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Ritual de Piernas de Seda (novela)

Enviado por Mauricio Uribe


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

  1. Primera Parte
  2. Segunda Parte
  3. Tercera Parte
  4. Cuarta parte

Primera Parte

1

Vivíamos hacinados en un edificio de siete pisos: multitud de etnias, de nacionalidades, de credos, de oficios, de manías varias, prosperaban o morían, esperando sencillamente una oportunidad para cambiar de piel. Éramos expatriados forzosos o por mutuo acuerdo. Memorias de historias trágicas, de incidentes políticos, de amores frustrados. Éramos ángeles de cuerpo corrupto: sudamericanos, asiáticos, árabes, caribeños. Habitábamos míseros centímetros de paredes derruidas: tapiadas las ventanas, oscuridad total. Trabajábamos en los peores oficios: de barrenderos, de traficantes, de travestis, de putas, de golfos, de estudiantes de doctorado.

Nunca supe o nunca quise enterarme de las razones de expatriación de Magdalena Ocampo.

—¡Oye, fisgona! ¿Qué tanto me miras? ¿Acaso te gusto?

Aquellas fueron las primeras palabras que intercambiamos.

—Estás un poco neurótica —respondí con voz chillona—. ¿No te parece?

—¿Neurótica?, ¿yo?

—Neurótica y bastante desafinada.

—¿Desafinada? ¿Qué te crees?

Magdalena me miró con ojos de abeja reina, el gorro baquero embellecía su rostro.

—¡Tu abuela es desafinada! Soy, a todo orgullo, una estupenda cantante…

—¿Callejera? ¿Eres una cantante callejera?, ¿cierto? Déjame ayudarte con efectivo. El arte necesita de metálico. Toma. Aquí tienes cincuenta centavos para que te compres un sombrero nuevo, porque el que llevas te queda pésimo.

Sin esperar respuesta giré en mis talones. Puntitos de neón allá arriba iluminaban un cielo sin estrellas. Oscurecía. Torrentes de burbujas de un millón de edificios y torbellinos de papelitos de perpetua nochebuena, como huellas olvidadas en un tacho de basura. Multitud de parejas entre las sombras abrazándose, multitud de hombres acariciándose, multitud de mujeres vendiendo sus cuerpos. Estaba excitadísima; lo recuerdo perfectamente; mi corazón palpitando, bum, bum, bum. Me imaginaba a mí misma vengando mi honor con espada justiciera. Un cafetín con rótulo castizo a cinco metros de distancia. El tiempo repentinamente pareció esfumarse en charcos de paredes recubiertas de espejos. La atmósfera del cafetín apestaba a sobaco: un centenar de individuos deambulaba por allí, alcoholizados como bestias.

—¿Un café con engañito? —chilló en spanglish un mozo de aspecto oriental con cabellera tintada de rubio— Para el frío, digo yo. Es nuestro trago típico. Podría, si quiere, conseguirle también un poco de… ¿Usted sabe?, ¿cierto? ¿Acaso es extranjera? Es raro verlos por aquí, los carapálidas no frecuentan este restaurant.

—¿Qué te crees? ¿Piensas acaso qué soy una cualquiera?, ¿una viciosa?

—Para nada, qué cosas dice usted. El engañito es agua ardiente. No se preocupe, es legal. Los parroquianos lo toman a raudales. Llueve mucho por estos lados, pero con este brebaje levanta/muertos, digamos que…

—Um. Pensándolo bien, podría tomarme uno. Estoy un poco nerviosa. Esta ciudad me pone los pelos de punta. Hasta sus artistas tienen una impertinencia insoportable. ¿Qué locura estoy pensando? Ésa no era artista. La muy pelotuda tocaba la guitarra pésimamente. No cantaba, ¡gritaba! No gritaba, ¡aullaba!

—¿Se siente bien, señorita?

—No hagas preguntas estúpidas. Y tráeme el café con engañito, pero no tan cargado.

—A mí sírveme de lo mismo —murmuró Magdalena Ocampo al tiempo que engarzaba sus manos como rezando a Buda en signo de contrición—, pero con harto engañito, mira qué tengo el alma destrozada.

Volutas de humo de pipa, de pitillos rancios, de axilas velludas, de piernas sin depilar, de escupitajos, de vómito, de caca de mosca: parroquianos en estado febril abrazándose, mujeres de ojos oblicuos tocándose, mujeres de ojos tristes, mujeres de cuerpos amarillos, de cuerpos rojos, negros y azules.

—Paisana, discúlpame —dijo secamente Magdalena Ocampo—, pero tienes toda la pinta de una maldita gringa loca. Con esas caderas angostas, con tu pelo rubio, tan alta, ¿qué te crees?, ¿qué soy adivina? Las gentes de por aquí, que parlan español, son más bien morochas, negritas, aztecoides, manitas africanas, dientes podridos de Venezuela, perniles regordetes de Brasil, toda la gente pobre, paupérrima. No lo niego, también las hay gallegas, catalanas, ¡hasta vascas!, pero son de la peor ralea, yo no me meto con ellos, me tienen hastiada sus costumbres. Que matar toros, que platicar como machos, que leer poesías con sabor a poto. Que la reina por aquí, que la reina por acá. Estoy asqueada de mi gente, prefiero a las chicanas, son más bravas.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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