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Ritual de Piernas de Seda (novela) (página 4)

Enviado por Mauricio Uribe


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Llamaron a la puerta entonces con sonido inmutable, tres golpes impropios. Imaginé nudillos grasos, nudillos mantecosos. Imaginé a María González interrumpiendo el rito epicúreo. Los goznes aullaron como perros defecando en una catedral de paredes inciertas. La boca desdentada, las infinitas supercherías colgando de su cuello, los colmillos de rata, los talismanes incaicos, los íconos de santos sincréticos, hombres en tormento suspendidos en maderos geométricos, desde Ayacucho, entre Huanta y Cangallo, en quechua, salpicando castellano y morfemas neoyorquinos, con rostro de tránsfuga, en sedimento de culturas dispares, desde Nazca hasta la fundación del Imperio Español, en patéticos calidoscopios de genocidio, madre de siete náufragos, madre redentora, madre ceniza, madre cosmogónica, lavandera profesional, hija bastarda de Pizarro, gorda inmemorial, escupiendo saliva, escupiendo coágulos de sangre.

—Pues, mi niña, discúlpeme, no es mi intención molestar, pero ahorita a mi Rolando le ha entrado en ganas una copita de vino. Yo le expliqué a mi negro que usted es abstemia, pero como Rolando es caribeño…

—¿Qué cosa me pide?

—Mi negro insiste en asegurar que no hay chileno que no se largue de su tierra sin un par de botellas extras de buen vino chillanejo. Usted no conoce a Rolando, es un bruto. La culpa la tienen los yanquis que tanto han gozado del Quetzal. Yo me excuso. No es cosa mía.

—¿Una botella de vino? Su marido está equivocado. Yo, de Chile, sólo me traje las ganas de olvidar.

—¿Qué hago ahorita entonces?

—¿Qué quiere que le diga?

—Es que, como ya le expliqué, los gringos tienen la culpa. Si mi pobre Rolando no consigue lo que quiere la fiebre de la sangre se le sube a la cabeza.

—¿La fiebre de la sangre?

—Sí, sí, es una enfermedad que…, oiga, mi niña, pues, discúlpeme, ¿está cocinando a un cristiano que huele a carne ahumada?

—Por la cresta, parece que… Mire, señora, perdóneme, pero dígale a Rolando que por culpa suya el desayuno… —mi fiesta de bodas— se me ha ido al carajo. Mire estos huevos, están chamuscados.

Magdalena, en cueros, intentando apagar el incendio: llamaradas de lenguas tóxicas entre las cortinas. Con paños de cocina, con histérica desnudez, con las cejas tintadas de carbón: humeante nuestro nido de palomas.

Si de la confesión pudiera extraer nociones de realidad, tendría que transformarme en presidiaria. La condición de hija única, motivo de orgullo de mis padres, reina de belleza en todo certamen, viviendo en estatus de imbécil (lo confieso). Mucamas, nanas y jardineros. Entregada a la práctica de los deportes, era una ignorante en cuestiones domésticas.

¿Qué pensaría de mí Magdalena? Mis labios de tambor, secos de sonido, no pronunciaban palabras, como un molusco extinguido en épocas remotas. ¿Era incapaz de incorporar costumbres femeninas excluidas en mi aprendizaje? ¿Era capaz, por ejemplo, de cocinar un desayuno decente, capaz de integrarme a costumbres modernas, capaz de lavar mi ropa, capaz de comprender las limitaciones de mi yo histórico? ¿Sería alguna vez, en el estricto rigor de la palabra, en el estricto ímpetu de abrir las ventanas de par en par, capaz de existir, capaz de renacer?

Los resultados eran obvios: un apartamento saturado de toxinas.

La metamorfosis era interminable. La transmutación provocada por el tránsito larvario entre el sueño y lo real era idénticamente caótica a la discontinuidad espacio/tiempo hostigada por el torbellino de allá afuera, con su reloj incrustado en piedra volcánica, protagonizando la sucesión de nuestras vidas, implosionando en cúmulos de esperanzas desvanecidas en la cáscara de un huevo recocido.

El universo fue, en un principio, una masa candente de aceite de cocina, con la chispeante quemazón de los sentidos: el estrépito de un millón de almas en pena, de semáforos infinitos, de locas carreras en el aire.

El reloj zigzagueaba en mi cerebro: temía un ataque de histeria, temía las represalias de Magdalena. Nuestra primera disputa ¿de pareja? Estaba con los brazos caídos, sintiéndome indefensa, en el borde de la ventana. Siete pisos abajo para descender a la tórrida y lunática convivencia de los estallidos de esqueletos vestidos de frac. El hormiguero incesante: perdida toda certidumbre en el porvenir, entregados a una frenética experiencia de productividad. Estaba literalmente paralizada, con los ojos rebotando hacia dentro. Divagaba. Magdalena con destreza ordenó el caos de utensilios de cocina. Me miró con un patetismo que estremeció cada capullo de la metamorfosis de mi alma. Este desayuno era mi regalo de bodas (lo confieso). Estaba enamorada, pero también algo confundida.

Del otro lado de la realidad —de nuestra realidad— en la covacha de la familia Pérez, aullidos de gargantas sin rostro, de niños arrinconados, de mujer con chichones, de maltrato infantil, de Pedro, de Gabriel, de Flor, de Ana, de Violeta, de Soledad, de América, de María González —madre hechicera, madre impotente—, aullidos de bestia procaz, aullidos de puño carpintero, exigiendo un buen trago de vino de cepa chillaneja.

—No te preocupes, querida —murmuró Magdalena con manos impregnadas en productos químicos—, con el tiempo aprenderás a cocinar un típico desayuno a la americana.

Un beso, el beso de Caín, ardió en mi frente.

¿Temblaba de rabia o de beneplácito?

Las prendas íntimas de la hojarasca, como escamas de un capullo cósmico, se desprendieron suavemente de mi cuerpo. Magdalena me desnudó con destreza. Nos besamos. La puntita de sus pezones jugueteaba en mi boca. Su cabello era grácil: largas trenzas jugueteando con mis caderas. De pie, éramos como dos crisálidas gozándonos en un pantano de hipertrofia auditiva.

Concluido el rito amoroso, me dormí profundamente.

Una pesadilla extraña se apoderó de mi alma: en estado de catarsis me descubrí deambulando entre los corredores del edificio de siete infiernos apocalípticos. Las paredes descascaradas, las ventanas sudorosas, los socavones inexpugnables. Desde mister Pancho (administrador de la botillería) hasta el falso profeta (más bien, diría, el cínico profeta), cada personaje, cada circunstancia histórica, eran parte integral de mi recorrido de fantasma. Tropecé accidentalmente con el apartamento de Camilo José. Una multitud de muñequitas plásticas adornaba su intrigante sucucho. Camilo José era pequeñito, pero en estricto rigor no era enano. Ojos eléctricos, enjuto de rostro, manos grandes, desmesurados pómulos. Un brazo, un ojo pinchado con alfiler, una cabeza cercenada, las vaginas plásticas con sus vellos en relieve. Cada trozo de hembra de juguete, cada intestino de hule, provocaban goce estético en el monstruo. Camilo José disfrutaba de una solaz expropiación de la creación de los otros, de la vida de los otros, en una mezcla de perversión y sensibilidad artística. Era un compulsivo coleccionista gozando con el festín de una muchedumbre de muñequitas despedazadas.

Los gritos de América o tal vez los aullidos de Violeta o de Soledad me arrancaron definitivamente del cuchitril de Camilo José —como un bólido a la velocidad de la luz—. El aterrizaje (forzoso) arrugó la piel de mi barriga. El close up fue tremendamente impactante.

—Negrito mío —gimoteaba María González—. La puta maraca de Raquel es abstemia. Dice que de Chile ni siquiera se trajo una pizca de…

No pudo articular la dialéctica del maltrato. Un golpe en su boca sangró mi mente.

Desperté. Una jaqueca de proporciones babilónicas deformaba mi caja craneana. Magdalena se había marchado. Supuse, por la inexistencia de su guitarra, que su romancero gitano intentaría evocar los rayos del sol de un crepúsculo mediterráneo.

Eran las doce y treinta. Me duché. Estaba con resaca. Me dolía la cabeza. Con una esponja quité de mi piel el molesto zumbido de la inquietud espiritual. Estuve un tiempo prolongado frotando mi cuerpo. La imagen de mis padres fue reconstruida por una pompa de jabón arremolinándose en el vacío de la ducha. La quietud me adormeció. Dejé acumular el espumoso líquido que adquiría consistencia uterina. Encendí un cigarrillo. Estuve hasta bien entrada la tarde especulando sobre mi actual condición de errabunda fantasmagórica. No hubo conclusiones favorables ni encontradas. ¿Había culminado entonces la metamorfosis? ¿Las certezas eran confesiones de un destino detallado desde siempre en mi yo? ¿Había aceptado definitivamente el ultraje lésbico? Las respuestas eran idénticas a una bañera congelada en el tiempo.

Quité el tapón de la tina: un remolino de dudas metafísicas fue filtrándose en el gigantesco sistema de drenaje. La desventura me acunó en sus brazos: la unicidad era tan poca cosa. Un grito de pánico logró infundirme ánimo. Miré por la ventana. Allá abajo, un hombre atlético, de cabellera ensortijada, hundía un corvo con cacha de sirena en el costado izquierdo del tórax de una anciana de carne negra.

Más tarde vino la inevitable calma. Unté con mantequilla un pan integral y me dormí profundamente.

7

Recostada en el camastro de Magdalena estuve rememorando la experiencia un tanto extraña de evaporarme como fantasma entre corredores asfixiantes, entre sucuchos infernales. La hipótesis anterior, de un modo u otro, era engañosa, fatua, irreal. El camastro ya no pertenecía a Magdalena. Era un nidito de amor compartido por voluntad propia. ¿Había aceptado, digamos que, racionalmente, una relación lésbica? ¿Era lógico mi comportamiento? ¿Pretextos o fundamentos eran arquetipos válidos para una presunta racionalización? ¿No éramos las mujeres, según lógica general, entes carentes de facultades analíticas? ¿No éramos estigmatizadas con supuestas histerias de pensamiento? Contradiciendo, como planteaba Magdalena, "conjeturas machistas", en plenitud de raciocinio, era capaz (obviamente) de vislumbrar cierta aceptación a un comportamiento prohibitivo. Las preguntas eran más bien referentes a factores externos; a una extraña capacidad de soñar la realidad de los otros. ¿Eran ciertas entonces las experiencias que vivenciaba en estado de pesadilla? ¿Eran consecuentes con lo histórico aquellas visiones de individuos adaptados a mazmorras espeluznantes? ¿Buscar pruebas consistentes en un dormir en desmesura —o en la muerte misma— era la respuesta a tanta interrogante? ¿Comprobando tal vez alguna mutación en mi quebranto amoroso, en mi entrega lésbica, en mi capullo de metamorfosis, en mi cuerpo de mujer —a expensas de gozar en otro cuerpo de mujer— descubriría acaso alguna demostración empírica a la dialéctica del desdoblamiento? Me pellizcaba y comprobaba el dolor. Las dudas entonces eran inexplicables. Estaba viva y alegre. Impura tal vez, pero gozosa. ¿Convertirme en mujer representaba aceptar incondicionalmente las futuras y presentes experiencias que la vida proyectaba hacia dentro como hacia fuera de mi propio ser? ¿Transformarme en mujer significaba poseer definitivamente cierta capacidad de inmiscuirme en el mundo metafísico de lo real, habitando desde siempre y para siempre un espacio vedado para la castrada mirada de los hombres? ¿No era acaso lo materno el rito antiquísimo de albergar vida para transmutarse a sí misma en un alumbramiento, en una continuidad de la propia carne? Supuestos que intuía, pues mi condición lésbica me imposibilitaba la maternidad. ¿Quizá simplemente era estéril? ¿Quizá mis ovarios estaban atrofiados? Obviamente la respuesta era ¿negativa? ¿Me gustaban los hombres? Tampoco existía una respuesta cabal. Ni siquiera omisiones de supuestas preguntas. Magdalena había ocupado mi corazón, llenándolo de abandono. ¿Entregarme a un hombre para comprobar verdaderamente mis inclinaciones era la consigna probable? Lo confieso, las mujeres en sí, no me gustaban. Había aceptado a Magdalena en circunstancias inexplicables. «¿Los hombres?», me interrogaba. «¡Qué misteriosos eran los hombres!» ¿La respuesta tal vez radicaba en su sexo?, qué temía, por cierto. ¿Tal vez entregándome en posesión física los desdoblamientos acabarían? La pregunta era ¿a quién entregarme? ¿A Víctor, a Lucas, a Manolo, a Camilo José, a Ramiro Mendoza, a Rolando Pérez? En fin, las posibilidades eran bastante limitantes. Más bien eran asquerosas. Monstruos, invertebrados, antropoides, máquinas sexuales, testículos sin pensamiento, penes inmundos. ¿Eran razonables entonces mis sentimientos? ¿Eran válidas las caricias de Magdalena? Recordaba confusamente su lengua succionando mi pubis mientras yo dormía. ¿No representaba aquel acto una vulnerabilidad, un estupro, una violación? Me sentía indefensa, me sentía expatriada. La marea de la vida me impulsaba a barlovento. Ya no era la misma muchacha, la de mi Chile provinciano. Me había convertido en una tránsfuga, en un espectro con cuerpo de mujer. No había respuesta a los acertijos que me atosigaban. De cierta manera, mi príncipe azul se había convertido en un engranaje vital de mi vida. Pero, ¿no debía experimentar primeramente el órgano masculino para cerciorarme de mi verdadera naturaleza? Si razonaba: la respuesta era afirmativa. Si me embargaba por el sentimentalismo: la respuesta era inexistente. Existían, por tanto, dos caminos: el sexo heterosexual o la esquizofrenia. Tal vez esta era la respuesta. Tal vez me estaba volviendo loca.

Los goznes de mi apartamento giraron al ritmo del tambor. Descendí las escaleras hasta el quinto piso. Sudaba caracoles con trompas de elefantes acéfalos. Delante de mí el número 12K del apartamento de mi caballero andante. Imaginé el cuerpo musculoso de Manolo. Imaginé cada fibra de su contextura, cada partícula de su poderosa espalda, cada contorno de sus piernas, cada ligadura de sus brazos, cada exhalación de su tórax. Lo imaginé penetrándome, lo imaginé besándome, lo imaginé adentrándose en mis carnes. No era de mármol. Algo en mí se humedecía. De pronto giraron las bisagras de la puerta del apartamento de Manolo Quiroga. El profesor de zamba me observó con ojos ardientes. Su piel canela, el cabello castaño, el rostro ovalado. Me sentí avergonzada. Me sentí culpable. No recordaba sensación de orfandad tan profunda. Estaba entregada a la vida. Me sentía una pecadora. Me sentía una vulgar puta. Mi yo interno gritaba: «Tómame, abusa de mí, hazme tuya, rompe mi vagina, goza de mi ano». Mi voz interior era impúdica; lo confieso sin rodeos. Mi voz interior divagaba como un volcán, como una vulva con patas. ¿Me había convertido en una máquina devoradora? ¿Se habían despertado mis instintos heterosexuales? «¡La maternidad!», aulló mi yo intrínseco. «¡La maternidad!». No pude contenerme. Un vahído como de preñez dominó mis articulaciones. Me desplomé. Algunos parroquianos, que conversaban como sombras contra el muro, nos miraron burlescamente. Era bastante patética la escena. Manolo Quiroga me arrastró hasta el interior de su habitación. Las risitas allá afuera retumbaron con estrépito de terremoto. Una tragedia era lo esperado. Tragedia de muerte, tragedia de lesbianas.

El consabido pelambre pellizcó la nariz de Magdalena tan rápidamente que apenas tuvo tiempo de pensar.

Mi príncipe azul tocaba la guitarra. Tocaba canciones de amor. Se le erizaron los pelos, sudó sangre, estaba furiosa. Respiró profundamente. Acarició el mango de su guitarra mientras aullaba a todo pulmón:

—¡Maraca desgraciada!… ¡Te voy a matar!…

Sus gritos fueron opacados por la combustión de los motores.

Aquella tarde llovía torrencialmente. Llovía figuras de trapo con cabezas de neón.

De regreso a nuestro apartamento —con disimulo, con astucia más bien— Magdalena fue inspeccionando mi rostro. Sus cejas tintadas de rubio habían adquirido el color inverosímil de los celos. Curvó sus finos labios. No se atrevió a formular preguntas, esperando tal vez algún delator movimiento de mis caderas o de mis manos. No pude contenerme. Intenté disimular. Intenté ocultar mis deseos heterosexuales. Magdalena hervía de rabia. Yo estaba incómoda. Habíamos jurado decirnos toda la verdad. ¿Qué verdad podía yo confesar? ¿Un caballero sin armadura que me había ayudado con mis problemas de cocina? El besuqueo era un acto secundario, un acto aleatorio, un acto absolutamente azaroso. En presencia de la desnudez de Manolo sólo fui capaz de rehusarme. No porque no deseara aquel cuerpo vigoroso. Mi educación católica había evitado lo inevitable. La pregunta era ¿hasta cuándo? ¿Hasta que punto podría sostener enseñanzas que calaban en mi mente como un cuchillo al rojo vivo? El bichito de la sexualidad tan fibrosa en Manolo, había, de un modo u otro, permeado mi vida, incitándome a degustar el miembro masculino. Nada, sin embargo, hacía presagiar la tormenta. Nada era tan absurdo como la actitud de Magdalena.

Besé sus labios. La besé con pasión. Ella no contestó a mis caricias. Me ruboricé.

—¿Qué mosca te ha picado? —dije con boca temblorosa— ¿Qué te sucede?

—Tú tienes la respuesta. Te comportas de manera extraña.

—¿De manera extraña? —Mentí. Mentí. Mentí. No había escapatoria. Había aprendido a trucar la verdad en mi más tierna infancia.

—Por supuesto. Estás roja como tomate. Um. ¿Qué cosa huele tan…?

—¿Tan qué?

—No sé; dímelo tú.

—Es comida.

—¿Comida? ¿Con qué dinero has comprado comida?

—Te equivocas; la preparé yo misma.

—¡Cómo! Si no sabes cocinar.

—No sé cocinar pero estoy aprendiendo.

Mi celosa amiga no pronunció palabras. Pude intuir sus pensamientos.

Me imaginó desnuda, agazapada como un animal, embrutecida, penetrada hasta el paroxismo. Me imaginó traicionándola, negándola tres veces, coronándola reina de un pueblo nómada. Me imaginó crucificándola a un madero carcomido por la podredumbre espiritual. Me imaginó a horcajadas del dios hombre.

El rostro de Magdalena sangraba, las espinas rompían su carne, el costado izquierdo de su pecho era traspasado por una lanza. Un soldado romano humedecía su boca con vinagre.

Llovía profusamente en su yo interno. Llovía. Llovía.

De pie y como un Cristo resucitado, Magdalena imaginándome como una virgen pagana con los brazos extendidos suplicando a Manolo Quiroga su arrebato seminal.

Estallé en una risotada cínica. Magdalena no pudo contenerse. Me dio pena su melindre de niña mimada.

—Pues, querida —murmuré—, por supuesto, ¿qué cosas piensas? Si no soy adivina. Manolo Quiroga me ha dado unas cuantas lecciones de comida brasileña. Es muy rica y nutritiva. La he preparado con amor. Son porotos negros. Pero, ¿qué esperas? Vamos a festejar nuestro aniversario. Es como un pastel de bodas. ¿Por qué arrugas la cara con pucheros? ¿Qué te pasa, niña? Pero si estás congelada. Siéntate aquí conmigo. El bueno de Manolo me ha regalado esta pasta. Dice que es un afrodisíaco de primera. Estamos de fiesta. ¿Qué te pasa? ¿No estás contenta? Tu Raquel ha preparado una cena de gala para ti. Cambia la cara, niña, parece que hubieras visto un fantasma. Ah, ya sé, antes quieres que te dé un abrazo. Mamá te tiene preparada una sorpresa, pero antes la niña se tiene que comer la comida. ¿No quieres la sorpresa? ¿No te imaginas la sorpresa? Es un regalo. Yo sé que a ti te gustan los regalos. ¿No adivinas? Pues, el regalo soy yo.

Me quité la ropa, aparentando los movimientos de una bailarina de cabaret. Me acaricié los senos. Me masturbé en presencia de Magdalena.

Después de aquella consagración al placer solitario, la delicada morenita de ojos negros, con furia, arañó mi cuerpo; restregó el típico plato brasileño en mi cuerpo: lentamente fue consumiéndome hasta que el sueño nos facilitó el descanso.

Al despertar mi cuerpo hedía a fritanga. Estaba desconcertada, pero feliz.

Besé a Magdalena en la frente.

—¿Qué sucede ahora? —me preguntó.

—¿No estarás cansada? —le increpé.

—Por supuesto —respondió con voz somnolienta.

—Entonces, habrá que llevarte al médico para que te dé vitaminas.

Hicimos el amor una y otra vez hasta muy entrada la mañana.

Un estrépito de ardillas vino a mi mente, ardillas de cuerpo cavernoso, con lenguas de algodón, con dedos trepadores, con bocas de fantástica plasticidad —trenzándose y destrenzándose en multitud de formas— como si el universo se paralizara repentinamente.

—Ahora te voy a preparar huevos con tocino —dije, levantándome.

—Déjame dormir, por favor.

—¿Dormir? ¿Para qué quieres dormir?

—¡Estás loca, Raquel!

—¿Acaso no era lo que tanto anhelabas?

Magdalena no respondió a mi pregunta.

—Voy a preparar el desayuno entonces; y cuidadito con los berrinches; de lo contrario, conoces perfectamente las consecuencias.

—¿De qué consecuencias me hablas? —murmuró Magdalena con un bostezo.

—De que me puedo calentar como una perra.

—Ya no sé lo que pensar de ti. Te has vuelto una obsesa.

—¡Sí!… ¡Sí!… —aullé enrabiada— No lo niego. Soy una obsesa…, ¡una obsesa!…, una maldita y obsesa maricona.

No pude evitar el insulto. No pude evitar la tragedia.

Magdalena me abofeteó con odio. Oculté el rostro.

—Ya sabía qué algo raro te pasaba. ¿Te acostaste con Manolo? ¡Dímelo! No lo niegues. Eres una vulgar puta. Toma, desgraciada, te voy a matar. Me traicionaste por un hombre, por un maldito machista. ¡Estúpida!… ¡Estúpida!… Te embaucaron con un plato de porotos negros. ¡Te odio!… No llores. Sé qué me has engañado. Mírame… Te digo qué me mires. Con este cuchillo, con el que te salvé la vida, ahora te la voy a…

—¿De qué me hablas? —dije atemorizada, interrumpiendo las palabras de Magdalena — Sólo tú me has amado.

—¡Mientes!

—Te lo juro.

—¡Mientes!

—Entonces, mátame…, mátame…, mátame…

—No puedo —gimoteó Magdalena—. Te quiero demasiado.

—Yo también te…

No pude acabar la frase. Un golpe histérico nos despertó del letargo del odio.

—¿Quién es? —gritó Magdalena.

—¡Abran la puerta! Soy Víctor.

—¿Qué mierda quieres?

—Qué se calmen.

—Abre la puerta —murmuré—. Se nos ha pasado la mano.

—Esto lo arreglamos entre nosotras —me gimoteó Magdalena.

—Hemos perdido el control, tienes qué reconocerlo.

—Bueno ya, pero que no entre. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Magdalena caminó hasta la puerta; la distancia era escasa.

—¡Muchachas!… —exclamó Víctor a boca de jarro—Si quieren discutir, háganlo como todo el mundo. Enciérrense en el subterráneo. Y sáquense los ojos si quieren. Sean razonables. No queremos que los criminales nos allanen otra vez.

—Tienes razón —mintió mi celosa amiga—, pero déjanos en paz.

—Vecinita, qué boluda, pero si lo que quiero es vivir en paz.

—Entonces, puedes marcharte. En esta ocasión no eres bien venido.

—Por supuesto, comprendo, sabes perfectamente que lo que me preocupa son los…

Magdalena cerró la puerta tan violentamente, que Víctor apunto estuvo de perder el rostro.

La siempreviva brutalidad policiaca fue trocada entonces por una implícita brutalidad doméstica.

¿La pérdida de la voluntad, desde un punto de vista estrictamente emotivo, era el nexo entre la locura y el caos? ¿La pobreza, los privilegios de casta, la perversión, las torturas, las pesadillas, el desgarramiento, la muerte, eran objetivos inciertos o inmaculados que incentivaban una relación lésbica enturbiada o santificada por los celos, por argucias femeninas, por acosamientos discriminatorios provenientes de allá afuera?

¿Alterar nuestra percepción significaba, desde toda perspectiva, entregarme definitivamente a lo incierto, entregarme a una multitud de mundos inexorables, carentes de sustancia; reconocibles expresamente sólo por dudas metafísicas o vidas anteriores?

¿Soledad era una palabra adecuada? ¿Soledad y nostalgia?

Derramé una gota de lágrima, no por mí, ni por Magdalena. El ardiente recuerdo de una tarde perdida en un rincón de un colegio ignaciano evocó en mi mente la pureza de un niño de mirada azul.

Magdalena equivocó el sentido del llanto. Se imaginó a sí misma como una esclava, objeto de sufrimiento. Sus ojos encolerizados; crispadas las manos; neurasténica y descalza; sintiéndose atrozmente culpable.

Magdalena acarició mi cabello con dedos de guitarra: canciones de amor murmuraron sus ojos.

La tristeza acabó por trizar mi resistencia; el niño de mirada angelical fue degradado en una cópula indigna. Mi propia naturaleza fue fracturada. Sequé mis lágrimas. Encendí un cigarrillo. Miré el rostro de Magdalena. Aspiré el humo. Allá abajo, la ciudad tentacular destrozaba todo vestigio de esperanza.

Me abandoné a mí misma. Abandoné el crisol trizado de mi infancia.

Tercera Parte

1

Los expatriados celebran un responso en recuerdo de Abdul al-Farid. Butacas plásticas y personas variopintas en mis sueños: afganos, coreanos, etíopes, chinos, caribeños, rusos, chicanos, ucranianos, sudamericanos. Una treintena de inciertos hombrecillos, con sus respectivas Evas, escupiendo tabaco mientras cuadrillas de harapientos Caínes bostezan perezosamente.

—Abdul al-Farid… —chilla el aindiado párroco— Abdul al-Farid, como dije, despreciando la vida en pro de un paradigma…, digámoslo claramente… —un silencio cavernoso se produce en la atípica catedral de los milagros—, un paradigma semítico. Claro está que, Abdul ni siquiera parlaba siríaco, arameo o caldeo. Para qué vamos a estar con cuentos, un poco de inglés, algo de spanglish y punto.

El rostro colorado de Gonzalo Urmeneta pareciera ahuecarse como un sacacorchos, las mechas de clavo son como las espinas de un Cristo álgido, abre la boca, escupe palabras proféticas, cierra los párpados, las orejas son puntiagudas.

—Digámoslo claramente —enfatiza con voz de carretonero—, ¡la victoria!, ¡la bancarrota del imperialismo!, no será sino…

—¿Sino qué? —pregunta un parroquiano descontento.

—Sino logramos revivir en nuestras mentes los padecimientos del pueblo…

—¿De qué pueblo me hablas? —interviene nuevamente el personaje— ¿No intentarás engañarnos con el supuesto de…?

—¿De qué? Dinos, querido hermano, ¿de qué?

—De Palestina…

—De ningún modo, yo me refería a…

—Está bueno de tantas mentiras —dice otro feligrés—. Nosotros, los…

—Hermanos, por favor; mantengamos la compostura.

El párroco intenta acomodar su cabellera mientras gotitas de saliva humedecen su barbilla.

—El meollo del asunto es de singular importancia. Abdul nos legó la posibilidad de pensarnos como hombres libres. De otro modo, en este mismo instante viviríamos…

—¿Hacinados? —pregunta Víctor— ¿Hacinados es la palabra correcta?

Contengo la respiración. Infinitos puntitos de mil colores invaden la supuesta basílica de todos los perdedores. Miserables gritos acaban con el infidente y esperanzador responso en recuerdo de Abdul al-Farid.

—¡Miller Zapata! —gritan insólitamente histéricas las caricaturas de expatriados— ¡Miller Zapata!; ¡el resurrecto!…

—¡Podrán asesinarnos!, ¡podrán torturarnos!, ¡podrán gozarnos!, ¡podrán maltratarme!…, podrán… ay… ay… ay…

Manos de cerdo entre mis piernas: contra la pared. Magdalena delirante. Miller Pereira, agigantándose, rasgando mi carne. ¿Cuarenta años? ¿Tal vez cuarenta y cinco? Contra la pared: criminales con penes fétidos, besuqueando a diestra y siniestra. Me tocan, acarician mi carne, me pellizcan. Desnudan a Irma Sarmiento. Intentan lo mismo conmigo. Federico es pateado en la quijada. Gonzalo Urmeneta abjura. Intento no desmayarme pero la violencia política socava mi resistencia femenina. Miller Pereira acepta las explicaciones de Gonzalo Urmeneta. Éste no es Miller Zapata. Éste es otro, un aparecido, un adaptado. Ni yo misma soy yo. Ni siquiera existo como historia, carezco de sustancia.

Una terrible pesadilla entonces se apodera de mi alma. Un golpe en la nuca: la chiporra sangrante. Un sueño dentro de un sueño; un mundo binario, asistémico, infinitamente neorrealista, infinitamente caótico.

Víctor, efectivamente, entre la nebulosa que provocan las pesadillas, obsequia a Abdul al-Farid un racimo de dinamita con reloj cucú descompuesto. Nos vamos diluyendo entonces como pobres fantasmas. Refugiándonos en cafetines y en hoteluchos de dudosa metafísica. Un mundo desigual, algo siniestro, un mundo apelmazado como papel higiénico.

Magdalena abrazándome irremediablemente en los bordes mismo de la existencia, Magdalena tocando su guitarra, Magdalena obsequiándome ropa, Magdalena acariciándome a escondidas, Magdalena delirante, rabiosa, indignada.

Mi vagina sangra. Mis tetillas sangran.

—Ay, ay, Miller Pereira, ¡hijo de perra!, ¡puerco sarnoso! —el aullido se reproduce en mi mente con la técnica de una radio a transistor averiada.

—¡Muévete!, cochina maraca, ¡muévete!, mira que, con este cuchillo, te puedo desfigurar tu lindo rostro… Ah, um, ah, rico, muévete, perrita, um, muévete, um, ah, rico…

Sangro profusamente. Sangro estrellas de mar. Me observo las manos pero no son mis manos. Un espejo ensangrentado desarticula aún más la realidad. Acaban de asesinarme. Acaban de violarme una cantidad indeterminada de criminales. Estoy muerta. No hay túnel ni personas queridas. Sólo recuerdo, historia de Raquel, vida de Raquel.

Un grito de angustia desgarra mi garganta, pero no es mi voz, es un aullido monstruoso, un graznido de perversión. No soy la víctima, soy el victimario practicando onanismo con el recuerdo de mi sexo. «Raquel, ah, rica, chupa, chupa». Intento detenerme pero mis manos están crispadas; unas manos grandes para mi cuerpo enanístico. La habitación es un tugurio saturado de mil cuerpos de muñequitas plásticas. El orgasmo evita la locura. El espejo descubre el rostro de Camilo José Espinoza. He suplantado su personalidad. Intento asesinarlo, intento asesinarme: el recuerdo de Raquel es el yo mismo.

—El suicidio entonces. ¡El suicidio!…

Me clavo un puñal: una daga con empuñadura de sirena.

Ahora no soy Camilo José Espinoza, tampoco Raquel Urrutia, no mi cuerpo al menos. Asisto a un funeral. El supuesto profeta, con vestidos anaranjados, cacareando ostentosamente, erguido como vacuno, con la boca podrida, con cabeza de billar.

—Nuestra querida difunta era una mujer encomiable, delicada, amable. Una chiquilla enamorada de… Mag…, de…, de… la vida, sí, eso; la recordaremos por siempre, especialmente su… amante, bueno, qué digo, todos la recordaremos; fue una madre riquísima…

¿Una madre? ¿Qué sucede? Nunca he parido. ¿Estoy volviéndome loca? ¿Es mi sepelio?, ¿parece? Me pellizco, pero el dolor es real. Magdalena llora a moco tendido. ¿Qué sucede? Camino tambaleándome. ¡El féretro!… ¡Horror!… ¡Pánico!… Soy… Soy… ¿yo? La respuesta es positiva. ¿He resucitado?, imposible.

—Una madre ejemplar—, se repiten en mi mente las palabras del supuesto profeta—. Una madre riquísima… Perdón, qué digo, fue una chilena estupenda. Amante de la vida, amante de los deportes, amante de… Magdalena…

¡Sí!, he muerto; mi cadáver yace en un féretro con vidrio polarizado. ¡Horror!… Mi rostro no es mi rostro. Es el rostro de Víctor. Estoy atrapada en su cuerpo. Me imagina (aún estando muerta) en posturas impúdicas. Me imagina gozándome. Me imagina fornicándome. Ay, ay, qué asco. No puedo evitar los pensamientos; me excita mi propio cadáver. Víctor camina tambaleándose, tropieza con el féretro; los deudos evitan la tragedia. Me sostienen cuatro criminales. Cavan una fosa en el patio trasero. Me sofoca el aliento de tantos hombres. Miller Pereira me desnuda. Succiona mis tetillas. Me excito. Intento arremeter con mis caderas pero no puedo. La tierra me asfixia, la luz va desapareciendo. Una explosión que sucede del otro lado del río Hudson paraliza mis sentidos. Horrible sensación, horrible destino. Llanto de Magdalena, llanto de Víctor. Versos conmemorativos, saudades marinas, instrumentos autóctonos. Lloran la muerte de Raquel Urrutia, lloran mi muerte. Un túnel, soy absorbida por torrentes de agua fétida: el tirabuzón disuelve mi sustancia humana. Mis padres me han olvidado, Magdalena también. Cadáver, huesos, despojos: cientos de perros en jauría; hambrientos perros, hambrientos colmillos devorando mi carne. Las pesuñas, mil pesuñas escarbando el camposanto; un crujido espeluznante; ¡crujido de ataúd!; estoy desnuda; ¡furia de las furias!; mis caderas están agusanándose; oscuro, oscuro, oscuro; me arrastran escaleras arriba, los perros allá abajo, ¡estrépito bestial!; reconozco el cubículo: libros atiborrados, flores artificiales, la atmósfera apesta a tabaco. Una esponja recorre mis entrepiernas, me presiento en el brillo de un espejo: nariz de curvas vascas, caderas podridas pero excitantes. Víctor besa mis labios, besa mi cuello, besa mis pechos, besa mi ombligo, arden las paredes, arde mi vagina. Su falo hidráulico rompe mi carne: la pudrición confunde las materias: sangre, semen, gusanos y pájaros.

Golpean la puerta. Tres golpes. Con bolsas plásticas cubre mi cadáver. Las cucarachas entonces arremeten con brutal correspondencia.

—Gatita, qué sorpresa. ¿Una taza de azúcar?; pero si te has tintado el cabello de rubio; ayer lo tenías verde y anteayer azul. Ah; vienes acompañada. Dile a tu ¿amiguita? que pase, que no pellizco; ja, ja, ja; acabo de fornicarme a Raquel, ¿un whisky?; encantado de conocerte, ¿eres sueca?, ¿y lesbiana?, ja, ja, ja.

Golpean la puerta. Tres golpes nuevamente.

Irma Sarmiento con Marcelino de escasos siete meses.

—Bienvenidos. ¿Un whisky descremado?

Golpean la puerta. Siempre tres golpes.

—Qué sorpresa —gimotea Marcelino—, tantas pechugas reunidas.

Las prostitutas carraspean aparatosamente.

—Les voy a contar un cuento —dice Marcelino.

—Espérate un poco —interviene Víctor—, primero forniquemos, ¿tenemos tiempo de sobra?, ¿cierto?

—Lo primero es lo primero —contradice Marcelino—, un cuento, les voy a contar un cuento.

Los deudos en posturas mímicas. Estoy furiosa, los celos me enceguecen. Marcelino, acunado con berrinches de guagua profética, escupe palabras que retratan la vida de un niño de mirada angelical perdido en los recuerdos de un cadáver. El sentido de sus palabras es perverso. Los deudos suplican la presencia de los despojos de Raquel. Me rehúso. Esquivo los golpes, las cucarachas muerden mi carne: cientos de gusanos aferran mis puños. Toda resistencia es inútil. Lucas, el profeta, escupe tabaco mientras Irma Sarmiento le practica fellato. Magdalena se excita, las prostitutas se excitan, Víctor se excita.

Tres golpes en la puerta. La totalidad de los habitantes del edificio en la covacha del ex torturador.

Magdalena besa mis pezones. Acaricia mis rodillas.

—Les voy a contar un cuento —dice Marcelino—, un pequeño cuento.

Vaginas plásticas en convulsión, penes eléctricos, prostitutas, vírgenes, turbas de centroamericanos, turbas de sudamericanos esfumándonos fantasmalmente. Marcelino piensa a intervalos que reproduce en palabras carentes de sentido.

—Yo la conocí una tarde primaveral de fin de milenio, practicando la interrogante de abrir los ojos interiores.

Los deudos congestionan sus rostros mientras gotitas de lluvia humedecen mi corazón.

—La resistencia fue colapsada, nos obligaron a delatar. Claro está que, yo no incriminé más que a Raquel… ¡Arpía deshonesta!, ¡chilenoide de clase acomodada! ¡Rata!, ¡rata!, ¡rata!…

Los ojos un tanto saltones de Marcelino brillan endemoniadamente. Está furioso. Está indignado.

—No cometáis, hermanos míos, el sacrilegio de enfurecer vuestros corazones, no cometáis el pecado de recordarla; su historia será olvidada por las generaciones venideras. Ella fue culpable, sí, señor, culpable de imaginismo…

Marcelino tuerce los labios, Irma Sarmiento acurruca su cuerpo mientras aúlla a todo pulmón:

—¡Contamos con la experiencia! ¡Realmente no podemos defendernos de ataques hecatómbicos ni de criminales dispuestos a quintuplicarnos los tributos! ¡Yo decreto que la institución de los delegados de piso es obsoleta, ineficiente, estéril! ¡Propongo una dictadura!, ¡mi propia dictadura!…

Rugidos de dientes en escaramuza, en tumulto de batalla: un centenar de escuadrones previamente adiestrados por Marcelino implanta el vago derecho a la súplica.

—Un cuento, sólo les quería contar un cuento.

Mis ojos entonces son catapultados a lo real. Tinieblas, sólo tinieblas en mi mente. Me pellizco. Ay. Ay. Eso duele. Estoy algo emborrachada. Me incorporo con dificultad. Enciendo la luz: el fauno de ojos penetrantes, de barba diabólica, agónico, frenético, en degradé, observa codiciosamente mi cuerpo con aquella mirada que me recuerda a un poeta enamorado de la carne, que alguna vez conocí en una remota tarde de septiembre en un colegio ignaciano.

He, de un modo u otro, resucitado. Es cierto. La sorpresa no es tanto por el prodigio lazarístico; como por el brillo de una bombilla claveteada a la pared de nuestro apartamento. Luz que va tintando suavemente el cabello de Magdalena de colores variopintos. ¿Es posible entonces la irrupción de un sueño dentro de un sueño, acumulándose, ficcionando, fundiendo materiales diversos? Las posibilidades son ciertas. El cabello que antaño invocara negro peninsular ahora escupe ambarino de canario desplumado.

Recuerdo espesamente a Manolo Quiroga, recuerdo su piel canela, sus ojos azules, su cuerpo elástico. El recetario que ha provocado la cruenta discusión con Magdalena es un imperfecto guiso para estúpidos. Un ingrediente falta, un ingrediente indispensable. Agudizo los sentidos. Son las tres de la madrugada. El gigante cucú esculpido en el edifico de allá afuera extiende el tiempo en sí mismo, como si despertara con los párpados hinchados y con la cabeza goteando un mundo dentro de un espejo.

Me abandono a la calidez de estar nuevamente en lo real, al roce gélido de la tela del jeans.

Los siete pisos que me separan del torrente de hormigas desgarran la expresión de atontamiento en el rostro de Magdalena. La muy perezosa está durmiendo como una doncella encantada en un bosque maldito.

Los gritos histéricos de las hormigas en una ciudad que no duerme, logran desenredar la madeja de lo histórico en un páramo más cercano a la muerte que a la vida. Jolgorio es lo hallado en tan exuberante madrugada. Jolgorio, fritanga, asesinato. Bestias con pezuñas de indios nigromantes, negros ahuesados por el desamor de una tormenta de bancarios hidrocarburos, amarillos infecundos con dedos de apósito, blancos, un millón de úteros blancos.

Camino con la cabeza embotada (lo confieso, aún tengo muchísimo sueño), camino entre turbas de noctámbulos, camino con pensamientos homicidas, esperando tal vez…

—Te equivocas —me digo—, caminas con pensamientos amorosos.

—¡Exacto! —me respondo con murmullo de estrépito nocturno— Has buscado la ciudad para hallar el aditamento perfecto. Esta vez seguramente Magdalena degustará tus guisos.

Un supermercado de dimensiones astronómicas por un instante sostiene mi mente en un estado relativamente cercano al éxtasis. Describir el estado de mi alma sería redundar en esferas idiotas. Basta confesar mi desfallecimiento por las supertiendas, por góndolas atestadas de pasajeros en tránsito.

Los productos, mil productos esparcidos en estanterías, navegando por canales venecianos, en quimeras de amor, en quimeras de espectrales cantantes líricos.

—Góndolas —me digo—, góndolas atestadas de artículos desechables.

Reacciono cadenciosamente al contacto de envoltorios sintéticos, cajas resplandecientes, sinuosos vapores confundiendo el ritmo asolapado de otros desesperados como yo; transformándome al contacto de texturas de artículos colmados de palabras, un trillón de palabras proclamando un limbo para muertos/vivos.

—Aleluya, aleluya, hermano…

La tronadura del carrito metálico es un himno profético con las manos atestadas de envoltorios sintéticos.

Busco, digámoslo claramente, busco algo neurótica el ingrediente adecuado para que Magdalena apruebe mi guiso a lo Manolo Quiroga. Registro con minuciosa maestría (creo yo) cada lugar sin límite, cada paranoia lingüística. Industrias africanas, industrias europeas, industrias asiáticas, industrias tercermundistas. El revoltijo de idiomas adosados a la lengua bárbara del emperador yanqui es tremendo. Cada ojo de avestruz, cada pata de zancudo, cada palote entintado va succionando nuestra predisposición de no aceptar lo que inevitablemente se estrella en cúmulos de objetos vibrando en el tacho metálico con ruedas con tronadura de barquito de papel. Góndolas brotando en un limbo para fanáticos compradores, góndolas con cuerpo calloso, esperando, esperando, esperando por nuestras almas.

De pronto me detengo con la horrible certidumbre de la observancia, del voyeurismo descarado. Arriba, arriba, abajo, abajo, repletas las estanterías de artículos, que, como condenados a muerte, en espasmos agónicos, con muecas infernales, atrozmente sojuzgan la atmósfera con sus gritos espectrales, sin sonido, en la inmovilidad. Arriba, arriba, arriba, mi cuello giratorio, deleitándome con las cruces de esta nueva basílica de los desdichados. Arriba, arriba, arriba, ángeles con ojos metálicos; ojos unívocos captando cada detalle, cada acertijo de nuestra mente. Puedo imaginar a los supuestos vigilantes solazándose con los cuerpos femeninos. Abajo, abajo, arriba, arriba, segmento a segmento (un paraíso con barrotes), partícula a partícula (sofocados los sentidos), escupiendo y ladrando, blasfemando y mordisqueando nuestras carnes: los megatransmisores como demonios custodios, como sabuesos, como tigres en acecho de la presa.

Rumor de hombres condenados, de máquinas registradoras. Voces en off, en multitud de idiomas irrespirables.

Las comadres, las infaltables odiadas hermanas de barrio, encontrándose a regañadientes. Las empleadas domésticas (las concubinas de todos los tiempos) encontrándose a escondidas con sus patrones. Los homicidas y las futuras víctimas, los violadores y los onanistas compulsivos, el rico y el pobre, unos y otros, esclavos de objetos tan edificantes como el pan nuestro de cada día. Las comadres arrastrando su grasienta humanidad, a plena luz de bombillas con ojos magnéticos, grabando, calculando, sistematizando el comportamiento de posibles ladronzuelos de artículos tan necesarios como el pan epicúreo de la no realización de nuestros sueños. Unos y otros, chinos, angloparlantes, madrastras, zoofílicos, estudiantes de literatura, párrocos hermafroditas, cardenales licenciosos, políticos pedófilos, guaguas profetas, resurrectos malparidos (tal vez ahora esté muerta, antes no), videntes, un millón de videntes, drogadictos, un trillón de drogadictos, padres de familia (buenos padres de familia), amantes esposas (que de madrugada invaden las supertiendas en busca de un calmante, de un somnífero que aplaque esta sed de histeria colectiva).

Una voz en off —de altoparlante— anunciando una oferta de limbo, de Anteparaíso, provoca un salvajismo con aroma a muchedumbre.

Describir la orgía de golpes van, golpes vienen, me parece tema inocuo.

Más tarde, como en todo proceso biológico, fue la calma, las voces inconfundibles de la memoria.

—¿Supiste? Eso mismo. Pobrecilla. Sí. Está clarísimo; fueron ellos; los hombres de negro. ¿Cómo en la película? Sí y no. ¿Buscas ají? No, querida, no se llama ají. El picante aquí lo llaman chile. En el pasillo siete, sí, querida, chile es ají. Yo conozco la palabrita, fui casada con un paisano. ¿Eres de Chile?, ¿supongo? La difunta también era de Chile. Dicen que es un país con un clima raro. Nieve todo el año y desierto todo el año. Yo no entiendo. Para mí que mi ex marido me mintió. El muy descarado se había matrimoniado conmigo sólo por la conveniencia de la visa, sí, es cierto, me rompió el corazón, bueno, no importa, el muy puerco era un mitómano. Todos los hombres son iguales: unos cínicos. Claro está que, la peor de todas era la tal Raquel. ¿También te llamas Raquel? ¡Qué coincidencia! Ahora ya entiendo; eso de tener al mismo tiempo pingüinos y auquénidos los enloquece hasta el extremo de apodarse con el mismo mote. Qué raro, ¿no? Esta Raquel, esta paisana tuya, es la muertita que te cuento, claro, difunta con todas las de la ley. A la pobrecilla la enterraron en el patio del hotelucho donde se hospedaba. Fue una desgracia, la muchacha era… eso, mijita, qué horror, no, en este país la moralidad está en bancarrota. Sí, mijita, era marimacha. La pobre gatillera fue violada hasta la muerte por un escuadrón de criminales. Claro, Raquel era su nombre; Raquel Urrutia.

—¿Raquel Urrutia? Yo soy Raquel Urrutia.

—Imposible. La verdadera Raquel, perdóname que te lo diga en tu cara, pero la verdadera Raquel era morena y con el pelo rojizo.

—¿Con el pelo rojizo?

—Magdalena, su amante se lo…

—¿Magdalena? ¿Qué Magdalena?

—¡Magdalena Ocampo! Qué pregunta.

2

La pregunta inevitable era la concerniente a la supuesta irrefutabilidad de lo real. Omitir la respuesta significaba una curiosa apertura que, de un modo u otro, dignificaba mi condición femenina. El acto de pellizcarme —tan ingenuo como parpadear en condiciones semejantes— era interpretado por los otros —por los que merodeaban como buitres en un camposanto para prisioneros políticos— erróneamente como actitud de rebeldía o como substrato de redención. Las consecuencias de posibles cuestionamientos no importaban de ninguna manera; más bien redundaban en mi cerebro como hormigas atomizando mi feliz compromiso con góndolas atestadas de fe ciega, de certidumbre omnipresente, de confianza absoluta en los poderes terrenales.

Me incorporaba con exactitud, diría yo, tanta como intentar captar detalles inéditos o cotidianos de los noctámbulos trashumantes invadiendo los pasillos del supermercado. Yo misma era una conformista consumidora de primera línea, un producto sustituible o suprimible, pero nunca objetable. Me negaba a esta posibilidad. Era absurda esta paradoja. Completamente descabellada. Comprenderme a mí misma era obviamente el necesario caldo de cultivo como para esquivar los argumentos encontrados que intentaban vulnerar mi realidad. Esquivar los cuerpos en movimiento de torbellino, a empellones, tropezando unos con otros, atestados los pasillos de feligreses, como hormigas, pero ya no devorando la corteza de la realidad sino sustentándola, contradiciéndola o tal vez enalteciéndola, era indiscutiblemente contener la saliva que goteaba como un río sin caudal.

Una muchacha de gordura inaudita, con lento, pero lento movimiento, arrastraba literalmente su desfigurada humanidad. No era tanto la sorprendente negrura de su piel lo que me forzaba a pesquisarla en su periplo de barcaza descompuesta (ya me había habituado a razas inexistentes en mi país natal). A simple vista era una muchacha bastante ordinaria. Negra, tan negra, horrorosamente negra. Gorda, descomunalmente gorda.

Una magnética fuerza, como de holocausto o de simple morbosidad, me impulsaba a observarla, sin tregua, como arácnido, esperando, esperando, esperando.

La muchacha actuaba (creo yo) erráticamente, angustiada, bufando, con actitud homicida. Sus ojos, tan espesos que parecían aullar, al parecer no inquietaban o no concitaban miradas ni sonrisitas cómplices. Los peregrinos obnubilados en sus heterodoxas actitudes de viandantes comprometidos con el omnímodo mandamiento del comprar —nada más que comprar— satisfacían no solamente la lujuria en sí mismos sino que imposibilitaban cualquier apertura que pudiera confundir sus mentes atornilladas a góndolas impertérritas de mercancías (esperanzadoras, lo confieso, esperanzadoras).

La muchacha parpadeaba de manera cómplice. Vestida con trapos descoloridos, salpicaba el entramado de la cerámica con sus tambaleantes pasos.

No hubo palabras entre nosotras; el tabú de la maternidad compuso un sínodo de causas y efectos, que nos motivaron a confundirnos (a escondernos más bien) en un rincón impregnado de materias prohibidas; impulsándonos a postergar nuestras respectivas dudas existenciales por un orden imposible.

Vi doblarse a la muchacha en sí misma, como un rollo de papel higiénico. La vi confundirse en la oscuridad; arrastrarse por pasillos intransitables; pasillos prohibidos para los no iniciados. La vi tambalearse; abrir y cerrar puertas. La vi esfumarse y desaparecer; la vi desangrarse.

Acudí en su auxilio (los estudios de enfermería cursados en la secundaria me permitieron sostener la situación). «Agua caliente», me dije. «Si pudiera contar con agua caliente».

Encerradas en un escusado para empleados de segunda categoría, la hermandad entre mujeres fue instigada por las piernas de la muchacha en rictus de furia, en rictus de amazona con ojos desorbitados (dolor, tanto dolor). «Puja, puja», me decía a mí misma. «Puja, puja». Un grito, un instante, la placenta, la rotura, coágulos de sangre, muchísima sangre. La muchacha de pronto hastiada de sí misma, hastiada de su propia fertilidad, pateando indiscriminadamente, golpeándose las muñecas; el vagido del infante, un diminuto cuerpo rojizo, anudado al cordón umbilical; chillando la parturienta (de apenas quizá doce o trece años). Quise pronunciar palabras altisonantes, un signo esperanzador; pero no pude; el rostro iracundo de la muchacha me impuso un dramático sesgo de mudez. Había aceptado incorporarme a la maternidad como quien acepta un canje desfavorable o una moneda sin valor nominal. Había transitado, sin lugar a dudas, a una región insospechada, a una región que exigía actos heroicos o descomedidos.

Alterar el curso de la historia ¿era prevenir el desarrollo obvio de los acontecimientos?, disponiendo, eso sí, de un hilo conductor, inoperante, servil, casuístico. Alterar el desarrollo intrigante de mis reacciones sería mentir. Un diminuto hombrecillo fue acunado por brazos de alambre, con dedos debilitados por el esfuerzo físico. El pavoroso abultamiento del rostro era tremendo: la muchacha estaba amarilla, horriblemente amarilla.

Intentaron abrir la puerta. Tres golpes y una voz que balbuceaba un inglés de aristas imposibles de definir. Respondí con un mugido, esperando tal vez incorporarme a la secuencia anodina de una correspondencia francamente absurda.

—¿Qué quieres, conchetumadre? Estoy cagando. Si quieres lavarme la zorra, tendrás que esperar turno. El gerente me la está…

—Bueno, chica —respondió una voz de tonalidad quebradiza—, entiendo, no te sulfures, que me aguanto.

Palabras que si juzgamos los acontecimientos posteriores adquieren una relevancia cercana a lo profético.

Una súbita concordancia, ancestral, atávica, como cable a tierra sin conexión, pero poderosamente integrado a la matriz de nuestras respectivas voces interiores, se produjo en el improvisado pabellón quirúrgico. Trenzas negras, trenzas amarillas, rojas, azules, infinitas trenzas afroamericanas, trenzas con infante de cuerpecillo rojizo, con rostro peludito, con manitas regordetas.

Desnudo, con berrinches espantosos; hambriento, sí, terriblemente hambriento.

Tiemblo ostensiblemente como si mis huesos fueran de baquelita; la muchacha suplica con párpados que parecieran arrastrarse por adoquines tapizados de espinas; la sangre no es de su frente ni de sus rodillas ni de sus codos; la sangre es de placenta, de cordón umbilical, de ovario.

El infante con ardor busca mi pecho. Ridícula es la palabra adecuada para una vocación de irresponsabilidad. Ridícula, mil veces ridícula. Lo arropo con mi carne, con mis prendas juveniles. Lo escondo, lo incorporo a mí misma. La madre me agradece con un quejido gutural.

Con túnicas desgreñadas, la muchacha emprende la fuga como un ejército vencido. Yo, victoriosa, contemplo el botín de batalla tan singular.

¿Qué pensará Magdalena de este nuevo Urrutia? ¿Qué pensará de mí?

Abandono el carrito con las provisiones entre los alaridos y el torrente de personas; altercando o intentando altercar en colas infinitas; esperando sólo distender el sonido de la caja registradora.

Sospechosa es una palabra adecuada para describir mi actitud. Sospechosa, incriminada, perseguida por un guardia de seguridad. Seguramente imagina productos robados, apropiados ilegalmente; papelillos que alguna vez hermosearon productos manufacturados en prestigiosas hiperempresas; envoltorios para cosméticos, envoltorios para afear la mascareta (que muchachas o muchachos, en vespertina o en nocturna, utilizan para embriagarse de un statu quo que los alentará al suicido o al asesinato).

El guardia me registra. Palpa mi contextura. Se excita. Ni siquiera Raimundo (así he llamado a mi hijo, sí, mi hijo) puede evitar el escarnio. No intento defenderme. Una vez saciada la loca lujuria de este criminal de baja estofa me esfumo entre las sombras del amanecer en un derrotero de lágrimas, de vagidos de infante, de condenación, de hambre.

Por la Quinta Avenida, por la Sexta, por la Octava, por la Undécima (hasta la Metropolitana); descendiendo y descendiendo, escaleras arriba, hasta el infierno, acompañada de miradas incrédulas, de risitas premonitorias de un pugilato de marimachas. La puerta cerrada, las llaves, los goznes con sonido de camposanto, lúgubre, escalofriante, séptimo piso. La miserable habitación, una lámpara, dos maletas, un par de zapatos agujereados, el camastro de Magdalena con las sábanas en revoltijo, el vagido del infante, el llanto y la mirada recelosa de la durmiente.

—Uf. ¿Trabajo, eh, nena? ¿Trabajo part time?

¿Qué responder? es la pregunta. Miedo; tengo miedo por Raimundo. Es mi hijo, sí, mi propio hijo.

Las palabras son innecesarias, carecen de contenido. Un beso en el regazo de Magdalena. Ella comprende, sí, comprende. Por fin madres; seremos madres de Raimundo.

—¿Estás loca? ¿Qué haces?

—Le doy su mamila.

—No faltaba más

—Es una guaguita hermosa, ¿no te parece?

—Mucho. ¿Y quién es la madre?

—Yo.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Y el padre? ¡Dime! ¿Quién es? Lo mataré.

—Cálmate. No sé quién es el padre.

—¿No sabes? ¿Acaso eres la virgen María?

—Diste en el clavo.

—Déjate de bromas. ¿Cuánto te pagan por cuidar bebés?

—¿Cuidar bebés? No me pagan. Soy su madre; ya te dije.

—Estás loca. Imposible.

—Me lo encontré en la calle; esa es la verdad; pero lo cuidaremos como si fuera nuestro hijo. ¿Te parece?

Magdalena no responde a mi pregunta mientras el tiempo va fracturándose como un agudo dolor de cabeza, como si nada cambiara para bien o para mal; nada cambiara en un orden preestablecido desde siempre; un orden invadiéndonos con tormentas de meteorito, con tormentas de mamilas tibias y pañales defecados; orgullo de madres sin parir, madres vírgenes, sin mácula de hombre; pero madres al fin y al cabo.

Comprender el transcurso del tiempo —o intuirlo— como una gota de sudor arrastrándose por las mejillas de Magdalena; fregando trastos con entelequia materna, aplicando termómetros, acallando los pasos o los quejidos del amor; sería plausible sólo en el contexto de satisfacer la entidad femenina en su expansión anímica.

Felicidad es la estricta descripción de nuestro matrimonio, felicidad en toda la amplitud de la gama humana.

—¡El niño!…

—¿Qué pasa?

—Mira, nos observa, nos sonríe, qué lindo.

—¡Sus manitas!

—¡Sus ojitos!

—Una monada, ¡los viejitos!, agú, agá, linda guaguita.

—Turu, turu, tara, tara.

—Raimundito, nene, esperanza, boquita torcida, esperanza de mamá, déjame acunarte, aquí, entre mis brazos, ¿pipí?, ¿quieres pipí? R-a-q-u-e-l, repite, R-a-q-u-e-l. Cuidado, la guitarra no, agú, agú, yo tampoco sé tocarla, ¿quieres aprender?, cambiemos pañales mejor. ¿Un poquito hediondo el potito?, ¿cierto? Ahora estoy acompañada, antes era distinto, más tiempo libre, pero también más soledad. Estoy como paralizada en el tiempo. Estoy dentro de un túnel, pero hay luz, sí, allá a lo lejos observo una lucecilla, entre sombras y contornos efímeros, alumbrando con todo el amor del mundo.¡Luz!, ¡más luz!… Raimundo acunado en los brazos de Magdalena. En un principio, celos, siempre los celos. Más tarde, las mamilas, las compras, los pañales, la juguera; pero, ¿eres de verdad?, ¿de carne y hueso?, digo yo. Tan blanco, tiemblo como un pajarillo, no quiero reconocerlo, aquella muchacha era de carne africana, de carne negra. Las dudas, en este caso, en rigor mental, son inaceptables; pues yo estuve allí, en tu nacimiento. Pero, ¿madre negra para hijo blanco? La prueba eres tú. ¿Un regalo de Dios? ¿Existe Dios? Somos una pareja perfecta. Yo madre blanca; tú hijo blanco. Tal para cual. ¿Me estoy poniendo racista?, ¿parece? No condescendamos entonces con pensamientos que nos entorpezcan las manos cambiando pañales. No quiero pensar, no quiero cuestionarme. Agú, agá, Raimundito, pobrecito, déjame quererte más que a nadie en el mundo, ¿un viejito?, Raimundito, ¿un viejito para mamá?

—¿Un viejito?; ¡absurdo! Es un recién nacido. Tenemos que comprarle ropita, puede morirse congelado, abrígalo con esto, después lo llevamos a una comisaría, no, espera, creerán que es nuestro, sí, ya sé, en una guardería o en la Cruz Roja, antes, eso sí, una papita, ¿no te parece?

—¡Una guardería! ¿Quieres que abandone a Raimundito? Eres una despiadada.

—¿Una despiadada? No podemos quedarnos con él; los criminales pensarán que lo hemos robado. Aquí, los leche con leche, los infantes, digo yo, son protegidos por ley; son la sabia del imperio.

—Diremos que es nuestro.

Seguro, una pareja de…

—Diremos que es nuestro y punto.

—¿Crees que los criminales nos permitirán romper las normas del sistema dos veces? Olvidas que una vez ya nos salvamos. Ésta, ni lo pienses, ésta será nuestra ruina.

—¿De qué hablas?

—No te hagas la provinciana. Llevas mucho tiempo en esta ciudad para no conocer al dedillo las circunstancias, los motivos, las no deliberaciones, los lapsus históricos. El poder no olvida en vano. ¿Un asesinato y un rapto? ¡Nunca!, ¡nunca!, ¡nunca!

—¿Estás ebria?

—Haz callar a Raimundo. ¿Tienes un chupete? Hazlo callar.

—Qué llore; qué llore, si quiere…

—¡Raquel!, por favor, sé razonable.

—Me pides razones cuando eres tan… ibérica.

—Te lo voy a decir por última vez.

—Ahórrate las palabras. Lo dicho, dicho está; y lo decidido también.

—Hagamos un poco de memoria. ¿Nada te dice el nombre de…?

—¡Cállate!, ¡cállate!, ¡cállate!… Mira que Raimundito tiene sueño.

—¿Sueño? Eres una obtusa. Hambre es lo que tiene. No le coloques la teta. No tienes leche. Toma. Con este billete anda y compra alimento para recién nacidos. No vayas al supermercado; doña Dolores vende al menudeo. Apúrate; qué reviento de rabia. Qué esperas. Siete pisos abajo, en el prostíbulo. ¿Algún problema? Las putas, con esto del sida han cambiado de rubro. ¿Libremercado?, algo que todavía, me parece, no comprendes muy bien. Fuchi, fuchi, no te preocupes, qué yo cuido a Raimundo…

Qué tonta. Siete pisos arriba, siete pisos abajo. Sin ascensor, sólo escaleras. Raquel tardará unos veinte minutos. ¿Un poco de leche en la punta de un pañuelo?, podría resultar. Leche descremada, agua tibia, una cucharadita, el dorso de la mano, ay, está caliente, necesito un pañuelo, tanto desorden; buscar y rebuscar; es difícil con cuatro kilos llorando y zapateando. Aquí hay uno, pero éste me lo regaló mi antigua… novia. Qué importa, ¿cierto?; el pasado es el pasado; me estoy comportando como Raquel. Olvidarnos de la historia es fundamental; pero olvidarnos de las normas es un error. Un asesinato sin resolver y un rapto. Estoy perdida; los criminales no me perdonarán dos veces…

Si la muy provinciana supiera, no se comportaría de manera tan infantil; el costo es el olvido, qué digo, ¡el secreto!, ¡costo enorme!, por un… ¿mestizo? ¿Arriesgarlo todo?, futuro, seguridad; no mucha, pero un plato de porotos, una habitación, mi guitarra, poder ganarme la vida cantando, qué sé yo, un camastro, esperanza, dulzura, amor, lujuria, no, mejor amor. ¿Parece que me estoy poniendo sentimental?, ¿cierto?; ¡la mamadera!, pobre niño, toma, chupa, con este pañuelo puedes alimentarte mientras Raquel compra los colados…

Si la muy mojigata supiera lo que tuve que pasar. Los criminales no perdonan, menos un asesinato; salvamos el pellejo; le debemos la vida a lo chicano; un blanco es cadena perpetua. Me arrepiento ahora, el costo fue tremendo, estoy perdida, ¡estamos perdidas! Cuando a Raquel se le mete algo en la cabeza no hay cómo convencerla de lo contrario. ¡Cuidado, Raimundito! Despacio, qué te atoras. Parece qué tenías hambre. Me recuerdas a Miller Zapata, ¡puerco descarado! La misma cara, la misma expresión; ahogándose en sangre, eso sí.

3

Biberón, pañales desechables, colados; también tengo patitos de goma, cascabeles, zapatitos de lana tejidos a mano, baberos de nylon, en fin, conmigo puedes conseguirlo todo. No me sorprende el notición, ¿qué quieres que te diga? Rumores tengo hasta de Cuba por trillones. Las muchachas son expertas en copuchas, como dicen en tu tierra (helada, muy helada para mi gusto). Conchita especialmente, con su melena rubia, con los ojos verdosos, con sus huesos a flor de piel. No sólo Conchita podría trabajar de soplona. La Caribeña es la peor. Con su pelo crespo como de negra africoide. Apenas la aguanto. Para mí que, con su tremendo culo, me tiene colgando de una pata. Gana más que cualquiera (gano yo con ella más que con cualquiera). La muy revoltosa es partidaria de Fidel. La deberían deportar. Torturarla, sí, mejor torturarla. Noticias tengo por trillones, como habrás comprendido con tu cabecita de chilena aburguesada. Víctor algo me ha confidenciado de tu vida. Una madre abogada, un padre loquero. Es una broma, no te disgustes. Pocas oportunidades tengo de entablar una conversación con personas educadas. O son marineros ebrios de Fidel; ebrios de derrocarlo, digo yo. O son marionetas… ¡Putas!, realmente son putas… ¿Qué quieres que te diga?; tengo que reconocerlo; me sorprende gratamente que una…

—¿Lesbiana?…

—¡Niña!, qué mente tan carismática. Yo no estaba pesquisando una palabra impropia. De lo que hagas de tu vida es impronta tuya. A mí lo que me incumbe es tu…

—¡Perspectiva!

—¿Perspectiva?…

—También podríamos llamarla asertiva.

—Claro, asertiva, sí, tengo también; es que estoy un poco nerviosa; me confundo a veces; ¿asertiva?, sí, aquí hay, ¿esto es, cierto?

—¿Un mudador?

—Es indispensable, para no embetunarlo todo con la caquita del bebé… ¡Asertiva!, qué tonta soy. También necesitarán leche. Hablo en plural, pues imagino que Magdalena, ahora que es madre, por fin gozará de la vida en plenitud. No te sorprendas, las noticias, aquí, son como el viento. Nada evita que las hojas enmudezcan amontonadas en un basurero municipal o aconchadas en alcantarillas turbulentas. Me gusta la poesía, un vicio que mi padrastro me impuso cuando vivía en la isla. Ahora, sin embargo, no converso contigo, ahora estoy pensando. Dolores, un apodo que me inventé. Mi nombre verdadero es demasiado alemán. Inservible para menesteres corporales. Desde que Hitler enlodó nuestro apellido, imposible declararse aria (no porque me avergüence o reniegue del nacionalsocialismo, para nada. No soporto a los perdedores, menos a los suicidas. Debió inventar la bomba atómica. Con una de neutrones habríamos ganado la guerra). Ah, y una cosa más, cariño, lo que acabo de contarte es secreto; lo de los pañales nunca. De seguro que, en un par de horas, una comisión de personeros estudiará tu caso; pues, ¡niña!; ¿qué te crees?; obvio; lo de Raimundo es noticia de primera envergadura. Tengo entendido que Lucas, el vidente, quiere profesar de padrino. ¿Supongo que lo bautizarán? Yo no soy católica, ya te habrás dado cuenta, claro, soy protestante. Me gustaría, pero sin compromisos, que me…, ah, mira, las niñas… andaban de compras; zapatos nuevos, ropita vistosa, rouge, tintura para el cabello, pantaletas… y sostenes…, qué torpes, ¿y para qué?, ¿cierto?, ja, ja, ja; estas niñas tan alocadas: ajuar de novia, todo reluciente, y es por ti, bueno, realmente no es por ti, es por Raimundito; para espantarle el sueño a Miller Pereira. Tengo informes fidedignos, habrá redada. He decidido, como regalo de bodas, no de bodas, qué tonta, de bautizo. He decidido, como te confieso, rajarme con una tripleta. Las niñas están de acuerdo. Espero que guardes mi secreto; el burdel es para mí una fachada; por supuesto que también una vocación de vida; pero lo otro, la kgb, la gestapo y la cia son mi verdadera pasión.

—¡Párala! ¿Qué mentiras le metes en la cabeza a la pobre Raquel? Yo que tú no andaría vendiendo ropita para Raimundito con la pachanga prontito por llegar. Cuando Fidel desembarque acabarán estas mentiras del porte de un buque.

—¿Qué buque? —dice Mariposa—, si con la Dolores nos basta.

—Esta geisha desnutrida siempre con su bocaza confundiéndolo todo. El che Guevara debió invadir China. Con tanta tonta metepatas de seguro capitalizaba. ¡Dios mío!, ¿qué digo? ¿Marxizaba estará bien dicho? Morirse en Bolivia, no digo yo… Hagamos un brindis mejor será; esto ya parece funeral. Un segundo, qué digo, un micrón de segundo. Estos bártulos corren por mi cuenta; yo pago. No soy protestante, como esta teutónica. Dice que es teutónica. Por las tremendas tetas, ¿cierto, chiquillas?

—No, gracias, estoy apurada, el bebé…

—Raimundito, sí, claro, esta noche la tripleta será en honor de Raimundito.

—Este Miller Zapata —murmura Mariposa— ni muerto nos abandona.

Las prostitutas clavan, con pupilas sarmentosas, miradas asesinas: sinuosos pliegues de carmesí, de fucsia, de granate, de añil, de ambarino, de amaranto, de caoba, de ámbar.

Los dedos de las muchachas tamborileando la cubierta de sus trajes predispuestos para la seducción; dedos finos, ensortijados; las más distinguidas, digo yo. También las hay con uñas grasientas. Un collage de melindrosas (fantasiosas) putas, dispuestas a surcar el gran charco seminal. Dispuestas a contener la furia amatoria de los criminales.

Punto indispensable del recuerdo (de la fuga de sensaciones) implica descubrir los velos; las motivaciones tal vez inexistentes o inválidas. Quizá supone expresar sencillamente estupor o intrincarse en los variopintos rouge que embellecen labios con bocas, imagino que, cien veces, tal vez mil veces besuqueadas. Siete hembras observándome con dulzura; acodadas en una mesita con rosas mustias en un florero con agua viva. Una puerta tornadiza, de alba nostalgia; dura, intrínseca, alternativa. Los ojos llorones. Tal vez las niñas de vida alegre están recordando a los hijos nacidos en tierras lejanas. Maridos que prometieron casorio, padres que culminaron la marea seminal en sus vientres. Un asesinato, sí, tal vez un asesinato. Madres con ojos llorosos, entregadas al recuerdo de manitas tiernas que acunaron con sus propios cuerpos. Hembras que, acodadas en un mesón cagado con caca de mosca, buscan resarcir su vida en la memoria de Raimundo.

La pigmentación de sus rostros obedece al impulso de inmortalizarse en la insustanciosa fragilidad de un espacio que culmina voraz; espacio carente de tiempo; espeso como el petróleo; esparciéndose una y otra vez desde la juntura de los labios hasta la rotura de los párpados; precipitándose y precipitándose por las mejillas hasta convertirse en pasta de engrudo o sencillamente en luz de bombilla eléctrica. Puntos distantes, puntos inversos que sostienen figuras transparentes: asimiladas a la proyección de la luz y disgregándose en posturas mímicas. La quietud (nunca expresada verbalmente) congregándose en instantes de duda o tal vez en instantes de terror; estallando y estallando con tres golpes de nudillo; golpes inquietos, fervorosos, insufribles; golpes que implican un sin número de reacciones, no sólo explícitas, sino también secretas.

Con cejas tintadas de rubio, con nariz heredada de ocho siglos de conquista arábiga; siglos de eternos baños de sol, de cantos madrugadores. Fervor de voces con estrépito de puntitos luminosos ensombreciendo el ceño fruncido, neurasténico, de Magdalena. Fervor de siete damitas, fervor de doña Dolores. Señoras gordas, señoras flacas, señoras amarillas, señoras negruzcas, señoras latinas, señoras asiáticas; señoras atónitas o santificándose; señoras amargas o esperanzadoras; pero felices, sí, abrumadoramente felices. Raimundo es punto determinante, luminosidad asombrosa. Raimundo es jolgorio, abrazos y risitas nerviosas; la invitada de piedra, como comprenderán, sospecha de mí, sospecha de mi fidelidad.

—¿De juerga? Todo el mundo se arriesga en esta cloaca.

—¡Felicitaciones! —exclama doña Dolores— Con el rubio de tu pelo y estas manitas de osito de peluche del nene te ves divina. Niño lindo, agú, agá. Déjame cargarlo, pero primero un colado. No, la mamila. Déjame a mí, que voy a convertirme en su madrina. Tuve hijos, claro, en Cuba, tengo experiencia, siete hijo, sin risotadas ni bromas de mal gusto, siete bocas que alimentar. Me escapé, qué drama, ¿no?, con la revolución nos quitaron el trabajo, Fidel prohibió los prostíbulos. Tuve que empezar de cero. La Habana en aquellos tiempos era una ciudad maravillosa, pura carne, pura pasión. Mirando a la Turquesa pueden comprobar mis palabras; tan gringa, tan desabrida, qué yo no sé como pesca clientela (claro, clientela de lo peor). No te ofendas; hasta la Caribeña (qué está chalada de remate) puede confirmar lo que digo. Qué curvas, qué pechugas. Carne, pura carne.

—¿Colados?, doña Dolores, ¿qué rarezas está pensando? Raimundito necesita de buena leche materna. Mamilas tampoco, qué bobas. En Japón estas cosas son imposibles. Un presagio, no, todo malo. No, señoras, todo malo. Yo tengo la solución. Contratemos los servicios de una amamantadora profesional.

—Por su puesto —dice Mariposa—; yo sé que Irma Sarmiento presta las tetas por unos cuantos dólares.

—¡Irma Sarmiento! Esa puta descarada que trabaja en solitario. Nunca. Me niego. Deberían expulsarla de la comunidad por pervertida. Cobra carísimo y no paga tributo.

—Tributa, yo sé que tributa…

—A los criminales; yo hablo de…

—Olvidémonos por un momento de cuestiones relativas a negocios. Estoy de acuerdo con Luciérnaga y también con Mariposa. Marcelino, el hijo de Irma Sarmiento es sanito. Ni siquiera un resfriado.

—Es que el niño es de buena sepa. Raimundito no sé si tanto. Miller Zapata no tenía… Perdón…, yo creo que tal vez…, no sé, bueno, qué digo.

—Sí, sí, muchas gracias —dice Magdalena—, pero ahora tenemos que marcharnos.

—No te preocupes, querida, comprendemos.

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