Descargar

Ritual de Piernas de Seda (novela) (página 6)

Enviado por Mauricio Uribe


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

La vida es dura, brother, el poder lo es todo. Fundé mi propia tribu. ¿Motivos? Quizá la indefensión infantil. Me quitaron desde siempre aquello que tanto soñé. Me quitaron la teta, me quitaron la subsistencia. Raimundo lo tuvo todo, yo no tuve nada. Las calles me entregaron a Cristo. Soy creyente. Una noche, para nada tenebrosa, una caliente noche parrandera mientras los gatos maullaban, mientras Patíbulo Cantanario intentaba fornicarse a un pobre quiltro callejero, vi la sombra siniestra de tu abuelo retorciéndose en el infierno entre tachos aplastados por el peso de la pestilencia humana, entre la niebla purulenta, entre vómitos, entre orines, entre parturientas inmóviles. Aquella espantosa percepción del misterio (tal vez provocada por una borrachera inaudita) me catapultó en los brazos nupciales de Patíbulo Cantanario; su aspecto, no sé, quizá su barba hirsuta, su cabellera desgreñada, su tez morena o sus ojos almendrados (estaba ebrio, es cierto, lo admito). Pinté su rostro mil veces. Un trillón de segundos pintando el semblante demacrado de Cristo. A ti te pido hospedaje/ no soy un pajarillo herido/ ni semilla arrojada al viento. Intenté regresar a mi hogar. Mi madre me reprendió, me prohibió embriagarme por un año (castigo inaceptable). Cuatro paredes hostiles, un catre oxidado, un par de sacos de dormir, una mesita algo enclenque, un escusado con cadena manual, qué sé yo, borracho (según mi parecer) evitaba la fatiga de encontrarme acorralado, ya nada importaba, si alguna vez sentí tristeza por el esquizofrénico (incuestionable) matrimonio de Raquel con Magdalena, aquello era, entrando en la pubertad, ceniza, magra ceniza (¿quizá paterna?); las drogas vinieron entonces (no el consumo, ya lo dije, la mercadotecnia). Robé una guitarra eléctrica, me apoderé de este sótano; los graffitis a la mierda. Vencido al nacer/ la vida decreta/ mi propia muerte.

—Estoy envejeciendo —murmura mi madre mientras una tarde de domingo se desvanece en la memoria—. La maternidad me ha jugado una mala pasada. Absalón es caso perdido. Estas cosas no suceden en mi patria, son impensables. ¿Niños en las calles? ¿Niños hambrientos? ¿Niños que abandonan el hogar? Toda una vida muriéndome asfixiada en estas cuatro paredes. ¿El regreso? (piensa mi madre) En Chile estas cosas no suceden. Menos las canas. ¿Escapar? ¿Refugiarme aún más adentro de mí misma? Las posibilidades casi no existen. La gotera del grifo me está volviendo loca. Ni siquiera una ducha decente. Tampoco puedo regresar, no tengo pasaporte (menos ganas). Estoy envejeciendo, mira mi cutis, qué espanto. ¿Cambiar de aire? ¿Tal vez un viaje? ¡Mis padres! Oh, querida mamacita. Estoy confundida; más bien inmovilizada. ¿Más bien de qué? Ah, cómo añoro los árboles y la lluvia y las piedras cantoras y el río Mapocho y Las Condes. Oh, Díos mío, si la vida fuera simplemente un sueño dentro de un sueño. Sí. Despertar. Quiero despertar. Voy a despertar. Dime, amor. ¿Qué hago? ¿Qué? No puedo con estos niños.

—¿Entintar tu cabello? Un rubio ceniza te daría un aspecto de chilena madura. Me gustan las canas pero no en ti.

—¿Un rubio ceniza? ¿Tú crees?

—Probemos ahora mismo. ¿Te parece?

—Me dirás, que, en tu cosmetiquero tienes un rubio ceniza esperando por mí.

—Un rubio ceniza, no, pero sí unos cuantos dólares. Nos vamos de compra y punto; el supermercado atiende las veinticuatro horas del día.

—¿Al supermercado? ¡Ni muerta!

3

Para toda la vida, brother, te tienes que tragar tu propio cuero de perro. Nos repartimos la ciudad un sinfín de patoteros escupiendo jerigonza o intentando parafrasear el odiado inglés. ¿Te cachai? Pero, ¿qué sucede?, tanto silencio, ¡háblame!, quítate la ropa, apestas; pero qué tonto, estás impedido. Olvídalo. Un poco más o un poco menos de vida, ¿importa un pepino?, ¿cierto? Con esta sangre, tanta muerte, tantos muertos, ¡poder!, necios. ¿Piensas que no tengo derechos ciudadanos?, ¡tengo derechos!, es cierto, nunca he votado, pero ¿para qué?, ¿cambia en algo mi vida? Mírate el rostro, esto es poder. Quebrarte los dedos es poder. Pegarle un tiro en la nuca a un disidente es poder. Qué va, cojones. Límpiate la baba, undercover de la puta que te parió. Carmelino ni siquiera era disidente; Pinochet para este tunante era un virtual desconocido. ¡Cállate!, no llores, de matarte no habrá dolor, te lo juro, ¿un extranjero?, claro, Carmelino era, ya te lo dije, un cuate nacido en Chile, ¿te acampana el paisito?, a mí no, ¿Brasil te suena?, ¿cómo?, ¿sí?, qué bien, ¿y Venezuela?, éste sí que me acampana, el che Maradona era, creo, sí, ahora que recuerdo, era Venezolano, un crac, un genio, ¿fumas?, ¿no?, qué pena, uno cero el marcador, no te mueres de cáncer pero te mueres de frío. Éste tiene cara de pelota, mira, gol, gol de Chile. ¿Um? Parece que me estoy volviendo loco. He decidido morir, nos vamos a morir. Joróbate, mariquita, joróbate. ¿Para qué prolongar una existencia sin puntero izquierdo?, ¿cierto? Silencio, quédate callado. ¿Escuchas allá a lo lejos las hormigas devorando la carcasa de lo real? Pero si no son hormigas; son botas militares. ¡Idiotas!, ¡tontos del culo!, el recinto está plagado de insecticida. Este es mi mundo, ¡mi sótano!, mi propia muralla China. Cada objeto tiene su dueño; Absalón es el amo; las arañas, los bicharracos, los cadáveres, tanta inmundicia, los instrumentos electrónicos, las paredes descascaradas y las puertas de acero; todo es mío; ¡todo! Aquella pintura tan degenerada que cuelga de la pared con sus malditas puercas ninfas era de tía Magdalena, esa guitarra también. Campo de deporte, un amague, un enganche, un movimiento de cintura, la técnica perfecta; de cabeza, de pecho, con el empeine, con los muslos, de taquito, gol, gol de Chile. Tengo un video cassette, era de mi madre, única reliquia. ¿Habrán cortado la electricidad?, tal vez no, tal vez sí, probemos, mira, esta es mi jugada preferida, un penalti, bum, el rechoncho jugador pateando la pelota, bum, pierde el penalti. Esto es Chile: una camiseta roja, pantalones azules y un tipo bigotudo errando un gol. También tengo una película de pistoleros. Pobrecitos, mira cómo se revuelcan, el insecticida es fenomenal, unos amigos de un tal Bin Laden me dieron todo un año lecciones gratis de patriotismo, ¿te la repito?, mira cómo le cortan la cabeza a ese pobre oficial de distrito, es idéntico a ti. Diles qué se callen, ¡a callar!, ¡qué no intenten un rescate!, diles qué tengo una bomba bacteriológica, mira, este es el detonante, un reloj cucú con dinamita. Con esto me funo, ¿cierto? ¿Qué crees tú? ¿Me darán cadena perpetua, la silla eléctrica o quizá una inyección letal? Al diablo entonces con todo. Esta vez a lo mejor el chorizo bigotudo pateará el penalti correctamente; no pensará en minas ni en fiestocas. Un instante, el tiempo detenido, dos segundos, ¿el empeine?, de ningún modo, un puntete, sí, un vulgar puntete, y gol, gol de Absalón. ¿Dulce furia nuestra? No soy un asesino gratuito, ¿qué te crees? Soy un artista, sí, un artista íntegro, el único, el insuperable. Carmelino lo puede confirmar. ¿Te sorprende? Mira, incrédulo, mira por tus propias heridas. ¿Tienes miedo? ¿Tiemblas? ¡Hollywood!, ¡Hollywood! Madrecita linda, Santísima Trinidad, ¡sálvame!, ¡sálvame!, ha llegado el fatal día de las máscaras: los muertos resucitando, los muertos con ojos risueños, no tengas miedo, la vida es dura, brother, la farsa lo es todo. Esto que tú, cómo te digo, esto que te creías, no es de ningún modo verídico, ¿sangre?, ¿balas?, ¿cerebro desparramado? No somos asesinos, ya te lo dije, somos artistas, éste, más que yo, éste sabe hacerse el muerto a la perfección. La pistola es de mentira. ¡Hollywood!, ¡Hollywood! La tuya la tengo aquí, ésta la tengo reservada para los carapálidas. Salsa de tomate (ja, ja, ja), lávate la cara, Carmelino, no, espera, embetúnale primero el uniforme a Miller Padilla, quiero imaginármelo resucitando. Respóndeme, Carmelino, levántate; payasadas conmigo ni lo pienses. Carmelino, ¡camina! ¡Cristo!; parece que Hollywood me mató a éste. Pensemos: ¿Estoy seguro de mis propósitos? Había predispuesto un cómic. ¿El destino tuerce mi mano? Carmelino está muerto; ¿parece? No quise matarlo; ¿o sí? Tenía todo preparado: la sangre con sabor a tomates exportados desde Chile, el grito agónico, la pistola de utilería, el espanto de Miller Padilla. Levántate, Carmelino, lávate la cara, este cerebro plástico todo manchado, mira, ¡prodigio de modernidad!, si tiene hasta consistencia, oye, carajo, hazme caso, ¡resucita! ¿Me habré equivocado de pistola? ¡Cristo! Tengo ganas de llorar. Carmelino era mi broquita, mi alma gemela. Levántate, te lo suplico, levántate. Si te quieres morir, camacho, no te lo permito. Te voy a patear la cabeza, pero esta vez sin jugarretas. Carmelino es un artista íntegro, ya te lo dije. Hacerse el muerto es su especialidad; pero me arde el culo que me contradigan; si te quieres morir, muérete entonces. Tantos muertos. Uf. Tengo que andarme con cuidado; es número de cábala. Si me matan de seguro me sancocho en el infierno. Un asesino es un asesino al fin y al cabo. Mi madre fue una de tus víctimas. La vida es dura, brother, la muerte lo es todo (Absalón inmoviliza la cabeza de Carmelino; besa su frente). Raquel no me quería, yo no miento; mentir es costumbre politiquera, costumbre de imbéciles (Absalón adelgaza su voz como un mico. Se retuerce con espasmos satíricos. Salta como un saltimbanqui). Tú la mataste, ¡condenado racista!, la mataste, era todo para mí, era mi mamacita. ¿Lo ignorabas? Peor aún. ¿Ejecutas a tus víctimas sin preocuparte por parientes ni por amigos? Carmelino sabía sumar hasta cien, también sabía leer; Carmelino era mi carnal, era como un padre para mí. ¿Quieres tocar mi guitarra? Toma, toca, ¡toca! ¿No tienes dedos? (Ja, ja, ja) Ahora tampoco no tienes orejas. ¿Puedes escucharme? Tus compinches parece que te han olvidado. Aló, aló, aló. ¿Me escuchas? (Miller Padilla respira quejosamente. Cuelga su cabeza como si fuera de trapo) Tú te lo buscaste, ¡asesino de mierda! Las madres son intocables. Carmelino te lo puede confirmar, ¿cierto? Háblame, amigo, ¡háblame! Nunca quise dañarte, dile a tatita Dios que no soy malo, que simplemente soy un niño desquerido, un niño sin padre, un niño huérfano (Absalón llora desconsoladamente).

—Ya no eres un niño —murmura Miller Padilla—, eres un pendejo, un hijodeputa.

—¿Qué te crees, desgraciado? ¡Toma!, ¡toma!, te voy a matar, sí, ¡te mataré!

—No puedes matarme —gimotea Miller Padilla—, no puedes, porque ya estoy muerto.

¿Qué hago ahora?, ¿suicidarme? Tengo sueño, después moriré, todavía tengo tiempo, siempre hay tiempo para soñar. Las máscaras no funcionan a veces, equivoqué el percutor, tengo dos pistola, ésta era para Carmelino. Ahora estoy solo, tan solo. ¿Estallidos de juguetes para mí? ¿Tal vez?, probemos. Son idénticas. Probemos. «¿Por qué quiero matarme?», es la pregunta, «¿por qué?» «Yo no quiero matarme», es la respuesta, «quiero vivir, quiero jugármela por un mundo sin frontera, por un mundo en permanente resurrección». Un poco ridículos son mis pensamientos. Esta historia no la escribo yo. No tuve educación formal. Mi odiado hermanastro sí, pero de nada le sirvió, le quité la vida con estas manos, lo estrangulé. Un periodista, un tal Mauro Uribe, un tipo rechoncho, un codicioso, pero valiente reportero, transcribe en este preciso instante esta rotativa de pensamientos descabellados. Rompió el cerco policial, no sé cómo. Arrastrándose quizá rastreramente, con ojos lechosos, con nariz curva. Un oportunista es cierto, un cínico condenado, un impertinente. Su aspecto es barrigoso, tiene el doble de mi edad. «Escribo lo que tu quieras», me dijo, «grande, amigo, esta historia es grande. Dime cada detalle, cada pormenor. Las personas allá afuera están locas, no locas de remate, están locas por ti». «Me importa un rábano la publicidad. Que me dejen fornicar con mi propia muerte es lo que quiero». «¡Alto!, ¡un momento! Esta misma tarde, en cnn o en New York Time, podemos promocionar tu historia?, pero no te pegues un tiro».

Inequívocamente, me sostengo en un instante de sopor, pesados están mis párpados, no he dormido en años, carreras locas allá afuera, la multitud. Este sótano realmente es un sueño dentro de un sueño. No quiero morir, la vida es dura, el poder lo es todo. Tengo dos alternativas, una de éstas es ficticia; la otra mató a mi amigo. No fui yo, te lo juro. Arriba, arriba, siete pisos, siete infiernos apocalípticos; el gigantesco profeta, con dedos sin uña; lo recuerdo perfectamente; obligándome a escarbar su cuerpo; mintiendo; babeando espuma; no cumpliendo la promesa de facilitarme el estudio de la devoradora garrapata artrópoda. «Todo el mundo sabe», me dijo con boca podrida, con orejas de burro capado, «todo el mundo sospecha, quiero decir, que tu padre es muerto oficioso; pero yo sé que es golem. Cuando tengo problemas de próstata me comunico con su espíritu. Tú eres Brahma, el Único y Supremo, la Morada suprema y la suprema Pureza. Eterno, divino, prístina Deidad, nonato, ¡Señor!» Nada de aquello, sin embargo, tiene ahora validez; ni Pedro ni Gabriel ni Flor ni Ana ni Violeta ni Soledad ni América ni María González ni Rolando Pérez ni Ramiro Mendoza ni Pedro Izurieta; nadie importa, ni vecinos ni enemigos, nadie, sólo el cañón apuntando mi rostro. Es un juego, no te preocupes. Si gano tal vez acceda a tus ruegos, pero si pierdo nada de fotos por favor. Menos con ojos de pescado, la muerte me repugna, te digo la verdad, yo no miento, mentir es costumbre de imbéciles.

Disparo. El sonido estalla en mi oído. Vienen a mi mente, de manera rítmica, en do menor, en fa sostenido, en si menor, las parpadeantes carismáticas palabras del grandísimo Rapado Hijo de la Santísima Concha Kríshnica: Dígnate declararme sin reservas tus divinas excelencias por las que permaneces penetrando los mundos. He ganado, no puedo morir, soy inmortal. Detente, no me toques. ¿Qué gano yo con portadas en magazines traficantes de hipocresía, de máscaras, de pringosa religión?, ¡la nueva religión! ¡Falsos!, son unos caraduras. De la puerca vida lo peor; el adefesio por bacanería, la mentira en formato mercurio, con antesala infernal, con portada cacofónica; es la piratera chupaculo profesión alcahueta. No sé si los llamados seudo periodistas en sí. Habrá en la omisión o en su nula protesta, culpabilidad compartida o ignorada. Putas a sueldo, putas profitando de la sagrada palabra. Mentir es para ellos el rotativo, el dólar todopoderoso. Buitres, qué digo, peor que buitres. No devoran el cadáver, eyaculan la pudrición, trucan la verdad. Mírate, puedo pegarte un tiro ahora mismo, tengo dos pistolas, ésta es de juguete, pero ésta mata, ésta quita la pena, ésta fractura el tiempo, ésta rompe la continuidad del pensamiento.

—Una sola manera existe, creo yo, una sola manera bastante cierta, inconfundible para la psiquis humana; mis valores son la prebenda, ¿comprendes?, tengo muchísimas ideas, no muy claras, es cierto, pero soy dueño de un espíritu libre, aventurero, agnóstico. Si quieres, préstame tus pistolas, déjame jugar a esta especie de ruleta rusa a dos manos.

—¿Te crees muy listo? Eres un carapálida, te faltan cojones.

—Hagamos la prueba, ¿tienes miedo?

—Yo no tengo miedo, no soy estúpido. Mi cabeza de seguro ya tiene precio. ¿Una pequeña fortuna?, imagino.

—Disculpa mi risa, chico —se mofa Mauro Uribe con mirada desafiante mientras enciende un cigarrillo—, tu cabeza cuesta un piojo —el reportero escupe concéntricas volutas de humo—. No te enfurezcas conmigo, no lo digo yo, los de allá afuera lo dicen.

—No te creo, eres un chupaculo mentiroso.

—Sí, tienes razón, soy un chupaculo mentiroso. Aquí tienes mi cabeza. Házmela estallar si miento.

Este lameculo insidioso me intriga. De pegarle un tiro, para nada, algo hay en él, un tono íntimo, un aire de confidente. ¿Arriesgarme? No pierdo nada. Estas palabras no están escritas. Obvio. Ahora sólo estoy pensando. Mauro Uribe no es un mago. Apenas un médium. Todo en mi vida es pasajero, ni siquiera una madre preparando mi desayuno. Absalón, el rey, el bacán. Tengo miedo de mí mismo, tengo miedo de precipitarme en el pantano de la soberbia. Absalón, mi yo, mi otro yo, es cierto, ¿rey?, pero ¿rey de qué? No tuve educación formal, sé tocar la guitarra, componer canciones, pintar graffitis, matar y matar. Madrecita mía, dime, ¿sólo sé matar? Respóndeme. ¿Una maldición gestada ováricamente se ha desplomado sobre mis hombros? ¿Recordar entonces?, ¿suponer solamente?, ¿estar triste?, ¿dispararme en la cabeza? Estoy atrapado; el cielo azul de allá afuera ya no tiene coherencia para mí; el cielo azul tiembla como una lámpara cegada por mortaja de hombre insepulto. Mauro Uribe con su inoportuna testarudez de buitre, rompiendo el cerco policial, como rata de alcantarilla, proponiéndome sobrevivir a mi propia muerte. ¿Pegarle un tiro en la cabeza es la respuesta? ¿Quizá destriparlo o comérmelo?, ¿tal vez abrazarlo o pellizcarlo?

—Y éste ¿quién era? —me pregunta el supuesto reportero, con manos en cadera, un poco curvada la espalda y ojos de ratón de biblioteca.

—¿Quién?

—Éste po", asopao", éste, qué no tiene dedos ni orejas. ¿Qué? ¿Acaso te creí Jack, el destripador?

—Tu estilo me recuerda a mi madre.

—No te pongai sentimental, papito, después te viene la melancolía y querí que te chante los porotos.

—¿Eres chileno?

—Las preguntas las hago yo; pero estás en lo correcto. Soy chileno y marxista.

—Estás jugando con fuego, brother, pero te respeto la vida, éste, que era mi amigo del alma, mi carnal, era chileno, mi madre también era chilena; éste no, éste que te interesa era chicano, mestizo, gringo chocolate, éste, que tanto te pica la curiosidad, era poli. Un resurrecto, un clon, un bestia, un plagiario. El Puerco Miller era su mote.

—¿El Puerco Miller?

—El mismo.

—¿Me hablas del padre, del abuelo o del hijo?

—El nieto, camacho, el nieto.

—Bueno, ahora que tenemos las cosas bien claras y en orden, ¿podríamos acabar con el jueguito de los pistoleros?

—Si me convidas un cigarrillo, tal vez. Es que tengo seca la garganta.

—Mira, chico, tuve que pagar un montón de dólares para poder romper el cerco policial. Quiero entrevistarte, pero no quiero perder el tiempo, tampoco te preocupes por mí, te lo advierto, los juegos de azar son mi rubro, durante treinta años he vivido de pitutos, de loterías y de sueños sin cumplir.

—Estás en un error, viejo, no me convencen ni me calientan los reporteros, ¡los odio!, ¡los odio!

—Papito, déjame preguntarte una cosa.

—Dime.

—De los escritores ¿qué piensas?, pues la verdad es que no soy periodista; no escribo ni para el New York Time ni para la cnn; ni siquiera para el Mercurio de Santiago. Soy poeta. Estoy en una seca terrible, no de vinacho, entiéndeme, las ideas no cuajan en mi disco duro, sufro de parálisis mental, ni una sola palabra, y ya tengo treinta y cinco, y ni siquiera tengo para comer, tuve la mala ocurrencia de emigrar a la mala, ando robando para poder subsistir.

—Me estás dando pena, chilenito.

—No te dé pena, ayúdame.

—¿Y cómo cresta puedo ayudarte?

—En Chile hay un concurso de cuentos, el premio es lucrativo, por Internet me llegan noticias, estoy segurísimo, esta vez sí que me gano el gordo, pero necesito de ti, tú eres mi historia, ¿estoy loco?, no lo niego, una corazonada, sexto sentido, dilo como quieras, qué sé yo, te prometo un tercio.

—¿Un tercio de qué?

—De mi premio.

—Entonces, dime, ¿por donde quieres que comience mi relato? Tengo recuerdos uterinos. Quizá, si me esfuerzo, los pormenores de mi vida retrocedan más allá de mi vida, más allá del espermatozoide o del óvulo. Tengo instantes lumínicos, instantes de duda. A veces imagino que no soy yo, que soy alguien más, una tribu, un indio, un español cortando cabezas. Mi padre fue torturador, era poeta como tú. Puedo describir el goce, el amor físico al martirio. Te puede parecer absurdo, pero yo nací repudiado, nací violentado. Este dolor es dolor abstracto, dolor metafísico.

—Demasiado complejo para mi cuento —responde Mauro Uribe—. Me interesa verdaderamente el detalle de tus amoríos con tu madrastra.

—¡Calumnias! ¿Quién te ha contado semejante mentira? Yo nunca he probado hembra.

—Cálmate, compadre, no es culpa mía que te gusten las patitas de chancho. Te comprendo. Vivir traumáticamente una vida con…

—¿Maracas?

—No, no, no, de ningún modo. Mal interpretas mis palabras. Yo estaba pensando en…, en… pobreza, en discriminación, sí, claro, por supuesto, estos gringos reculiados, ¿entiendes lo que quiero decir?, no te pongas quisquilloso, reculiado es un garabato, un improperio. Yo también los odio; ¡los odio! Estos gringos rechuchesumadre, estos hijos de puta. Que me perdonen las hijas y los hijos de las niñas de vida alegre, pero los carapálidas me sacan de quicio. Lotería. Se me acaba de ocurrir una idea. ¿Una crónica roja?, qué tonto, escribir un cuento, qué digo, escribir una novela, nos mofamos de los yanquis, los ridiculizamos, un thriller de asesinato. Tú tienes los muertos; y yo tengo las ganas de hacerme famoso (esto realmente lo estoy pensando; nada más que pensando). ¿Qué me dices, compadre? ¿Aceptas? A mí me parece una idea genial. Nos repartimos el dinero. Un tercio para ti, un tercio para mí y el resto para estos dos.

—Cuatro tercios es imposible. Alguien tendrá que quedar sin comisión.

—Eres un pícaro —dice Mauro Uribe con ojos llorosos, con risa estentórea, con boca temblorosa—, un pícaro redomado.

—No es broma. Es cosa de sumar y de restar.

—Pero, qué esperas, compadre, dale con la cháchara.

—Te cuento la historia, entonces, pero te quedas callado, porque, cuando a mi mente arriban las quejas nocturnas de Raquel, todo se me nubla, todo pareciera estallar en mi cabeza.

—Esto se pone loco, dale no más con la cundidora.

—Mira, camacho, yo sé que esto puede parecerte estúpido pero amaba a mi madre. Siempre recuerdo su figura, sus manos vaporosas, su rostro distinguido. Ella escapó de Chile. Mi madre era guapísima. Acorralada y embellecida a priori (¿o embrutecida?). Indispuesta ornamentalmente como vaquilla al matadero. Ganar el trofeo mundial de belleza, aplausos, miradas codiciosas, hombres masturbándose: su cuerpo, su vagina y sus pezones acariciados a distancia. ¿Ganar dinero a costillas de mi madre? Ella, que tanto repudió los concursos. Raquel Urrutia, mamacita linda, mamacita difunta. Sí, esta es la verdadera historia. No soy un pícaro, como dices tú, ni un mentiroso; ¿un asesino?, pregunta válida en mi caso. A éste (apunta con el dedo a Miller Padilla); a éste yo no lo maté, murió desangrado; a Carmelino tampoco; es cierto, yo no lo maté; el azar, el destino fue; el juego infernal de la vida; la puerca costumbre de perder, lo mató. De los muertos que pesan en mi conciencia el único que puede condenarme a un Anteparaíso lleva el nombre incierto de los desaparecidos. Este cadáver que te cuento, no registra en fosa común ni en cementerio clandestino; a ése lo asfixié a sabiendas de condenarme. A Patíbulo Cantanario, en cambio, lo maté en defensa propia, no de mi vida, sino en resguardo de la intimidad sagrada de mi madre. Intentó violarla, intentó gozarla. Miller Padilla lo merecía, no sólo él, sino toda su parentela. Al padre de éste lo mató el alcohol, al otro lo mató Magdalena, también en defensa propia. El odio, de cierta manera, ha engendrado cada partícula de mi ser. Tal vez no te ganes con estas declaraciones el tan esperado concursillo literario, tal vez ni siquiera sobrevivas; pero me voy a permitir una confesión. Escúchame, abre tus sentidos. Si de arrepentimiento estamos hablando, yo ni siquiera los tengo. Raimundo en sí no merecía la muerte, no es muerto oficial, es un ánima, un cuerpo sin tumba, yo lo maté, lo confieso, lo desaparecí en el Atlántico, lo maté por amor.

¿Tus ojitos ratoninos dudan de mi verdad? La palabra amor ¿rebota en tu analítico cerebro perdiéndose en socavones baldíos? Ah, brother, brother, eres un ingenuo, lo maté sin asco, sí, entiéndelo bien, lo estrangulé pues me robó el legítimo cariño de mi madre. Ella lo amaba, todo para él, nada para mí, excepto repudio. Aún no logro comprender tanto privilegio. Raimundo era un bastardo. Yo era su verdadero retoño. Había nacido de sus entrañas. Raimundo no, el puerco humanoide era hijo de una negra violada por el abuelo de éste (patea con furia el cadáver de Miller Padilla). Con estos ingredientes, pensándolo bien, a ti te pueden dar el mentado premio en el concursillo literario. En Chile; mi madre aulló mil veces estas palabras; en Chile adoran la cebolla, la disfrutan, la utilizan como ensalada, la degustan como símbolo de las festividades patrias. Aderezadas con porotos, con tomates, pero también fritas, con huevo, con sardina, con lechuga, con la vida misma.

—Tienes razón. La venganza, los celos, la bastardía implícita, no reconocida oficialmente, son el zumo, el constituyente principal, el caldo de cultivo de toda la literatura del continente americano. Gabriel García Márquez, indiscutible Rey Midas Colombiano, mezcla su fantasmagórica decadencia, con harta cebolla, con ají, con lagrimones populacheros, con poesía picante, poesía impura. Jorge Luis Borges, en cambio, representa el intento europeizante de la cebolla en su más alto grado de goterones académicos; su falta de veracidad y su manía mentirosa son siniestras. Nunca conoció, ni vivió en carne propia, la vida sanguinaria de los arrabales argentinos, pura melancolía, puro chamullo metafísico.

—Por eso, hermano, yo no vivo del arte, yo lo exudo.

—Prosigue entonces con tu historia, hagamos algo bueno con estos pocos minutos que nos van quedando.

—Me gusta tu postura. ¿Tocas la batería?

—¿La batería?

—Claro. Aquí tienes unas baquetas, pégale con fuerza, no importa mucho el ritmo, pégale con decisión, qué yo te sigo.

—Espera, espera, muchacho, yo toco algo la guitarra, no tengo ritmo con los pies, ni menos con la mano izquierda.

—Ah, ¿eres derechista?

—¿De qué me hablas?

—De la derecha política.

—Para nada. Con Mario Vargas Llosa cumplimos cabalmente. Un pececillo singular, nadador impío, ambidiestro, me gusta un poco, no tanto; su estilo es bastante anticuado, pero admiro su vigor, su capacidad de sacrificio. En estos tiempos meterse en política es tarea ardua, tarea insustanciosa, tarea de locos.

—¿No te casas con nadie?

—Bueno, no sé, quizá con aquella pintura colgada en la pared. ¡Qué fauno! ¡Qué minas!, ¡Qué orgía tan caliente! ¿Es tuya? ¿Tú la pintaste?

—Yo no la pinté. A mí no me gusta, pero es mía. Antiguamente los ilegales se juntaban aquí para conferenciar. Yo nací en el séptimo piso de este puerco edificio.

—Qué interesante. ¿Y ya no celebran reuniones?

—Mira, broquita, evitemos los recuerdos. Hablando en términos más jacarandá: ¿podrías parirme la pregunta?

—¿Qué pregunta?

—¡Mierda! ¿Me tomas el pelo?

—No, para nada.

—Te pregunto por la tulula impotente que tienes entre las piernas, como decía mi madre; por las hordas sacerdotales de tus piojos, por los cumas literarios de tus pesadillas más barrocas. Dime, carnal, dime ¿con quién te casas?, ¿con quién fornicas escrituralmente?

—Um, podría pensar en Cornelio Saavedra. Es un genio, un hijodeputa brillante, su literatura es asombrosa.

—¡Cristo!, ya somos dos.

—¿Qué te gusta de su escritura?

—A mí me gusta todo.

—Hay una novela de suspenso, que me fascina, cuenta la vida de una pareja de tortilleras, hay bastante sangre, asesinatos, sexo, situaciones absurdas, qué sé yo.

—En cambio, lo que prefiero personalmente de Cornelio Saavedra es su graffiti, tan poético, tan abstracto. Sincerándome contigo, no conozco otro autor tan caliente como Cornelio Saavedra.

—No conoces entonces mucho, ¿parece? Lezama Lima es un cahuinero, Miguel de Cervantes un pobretón, Mishima un degenerado, Virginia Woolf una mojigata, Hemingway un alcohólico, Onetti un perezoso, Günter Grass un nazi arrepentido, Thomas Mann un pretencioso, Alejo Carpentier un patotero, Kafka un pirómano, Kazantzakis un idólatra, Joyce un putero, Hesse un maricón aindiado, Cortázar un afrancesado maravilloso.

—Ahora que lo dices, recuerdo la novela, pero no es de suspenso. A mí no me gustó; el título me parece pésimo.

—Yo la tengo en inglés.

—Y yo, en castellano. ¿No me crees? Te lo voy a demostrar. Aquí está. No, ésta no, ésta es de Agatha Christie. Espérate un poco. ¿Nos quedará algo de tiempo todavía?, imagino. Déjame buscarla, este desorden me pone los nervios de punta. Tanta oscuridad. Me sofoca tanta negrura. Los polis cortaron la luz. Sin ventanas, esto realmente a ti, que eres afuerino, por no ofenderte con el mote de sudaca, je, je, je, debe parecerte un infierno.

—Entonces, ¿crees en Dios?, pues al negar a Dios te encuentras en el infierno.

—¿Qué Dios?; ¿el de Moisés?, ¿o el de Pedro? El primero es un omnipotente autoritario, casi endemoniado, diría yo; el otro es cándido; más bien inoperante, pues permite la traición.

—Um, sí, tu discurso algo tiene de verdad, pero también puedes estar exagerando, ¿no te parece?

—Piensa, camacho, piensa en los curas pedófilos. Se culean a los cabros chicos, manosean a las cabras, dejan embarazada a las santas minas, después los mandarines, los purpurados, digo yo, se autoperdonan la vida. Es un descaro la patudez de la Santa Iglesia Romana, un truco engañoso mantenido durante dos mil años.

—Bueno ya, no hablemos más de curas, no estoy arriesgando el pellejo para elucubrar sobre excentricidades religiosas. De que los párrocos, los papas, los cardenales, los obispos, son una tropa de degenerados, todo el mundo lo sabe.

—Mira, no te dé pica, brother, pero he ganado, aquí está la novela.

—Ésta no es la que te digo, ésta es pésima, la otra es buenísima.

—Ésta habla de dos lesbianas expatriadas en Nueva York.

—Estás loco, ésta no, ésta es una copia, es un thriller. Cuenta la historia de dos hermanos, de su rivalidad, de su malquerencia.

—Estás confundido, camacho. Ésta…

—Mira, Absalón, soy todo oídos. Léeme un capítulo y dale con la cundidora, pero no busques, abre el librito al azar y dale con la cháchara de las putas.

—No son putas, son lesbianas.

—Da lo mismo, ésta realmente habla de…

—¡Córtala! Estoy seguro. Ésta es la historia…

—De dos hermanos —me interrumpe Mauro Uribe—, de dos hermanos asesinos.

4

Este ojo verde y éste azulino, limpiar el traste, comprar pañales, ¡tan rubio!, ayudé a su madre en el parto. En cambio a éste lo odio, a éste lo parí de mis entrañas. Esto ni siquiera lo pienso. Esto es confidencia del sueño. En este preciso instante estoy durmiendo. Se alargan, por tanto, mis pensamientos descabelladamente, con sonido de campana a veces, otras como potros salvajes desvaneciéndose en quintas de campo de fin de mundo. Tengo quince años, ya soy toda una mujer. Absalón es mi abuelo. Estoy en Chile, en Punta Arenas. El sueño es confuso, como si desenredáramos alocadamente las manecillas del tiempo. ¡Horror de horrores!, el caballo se ha desbocado. Entierro las uñas en las caderas de mi abuelo. Absalón intenta abrazarme, toca mi cuerpo, intenta salvar mi vida. «Cuidado, abuelo, qué me matas». «No tengas miedo, soy un jinete experto». Un fuerte remezón y las patas del caballo quebradas. Estoy entumecida, me duele todo el cuerpo. «¡Abuelo!, ¡Abuelo!, ¿dónde estás?» Me arrastro por el fango; mi madre llora; no entiendo lo que sucede; mi padre me acurruca en su regazo; murmura palabras de aliento. Sepultan a mi abuelo, lo sepultan desnudo. Me aferro a su cadáver. Intento gritar, intento besar sus labios; pero un torrente de sangre desfigura sus facciones; yo también sangro, pero es sangre de mi sexo palpitando como caballo desbocado. Esto ni siquiera lo pienso, esto lo estoy soñando.

Llanto de niño, llanto agudo.

Magdalena me golpea con el codo. Enciendo la luz. Absalón me mira con ojos llorosos. Absalón escupe baba de niño malo.

—¡Mami!, ¡mami!, tengo miedo, un caballo malo quería matarme. Mira, mami, mira, Raimundo tiene cara de caballo.

Me enfurezco.

—¿Qué dices, Absalón? ¿Por qué insultas a tu hermano?

—Un caballo, mami, un caballo me quería matar.

—El bestia de tu hijo —gime Magdalena— tiene una imaginación bastante trasnochada? Son las cuatro en punto. ¿Qué quieres? ¿Qué te dé un azote? Duérmete, pendejo, ¡duérmete!

—No quiero dormir, tengo miedo, Raimundo me pellizca, es malo, me patea.

Raquel me mira con rabia, no responde. Magdalena apaga la luz. Mi madre no me quiere, nunca me ha querido. Lloro desconsoladamente. Magdalena grita: «¡coño!, pero qué mocoso». Trago saliva, me trago el llanto. Puedo presentir la risa vedada de Raimundo, puedo recordar sus fiestas de cumpleaños. Dibujo, en mi mente, una torta de siete pisos rellena de manjar. «Happy birthday», me canto a mí mismo. «Happy birthday a ti». Estoy triste; nunca me han celebrado un cumpleaños. Miro el reloj incrustado en el edificio de allá afuera. ¿Clases de aritmética?, ¿de química?, ¿de hidropesía? Raimundo es un flojo. No entiende las matemáticas; los deportes y fumar cigarrillos son su pasión. Alguna vez intentaron conmigo aquello de la educación formal. Recuerdo mi alegría. A las cinco de la madrugada estaba vestido espléndidamente. Mi corbata, mi camisa, mis pantalones, mis útiles escolares. El colegio era un hervidero de razas dispares. Me paralizó la multitud. Caminé tambaleándome. El profesor era un negro de aspecto estrafalario. Mis compañeros alborotaban el salón de clases; toda la impotencia de sus padres era canalizada en aquella mímica batalla campal. Fui herido de muerte por una granada de mano. Agonizante, intenté aplacar las risas; pero la estampida era generalizada.

—Absalón Urrutia —respondí.

—¿Urrutia qué?

—Urrutia y punto.

—¿Y tú padre en qué trabaja?

—¿Mi padre? No tengo padre.

—¿Y cuál es el nombre de tu madre?

—Raquel.

—¿Raquel qué?

—Raquel Urrutia.

—¿Y este apellido que está escrito aquí en esta lista de colegio? Claramente dice Absalón Urrutia Ocampo. Si deduzco matemáticamente, tu padre debería llamarse Urrutia y tu madre Ocampo.

—Pues no. Mi madre es Urrutia y tía Magdalena es Ocampo.

—¿Tu madre vive con tu tía?

—Sí, dormimos todos juntos, no tenemos mucho espacio, sólo dos…

—Entiendo, entiendo. Entonces eres el típico caso de una familia degenerada.

No pude contenerme. Raimundo no cometió mi estupidez. Inventó un padre, inventó una madre. «Mi padre es Urrutia y mi madre Ocampo». «Mentir es costumbre de imbéciles», le dije. «Cuando me toque a mí, no mentiré, diré toda la verdad». Mi madre primero me amenazó, me golpeó con un palo, me castigó. Yo, inflexible, logré torcer su mano. «Haz lo que quieras», me dijo, «púdrete entonces». Me expulsaron del colegio. Ahora pinto graffitis en las calles. A veces también dibujo una torta de cumpleaños, otras imagino que vivo con una familia feliz, que tengo un padre y una madre. «Happy birthday», me digo, «happy birthday a ti».

5

Admiro tus agallas, brother, pocas personas intentan suicidarse por un supuesto, que no depende de ti, ni en primera instancia ni en segunda ni en tercera. ¿Un concurso literario quieres ganarte con mi historia? Para mí, que te permitieron colarte a sabiendas, como chivo expiatorio. Otra explicación no concuerda con las tácticas disuasivas de los criminales. Tal vez intenten bombardearnos, intenten destruir el edificio; inventen una excusa: terrorismo internacional; qué sé yo. Apuesto mi guitarra eléctrica y este crucifijo y esta estampita de Nuestra Señora de Lourdes. No me mires con ojos lechosos, no te estoy mintiendo. Los carapálidas han fracasado en sus intentos grupientos de amenazas varias; ahora intentarán seguramente un rescate de proporciones guerreras. Las autoridades, autodenominadas democráticas, utilizan la fuerza bruta de los militares para sojuzgar la razón popular. No de manera explícita, publicitada en los medios comunicacionales, sino, furtivamente, silenciosamente, sesgadamente. ¿Lo ignorabas? Eres un chilenito ingenuo. Romper el cerco policial, en esta ciudad, después de tanto supuesto atentado terrorista, forma parte constituyente de la política represiva. Emigrantes, hay por millones, viviendo de contrabando. Cada uno en sí portador del germen de la destrucción. Los gringos no son estúpidos; tu roñoso pasaporte no te servirá de chaleco antibalas, menos de perdonavidas. Los carapálidas lo tienen todo planeado de antemano. Un reportero extranjero, un tercermundista, un renacuajo viviendo a expensas del Estado. ¿Te suponías libre de culpa, libre de censores, libre de cámaras espías, libre de obturadores hocicones? Ingenuo. Eres un expatriado ingenuo. Ellos todo lo tienen estrictamente contabilizado, estudiado, jerarquizado. No puedes andar metiendo las narices en asuntos de Seguridad Nacional, ni menos paseándote en pelota por los centros comerciales. Eres el perfecto chivo expiatorio. Dos pájaros de un tiro. Con mi muerte asientan un castigo a toda una generación de hijos bastardos. Con tu cadáver controlan a la prensa escrita. ¿Libertad de expresión? Me das pena, brother. Ni siquiera tengo rabia, ni miedo. Se me chingaron los planes. Pensándolo bien, quizá no. Las circunstancias del poder son extenuantes. Miller Padilla asesinado. Titulares sensacionalistas. ¿Absalón un criminal?, tal vez no. ¿Mauro Uribe un terrorista internacional?, tal vez sí. ¿Me permiten escapar entonces? Tengo quince años. ¿Para futuras eventualidades destinan mi vida? ¿Quizá en veinte, en treinta o en diez años pueda servir como chivo expiatorio? ¡Bingo! Solución del acertijo. Estoy en catarsis. Estoy pensando nuevamente en imágenes. Este inserto mental no es recuerdo. Es olvido. Los muy puercos soldados chilenos, ordenaditos, disciplinados, derribando puertas, doce muchachos esperanzados, divagantes, excluyentes. Mataron a quemarropa. Corpus Christi, Santísima Virgen Violada; ¡mataron!, ¡mataron!, ¡mataron! He visto la fotografía: una vieja casa derruida, restos de esperma en las paredes, ventanas rotas. ¿Habrá un Corpus Christi para mí? Lo dudo.

El papacito de éste, murió alcoholizado una tarde sombría de septiembre. A éste lo quería, el azar lo mató. Escribe en tu libretita mi vida, mis recuerdos. Un testamento concitando suspiros, pensamientos, vómito, sangre, entrañas, trompas de Falopio. Esta pistola es de juguete, ésta otra tiene una bala. A mi hermanastro lo estrangulé; pero a nosotros creo que nos matará la soldadesca yanqui. Detente corazón mío/ escribe/ canta/ embriágate/ de pájaros transparentes/ de cuerpos efímeros. Siempre tuve talento dramático; el graffiti para mí fue un acto de venganza; la música, mi vida.

A patadas derriban la puerta. Intento defenderme. La quietud acechante/ perpleja/ como el viento. Puntitos luminosos me enceguecen; el torbellino es tremendo. Disparan profilácticamente; rompen mi carne las balas; estoy triste, un sentimiento melancólico me sofoca, ¡oxigeno!, ¡necesito oxígeno!

Retrocedo en el tiempo, estoy en 1987, en otro espacio histórico. Hombres de negro intercambian obscenos morfemas en mi lengua materna. Los dedos crispados de mi asesino, el cuchillo furioso, subiendo, subiendo; después inmóvil, como un pájaro en picada. «¡Viva Chile, mierda!», gritan los cabezas rapada. «¡Viva mi General Pinochet!» Mi corazón estalla con el impacto del metal ardiente. Un soldado vestido de civil contrae las mandíbulas. Mi memoria rebota salpicando las paredes con recuerdos; ya no soy yo; somos doce combatientes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Nuestra tumba es una miserable casita de adobes (Pedro Donoso; 582a es la numeración. A veinte metros de Recoleta). Corpus Christi, Operación Albania. Un instante, un micro de un micro de un micro segundo: el pelotudo muy marimacho periodista despidiéndose de la vida, yo ya estoy muerto, lo sé, estoy acabado, mis palabras son sus recuerdos, este relato no lo termino yo; el muy hijo de perra con su pecho perforado; dos chivos expiatorios.

Todo colapsa entonces, renaciendo. Estrellas danzantes, luna de trapo (treinta y cinco años de mi vida en estallidos pélvicos). Cabezas rapadas asesinándome. Mi mente se confunde. Mil veces pensé en la posibilidad del suicidio; pero ahora que agonizo no quiero morir. Absalón escupe pétalos, sonrisas de monstruos marinos en rapto de furia salvaje. Estoy desangrándome, retazos inciertos de un cielo estrellado, párpados con esmeraldas incrustadas, golpe a golpe, en nocturna premonición: el universo estalla proyectado como bola de billar; de cuajo; precipitándose en el vacío horrendo de la córnea. Un segundo escopetazo desfigura mi rostro curvado a Oriente. Absalón me mira con expresión de títere. Le cortan la lengua, ensartan su cabeza en una pica. La realidad adquiere entonces consistencia uterina: una lámpara, una silla, la batería, la guitarra eléctrica, los milicos y la pintura del fauno impotente intentando fornicar con mil ninfas marimachas. Cuatro paredes, cuatro astillas en el tiempo; la bola de billar con brutal correspondencia perturbando nuestra vida con su hospedaje de colores inciertos: un aturdido rojo con diáspora de níquel, un bizco ámbar con arlequín ínfimo pretendiendo distender las coyunturas de alambre de un traumático caudal de paisajes urbanos embutidos en un capitel con futuras explosiones de amapola furtivamente extendiéndose a sí mismas en un escroto metálico pretendiendo incorporar su espesor en el único segmento girando de extremo a extremo en órbitas descabezadas asumidas en una apertura siniestra de aquel ojo unívoco devorado por gusanos con sonido báquico intercediendo desde abajo como si nada contuviera la mirada penetrante del fauno diminuto con barba diabólica acechando cuerpos femeninos locamente empecinados en acariciarse mutuamente impidiendo el acto circense de acoplarse a un falo de dimensiones cósmicas con espesor de universo escupiendo pétalos rudimentarios más acá de la matriz lésbica pero claveteada a la pared. ¿Estoy muerto?, ¿o agónico? ¿Existo? ¿Finitud o infinitud? Me excitan las posturas yámbicas de las marimachas. Imagino dientes mascando mi bálano, labios succionando mis tetillas, acaricio con mis dedos las olas bravas, los muslos, el pubis, el monte de Venus cubierto de saliva, el dolor del diminuto fauno es mi dolor; las ninfas adquieren entonces consistencia real, se desbordan a lo terrestre; únicamente yo me percato del hechizo; los soldados descargan su furia, su venganza asesina; el diminuto fauno adquiere tamaño asombroso; vibra su falo; las ninfas se acarician desesperadamente; susurran en un idioma inextricable, vocablos de espuma; son cuatro hembras de formas abultadas; incitándome, incitándome; pechos pletóricos de baba, sexos impregnados de sabor femenino. Una quinta muchacha de cuerpo moreno (ejecutando quizá un acto prohibido) decide succionar el prepucio del afiebrado fauno (la lésbica muchacha es cruelmente expulsada del selecto grupo de ninfas de Lesbos); el sempiterno onanista enloquece; entierra sus uñas en el parietal de Safo. Irremediablemente/ como la noche estrellada sigue al rosado ocaso/ la muerte sigue a todo ser viviente. El gozoso narrador (en un acto inaudito de carnalidad) penetra las posaderas de la poetiza cachonda. Las cuatro marimachas restantes también enloquecen. En posturas succionantes, cada una preocupada de un clítoris ajeno, como si resucitaran, como un Lázaro procaz. Un orgasmo, dos, tres, doce, catorce convulsiones pélvicas; el caos de pronto se apodera de las ninfas marimachas; nos confundimos entonces en un abrazo frenético; nos mordemos, nos arañamos, nos gozamos, nos amamos invertidamente mas allá del mar Egeo, como si fuéramos niños en bautismo.

Santiago de Chile

3 de octubre 2001-5 de julio 2002

 

 

Autor:

Mauricio Uribe

© 133.929

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente