Descargar

Ritual de Piernas de Seda (novela) (página 5)

Enviado por Mauricio Uribe


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Puntitos luminosos en fuga, en racconto. Con el corazón en bandolera: siete pisos arriba, escaleras mugrientas, paredes con graffiti; y la terrible humedad de los entrepisos con berrinches de ibérica transplantada, inculpándome, predestinando el diálogo interior. Magdalena enfurecida, Magdalena delirante, celosa, neurasténica. Un ojo verde y el otro azul, carita de caballo, labios de arlequín. Raimundito duerme, Raimundito eclipsa los graffitis recordatorios, intraducibles a la sonoridad castiza: epítetos obscenos injuriando la memoria de Miller Zapata (padre/violador). Las rosadas manitas de Raimundo atrincheradas en el recuerdo, inquietas, chillonas. Orquesta con trombón turbando el trino dialéctico de violines con cabellera tintada de rubio. Luz, escasa luz, cortinas gruesas (adquisición hogareña), un portazo, berrinches con boca de labios finos: nariz aguileña, sosteniendo a Raimundo: con párpados luminosos, párpados dormidos. Pienso. Pienso. Pienso. Intuyo la abertura craneana de Magdalena. ¡Irma Sarmiento! Con su piltrafa rubia (comprada seguramente en un remate tercermundista); ni siquiera las pestañas son verdaderas, ¡puerca!, ¡puerca!, ¡maldita sometida!, ¡abjuro de las mujeres que prostituyen su cuerpo en beneficio de sus maridos! Las putas son más respetables. ¿Putas?, pero si trabaja de puta para solventar el doctorado de Federico. Cálmate, Magdalena, cálmate. Piensa positivo. La muchacha es regia, buen talante, pechos deliciosos, um, ¡basta!, cobra poco. Debo reconocerlo, antes de conocer a Raquel, estaba loquita por ella («Sólo universitarios», me dijo. «Con hombres, sólo con hombres»). ¡Puerca!, Raimundito no chupará tetas de marrana sometida. ¡Nunca!

—Estoy exhausta, ¡qué mañana! Aprovechemos el tiempo para dormir, ahora que Raimundito está como un lirón.

—¿Dormir? ¿Estás loca? Tenemos un grave problema alimenticio y la muy casquivana pensando en descansar. ¡Una hora te demoraste! ¡Una hora! Los recién nacidos maman cada diez minutos.

—¿Diez minutos?

—Por supuesto. Y sin ofenderte, tampoco creas que estoy… (celosa) pero dime, ¿qué tanto hacías en casa de doña Dolores? Te mandé a comprar pañales, un colado; cosas de bebé. Tuve que arriesgar a Raimundito. Era un secreto, ¡nuestro secreto!… Piensa positivo Magdalena… Cálmate. Ojitos de borrego. ¿Cansadita? ¡Criatura! Acabamos de adoptar a un nene y ella está cansada. Con este ritmo se muere. Responde palabras incongruentes; habla y habla sin sentido. Niñerías. Esta chilenita acomodada, ¡era acomodada!, no comprende, ¿parece?, tanta miseria. Manitas rosadas, regordete, un niño hermosísimo, pero todo tiene su costo. Dinero, tributos, qué sé yo. Tal vez la muerte o la venganza. Tengo que conseguir dinero. Cantar, sí, cantar. Los gringos son (por antípoda) caritativos. Racistas pero cínicos. Raquel desconoce la miseria, la verdadera, el pan nuestro de cada día, sin mantequilla, un tecito de almuerzo, aceite con migas, aceite con sal y pedazos de pan, dientes quebrados, costillas quebradas (golpes de la vida, golpes de padrastros o de hermanos violadores; golpes de Dios, si es que existe Dios). La pobreza, sin duda, la pobreza material. Estoy preocupada por Raquel, sus palabras carecen de convicción (¿estaré celosa? No creo). Para ella, refugiarse en este país significa vivir aventuras al por mayor, despojarse de tutelas paternas y libertad, muchísima libertad (más bien: ¿libertinaje?) Criar a Raimundo, en cambio, es compenetrarse con el sentido de… ¡la miseria!, ¡maldita miseria!… Estoy muriéndome de hambre; hambre en sí, no, pero próxima, muy próxima. El incierto destino, el pan nuestro de cada día; ¡el sistema!, ¡el puerco vil sistema!; me queman las angustias, mis hijos se mueren de hambre (¿mis hijos?) ¿Raimundito es mi hijo? Sí, por supuesto. Cada diez minutos tendré que amamantarlo; ¿con un pecho carente de maternidad?; pecho que gusta de otros pechos femeninos: madre negra, padre bellaco (¡qué pregunta! Raimundo ¿bastardo de Miller Zapata? ¿Por qué? ¿Cómo?). Concéntrate Magdalena, no desperdicies tu vida. Canta, canta, canta. Conseguirás dinero (éxito, tal vez éxito. Por supuesto; no sólo hoy ¿o ayer? he comido pan con aceite; la mantequilla escasea, no en los supermercados, sino en mi hogar). Pan con miga aceitosa, pan con tecito, sin azúcar o con muy poca. Sin exagerar. Lo he vivido en carne propia (la pregunta inconclusa: manitas rosadas, manitas de Raimundo: la respuesta es la suposición, la fuerza bruta en sí. Tanta similitud con Miller Zapata, el mismo rostro, la misma expresión dormida; el otro, en cambio, estaba muerto. Ja, ja, ja; sí, yo lo maté; lo confieso, lo maté por amor).

4

Necesariamente la captación del silencio provoca en mi omóplato un agudo dolor. Ciática o lumbago. Noches sin dormir. Una cunita fabricada por Víctor con maderas impregnadas con el sabor del cabotaje de muchas vidas sin sentido —o alcoholizadas—, bogando en mares de turbulento hormigón. Llanto, el chupete, llanto y más llanto. Magdalena insomne, todo el cuerpo magullado, temerosa de romper el capullo regordete que respira pausadamente feliz, sí, tremendamente feliz. Adherido como un crustáceo a nuestro cuerpo, con el diagrama distendiéndose en parabólica con manitas como de repollo. La cunita (con toda su cruenta realidad) ocasionalmente nos servía para un menguado descanso. Dormir, sí, dormir decentemente, sin mella, boca arriba o boca abajo.

El control médico a Raimundito era inexistente. Peligros reales, peligros de muerte, acechaban. Todo contacto con el mundo exterior era una amenaza a nuestras maternales vidas. No permitirían las autoridades una adopción tan atípica. Raimundito conformaba en sí y para sí un cosmos paralelo. El efecto entrañable de recostarse libremente era sustituido por el sentimiento primordial de protección. Compartíamos con Magdalena la experiencia suprema de la maternidad. Raimundito era nuestro rumbo, nuestro encuentro.

—El secreto, ¡nuestro secreto! —repetía una y otra vez Magdalena—, ¡mantener el secreto!, sí, ¡nuestro secreto!

La decoración impregnada de ninfas lubricándose con lenguas devoradoras fue trocada por criaturas seráficas en posturas tiernosas: angelitos tronando cornetas platinadas, oseznos lengüeteando paletas dulzonas. El indefenso fauno de mirada penetrante, agónico, en frenesí; esfumándose en degradé; al sótano del edificio fue trasladado; más bien, censurado; no por mí, lo confieso. Cisnes de álgidos cuellos rodeados de pájaros en bandada ocuparon la pared opuesta a la cunita de maderas en barlovento. Operación confusa era deshacerse de la impresión de metamorfosis. Ninfas embetunadas en caquita de guagua, ninfas que ahora eran cisnes de cuello cagado.

Cambiar pañales, las tiritas del pilucho empapadas en orina, la cinta adhesiva, las caderas de Raimundo forcejeando, luchando, pateando; las manitas enmierdadas, los tobillos, el tapete rosado del camastro, ¡el mudador!, sí, verdad, ¡el mudador!, llanto de niño, llanto de poto con caca, poto quemado.

Magdalena, entretanto, ganándose la vida, con guitarra pintada de azul, las posturas abyectas borradas con empaste de muro (siempre las consideré inmundas, lo confieso, ¡inmundas!). Azul, azul (el potito cagado azulino de frío), rojo, rojo, todo cocido, pobrecito, ¡criatura!, mamá tonta, no sabe cambiar pañales, ¡crema!, sí, ahora que recuerdo, crema para el totó.

Golpes en la puerta (siempre tres golpes).

—¿Doña Sarmiento? ¡Qué sorpresa!… ¿Y Marcelino?, ¿también tú? (¿Espero respuesta verbal de un infante con apenas tres o cuatro dientes? Estoy loca, qué desastre, llanto, estruendo, llanto de Raimundo) Adelante… Discúlpeme el desorden, pero no he tenido tiempo de…

—Me ofendes, Raquel, llámame Irma. Entre mujeres de la misma edad y de la misma condición social el tuteo es básico.

—Discúlpame si te he ofendido.

—Pobrecito, cómo llora.

—Debe molestarle el pañal. Apenas hoy he…

—¡El pañal!, para nada. El nene llora de hambre. Qué cosas piensas, querida; ¡hambre!, los nenitos necesitan leche de buena sepa.

Instinto maternal, madre adolescente, madre negra. Miller Zapata, cabello rapado, lampiño, padre violador, racista, resucitado en boquita de espuma (presuntamente). ¡Poder!, oh, ¡poder!, ¡tanto poder! Instinto maternal, teta de madre esbelta, rubia, madre prostituta (alquilo teta para hijo bastardo de matrimonio de maracas; digo, lesbianas). Síndrome de dependencia: Irma Sarmiento somete su cuerpo, su estatura, su territorio (oh, Cono Sur de América). Tres tristes tigres con boquita de corazón: chupando teta de hembra dócil, marido estudioso, doctorado, marido fugado.

No me arrepiento. Magdalena opina celosamente, sin conjetura. Aquí está la prueba. Raimundito chupa, qué chupa, ojitos de gato, ceñudo. Si yo pudiera engendrar vida, sí, vida de mi vientre. ¿Insatisfecha o satisfecha? Cambiar pañales, comprar colados, preparar la mamila: ¿suficiente o insuficiente? ¿Madre?, ¿realmente soy madre? Mañana o quizá hoy mismo todo acabe en deportación: expatriadas a nuestros países respectivos, con manos vacías o encarceladas (tráfico de infantes, la cia, el fbi, la kgb). Más vale prevenir. Nadie que yo sepa ha muerto todavía de celos; insufrible muerte, ¿celos?, ¿también tengo celos?, no, imposible. ¿Cuánto cobras entonces por alimentar a Raimundo?, es carísimo, ¡estás loca!, no tengo tanto dinero, ¿secreto?, ¿qué secreto?, Magdalena confía plenamente en mí, discreción, higiene, sabemos que provienes de una familia distinguida, allá, en tu país, en…, sí, entiendo, qué importa tu país, un montón de latinoamericanos rotosos, ja, ja, ja, también yo soy latinoamericana, ¿tú ya no?, ¿desde cuándo?, ¿qué secreto?, ¿nosotras?, no, qué pregunta, Magdalena confía plenamente en mí, estamos de acuerdo, Raimundito necesita leche materna de primera calidad. La prueba está en tu hijo; pero el dinero que me pides es muchísimo. Para nada; mis padres son burgueses, yo sólo soy hija de burgueses, sin fortuna, ¿entiendes?, mira, esto es todo mi capital, no puedo pagarte más, ¿hasta que se duerma?, bien, bien, hazlo, pero para la próxima vez yo te llamo si consigo…, ¿permiso?…, no, dinero, si consigo dinero.

—El sucio metálico es una cuestión que no me importa mucho. Sé que piensas que soy una mujer detestable, puedo intuirlo, no lo niegues, es lógico. Educadas en colegios mojigatos, educadas con temor. Odio es lo que sentimos hacia el hombre. No puedes negarlo, ¡odio! No es culpa tuya, ni mía. Las monjas con sus credos pecaminosos, siempre culpándonos. Que el pecado, que Eva, que la manzana, que la culebra. Yo me cansé de tanta estupidez. Ahora gozo, ni pienses que lo hago por sumisión o por temor a Federico. Mi marido es un crédulo. Supone que me utiliza. Los hombres son unas bestias inútiles. Comprendo que te gusten las mujeres. Tal vez algún día, no por dinero, por cierto, me acueste con una de mi propio sexo. ¿Una experiencia fantástica? Quizá no. Quizá sí. ¿Tal ve una experiencia evanescente? ¿Experiencia evanescente? Eva, siempre Eva. Busco en mi diccionario mental: esfumarse, evaporarse, desaparecer. ¿Algún tipo de relación onírica con el mentado prototipo de la prístina corruptora? Eva versus culebra gozadora: ¿orgasmo versus desaparecer? ¿Muerte?, tal vez muerte, sí, oráculo de muerte.

—¿Unas bestias? Claro, sí, por supuesto; pero me perdonas, Irma, ya vez que Raimundito acaba de dormirse; tal vez en otra ocasión podríamos…

—Ni lo pienses. Todavía me gustan…

—¿Los hombres?

—¿Hablo chino?

—Yo sólo estaba pensando en la posibilidad de…

—No insistas, querida, después nos vemos; ahora estoy algo ocupada.

Dormidos los instintos, madre postiza, cunita de madera, Raimundo con ojitos apretados, con párpados de remolino, como si nada existiera, como si la vida acabara en suspiros de infante. ¿Muerte? ¿La esperanza no existe? Raimundo configura signos con manitas dormidas. Bajando las escaleras: ojos azules, caderas esponjosas. Peldaño a peldaño, detrás de todo acto creíble, hacinados en un infernal edificio de siete pisos. Incorporándose la (puerca) leche de Irma Sarmiento al cuerpecito dormido de Raimundo. Soledad es una palabra que confirma estados de conciencia. Una pena tremenda me invade. No puedo evitarlo. Ah, si yo pudiera alimentar a Raimundito, si pudiera alimentarlo, su calva cabecita, acurrucarlo maternalmente (quizá la respuesta esté en mamilas con chupetes de goma, sí, mamilas calentitas, vigorosas, ¿madre plástica, teta sintética?), tal vez amarlo, sí, amarlo, amamantarlo, soy mujer, tengo derecho a extasiarme con mi propia humanidad. ¿Extasiarme? Tal vez sí, tal vez no.

Raimundito duerme plácidamente. Una bolsa plástica en mi cabeza: el destello en el vidrio de la ventana opacado por el gigantismo de una ciudad trabajólica. Gota a gota desfallezco, nada sólido, imágenes en puntillismo, íconos de reverberante sin sentido, concreto, infernal concreto, letreros vomitando lenguas decorativas (sexo, electrodomésticos, vida sana), edificios derrumbándose desde dentro, como hormigas (devorando totalmente la carcasa de la realidad), concreto, máquinas y más máquinas, obreros y más obreros, un millón de hombres con cascos metálicos, hombres fornidos, de rostros homicidas, de rostros hambrientos, pero también los hay débiles, femeninos, gordos, con posaderas redondeadas por el esfuerzo universitario, citadinos de viernes a lunes (retrocediendo en el calendario), casas veraniegas, casas de campo los sábados, el fútbol de fuerza bruta los domingos (por televisión), hombres con cascos lustrosos, con barbas bien cuidadas, hombres trajeados.

Arriba, arriba, enterrados como muertos/vivos, entre estructuras metálicas, obreros de rostros furibundos, obreros de complexiones pringosas, mirándome con ojos de buitre, no tan cerca, lo suficiente como para distinguir mis pechos de hembra gustosa. Los infaltables piropos, en castellano mayoritariamente. Chasquidos de la lengua, impuros. Retrocedo, me escondo, algunos ríen y ríen y ríen. La bolsa plástica en mi cabeza. Me avergüenzo. Los obreros seguramente no comprenden la vulgaridad de mi aspecto.

Un espantoso barullo de máquina averiada. Raimundito despierta. Lo acaricio, lo acurruco. Mis dedos no aplacan su llanto (nunca pudieron); dedos electrizados, estallidos de imágenes, de vidrios rotos; un millón de ventanas sucumbiendo en beneplácito de un instante, ambiguo, histérico. Aromas profanos saturan mi mente (fétidas emanaciones de axilas sudorosas); obreros, mil obreros con ojos ansiosos, de miradas canallescas; obreros de texturas brutales. Llanto de carita de luna, llanto de Raimundito. Mis dedos no aplacan el torbellino de sus cuerdas vocales (nunca pudieron). El instinto pretende encarnizarse en mí; como si extendiera ansiosamente con la yema de los dedos el borde del sostén. Los obreros, mil obreros con párpados giratorios. Un agudo dolor (duele, duele, ah, duele). El pezón agrio, un ojo verde y el otro azul (duele, duele, como una virgen desangrándose). A cada mordedura, libélulas con alas metálicas, con estruendo de helicóptero.

El dolor acaba por fin (¡qué dolor!).

Un líquido blanquecino entonces quema mis pezones. Saliva espumosa en los labios de Raimundo. «Qué raro».

Con mis dedos impregnados de leche descubro el milagro: «¡Leche!, sí, ¡leche!»

Me excita la posibilidad del embarazo. Llueve de manera inclemente. Obreros, mil obreros embelesados con la lluvia. Raimundito se ha dormido nuevamente. La modesta cunita construida con maderas recolectadas en callejones que apestan a borrachos adquiere milagrosamente consistencia uterina. Me embriaga la posibilidad del embarazo (¿violada?, ¿preñada?, ¿toqueteada sin consentimiento?, ¿víctima yo insaciable?, ¿incurable?, ¿inocente?, oh, ¿terriblemente inocente?). ¿Cuándo?, ¿dónde?, ¿cómo? No quiero recordar, atroz pesadilla. ¿Irrecuperable es la vida? ¿Irreversible es el sueño? ¡Maldito libertino! Cavan una fosa (lo recuerdo perfectamente), campanas entrechocan, desgarran mi mortaja, hiede mi cuerpo a sexo, sí, ¿me excito?, ¿tal vez?, ¿quizá?, ¡imposible!, ¡de ningún modo! Me resisto. Quiero permanecer despierta. Me resisto. Todo intento es inútil. No estoy embarazada. Aún no he probado hombre. ¡Magdalena! ¿Qué pensará de mí? Tengo que ocultarlo. Lavar la ropa, quitar esta mancha blanquecina, ¡leche de mierda!, necesito cloro, parezco vaquilla (tengo las tetas sangrando). ¿Qué hago?, ¿cortarme las venas?, parecería pastel de bodas con princesita desvirgada por criminal resurrecto. ¡Cloro!, ¿dónde hay cloro? Estoy desvariando, Magdalena comprenderá, ¿celos, ella?, no, nunca, ¿cierto?, ¡qué digo!, Magdalena es una neurótica insufrible.

Tocan a la puerta con insistencia; la voz inconfundible de Víctor ¿algo ebria? «Gatita, minina, ¿tienes una taza de azúcar?, es que me quiero preparar una limonada, je, je, je, tú sabes, es para descalentarme, ja, ja, ja, pero el limón está un poco cabezón, ábreme la puerta te digo, qué estamos perdiendo el tiempo, tengo noticias urgentes para ti, estás de suerte, no puedes evitarlo, hoy vamos a cumplir tus sueños, ¿estás de cumpleaños, ¿cierto?» Sonido de cerradura, de llaves intentando violentar el mecanismo de seguridad; llueve copiosamente; fantasmas de tardes invernales de mi Chile provinciano; de llaves colgadas en percheros con bajorrelieve de carretas tiradas por bueyes; arrumaco de padres enternecidos por mi belleza siempre concursable; sábados millonarios, sábados de telemarketing. Lo reconozco: madre abogada, padre psicólogo; pero invariablemente cada sábado arrellanados en poltronas de lujo, contemplando absortos las mil estupideces del gran comentarista; sábados concursables, sábados de mierda.

—¿Te hai vuelto loco?, ¡trasandino de mierda! —increpo a Víctor— Quédate tranquilo con la cerradura, que te las vai a ver conmigo si te atreví con la puerta, no sabí con la chichita que te estai curando?

—Gatita, qué garras. Con esta ganzúa no permitiremos que el nene despierte, ¿cierto?

—Ni te atrevas…

—Me atrevo a todo. Ábreme la puerta, minina. Ábreme, te digo. No me hagas enfurecer, ¿no me conoces?, parece, no por calvo no consigo lo que quiero. Ábreme ahora mismo. Tengo noticias urgentes para ti. El abuelo de… Raimundito quiere…

—¿Qué abuelo?

—El abuelo de Raimundo.

Abro la puerta. El graznido de las bisagras es como el crujido de un túnel oscuro y sin salida derrumbándose en sí mismo.

—¿Qué mosca te ha picado? —pregunto a Víctor violentamente— ¿Desde cuándo para conversar conmigo tení que intentar violentar mi puerta?

—¿Desde cuándo? Desde que no te aguanto.

¡La nariz!, recuerdo con precisión la nariz de Víctor, tan puntiaguda, tan erecta, creciendo y creciendo. Estuve en su psiquis, estuve dentro de Víctor. Había tantos muertos, tantos pobres esqueletos sin tumba, tantos desaparecidos, tantos niños torturados, tantas niñas violadas, tanta sangre (tengo miedo. Raimundito duerme: guaguita, descuida, mamá cuidará de ti).

—¿Qué quieres de mí? —pregunto a Víctor.

—¿De ti?, nada —me mira con ojos de buitre, me mira, me mira, me mira—. El abuelo de… este crío…, sí, es igualito a su abuelo, no pongas cara de sapo. Patética, gatita, te ves patética. No te preocupes, prefiero intercambiar intereses contigo. Con negros ni a misa. Claro está que, no por tunante, carezco de sentimientos; los tengo. El abuelo de éste, sí, de tu hijito querido, el muy mandinga zurcido con caca, sí, ¡caca! Los sentimientos no me los quité yo mismo; el capitalismo, gatita, el capitalismo. No te creas las historias que cuentan de mí, no lo tengo hidráulico, es que con yoga, con Alá más bien, funciono a la perfección: Palestina, oh, Palestina, tierra prometida. Con vuestras mujeres no podréis ser justos, aún si lo deseáis. Vosotros tenéis vuestra religión y yo la mía. Decid: ¡Infieles!

—Pero, por favor, vamos al grano, qué no tengo mucho…

—El negro que te cuento —me interrumpe Víctor bruscamente—, el padre de la pobre paloma violada por Miller Zapata, ofrece una recompensa por la captura de su nieto. Mira, gatita, a mí el dinero no me interesa.

—¿Cuánto? ¿Dime?

—¿Dinero? Estás sorda. ¡Ya veréis…! El afán de lucro os distrae… El negrazo es informante; y los criminales me están pisando los callos.

—¿Qué quieres de mí entonces?

—¿De ti?, nada. Secuestro es una palabra ¿dura?, ¿cierto? Los negros con su peste de Dios, tan primitivos, los torturaría sin piedad (esto no lo expreso con palabras. Ahora estoy pensando). ¡Muerte!, ¡muerte!, ¡muerte! Me excita la muerte. Tortura, sí, me encanta torturar. En mi país también era informante, doble agente. Izquierdista de lunes a domingo. Nazi de facto. Aire, necesito respirar. Algo triste es la historia de mi vida. No tan triste pensándolo bien. Estuve en París. Las universitarias eran tan liberales: sexo, sexo, sexo y revolución. Los tiempos han cambiado. Qué extraña es la vida. Ahora estoy aburridísimo de escobillones mugrientos, de calles apestosas, de colillas de cigarro, de tarros de cerveza, de escupitajos, en fin, de tanta inmundicia, de tanta boñiga humana, de tantos pinchazos cocainómanos (acabo de pincharme una dosis a la vena: el piquete arde indiferente; la costumbre es letal). Estoy fastidiado, también estoy algo ebrio, lo reconozco. Tanta sangre mezclada con alcohol y droga (un maremoto alucinógeno en mi cerebro), tantas infinitas calles numeradas, multitud de etnias, de nacionalidades, de credos, de oficios, de manías varias. Con mi escobillón voy lavando las calles, cepillando el trasero a los gringos (trabajo deshonroso, soy letrado, merezco trabajos no manuales). No puedo regresar a mi patria, es cierto, pero tampoco puedo evitar la cola del deseo. Arden mis manos callosas con el roce madrugador de una escoba con cabellera crespa, cabellera mugrienta.

¡La nariz!, impúdico miembro con vida propia. Soy madre; todo hombre (como todo animal) es pervertible: mi cuerpo, mi territorio es la solución. No puedo evitarlo, Raimundito es carne de mi carne.

¡La nariz!, las pesadillas, los augurios nocturnos, el tiempo retrocediendo con arrolladora fuerza. Ah, soñar y soñar. Nada existe en sí o para nuestro provecho; el cuerpo (femenino) es territorio de violencia.

Me quito el sostén, los pechos de caracol, el sabor materno. El asco es perpetuo: ¡odio a los hombres!, ¡los odio con todo mi corazón! Las bragas, intento seducir, ah, ah, sí, me gusta, chupa, chupa (llanto infame de Raimundo, llanto crepuscular); no puedo evitarlo, arden mis piernas (lloro, también lloro); escupo fuego, sudo, escupo saliva; la víbora se introduce en mi cuerpo, late caliente, duele, duele, ay, ay (no te quejes, perra maraca, chúpalo). Uf, plash, uf. Arde mi boca, arde mi vagina, roto el himen (insaciable torturador). La lluvia se ha detenido en un estruendo: gotas de sangre recorren mi vestido (¿eras virgen, gatita?, qué gusto).

Humedezco mis labios una y otra vez: infinitas veces, chupo, chupo, chupo (lo confieso, duele, me repugna). Salvaje cópula, carne, carne: la puntiaguda nariz de Víctor embelleciendo su rostro: cejas peludas como de títere, cabellera blancuzca, tal vez cincuenta o sesenta detestables temporadas infernales: vejete depravado, ¡te odio!, mil veces te odio (amor de madre, chupo, chupo, chupo, amor de madre).

—Gatita, oh, Dios, por mi vida, qué me lo cortas.

De costado, aferrada a un pene palpitando sin control. Escupo semen (ya nada me importa). Pequeñito, sin fuerza; exhausto el terrible conquistador de mi tierra baldía (tierra virgen, del nuevo mundo). Chupo, chupo, chupo, pero también muerdo. No me excito, lo hago por amor.

5

Lo he matado. Con un lápiz le corté la yugular. Intentó violarme, no pudo, ¿el cloro?, ¡higiene esmerada!, ¡salubridad escrupulosa!, ¡profilaxis casera!, para el crecimiento de Raimundito necesitamos limpieza total; pero, ¡niña!, ¿has tintado tu pelo otra vez?, me gusta, combina con tus rizos, con tus cejas, con tu nariz ¿árabe?, siempre he tenido dudas: no sé si en España estuvieron los turcos o los persas; ¿los árabes?, ¿no me digas?, entonces tu linda nariz es ¿árabe?, espérate un poco, no te enfades, ¿dónde está quién?, ¿el muerto?, por aquí recuerdo haberlo visto; ah, mira, con este gorro vaquero te conocí: nariz árabe, cabello de colores variopintos, sombrerito yanqui, déjame besar tu frente, no te preocupes, Raimundito duerme como un lirón. Suerte la mía el haberte conocido, ¡mira!, este colorete me queda bien, ¿parece?, ¿no te gusta?, ¡mala!, eres muy malita, ¿el muerto?, ¿qué muerto?, no te enojes conmigo, si no quieres no me pinto los ojos, sé que prefieres el rubor natural, ¿te gusta el verde?, es mi color preferido. Verde que te quiero verde./ Verde viento. Verdes ramas. Este poema me lo sé de memoria, las monjas eran estrictas en la utilización del lenguaje; déjame recitar el poema de Federico, pero con esta cojera de mierda no puedo imitar a Sor Consuelo; ella era una declamadora, diría yo, profesional, curvaba su boca de abeja reina y nos engrupía con sus palabras. Sí, la recuerdo perfectamente, con aquella boca de labios pecaminosos (nunca pudo ocultar las marcas borrascosas de la carne): infinitos instantes, infinitos destellos de historias truculentas: ojos azules, el cabello ensortijado con el típico tul, pero sus pecas, oh, Dios mío, qué pecas tan lujuriosas. Inolvidable, es para mí, aquella monja, con sus manos de tigresa, deslizándose en el proscenio con soltura, acariciándose las caderas y declamando con voz de abeja reina aquellos inolvidables poemas de amor: Vuelan en la araña gris/ siete pájaros del prisma./ La iglesia gruñe a lo lejos/ como un oso panza arriba. Bello, ¿no te parece? A Sor Consuelo le brillaban los ojitos cuando sus pechos, que eran como dos limoncitos, le brincaban alocadamente. Nunca pude comprenderla. Con tanta gracia, pudo haberse dedicado a puta. Tal vez este marrano del demonio habría podido descalentarse con ella. De seguro ahora estaría vivito y coleando y con la mirada cristalina. Pobrecito, míralo cómo quedó, si parece un muñequito con ojos de gato; si dan ganas hasta de pellizcarlo. La muerte tiene algo de cursi, ¿no te parece? Ojos plásticos (sin vida), cabello blanquecino; si no fuera por la sangre (tanta sangre, qué asco) a éste me lo confunden con Pinocho. Igualito, todo duro, gélido, ¡pellízcalo!, pobre títere, déjame sacarle el lápiz que tanto le afea el cutis; pero cómo le brota la sangre todavía: ¡cloro!, ¿dónde está el cloro?, mira que acabo de limpiar la alfombra; ¡Díos mío!, Magdalena, ¿qué haces?, no arrugues las cortinas; siéntate por favor; debes estar cansadísima cantando como loca, dale qué dale con la guitarra, tralalá, tralalá. Tal vez deberías cambiar de rubro; ¿mendigar?; no, para nada; yo estaba pensando en Sor Consuelo. Ella habría ganado una fortuna en este país. Lo que sucede, cariño, es que, con esta cojera, no puedo imitarla. Si te digo que sus palabras electrizaban; corriente alterna, sensualidad en bruto. La vida nos depara absurdas carreteras, recovecos inmentibles; uno de ellos lo viví en mi infancia; aquellos versos melancólicos (inolvidables) escuchados con atención obligada en un proscenio santificado por la voz cantora de una puta cualquiera, sí, era una puta, una vulgar puta chilena, Sor del Pico, Sor Consuelo, qué va, amanuense tal vez de mi padre o quizá de la directiva colegial. ¿Te sorprende? Mi padre, sí, claro, ¿psicólogo?, no estoy llorando, no te preocupes, mi padre, no sólo era mi apoderado, también era, sí, apenas tenía yo diez o nueve años, fue un choque brutal; la muy cretina estaba… ¿No quieres saber? ¡Escúchame!, ¡escúchame por favor!… Mi padre trabajaba a honorem; según él, por vocación; ¡maldito!, ¡mil veces maldito! Mi corazón tendría la forma de un zapato/ si cada aldea tuviera una sirena. Acabaron por siempre las tardes declamatorias, nunca pude perdonarla; ¡la odio!, la odio con toda la fuerza del mundo. Mi padre era para mí un ángel, un poema idílico. ¿El muerto? ¡Qué muerto! Ah, éste, sí, ya te dije, intentó violarme, pero lo maté, sí, con este lápiz lo maté…

Raimundito duerme, despreocúpate, ¿quieres lechecita?, sí, claro, tu guitarra, guárdala en la funda, siéntate, ¿te incomoda el muerto?, ya van dos, ja, ja, ja, es broma, todo tiene su límite, ¿no es cierto?; con este Pinocho descarado nos matriculamos en la lista de los posibles desaparecidos, ¡qué desaparecidos!, nos van a torturar. Los periódicos nos tildarán de psicópatas; los imagino cacareando con letras rojas, en mil lenguas delatoras, falsas historias de lujuria, de posesión diabólica; puercos hebdomadarios inculpándonos de sodomía, con graffitis aleccionadores, moralizantes: ¡ciudad maldita!, ¡ciudad intestinal! «Marimachas asesinas gozaban amor clandestino con infante nieto de apóstol cuáquero». ¿Te sorprende? Intenté ocultártelo, perdóname; ¿qué me calme?, no, espera, qué me atraganto, sí, créeme, Raimundito es nieto de un pastor evangélico, una recompensa bastante lucrativa, creo, según lo explicado por Víctor, sí, lo maté por amor, ya te dije, ¿tú también mataste por amor?, estamos empatadas, gol, gol de Raquel; uno a uno el marcador; el viejo macuquero, el ex abuelo de Raimundito, ¡qué sé yo!, los negros son extraños, tal vez quiera descuartizarlo; su hija, la pobre niña, fue violada. No, a mí no me violaron, es leche, tengo leche en las tetas; no me preguntes cómo; tengo leche y punto.

¿Deshacernos del muerto? Raimundito duerme, no podemos abandonarlo. ¿Escapar?, de ningún modo; ya he perdido un país, no quiero perder otro. ¿Lo cremaremos? Estás loca. ¿Un amigo hará el trabajo? Perdóname que te lo diga, pero yo no tendría negocios, si fuera tú, con gente de baja estofa. ¿Es hijo de un nazi? ¿Hijo de un científico alemán que fue reclutado por el gobierno americano? ¡Un asesino es un asesino! Es distinto. Nosotras sólo hemos defendido lo nuestro. Ellos, ¿cómo se te ocurre?, ellos no. Tengo principios, te equivocas, claro qué los tengo. Siempre hay caminos no recorridos; un muerto es un muerto al fin y al cabo; yo lo descuartizo y punto. Si me preguntas, me repugna, es cierto. El tal hijo de nazi debe cobrar una fortuna; un negocio es un negocio. Nosotras estamos en bancarrota. Insisto en buscar posibilidades creativas ajustadas a nuestro bolsillo, no soy mezquina, estoy preocupada por la educación de Raimundo. Por supuesto, claro qué sí, no quiero que un hijo mío le lave la raja a estos yanquis fascistas. ¿Democracia? Mentira, puras mentiras. A mí la política no me interesa. Creo que, descuartizarlo es una posibilidad cierta. ¿Los huesos? ¿Qué huesos? Ah, ya entiendo. Mira, primero lo trituramos con un cuchillo eléctrico. ¿No tenemos?; lo compramos entonces. ¿No te parece? ¿Cómo puede ser? ¿Tan caro? ¿Oferta y demanda? ¿Cremar personas es más rentable que comprar cuchillos eléctricos? Me duele la cabeza, te digo qué me duele la cabeza. No me des aspirinas, soy alérgica, me sangra la nariz.

Cuarta parte

1

Fui criado por lesbianas. Conocí el amor pero también los celos. Lo odio, sí, lo odio, desde el vientre. Me quitó el amor de mi madre, no se lo merecía: hijo bastardo de una perra negra. Tengo una memoria selectiva, es verdad, privilegiada: mis recuerdos son absurdos para el común de los mortales. Tal vez soy un genio; los médicos (los envidiosos de siempre) me atribuyen patologías narcisistas. Mis primeros atisbos de conciencia los tuve en aquella cruenta tarde de posesión física cuando mi (cremado) padre gozó múltiples orgasmos con mi (lésbica) madre. Intenté explicárselo a Raimundo, mi odiado hermanastro. Estas cosas te las cuento, brother, para que vayas comprendiendo los alcances de mi genio. No soy un pandillero común. Mi padre fue inescrupulosamente asesinado. El responsable de tal bacanería era descendiente de un pelotudo coronel nacido en las tierras baldeadas por las aguas del Danubio, un nazi, un tal Günter González. Papacito, ya vas captando, el mismo que enjuiciaron aquel año horrible de tanta catástrofe natural, si esta tierra, decían los carapálidas, era inviolable, antinatura, Jacaranda; ni en Sudamérica (más primitivas, por cierto) habían matado a tantos cabezas negras, qué mandonga, brother, no sólo llovió todo un año, también las gallinas comieron gatos y los gatos fornicaron con poetuchos de mirada torva. ¿Qué no me cachas? Abre tu caparazón, dogo inútil, chozno malcriado, hortelano apátrida (¿tu tatarabuelo no fue el grandísimo chupador de picha?, el siempre ponderado Augusto Zorrilla, magnate del choreo a chorro). ¿Ahora me comprendes? Nadie me adelanta una burrada, soy un letrado de primera, heredé íntegramente la colección de mi violador padre (el incinerado); una montonera de libros eróticos, subrepticiamente encubiertos con rimbombantes títulos de sociopolítica; nada de obscenidades, te equivocas, castellano límpido, estilo pulcrísimo. Libros que aprendí de memoria, título por título, letra por letra. He compuesto infinidad de letrillas, todas meritorias de galardones; cada una inspirada en un libro en particular. Mátame/ tortúrame/ tambor neonazi/ hazte el loco/ no olvides qué luchaste/ qué mataste/ qué fuiste un soldado/ tan asesino como yo. Ésta la escribí inspirado en… (Adivina, camarada. Si aciertas no te quiebro los huesos de las piernas, es tu oportunidad, te doy una pista: hojalata, laminilla acerada, cutícula mineral, tamboril de palastro alumínica con resistencia judaica) Electrifícame la guitarra, brother, que le voy a cantar a este pejesapo (ignorante) la canción con ritmo; tal vez (de este modo) el papirote sentenciado a muerte salve el pellejo. ¿Te gusta? Escucha esta nota disidente. Patíbulo Cantanario era un baterista espléndido, la droga con neumáticos recauchados lo mató de un pistoletazo en la nuca. Patíbulo Cantanario intentó manosear a mi madre (mal proceder, brother, las mamacitas son regalos de Dios). Tuve que partirle el cuello, estas artes negras, como dicen los carapálidas, las aprendí en la covacha de Víctor Hidalgo. ¡Exacto!, ¡el mismo!, ¡el cremado!, ¡el grandísimo pan de azúcar!, mi papacito, que en el Paraíso de todos los perdedores descansa (no sé si en paz pero descansa). Antepurgatorio: La casquivana marimacha/ tralalá, tralalá/ enamorada de los brazos de mi dulce madre/ tralalá, tralalá. Última oportunidad. Te confieso, camacho, que esta maestra ópera jazzística es una paráfrasis, la vena poética me viene de mi madre, ella era chilena, de alcurnia burguesa. Paráfrasis, ¿linda palabrita? (soy un enamorado de las palabras, me masturbo con ellas; gozo fornicando en su regazo) Cuando los filisteos de todos los tiempos te descubren el truco tienes que llamar paráfrasis a tu sinvergüenzura (el agrio vino mío es más dulce en tus labios). Intenté musicalizar (en vano, lo confieso) toda la maldita imperialista Eneidótica de Virgilio. No soy ya hombre/ ahora soy ramera. Confieso mi culpa, esta guitarra la robé, apenas hablo spanglish, me expulsaron del colegio. Crac, crac, hijodeputa, gritas como un tierno caballerito de modales alambicados; un par de huesos no es mucho, un dedito tampoco, ahora el meñique, crac, crac.

Mi primera impresión de crecimiento, fue la admonición lunática de la castellana voz polvorienta de mi preceptora guitarrística, doña Magdalena Zorra Peluda Madrileña, la muy cachonda fornicadora prístina, apenas si pudo aguantar el notición: Me fornicaron/ estoy embarazada/ mamacita linda/ no llores por mí/ llora por nuestro hijo. Tengo un poco agria la garganta. Con tanta lluvia, con tanto hueso quebrado, es un grandísimo esfuerzo el poder pensar. Mi santa madre con su santo útero hinchándose como sandía (¿Has comido sandía?, ¡Cristo!, eres un lunático, un maldito híbrido. ¿Otro huesito? ¡Cobarde!, mi querido hermanastro soportó el escarnio como todo un hombre; debo confesarlo). «Absalón, Absalón, ¿tírate un pedo?, puf, prufff» Recuerdo a Raimundo imitando con la boca un sonido ventoso, como si todo este tiempo (quince años de tormentosa lluvia) apenas hubiera transcurrido, retrocediendo, con alas de mariposa. «¡Hijo de David!», gritaban las viejas cahüineras. «¡Traidor!; ¡has matado a Raimundito! ¡Colgarás algún día de los cabellos!». Ja, ja, ja, no tengo cabello, soy calvo. Me fastidiaron el himen/ no gocé/ te lo juro/ lo hice por amor. Candela, ni se arrugó mi mamacita; era una consumada mentirosa; la cojera, que tu maldito abuelo (el viejo reclonado) le hincó con aquellas botas de cuero de zopilote desnutrido, era verdaderamente traumática; si daban ganas de besarla; era tan bonita, con aquellos ojitos de gato, tan amarillos, tan esbelta, tan señora. Magdalena Guitarrera Destemplada Madrileña con el cabello tintado de ceniza de padre con pene hidráulico no pudo patearle el rostro a mi mamacita; los santísimos valores que le infundiera la siempre ponderada Iglesia Romana Apostólica impidió que fulminara a mi madre de un patadón (el amor entre lesbianas, brother, es temible, los celos son victimarios impajaritables). Los huesos de la muerte rechinaron/ voces antiguas/ quebrazón de huesos. Papaíto tan calvo como yo, con sus ojitos miopes, mestizo, encanallado, cosido prolijamente, arropado con funda de guitarra (no son palabras mías, más bien son destellos, voces desperdigadas dentro de mi mismo, estoy calentito, perfectamente lo recuerdo, acurrucado entre remolinos de líquido amniótico, turbulencia marina, apenas soy un embrión, pero con ética; la Santísima Iglesia de Todos los Corazones Copulados me ampara, ¡lo juro!). Crepitaban los huesos horriblemente: crac, crac/ no lo asesinaste realmente/ agonizaba/ tuve que golpearlo cien veces/ hasta que/ lenguas de fuego/ consumieron/ lo que ayer fue pecado. El amor entre lesbianas, brother, es temible. Magdalena le compuso a mi madre una canción romanticona. Yo adiviné sus intenciones (toda intención es costumbre deshonesta). No me mires burlescamente, ¡toma, hijodeputa!, chilla, chilla, ¿para qué necesitas un dedo quebrado? Era viernes, según recuerdo (los viernes la gente siempre enloquece); nueve meses después nací yo. Mi hermanastro político había gozado de las tetas de mamá; no sólo las había gozado; también las secó. Tuve que chupar gomas extrañas. Un fiasco. A cada succión un orgasmo. ¿Quieres que te corte la mano? No te rías entonces. Magdalena tuvo que aceptar un triple homicidio: Miller Zapata (el viejo reclonado abuelo tuyo), Víctor Hidalgo (mi papacito cremado) y la muy virgencita santa (doña Raquel Urrutia) pariéndome con atroz repugnancia.

Tener conciencia desde el útero es tremendo; torbellinos de agua tragándolo todo; nueve meses diluviando, gota a gota, tanta lluvia, tantos relámpagos. Compuse una canción, no te preocupes, brother, no te la voy a cantar, primero te voy a cortar las manos, toma, desgraciado, esto es por mi mamacita, que aborreció de mí. Sí, aborreció de su preñez. ¿Lechecita quería el niño?, ¿lechecita de mamá?,¡pichula!, tuve que chuparle las tetas a doña Ricura; la muy puta me tentó con el infierno. «¡Absalón!, ¡Absalón!», gritaban las viejas pringosas. «Pobrecito, nació igualito a su padre. Criatura, ni pizca de dulzura, ni parecido a Raimundito». Sí, lo estrangulé, lo maté. Mi madre nunca me pudo soportar, yo creo que su tan edificante educación católica impidió que me abandonara. Algo inusitado me palanqueó en el mismísimo vientre de mi madre (te lo confieso, brother, creo que mi mente era un bártulo disparatado de imágenes). Vi ángeles, cientos de ángeles, coros de ángeles vociferando el mentado nombre de mi padre. La absolución le vino por confidente. Nacido y criado en páramos con crepúsculos madrugadores, multiformes nubes arrastrando soledad, arrastrando un firmamento de grandeza lumínica incomparable. Fanático redentor de la tribu de Ismael, fue condecorado por el mismísimo Cristo. Soy tu Dios/ papacito/ venganza/ matar/ y matar judíos/ esta es mi zarza ardiente. Aunque protestes, brother, ésta te la voy a cantar, le tengo música, un fa sostenido en escala fálica, escucha esta armonía, el sintetizador me lo regaló Magdalena; la muy Zorra Pelotuda Madrileña quería explotar mis atributos artísticos, le pegué un patadón en el culo. La vida es dura, brother, el poder lo es todo. A tu papacito (el mismísimo clon de Miller Zapata) yo le daba clases de composición, en este sótano y con estos instrumentos musicales, toditos profesionales; una batería, un teclado, guitarras eléctricas, amplificadores. Los médicos dicen que soy narcisista, pero es mentira, soy un genio. Tengo una posición delicada, ¿comprendes?, no puedo darme el lujo de la piedad, yo no pago tributo, soy el primero, los otros envejecen o estiran la pata, empobrecidos hasta la miseria, yo no, yo me doy la gran vida, tu papacito era lugarteniente de mi propia tribu, ¿comprendes?

Aquella tarde, brother (lo recuerdo perfectamente), una tarde incierta de pergaminos descabezados. Mi mamacita preparó té con emparedado con harto chile, cómo picaba el condenado, yo que apenas era una microscópica célula tuve que tragar líquido amniótico. Angustia era la sensación dominante, aflicción, pesadumbre, un verdadero tormento, la cruz inflamada/ amanecer de espinas/ soy toda tuya/ pero sufro/ muero por ti. Magdalena con ojos turbios, traga qué traga, masticando el emparedado, con cejas rubias tintadas de ceniza, no era tribulación su negra mirada, tampoco odio, más bien era una infantil rabieta mediterránea. Había matado por amor dos veces. A esta mujer le debo mi ambición artística. «El asesinato», dijo con voz melodramática, «el asesinato, como el ajusticiamiento, en muchos casos, políticos o familiares, es lícito». Desconsuelo era el sustantivo adecuado para expresar el sentimiento ovárico que, orgánicamente, dominaba en Raquel (no lo dudo, nunca podré olvidar aquella extraña hibridez sensitiva. Aún, después de tanto tiempo, me causa placer cuando compongo canciones de tono homicida). Raimundo (entonces) con un mugido de animal herido complicó la situación de por sí paranoica. Lloró, lloró y lloró. Por la Santísima Trinidad siempre tan divina, aquello fue frustrante; el pinganilla de mi difundo hermanastro llorando a moco tendido mientras la muy Zorruda Marimacha Pelotuda a punto de reventar. Mantuvo la compostura, eso sí. No sé cómo. La muy puerca tragó saliva, masticó rabiosamente, con torva mirada y los hombros caídos, relamiéndose el escaso vello labial. El cuartucho, la mesita de comedor, el lecho conyugal, el florero con rosas plásticas; todo era tan abstracto; como si los muebles flotaran en perspectiva, desde un punto más abajo de lo normal. Aquello, papacito, fue tremendo. Raimundo con la boca enmierdada en leche, la teta de mi madre hirviendo lechecita gustosísima, el humito deslizándose en la tórrida noche invernal, la teta, la teta, tanta leche, tanta sabrosísima leche. ¡Cristo! Magdalena entonces enfureció, el florero como un calidoscopio con estallido de bomba nuclear: las paredes manchadas con pétalos plásticos, la gritería, el llanto (ja, ja, ja), el llanto de Raimundo. «¿Cómo pudiste engañarme?», aulló Magdalena. «¿Este puerco entonces es hijo tuyo? No puedes negarlo». No fui yo/ abusó de mí/ yo te amo/ escúchame/ te amo. La misma antiquísima historia de todos los tiempos (la humanidad ha urdido sus propias tretas, sus autoengaños). Las sábanas estaban calentitas, yo tenía frío, las patas con sabañones (aún no me brotaban las extremidades pero la percepción inquietante del frío era perturbante). Después de un rato, entre lenguazos varios, entre furiosos abrazos invertidos, pude distender mis huesos lentamente como un gusano embrionario. La reconciliación duró un par de meses hasta que la guatita de mi madre se curvó ligeramente. ¿Amor entre lesbianas?, te equivocas, brother, por poco y acabo sancochado, la santísima educación católica, salvó mi pellejo. Gallinita ciega/ manitas sapientes/ tanta sangre/ pobre niño doliente. Tuve que acostumbrarme a la presencia no muy edificante de mi parasitario hermanastro: la teta para él, intentos abortivos para mí. En fin, una vez que el médico hubo castigado mis posaderas, tuve que soportar por mucho tiempo el amanecer empapado en pichí; por desgracia dormíamos con Raimundo en la misma cuna. Un fiasco, con la ingle azulina intentando armonizar arpegios en mi mente (mis dedos aún eran pequeñitos como para ejecutar instrumentos, no como los tuyos, que están todos quebraditos, menos éste). El muy mandinga, todo enmierdado de consonantes negroides, con el rostro albo y el cabello rubio; nunca pude soportar sus berrinches ni sus meados ni su caca lechosa ni sus patas fétidas a quesillo (¡maldito!, ¡puerco maldito!). Dormíamos en una cunita fabricada por manos con dedos que nunca me acariciaron, dedos paternos. Hubo un tiempo en que odié a mi padre, odié su abandono, odié sus mil libros empotrados en dimensiones miserables (con paredes con retratos de barbudos ex agentes nazis vestidos con chaquetas de piel de oveja, fumando pipa o tomando matecito entre los arbustos de un páramo inmensamente solitario). Crecí. Fui creciendo a despecho de Magdalena, de mi traidora mamacita, crecí, crecí, granítico, diamantino, salitroso. Una gigantesca máquina planillera fue mi lupanar divertimento hasta que robé mi primera guitarra eléctrica. Prepárate/ estoy aquí/ soy calvo como mi padre. Adueñarme de aquella monstruosa musaraña con hocico metálico fue todo un acontecimiento. Aquella mangosta bisbiseante, empolvada, capa tras capa, cientos de hormigas, cientos de gusanos moribundos, comidos seguramente por la tremenda marea de martillos golpeando con resonancia abecedárica, prístina, portentosa. Con mi biberón, con mi teta sintética, con mi chupete todo recocido por mi boca ávida de esperanza, ávida de afecto, fui descubriendo el real valor de cada sonido producido por el repicar de las teclas metálicas. Aprendí a reconocer el sentido de las palabras educándome a mí mismo; educación formal, brother, yo no tuve; soy un self made man, un autodidacto, ¿me cachai?

—¿Te gustan los insectos devoradores de hombres? —gimoteó el perverso gurú a quema ropa— ¿Asustado, el niño? Acércate, Absalón, préstame una silla, no, quita mejor esos pulguientos libros del camastro. Recostado puedo sosegar mi inquebrantable espíritu (aquellas fueron palabras imposibles de ignorar/ paralelepípedo/ ¡lo juro!/ este dedito/ único que te queda/ ¿cierto?/ por favor/ no lo arriesgues). Uf. Todo el mundo sabe que tu papaíto es muerto oficioso —continuó el gordo vidente—, yo sé que es ánima. Cuando tengo problemas de captación política me comunico con su espíritu. Me anduve asustando un poco; tanto barullo; por un momento estuve tentado de imaginarme embaucado por un demonio transformista. No te preocupes. Recostado, aquí, por un instante, este cuerpo mío recobrará su color natural. Suerte la mía. Cuando escuché la maldita máquina de escribir, pensé que Víctor estaba encerrado como demonio escribiendo sus memorias. ¿Me crees cobarde? Las ánimas son mi negocio, pero no los muertos/vivos, los engrupidos, los arrancados.

Aquello, brother, fue repugnante; los dedos sin uña, la escoria de su cuerpo, el horroroso recuerdo de sus llagas relamidas por enjambres de insectos, de pudrición, de muerte viva. Santísima Trinidad, madrecita de Dios, todo intento fue inútil, era imposible abstraerse. Aquella sotana anaranjada, rapado, la boca desdentada, los labios podridos. Me obligó a escarbarle la juntura de sus dedos. Temblaba. «Un vidente», según palabras de Magdalena, «posee poderes tremendos, poderes con alas de murciélago, poderes que rompen la piedra con garras metálicas, poderes que socavan selvas con himen intacto, poderes que devoran hombres/insecto, hombres con penes hidráulicos». Tengo miedo/ orquídeas salvajes/ olas bravas/ todo muere/ toda soledad/ encarnizada en mi alma. Rascar entonces. Rascar y rascar con las yemas de mis dedos aquellos interminables forados con nervaduras purulentas. «Si quieres aprender, yo puedo enseñarte», dijo con impúdica malquerencia el gigantesco gurú. «Los insectos que devoran hombres son máquinas atestadas de duendecillos. Son mágicas. Con ellas puedes cambiar el rumbo de la historia, también puedes exterminar a tus enemigos o inventarte un padre que te quiera». Papaíto/ columna de espárragos/ Neptuno/ pétalos de plata/ caballo de montaña/ pelotudo cimarrón. Nunca debiste plagiar mis canciones; en política yo no calzo; lo que hayan practicado los de tu casta me importa un pepino; todo se puede soportar, menos el plagio. Cuando se filtra la coca, el cableado cacarea; carapálidas con aceituna boreal, el jazz es el jazz, ya te dije, la política no me calza, te quiebro las piernas por bacalao. Absalón prefiere un fa sostenido: el recuerdo es como una palomilla picoteando migajas de pan en una plazoleta perdida de fin de mundo. No tengo nada, tan sólo la certeza de un fa sostenido. Todo se puede soportar. Desde pequeñito tuve que ganarme la vida; las palabras fueron las culpables, no el hambre. Dedos, axilas, orejas, lagañas, ladilla, cropolalia, en fin, aquella máquina con su rebuzne metálico, astillando mi infancia, duplicando mi soledad en cuartillas con sustancia paterna: vocales querendonas, consonantes pedófilas: a de amor, v de vivencia, c de cariño. Una tarde cualquiera, no recuerdo si era invierno o verano, el insecto devorador de pensamientos contrajo una terrible enfermedad: escupía baba, erectaba su rodillo, manchaba la túnica apelmazada con aromas de congrio recocido. Una moneda ocasionalmente era el sustento que requería para cintas copiativas o para papel azucarado. Santísimo Padre Nuestro de Todos los Corazones Queridos, era tremendamente dúctil aquella sotana profética. Yo hurgueteaba el peludo tesoro, mis manos crispadas, muchas veces maldecía: «¡La moneda! ¡Quiero mi moneda». «Encuéntrala, pendejo, gánate lo tuyo», eructaba el desmesurado grasiento teacher. «Eres un tanto cómodo, las palabras son reliquias en extinción, fenómenos corporales. Arrepiéntete; pero primero acompáñame a mi capacha, tengo dulces para ti. Yo cargaré con este parásito antropófago, no tiene cabeza ni tórax ni abdomen, pero se reproduce en primavera. Uf. Ayúdame, trepar escaleras no concuerda con mi carta astral. La vida no es otra cosa que un proceso de esfuerzos o actividades progresivas. ¿Mentir yo?, nunca miento. Te lo juro, Absalón, por Krishna, entiende de una vez por todas que la fulgencia espiritual de tu padre aún dormita en su apartamento. Ahora comprendo tu carita de borrego. Pobrecito, ayúdame. El sabio no se lamenta por los vivos ni por los muertos. ¿Entiendes? No te asustes, sólo son velitas para espantar a los malos espíritus. Siéntate, niño. No puedo enseñarte el secreto de esta máquina de escribir sin derramar una lágrima: ardua es la tarea de aquellos cuya mente está situada en el Inmanifestado, porque, difícil es para los —en carne presos— entrar en el sendero que conduce a mis aposentos». Fantasmas eran las luces titilantes, un millón de arrugas en la cama. Aquello, brother, fue espeluznante, no demostré temor, de lo contrario habría acallado mi entusiasmo por las palabras. Cada soporífica tarde dominguera mientras mi madre acariciaba a Raimundo, mientras Magdalena tocaba la guitarra tratando de costear la vida de su desvirginal amante, yo invariablemente trepaba las escaleras hasta la covacha del grasiento perro vidente. Aquel sordo sonido, aquel contacto metálico de la máquina de escribir, provocaba en mi espíritu un gusto intensísimo. A veces los martillos se enredaban en una infernal carnicería, las teclas fúnebres, la sonrisa despiadada del insecto. Todo acabó lamentablemente una tarde soporífica de un pretérito verano yanqui. No fui capaz de soportar la mirada hostil de un payaso de trapo, que el teacher había colgado en una pared saturada de afiches promocionando dioses en posturas sodomíticas. Trepar las escalera desde ese instante fue para mí un acto imposible. Abandoné el trepidar de la máquina de escribir, pues la angustiante imagen de aquel payaso mirándome desde la oscuridad me subyugaba. «¡El payaso!, ¡tengo miedo!, ayúdame mamita, ¡ayúdame! Quítamelo de encima, me quiere robar la moneda; ¿de dónde la saqué?, es mía; ¡lo juro!; el payaso me la dio». «Este maldito demonio es un delincuente —aulló la muy Zorra Pelotuda Madrileña—. Estoy hastiada de él; ya no lo soporto. Son los genes, la maldad le viene por herencia». «Cálmate, querida, sólo es un niño; malcriado, es cierto, pero es mi… (si madrecita, ¿qué soy?, dígame, ¿qué soy para usted?)» Un río con arañas/ el vientre carcomido/ tierra/ muerte/ desgarramiento/ campanas arremolinándose/ crepúsculo asombroso/ sequedad en la garganta/ furias de fin de mundo. Ni lo uno ni lo otro, sólo silencio, ni siquiera un te quiero. Paralelepípedo; la vida es dura, brother, el poder lo es todo.

—Los tiempos han cambiado ¿Cuántos años tienes? ¿Trece, quince, diecisiete? Afuera, mis camaradas están dispuestos a dar la vida por salvarme. Te lo digo, Absalón, estás atrapado. Entrégate.

—¿Perdido yo? Ja. Ja. Ja. ¡Qué vengan los carapálidas! Qué vengan por mí. Con este fierro les voy a rebanar la cabeza. Qué manera, tengo un pulgón por cada criminal. No te doy cargamento si no me das los pergaminos. Primero te mato, después te cocino.

—Aún podemos arreglar las cosas, déjame ayudarte. Tienes talentos, tocas la guitarra, también pintas…

—¡Cállate! No malgastes tu aliento en vanas palabras; aprovéchalas; son diamantes, son figuras de oropel.

—Pues, camacho, el polizonte tiene cogote. Hemos cargado con el muerto del sistema; yo no quiero engrosarme.

—¿Morir? ¿Tienes miedo? Un pinchazo en la guata, una patada en el culo o un piedrazo en la cabeza son actos criminales. El gavilán se come a la zorra y los gatos a los hijos del gavilán. Aquello sí qué vale una lágrima. Por la Santísima Madre de Todos los Corazones Copulados, juro a Dios y a todos sus graffiteros pajarracos endosados a un carromato con bebidas alcohólicas, que desde el mismo vientre de mi madre yo estuve regocijándome a todo cachete. Descubrir el amor para mí fue verdaderamente magnífico. «To catch a few winks», murmuraba Raquel. «Tutito, Raimundito, tutito». Me sometía con todo mi corazón a fuerzas amnióticas sorprendentes: un dedito, la cabecita, ojitos de pescado, colita de renacuajo. Ímpetu amoroso; saltando con latidos de universo, me transformaba; crecía y crecía; lo reconozco, la esperanza era insólita, luminosa. Compuse una canción mnemotécnica. Espérame mamacita/ tu pequeño embrión/ vive por ti/ tanta belleza/ tanto amor. Mi caso es singular, brother, amaba a Raimundo, desde el mismo vientre, es cierto. «Jugaremos a los palitroques», me decía, «elevaremos volantines, intentaremos treparnos al palo encebado, pero quizá (mejor) deberíamos comernos a la gallinita ciega o romper nuestras púas en el corazón de trompos con boca de hermano predilecto, qué sé yo, estúpidos juegos que mi madre llevaba escritos con fuego en su alma». Nauseas, mareos, vómitos repentinos, confirmaron la sospecha de Raquel. «Tienes qué abortar», aulló Magdalena con sonido de araña devoradora de fetos parlantes. «To mind one"s own business. Estas cosas sólo me pasan a mí. Conozco un tipo; es de los buenos; practica medicina alternativa; una treintena de raspajes a la semana». La muy Zorruda Pelotuda Madrileña obligó a mi madre a soportar un pinchazo entre sus piernas. No lloró, se sentía ofendida. Fue decretado el holocausto: "Absalón debe morir". Me aferré a las trompas de Falopio, con uñas, con dientes; chillé como chancho, no pudieron conmigo, nadie puede conmigo (soy inmortal). Me importa un pepino la vida. No debí nacer, debí desangrarme, resistí porque pensé que Raquel me amaba. «Comprende, chico, entrégate ahora mismo, aún tienes posibilidades de indulto. Secuestrar a un agente policial es pena grave, pero el asesinato es la silla eléctrica». Escúchame, brother, escúchame bien. Te mantengo con vida sólo porque estoy esperando el repicar de la campanas, que, según Lucas, escuchan los agonizantes entre destellos de colores escarlata. ¡Cristo! Crees que tengo compasión. Eres un animal incorregible. Te lo voy a demostrar… Oye, Carmelino, he cambiado de opinión, nos vamos a entregar, no vale la pena morir, ven, acércate, ayúdame a desatar a este tunante. «¿Estás seguro, compadre? ¿Después no cambiarás de opinión? Estamos rodeados. Esto es liquidar la perra. Si mi madre me cacha, me mata». Despreocúpate, camacho, tengo nuestro porvenir asegurado. Haz lo que te digo, toma, con este cuchillo corta sus amarras, ¡cuidado!, no vayas a salpicarme con tus… sesos. ¡Cristo! Este hijodeputa ha manchado mi rostro con su sangre. ¿Te das cuentas?, brother, ya te lo dije, de nada te sirven los remilgos pues de la nada somos y a la nada nos vamos en pelota. Tampoco entristezcas por éste; era un chileno de baja estofa. Un paria menos. Los mandarines del Pentágono seguramente pincharán en tu cadáver la cropolálica medallita de San Mártir. Un funeral con banderita yanqui y sus quinientas estrellitas. Me cago en este país, en este puto Imperio. Tributos, impuestos, servicio militar, guerras, piratería, saboteadores autoimpuestos, negros o morenos, rojos o amarillos; tienes un apellido exótico y eres sospechoso, un terrorista en potencia. Sombra arborescente/ un instante estremecedor/ como un títere/ nuestra vida/ naufragando. Qué cómico me parece ahora tu uniforme. Cuando buscas, encuentras. ¿Cierto? Déjame limpiar tu boca. No te dé asco (Absalón besa a Miller Padilla. Sacude su cabello. Voces amenazantes allá afuera). Quiero que se callen, ordénales que se callen. Háblales; diles que todo está bajo control; pero que se callen. Toma, aquí tienes tu radio, habla, ¡habla! Quiero escucharte rogar por tu vida. Look what the cat dragged in. ¿Qué haces?, ¡toma, estúpido!, en castellano, hazlo en castellano. ¿Qué no te van a entender? Nunca he dicho que quiero que me entiendan. Sólo hazlo en castellano.

2

Con mirada insidiosa fui creciendo; arrebatado de voces, que podríamos juzgar, como reliquias de una vida metafísica (deformando irremediablemente la comba natural de mi madre). Sus palabras eran siempre reproches, ensimismamiento, conjeturas. «¿Crecer? ¿Vivir? ¿Morir? ¿Existe el vacío?», «¡de ningún modo!», me respondía a mí mismo con frases carentes de sentido. Mi cuerpo entonces succionaba desde dentro, desde las entrañas mismas de mi madre, gotitas de vida, alimentos como rayos de sol, condensados y transmutados amorosamente.

Nacer fue un acto traumático: intentos abortivos, rabietas maternas, dolor ovárico.

Escuchemos por un momento (mejor será) la voz pusilánime de mi madre cuestionando su existencia. ¿Estoy o no estoy… embarazada? Cruel dilema. ¿Conforman los sueños la realidad? ¿Estoy fofa? ¿Horripilante? ¿Morsa humana? Qué presteza, ¡Cristo!, dos semanas, tres semanas, cinco semanas, seis semanas, tengo tres centímetros de diámetro, qué velocidad; ya no pueden llamarme embrión, ahora soy todo un feto. Tengo un corazón qué late, tengo brazos, piernas, intestino, hígado, ¡riñones!, también me brotan dos ojos (sí, es cierto, no miento, yo nunca miento).

Destellos de oscuridad; destellos metálicos iluminando mis manos; lloro, pateo el vientre, el instinto me inmoviliza, me aferro al cordón umbilical (aún después de tanto crecimiento mi madre intenta abortarme). Llanto, histeria, la muy Zorra Pelotuda Madrileña insultando a mi madre, llamándola pécora, llamándola traidora. Raquel enmudece, Raquel grita silenciosamente, desde cada rincón de su materna profundidad procreadora. Ella piensa. Ella reconstruye instantes esquivos, instantes adversos: ¿Por qué tanta angustia? He descubierto la realidad: Víctor abusó de mí; es cierto; pero Magdalena también. El ordenamiento del caos entonces adquiere consistencia uterina; todo es un torbellino de pujamiento, de sangre, de muerte. Escuchadme, queridos hermanos, abortados del mundo, no olvidéis vuestra membrana vitelina ni la vesícula embrionaria ni la placenta ni el líquido amniótico; no, señor; todo sacrificio es vano, toda muerte es vana. Incumplidas las promesas, enterrad los dientes, si tenéis, o las uñas, qué es peor, pero naced. Ay. Ay. Qué me duele. Horror. Me abortan. Destellos lumínicos oscurecen mi vida: sangre, escupo sangre, escupo mi propia mierda. Felicitan a Raquel, me introducen en la nariz un tubo, ay, duele, ay, succionan y succionan una y otra vez, escucho voces, retazos inciertos, manos grandes, manos delicadas, manos de médico acunando mi cuerpo. ¿Dónde ha quedado mi océano interior? Sequedad; ah, tanta sequedad.

—Éste es tu hijo —dice Magdalena—, míralo, es idéntico a ti.

—¿Es rubio o moreno?

—¡Coño! Qué sé yo. Es… ¡calvo!…

—Entonces… es ¿hombrecito?, dos machos, ¿qué haremos, Magdalena?, ¿morirnos de hambre? ¿No me abandonarás?, ¿cierto? ¿Qué haría yo con dos criaturas? Raimundito es como un hijo para mí, ¡es nuestro hijo!, yo lo traje al mundo, pero éste nació de mis entrañas. Te lo juro, Magdalena, no fui culpable, no me mires con reproche, no puedo aguantar tu mirada, no quise, me obligó, por mis hijos, te lo juro.

—Calladita, amor, arreglaremos las cosas; el tiempo todo lo cura. Lo importante ahora es tu bienestar. Recuéstate en mis brazos, estás hermosísima, la maternidad te ha dado un toque especial, un no sé qué de rico.

—Qué dices, estoy amoratada, y tan gorda como una ballena.

Las mujeres frotan sus bocas mientras contemplo formas extrañas, despojos del ayer.

¿Colores? ¿Qué son estos colores? Imagino figuras indecisas, objetos ¿sin vida?, ¿estáticos? ¿Qué sucede? ¿Por qué el tiempo transcurre tan lentamente? Tengo hambre. Comida, ¡quiero comida! (pienso obsesivamente) Estas extrañas protuberancias ¿son dedos? Tengo sueño, dormir, ¡quiero dormir! Este barullo interior ¿qué cosa es? ¿Una voz dentro de mi propia voz? ¿Estoy volviéndome loco? (responde mi mente). Te estás volviendo loco. Lloro, tengo frío, ¿dónde están las aguas que acunaban mis sueños más hostiles? Estoy ciego. Sombras, paraíso satánico, formas absurdas me asfixian, ¡me matan!, ¡me asesinan! Chupa, tonto, chupa. ¿Quién habla? ¿Sí? ¿Quién? Soy tu yo interior. ¿Mi yo interior? ¿Tienes hambre, chico? No he comido en horas. Chupa entonces. Es la teta de tu madre. Oye, espérate. ¿Qué coño es mi yo interior? Mira. Para que no te enredes con verborrea innecesaria. Te lo explico en pocas palabras. Tu yo interior es una especie de amigo imaginario. ¿Amigo imaginario? Exacto. Y esta cosa que tienes en la boca es la teta de tu madre. ¿Mi madre? ¿La que me quería asesinar? Acertaste. Lotería, chico. ¡Nunca!; no chuparé, el veneno mata, ¡veneno!, teta venenosa. Qué necio, ya no te pueden abortar, estás vivo. Abortar no, pero matar sí. Es tu madre, las madres aman a sus hijos. Ésta no. ¿Cómo puedes estar seguro? ¿Te lo ha dicho acaso? No son necesarias las palabras; lo he sentido en carne propia. Te equivocas, tu madre te quiere. Mentira, eres un mentiroso; un abortivo y ficticio yo interior.

—El niño no me quiere chupar las tetas.

—Tienes que obligarlo.

—Ya lo intenté, pero no quiere.

—Es terco como un burro.

—Le pondremos el nombre de mi abuelo, que era un testarudo incorregible. Absalón Urrutia Ocampo. ¿Te parece?

—¿Absalón? Qué nombre tan…

—Mira, Magdalena, ¡mira!, el niño está succionando, ay, uf, esto duele, ¡cómo duele!

—No le quites la teta, aguanta, niña, ¡aguanta!

Tanto dolor, brother. Que te agarran con tenazas (¡puja!, ¡puja!, ¡puja!), la mollera deformada; es una dura prueba el nacer. Después el amor desmedido, caricias para Raimundo, desprecio para mí. Tardes insoportables de verano, lluvias torrenciales de invierno, el pañal cociéndome el culo, criminales entorpeciendo nuestras vidas (de un modo u otro recordaba nítidamente los intentos abortivos de mi madre, la picana eléctrica, los espárragos primitivos). Todo sucedía desde abajo, con perspectiva vertical. «¡El tributo!», mascullaban los gringos. «Ésta tiene cara de mahometana. ¡Documentos! ¿No tienes? ¡Al calabozo entonces!» Infinito tiempo desmedido en llanto, infinitos golpes en el rostro de Magdalena. Llorábamos a coro con Raimundo. «¡Hagan callar a estas mierdas terroristas!», gritaban los criminales. «¡A callar islamitas malnacidos!» Era el caos y la locura; era la muerte y la putrefacción. Corroída nuestra mente, corroídos nuestros sueños infantiles, podrida la nación más poderosa del orbe, podridos sus políticos, podridos sus chivos expiatorios. «Que los negros, que los asiáticos, que los sudamericanos». ¡Puras mentiras!, ¡estiércol!, ¡carroña!, imperialistas es lo que somos, ¡imperialistas de mierda! Tengo derecho de reconocerme americano. Nací en estas tierras. Soy producto de la fuerza bruta.

¿Tienes miedo? No me mires con ojos suplicantes, me cago en tus sentimientos (¡Puja!, ¡puja!, ¡puja!, gritaban a mi madre, ¡puja chilena reculiada!).

Ahora bien, pensándolo pragmáticamente: ¿matarte para qué?, ¿cierto? Cuando tus compinches intenten un rescate te cortaré la garganta, lentamente, recordando cada noche, cada patada en el culo, cada allanamiento amparado en la Carta Magna. ¿Tiemblas? ¿Sufres? ¿Te arrepientes? ¡Grita entonces!, ¡grita! Me excitan tus aullidos de chancho degollado.

—Hay que comprar pañales —decía Magdalena—. Qué nene tan bueno para mear.

—Si quieres voy yo —respondía Raquel—. Tengo la mamila de Raimundo lista.

—Descansa; yo puedo… ¡Mierda!, mira tu nene, le quité el pañal, paró la cola y me descargó un chorro de pichí. ¡Meón!, ¡meón!, nene malo. Préstame un pañuelo, anda tú a comprar, estoy orinada de pies a cabeza.

—¿Qué mosca te ha picado? Estás un poco nerviosa.

—¡Nadie me pica a mí!… ¡Nadie!… ¿Entendiste?

—Sí, sí, perdóname, no quise ofenderte…

Vagar entonces desde siempre por las calles. Vagar salpicando el concreto con manchitas que significaban gritos, padecimiento, euforia. Vagar con ojos de víbora, descubriendo, inventando, palpando callejones infectos de gatos podridos, basura, tarros colmados de cadáveres. Pintaba murallas, tenía diez o doce años. Figuras como deslizándose en el vacío, como evaporándose en la nada. Arriba o abajo: carteles variopintos, carteles mugrientos profitando de nuestra estupidez, carteles pintados con sangre de niños manoseando cornetas de párrocos pedófilos. Cristo de cabeza con el sexo al descubierto, un cardenal con toga salpicada de pescados con ojos vinagres, con ojos salpicados de sangre de niños abusados detrás de las cortinas del templo, debajo de los cirios ardientes. Cristo invertido, con las venas desgarradas.

He pintado las murallas, he representado mi vida. Esta es la verdad. Solitario en un principio; después impunemente perseguido. Otros graffiteros había como yo, otras voces disidentes, pero era Absalón quien trastocaba el orden natural. Cristo con verga ponzoñosa (no intentaba ofender a mi Dios, eran los pedófilos los repudiados), Cristo con rostro de párroco, Cristo con llagas, con palabras impías: Que vengan a mí/ los necesitados/ esperad por vuestro predicador/ el que vomita ángeles/ con rostros de almácigo. Me atraparon una noche cálida de septiembre (mi madre nunca pudo corregirme, la subversión me era innata). La estación policial no fue el castigo, me llevaron esposado a un recinto, que reconocí más tarde como la pagoda del santísimo clero. Me desnudaron, pintaron mi cuerpo, laceraron mi piel. El párroco implicado en violaciones de infantes me miró con ojos de buitre, pellizcó mi carne, acarició mis orejas.

Con salivosa oratoria, articuló palabras en código para sordomudos.

—Lo que tú haces es pecado. Estás causándome problemas. Levantar falso testimonio no agrada a Jesús. Compórtate, Absalón, no pintes obscenidades. Dedícate a estudiar, tu madre está preocupadísima. Las autoridades quieren enviarte a una correccional. Eres culpable de difamación, de destrucción de propiedad privada, de calumniar con descaro; en fin, las pruebas son abrumadoras, los testigos son de respeto; tu hermano es uno de ellos; ¿te quedas mudo?, ¿no me crees?; Raimundo está en la sacristía preparándose ahora mismo para el bautismo. Ah, Virgencita Santa, si fueras como tu hermano nos podríamos entender, pero eres demasiado orgulloso; mírate, ¿esto es lo que quieres para ti?, ¿pintura, decadencia, pecado? Podemos amistarnos, yo te doy mi mejilla, pero, ¿qué me das tú?, eh, dime, ¿qué me das? Créeme, Absalón, no lo dudes, te lo juro por la Santísima Madre de Dios, eso que dicen de mí, no es cierto, soy célibe, te lo puedo demostrar; mira; ¿te das cuenta?, no tengas miedo, la gente murmura, los protestantes nos tienen envidia, inventan historias para desprestigiarnos. Los talentos que te dio Cristo aprovéchalos positivamente, yo te presto el frontis de la iglesia, píntala, dibuja con maestría, yo sé que puedes; pero como Miguel Ángel, no como un degenerado. La correccional es traumante, un niño con tanta sensibilidad artística sufriría horrores, déjame cuidar de ti, no temas, ¿tienes frío?, ven, yo te bañaré, te quitaré toda esta mierda, ¿quién pintó tu cuerpo?, pobrecito, no temas, ¿quieres más caliente el agua?

Después de aquello abandoné la vida uterina, abandoné la falsa bondad materna, abandoné los cantos atiborrados de zetas de la muy Zorra Pelotuda Madrileña, abandoné los remilgos acusadores de mí odiado hermanastro, abandoné la vida; mi refugio fue la calle, los graffitis, la composición descabellada dilatándose como un tramo de alcanfor; dilatándose con ojos de vinagre, con cadenas inhumanas, con espinas de espuma, con lenguas arenosas lacerando el corazón de Cristo. Alimentar mi cuerpo fue tarea extraordinaria. Pinté y pinté incansablemente. Milton Carpentier persiguió mi sombra hasta exprimir cada contorno, cada bosquejo de mi propio personaje; de mi propio yo espantosamente superlativo. ¿Terrorismo eclesiástico? Tal vez. ¿Exorcismo? No creo. Muchas alternativas no tuve; prolongar el vacío fue para mí una necesidad fisiológica; necesidad de entregarme forzosamente a la contemplación del sol. Aprendí en las calles el cariz adecuado, la textura infinita. Cantar canciones con sentido inquisitivo, tuvo en mí, la contraparte de complementar un estado matríztico omitido o tal vez repudiado, pero presente; infernalmente presente. Ni siquiera el gigantismo urbano pudo evitar la inercia, el hastío, la mutua casualidad. Nos acercábamos sin olfatearnos: los ojitos neurasténicos de Magdalena, tintado el cabello de rubio ceniza. Yo, con mi estilo desenfadado, ella salpicando las esquinas con sus melódicos romanceros un tanto agitanados. También yo me ganaba la vida tocando la guitarra; mal de familia. ¿Por qué escribí? ¿Por qué canté? ¿Por qué pinté? ¿Por qué mentí? Narcisismo compulsivo, según mi odiado hermanastro; cursilería, según Magdalena.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente