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Ritual de Piernas de Seda (novela) (página 2)

Enviado por Mauricio Uribe


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

—No te disculpo —dije ásperamente—. No me agradan las personas groseras.

—¿Eres nueva en la ciudad?, digo, ¿eres turista?

—¿Por qué lo preguntas? —respondí dubitativamente mientras torcía los labios.

—Pues, cuando lleves tantos años como yo, seguramente tu actitud será distinta. Los criminales nos joden la existencia, nos quitan la vida, son como termitas, qué digo, son como alimañas. Yo me trago los insultos, hago como que no entiendo el idioma, tenemos que defendernos. En cien o en doscientos años este país será nuestro.

—¿Qué criminales? Estás un poco loquita, perdóname, yo no tengo negocios con gente de baja estofa.

—Pues, niña, qué pregunta, válgame Dios, ¡los yanquis!, ¡los puercos yanquis! son los malditos criminales. ¡Unas bestias!, ¡unos zánganos!, ¡unos condenados gilipollas!

—Si te desagradan tanto los gringos —dije con voz susurrante, algo pastosa, seguramente debido al exceso de agua ardiente—, la solución es sencilla, no muy económica, pero sencilla. Un boleto de regreso a Europa. ¿Eres de España, cierto?

—¡Qué coño importa mi procedencia! —exclamó Magdalena Ocampo— ¿La sangre? ¡Qué es la sangre! ¿Un país? ¡Qué es un país! El problema qué tienes, cariño, es que eres demasiado preguntona.

—Así somos los chilenos. Algo tímidos, pero pragmáticos.

—He conocido a varias gatitas del extremo sur del mundo y todas tan concretas como tú.

—¿Tan concretas como yo?

—Digo que, tan bellas como tú…

—Disculpa —dije un tanto avergonzada—. Tengo un montón de asuntos importantísimos como para estar perdiendo el tiempo con personas puntudas.

Entre el espeso humo provocado por nuestros egos extraños caminé curvando mis caderas despectivamente.

Llamé al mozo. Pagué el café con engañito.

—Hasta nunca —dije con voz socarrona—. Qué te vaya bien.

—¡Oye, comadre! —gritó Magdalena Ocampo— ¿Te puedo acompañar? No te preocupes, no muerdo.

Me detuve en seco. Giré en mis talones. Un gesto perverso desfiguró mi rostro.

—Eres muy morena para mi gusto.

—¡Condenada racista!

—No soy racista. Soy decente.

Di un portazo. Estaba triste. Había escapado de Chile por razones amorosas. Me sentía ahogada en mi patria. Repudiada. Incomprendida. Necesitaba oxigeno. Las exigencias de mis padres, el hostigamiento de mis amigos, la inclemente mirada de las eternas viejas alcahuetas, todo me sofocaba, todo me martirizaba. Algo había en mí de distinto. No disimulaba mi originalidad. Era el mundo, que de un modo coercitivo, me obligaba a mantenerme en alerta. Mi cabello rubio incitando miradas varoniles, mis ojos amarillos provocando exclamaciones de júbilo. Odiaba de todo corazón aquellas muestras de asombro. Algo había en mí (de sabroso tal vez) que saturaba las hormonas masculinas de instintos que no comprendía, instintos que repudiaba. Mis amigas muertas de envidia. Me sentía confundida. Veintiún años a flor de piel. Un centenar de pretendientes vino a mi fiesta de cumpleaños. Roberto intentó besarme. Otro tanto hizo Manuel. Mauricio era más recatado, más femenino. Tal vez si hubiera intentado besarme no habría abandonado mi patria. Era inmaculada. Esto realmente no me causaba molestia. Mis amigas en su totalidad habían perdido su himen antes de cumplir los quince años. Éramos de una casta privilegiada. Estudiábamos en colegios carísimos. Éramos las hermosas de un país, machista, cínico, embrutecido. Las dudas en cuanto a mi superioridad física eran absurdas. Siempre reina de certámenes inicuos. Mis padres me propusieron participar profesionalmente. Esta inocente premisa rebalsó la gota de sangre. Me fui de Chile con la fría convicción de no encajar en un país estrecho, peniano. Viajé al extranjero engañando a mis padres. Les propuse unas vacaciones invernales, que, indisolublemente se prolongarían por el resto de mi vida. Arrendé un apartamento en el séptimo piso de un espantoso edificio. No era de ningún modo confortable. Estaba acostumbrada a construcciones decorosas, pero mis padres me habían subvencionados un escaso tiempo de vagancia. Mis intentos de organizarme una vida nueva no correspondían con tan exiguo dinero. Tuve que buscarme un apartamento miserable. ¿Esta contradicción de fuerzas significaba una irrupción en la materia, una inmersión en los bajos instintos? ¿Eran los ascensores, las paredes inmundas, las escaleras crujientes, talismanes que me nombraban con ecos infaustos, con voces chillonas, con palabrotas obscenas, indicándome los signos de mi propia decadencia?

—¡Por la puta! ¡Por la perra qué te parió! ¡Discúlpame! Es que estoy destruida por dentro. Atrozmente nerviosa. Los criminales me extorsionan. Que si no fornico con toda la guardia nocturna, me deportan a Europa.

Un fuerte agarrón en mi antebrazo me detuvo en seco. La multitud caminaba impávida. Sin pensarlo machaqué la nariz de Magdalena Ocampo. La sangre enturbió completamente la carcasa de la realidad. Un millón de hormigas devorando mis entrañas, acechándome con sus garras de circe, hombres de azul con estrellitas metálicas caminando entre multitud de borrachos. Mi corazón latiendo como caballo desbocado. El torbellino era espantoso: pu, pi, pu, pi. ¡Cállense! ¡Cállense! La ciudad encrespándose, caos, llantas friccionando el duro cemento, golpes salvajes de huesos astillados, parabrisas con carne palpitante, semáforos enloquecidos, arriba, arriba, nubes tormentosas, abajo, abajo, un cuerpo mirándome ensangrentado, los hombres de azul con rostros malévolos. ¡Silencio! ¡Quiero silencio! ¡Esta ciudad me enloquece! Pi, pi, pu, pu, gritos, histéricos gritos de mujer con sombrero vaquero.

—¡Loca descreída! ¿Quieres que los criminales nos deporten?

—¡Qué pulga tienes conmigo! —esputé violentamente.

—Bueno, ¡coño!, ayúdame. ¿Tienes un pañuelo? Pero apúrate. Larguémonos de una vez por todas. Que los polis nos revientan… ¡Sígueme!…

—Oye, ¿qué pasa?, ¿qué polis?

—¡Los criminales! No hagas preguntas, qué nos llevan a la cárcel. ¡Corre! ¡Corre! Espera, mejor hazte la turista. Mira, ése de ahí es un asesino, es el peor, cuidado con él. ¡Apúrate! Vivo en una buhardilla cerca de aquí. No tengas miedo, Miller Zapata no podrá hacerte daño en mi guarida. ¡Cuidado!, que te tropiezas. Espérame, dame tu mano, estas cosas me pasan por atarantada. ¡Mira!, ¡los polis!, nos están mirando. Fíjate como actúan, no utilizan radios ni balizas, estos sólo buscan saciar su instinto, ¡cobrar tributo!, ¡fornicar gratis!, sí, ¡fornicar gratis!

Estoy hipnotizada, una fuerza portentosa me arrastra, intento defenderme pero no puedo, allá a los lejos, los hombres de azul persiguiéndonos, mis instintos, la caverna primitiva, mi carne, mi razón, mi cultura, ¿qué estoy haciendo?, soy chilena, soy una burguesa, ¡alto!, no quiero correr, mis piernas no me obedecen, ¡alto!, ¡stop!, las bocinas, las balizas, las botas policíacas, los fornidos mastodontes, nos persiguen, sí, nos persiguen, dos, tres, cuatro hombres de azul, con sus lenguas traposas. ¿Estoy ebria? ¿Qué me sucede? Sus dientes, sus labios, sus sexos fétidos, sus músculos puntiagudos. Me repugnan sus deseos, me repugnan sus esperanzas. Nos persiguen, intentan manosear mi pubis, intentan acariciar mis senos, intentan penetrar mi ano, intentan succionar mi saliva: los hombres de azul excitados como bestias, los hombres de azul bufando como demonios. ¡Qué asco!, ¡malditos puercos!, ¡malditos degenerados!

—No te preocupes. Aquí estamos a salvo, tranquilízate, esta es mi guarida, es inexpugnable, inconquistable, invulnerable.

—¿Qué cosa es esto?

—Mi guarida. ¿No te gusta?

—¿Qué quieres que te diga? Esto más que buhardilla me parece un water químico.

—¡Racista!, ¡eres una maldita racista!

—Te digo que no soy racista.

—Claro, eres tan rubia y tan…

—No sigas con la misma estupidez. Me escapé de Chile para que nadie nunca más volviera a llamarme…

—¿Bella? No te equivoques, querida, la hermosura es un don de Dios.

—¿Eres devota?

—Por su puesto. Creo en los santos y en la Santísima Virgen María y en los ángeles y en las ninfas y en las pitonisas y en el amor entre…

—Bueno ya. ¿Qué quieres de mí? ¿Nada malo?, supongo.

—Yo debería pedirte explicaciones. Por poco y casi nos atrapan los criminales.

—Otra vez. ¿Qué criminales?

—Los polis, mijita, los polis…

—Me duele la cabeza; ¡el engañito!, ya estoy cachando lo que me pasa, ¡ese maldito chino teñido de rubio!, ¡ábreme la puerta!, me largo, estoy drogada, sí, ¡drogada!, ahora que lo pienso, ¿no serás acaso traficante de blancas?, mira qué te mato. Soy cinturón negro.

—Cálmate. De nada te sirven las patadas. Los indocumentados somos aquí un montón de…

—¿Qué cosa me dices?

—Mira, no te hagas la mosquita muerta. Tienes todo el aspecto de las que intentan escapar de algo. Te lo advierto, es muy difícil, casi imposible. Una tropa de criminales nos persigue. Los muy canallas nos piden documentos. ¿Qué documentos les vamos a dar? Si ni papel higiénico tenemos en nuestros miserables apartamentos. Aquí es distinto, no te confundas. Este es mi refugio, mi templo sagrado. ¿Te sirves un vinito?, para calmar los nervios, digo yo.

—No, gracias. No bebo vino.

—Qué lamentable.

—Ábreme la puerta… ¡Ese chino maricón! Le voy a cortar los…

—Estás loca, los criminales te echaron el ojo, tienes que aguantarte una rato, después se aburren, hay que estarse tranquilas, tal vez en una hora o en dos podrás largarte, aquí tienes un vaso de vino, perdona que insista, no tengo calefacción, no me gusta, mi garganta, ¿comprendes?, con un buen vino se afina la voz y los temores al diablo, toma, anda, bebe, qué tienes morado el rostro.

—En mi patria todo el mundo bebe vino. No quiero objetos ni pensamientos que me recuerden las costumbres de mi país.

—¿Algo de fobia te producen los chilenos?, parece, digo yo.

No pude o no quise pronunciar una respuesta. Enmudecí. Propagué el silencio, como si un estallido de espejos tronara de manera inversa, como si los números no fueran equivalentes entre sí.

Gotas de rocío cubrieron mi rostro, gotas como la lluvia en septiembre.

—Pero si estás llorando, pequeña niña.

Una fuerza incomprensible, una fuerza femenina arrebataba mi pecho, como un tigre acechando a su presa.

—Querida, comprende, desde siempre las mujeres hemos sufrido la violencia paterna. No es que aborrezcas o sufras de alguna fobia en particular hacia tu patria. No, señor. Es un sentimiento distinto. Es el sentido patriarcal de nuestra cultura. No llores en vano. Llora por la causa legítima, lucha por tus derechos. La patria significa, un padre machista, una madre machista, hermanos machistas, párrocos machistas, autoridades machistas. No te preocupes, tengo experiencia en la materia. Me escapé de Europa por motivos estrictamente sentimentales. No soportaba tanto despotismo de miles de millones de padres fisgoneando tu vida, coartando tus instintos. Para combatir el machismo debes que enfrentar tus temores, tus fobias. No ocultes el rostro, no te dé vergüenza expresarte. Déjame secar tus lágrimas. Pobrecita. Enfrenta tus fantasmas. Los temores son rocas que aplastan tu sustancia humana. Rocas que oprimen tu corazón, rocas inciertas, rocas malignas. Toma. Bebe de este vino. Bebe hasta hartarte. Cuando acabes otra mujer habrá dentro de ti misma, una mujer libre de temores.

—No es tan fácil como tú dices. Estoy sufriendo. Acabo de conocerte, no beberé de tu vino.

—No tengas miedo, el hombre es nuestro enemigo. Con su herramienta latiendo como víbora. Embriaguémonos. No te preocupes, nuestra comunidad cuidará de tus pasos de cordera perdida en el matadero. ¡La víbora!, ¿comprendes, querida?, ella no tuvo la culpa. La pobrecita ha cargado con su karma por mil generaciones. Realmente Eva fue violentada por Adán; el muy cretino la preñó; le nacieron dos monstruos asesinos; uno más bien; el otro fue asesinado por su hermano.

—¿Qué dices? ¿Qué tonterías estás hablando?

—La víbora, ¡coño!, la víbora…

—Estás absolutamente loca —intenté exclamar con boca pastosa.

—Para nada. Sólo son parábolas, imágenes oníricas, estudios cabalísticos, que unas cuantas eminentes sabias han logrado desentrañar. Son verdades que los hombres ocultan. Verdades ciertas, tan ciertas, como la muerte ficticia de Cristo. Sí, el muy maldito no murió en la Cruz. Tampoco salvó a Magdalena de la prostitución. Murió de viejo. Retorcido en sus propias visiones.

—¿Cómo puede tu cabeza elucubrar tantas rarezas?

—No son rarezas, están escritas aquí, en este libro magnífico.

Miré a Magdalena Ocampo con rostro demacrado. Intenté levantarme. Un segundo y un tercer esfuerzo acabaron en una marea de risotadas no menos dolorosas para mí. De costado, como escarabajo, con el caparazón friccionando el duro cemento; vomitando y tragando bilis; escupiendo y deglutiendo pájaros descabezados.

Con súbita decisión de mujer de mil batallas, Magdalena Ocampo depositó mi cuerpo en un camastro de hierro, de cuyo cincelado, brotaban monstruosas copulaciones, infinitas posturas, infinitos brazos acariciándose, como en los antiquísimos templos de la India, pero con una variante distinta, no figuraban hombres en el camastro de Magdalena.

—Aquí dormirás espléndidamente —logré percibir entre la nebulosa de los sentidos—, tan espléndidamente como si fueras un bebé.

2

Amanecí rodeada de un perfume embriagador. Magdalena Ocampo dormía, desnuda. Me ruboricé. Me vestí raudamente. Recordaba atisbos equívocos, profundidades inciertas, letanías que cobraban una realidad confusa, viscosa, diría yo. Atravesé los escasos centímetros que separaban mi cuerpo del mundo exterior. Giré la manilla. Campanas de infierno retumbaron con espeluznante incertidumbre.

—No te largues, pues, ¡coño!, no te largues de este modo. ¿Me abandonas sin ninguna explicación?

No tuve fuerzas para comprobar lo fidedigno o lo capcioso de aquellas palabras pronunciadas en una apocalíptica mezcolanza de ensueño.

¿Qué era la realidad? ¿Qué era yo? ¿Terribles presagios eran la respuesta que implicaba un acertijo aún más cruento que los sentimientos que me embargaban? Acariciaba mi cuerpo pero no hallaba indicios de actos inmorales. Indagaba en mi memoria: el recuerdo era difuso, tan difuso, como un río desbordándose en sí mismo; un río nebuloso colmado de voces intemperantes, de quejidos bestiales, de ecos infinitos, de peroratas, de vinos embriagadores. Sudaba. Un temor tan inverosímil, tan íntimo, tan sutil como olas bravas en las costas del sur infinito, acalambraba mis extremidades, retorcía mi vientre, clavaba un puñal en mi pecho.

Era una disoluta muchacha a la deriva en la selva inexpugnable de una ciudad hiperbólica.

Torrentes de emigrantes, de razas desconocidas en mi provincia de fin de mundo, infinidad de rasgos, de cuerpos, de olores humanos, infinidad de brazos, de ojos, de rodillas, de histéricos actos que invocaban urgencias desmedidas, urgencias que me introducían, de cierta manera, en un cristal roto, en una catacumba destrozada por los gritos neurasténicos de mi yo interno.

—¿Qué te sucede? —aullaba mi yo intrínseco— ¿Magdalena Ocampo acaso ha gozado de…?

No fui capaz de exteriorizar una pregunta tan terrible. Temblaba. Caminé entre calles populosas. Un cosquilleo en mi alma era un pez con dientes asesinos devorando mis entrañas. Muchas veces en mi etapa escolar había dormido con amigas. Nada de aquello me había provocado angustia. Cierto. Eran amigas. Magdalena Ocampo era una total desconocida. Una cantante callejera tal vez nacida en ¿Europa? Admiradora (ahora que lo recuerdo) de cierta embustera feminista. Había despertado medianamente sobria en su camastro. La guitarra, el gorro vaquero, las prendas de vestir, los bajorrelieves retorciéndose en posturas orgiásticas. ¡Horror! ¡Qué estoy pensando! Tal vez hemos… ¿fornicado?

La iglesia Mormona y el tugurio de apostadores a escasos veinte o treinta metros. Mi apartamento en el séptimo piso. Arriba de nosotros, un ícono, un santuario de un esquizoide —según opinión personal—, un loco llamado Lucas. Subo las escaleras con rabia; con angustia más bien. Me ducho durante quizá una hora o dos. Pensamientos indescriptibles acuden a mi mente. Figuras de muchachos musculosos, tersas manos, palabras bondadosas. Me acurruco en mi jergón. Un sueño erótico se apodera entonces de mi alma. Al despertar pulso mi pubis. Aquello simplemente es una cuestión de principios. Lágrimas brotan espontáneamente en mi rostro. Había estudiado en un estricto colegio de monjas. Mientras espasmos desconocidos para mí retorcían mis caderas, la sonrisa de Magdalena Ocampo inundó la habitación como una aparición fantasmal.

—¿Quién eres tú? —aullé ásperamente.

—Soy tu destino —respondió triunfalmente la espantosa imagen.

Lloré como una niña. Lloré toda la tarde y toda la noche.

Golpecitos menudos me encadenaron a la realidad. Escondí la ropa interior entre las sábanas. Los golpecitos eran continuos, persistentes.

—¿Quién es? —pregunté con voz aletargada.

No hubo intentos de réplica.

Miré por el ojo mágico: el interminable repicar de nudillos tamborileando mi puerta me irritaba atrozmente. El causante de tal embrollo era un hombrecito desgarbado, calvo, miope. Unas tremendas anteojeras colgaban de unas orejas puntiagudas. El hombrecito me pareció inofensivo.

Entreabrí la puerta.

—¿Qué te sucede, vecinita? —me esputó con voz susurrante—Con tus gemidos no puedo concentrarme. Tampoco te pido que te mantengas como títere, pero estar gritando de manera impropia no es costumbre plausible en este lugar. La vida tiene un ritmo propio, un rito salvaje, si se quiere, pero un ritmo sin tanto barullo, ¿comprendes? Pero qué tonto. Disculpa, ¿tal vez parlas alemán o francés?, porque con tu cuerpazo no creo que parles spanglish.

—Te equivocas, hablo castellano.

—Ah, eres chilena…

—¿Cómo sabes?

—Bueno, vecinita, por lo tímida y por lo cantadito de tus palabras. Mira. No quiero dármelas de salvavidas ni menos de Tenorio. Vivo, aquí, en este edificio, en el apartamento 17Q. Estos cuartuchos son de hule. ¿Comprendes? Estoy preocupado por ti. ¿Puedo ayudarte en algo? Sin cobrar por supuesto. Mira que entre hermanos debemos…

—¿Entre hermanos? —pregunté sarcásticamente.

—Ah, ¿supongo que acabas de llegar?

—¡Qué! ¿Acaso ustedes forman parte de una nueva religión? ¿Un nuevo dios, un nuevo santo de todos los milagros? No, ya sé, lo que necesitas es ¿una taza de azúcar?

Me arrepentí en el acto de mi agresividad.

—Discúlpame. Estoy un poco alterada.

—¿Alterada? Sos bastante ingenua, querida, sos atípica.

La variante lingüística de Víctor era particularmente antojadiza. Toda aquella mezcolanza de tonalidades y de invocaciones etimológicas y de estructuras gramaticales de un modo tal vez involuntario no expresaba específicamente morfemas castizos o neologismos hispanos. Un laberinto latía en su interior. Una entidad un tanto abstracta era la rueda de un pez.

—Mira. Gracias por tu preocupación, pero en este preciso momento estoy ocupadísima como para entablar relaciones con…

—No te maquines extravagancias, querida. Soy gay. No me gustan las mujeres.

Miré sus ojos con una expresión tan vívida que mi rostro debió transmutarse en una legión de arañas venenosas.

Acomodé mi cabello. Intenté cerrar la puerta.

—¿Eres homofóbica acaso?

—No, de ningún modo, es que tengo algunos asuntos…

—Mira, gatita. No me mientas, no he podido escribir una línea con tus aullidos de manicomio. Algo te sucede. Si te quieres suicidar, te pediría que eligieras la estatua del libertinaje. No jorobes con tus problemas. Mira que si llegan los polis, ¡muchos!, la mayoría, diría yo, de los que habitamos este edificio, nos iríamos derechito a la capacha. ¿No sabes acaso que aquí todos o casi todos somos…?

—Indocumentados…

—Ahora que vas comprendiendo el meollo del asunto, te invito un rato a mi apartamento para ponerte al corriente de ciertas cosas que te servirán a modo de sobrevivencia.

—Gracias, pero ya te dije que estoy un poco…

—Insisto, eres recién llegada. En este edificio viven familias; intentan vivir más bien; hijos que alimentar, ¡muchísimos hijos!, sobrinos, un trillón de sobrinos. Somos una tribu, no muy próspera, pero sobrevivimos; intentamos al menos. ¡Los criminales!, los puercos malditos ¡criminales! nos hacen la vida imposible. Ya sabes, de tal árbol tal engaño. De cuando en cuando nos caen encima. Nos cobran tributo. Ahorramos, entre todos, el dinero necesario. Mira; este asunto es muy delicado, no te puedo estar sermoneando en el pasillo. Acompáñame por favor a mi apartamento.

—No, gracias, ya te dije, estoy algo cansada.

—Me dijiste que estabas ocupada.

—Qué latero.

—Me marcho entonces, pero hablamos pronto del asunto, la comunidad está preocupada, todos hemos estado comentando tu caso.

—¡Todos!

—Por supuesto. Nada es tomado a la ligera. Un error, un traficante, un delincuente un tanto atolondrado o un suicida en potencia puede llevarnos a la bancarrota o a la cárcel. Todo pormenor, toda menudencia, cada detalle es conferenciado por los delegados de piso. Hasta el conserje está preocupado por ti.

—¡Qué vergüenza! ¿Acaso no existe la privacidad?

—Claro que existe, pero estar llorando toda la tarde y toda la noche, descontando que estuviste en la ducha como veinte horas.

—Dios mío, ¡esto es un infierno!

—Al fin estás comprendiendo.

—Te acompaño entonces, pero ¡vamos!, qué no quiero que los criminales me sorprendan conversando con un ¿escritor (tercermundista)?

—Buena chica. Sígueme…

El cuartucho de Víctor, si podemos llamar cuartucho a tan delirante detrito, era un horroroso páramo tapizado de porquerías varias. En una esquina del tugurio, una prehistórica máquina de escribir. ¡Libros!, ¡tantos libros!, cientos de libros, miles de libros, diría yo. Los títulos eran ininteligibles, tal vez alemán, inglés o ruso. Víctor llenó dos copas con agua mineral. La atmósfera era salvajemente ilusoria. El hombrecillo carraspeó estrepitosamente. Tres cristales nacarados inundaron su brebaje. Con una cucharita giró la mixtura.

—¡Mierda! ¡Qué asco!

—Perdón. ¿Quieres azúcar?

—Esta cosa ¿es agua mineral?

—Claro, ¡qué te crees!, ¿qué te voy a estar convidando cianuro?

—Cianuro tal vez no, pero quizá…

—Mira, gatita, desconfía de las apariencias. Toda esta maldita ciudad tiene sabor sintético. Con tres cucharaditas de azúcar el brebaje adquiere consistencia.

—¿Azúcar? Uf. Qué raro.

—Por supuesto; el mundo está relacionado con los sentimientos. Imagina, que cada vez que me embriago, no con agua mineral por cierto, la melancolía me domina, lloro, pero para callado, ya te dije, en este edificio viven personas respetables. Responsabilidad es una palabra que aprendemos de memoria. Una caída; y nos condenan en un dos por tres. Cada apartamento debe cancelar una cuota, un cuarto o un tercio de su estipendio. De lo contrario, el puerco de Miller Zapata nos cae de noche. Sus orangutanes rompen todo lo que pillan, rompen las puertas, rompen los escasos muebles, rompen los vidrios, patean, escupen. Soy delegado de piso. Si no tienes trabajo, te lo podemos conseguir. Conocemos mucha gente allá afuera, gente de gobierno. Yo trabajo de barrendero; el salario es pésimo, pero me permite estar despierto durante el día. Soy escritor y pertenezco al partido del pueblo. ¿Qué hago en el imperio del norte?, te preguntarás. Tuve que arrancar de mi país, la dictadura había puesto precio a mi cabeza.

—¿Qué dictadura? —murmuré con voz socarrona.

—¿Importa acaso? —respondió Víctor.

—A mí realmente lo que me importa —dije de manera dubitativa— es saber si me puedes convidar un poco más de azúcar.

El desgarbado hombrecito respingó la nariz, dos turrones extras de azúcar endulzaron el brebaje. Bebí de un sorbo el contenido. El sabor era repugnante. Recordé mi infancia en el valle central de Chile. Recordé las vertientes cristalinas, las aguas purificadoras, el cielo acorralado por montañas, la tierra estremecida por terremotos apocalípticos.

¿Todo era tan artificial en el imperio?, como había gimoteado Víctor. ¿Existían los criminales? ¿Gentes inescrupulosas, mafiosos, vendepatrias? Mi anfitrión era evidentemente un compulsivo coleccionista de libros. ¿Quizá un mitómano o un loco? ¿Tal vez un depravado traficante de blancas o un abusivo agente federal exigiéndome un tercio o un cuarto de un salario, en mi caso, inexistente?

Un movimiento de nerviosismo de mis manos derramó el líquido en mis pantalones. Víctor buscó con premura un trapo. Secó el piso de madera. «Estoy atrapada», me dije. «Este tipo es un neurasténico».

—Tengo que marcharme —murmuré secamente intentando dominar mis temores—. Mañana quiero salir de compras.

—Imposible —gruñó mi calvo vecino de apartamento—. Mañana nos allanan. Nadie puede escapar del edificio. Nada de jaleos ni de ruidos ni de llantos.

Me quedé petrificada, pensando en mi madre, recordando las tardes de verano en Cachagüa, en las interminables fiestas de verano, en mis trenzas rubias, saludando a los invitados de mi primera comunión. Tantos desfiles inicuos, tantos disfraces de reina, de coronas ficticias, de carros alegóricos, de hombres lobos, de esqueletos vivientes, tanta algarabía, tantos juegos, tantos bailes, tanta música, tanta supuesta felicidad. Estaba enamorada de un amor imposible. De la vida misma estaba enamora; de la libertad, de poder respirar a todo pulmón, de sentirme libre plenamente. Esta ciudad era presuntamente territorio para triunfadores. Muchos tíos —médicos, abogados, psiquiatras— desempeñaban cargos importantísimos. Yo no quería inmiscuirme con familiares. Estaba cansada de reinados efímeros, de coronas de espina. Buscaba mi independencia, mi vida propia. ¿Esto, sin embargo, era mi libertad real? ¿Una conversación con un loco, con un estrafalario? Tal vez la respuesta implicaba un quebrantamiento al orden impuesto a mi casta de origen, tal vez las palabras de Víctor representaban una contraposición, una paradoja en un mundo binario, un mundo atestado de posibilidades, tantas, como fuera capaz de alcanzar; no como hija de hacendados, ni como la perpetua reina de belleza, sino, como una expatriada en busca de oxígeno, de vida nutriente, de experiencias sin límite.

—Una cosa más… —dijo Víctor Hidalgo— Tampoco te fíes de las palabras. Te he mentido. No soy maricón. Me encantan las mujeres.

3

De pronto todo oscureció. Enrollada entre las sábanas —perfumes de lavanda, como proyección especulativa de la cantante callejera— deambularon con rostro siniestro; como queriendo destrozar mi cuerpo. Magdalena Ocampo vino a mi memoria. «Padres machistas, hermanos machistas, primos insípidos». Un centenar de machos cabríos con lenguas traposas: imaginé instintivamente; con sus herramientas latiendo desafiantes, mirándonos morbosamente, tocándonos a escondidas, en el metro, en la muchedumbre; practicando seguramente onanismo con la figuración de nuestras curvas. «¡Bastardos! ¡Asquerosos bastardos!», me dije. «Nunca mas seré reina de belleza. ¡Lo juro! Prefiero vestirme de hombre. Usaré calzoncillos, zapatones escolares, camiseta. Tal vez me dibuje un bigote, los voyeuristas saciarán su instinto imaginándome como otra persona, como otra Raquel Urrutia, ya no la rubia, la de ojos amarillos, la de facciones delicadas, la de nariz espléndida. Caminaré entre la multitud convertida en hombre, sí, me vestiré de hombre, mi cuerpo, el sagrado cuerpo femenino, mi complexión que tanto alboroto provoca en Chile, en este país, en esta ciudad cosmopolita, como una abeja invertida, como un monstruo incierto, trocará su forma en crisálida, trocará su materia, convirtiéndose, en un yo evasivo, en un yo insustancioso».

¿Algo de razón habrá en las palabras de Magdalena Ocampo?, supongo. Sí, para qué contradecirme. Por Dios, ¿qué estoy pensando? Ridícula, me veré absolutamente ridícula. Con bigote y de corbata caminando como un tallarín hermafrodita. Me descubrirán. Quizá hasta intenten violentarme, ciertos perversos digo yo. ¿Me gustan los hombres?, pregunta irrelevante. Desde niña siempre acosada, mutilada, sí, desde niña me sentí perseguida. «Eres linda, reina de belleza, tus rizos, mi linda muñequita». Estoy cansada de tanta estupidez. Yo no soy pura belleza, también soy persona, soy mujer, sí, mujer, en toda la dimensión de la palabra. Sensitiva, cariñosa, amable. Inteligente es palabra que desconozco en el repertorio de mi niñez. Hermosura es la predominante desde siempre. Pero también los hombres son bellos. ¿Alguna vez me enamoré? Creo que sí, de un cándido muchacho, bueno, en aquel tiempo era un niño de mirada dormilona, de cabello castaño oscuro, de rostro cálido, un tanto místico, diría yo, sí, aquel niño era un místico y yo su virgen (pagana). Nos conocimos en un congreso de colegios cristianos, él era la viva representación de la cruz, con sus dientes chuecos, con su cabellera de príncipe valiente, acurrucado entre las sombras, observándome con ternura, admirado de mí, pero de mi alma. Pude presentir sus palabras, su voz interior. Yo era Mariana, él era Ignaciano. Me enamoré de aquel niño, nunca pude hallar en otro hombre su mirada. Una tarde, sólo una tarde, aquellos grandes ojos almendrados acariciando la madera del confesionario. No hubo intercambio de palabras entre nosotros. Ahora tal vez en un profeta o en un loco se habrá convertido, no lo imagino devorando con aquellos ojos tiernos las formas femeninas, de ningún modo. Nada que inspire tanta confianza puede corromperse. Dios estaba en su rostro, me sentí amada, me sentí mujer. Una tarde, sólo una tarde en un rincón de un colegio Ignaciano.

Me escapé de Chile buscando la pureza. Qué cosas digo. Esta maldita ciudad es una cloaca. Tengo que ser sincera conmigo misma. Me vine a Estados Unidos a pudrirme, a olvidarme de aquel niño, de aquella frente despejada, de aquellos ojos como de niño maduro, como de niño/hombre.

De pronto todo oscureció. Un terremoto. Nuevamente los recuerdos de mi patria. «¡Un terremoto!», grito desesperadamente. «¡Un terremoto!» No estoy en el extranjero. He vuelto a Chile. La muerte se cierne sobre nuestras cabezas. País telúrico, país de catástrofe, país de murallas derrumbándose en multitud de infantes, país de edificios desplomándose, de ciudades tragadas por la tierra. «¡Un terremoto! ¡Un terremoto!» Caos, gritos en mi memoria, árboles desraizados, exterminio de las formas, exterminio de construcciones humanas. Un lenguaje de catástrofe, una manera de procrear el mundo. Tierra de placas terrestres, colapsando en combate apocalíptico hasta el exterminio de la vida.

Me visto a tropezones. Apenas puedo abrochar las plaquitas metálicas del sostén. Todo es tan espantosamente telúrico: los golpes en la puerta, las patadas en las cabezas, los llantos. «¡El tributo!», gritan las placas teutónicas. «¡El tributo!» «No tengo trabajo, jefecito. No money». Primer piso, abajo, entre mis piernas, el tampón, nerviosísima, indescriptible espasmo, no puedo ajustar mis bragas, el sangramiento, rauda, corriendo al sanitario, segundo piso. «¿Qué sucede?, ¡Virgencita Santa!» Tercer piso, los pantalones, Víctor Hidalgo insultándome. Quinto piso, el estruendo, ¿mi blusa?, ¿dónde está mi blusa? Un feroz repique de botas militares, séptimo piso, un forcejeo, golpes, fuerza bruta. A culatazos derriban mi puerta. Descalza, me imagino a Juana de Arcos. «¡El tributo!», aúlla un grasiento hombrecito con el cráneo rapado, ojos verdosos. «¡El tributo!» Perpleja, azorada, temblorosa. Claramente recuerdo una estrellita en su cazadora de impecable cuero negro. «¡El tributo!», grita nuevamente el hombrecito». Intento explicarme en rudimentario inglés. «Señor policía, tengo visa de turista. Mire. Está completamente vigente». Todo oscurece entonces. Todo es tan espantosamente terrestre. Los ojos verduscos del supuesto sargento embrutecen de cólera, grita, blasfema, las palabras son neologismos desconocidos para mí. Puedo, sin embargo, intuir la matriz castiza, es un idioma híbrido, de forma monosilábica, demasiadas vocales, trece o catorce. El hombrecito invade mi apartamento, rompe un macetero con flores plásticas: un llanto derramándose como agua cristalina humedece la alfombra. De un golpe en mi pecho, el salvaje polizonte me tumba en un sillón despanzurrado: ruedo como un animal herido. Intento levantarme. Con un bastón metálico me inmoviliza. Aplica un toque eléctrico, me sacudo como un títere. «¿Qué te sucede?», grito en castellano. «¡Eres un hijodeputa!» El hombrecito, inmutable, tal vez no queriendo, o no pudiendo comprenderme, se rasca la nariz. «¡El tributo!», aúlla en spanglish. «¡El tributo!» Un rotatorio movimiento de mi cabeza le provoca un instante de duda: su rostro mofletudo pareciera irradiar un caleidoscopio mutante, un inverso statu quo, un inestable planetoide, un abismante universo girando en torbellinos de luz. Con agilidad felina, con un puntapié en su estómago, logro desarmarlo, el hombrecito intenta desenfundar su pistola de servicio. Con tres patadas derribo al supuesto agente policial. Cinco o seis gorilas lo secundan. Intento defenderme pero un golpe seco en mi cráneo me tumba de hocico: empuño mi pasaporte. Los criminales pesquisan sin gran interés las fechas, se miran entre sí. Efectivamente, es un pasaporte legítimo. Un espeso grito que no logro comprender destroza mis tímpanos. Pedacitos de mi pasaporte giran en torbellinos de risotadas masculinas. «¿A la capacha, jefecito?, para gozarla, digo yo». «Le daremos otra oportunidad», gimotea el barrigoso individuo de mirada verdusca. «Tráeme a Víctor. Pero, ¡apúrate, carajo!»

Mi vecino de apartamento es arrastrado virtualmente a patadas.

—¿Esta puta es amiga tuya? —pregunta el polizonte.

—Mi sargento, si usted me disculpa, creo que sólo es una turista en busca de…

Un manotazo en sus mandíbulas interrumpe su discurso.

—Te equivocas. ¡Esta puta es una expatriada! No tiene pasaporte.

Los agentes ¿policiales? estallan en jolgorio. Sus miradas son como espinas, como cuchillos macerando el instinto de supervivencia.

—Si no me crees, aquí tienes la prueba.

Obligan a Víctor a tragarse el papel picado.

—Tú eres el único culpable, pero te vamos a dar otra oportunidad, ¡la última! Si esta puta no paga triple tributo, los del séptimo piso se las verán conmigo. ¡Lo juro!

El hombrecito acaricia impúdicamente su miembro.

—¿Te gusta? Aprovecha, querida, pues, parece que pocos días te van quedando de vida.

Un putrefacto olor me provoca una terrible sacudida. Vomito.

—No te preocupes, nena, de seguro tienes el culo limpiecito.

Lloro con párpados en movimiento ondulatorio, con lágrimas con espesor de lluvia. Lloro intensamente. Estoy salpicada de sangre, derrotada, humillada. Rebotan en mi memoria, de manera involuntaria, historias de asesinatos políticos, de secuestros, de torturas, de muertos inconfesos, de fusilamientos abusivos. Historias que las gentes del pueblo, las nanas, los jardineros, los profesores de castellano, murmuraban al amparo de crepúsculos provincianos, ocultos entre los recovecos de las mansiones señoriales. Historias que más tarde serían contenidas en libros, en tumbas con huesos, en protestas callejeras, con madres de hijos desaparecidos, con maridos degollados, con nietas deshonradas, con úteros inciertos en rompecabezas inconclusos. Páginas escritas absurdamente, rumores pérfidos, que de ningún modo, cuando vivía en la floresta de mi jardín —en Chile sin memoria, en Chile empresarial— habría podido comprender. «Historias», me repetía desde niña. «Sólo son historias».

Lloré lágrimas de fuego. Lágrimas ardientes en el rostro de Víctor.

Cuando el fin de mundo contrajo las mandíbulas mi vecino de apartamento escupió un racimo de palabras tintadas de sangre. Castellano impuro, si se quiere, castellano de mil vocales. Histeria en el séptimo piso. Siete niños pude distinguir entre la bruma con cascada de océano. Víctor intercambió palabras con una obsesa y horripilante mujer: el sentido de aquella lengua de reptil me fue vedado, pero mis esfuerzos redundaron en un llanto histérico. Los siete bastardos enmudecieron. La mixtura de ancestros aztecas turbó lo consciente, lo incierto, lo terriblemente real.

Víctor y María González intentaron calmarme. Rolando Pérez, en cambio, mirándome con deprecio, fustigó mis lágrimas. También yo enmudecí.

—Pero ¿qué te pasa, mujer?, ¡cállate! Oye, Pedro, no te quedes como tonto, tráeme unos cuantos clavos y el martillo; pero ¡apúrate, zopenco!

María González preparó un supuesto brebaje curativo. El humeante chorro de agua hirviente desfiguró su rostro. Un gigantesco Krishna curvó la escasa luz reinante en la habitación. Rapado, calzando sandalias y eructando; el descomunal individuo, con lenta; diría yo, agusanada lentitud, fue macerando en un mortero, ingredientes viscosos; que más tarde combinó con la sustancia preparada por María González. Bebí temiendo lo peor. Repentinamente me sentí exhausta; mareada más bien. Me dormí profundamente. Cuando desperté, el ataque de histeria había desaparecido. Intenté incorporarme. Alguien había curado mis heridas. Estaba completamente desnuda. ¿Cuántas horas, cuántos años, cuántos meses, cuánto espacio no vivido, había transcurrido? Intenté incorporarme nuevamente, pero mis esfuerzos fueron inútiles. Sombras de huesos y de personas decapitadas adquirieron de pronto sustancia corporal. Inéditas pesadillas atraparon mi mente. Ya no eran hombres rapados torturando personas. Ahora era sencillamente la tibieza del rumor de un bosquecillo del sur de Chile que acariciaba mi cuerpo. Mis padres me abrazaban cariñosamente, mi vida era un festín alocado. Todo era tan perfecto: la llovizna, el mar azulino, las piedrecillas doradas, los conejitos dormitando bajo el sol; pero un estallido de escopeta destrozó aquel paraíso: un muchacho, que identifiqué como criatura de mi vientre, gritaba improperios mientras un centenar de mariposas, con torsos femeninos, picoteaban su cadáver.

Desperté tiritando de frío.

—No trates de incorporarte —susurró María González—. Pobrecita. ¿Rompieron tu pasaporte? Entonces ¿es cierto?, dicen ¿qué sólo estabas de vacaciones? No intentes hablar. Arreglaremos el entuerto. Tienes que marcharte, eso sí, prométemelo. Este país es peligrosísimo. Hay gente buena como mi marido por ejemplo. Un poco explosivo, no lo niego, pero mira, ya compuso tu puerta. Nosotros te cuidaremos hasta que sanen tus huesos. ¿Te duele? Te golpearon muy duro. No debiste defenderte. Es mejor esconder la cabeza, la espalda resiste casi todo. Es un truco ingenioso. Pero, ¡niña!, cuidado con tu brazo. El Profeta también enyesó tu pierna. Muy pronto podrás caminar.

—¿Qué Profeta? —intenté balbucir.

La mujer adivinó mis pensamientos.

—Pues, Lucas, ¡el Profeta!, el que vive en el tejado.

—¿Un gato en el tejado?

—¿Qué? ¿Acaso no recuerdas?

—¿Acordarme de qué?

—¡De esto!, niña, ¡de esto!

4

Desperté asustada como un pajarillo. Con una pierna y un brazo enyesados. ¿Qué había sucedido? ¿Bestialidad policial? ¿Esclavistas impenitentes? ¿Racistas malparidos? Preguntas inciertas, preguntas nebulosas. Torbellinos de imágenes rebotaron en mi memoria. ¿Había Víctor deglutido mi pasaporte? ¿Me habían pateado con salvajismo? Una respuesta implicaba una certeza o una abjuración. Caminos existían, dos o tres, tal vez cuatro o cinco. ¿Refugiarme en la embajada? ¿Denunciar el atropello? ¿Escapar? ¿Reintegrarme a la patria y a los pretendidos concursos de belleza? Las palabras de Magdalena Ocampo treparon entonces a mi garganta como gusanos mordisqueando carroña: «Sumisión paternal, sumisión de hermana, sumisión de animal dotado sólo de útero, de ovario, de vagina». Palabras contundentes, palabras realmente ciertas.

—Sos una víbora —murmuró Víctor de manera vehemente mientras rascaba su mollera entre la bruma desconcertante que provocan las pesadillas—. Ya te dije, María González trabaja turnos extras. Cada inquilino, rebuscándoselas de ilimitadas formas, intenta reunir el triple tributo. Especialmente Raquel. Esta niña tonta ha provocado la furia de Miller Zapata.

¿Una pierna y un brazo enyesados producto de la autodefensa? ¿Era válida la autodefensa en un país que pisoteaba a los extranjeros? Apenas era una chiquilla. Hija de madre abogada y de padre psicólogo. ¿Qué hacía en un antro de psicópatas? ¿Víctor había engullido realmente mi pasaporte? ¿Refugiarme en la embajada de Chile significaba la derrota absoluta?, ¿la antítesis de mis deseos? Nada concreto, sólo intuiciones, proyecciones de un querer, de un destino inocuo.

—¿Desde cuándo la conoces? —preguntó mi vecino de apartamento.

—¡Calla la boca! —respondió Magdalena con el característico sonsonete de Castilla polvorienta—. He dormido con ella. ¿Comprendes?

—¡Cochina, descarada!

—Amárrate la lengua. Nos embriagamos y punto.

—Pero, gatita, sos una comedora de…

—¿Qué soy?

—Querida —se excusó Víctor—, no es mi problema, pero la nena está convaleciente.

—Somos amigas. Necesita de cuidados intensivos. ¿Cierto? Un hospital sería su deportación. Esperemos que la droga que le suministró el Profeta logre calmarla.

—Entonces me marcho. Te prevengo, eso sí, la situación es delicadísima. Habrá consejo de guerra. Es probable que la expulsen. Sin contar el desplume constante y sonante al menos de un quíntuple que tendrá que desembolsar.

—Quíntuple o séxtupla, yo pagaré su importe. Tengo tanto dinero como para cancelar la deuda externa de tu maldito país.

—Qué dices, gatita, mi país es muchísimo más rico, más vasto, más espléndido que el tuyo.

—Por la puta qué te parió. No empecemos con la misma. Que no me dirás que tu Cono Sur tiene tanta historia como Europa.

—Yo no hablo de historia, hablo de dólares.

—Te consume el abanico del avaro. Poetas es lo que necesita tu continentaco, poetas con cojones, como Federico García Lorca.

—Sí, pero nosotros no tenemos…

—Cállate. No me interrumpas. En Granada, el maestro demostró que tenía polla. No se anduvo con payasadas, ni se fue de saludo con dictadores.

—No quiero polemizar contigo. Quédate con Federico García Lorca, pero endereza el entuerto que ha provocado Raquelita, porque, cuando me tocan a Borges me dan unas tremendas ganas de dar de sablazos a diestra y siniestra.

—Pero, ¡Víctor! Qué bruto. Ya te dije, lárgate de una vez por todas. Somos muy buenas amigas. Te diría yo, amigas entrañables. Somos como hermanas. Somos…

—¿Pareja? —interpeló Víctor capciosamente.

—¡Condenado! ¡Sudaca malparido! ¡Púdrete en el infierno de país que te…!

—Gatita, sos estridente.

¿Qué hado maléfico satisfacía su lujuria introduciendo en mi apartamento a la hechicera de mis temores? Estaba inmovilizada y muerta de miedo. Recordaba desordenadamente detalles de mi última borrachera. Me observaba a mí misma en el espejo abovedado de mis sueños: dormida y tan desnuda, como Eva en el preciso instante degustador de la manzana pecaminosa. Magdalena Ocampo era la manzana: el pecado aún no consumado pero latente; en ficticio; entre sombras delineando siluetas; detrás de la muralla onírica, en cuyo abrevadero, los desbocados girasoles vomitaban dedos que acariciaban mi frente. Los párpados entonces iban abriéndose lentamente hacia la luz; germinando como una mariposa descalza. Mi brazo paralizado, presintiendo mi cuerpo, raudo como la muerte, como si yo misma fuera un lepidóptero reverberando en una gota de agua resbalando por la pared: el cutis paliducho, las cejas peludas, las pestañas tiesas. Estoy espantosa. Con aspecto de bruja. ¡Qué desastre! Estoy feísima.

—¿Qué haces aquí? ¿Quién te ha permitido entrar en mi… (vida)?

—Intento ayudar. ¿Es algo impropio acaso?

—De ningún modo, pero, ¿cómo supiste donde me hospedaba?

—Víctor. Somos amigos.

—¡Víctor!…

—Tranquilízate, querida. No te excites. Mira que me contaron los detalles del altercado.

—No fue un altercado. Intentaron asesinarme.

—Raquel, comprende, aquí nosotros no somos los amos. Ellos defienden lo suyo. No justifico a Miller Zapata, es un cerdo depravado, cómo todo hombre. ¡Cerdo!, ¡cerdo!, ¡cerdo! ¡Cojones! ¡Qué la puta qué lo parió reviente en…!

—Cállate. No digas insolencias.

—Disculpa, pero de una vez por todas aprende las lecciones que la vida te entrega. Existen tres tipos de personas en este país: los brutos, los dueños de casa y nosotros. No hay secretos en esta comunidad. Todos comentan la valentía de cierta damita chilena que le rompió el hocico a Miller Zapata.

—Estás completamente loca. Voy a demandar hoy mismo a esos hijos de perra.

—Sí, demándalos. ¿Con tu pasaporte de turista podrás exigir indemnización? ¿Tienes pasaporte?

—Claro qué tengo. Aquí está.

—¿Esto dices que es un pasaporte? Esto es un bolo alimenticio, que tu vecinito de apartamento vomitó. Estás comprometida hasta el tuétano. Crees que Miller Zapata permitirá que una extranjera, una cualquiera debilite su poder, ¿aquí?, ¿en su paraíso terrenal? Estás equivocada. Pero ¡quietecita!, ¿qué haces? Mírate cómo estás. ¿No te has dado cuenta? Tienes un brazo y una pierna inutilizados. ¿Qué quieres conseguir? ¿Herirte aún más?

—¿Qué puedo hacer? Estoy confundida.

—Primeramente lloriquear como una niña mimada te arruina el cutis. No vale la pena gastar lágrimas por los hombres. Te lo dije, son unos brutos. Arreglaremos el entuerto, pero con astucia.

—Realmente estoy asustada. No quiero regresar a Chile, pero tampoco quiero que me maten.

—Tranquila. ¿Cuándo mejores, si quieres, nos largamos a vivir juntas por un tiempo a mi guarida?

—¿A tu guarida?

—Por supuesto. ¿Por qué no? Las mujeres nos debemos ayuda.

—Pero si es tan estrecha, chocaríamos como si fuéramos campanas.

—Hallaremos una solución, te lo prometo. ¿Tal vez podríamos adelantarnos a Miller Zapata? ¿Tal vez podríamos…?

Magdalena Ocampo enmudeció. Me miró suspicazmente. Arrugó la comisura de sus labios. Sus palabras filtraron atisbos de una personalidad neurasténica.

—Tal vez, digo yo, tal vez… ¿podríamos asesinarlo? ¿Te parece?

—¿Asesinar a quién?

—¡A Miller Zapata!

Impávida, como si el mundo se precipitara en sí mismo de manera inversa, entre escorpiones con saetas de espuma; retrocediendo mis párpados acuosamente hasta convertirme en aire, hasta convertirme en estruendo de ola enfurecida. Sudor gélido. Me estremezco. Muerte es una palabra, desde toda perspectiva, desde todo ángulo focal, una certeza, pero muerte como en una partida de ajedrez, urdida, maquinada, impenetrable de perplejidad, es definitivamente cuestión perversa. Llámese venganza, justicia, ojos por ojos, diente por diente. Pena de muerte decretada por un supuesto, tal vez un Estado Nacional, un partido político o un grupo extremista.

¿Estaba yo dispuesta a participar de un rito antiquísimo? ¿Mi brazo y mi pierna quebrados eran causalidad suficiente como para extinguir el soplo de una vida? Tal vez Miller Zapata era un agente diabólico o solamente cumpliera órdenes. ¿Cuántos años?, ¿cincuenta y cinco?, ¿quizá sesenta y cuatro? ¿Una familia?, sí, una mujer, hermanos, madre, padre, hijos, una multitud de hijos, infinidad de pequeñas esperanzas. ¿Tal vez engullir un pedazo de ternera?, ¿vacacionar en Cuba?, ¿solventar estudios universitarios?, ¿o vivir?, sí, tal vez vivir.

Estaba convencida: el asesinato no era moralmente admisible en mi esquema de vida.

¿Era tolerable entonces la desfachatez de Magdalena?, mirándome fríamente, recostada, con las manos en la nuca, ¿pensando quizá en la manera de exterminar a un agente federal?

Magdalena Ocampo era, en la exactitud de las palabras, una completa desconocida. Apenas unos cuantos detalles: dominante, chillona, neurasténica, ¿vengativa?, sí, ¿quizá vengativa? ¿Qué respuesta entonces debían mis labios transformar en sonido? Los razonamientos, en este caso, eran factores abismantes, falsos augurios, incomprensibles teoremas. Un sí o un no, significa una negación o una afirmación de aniquilamiento, en el supuesto de que Magdalena hablara seriamente. Cualquier respuesta implicaba invariablemente una extensión de mí misma, un bálsamo de mi propio ser.

—¿Estás bromeando? —dije secamente.

—¿No comprendes acaso la brutalidad de los criminales? Tu vida corre peligro. ¿Crees que Miller Zapata permitirá que una chiquilla, una extranjera, lo ridiculice? Estás equivocada. He visto a muchas personas perder la vida por menos.

—Estás loca. Vivimos en un país que respeta las leyes.

—Sí, claro, la ley del bruto sobre el más débil.

—Me niego a creer en tus palabras.

—Pero, Raquel, ¡qué terca! Confía en mí. Es tu vida o la de Miller Zapata. Claro, puedes escapar, refugiarte en tu embajada, regresar a Chile o esconderte en otra ciudad.

—Si lo que me dices es cierto, prefiero regresarme a Chile.

—Tú decides.

—Por supuesto, yo decido. Si actuara como tú quieres, me convertiría también en criminal.

—¿Los dices por los agentes?

—Exacto.

—Te equivocas. El asesinato con propósitos de supervivencia no es criminal. Es parte de la vida misma. Los bastardos actúan amparados en leyes xenofóbicas. Son criminales por gusto, por vocación. Tampoco te obligo a ensangrentar tus manos, hay muchísimas maneras de eliminar a una persona en este país, múltiples formas de acabar con tu enemigo. ¿Sabes a cuántos presidentes han asesinado estos malditos cerdos? Muere tanta gente, que las estadísticas son escasamente reales. Uno más o uno menos…, ¡qué va, mujer!…, ¡es una bicoca!

—Pero es un agente estatal.

—Sí, no lo niego, el riesgo es mayor, pero es un agente mestizo. ¿Crees acaso que los yanquis gastarán tiempo en un impuro, en un híbrido?

—Imagino que sí.

—Pues, imaginas mal. Este país desde su fundación ha practicado una política de exterminio; la política de los sajones, digo yo. Pureza racial, matanza de los indios. La madre de Miller Zapata era mexicana. Es un bastardo con apellido prestado.

—¿Los españoles no hicieron lo mismo en América?

—¿Eres descendiente de españoles?, ¿cierto? ¿Olvidas acaso que los conquistadores sólo buscaban cristianizar a los salvajes?

—¿Cristianizar?

—Por supuesto. Por mandato de la Reina Católica.

—¿Cristianizar con la espada y la explotación?

—No me vengas con ingenuidades. Con tu rostro angelical, ¿no creo que pertenezcas a la clase trabajadora?

—¡Fascista!

—¡Ingenua!

—Prefiero ser ingenua.

—¡De todos modos!… —gritó absolutamente histérica Magdalena Ocampo— yo sólo te estaba provocando, estudiando tus límites.

Torbellinos de luz se aglutinaron en la comisura de sus labios. Su respiración era entrecortada. Magdalena me miró con ojos negros de Castilla polvorienta. Me miró con párpados tintados de rímel.

—Lo concreto —dijo Magdalena deletreando cada palabra con lentitud—, no sólo lo concreto, pensándolo bien; sino que, también lo abstracto, para mí que soy artista, no existe; bueno, existen; pero sólo de manera metafórica. Necesito certezas para poder equilibrarme, pues el mundo, como realidad concreta, es una abanico de palomas con ojos interiores. Yo quiero vivir mi vida, no sólo mi vida, también quiero compartirla amorosamente. ¿Comprendes?

—¿Quieres una respuesta ahora?

—¡Qué coño!, por supuesto.

Segunda Parte

1

Entre escombros, debajo de un graffiti intraducible a la sonoridad castiza, encontraron a Miller Zapata, despanzurrado. En un principio me sorprendió la noticia. Los titulares de los diarios sensacionalistas, con grandes letras rojas, con obscenas declaraciones, decoraban el rostro compungido del otrora capo del barrio.

Indagaciones, al menos en nuestro edificio, no hubo. La muerte de Miller Zapata fue olvidada tan rápidamente que apenas tuve tiempo de acostumbrarme.

Magdalena Ocampo cuidó de mí, durante mi convalecencia. Nos habíamos convertido en buenas amigas. La farsa, la risa y la comicidad eran los ingredientes que validaban nuestras absurdas conversaciones, que, ahora, de modo explícito, con cadáver incluido, se proyectaban a una realidad incuestionable. Yo estaba completamente arruinada. Habíamos pagado triple tributo. Magdalena tocaba su guitarra: la caridad nos permitía la manutención. Yo no podía (¿o tal vez no quería?) trabajar. Cojeaba ostensiblemente. ¡Qué vergüenza! ¡Si mis padres supieran! Había desaparecido de sus vidas. Escribía cartas, es cierto, pero mintiendo, trucando la verdad. Ellos insistían en visitarme, yo me oponía tenazmente. Había inventado un cuento: una beca o algo por el estilo. Me creyeron: era la hija intachable. Estudiaba arquitectura, según mis cartas. Una suerte, una oportunidad entre mil.

Despaché la rutinaria correspondencia, doblé el periódico (el rostro de Miller Zapata, ensangrentado, me provocó angustia). Abrí la puerta de mi apartamento y descendí hasta el segundo piso. Estaba preocupada por Magdalena. Había felicidad y temor en el ambiente. La muerte de Miller Zapata era recibida dubitativamente.

Pedro Izurieta me saludó con un triple beso en cada mejilla. Pedro era de aspecto atlético, trabajaba en un cabaret. Había escapado de su país por temor a la guerrilla. «Bastardos homicidas», según su padre. «Cobardes izquierdistas, zánganos marxistas». Tengo que confesarlo, Pedro era un hombre amoroso, disparatado si se quiere, con vestidos de mujer, con tacones imposibles de calzar. Nos abrazamos efusivamente. En un rincón del pasillo, como a cinco metros de distancia, pude distinguir a Ramiro Mendoza, agazapado, como perro en leva. Tres mujeres de exótica apariencia besuqueaban su rostro.

—Hasta fin de mes, mamacitas —gimoteó el taxista bigotudo.

Pedro Izurieta me miró con ojos achinados de indignación. Me invitó a su apartamento. Las paredes filtraban la voz nerviosa de Aníbal González; disidente político de la revolución castrista. Aníbal era un tipo chaparro, de barba espesa. Médico de profesión, arribista de nacimiento, activista político de tercer orden, zapatero oficioso, según las circunstancias. Hablaba un soliloquio enervante. Pedro conectó el switch de su equipo estéreo. Un allegro affetuoso de Schumann rebotó en mis oídos, logrando socavar la típica modulación caribeña. Las paredes de la habitación estaban decoradas con objetos contrapuestos. Una bandera patriótica, un par de sables heredados de su padre, una gorra militar, pinturas de hombres desnudos, colores lila y amaranto, estrellas que, en la oscuridad, iluminaban con fulgor de mujer insatisfecha.

—Estás muy nerviosa —murmuró Pedro Izurieta—. Mucho excitamiento arruga el cutis. Acomódate, como si estuvieras en casa. Las cosas ahora van a cambiar pero para positivo.

—Estoy preocupada, no puedo evitarlo.

—Tontita. Los gringos son amorosos. El pobrecito sargento era un vividor. Murió en su propia ley. Yo, que he chupado un centenar de cuerpos sajones, te lo digo, nos tienen envidia. Mis clientes frecuentes son yanquis.

—Es una tragedia —dije, con lágrimas en los ojos.

—Te inquietas demasiado por el tema. Otros Miller Zapata habrá por millones.

—Lo del sargento me da pena, pero realmente estoy preocupada por Magdalena.

—¿De qué te alarmas? Todas las europeas son cascarrabias y celosas. Pobres hombres. Con tanto cuerno son como chivos.

Pedro Izurieta extendió unos largos dedos como si dibujara los cuernos de un chivato. Manos de princesa. Manos de prostituto. Suspiró ostensiblemente. Sus labios parecieron inmovilizar las palabras en un acto de abrir y cerrar los párpados pintados de intenso escarlata.

—Tienes razón. Preocuparme es una tontería; pero ya está oscureciendo y aún…

—Tranquilita. Te voy a preparar una yerba aromática; es buenísima; en un dos por tres las penas de amor desaparecen; pero es top secret; es una receta familiar; la abuela de mi abuela la heredó de una india guaraní.

—¿Pero tienes azúcar?, ¿cierto?

Sin responder a mi pregunta, Pedro Izurieta continuó con su perorata mientras reunía los elementos necesarios para el menjunje.

—Cuando yo era adolescente fui de vacaciones al Mar del Plata. Allí me enamoré perdidamente de un argentino. Fue amor a primera vista. Sufrí como una condenada. Rodrigo era un muchacho recio, practicaba deportes de alto riesgo. Yo también me comportaba como todo un hombrecito. No te rías, no sabes lo que significa arder por dentro y estar obligada a ocultar tus sentimientos. Si mi padre, que era militar, me hubiera sorprendido besando a Rodrigo, me habría torturado hasta matarme. Era un salvaje. Un asesino. Yo tenía como dieciocho años…, pero, ¡niña!, ¿qué haces?, no te comas las uñas. Esta tetera eléctrica del demonio se descompuso. Un minuto. Con este cuchillo y con esta cinta plástica, ay, ay, ¡mierda!, me pinché un dedo; ayúdame por favor; mira que me estoy manchando el vestido.

—¿Tienes pañuelos desechables?

—Debajo de mi cama están los…

—No te preocupes, ya los encontré; pero pásame tu mano, querido; no tengas miedo.

—Yo no le tengo miedo a nada ni a nadie —dijo Pedro mientras le curaba el dedo—. En fin, esta historia que te cuento acabó pésimamente para mí. Rodrigo me abandonó al poco tiempo de haberle entregado mi culo virgen.

—Es que lo que me cuentas es tan…

—¿Triste?

Realmente no pensaba en la palabra triste. Pensaba en perverso.

—Claro, triste —mentí—. Son tus recuerdos, tus vivencias, prefiero no conocer los detalles. Me avergüenzas un poco, no sé, me criaron así, prefiero que conversemos de otra cosa.

—¿De qué quieres que hablemos? Especifica un poco más.

—¿De banalidades?, por ejemplo.

—Entonces te puedo contar lo que sucedió conmigo después de que Rodrigo me hizo suya. Me acosté sin piedad con una variedad incalculable de hombres. Hasta llegué a pagar por los servicios. Es que a Rodrigo lo amaba con locura.

Pedro me miró con ojos de lechuza. Suspiró. Tragó saliva. Una lágrima arruinó su maquillaje.

Era patético, hasta cierto punto, vivir plenamente como mujer, en un país —más bien en una ciudad—, intolerante y tolerante al mismo tiempo. Veinte millones de cuerpos en mezcolanza. Tal vez dos o tres millones de anglosajones. Quizá menos. Apátridas de nacionalidades inciertas. Sudamericanos, asiáticos, caribeños, africanos, etcétera.

¿Era coherente este despertar de mi propio mundo femenino? Abismos insondables nos separaban. Pedro era un… ¿travesti? Yo, una doncella, una chilena de clase acomodada. ¿Qué signos eran los que me impulsaban a inmiscuirme en la vida de los bárbaros? Algo había en la argamasa de esta ciudad, algo que motivaba un substrato de perversión a niveles inauditos. Ni siquiera el descuartizamiento de un servidor público preocupaba mayormente a la comunidad de ilegales. «Otro clon de Miller Zapata», había murmurado Pedro Izurieta. «Una multitud de mutantes habrá por millones; persiguiéndote, impidiéndonos existir, ¡hostigándonos!». Las preguntas, en este contexto, eran irrespondibles. Ápices de torres gigantescas —centro mundial de comercio—, destruidas por supuestos adoradores de un Dios que prodigaba la hermandad de los hombres. ¿Qué estatus ocupaba yo entonces en este tranvía enloquecido? Volverme a Chile era cuestión absolutamente imposible. Un crimen se había cometido. Y sospechaba —sin fundamento, lo confieso— de mi querida amiga.

Víctor Hidalgo, la familia Pérez, Ramiro Mendoza, Pedro Izurieta, Aníbal González, José Pardo, el gordo Fabián, Manolo Quiroga, Perla Toynbee, el Descuartizador, John Smith, Francisco Moya, Petrarca Gómez, Lucas, el profeta, la familia Quiroz, Irma Sarmiento, el reverendo Urmeneta, Sun Zedong, Mao Zhongshan, Chiang González, Harún al-Sedat, Anwar al-Naqás, Ibn al-Mutanabi, Abdul al-Farid, Sebastián Iglesias, mister Pancho, doña Dolores García, en fin, los habitantes del edificio, como en una ciénaga multiforme, viviendo en perpetua descomposición, sobreviviendo a duras penas en un país aborrecido. Algunos lograban metamorfosearse en un insecto anglosajón, esperando, eso sí, en lo intrínseco, en lo más recóndito de sus miserables almas, la destrucción absoluta de la ciudad. Mahoma con cuernos atómicos (atrancando las puertas del infierno). Tercermundistas únicamente (por derecho propio) penetrando los huertos del Innombrable.

Nada era como yo imaginaba. Aquella sinopsis cruenta, aquel drenaje de seres desarraigados, aquellos cadáveres bebiendo hierbas aromáticas, eran el soma de Aldous Huxley, el flujo sideral, la alquimia cósmica de Arthur Rimbaud, el verbo pluralizado en estancamientos trágicos, permitiendo inevitablemente la desaparición del yo.

¿Eran ciertas entonces las palabras de Pedro Izurieta? ¿Sus aventuras de adolescente eran la contraparte necesaria o la mezcolanza inaudita que preconizaban o desmentían el crecimiento o la involución de un muchacho marcado por un desencanto amoroso? Pedro, el prostituto. Pedro, el abandonado. Pedro, el proxeneta. Viviendo de contrabando, a escondidas o a la intemperie, profitando de su anterior culo virgen.

Presunciones al fin y al cabo. Presunciones de una expatriada (por mutuo acuerdo).

Nada de lo que yo admitiera o simulara comprender eran pensamientos dignos de confianza. Yo era una mujer en un mundo dominado por hombres. Objeto de belleza en mi patria, confidente de un depravado en esta ciudad.

—Aún siento amargura —dijo Pedro Izurieta— por aquel primer turrón de azúcar que rompió mi… corazoncito. Para qué vamos a estar con eufemismos. No fue mi primer amante. Hubo otro antes de…

—No quiero que me detalles tus intimidades. Son tus recuerdos.

—No te apenes. Te considero una amiga.

Me sorprendieron las palabras de Pedro.

—¿Una amiga?

—¿No hemos sufrido las dos el maltrato de innumerables hombres?

—A mí nunca me han maltratado.

—¿No eres chilena?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Pues, en Chile, maltratan a sus mujeres de manera sutil. Postergándolas desde pequeñitas a labores domésticas. Caminando de costado para que los hombres adquieran o presientan un poderío sobre sus vidas. En mi patria la cosa es peor. Las mujeres sólo son consideradas como buenas tejedoras, como buenas cocineras, como buenas amamantadoras, en fin, ritual de vestirse de negro, de miradas púdicas, de obligadas virginidades. En muchos de los casos, falsas virginidades. En tu país son más inteligentes en el uso de la fuerza. Las mujeres gozan de privilegios quijotescos. Los chilenos no pronuncian obscenidades en presencia de mujeres. Creyendo los muy incautos, que las hembras son Evas seráficas. Son tan rapaces como nosotros, tan sucias de vocabulario como el carcelero o el soldado. Discúlpame, Raquel, pero en tu país solamente los hombres están obligados a prestar servicio militar a la patria. Según, este concepto, las mujeres son objeto de protección, de miramientos especiales. ¿No te parece, que esta manera sutil de beneficio, es un maltrato tan doloroso como los golpes o las cadenas?

—Te equivocas, las cosas han cambiado.

—¿Cuánto?

—No sé. No soy socióloga. Además, creo que en tu país, las mujeres tampoco hacen el servicio militar.

—Las mujeres y los homosexuales.

—Disculpa.

—¿De qué te puedo disculpar? Me escapé de mi país por motivos estrictamente sentimentales. Éramos cinco hijos. Cuatro hermanas y yo. A ellas las mimaban. A mí me azotaban. Pensarás que yo nací travesti, pues te equivocas. De niño era machito. De tanta paliza, de tantas caricias benefactoras para mis odiadas hermanas, decidí convertirme en… gozador de hombres. Tuve un pequeño impulso, eso sí. Me cansé de la discriminación. ¿Te muestro mi cuerpo? Mira, fíjate bien, éstas son marcas de fusta militar… No era como los otros niños, lo confieso, era retraído (un tanto poeta) pero me gustaban las niñas, ahora las aborrezco. No a ti, que eres mi amiga. Tal vez si mi padre me hubiera tratado con ternura, ahora mismo tendría hijos, tendría nietos, tendría una familia, qué sé yo, tendría hermosas amantes, ¿supongo? No te entristezcas. La vida es un crucigrama de caminos erráticos. La indefensión infantil es absoluta. En mi caso fue el abuso de poder. ¿Qué motivos tuviste tú para abandonar los privilegios de Chile?

No pude responder a la pregunta de Pedro. Un nudo en la garganta inmovilizó mi lengua.

Intenté con todas mis fuerzas serenarme, pero el llanto pudo más. De alguna manera, confesiones tan desgarradas, razonamientos tan disparatados, había permeado mis cinco sentidos. Tenía el corazón como un charco de agua estancada. El abandono, la nostalgia, el desamparo, eran sensaciones reales que aturdían mi mente. ¿Por qué lloraba? ¿Por qué permanecía abrazada a un travesti? En mi país esta escena era imposible. Las respuestas que pudieran dar sentido a mi concepción de mundo eran, en estas circunstancias, ineficaces. Todo era tan distinto y tan insólito en esta ciudad.

Algo de lógica había en las palabras de Pedro. Muy exageradas por cierto. Sufríamos las mujeres el hostigamiento del olvido. Desde un punto de vista estrictamente cerebral, nos mutilaban desde siempre con halagos, con palabras corteses, con arrumacos estériles. ¿Era razonable entonces, que tanto esmero provocaba en nuestro espíritu, un ablandamiento, una curvatura, una posesión física, una redondez de nuestros cuerpos? Algo había leído en un libro de antropología. Presuntamente la materia espiritual sojuzga la carne, limitándola y expandiéndola. De esta forma, el jorobado, el monstruo, el lisiado, son producto de una decadencia moral, de un acertijo psicológico, de una yuxtaposición genética. ¿Había descubierto con mis escasos veintiún años, que la belleza no sólo radicaba en facciones agradables, en posturas distinguida, sino que, necesariamente, un espíritu elevado y una inteligencia impetuosa esculpían —como envistiendo desde dentro, con una fuerza irresistible— rostros bellos, cuerpos armoniosos? ¿La fealdad entonces era producto de pecados mortales? ¿La gula, el egoísmo, la falsedad, la hipocresía, eran elementos culpables que deformaban la naturaleza del hombre? Lo psicológico y lo espiritual eran evidentemente piedra forjadora de la raza humana. ¿Acaso no eran bellos también el tigre y el tiburón? Imaginaba a una indefensa foca devorada salvajemente. ¿Dónde radicaba entonces el punto exacto del bien y del mal? El asesino descuartiza a su víctima impulsado por fuerzas oscuras. El carnívoro practica la extinción de su presa pues su naturaleza lo exige. ¿No eran los condenados a cadena perpetua —los que había visto en libros de historia o en fotografías de periódicos— hombres horripilantes, carentes de belleza, carentes de misericordia? Algo había de profético en las palabras de Pedro. Un palo o una paliza sustentaban el indiscutible poderío de nuestra cultura.

Las palabras de Pedro eran bastante razonables. Una pregunta me torturaba, sin embargo. ¿Habían olvidado mis padres y mis amigos, que también yo era persona? Que mi inteligencia era encomiable. Que mi entereza a toda prueba. ¿Mis padres entonces por qué insistían en catalogarme como objeto de exhibición? Con el tiempo —de haber permanecido en Chile— me habría convertido seguramente en un monstruo altanero, en un espíritu maloliente.

Los recuerdos de mi patria eran escabrosos. Siempre soportando el atropello, el ultraje, la incomprensión, la intolerancia, la cruel feminidad mitigando el espíritu, cercenando, día tras día, mi inteligencia, mi poder de acción, mi prerrogativa de dominio. Claro está que, en este preciso instante, lloraba como una Madona. ¿No era acaso el llanto una facultad humana? ¿Negada en los hombres y favorecida en las mujeres? ¿No lo había observado en mis primos? Tratados como a perros. Obligados a contener el llanto. Suprimidos los privilegios. Siempre la prima, por mandato divino, bendecida con mil caprichos, mil obsequios, mil lágrimas derramadas.

¿Era culpable de tanta discriminación? ¿Era yo también discriminada desde un punto de vista racional?

Sí, Pedro era un vidente. En Chile a las mujeres las maltratan pero de manera sutil.

Procedimientos siniestros, como delicados capullos. Fuerzas incontenibles, como brisas de mar. Salvajes alas de mariposa. Olas bravas.

—Tengo miedo… —dije absolutamente confundida— Tengo pánico.

—Eres una mujer valiente —respondió Pedro—. Extremadamente valiente.

—Pero si estoy llorando como una mojigata.

—Eres mi héroe, te lo digo de verdad.

—¿Por qué dices que soy tu héroe? Exageras. No soy digna de nada ni de nadie.

—¿Cómo qué no? ¿Y escapar de tu país no te parece una actitud digna de un héroe?

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