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Ritual de Piernas de Seda (novela) (página 3)

Enviado por Mauricio Uribe


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Durante treinta días no hubo rastros de Magdalena. No quería aventurarme por las calles. La extrañaba. Hubo allanamientos. Más de lo acostumbrado. El trío gay de musulmanes fue encarcelado. Abdul al-Farid, según testimonios de vecinos, había desaparecido. Buscaban culpables. No de la muerte de Miller Zapata. Habían ya clonado al sargento. Terroristas era lo que buscaban. El país estaba atónito. Las Torres Infructuosas complicaban las cosas. El chivo expiatorio —por ahora— era un tal Bin Laden. Ciertamente, con el tiempo, también seríamos los ilegales. La muerte de tantos inocentes, de miles de personas, aumentaba mi preocupación por Magdalena. La ciudad era un caos. Tenía miedo. Aventurarme por las calles era un peligro. La vida, en sí, era un peligro. Treinta días sin noticias de mi querida amiga. La imaginaba agonizante o pulverizada, en el preciso instante del ataque terrorista: cantando canciones de protesta en medio de la explosión colosal. Eran cientos los desaparecidos. Magdalena quizá un número pulverizado en el vacío. Con toda la fuerza del mundo deshice la distancia entre su cuchitril y mi apartamento. No había puertas ni ventanas en su habitación. Todo estaba destrozado. Rastros de vidrios rotos. Rastros de sangre en las paredes. La indignación se apoderó de mi alma. La peor pesadilla imaginé: los criminales la habían descubierto seguramente; la tenían presa o la habían asesinado.

De tumbo en tumbo, con los ojos desorbitados —como un batracio deglutiendo insectos— caminé a tropezones buscando los siete pisos de mi destartalado edificio; con la certeza de la muerte entre las rodillas.

Subí las escaleras. Abrí la puerta de mi apartamento. Me quedé pasmada. Con la lengua colgando, el insecto, estaba mirándome, recostado en la cama.

—¡Hola! —esputó Magdalena con boca de sabandija— ¿Qué tal?

No pude responder.

Me ardían las orejas. Me miré en el espejo adosado a la pared. No me había maquillado. Estaba horrorosa.

—Paisana, no te admires tanto. Si te ves preciosa.

Me senté en el borde de la cama. Tragué saliva. Mi larga cabellera rubia era como una mota de crin de muñeca plástica.

—¿Dónde has estado? —logré articular palabras— Pensé que te había perdido para siempre.

Magdalena no respondió a mi pregunta. Me acarició el rostro. Me recostó sobre su pecho. Estuvimos un buen rato en penumbra. Temblaba de rabia y de alegría al mismo tiempo. Magdalena me acarició los brazos. Mi corazón era como un océano sin marejadas ni peces asesinos. La voz de mi madre entonces trepó de improviso a mi mente. Estaba preocupadísima. Nos habíamos comunicado por teléfono. Me exigía que regresara a Chile. Para calmarla le prometí mi regreso. La destrucción de las Torres Infructuosas había complicado la situación.

Un fétido olorcillo que emanaba de Magdalena de pronto crispó mis narices. Levanté el rostro. Sus ojos negros, sin rímel. Estaba más fea que yo. Me incorporé. Acaricié su cuello. Miré sus pies. Una capa de mugre los deformaba. Adiviné las formas femeninas impregnadas de suciedad. Me escandalicé. Algo, que realmente no podía soportar, era la inmundicia. Con cólera, le quité la polera y el pantalón. Magdalena no pronunció palabra. Me quedé horrorizada. Su cuerpo era una masa indecible. Las ropas apestaban a mierda. La rabia se apoderó de mí. Sin pensarlo abrí la ventana: gritos de indignación tronaron allá afuera, en la calle. Magdalena me miró curiosamente. Me acerqué a ella. Mi nariz la repudiaba.

—¿Qué haces, niña? —preguntó Magdalena.

No respondí a sus quejas. Abrí la llave de la ducha.

—¡Báñate! —le increpé— ¡Báñate si quieres quedarte en mi apartamento!

—Pero, ¡Raquel!, ¿no sabes por lo que he pasado?, casi me matan.

—Báñate primero. Más tarde habrá tiempo para asuntos abstractos.

La habitación apestaba. El barullo desmesurado de la ciudad deshizo las palabras de Magdalena en multitud de gotitas de agua. Después de unos quince o veinte minutos entré al baño. Me ruborizó la desnudez de mi amiga. Con unas pinzas introduje las prensas íntimas en una bolsa plástica. También las arrojé a la calle.

—Pero, ¡coño!, ¿qué haces?, ¿te has vuelto loca? No tengo más ropa. ¿Qué hago? ¿Andar desnuda?

—Prefiero.

Abrí una maleta. Busqué entre mis cosas.

—Toma, aquí tienes.

—Esta pantaleta ¿es tuya?

—Acabo de comprarla.

—Préstame una camiseta. Los zapatos no los vayas a tirar por la ventana.

—Es tarde para quejas. Si quieres, puedes bajar y recogerlos.

—Estás completamente loca.

—Una de las cosas que no tolero es la inmundicia.

—No es culpa mía, los criminales estuvieron apunto de pescarme.

Sus palabras me inmovilizaron. Fui presa de sentimientos contradictorios. Imaginé a Magdalena destripando a Miller Zapata. Cruel asesina con pantaleta ajustada y polera con dibujo de Mickey Mouse.

Magdalena era mucho más baja que yo. Su figura agonizaba en un mar de telas sintéticas. Me miró con ojos de abeja reina mientras caminaba descalza hacia mí. El perfume de su piel era nuevamente el acostumbrado.

—¿Estás contenta ahora?

—Pues, no, fíjate, has mojado la alfombra.

Magdalena se indignó. De un salto se dejó caer sobre la cama.

—Estoy exhausta; pero lo confieso, el baño me ha rejuvenecido. Ni parece que estuviera tan vieja. Veintiocho años ¿es mucho? ¿Cierto?

—No sólo te ha rejuvenecido; ahora estás muy…

—¿Muy qué?

—Nada, olvídalo…

Magdalena cruzó los dedos en su nuca. Contempló la habitación como buscando algo. Varios objetos habían desaparecido. El mobiliario se había reducido a un camastro, a una caja de madera, a una lámpara, a dos maletas y a un par de zapatos extras.

—¿Y el sillón? ¿Y la mesita con el macetero y las flores plásticas?

—Los tuve que vender. No tenía dinero para…

—¡Pobrecita! —interrumpió Magdalena mis palabras— En mis pantalones tengo cien dólares. Tómalos. Son tuyos.

Me quedé estupefacta.

—Te digo la verdad. Yo nunca miento.

Bajé corriendo las escaleras, saltando los siete pisos como una loca.

Di gracias a Dios por la inmundicia de colgajos que, irrisoriamente, Magdalena llamaba "sus pantalones".

Con repugnancia hurgué en los bolsillos. Un puñado de billetes había efectivamente. También unas llaves y un portadocumentos. Algunas personas me miraron con desconfianza. Desaparecí raudamente. Escaleras arriba, la curiosidad pudo más. No estoy segura si curiosidad es una palabra fidedigna, tal vez desconfianza o intuición, qué sé yo, algo, una fuerza desconocida me obligó a inmiscuirme en la intimidad de mi querida amiga. Una foto de Madrid y una carta llamaron poderosamente mi atención. Reconocí a Magdalena, muy joven, abrazada a una muchacha de aspecto nórdico. La carta estaba escrita en un idioma desconocido para mí. Me avergoncé de mi impudor.

Sacudí mi cabeza. Acomodé mi cabello. Luego trepé los últimos escalones que me faltaban para llegar hasta mi apartamento. Giré la manilla de la puerta, muy despacio, para no molestar a Magdalena, pero los goznes mal engrasados aullaron una melodía inquietante.

Mi querida amiga dormía como un bebé. No quise despertarla. Aún, el sentimiento de vergüenza, no me abandonaba. La arropé cariñosamente. Ella había cuidado de mí durante mi convalecencia. Dejé, sobre el improvisado velador, los objetos personales de Magdalena. Oscurecía. Me quité la ropa. Se habían impregnado mis pantalones, y todo mi cuerpo, con la pastosa suciedad de mi huésped. No había champú. Apenas un poco de jabón. Me froté el cuerpo con fuerza. Estaba muerta de frío. Me sequé con una toalla. ¿Dónde dormir?, era la pregunta. No quería molestar a Magdalena. Me había comportado como una ingrata. Busqué en las maletas: el pijama lo había vendido. Solamente me quedaba una muda de ropa interior y apestaba a xenofobia. Sin pensarlo —el frío era espeluznante— me acosté en el borde de la cama. Intenté conciliar el sueño, pero todo esfuerzo fue inútil.

De pronto Magdalena giró su cuerpo como aparentando despertar de una pesadilla: el roce de su piel fue cálido. No tuve alternativa, me adormecí en su calor. «La pantaleta», me dije. «Sí, la pantaleta me servirá de pijama».

Intenté erguirme, pero Magdalena se aferró a mis brazos.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Tengo frío —respondí—. Quiero la pantaleta.

—Ah, la famosa pantaleta. ¿Y para qué la quieres? La arrojé por la ventana. ¿No comprendes acaso que todo tiempo será variable o invariable dependiendo de ciertas emotivas circunstancias? Je. Je. Je. No me hagas caso, querida, realmente estoy soñando.

Me quedé pensando en las palabras de Magdalena.

—Si tienes frío —dijo Magdalena secamente—, abrázame, no muerdo.

—No, gracias —respondí bastante turbada—, estoy bien así.

—Vamos, Raquel, qué no es juego; yo tampoco puedo dormir.

—Pero si roncabas.

—Es que con tu presencia me ha entrado un frío terrible, como de muerte.

El método dialéctico utilizado por Magdalena era el correcto: el apartamento sin calefacción ni pijamas era insoportable. Descontando la inexistencia de frazadas por razones de subasta. Nos acurrucamos: nuestros cuerpos generaron el calor adecuado para incitarnos al sueño. Incontables pesadillas me invadieron. Inconfesables pesadillas, diría yo. Recuerdos de mi infancia ocuparon mi campo visual. A caballo recorría vastas extensiones del sur de Chile, entre bosques milenarios, entre ciénagas, entre copihues, entre acantilados, entre cordilleras eternamente nevadas. Ráfagas de viento desencadenaron entonces su poder como por encanto. Ráfagas de meteoritos cercenando poblados primitivos. Entre las ruinas de la infructuosa geografía: paisajes desconocidos brotaron con estruendo de ola salvaje. Entre la confusión telúrica pude distinguir un brillo luminoso, acechante, acercándose en la oscuridad. Eran soldados con cascos metálicos caminando desfallecientes. Con bravura cortaron cabezas. Entre la multitud pude apreciar la calva apestosa, el hígado desgarrado y los ojillos de marioneta de Miller Zapata. Pedro de Valdivia —Conquistador de Chile— lideraba el guiñapo de españoles. Cuando la matanza de indios hubo acabado, el caballero de la brillante armadura me miró con desprecio, y, acercándose rastreramente a Miller Zapata, le esputó, en un idioma que no pude comprender, palabras que supuse obscenas. Me desnudaron las manos impúdicas de Miller Zapata. «¡Piedad!», gritaba yo. «¡Piedad!». Entre la floresta —con armadura y sombrero de penacho, cabalgando raudamente en un cuadernillo escolar pintado a carboncillo— Magdalena Ocampo disfrazada de hombre intentaba liberarme del abrazo orgiástico de Miller Zapata. Imaginé la muerte en sus rodillas. La quijada, el esternón, la tibia, el peroné, las herraduras de oro, la montura de plata. Con furia cercenó la cabeza de mi captor. Un grito apocalíptico contrajo la espesura de la selva fluvial de Arauco. Magdalena entonces lavó mi cuerpo; besó mis heridas. Todo era tan armónico. La coraza de mi príncipe valiente había desaparecido; la geografía misma tan cambiante había desaparecido. Súbitamente una tremenda felicidad se apoderó de mi alma. Gemía de placer. Me revolcaba en orgía en un sueño dentro de un sueño. Desperté mientras Magdalena Ocampo —o su proyección onírica— succionaba mi clítoris.

—¡Dios míos! —grité— ¿Qué haces?

—Devoro las tripas a Miller Zapata. Estabas condenada a muerte. Tuve que asesinarlo.

3

Abrí los ojos muy entrada la tarde. La soledad era intensa. Recordaba confusamente retazos de una pesadilla. Mi madre o mi padre, creo que me visitaban (nunca he podido recordar los detalles de las complicadas redes de los sueños: ¿defecto o cualidad?). Busqué en las maletas: calcetines, medias de nylon, cosméticos variopintos; ni pantalones ni chalecos ni zapatos. Sentí pánico. Magdalena se había marchado con todo. Me maquillé, me lavé los dientes, me duché. Esperé unas dos o tres horas. Tenía mucha hambre. Estaba semidesnuda; no podía golpear la puerta de Víctor y presentarme como Eva. Pensaría obviamente mal de mí. Esperé pacientemente hora tras hora, muerta de frío. Exactamente a las tres de la madrugada, Magdalena giró las manecillas del reloj. Venía cargada con bultos. Me saludó con un beso en la mejilla. Yo estaba furiosa, indignada, dolida, pero me contuve.

—Hola, niña —dijo en tono meloso—. ¿Ha llegado Navidad un poco adelantada? ¿Cierto?

Efectivamente eran paquetes envueltos en papel de regalo.

—¿Qué has hecho? ¿Dónde están mis pertenencias?

—¿Tus pertenencias? —preguntó sarcásticamente.

—Sí, mi ropa, mis pantalones, mis zapatos.

—Qué me preguntas a mí. Eres una chiquilla bastante descuidada. ¿No te parece?

Una fuerte y masculina risotada estalló en el rostro de Magdalena.

—Toma, amiga, un obsequio.

Roja como tomate, arrugué el entrecejo. Negué con la cabeza.

—No puedo aceptarlo —respondí.

—Entonces resígnate a caminar desnuda por el edificio.

Tres golpecitos en la puerta ensombrecieron el rostro de Magdalena.

—¿Quién es? —pregunté ásperamente.

La respuesta fue el quejido de los goznes.

Me oculté como pude entre las sábanas.

—Qué tal —saludó Víctor—. ¿Cómo te va?

—¡Siempre irrumpes de este modo! —gritó Magdalena.

—Pero, vecinita, ¡qué sos bruta! Cuidado con esta gatita, no te metas con…

—¡Calla, zoquete, qué te mato!, te lo juro.

Tuve que calmar a Magdalena, pues Víctor traía noticias perentorias.

De un modo u otro (de manera incongruente, lo admito) me apropiaba de una realidad que no lograba comprender. No sólo era el cambio de vida o de país. Algo latía en mis entrañas, una fuerza con destellos intermitentes.

Mientras Víctor y Magdalena, discutían a viva voz, parecieron inmovilizarse como volutas de luz disgregándose en el tiempo (lo confieso; no sé si todo aquello era producto verdaderamente del hambre o de la vergüenza, pero era tan real como la madera o como la tibieza de las sábanas). Pude distinguir cada detalle de la estructura interna de Víctor —tanto psíquica como sentimental— como si con una lupa o con un microscopio lo examinara. Loa párpados negruzcos, las pestañas en cámara lenta, la suciedad de los cristales de sus anteojeras pero en racconto. Pude adentrarme en su cabeza, en sus pensamientos. Era un hombre extravertido pero tímido. Esta observación era obvia. Me había convertido sorprendentemente en un títere de mi propia imaginación, como si de modo inexplicable pudiera descifrar la horrorosa letra de mi vecino de apartamento escrita en aquellos miles de folios de tratados sociopolíticos (ataques directos a la política exterior norteamericana). El odio latiendo en cada frase, enemigo acérrimo, izquierdista marxista, encanallado por sucesivas derrotas. Barrendero profesional, vomitando verbos, que, de un modo incierto, yo misma ejecutaba. El exdictador encarcelado o viviendo en islas paradisiacas, habitando la imaginación de Víctor, habitando el infierno de su mazmorra ilusoria.

¿Qué maligna fuerza apresaba a mi vecino de apartamento a esta tierra de muertos/vivos? ¿Qué hado maléfico le obligaba a permanecer atrincherado en la tierra de sus antípodas intelectivas? De pronto toda aquella vorágine de tiempo estancado en mi mente acabó de manera abrupta, imposibilitándome la comprensión absoluta del personaje. «Sí», me dije, «Víctor es un personaje, un ente, un expatriado». Tuve miedo entonces de mi alma, pues me sorprendí espiando mis propios sentimientos. ¿También era yo un comediante, un clon? Magdalena me miró con disgusto. Deliberadamente pensé en adentrarme en su mente, pero el pánico se apoderó de mí. Nos confundimos entonces en un caos de individuos informes, luchando cada uno con su separatividad.

Un grito estentóreo que provino de la calle activó los músculos involuntarios de Víctor.

—¿Qué sucede? —pregunté con voz entrecortada.

—Bueno, si tu ¿amiguita? no me rompe el cuello, podría confidenciar copuchas urgentes que se tejen entre bambalinas.

—Pero, ¡hombre!, habla, ¡qué me pones nerviosa! —chilló melodramáticamente Magdalena.

—Los criminales; el asunto es con los criminales. Habrá redada. Los del apartamento mahometano cantaron como canarios. Harún, Ibn y Anwar son mariposones de cabo a rabo. Un par de patadas en el culo, unos cuantos combos en el hocico, algunos dientes quebrados, unas cuantas costillas rotas, qué sé yo, en fin, estos maricones, estos hijos de Mahoma ni siquiera pudieron soportar el bastón eléctrico.

—Más respeto, coño, que son personas, minorías sexuales. Si queremos democracia, comencemos por casa. ¿No te parece?

—Gatita, no me vengas con eufemismos. Que los tapaculos y las lesbianas tienen este país en…

—Te lo advierto, ¡gilipolla del demonio!, no te metas con…

—Pero, Magdalena —intervine secamente—, ¿por qué te preocupan tanto los invertidos? A mí me caen chancho.

Bueno, desembucha —murmuró mi compañera de apartamento—. Que si de criminales se trata, la cosa es peligrosísima.

Víctor miró con sarcasmo a su —ahora— odiada interlocutora. Convencido de su triunfo nos explicó el asunto escuetamente. Los musulmanes habían denunciado a Abdul (que por supuesto había escapado). Magdalena estaba erizada como felino. «La muerte de miles de norteamericanos debería vengarse. Los criminales necesitaban chivos expiatorios». Cuando mi vecino de apartamento denunció la muerte por millares, Magdalena Ocampo suspiró de manera efusiva. Suspiro que catalogué, como signo de regocijo.

—Buscan venganza —murmuró Víctor.

—¿Venganza de qué? —preguntó Magdalena—. ¿No creo que los criminales se tomen tantas molestias por un chicano?

—¿De qué hablas? ¿Estás volviéndote loca? A Miller Zapata ya lo clonaron. ¿Dónde has estado? No comprendes. ¡Musulmanes!… —gritó Víctor amenazadoramente— ¡Musulmanes!

—Bueno, ¿y qué?

—Pero, ¡gatita!, acaban de estallar dos aviones en las Torres Infructuosas.

—¿Las Torres Infructuosas?

—Sí, mujer… ¿En qué país vives?

Magdalena me miró desconcertada, con ojitos de cordero degollado. Acostumbraba la práctica de su romancero gitano muy cerca de los otrora poderosos íconos de la cultura norteamericana. De la que me he salvado (pensó Magdalena). Entonces aquella columna de humo ¿era producto del cataclismo? Un grito tan potente como el anterior paralizó mis pensamientos. Tuve que abandonar mi postura chamánica. Magdalena abrió, tan neurótica como ameritaba la situación, los paquetes de regalo. Pantalones, poleras, chalecos, ropa femenina. Me vestí raudamente. Nos asomamos a la ventana. Abajo, un cerco de soldados custodiaba nuestro edificio. Víctor entró en pánico. Intentó esconderse debajo de la cama.

—¡Nos van a deportar!

—Hombre, cálmate —le esputó Magdalena violentamente—. ¿No dices que los musulmanes incriminaron a Abdul?

—No sólo a Abdul. Los muy maricones nos acusaron a todos.

—Los gringos no se tragarán el cuento.

—Claro qué sí. ¿No estamos acaso rodeados por millares de milicos?

—Tonterías. No tenemos nada que ocultar.

—¿Y tu pasaporte? ¿Te has conseguido uno?

—Sabes qué no.

—Entonces… —dijo Magdalena con boca temblorosa— Entonces, el boludo tiene razón.

La puntiaguda nariz de Víctor —como si el tiempo inundara nuestros ojos de un llanto con párpados de criatura envilecida en la sustancia psíquica intelectual— fue adquiriendo una increíble consistencia. Difícilmente una mujer puede comprender la mente de un hombre. Un combate de proporciones cósmicas, podía, sin embargo, intuir en la psiquis de Víctor. ¿Odio trocado en pánico? ¿Amor en dosis regulares de adrenalina? Víctor era virtualmente una cucaracha. De noche un escritor panfletario, de madrugada un emigrado, un ilegal, un barrendero. No comprendía la actitud de Víctor. Con su talento fácilmente habría podido reconquistar en su país de origen la cátedra de profesor universitario. ¿Qué cruel metafísica, qué acto de mortificación eran los factores causantes de su estadía premeditada en el país de los triunfadores/derrotados? ¿Qué sentimientos eran los que impulsaban a tantas personas a odiar y a entregarse —como prostitutas— a la nación del norte, en una mezcolanza de sentidos, en una fusión de sensaciones difícilmente comprensibles para una provinciana como yo?

Magdalena Ocampo también sufría de metamorfosis. Impregnada de una suerte de vasallaje condenatorio había escapado de España con propósitos que ignoraba. Muerto el Dictador, la fiebre de la droga y del sexo eran realidades en precario equilibrio diluyéndose en sobacos peludos de caballeros andantes de cocainómana figura. Estos razonamientos de ningún modo eran producto de xenofobias ocultas en mi alma. Era el fastidio, más bien, transformándome en mujer. Verificada la metamorfosis, ya no era solamente Raquel Urrutia, descendiente de familias tradicionales, rubia, ojos amarillos, hija única, veintiún años. ¿Mis percepciones acaso eran atribuibles a mis prejuicios virginales? Tal vez requería necesariamente de la posesión física de un hombre. Sentirme amada. Sentirme madre. ¿Era la educación en colegios católicos lo que me imposibilitaba la captación de la real? ¿Era la nariz de Víctor una especie de tornillo engarzándose en su rostro? ¿Aquella monstruosidad era provocada por urgencias femeninas; urgencia de sensaciones fálicas, urgencia de convertirme en objeto orgiástico, de poseer entre las piernas, en definitivas cuentas, un pene latiendo virilmente, un pene erectándose, un pene haciéndome gemir como una vulgar puta?

Estaba bastante confundida. Víctor era imaginativo, amable, creíble. Sus canas, sin embargo, eran un obstáculo. ¿Cuarenta o cincuenta años? Mis padres no aprobarían una relación tan desequilibrada. Aún, aquí, en el mismo infierno ¿las sacrosantas escrituras grabadas con fuego —por tradición familiar— eran carne de mi carne? La respuesta era un gemido interior, una sinapsis mental, un barullo estruendoso. Era la destrucción de Sodoma y Gomorra. Era la mujer de Lot. Era Eva castigada desde siempre hasta nunca acabar. Era Magdalena —la prostituta— convertida en piedra apostólica de la misericordia de Cristo.

Mi corazón entonces, como por arte de magia, fue extraído de cuajo. A culatazos, a patadas, a combos, a escupitajos los criminales reinventaron la crucifixión. Las puertas adquirieron entonces una saturación de madera podrida. El templo evangélico en llamas, la botillería de mister Pancho en llamas, los cimientos del edificio de siete pisos en llamas, el prostíbulo en juerga. Conchita, Perla, Violeta, Mariposa, Caribeña, Turquesa y Luciérnaga, desnudaron sus cuerpos como si desenredaran una madeja de fino escote. No hubo violencia, sólo posesión física. Ni rastros de Abdul entre las sábanas. Con furor un teniente de fibrosos músculos derribó la puerta del apartamento norcoreano. Las fuerzas militares irrumpieron brutalmente. Tampoco hallaron rastros de Abdul. Los pisos subsiguientes sufrieron las mismas consecuencias. Con el panameño, un gordo que, en la clandestinidad, ejercía en su propio apartamento, la profesión de dentista, se ensañaron. La maquinaria fue confundida (imagino que a propósito) con supuestas armas biotecnológicas. El infierno mismo estalló con furia de olas bravas: el quinto y el sexto piso fueron literalmente destrozados. El terror entonces se apoderó de nosotros. Ahora nos tocaba el turno. Magdalena me miró, pálida, como un cadáver. Los siete hijos de la familia Pérez lloraban histéricos. Los criminales nos acechaban. Estábamos perdidos. Nos apresarían. Nos deportarían. El fin de nuestra comunidad estaba próximo.

La muerte entonces como una máquina devoradora de espacio/tiempo se apoderó de cada fibra, de cada elemento, de cada materia viviente que respiraba en torno al edificio. Afuera, los carros policiales con sus balizas, con su griterío de estruendosa modernidad enmudecieron. Era el caos como en el principio del mundo. Un silencio de premonición, de anticipo de tormenta trepó a nuestros ojos. Imaginé a Dios creando el universo. Imaginé a mis padres observándome por cnn. Un estallido de garganta entonces irrumpió en la continuidad del tedio creador. No era Dios el que gritaba, ni eran sus ángeles escupiendo galaxias.

Los criminales retrocedieron espantados; aturdidos más bien. El fanático terrorista (implicado en la destrucción de las Torres Infructuosas) amenazaba con detonar una supuesta bomba bacteriológica. Víctor era amigo íntimo de Abdul (verdaderamente eran compinches de odios raciales). Magdalena temblaba como corderillo. Los siete hijos de la familia Pérez habían enmudecido. El aullido de la muerte galopaba entre racimos de dinamita. Los gringos intentaron con palabras corteses intimidar o convencer a Abdul de entregarse sin necesidad de derramar sangre inocente. Me impresionó el cambio de actitud de Víctor. Su nariz había adquirido una dimensión desmesurada. Me sentí poseída por su magnetismo. Un súbito orgasmo contorsionó mi vagina. ¿Era el pavor o el deseo físico que, inesperadamente, me dominaba? No pude encontrar una respuesta satisfactoria a mis absurdos espasmos (involuntarios, lo confieso; e imperceptibles).

—Vamos —murmuró mi onírico amante—. Es nuestra oportunidad.

—Estás loco —le respondí—. Si el maldito Abdul nos escucha detona la bomba.

—No preguntes nada en este momento y sígueme.

Abrimos la puerta del apartamento. Tuve que arrastrar literalmente a Magdalena. Rolando Pérez, con expresión abatida, respiraba quejosamente. Víctor susurró palabras en su oído que no pude comprender. Rolando Pérez arrugó el ceño con muestras de asombro. Trece supervivientes del allanamiento bajamos por la escalera de incendio. Abajo, los criminales nos rodearon. El Profeta sudaba sangre. María González sudaba grasa. Se había corrido la voz de la presunta captura de Abdul. Un cerco de brazos uniformados aprisionaba nuestras gargantas. A empellones nos forzaron a ingresar al círculo de hierro. Un grito de ultratumba deshizo la hombría de los captores. Abdul amenazaba con detonar la supuesta bomba bacteriológica. Víctor me miró con sarcasmo. Un estruendo como de marejada se precipitó entre la muchedumbre.

—Fíjate —murmuró mi vecino de apartamento—, no hay cámaras ni reporteros.

—Pobre Abdul —suspiró Magdalena.

—Larguémonos de una vez por todas —ordenó Víctor—. ¡Idiotas! Se dejan embaucar por un palestino despatriado.

Su risa vibró como campana de pueblo fantasmal mientras nuestros pasos derribaban las sombras de una multitud de edificios —trepando o intentando trepar— hasta el cielo; entre cuerpos en proceso de fuga, entre calles reverberantes, entre atónitos criminales.

—Ahora explícame… —dije con el corazón bombeando sangre a ritmo desenfrenado— ¿Estás realmente un poquitito loco? Abdul pudo haber detonado la bomba bacteriológica.

—Vecinita, no magnifiques. Yo no arriesgué la vida de nadie. Les voy a confesar un secreto. Pero por sus madres tienen que jurarme silencio absoluto bajo pena de muerte.

—¡Lo juramos!

—Con esta condición se los cuento.

—Pero, ¡hombre, desembucha!

—La cosa es muy sencilla. Yo, para Navidad, le obsequié a Abdul los juguetes.

—¿Qué juguetes? —preguntó Magdalena.

—La supuesta bomba y el racimo de dinamita. El reloj cucú solamente es de verdad pero no da la hora. Está descompuesto. Son baratijas para celebrar las fiestas de Halloween.

Quedé horrorizada por la respuesta de Víctor.

—¿Estás seguro? —le increpé violentamente.

—Por supuesto, cómo que me llamo…

Mi vecino de apartamento no alcanzó a pronunciar su nombre. Un estallido de metralla paralizó nuestras cuerdas vocales.

—Miserable vida —murmuró Víctor—. Los criminales han descubierto el truco.

4

Hubo de transcurrir el tiempo como una camelia. Nos refugiamos en cafetines y en hoteluchos. Víctor nos abandonó como un capitán que por descuido o por azar es capturado —o acribillado— en barco enemigo, en guerras fratricidas. Las noticias proporcionadas por cnn eran espeluznantes: niños y ancianos de Afganistán morían como mariposas enredadas en las fauces del imperio yanqui. Cadáveres; un millón de cadáveres entre capullos de seda, debajo del sol quemante, entre las piedras del tórrido desierto de pobres almas adoradoras de un Dios que promete un Jardín con arroyos de agua incorruptible, arroyos de leche de gusto incólume, arroyos de vino, delicia de bebedores.

Una vez transcurridos los primeros torrentes de cuerpos descuartizados —que conlleva la prepotencia nazi— decidimos con Magdalena regresar a nuestro apartamento, convencidas de la inutilidad de la guerra; convencidas y sedientas de objetos amorosos.

Me interesó de manera obsesiva que mi compañera de andanzas me relatara los días de extravío previos al último y brutal allanamiento. La respuesta a las palabras de Víctor, de extrañeza, de sorpresa (comprensible desde todo punto de vista) en el asunto de las Torres Infructuosas era cuestión que mortificaba mis pensamientos aún mientras dormía.

El sueño era reiterativo: un maremoto de ola furiosa, desgarrando con su poder, todo resquicio de humanidad. La espantosa muerte (el ahogo) que imperaba en la sensación de los bañistas era indescriptible. Aterrorizada, intentaba diluirme en lo incognoscible, intentaba refugiarme en el vientre materno, escapar hacia lo desconocido, escapar hacia lo real. En racconto, la ola furiosa paralizaba mis párpados. El conchal entonces era invadido por un perfume de lavanda. Entre los muertos la misma figura, el mismo cuerpo agusanado de Miller Zapata.

A veces despertaba gritando, otras llorando, pero siempre estaba allí Magdalena Ocampo para consolarme. Mi amiga definitivamente se había mudado a mi apartamento. Dormíamos en la misma cama. No había espacio ni dinero para otro jergón. Los criminales habían quintuplicado los tributos.

—¡Puercos islámicos! —gritaba una y otra vez mi compañera de apartamento— Los árabes tienen toda la toda culpa. ¡Tratan a sus mujeres como a perras!

Con palabras con sonido de Castilla runruneante intentaba calmar a Magdalena. Me había acostumbrado a compartir sábanas con mi amiga, pero no soportaba su exacerbado feminismo. Mis padres eran ceniza (debo reconocerlo). El recuerdo, la crueldad, el tedio, la incomprensión de la mentalidad yanqui, habían acabado con mis escasos vínculos familiares. Era una apátrida obsesionada con la presencia destructora del mar.

Me encerraba entonces en el baño. Me miraba al espejo. Estaba fea, neurótica y peluda. Me comportaba estúpidamente. Magdalena proporcionaba el sustento a mi vida. Atrapada, en mi apartamento, el tiempo carecía de lógica. No me atrevía a deambular por las calles. Estaba traumada. La inhumanidad de los criminales era una actitud que no lograba comprender. Confusión era la palabra correcta para conceptuar mis sentimientos. Confusión, caos y muerte.

Lucas, el supuesto clarividente, nacido en la selva amazónica ¿era la clave —tal vez desde un punto de vista mágico— a mis obsesivas interrogantes? Gozaba de muy buena reputación entre los expatriados. Según María González —madre de los siete seráficos duendecillos—, el profeta era un místico, un adivinador excepcional.

—Ni siquiera en Perú —comentaba la mujer— he hallado hombre más santo.

El tormento de imaginar a la familia Pérez hacinada en metros imposibles de vivir trazaba una panorámica espeluznante de cine mudo de horror. ¿Qué esperanza redentora entonces había proporcionado el supuesto hombre santo a María González?

Tratando de evitar una crisis nerviosa, debida a tanta inútil abstracción, dediqué toda una mañana de domingo a los afeites femeninos.

Magdalena odiaba mi desastrosa apariencia (lo confieso). Amenazaba con abandonarme, con largarse para siempre de mi vida. No comprendía su actitud. ¿Celos de amiga? ¿Desbordante pasión flamenca? Decidí embellecerme, no por ella (por cierto). Debo reconocer que de pronto el amor propio acabó por doblegar mi espíritu.

—Raquel, querida —dijo Magdalena irónicamente mientras yo abría la puerta del baño—, ya te estaba imaginando con todo el cuerpo ensangrentado.

—¿Te gusta mi nueva apariencia? —respondí omitiendo el sarcasmo.

—Pues, no sé, extraño al monstruo peludo, que vivía con nosotras.

La risa estridente de Magdalena estalló en la comisura de mis labios.

—¿Por qué me besas? —le interrogué.

—Caramba, no puedo demostrar afecto; pero acércate, niña, déjame observarte. Hazme un favor y pásame la cartera, no, mejor alcánzamela. Qué, coño, siéntate conmigo aquí en la cama; mira que todavía no me quiero levantar; pero tranquilízate un poco. Estás preciosa. Toma. Esto es para ti.

—¿Un obsequio? ¿Y por qué?

—Cabecita loca, ¿acaso no estás de cumpleaños?

—Para nada, nací en febrero.

—Qué va. No lo digo por tu fecha de nacimiento, sino por tu resurrección.

El obsequio de Magdalena era un anillo.

—No puedo aceptarlo —dije—. Me compromete demasiado.

—Es tuyo, tómalo.

—Pero, ¿por qué?

—Por que te quiero, caramba; qué pregunta.

—No puedo aceptarlo —insistí— Estás loca.

—Sí, ¡estoy loca! —gritó Magdalena— ¡Estoy loca de felicidad!

—Eres única —murmuré—. Eres mi mejor amiga.

—Pues, qué va —dijo Magdalena con tono ambivalente—, vuestro Juan Tenorio debe arder como penitente sancochado en el infierno. Lárgate de una vez por todas. ¿No te habrás embellecido para halagarme a mí?

—¿No era acaso lo que tanto querías?

—Te equivocas. No era por mí, sino por ti.

—Bueno… —dije con voz temblorosa— ahora que estás contenta, ahora que, como dices, estoy bella, mira, acepto tu obsequio, pero con una condición.

—¿Cuál sería?

Magdalena acarició su negro cabello. Una mueca de niña malcriada desfiguró su rostro.

—Pues quiero que de una vez por todas me cuentes la verdad.

—¿Qué verdad?

—¿En dónde cresta estuviste metida durante tanto tiempo? Pensé que te habían atrapado los criminales. ¿Crees que no me afectó verte como una vagabunda?

—Lo mismo digo yo.

—Es distinto. Yo no me desaparecí por un mes.

—No me puedo confesar.

—Entonces, yo no acepto tu regalo.

—Bueno, niña, pero es secreto de monasterio.

—Somos amigas, ¿o no?

—Más que amigas, ¿creo yo?

—Por lo mismo. Entre nosotras, no deben existir secretos.

—Me cuesta mucho desahogarme. Ésa es la verdad.

—Tengo todo el tiempo del mundo.

—¿Y qué hará vuestro Juan Tenorio si te retrasas?

—¿De qué hablas?

—¿Crees que nací ayer?

—Qué cosas dices. No sé, me aburrí de tus quejas. Me miré al espejo y te hallé la razón. Punto y fin del drama. Ahora, vamos al grano, desembucha.

—¿Qué quieres saber?

—¡Magdalena! —dije, amenazándola— Me estás colmando la paciencia.

—Bueno ya, te lo voy a contar, pero no me vengas después con sermones morales, ¿entendido?

—Trato hecho.

—Prepárate entonces, que lo que viene es sórdido.

Magdalena me contó una serie estrambótica de historias. Obviamente hice como que me tragaba el cuento. Una dialéctica feminista que a ratos comprendía tornaba aún más aguileña la nariz de Magdalena. Nariz medianamente híbrida, producto de razas en multitud de cruzamientos; exterminándose y copulando las unas con las otras, en perpetua orgía. Cercada la península ibérica por la conquista de América. Cercada por mezquitas y barrocas catedrales. Aquella nariz de singular belleza contrastaba con mi propia nariz de curvas vascas. Su cabello negro como la noche se enredaba entre sus dedos. El fervor que le producía mentir erectaba sus pezones de manera impúdica; cuando una mujer miente lo hace con todo su cuerpo.

La historia inventada por Magdalena era un verdadero tratado de semiótica policial. Lo confieso, era muy entretenida su historia.

—Bueno, entonces dime, ¿qué hiciste con el marrano?

—Lo destripé. Le clavé veinte veces el puñal.

—¿Qué cosa hiciste? Repíteme lo que acabas de decir.

—Lo maté, ya te lo dije; con un puñal de mango de sirena lo destripé.

Me quedé estupefacta. No podía comprender tan alto grado de mitomanía. Tragué saliva. El habano que fumaba Magdalena había enrarecido el ambiente. Tuve un acceso de tos.

Mi mentirosa amiga caminó desnuda hasta la ventana. Sus pechos eran pequeños. Me incomodaba el tampón. Estaba malhumorada. Los pezones de Magdalena eran rosados. Largas trenzas jugueteaban con su ombligo. Tuve ganas de orinar. Me encerré en el baño. El chorro ardiente ensangrentó mis pensamientos. Está absolutamente loca, es cierto, pero, ¿y si fuera verdad? ¿Con qué fuerza? Ni cien mujeres habrían podido acabar con el miserable. Me quité la ropa. Miré mi cuerpo en el espejo. Me incliné. Con fastidio despegué la cinta adhesiva. Por la cresta, qué incomodidad. Tuve que bañarme nuevamente. El rímel, el colorete y el lápiz labial habían desaparecido de mi rostro. Caminé con una toalla con la figura del ratón Mickey (era fanática de Mickey Mouse).

Me sequé el cabello con movimientos rápidos. Era sofocante la temperatura en la habitación. Busqué en las maletas. Me vestí.

—¿No tienes calor?

—Por supuesto.

—Entonces, quédate en cueros.

—No, gracias —dije secamente—, prefiero estar vestida.

—¡Provinciana!

El insulto caló hondo en mi espíritu. Conté hasta diez. Me tranquilicé. Volví al baño. Me dolía la cabeza. Tomé un calmante. Después otro y otro y otro. Estaba mareada. Me molestaban las entrepiernas. Me quedé en ropa interior.

—¿Estás conforme ahora?

—¡Pero coño! —exclamó Magdalena— ¿Andas con la regla?

Omití el sarcasmo; era lo mejor.

Me recosté sobre la cama. Efectivamente, Magdalena era algo más que una amiga o una compañera de apartamento. Era como una madre o como una hermana mayor; pero una hermana posesiva y mitómana. «Defecto insalvable», me dije, «pero es mi única familia».

—¿Ahora estás contenta? —reiteré la pregunta.

—Si no me regañas soy feliz.

—Regañarte, ¿y por qué?

—Imagino que, ahora, me odiarás. No te enojes conmigo, pero cuando estuve en tu país, pude darme cuenta que los chilenos os halláis en un estado siempre vivo de recato.

—Sí, es verdad; somos púdicos y muy poco aficionados a mentir.

Magdalena curvó sus cejas tintadas de rubio.

—¿Por qué me hablas en tono de sarcasmo?

—No es sarcasmo. Es que me duele la cabeza horriblemente.

—Pobrecita, toma, con esto…

—No me des más pastillas, que ya te estoy viendo doble.

—Qué importa. Tomemos pastillas hasta que nos den arcadas. Qué de esta vida no hay otra.

—Entonces, cuéntame otra vez la historia —dije en tono mimoso—, pero recuerda que la santa madre de Dios te castigará si andas inventando puras mentiras.

—¿Y para qué? —preguntó Magdalena mientras torcía sus labios en una mueca de niña malcriada.

—Sabes perfectamente que me encanta escucharte hablar.

Magdalena incurrió en las mismas mentiras con una precisión de pesadilla.

—¿Ahora me crees? ¿Dime?, ¿me crees?

—Sí, te creo… —mentí, mentí, mentí, entreabriendo los ojos a mi mundo interior.

Me dormí profundamente mientras Magdalena garabateaba palabras inconexas en mi mente.

Desperté de madrugada. Un persistente gruñido invadía el espeso barullo de la ciudad. Me cambié de toalla higiénica. Había manchado las sábanas. Con suavidad pulsé el pecho de Magdalena: un agudo ronquido como de violín averiado inundaba la habitación. Toqué su frente: ardía. «Tiene fiebre», me dije. «Este maldito clima». Con un paño húmedo intenté bajar su temperatura. «Qué repentino; bueno, Dios castiga pero no a palo». Con pensamientos tan poco caritativos me figuré en el infierno. Me arrepentí en el acto. Estaba preocupadísima. Miré el reloj de allá afuera esculpido en el edificio de oficinas comerciales. Tuve que esforzar la vista. Eran las cinco en punto. Recordé las clases de enfermería.

Después de una hora de humedecer el cuerpo de Magdalena sus ojos cedieron a la vigilia.

La fiebre había desaparecido pero no lo suficiente.

Con voz pastosa Magdalena murmuró:

—Lo maté por amor. Lo maté porque te quiero con locura.

Le acaricié el rostro. Besé sus mejillas.

—Yo también te quiero —dije—. No sé por qué, pero te quiero.

Magdalena intentó abrazarme.

—No te muevas —dije—, tranquila, quédate quieta.

—Es que, tú no comprendes… —murmuró— Estoy ardiendo.

—Por supuesto, tienes fiebre.

Magdalena parpadeó lentamente hasta dormirse. Un agrio aliento mezclado con su característico perfume de lavanda enrarecía la atmósfera de la habitación. El ronquido de Magdalena era desigual. Preparé una sopa de pollo. Con un plumero limpié los muebles. ¿Qué muebles? ¿Esta caja de madera, esta lámpara o esta maleta? El camastro no lo puedo limpiar, despertaría a Magdalena, pero puedo estirar las sábanas o tal vez ordenar las piltrafas, ¿ducharme?, sí, tal vez ducharme, después lavarme los dientes, peinarme, pintarme las uñas, destripar con cuidado el pollo, pelar las papas, batir los huevos, dormir la siesta, tocar la guitarra (no sé tocar la guitarra), ¡qué se yo!, ¿quizá vivir o intentar vivir?

Magdalena no despertó hasta muy entrada la tarde. Su cabello estaba tan desordenado como las púas de un puerco espín.

—Uf… —murmuró mi repentina enferma— ¡Coño! ¿Qué me pasa? Estoy adolorida y chamuscada como un pepinillo.

—Nada que no podamos arreglar con una jeringa y con una sopita de pollo a la chilena. Estuviste delirando toda la noche.

—¿Yo?

—Sí, mujer; parece que te agarraste alguna gripe yanqui.

Obligué a Magdalena a sentarse. Era una paciente difícil. Intentó comer pero no tuvo la fuerza necesaria como para sostener la cuchara. Tuve que darle la sopa como si fuera un bebé.

—Con esto te sentirás mejor.

—Um, está riquísima, me encanta el pollo.

Magdalena me miró inquisitoriamente. Acarició sus trenzas negras.

—Anoche —murmuró, como si estuviéramos secreteando—, anoche, bueno, qué coño, algo recuerdo, dime la verdad, ¿alguna tontería dije con esta bocaza que me gasto?

—No, ninguna. Nada anómalo.

—Qué bueno, porque cuando tengo fiebre, me da por mentir.

Recordé entonces el sueño que reiterativamente me atormentaba. Detalles inéditos ocuparon lo que ayer sólo eran sombras. Cinco viejas mugrientas intentando acariciar la espalda de un muchacho en camisón. La luna apenas era visible; una tormenta de búho la oscurecía. De pronto me vi a mí misma convertida en un muñeco de trapo. Clavaban en mi costado sangriento un gran alfiler. Aullaban las viejas intentando descuartizarme. Magdalena caminaba desnuda entre las adivinadoras. Inauditamente un miembro descomunal sobresalía de su pubis. Yo temblaba de pánico. No precisamente por la fetidez de las viejas. Me sentía triste. Intentaba despertar pero no podía. El maremoto destrozaba íntegramente la falsedad de los detalles del paisaje de la pesadilla. Salvaban con vida Magdalena y el muchacho. Los sobrevivientes trenzaban sus cuerpos en un caos orgiástico. Me excitaba (lo confieso). Me excitaba. Humedecía mis labios. Tocaba mis pezones. La desnudes del muchacho era terrible. No había sexo entre sus piernas. Magdalena besaba la herida. Con sus manos erectaba su propio falo. Incomprensiblemente los amantes engendraban un vástago con dos cabezas.

El sueño era tan espeso que había logrado colarse en el olvido.

¿Aquellas palabras declarándome amor (¿carnal?) eran producto de la fiebre o eran resultado de un inquietante vacío anímico?

«¿Amor entre mujeres?», me dije. «Por supuesto. Amor entre hermanas». Recordé las palabras de la madre de los siete demonios. Era bastante obvio que, ayuda de expertos, necesitaba.

Magdalena estuvo una semana terriblemente complicada con el asunto de la calentura. «Amigdalitis purulenta», declaró el practicante.

Al noveno día, eso sí, estando mi paciente un poco más recuperada, pude trepar las escaleras que conducían mi destino a los brazos de lo desconocido. Era crédula en cuestiones de hechicería, pero, según opinión generalizada, el Profeta era un verdadero santo. En los brazos de la cristiandad decidí entregarme.

—¡Bienvenida!… —gimoteó el gigantesco gurú— Esta es mi casa, ten cuidado, ¿no queremos un incendio?, ¿cierto?

Cada rincón —escarpado por las malformaciones de los ingredientes constructivos— estaba saturado de velas de disparatados tamaños.

Un adminículo que servía de mesa amueblaba la habitación.

—Vienes en busca de tu destino, me parece.

Me atraganté. ¿Había acaso adivinado mis pensamientos?

No tuve más remedio que confesarle mis propósitos. Le describí mis sueños, omitiendo, eso sí, la mórbida escena del coito impúdico.

El Profeta respiró quejosamente, con un ronquido que comprendí, demasiado tarde como cínico.

—Um… —dijo— Esto está bastante mal.

Los nervios me traicionaron. Había jurado mantenerme en silencio.

—¿Qué cosa? —pregunté con impaciencia.

—Tus sueños, aquí, ¿te das cuenta?, esta carta con este dibujo… carnavalesco, este hombrecillo, ¡este eunuco! —pronunció la palabra eunuco arrastrando cada sílaba de manera insoportablemente ruin—, este angelito, este espíritu celeste —dijo suavizando la voz—, este enviado de Dios es un…

—¿Un qué? —le increpé violentamente.

—Es un augurio de amor.

—¿Qué me dices? No te entiendo. El maremoto con toda la destrucción que conlleva ¿de qué modo puede relacionarse con el hombrecillo pintado en esta carta?

—Mucho, Raquelita, mucho…

—Dime, entonces, el significado de una vez por todas.

—¿Estás preparada para lo inevitable?

—Qué pregunta. Por supuesto.

Con voz de trueno, modificando cada tonalidad de sus cuerdas vocales, hasta convertir el ronquido de su garganta en murmullo, el Profeta dijo:

—Pues, niña, tienes tantas ganas de fornicar, que no te aguantas. Pero las consecuencias morales de tus actos nublan tu entendimiento. Le tienes pánico a tu sexo. Ardes por dentro pero te limitas a inculparte de un amor indebido.

No quise entender las disparatadas palabras del charlatán.

—¿Qué mierda me dices? —murmuré irritada.

—Qué estás caliente. Estás hirviendo. No tienes salida. Estás predestinada a pasiones prohibidas.

—¿Y de quién estoy enamorada entonces? ¿De Víctor acaso?

—No, mijita, de Magdalena…

5

Con nitidez de cámara fotográfica recordé el primer encuentro con mi supuesto amor. Náusea, vómito y un boliche para solitarios. Una guitarra y un camastro con disparatadas y obscenas ninfas. Mis manos —después de un sueño erótico— acariciando mi pubis: el orgasmo y aquella contrapuesta sensación, como si despertara de un sueño dentro de un sueño, mientras la sonrisa sarcástica de una imagen en retrospectiva, en sepia, transparente tal vez, pero con hálito carnal, intentando apertrecharse entre mis piernas; aquel grito de Magdalena Ocampo —desde el infierno, desde mi propio yo—, aquellas palabras que no pude o no supe comprender.

Deliraba (lo recuerdo con nitidez).

Observo la fotografía de mi propio yo, después de ducharme, después de dormir, después de masturbarme: lágrimas brotaron entonces en mi rostro.

—¿Quién eres tú? —pregunté sollozando.

—Soy tu destino —respondió la imagen.

Nunca antes había pecado de manera tan abominable. Era virgen, lo admito, pero intrínsecamente desobediente. «¡Charlatanería!» me dije. «El gigantesco (supuesto) profeta es un pérfido. Pincharé la carne de sus dedos, apagaré las coloridas velas en su calva, no, mejor, quemaré sus vestidos, arderá, sí, arderá retorcido en su desvergüenza, qué digo, arderá retorcido en su misticismo… ¡Maldito! ¡Animal! ¡Asqueroso! ¡Alimaña! Proponerme ¿a mí? un enamoramiento ¿lésbico? Lo mataré, lo juro, lo mataré».

¿Eran las cartas (desde un punto de vista estrictamente intelectivo) verdades incuestionables? ¿Tal vez el ficticio pérfido profeta actuara en complicidad? ¿Tal vez Magdalena lo sobornara con suculentos bocadillos de dudosa metafísica? «¡Imposible!», me dije. «¿Mi querida amiga intentando burlarse de mí?»

Obviando su disparatada mitomanía —aquel supuesto asesinato por amor— era una mujer completamente solitaria. No le conocía hombres ni novios. Su vida acababa en su arte y recomenzaba en mi yo. Nada de inmoral había sucedido (sin embargo) entre nosotras. Éramos sólo amigas, compartiendo el mismo apartamento, la misma cama (por motivos estructurales). Obviamente nada de pecaminoso había en todo aquello. ¿Qué era entonces lo que me llevaba a reiterar una y otra vez aquella pesadilla de maremoto apocalíptico? No entendía la disparatada frase del supuesto profeta. Cierto encantamiento me provocaba la personalidad de Víctor pero jamás enamorada. Tampoco el tema me preocupaba demasiado.

¿Huir de Chile (pensándolo detenidamente) me había convertido (quizá) en víctima de mi propio pecado? ¿Acechar un futuro imposible de acceder por medios mágicos (desde una perspectiva racional) me transmutaba en víctima (¿o en victimaria?) del paganismo?

La respuesta era positiva.

Tres pecados: el onanismo, la fuga y la podredumbre espiritual.

Trepaba las escaleras de manera inversa: trepaba descendiendo, como si despertara a la muerte. Un mareo entonces como de serpiente se encrespaba en cada escalón. Tropezaba con mis propios sentimientos. Intentaba regresar, intentaba encararme con el supuesto hombre santo, morderle una oreja, destriparlo.

El vértigo era de ciudad despiadada, de ur(i)be terrible, de multitud acechándome, de multitud insomne, de multitud implosionando de manera tentativa. Convirtiéndonos en títeres. Convirtiéndonos en espectadores de nuestra propia decadencia.

Me sentí asqueada. Vomité. Y derrumbándome como muralla de pueblo fantasmal me deshice en llanto. Abrí la puerta de mi apartamento. Las sábanas apestaban a Magdalena: el pánico confundiéndome con sus garras de circe se apoderó de mi corazón. ¿Era odio o felicidad? ¿Era sentimiento o esperanza?

Me dormí profundamente.

De pronto me vi a mí misma convertida en un cuervo. Más tarde en un trigal de espléndido platinado. También en una sirena. Las escamas de mi piel eran suaves como el roce del metal. La extensión de mi propia forma culminaba en un llanto pétreo. El arma mortífera era de una belleza despiadada. Intentaba escapar, intentaba convertirme en el cuervo del primer sueño o transformarme en el trigal de espléndido platinado, en cuyo regazo, infinitos enamorados copulaban en posiciones extravagantes. Todo intento era inútil. Una mano femenina me aprisionaba. Me hundía en la carne de un hombre. Rompía sus vértebras brutalmente. Podía presentir el pavor mezclado con sangre, mezclado con odio racista. Veinte puñaladas: las tripas eran un verdadero desconcierto cósmico. Pude reconocer al extenuado moribundo. El terror fue indescriptible. Mientras un golpe tremendo (el definitivo imaginé) se preparaba para descuartizar la garganta de Miller Zapata pude distinguir la identidad de mi captora. La mujer lamió la sangre que me atormentaba. Succionó íntegramente mi cuerpo de sirena. Me excitaba (lo confieso); me excitaba la lengua de Magdalena.

Un impulso irrefrenable de entregarme en orgía, un impulso proveniente del sueño se apoderó de cada partícula de mi alma.

De pronto cada detalle de mi propia personalidad fue atomizado como en una pintura de un pintor loco. La despiadada asesina, en torbellinos de luz, desapareció como por encanto. El cadáver de Miller Zapata, mirándome sarcásticamente, con ojos de pescado podrido. Retrocedí espantada. Miré mis manos: el metal ardiente del cuchillo quemaba mi piel. El maldito resurrecto golpeaba mi cabeza. Sus tripas hedían a podredumbre. Intentaba defenderme, pero estaba encadenada a un poste de alumbrado público. Un diminuto pene, como clítoris, vibraba entre los pliegues de la grasa de Miller Zapata. Fotos de Madrid, con frases ignotas, recorrían el firmamento. Era una carta presuntamente íntima. La fetidez de Miller Zapata era inaudita. Ya no intentaba penetrarme. Ahora succionaba mi vagina. Su lengua quemaba mis entrepiernas. Me excitaba. Sí, lo confieso. El sueño era tan real, tan erótico, que mis caderas embestían furiosamente la boca de Miller Zapata.

—¿Quieres saber el significado de las palabras? —me preguntó en spanglish el maldito resurrecto.

No pude responder. Una mordaza inmovilizaba mis labios.

—Es una carta de amor. Una carta de sexo. Una carta de lujuria.

Un brillo inusitado en el único verdoso ojo de Miller Zapata desfiguró el sonido de su voz. Ya no era una cabeza rapada la que aprisionaban mis entrepiernas, era una cabeza morena, de cabellos rizados. Intentaba defenderme. Intentaba sacar aquella lengua traposa de mi clítoris pero la ansiedad era absoluta.

Aferré mis manos a su cuello hasta lograr que, lengua y nariz, penetraran todo mi ser (femenino). El orgasmo fue placentero. Lo juro, placentero, pero involuntario.

—Sí, ¡marimacha del demonio! —gritó Miller Zapata—, la carta que tanto te atormenta fue escrita por la ex amante de tu amiguita. Compruébalo por ti misma. ¡Es maricona!

—¿Quién es maricona? ¿Dime?

—Despierta y descúbrelo por tus propios ojos.

Encendí la luz. Magdalena me miraba temerosa. Me miraba con ojos desorbitados.

Sudaba profusamente. Intenté pensar pero una fuerza repentina, una embriaguez incierta, se apoderó de mi mente. Descargué mi furia en el rostro de Magdalena. Ella, permaneció inmóvil, suplicándome con la mirada. Me quebré por dentro. El vientre me quemaba. No sólo el vientre, también los pezones, la boca, la lengua, los brazos, las rodillas, los dedos, el pubis, en fin, era una hoguera. Ni siquiera intenté pedir una explicación. Mi corazón era un torbellino, un verdadero maremoto. Un hilillo de sangre brotaba de la nariz de Magdalena. Me acomodé en la almohada. Con mi pollera limpié su rostro. La sangre era tibia. Magdalena se acurrucó como un bebé. No pude soportar aquella actitud de huerfanía. Hundí mi lengua en sus labios. Nos besamos desesperadamente. Nos abrazamos, nos acariciamos. ¿Lloraba de alegría o de indignación? Había cometido un sacrilegio, pero un sacrilegio que me llenaba de éxtasis. Era un amor enfermo (lo confieso) pero era mi primer amor.

Cuando el crepúsculo matutino estalló lésbicamente fui capaz de articular unas cuantas palabras.

—¿Por qué me has traicionado?

—Porque te amo —respondió Magdalena—. Te amo con locura.

6

El clamor de la luna fue precipitado en mi mente. Pude (de este modo) observarme un trillón de veces repetida a mí misma, como si el mundo estallara de manera inversa en cada recoveco de mi alma. Intentaba despertar pero todo esfuerzo era inútil. El significado del sueño era confuso. En un omnipresente espectador, en un deimon con voluntad anárquica me había transformado. Podía deambular (de esta forma) entre corredores saturados de porquería humana; derribar paredes, trepar escaleras, comer y defecar. Podía inmiscuirme en la psiquis de cada personaje. Podía amar y vivir o encomendarme a un supuesto todopoderoso Dios. Podía habitar en otros mundos; progresar o retrotraerme como en una pesadilla. De una simple mortal, habitando un cuerpo de cierta manera corrupto, había acertado en descubrir un espacio sin tiempo, una admonición inferente de mi propio mundo onírico. No era, como podría malentenderse, una actitud de fuga, sino, una facultad adquirida en la negación de lo real. Literalmente me había dormido en un sueño dentro de un sueño. ¿Estaba obligada desde esta perspectiva, digamos que, un tanto metafísica, a yacer en los brazos de un ente, de un clon, de un golem llamado Magdalena Ocampo? ¿Estaba obligada a vivenciar el sobrecogimiento de sentirme plenamente mujer en desmedro de mi experiencia lésbica que, de modo inextricable, me otorgaba un resquicio de sabiduría? ¿Eran sensaciones de desvarío? ¿De intolerancia? ¿De sentido religioso? ¿Optar por un camino lógico era volverme loca? ¿O abusar de la retórica era lo plausible? No quise o no pude alterar mi condición de durmiente. Había, por fin, alcanzado la plenitud como en un cuento de hadas.

Lo confieso. Era bastante insólito, eso sí, observarme abrazada a un cuerpo de mi propio sexo. Observarme desnuda con el rostro dichoso mientras Magdalena despertaba de un sueño, que adiviné erótico. Sus manos en mi cintura. Manos de mujer apertrechadas para el combate amoroso. Manos deslizándose por cada pliegue de mi carne. Podía vislumbrar el goce, la fruición, el temblor en cada vértebra de Magdalena. Podía imaginar sus pensamientos. Magdalena (de este modo intuitivo) formaba parte integral de mi propio yo. Inanimada como un cadáver los cuervos picoteaban mi carne. La sangre de mi príncipe azul era tórrida como un maremoto. Su lengua penetraba mis labios. Intentaba despertarme. Me pellizcaba. Gemía de rabia. La realidad se había paralizado. Las sensaciones dependían de mi supuesta clarividencia.

Flotaba como un pajarillo en un ambiente sigiloso. Las paredes eran de espuma, las escaleras pompas de jabón. Naufragaba entre corredores descabellados, en cuyo epicentro, mis propios personajes urdían reuniones clandestinas. Se comentaba el extraordinario fallecimiento de un temido criminal. El tiempo ya no era progresivo; era inmóvil o inverso. Discutían los delegados acaloradamente. Discutían las consecuencias del asesinato de Miller Zapata. Presuntamente yo era la causa posible. Víctor con nariz puntiaguda y el pelo encanecido, atormentado por pensamientos verdaderamente asquerosos, articulaba palabras en pro de mi defensa. Cada retórica, cada articulación, cada mueca, cada movimiento involuntario, cada mímica, era reproducida en mi mente como en cámara lenta. Me desconcertaban los pensamientos (reales) de Víctor. Su perorata en mi defensa tan sólo era argucia, cinismo, mascarada. Intentaba evitar la denuncia de mi persona estrictamente por motivos orgánicos.

El muy canalla ardía de pasión. Lo enloquecía mi cabellera rubia. Mis escasos veintiún años. Cada noche imaginándome desnuda en posturas extravagantes, practicando el antiquísimo rito del solitario. Mientras sus palabras convencían o provocaban rechiflas, su mente divagaba; en posición decúbito entre borbotones de semen mi pobre trasero era gozado brutalmente.

Me sentí violentada. Vulnerada en mi propia intimidad. Era (debo reconocerlo, aunque me cause repugnancia) el fetiche sexual de Víctor. Era una vulgar puta en su imaginación. Objeto de su ostracismo. Objeto de su calentura.

¿Era posible tan disparatado quiebre espacio/temporal? ¿Era posible una ruptura de envergadura tan incoherente?

Estaba absolutamente confundida. Un laberinto omnisciente se cernía sobre mí.

Despertar era el único camino viable, pero las caricias de Magdalena proyectaban una muralla con manos deslizándose en la mampostería de lo irracional. Un poderoso instinto de supervivencia trepó entonces a mi cerebro. Quité de mi mente las visiones; pero las posturas en las que Víctor me gozaba se exacerbaron en mi alma. Sentí asco de su vileza. Miré mi vagina: sangraba. Me palpé. Mis carnes estaban heridas. Víctor no sólo había imaginado penetrándome, también había elucubrado truculentas cópulas sádicas. Descubrí mi cuerpo llagado. Mis tetillas cercenadas. Introducía en mi ano un punzón. Víctor me pateaba las costillas. Mordía el dedo meñique de mi pie izquierdo. Me torturaba mientras un grupo de soldados fornicaba con el cadáver de una niña de mirada azul. Logré despertar pero no en mi habitación. Palpé las paredes. Era un sueño dentro de un sueño, en cuyo vertedero, víctimas inocentes eran desaparecidas en el tacho de los recuerdos.

Un grito de ultratumba logró definitivamente abrir mis ojos a lo real. Dentro de mí misma la imagen del pene hidráulico de Víctor vibrando endemoniadamente acalló mis pensamientos.

No quise pronunciar palabras. Estaba exhausta. Me abandoné a la pereza. Recorrí con la mirada el rostro de Magdalena. Me acurruqué entre sus brazos. Ella me acunó maternalmente.

—Estaba preocupada por ti. Nunca habías dormido tan pesadamente. Parecías como muerta.

—Tampoco había hecho el amor con una mujer. Realmente con ninguna persona.

Magdalena besó mis labios. Me ruboricé.

—¿Estás arrepentida? —me preguntó.

—Un poco incómoda.

—Es natural. Yo también me avergoncé cuando…

—¡Magdalena, por favor!

—No me hagas callar. Sólo quiero compartir mi vida contigo. Yo estuve enamorada de una muchacha, pero me abandonó por un…

—¿No entiendes? No quiero saber nada de nada.

—Entonces ¿estás enojada conmigo?

—No es contigo, es con tu pasado, con tu historia.

—Yo te amo —me interrumpió—. Te amo con locura.

—No me pidas tanto —dije—. Te di albergue porque te creía una hermana. Estaba agradecida de ti. Ahora ya no podemos ser hermanas. Somos… Realmente no sé lo que somos. Estoy confundida. Me atrapaste mientras dormía. Actuaste de mala manera. Violentaste mi cuerpo. No te había dado permiso para que abusaras de mí. No sé si me explico. Me siento utilizada. Tal vez no quiera verte nunca más. Tal vez desde que te observé tocando la guitarra en aquella esquina maldita, sí, maldita, tal vez desde siempre estuve esperando por tu… —¿cómo decirlo?— por tu ¿amor? Me siento culpable. Me da asco mirarte. No me toques. No, por favor, no… No te marches… No me dejes sola… Tengo miedo… Necesito que estés conmigo… Tengo miedo de no poder despertar de mis pesadillas.

—¿Me amas, entonces?

—¿Amarte?… ¡Te odio!…

¿Qué podía pensar? Estaba atrapada. Las minucias de la vida imposibilitaban la compresión de lo real. Recordaba la experiencia con nitidez. Un túnel o un laberinto, un sueño o una pesadilla. Naufragaba en la conciencia de un sinfín de personajes ¿de carne y hueso? Me había sorprendido espiando un contubernio de delegados. El problema no radicaba en lo genérico. Era más bien el síndrome de lo particular lo que me atormentaba: la convivencia, el diario vivir, la sordidez de la subsistencia.

El sueño constituía en sí mismo una facultad de conocimiento, un mundo desconocido acechando con sus mil interconexiones fraudulentas, en cuya argamasa, cada detalle de los habitantes del destartalado edificio de indocumentados cobraba realidad. Una realidad concreta, una realidad de cemento, de estructura, de hormigón.

Los pensamientos, las reminiscencias, los actos, los infortunios, las peroratas subrepticias, las sensaciones posteriores a la muerte, en fin, cada pormenor que los expatriados articulaban en lo recóndito de sus abismos personales, en mi mente eran cinematografiados como en cámara vertiginosa. No era, lo reitero, una fuga a mi experiencia ¿anormal? Estaba confundida, lo confieso. ¿Amor era lo que me embargaba? ¿Espanto de contaminarme con inmorales comportamientos? ¿Era odio? ¿Un odio asesino? Necesitaba descansar. Necesitaba dormir. Anochecía. Magdalena preparaba los cosméticos para acicalarse. La confusión era absoluta. Las sábanas aún apestaban a ¿pecado? ¿Entregarme a lo absurdo del sueño era explorar o inmiscuirme en una realidad que repudiaba? Angustiosamente buscaba la explicación a tan descabellado tormento. ¿Tal vez la vida no era cierta? ¿Tal vez Víctor no había obrado (en su pensamiento) como un demonio? ¿Tal vez todo era imaginario? Un escape, sí, una fuga a mi placentero consentimiento lésbico. Las evidencias eran nulas. Sólo un vago presentimiento. Entonces, ¿qué era lo real y qué era lo ficticio? ¿El amor (supuesto) que me profesaba Magdalena justificaba un quebrantamiento a mis antiguas y férreas normas de vida? ¿El deleite de los sentidos —pensando en otros términos— excusaba la excomunión de mi espíritu? Estaba sucia, pero me sentía feliz. Contradicción imperiosa, contradicción incuestionable. ¿Qué pensar?, era la pregunta. ¿Qué camino recorrer? ¿Volverme a Chile? ¿Reintegrarme a la matriz? ¿Entregarme a Víctor? ¿Perder la virginidad? ¿Era casta aún? ¿Era una consumada pecadora? ¿Una inmoral? ¿Me había degradado en mi respuesta sexual (instintiva)? ¿El sueño era realidad? ¿O la realidad permeaba mis sueños?

¿Qué forma de vida implicaba un remolino con ojos, con boca, con adminículos de mujer?

La estructura de la duplicidad de las astas girando en destellos de alambre, en destellos de papel picado, en destellos de uñas con esmalte, en destellos de besos de mujer. Un laberinto y un lápiz labial sospechaba en estricto rigor matemático. Las prendas íntimas en desorden, como arenas de infinito litoral. ¿Los objetos se auto contrastaban entonces arbitrariamente? ¿O era la percepción de los mismos su plenitud? Una marea de fetiches acechaba nuestras vidas. El mobiliario había adquirido sustento propio. Mi única pertenencia, como en pesadilla, como en crisálida, era trocada por el camastro de hierro de Magdalena, de cuyo cincelado, brotaban gráciles copulaciones lésbicas. La ornamentación del apartamento era sustituida por decoraciones imitativas de la cultura de Safo.

Un ritmo delicado, un tono de voz intuitivo, un rumor de viento, eran los versos que Magdalena ahora musicalizaba. Con dedos de orquídea tocaba la guitarra, adornada con sexos femeninos, lamiéndose y acariciándose mutuamente. Ardiendo en noches, que ya no eran noches de abandono, sino, furia de cuerdas plásticas, en trinos ibéricos, que incorporaban la turbación del amor entre personas del mismo sexo. Compartíamos una experiencia igualitaria. La serpiente mudaba de forma. Era una hendidura y un roce de medias de seda como el destello de un beso en los párpados. De un modo u otro, cierto ordenamiento de esta mal llamada unicidad era invadido por el recuerdo del supuesto falo hidráulico de Víctor. Órgano que, ineluctablemente, fracturaba las figuras del calidoscopio. La mutación hasta el momento era perfecta. Había aceptado convertirme en capullo de hembra. Había incorporado a mi vida el zumbido cósmico de las rodillas de Magdalena Ocampo.

Las piernas de mi príncipe azul giraban en movimientos alocados, como si la delicada juntura de los dedos de Magdalena fuera retratada con la técnica del puntillismo. Yo contemplaba su cuerpo con desgana, esperando tal vez una explicación de movimientos tan desusados. Los brazos en cruz girando alocadamente, los cabellos rizados, su espalda inclinada, el esfuerzo de paloma. El tobillo izquierdo como un cascabel, el tobillo derecho inmovilizado en tramos gimnásticos. Al cabo de un tiempo de meditada respiración su cuerpo era absorbido por el impulso del mar enclaustrado en tuberías interminables en una ciudad germinando como remolino o como crepúsculo. Las prendas íntimas giraban en destellos de bragas, de toallas higiénicas, de medias de oruga. El canto de la lluvia, en la bañera, motivaba los recuerdos de mi infancia. Un inquietante sonido de garganta me increpaba con aromas de selvas fluviales. Trepaba entonces el influjo de la carne morena por mi cuerpo: las hierbas de capullos de manzanilla incorporaban a la realidad el rito de lo higiénico. Arrimada a una pared una meza triangular de tres patas, debajo de una mítica pintura en degradé, con ninfas desnudas en un prado de exótica vegetación, en posturas acechantes, incitando a un musculoso pero diminuto fauno de barba diabólica, impregnado de estrías en su frente, en frenesí, agónico, cubierto de sangre, en un rapto íntimo de estertor, intentando defenderse vanamente del martirio provocado por las contorsiones lésbicas de las ninfas invertidas en trazos de diamante.

Magdalena había transformado mi modesto apartamento en un incendio de formas excluyentes.

Yo preparaba huevos con tocino, jugo de naranja, café sin azúcar, pan integral, mantequilla, leche descremada y pepinillos.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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