércitos y turbas; por la palabra se difunden las religiones, se propagan teorías y negocios, se alienta al abatido, se doma y avergüenza al soberbio, se tonifica al vacilante, se viriliza al desmedrado. Las palabras son abominables para los tiranos porque les condena, para los malvados porque les descubre y para los necios porque no las entienden; pero para los abogados -que buscamos la convicción con las armas del razonamiento- ¿cómo hemos de desdeñar la eficacia de las palabras? ([26]).

Para efecto de persuadir no cabe comparación entre la palabra escrita y la palabra hablada porque en ésta los elementos plásticos de la mímica valen más que mil resmas de papel y denuncian claramente la sinceridad o falacia del expositor -solemos decir que se adelanta más en media hora de conversación que en un año de correspondencia-. Los hechos tienen más fuerza que las palabras -es verdad-, pero sin las palabras previas los hechos no se producirán. Unas palabras -las de Jesús el Cristo- bastaron para derrumbar una civilización y crear un mundo nuevo. Las siguientes son seis cualidades de la oratoria forense que conviene no perder de vista ([27]):

1( La brevedad. "Sé breve que la brevedad es el manjar predilecto de los jueces. Si hablas poco, te darán la razón aunque no la tengas … y a veces aunque la tengas" -aconsejaba un magistrado viejo a un abogado joven-. "Te escribo tan largo porque no he tenido tiempo de escribir más corto" -esta memorable frase nos recuerda que es poco fácil ser escueto-. Toda oratoria debe contar con esta excelsa cualidad de brevedad y más aún la oratoria de los estrados.

2( La diafanidad. "Habla claramente, para que te entienda el portero del salón y si lo consigues, malo será que no te entienda alguno de los señores de la Sala" -decía un magistrado a su joven amigo abogado-. Nuestra narración ha de ser tan clara que pueda la persona más tosca y llana del mundo, no porque los jueces sean toscos o llanos sino porque están fastidiados de escuchar enrevesadas historias y trapisondas para todos los gustos. Tal disposición -más fisiológica que reflexiva- sólo puede contrarrestarse diciendo las cosas precisas y en términos de definitiva claridad y llanura; es decir, el consejo es hablar con filtro.

3( La preferencia a los hechos. Alguna vez escuché a un abogado atacar a un colega en tono despectivo: "Es el abogado del hecho" -¡…y yo que en eso encontraba su mayor mérito!-. Para cada vez que se ofrece un problema de estricto derecho -de mera interpretación legal- hay cien mil casos de pasión, de vivencia, de realidad viva, en una palabra: de hechos. Eso es justamente lo que hay que poner de relieve que la solución jurídica viene sola y con parquedad de diálogo.

4( La cortesía desenfadada o el desenfado cortés. Esto es el respeto más escrupuloso para con el litigante adverso, hasta el momento en que hay que proceder. Es imperdonable la mortificación para el que está enfrente -sólo por el hecho de estar al frente-, pero es cobarde deserción del deber el abstenerse de descubrirle un vicio por rendirse a contemplaciones de respeto, de amistad o de otra delicadeza semejante. En un momento así el abogado debe actuar y se le acaba todo lo que no sea el servicio de la defensa.

5( La policía del léxico. Entre nuestra deficientísima cultura literaria y la influencia del juicio escrito, los abogados hemos avillanado el vocabulario y hemos degradado a un punto extremo nuestra condición mental. Bueno es que no olvidemos quienes somos y lo que somos -aquella compenetración, que en beneficio de la claridad he defendido, para que al abogado le entienda un cualquiera, no ha de lograrse deprimiendo el nivel de aquél sino elevando de éste-.

6( La amenidad. En todo género oratorio hay que producirse con sencillez, huyendo de lirismos altisonantes y de erudiciones empalagosas ([28]). Los pleitos no se ganan con citas de connotados jurisconsultos, ni en fuerza de metáforas o imágenes -aquello es sumergirse en un pozo, ésta perderse en un bosque-. El secreto está en viajar por la llanura, quitar los tropiezos del camino y de vez en cuando provocar una sonrisa.

El estilo forense del abogado

¿Modestia, indiferencia, egoísmo, pereza?, sea lo que sea, lo cierto es que los abogados no nos damos la menor importancia a nosotros mismos. Tiramos de nuestra profesión como si fuera una cosa insignificante, trivial y anodina ¡…y eso no puede ser! porque hay profesiones que se pueden ejercer con el alma fría, pero hay otras que requieren alma caliente. ¿Cómo concebiremos a un pintor, un novelista o a un poeta si no están enamorados de la belleza?. ¿Cómo entender a un médico si no tiene pasión por la salvación de los enfermos, por los adelantos científicos y por la salud pública?. De igual manera ¿qué abogado será aquel que no ame la justicia sobre todas las cosas y no sienta el orgullo de ser sacerdote de ella?. ¡No podemos vivir sin justicia!, ¿sin justicia qué valdrá la vida?, será sencillamente un tejido de crímenes y de odios, un régimen de venganzas, una cadena de expoliaciones, el imperio de la ley del más fuerte, la barbarie desenfrenada en fin …y no exagero.

Con poco que lo meditemos y nos damos cuenta que si los seres humanos amamos y trabajamos y paseamos y comemos y dormimos es porque muda e invisible se atraviesa en todos nuestros actos esa diosa etérea e implacable que se llama Justicia y los abogados sus sacerdotes invocadores. La justicia inspira y preside todas las humanas acciones hasta las más ínfimas, los pensamientos hasta los más recónditos, los deseos hasta los más nimios. Ser ministro de la justicia es algo trascendental y definitivo: ¡no se puede ser abogado sin el orgullo de estar desempeñando la función más noble y más importante de la humanidad!. Una de las demostraciones de lo poco que los abogados nos preciamos a nosotros mismos está en la poca atención que prestamos a la herramienta de nuestro oficio que es la palabra -escrita o hablada-. Redactamos nuestros trabajos como si fuera en cumplimiento de una mera necesidad y nos reproducimos en nuestros escritos con desaliño y con descuido.

No nos reconcentramos para alumbrar nuestra obra, como lo que es: nuestra obra. Es decir, nos reconcentramos solamente en el fondo -el estudio legal y apuramos los textos con aplicaciones y jurisprudencia y doctrina- y eso lo hacemos muy bien; pero, yo me refiero a lo otro: a la expresión literaria, al decoro del buen decir, o sea a la forma, porque -todo hay que decirlo- en eso somos lamentablemente muy abandonados -aquí y en todas partes-. Es así como se ha creado una literatura judicial lamentable quienes a porfía usamos frases impropias, barbarismos, palabras equivocadas, todo un "argot" ínfimo y tosco. No tenemos noción de la medida y nuestros escritos pecan una veces de insuficiencia y otras por pesados y difusos porque es muy frecuente que se haga el escrito de una vez -sin revisión ni enmienda-. Aun cuando la redacción sea correcta y la ortografía impecable, falta el hálito de vida, el matiz de pasión, el apunte crítico, todo lo que es condimento y sazón de las labores literarias. Consideramos los escritos operaciones aritméticas a las que sólo se exige que sean exactas, pero que no son susceptibles de belleza ninguna y eso obviamente no es verdad. Tal abandono nos desprestigia -es como si el médico dejara mellarse el bisturí- ¿no es la palabra nuestro único instrumento y arma?, ¡pues usémosla bien!. En todo momento deberíamos tener presente una máxima de cratología (arte de tocar las castañuelas) que dice "Se puede o no tocar las castañuelas; pero, ya de tocarlas, tocarlas bien."; de idéntico modo se puede ser o no ser abogado -pues nadie nace tal por ley natural-, obligado a serlo hacerlo bien … y si no hay otra manera de ser abogado sino usando de la palabra, empleémosla como corresponde, con pulcritud, con dignidad, con eficacia -como debe ser-.

Dicho de otro modo: no importa lo que hagas, hazlo bien hecho …y si eres abogado tienes que profundizar en el fondo de tus escritos tanto en cuanto en la forma que les des, ya que lo cierto del caso es que el abogado por su propia naturaleza es un escritor y un orador -si no lo es, será un jornalero del derecho pero no un verdadero defensor de la sociedad y de la justicia-. He dicho que el abogado es escritor y me he quedado corta, porque en el abogado hay tres tipos distintos, tres escritores en uno: el historiador, el novelista y el dialéctico.

1( Hay en el abogado ante todo un historiador porque la primera tarea del abogado es narrar hechos -de narrarlos bien a narrarlos mal hay un gran trecho-. Todos hemos padecido la angustia de soportar a esos clientes que no saben contar las cosas -que empiezan su explicación por la mitad, como si nosotros estuviéramos enterados de los antecedentes o que confunden las personas o que olvidan hechos esenciales. Todos hemos leído libros en que tenemos que repasar dos y tres veces la misma página porque el autor no supo decirnos con claridad lo que se proponía. Todos hemos aguantado una conversación con interlocutores difusos, enrevesados y monótonos …y en todos estos casos nos hemos sentido desesperados, sólo porque el cliente, el escritor o el conversador no sabían contar su historia.

Narrar no es fácil, hay que exponer lo preciso, sin complicaciones, hay que usar las palabras adecuadas y diáfanas. Podríamos ser muy pomposos, fastuosos, metafóricos y no decir nada en el discurso, mejor es que ante todo sepamos contar la historia. Una simple exposición minúscula y ramplona muchas veces para algunos abogados es inabordable -vg.: "Luis se casó con María; tuvieron dos hijos, Elías José y Ana Luisa; Ana Luisa murió y la heredaron sus padres", etcétera- y no todo el mundo vale para eso. El extravío al apreciar un hecho o un detalle puede arrastrar una cadena de equivocaciones y producir un final diferente al querido o un fallo injusto; de ahí entonces que el primer cimiento para el acierto judicial depende del abogado, de que sepamos exponer el caso …de suerte que el historiador es el primer literato que aparece en la personalidad del abogado.

2( Mas no basta el historiador; viene después el novelista de ahí que la narración no será completa ni alcanzará eficacia, si en los momentos oportunos no va acompañada de unas pinceladas que destaquen el tipo o acentúen el hecho. Si atacamos a un usurero avariento, no nos debemos limitar a explicar el contrato abusivo hecho en su beneficio, será conveniente que saquemos a la luz sus antecedentes y sus modos para hacerlo antipático al tribunal. Si estamos refiriéndonos a un muerto por accidente, no será lo mismo que el muerto sea un soltero de quien nadie depende o que sea un padre da familia con una prole. Así en todo: no es lo mismo señalar simplemente que Mengano faltó a su compromiso, que puntualizar su hábito de hacerlo y apuntar los casos más sangrantes… el drama y la comedia que el pleito entraña se forma con personajes y con hechos, de tal forma que retrasar aquéllos y destacar éstos es tarea primordial del abogado. Todo esto no es ya función del historiador sino del novelista y del dramaturgo -ese juego de personas y cosas, esas descripciones de sucesos y caracteres, son el nervio del litigio y debemos esforzarnos porque los jueces participen de nuestros sentimientos-.

3( Y queda por último el dialéctico: cuando el abogado pasa de la narración del caso al razonamiento jurídico, sus modos literarios han de cambiar en lo absoluto; ya no se trata de explicar una historia ni destacar a sus actores, sino de afrontar una tesis, de interpretar una ley, de defender una solución y ésta es patrimonio de la lógica discursiva. Hay que plantear el problema de modo escueto y tajante para encuadrar la atención del juzgador y poner cuadrículas a su pensamiento [… dados los antecedentes expuestos ¿qué procede, ésta o lo otro?, ¿cuál es el daño menor, éste o aquél?, ¿quién lo debe sufrir, él o ella?] y después, razonar. Agotar lo motivos, elegir entre varios argumentos para desecharlo o tomarlos según convenga y en esto de argumentar vale más un pensamiento propio que cien ajenos. Lo digo porque hay muchos abogados que muestran afición por citar las opiniones de todos los autores habidos y por haber, los que en definitiva no pasan de ser un par de docenas y siempre los mismos. En algunas ocasiones es fructífera y hasta definitiva alguna cita; pero cuando son tantísimas el juez acabará por decir "Bien, ya sé lo que piensan sobre este punto todos los autores del mundo, pero me interesa saber simplemente qué es lo que piensa al respecto el autor de este escrito.". Dirá entonces: "No piensa por sí mismo, posiblemente a lo sumo piensa como los autores que cita". El abogado en su función dialéctica hará un trabajo de enumeración, de selección, de cernido y para el razonamiento le serán muy útiles los ejemplos especialmente los toscos y simplones; algunos jueces refunfuñarán diciendo "Creerá este señor que sin este burdo ejemplo no me habría enterado?" y es respetable su enfado, pero todo hay que decirlo: muchas veces con un ejemplo primario puede haber una iluminación repentina, ahorrándole media hora de reflexión concienzuda y eso vale. Consecuentemente, el abogado ha de ser escribiendo: historiador, novelista y dialéctico y si no lo es, medio abogado será. Sabido ésta, entonces: ¿cómo escribir?. Se hará pues, de manera espontánea -que cada cual escriba como habla y de la manera en como Dios le da a entender-. Normas técnicas valen para el formato o la estructura formal del escrito, las que se conseguirán en cualquiera de las librerías. Lo que si cabe es fijar unos cuantos jalones como líneas de conducta para orientar el juicio a la hora de escribir ([29]).

1( La primera condición es la veracidad -se dirá que esto se relaciona con la ética y no con el estilo y así es, pero no está de más fijar esta condición como la primera y la más esencial-; porque no está de más recordar que somos voceros de la verdad, no del engaño. Se nos confía que pongamos las cosas en orden, que procuremos dar a cada cual lo suyo, que se abra paso la razón, que triunfe el bien y ¿cómo armonizar tan altos fines con un predominio del embuste?. No digo que en el orden del derecho no puedan sostenerse teorías atrevidas y buscar en las leyes interpretaciones arriesgadas, ya que en eso no hay maldad por la simple razón de que los jueces tienen nuestro mismo grado académico e idéntica preparación profesional y los mismos elementos de juicio como para que puedan discernir; pero en cuanto a los hechos la situación es distinta ya que el juez no sabe sino lo que nosotros le contamos, no conoce más documentos que los le aportamos, fía en nuestra rectitud moral y supone que no le diremos que un casado es soltero y que un muerto está vivo. Ejemplo categórico: Sabemos de un homicidio, podremos aceptar o rechazar su defensa y si la aceptamos podremos excusar su acto alegando eximentes o aminorar la responsabilidad encontrando atenuantes …pero lo único que no podremos hacer es negar el hecho y es tan claro que no necesita argumentación. Aludo a casos en los que por ejemplo nuestro cliente funda su derecho en cuatro motivos, de los cuales tres nos parecen atendibles y otro desdeñable; o en donde por ejemplo el juez nos ha dado la razón por siete motivos de los que cinco son excelentes y los otros dos disparatados.

¿Qué hemos de hacer en tales casos?, fingir un convencimientos que no tenemos?, representar la comedia de una falsa persuasión y poner idéntico calor en la defensa de todos los aspectos buenos y malos?. En tales casos es preferible practicar la honestidad y producirse con lealtad y decir: "De las cuatro razones en que mi cliente apoya su derecho, tres me parecen evidentísimas y las patrocino con fervor; pero en cuanto a la cuarta, estoy lleno de dudas y sólo la expongo por no abandonar ningún medio de defensa, por si fuera yo la equivocada." O bien decir en el otro caso: "De los siete motivos en que el señor juez apoya su fallo, estoy compenetrada absolutamente con cinco, pero no me convencen los otros dos. Los mantengo todos ante la Sala sólo para que ella en su elevado juicio y entender, pueda apreciar lo que estime mejor y resuelva de conformidad." Tal conducta, sostenida en el curso de la vida profesional, robustece el prestigio del que la practica porque los jueces ponen duplicada confianza en el profesional a quien le han visto trabajar así de profesional.

2( Después de la veracidad, la siguiente condición del abogado ha de ser la claridad. Nunca se recordará bastante el precepto del Quijote. "… llaneza muchacho, llaneza, que toda afectación es mala!". Todo el que escribe debe hacerlo para que le entiendan. Al fin y al cabo si el filósofo, el novelista o el poeta se empeñan, el público aburrido no los leerá y allá ellos que ellos son los únicos que pierden; pero, las torpezas del abogado -escritor de tres talantes- no las paga él con su descrédito, sino que las sufre el cliente cuyo derecho no ha quedado de manifiesto. Por consiguiente, el arte del abogado consiste en plantear las cosas con sencillez y no ha de haber en nuestros escritos otros conceptos sino los necesarios y hemos de buscar las palabras más concretas, diáfanas y correctas ([30]). Salvo casos excepcionales que requieren explicación previa, la regla general ha de consistir en evitar alegaciones inútiles y acometer desde el primer momento la explicación del caso; todo lo demás es paja que a los tribunales les tiene sin cuidado.

3( Aneja a la claridad ha de ir la brevedad. Cierto viejo magistrado le decía a un novel abogado: "Se breve, que la brevedad es el manjar preferido de los jueces. Siéndolo, te darán la razón aunque no la tengas y a veces …a pesar de que la tengas." Está desgraciadamente muy difundida, la afición a los escritos kilométricos y dedicados en su mayor parte a citar sentencias y más sentencias de todos los tribunales. Decir poco y bueno es mil veces preferible a gastar el papel por toneladas, acudiendo a antecedentes no siempre adecuados ni oportunos.

4( Unida a la claridad y a la brevedad debe ir la amenidad. No se recomienda en manera alguna el uso de bromas inadecuadas pero la vida brinda siempre aspectos cómicos y un abogado inteligente no debe desaprovecharlos: una alusión irónica, el relieve de un personaje ridículo, el subrayado de una situación equívoca, la invocación de una agudeza, el recuerdo de un episodio chusco, son cosas que animan el relato y pueden dar eficacia a un argumento y sobre todo permiten al lector un reposo mental instantáneo que siempre sirve para continuar la lectura con el ánimo refrescado.

El abogado y la cordialidad

Abogados y jueces suelen vivir en un estado parecido al que la ley de orden público llama de "prevención y alarma". El juez piensa del abogado "¿En qué proporción me estará engañando?" y el abogado del juez "¿A qué influencia estará sometido?". Muy hipócrita sería quien negase que ambas suspicacias tienen fundamente histórico, porque ni escasean los defensores que mienten ni faltan los jueces rendidos a los favores. Pero aun siendo cierto, no disculpa el régimen de desconfianza entre unos y otros, porque el vicio no es general y porque nada remedian la malevolencia en el juicio ni la hosquedad en el trato.

Abundan los defensores correctos, veraces y enamorados del bien y en cuanto a los jueces obligado es decir que no se rinden por venalidad y que casi nunca se entregan a la influencia. Lo que pasa es que nos hallamos tan habituados a pensar mal y a decir mal de los demás que, hemos dado por hecho que las fuentes puras de los actos humanos están secas. Cuando nos desagrada una obra o un dicho ajenos, no se nos ocurre que podemos ser nosotros los equivocados. No, lo primero que decimos es "se ha vendido" y cuando más benévolos somos decimos "lo ha hecho por el puro gusto de perjudicarme." Gran torpeza ésta. Las acciones todas -y en especial las que implican un hábito como las profesionales- han de cimentarse en la fe, en la estimación de nuestros semejantes, en la ilusión de la virtud y en los móviles generosos. Quien juzgue irremediablemente perversos a los demás ¿cómo ha de fiar en sí mismo, ni en su labor, ni en su éxito?. ¡Hay que poner el corazón en todas las empresas de la vida! y por eso hay que distinguir la malicia genérica y abstracta -que constituye una posición mental inexcusable- de aquella otra desconfianza personalizada y directa que suele caracterizar al usurero. El espíritu tosco mira recelosamente no la humanidad sino uno por uno a todos los seres humanos "Éste viene a robarme", "Ése se ha creído que soy tonta", "Cuando el otro me saluda será porque algo quiere", "Si el de más allá no me saluda será porque me la debe", "Si el de más acá me habla, luego me despellejará" y lo cierto es que tal enjuiciamiento es venenoso para el carácter, nos imprime un sello de ferocidad y nos encarrila hacia un aislamiento huraño.

Lo recomendable entonces es una previa aceptación de todas las maldades posibles sin preocuparse de personificarlas; dicho más claro: basta con saber que el ser humano es igualmente capaz de todo lo bueno y de todo lo malo y que para nuestra tranquilidad debemos esperar lo solo primero, pero si ocurre lo segundo es suficiente comprender que también eso puede suceder. Así pues, si nos mirásemos con ese sentido comprensivo los que pedimos justicia y los que la otorgan, el régimen judicial se transformaría esencialmente para bien de todos ([31]). Es lo cierto que estaría bien en considerar que todos -abogados y jueces- trabajamos en una oficina de investigación y vamos unidos y con buena fe a averiguar dónde está lo más justo; a falta de ello, lo meramente posible.

Tan compleja es la vida que con igual rectitud de intención se puede patrocinar para un mismo conflicto la solución blanca, la negra y la gris. ¿Por qué empeñarnos en que prevalezca la solución blanca, cuando lo más probable es que sea preciso mezclarlos todos para formar la entonación que menos dañe la vista?.

Conceptos arcaicos en el abogado

Todavía es invocado el viejo aforismo judicial "lo que no está en los autos no está en el mundo" porque a su amparo se ahorran muchos abogados el tener que pensar, ¡cosa más cómoda!: "¿no está en el folio tal ni el folio cual?, pues simplemente no existe!". No hay pleito que se falle estrictamente por lo que en él aparezca y digan las leyes; viene de afuera una presión social incontrastable que -aun sin notarlo ni el mismo juez- gravita sobre su ánimo e influye en su resolución.

Un mismo hecho y unas mismas pruebas darán un resultado en un ambiente social y otro absolutamente contrario en un ambiente distinto. ¿Y no se ve también en ocasiones que la palabra de honor dada al informar por un abogado respetable sobre un hecho que no consta en parte alguna, influye considerablemente en el espíritu del tribunal?. Hay en todas las relaciones humanas una serie infinita de matices, gamas, sinuosidades, acentuaciones y modalidades que escapan a la prueba ¡y no obstante se presentan firmes y vigorosas ante los ojos del juzgador!. ¿Será posible desdeñarlas porque no cupieron en el casillero probatorio?. No. Igual sucede en otros muchos aspectos de la contienda judicial …no hace mucho un abogado me reprochaba que el juzgado no debió admitirme un escrito porque era grande mi atrevimiento al contestar una demanda. Yo la había dividido en capítulos y dentro de cada uno había agrupado los respectivos hechos, los fundamentos etcétera y había utilizado las notas al pie de página y los paréntesis y otros signos propios del lenguaje hablado.

Lo cierto es que cada día cae por tierra los formulismos hueros que embarazan, complican y presentan como rito misterioso lo que en definitiva no debe ser otra cosa que diálogo entre gentes con sentido común -y es lástima que todavía queden en pie algunos como la cita del número y artículo que autoriza el recurso-. Muestran las personas su cultura y su educación por el dominio de lo sustantivo sobre lo formal y es cosa triste ver a abogados cultos y buenos aferrados a mantener esto sobre aquello.

El arte y el abogado

Angel GANIVET dice en una de sus cartas que "el abogado por el hecho de serlo, es una bestia nociva para el arte" y su horror al foro le llevó a afirmar que "pediría limosna antes que ejercer la abogacía, ni nada que se roce con ella" ([32]). ¿De haberlos?, ¡haylos!. Que hay abogados bestias nocivos para el arte y para muchas otras cosas más, es indiscutible; como también que hay artistas nocivos para el sentido común. Pero de ahí a que el abogado tenga tan lamentable distintivo por el solo hecho de serlo … ¿en que se fundamenta para hacer tal afirmación el señor GANIVET?.

En la naturaleza de la función no será; podrá creerlo él y quien como él crea que la abogacía está limitada a regir intereses y que actúa solamente sobre los textos legales …pero la verdad -como sabemos- no esa. La abogacía más que intereses rige sobre todas las pasiones humanas y sus armas se hallan más en el arsenal de la psicología que acomodadas en los códigos –el amor el odio los celos la avaricia la quimera el desenfreno el ansia la autoridad el poder la flaqueza la preocupación el desenfado la resignación la protesta y toda la variedad infinita de los caracteres de la personalidad humana, es lo que el abogado trae y lleva las veinticuatro horas del día todos los días de su existencia abogadil-. De suerte que la índole de la profesión invita -más que la del ingeniero, el comerciante o el catedrático- a la contemplación del fenómeno artístico …y aun en relación con el literato conviene establecer la distinción de que éstos trabajan con estados anímicos que su imaginación le sugiere, en tanto que el abogado trabaja con las almas vivas de los seres humanos con quien trata.

Mientras otros profesionales tienen como elemento de expresión la aritmética, la química o el dibujo lineal, los abogados usamos la palabra escrita o hablada; es decir, la más noble, la más elevada y la más artística manifestación del pensamiento… y no la palabra escueta y árida -que basta para explicar botánica o planear una industria eléctrica- sino la palabra cálida, diáfana, persuasiva, emotiva que ha de determinar la convicción, mover a la piedad, deponer el enojo o incitar a la concordia; es decir, la palabra con arte. Y a pesar de todo la flagelación de GANIVET no está exenta de fundamento porque es lo cierto que gran cantidad de abogados -digámoslo claro- se encuentran en la enorme incultura que caracteriza a la mayoría. El abogado de nuestros días -aquí como allá- apenas si lee, quienes por regla general estudian menos que cualquier médico salido de las aulas, tanto esto es así que esta da grima ver sus bibliotecas. Digo mal; lo que da grima es ver su absoluta carencia de biblioteca donde muchos se valen escasamente de su diccionario jurídico elemental donde …y contar con cien volúmenes es caso rarísimo y no estoy hablando de una biblioteca exclusivamente jurídica –movimiento científico moderno, revistas jurídicas extranjeras, libros de historia, de política o de sociología, novelas, versos, comedias- … y es claro que al no leer viene el atasco intelectual, la atrofia del gusto, la rutina para discurrir y escribir, los tópicos, los envilecimientos del lenguaje, etcétera.

Efectivamente, cuando se llega a este estado de abandono, apenas si hay diferencia entre un abogado y una bestia peluda -y la poca diferencia que hay, es en favor de la bestia peluda!-. Se argüirá "leer es caro y no todos los abogados ganan lo bastante como para permitírselo". Lo niego rotunda y categóricamente; porque "bastante" nunca será bastante para quien piensa de esta manera, pero "suficiente" siempre será suficiente para quien piensa de manera distinta. Ahora, es verdad que es inasequible para los bolsillos modestos formar una gran biblioteca, pero es fácil para todo el mundo comprar libros como artículo de primera necesidad, por ello tendrá que dedicar a su adquisición un pequeño porcentaje de lo que se gane -aunque para eso sea preciso privarse de otras cosas-… y si un abogado no puede ni aún ese límite mínimo, pues ¡será mejor que no ejerza!, (tiene que quedarnos claro que la abogacía es profesión de señores, de ahí que debe estar vedada a los mendigos porque como todas las profesiones la abogacía requiere de un mínimo de independencia económica y quien no la alcanza no puede practicarla. No hay carpintero sin banco, ni zapatero sin lezna, ni relojero sin lente, ni militar sin uniforme, ni sacerdote sin sotana; la excepción son los abogados que reputan muy natural serlo sin libros…). Así pues, el abogado debe tener inexcusablemente en su biblioteca: recibir cada mes una revista jurídica nacional y otra internacional; la mitad de los libros jurídicos que se publiquen en el país -y lo digo así casi al peso, porque desgraciadamente aquí no producimos casi nada y sin exagerar se puede asegurar que todas las publicaciones no cuestan sesenta mil colones al año, recomendando un dispendio de treinta mil, no sería irracional gastarse dos mil quinientos al mes en adquirlos-; y otros cuantos libros -pongamos otros treinta mil anuales- de historia, crónica, crítica, sociología, política, medicina, cosmología, física cuántica, novela y versos. ¿Novela y versos?. Si. ¡Novela y versos! porque esta es la gimnástica del sentimiento y del lenguaje. Se puede vivir sin mover los brazos ni las piernas, pero a los pocos años los músculos estarán atrofiados… pues lo mismo sucede en el orden mental. La falta de lectura que excite la imaginación, amplíe el horizonte ideal y mantenga viva la renovada flexibilidad del lenguaje, acaba por dejar al abogado reducido a un código con figura humana, a un muertoenvida con grado académico. En todo caso, permítome recordar que existen las bibliotecas de los amigos y todas las bibliotecas públicas que no son pocas… En fin, resumiendo: hay que estudiar, hay que leer, hay que apreciar el pensamiento ajeno, ¡hay que hacerlo o resignarnos como cierto con lo dicho por el señor GANIVET! -y no sentirnos insultados cuando dijo que el abogado por serlo es una bestia nociva al arte- ([33]).

El abogado pertenece a su clase

El odio entre los artistas es una manifestación de la ferocidad humana -literatos, cómicos, músicos, pintores y escultores no gozan tanto con el propio triunfo como con el descrédito ajeno-, esos seres escogidos tocados por los ángeles se desuellan, se despedazan y se trituran de manera encarnizada. En grado menor pero también vigorosamente, los hombres de ciencia se detestan -alrededor de cada tesis de química, terapéutica o matemática se urden ataques enconados contra quien defiende la tesis contraria- y quien frecuente una tertulia médica no me dejará mentir. Pero; a diferencia de todos ellos, los abogados tenemos una actitud totalmente distinta -será porque nuestra misión es precisamente contender es que cuando cesamos en ella buscamos la paz y el olvido-.

Terminado un debate, una vista o una conferencia nos despedimos cortésmente y no nos volvemos a ocupar el uno del otro -…no hay campañas de grupo, ni ataques en la prensa, ni corrillos-. Hay una costumbre que acredita la delicadeza de nuestra educación: después de sentenciado un pleito -y por muy acre que haya sido la controversia- jamás el victorioso recuerda su triunfo al derrotado y ningún abogado cae en la grosera tentación de decir a su colega "¿Ve usted cómo yo tenía la razón?", contrariamente es el vencido quien suele suscitar el tema felicitando a su adversario -incluso públicamente- y ponderando sus cualidades de talento, elocuencia y sugestión -a las que, y no a la justicia, atribuye el éxito logrado-. Convengamos en que ésta no lo hacen los demás profesionales y en que constituye un refinamiento propio de lo que somos -y no siempre recordamos-: señores. Siendo plausible este fenómeno tan nuestro, no lo es la causa, la que si miramos bien radica simplemente en que no nos odiamos porque ni siquiera nos conocemos, ya que vivimos en el aislamiento y optamos por el individualismo. De este aislamiento se desprende un daño científico y otro afectivo y en este orden tenemos que:

1( Sólo conocemos los casos de nuestro despacho y los que nos muestra los Tribunales -pero toda aquella enorme gama de problemas que brinda la vida y no llegan a casación, todo aquel provechosísimo aprendizaje que nace del intercambio de ideas, para nosotros no existe-… y como el Colegio de Abogados no se cuida de establecer verdaderas relaciones entre sus colegiados (salvo alguna feliz iniciativa), resulta que el abogado no estudia más que lo que pasa por su mano.

2( El daño afectivo no es menor porque, perdida la solidaridad profesional nadie conoce la desgracia del colega y cada cual devora sus propios dolores sin hallar consuelo en un compañero -que tan llanamente se prestan los de otras profesiones-. Nótese que nuestras relaciones particulares siempre están en ambiente distinto del forense y es así como ni en el bien ni en el mal tropezamos con aquellos contactos cordiales que son indispensables para soportar la pena del trabajo.

Los abogados marchamos con dos siglos de retraso en la fórmula de la civilización porque continuamos empeñándonos en conservar esa mentalidad individualista y más que eso seguimos empeñados en continuar viviendo en el aislamiento y se nos olvida "el sentido de clase": la clase es el alto deber que a cada grupo social incumbe para su propia decantación y para servir abnegadamente a los demás. Hay clases, o mejor dicho debe haberlas -no como las conciben algunos suponiendo que a ellos les corresponde una superioridad sobre el resto de los mortales-, porque las clases no implican desnivel personal sino diferenciación en el cumplimiento de los deberes (vg. un procurador no es más que el conserje y así, a la hora de limpiar corresponde a éste el puesto preferente, pero a la hora del debate debe aquél reclamar la primacía): cada cual en su clase haciendo lo que le corresponde, ¡eso es la clase!. Si los abogados procediéramos como clase, habríamos intervenido en la evolución del sentido de globalización, del concepto de restructuración estatal, del apogeo de la medicina holística -que está realizándose frente a nuestros ojos-, ya que corresponde a nuestro acervo intelectual y del que no hacemos ni el menor caso. ¿Es que no nos enteramos o no adivinamos la inmensa responsabilidad que contraemos con esa deserción?, ¿de verdad habrá quien crea a estas alturas que un abogado no tiene más que hacer que defender pleitos y cobrar honorarios?. No basta que cada abogado sea bueno, es preciso que juntos todos los abogados seamos algo: una clase.

Así se hace el despacho de un abogado

Partes: , 2, 3

Partes: 1, 2, 3
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente