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Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu (página 2)


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Para Maquiavelo la razón suprema no es sino la razón de Estado. El Estado ( que identifica con el príncipe o gobernante), constituye un fin último, un fin en sí, no solo independiente sino también opuesto al orden moral y a los valores éticos, y situado de hecho, por encima de ellos, como instancia absoluta. El bien supremo no es ya la virtud, la felicidad, la perfección de la propia naturaleza, el placer o cualquiera de las metas que los moralistas propusieron al hombre, sino la fuerza y el poder del Estado y de su personificación el príncipe o gobernante. El bien del Estado no se subordina al bien del individuo o de la persona humana en ningún caso, y su fin se sitúa absolutamente por encima de todos los fines particulares por más sublimes que se consideren.

El sentido de la vida y de la historia, no acaba para los hombres si ellos prosiguen en la tarea de perfeccionar la sociedad sobre bases racionales que los trasciendan más allá del simple plano individualista o de atomización social en el que viven dentro de las sociedades contemporáneas de finales del siglo XX. La permanente transformación de la política, como la soñó Maquiavelo, puede ser el camino para la humanización del poder y la sociedad.

Cronología sumaria

1469

Nace Nicolás Maquiavelo el 3 de mayo en Florencia(Italia). Ese mismo año se produce la muerte de Pedro de Médicis, Príncipe de la ciudad. Lorenzo de Médicis asume el gobierno de la República; realizaría una de las gestiones más temidas y admiradas en ese reino durante varias décadas. Reconocido en la historia como Lorenzo el "Magnífico" fue padre de Lorenzo II, a quien Maquiavelo dedicó su obra El Príncipe; fue además fundador de la Universidad de Pisa y de los museos y bibliotecas mas importantes de Italia en esa época.

1492

El ocho de abril muere Lorenzo el "Magnifico".El 12 de octubre Cristóbal Colón buscando una ruta hacia el Oriente descubre el continente americano, al tocar tierra firme en las Islas de Cuba y Santo Domingo. Ese hecho histórico sella la unidad del imperio español con la fusión de los reinos de Castilla y Aragón. Toma de Granada por los Reyes Católicos y fin de los reinos musulmanes de España.

1498

El 3 de mayo es ejecutado el Fraile Dominico Girolano Savonarola por orden del Papa Alejandro VI, padre de César Borgia. La fuerte oposición y las críticas del fraile a las relajadas costumbres y corrupción del papado italiano y la dinastía Médicis, le costaron la vida. Ese mismo año Nicolás Maquiavelo ingresa como funcionario a la cancillería de la República Florentina

1502

Nicolás Maquiavelo es acreditado como embajador en la corte de César Borgia y se da inicio a las relaciones entre el escritor florentino y el duque de la dinastía Médicis. El 20 de septiembre, Piero Soderini es elegido gonfaloniero de Florencia e Invita a Maquiavelo a colaborarle en actividades políticas.

1503

Nace el primer hijo de Nicolás Maquiavelo de su matrimonio con Marietta Corsini. Durante el mes de agosto es envenenado el Papa Alejandro VI durante un banquete en Roma que reunió a varios cardenales ilustres. Maquiavelo publica sus primeras obras diplomáticas a manera de discursos sobre sus experiencias en varias ciudades italianas. El 31 de octubre un grupo de cardenales eligen como nuevo Papa a Julio II reconocido con el nombre de Guilliano de la Rovere y radical enemigo de los Borgia.

1508

Como resultado de sus experiencias en las cortes de Luis XII en Francia publica ensayos sobre la guerra entre franceses y españoles que tituló Ritrato Delle Cose Della Francia y Ritrato Delle Cose Della Magna. Estos estudios constituyen una exaltación de la unidad política lograda por Francia.

1512

las fuerzas francesas ocupan Italia y amenazan la independencia de la República Florentina. Sin embargo es España quien derrota las fuerzas de Florencia y se da así inicio a una serie de conspiraciones políticas que colocan de nuevo en el poder a la dinastía Médicis, ya expulsados del gobierno por el Papa Julio II. El 7 de noviembre, el gobierno es asumido por el Papa León X y Maquiavelo es condenado a cárcel y destierro por sospecha de conspiración política. También es retirado de la cancillería de la República de Florencia.

1513

Entre julio y diciembre de ese año, Nicolás Maquiavelo, retirado en su finca de San Casciano escribe El Príncipe. Su dedicatoria es dirigida a Lorenzo de Médicis II, a quien el Papa León X había prometido ofrecerle la administración de un nuevo estado que crearía. Para esa misma a época Maquiavelo inicia los Discursos sobre las primeras décadas de Tito Livio.

1515-1516

Estos años representan el apogeo de España como potencia Europea, gracias a su poder fundado en la riqueza encontrada en el Nuevo Mundo. Después de haberles dado el nombre de América en homenaje a Américo Vespucio, el imperio español inicia la tarea de colonizar las tierras recién descubiertas.

1525-1527

Carlos V dirige nuevamente desde España sus ejércitos contra Italia. Después de varios años de lucha el Rey conquista a Roma y el 16 de mayo consuma una gran masacre y saqueo sobre la población, que horroriza al occidente cristiano. El Papa Clemento VII huye ante la caída de Roma, para salvar su vida. El 21 de julio, Nicolás Maquiavelo es enterrado por su familia en Santa Croce.

Críticas sobre la obra

La obra de Nicolás Maquiavelo representa una interesante perspectiva para comprender la evolución social y política del mundo moderno surgida en el Renacimiento. Desde el año 1513, fecha de su publicación hasta hoy, el impacto de ese tratado de política, El Príncipe ha suscitado las más complejas y atrevidas interpretaciones en los estudios sobre el fenómeno del poder y en los gobernantes mismos. Incluiré aquí las visiones de algunos analistas de la política y la historia acerca de las influencias de El Príncipe .

"Leer El Príncipe hoy, es acordarnos del lado más sombrío de la transformación. Maquiavelo no era un mal hombre, ni un asesino, ni un intrigante de sangre fría. Por lo contrario, era un ardiente partidario de las instituciones republicanas, que percibía más claramente que el resto de sus compatriotas. Como ningún Estado podría prosperar donde la moral había fallado, como había ocurrido en Italia." (R.H.S.,Crossman)

"Fue el implacable realismo de Maquiavelo lo que permitió diagnosticar precozmente el sentido del naciente orden europeo, establecer los fines ideológicos que convenían a la comunidad de la que formaba parte y señalar los medios eficaces para lograrlos a partir de las situaciones reales que predominaban en la Italia de si tiempo". (José Luís Romero)

CONCLUSIÓN

Leer "El Príncipe " es enfrentarnos al triunfo del espíritu renacentista sobre la religión, como también bordear el lado más creador y sombrío de los hombres en la ardua e inconclusa tarea de perfeccionamiento de la conciencia humana y de la sociedad.

Generalmente se afirma que la historia es el registro de los choques entre situaciones o estructuras extremas. Desde esa interpretación "El Príncipe " de Nicolás Maquiavelo es la síntesis de la disolución de un mundo, el medioevo, y el nacimiento de un nuevo principio de realidad en el que el hombre, volvía a ser la preocupación esencial de todas las cosas, el Renacimiento.

Si la política debía ser el arte de lo posible, para Maquiavelo ello significaba que ésta debía de basarse en realidades. Las necesidades de cambio que él formuló para su tiempo, fueron extraídas de su observación del mundo material y del estado de ánimo colectivo de sus compatriotas. Sin embargo en la médula de "El Príncipe " se encuentra la reivindicación del Estado moderno como articulador de las relaciones sociales y la necesidad de que los hombres vivan en libertad.

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El espíritu de las leyes

Ensayo por José Edgar Morales Chávez

Casi en la mitad del siglo XVIII se publica en Ginebra "Del espíritu de las leyes" de Montesquieu. La obra es una suma de filosofía jurídica y política, que se sostiene en la razón y en el método experimental. Veintidós ediciones en el término de dos años, anuncian un texto que, evidentemente sobrepasando el interés de los estudios especializados, se inserta directamente en el sistema de acontecimientos y preocupaciones de la sociedad.

Efectivamente, en 1750, dos años después, Montesquieu se vio precisado a escribir una "Defensa del espíritu de las leyes". Se le censuró por sostener en su definición de la ley, que todo estaba sujeto a leyes: el entendimiento, la naturaleza inanimada, y en especial que las inteligencias superiores al hombre y la misma divinidad estaban sujetas a leyes.

En realidad, el establecimiento de la legalidad del mundo contiene en Montesquieu, la crítica del orden instituido, como parte de la llamada crítica universal de la Ilustración.

Dos temas de jurisprudencia -como se usaba decir a lo largo del siglo XVIII, sopesando las evidencias de la teoría y de la práctica- contiene "Del espíritu de las leyes": la teoría de la ley y la teoría de la separación de poderes.

Su enunciación parece destinada a configurar los estudios que profundizan en los conflictos de la ley y del poder y, en especial, sus respectivas condiciones de legitimación. Tal como se plantean estos estudios en el Siglo Filosófico sin embargo, su primus movens, es el conocimiento de las relaciones del hombre y de la sociedad. La ley y el poder, entonces, se convierten y se presentan como categorías constitutivas de ese conocimiento.

El método

En la preparación "Del espíritu de las leyes", empresa singular que abarca veinte años de la vida de Montesquieu, tiene principal importancia todo lo referido al método. Porque nuevos principios y supuestos dirigen ahora la investigación y, en consecuencia, las relaciones subsistentes entre los hechos y las operaciones mentales que los clasifican y verifican, propenden al establecimiento de principios generales y particulares incorporando nuevos significados sobre los significados existentes. La realidad es mirada de otra manera y sus resultados admitirán las seguridades de la prueba e incluso de la demostración social.

El método reviste en la obra de Montesquieu una importancia decisiva, pues produce, como en toda la epistemología moderna, la natural implicación de las secuencias doctrinarias con los datos de la experiencia, permitiendo la existencia simultánea de premisas. Creándose de esta manera, una estructura múltiple de la investigación social en plena mitad del siglo XVIII, si bien que con las limitaciones propias del momento. Pero es importante destacar que en esta forma nociones de la ley y de poder ampliarán sus contenidos teóricos, con los resguardos constantes de la práctica.

Las proposiciones de Montesquieu, constitutivas de su método, son las siguientes:

1. Determina la existencia del ser social y de la sociedad en forma autónoma y continua. La sociedad ya no podrá ser considerada en el futuro como una agregación de individuos, pero tampoco el ser social que ahora la constituye, se reconocerá en el ser aislado de las agregaciones. El hombre y la sociedad -como afirma la Ilustración– constituyen entes distintos, pero no pueden pensarse separados.

2. Está en condiciones de sostener y demostrar que las leyes no provienen de la naturaleza, ni de la naturaleza particular del hombre, sino de la sociedad. Montesquieu considera que la naturaleza es fundamentalmente la acción de los hombres entre sí, y esto, cambia el sustento clásico del derecho natural.

Pero es necesario tener presente que la Ilustración, desde sus orígenes, ha mantenido sin oposición ni diferencias, que el concepto de ley es incomprensible si se le separa del concepto de sociedad.

3. Los hechos irrumpen en la vida teórica y práctica con su legendaria contundencia. Tal como se les considera ahora, su especificidad indica que no permanecen inmutables y que en su contingencia está la clave de su comprensión.

El concepto de hechos en Montesquieu es muy amplio y comprende los actos del hombre, las tradiciones, lo que se controvierte y lo que no se controvierte y la aplicación de la razón, como preconizaba Hobbes, donde una praxis permanente, despojándola de su carácter infalible, le exige un universo teórico abierto constantemente a la experiencia.

Así lo establecen Augusto Comte en sus "Primeros ensayos" (1819), apéndice al Systeme de Politique Positive y el propio Catecismo Social de Saint-Simon, Durkheim lo afirma expresamente en su tesis latina y Rousseau se adelanta a estas ideas cuando en "Emilio o la educación" señala a Montesquieu como el único autor capaz de crear la ciencia del derecho político.

Y el propio Comte, ahora en su "Curso de Filosofía Positiva" advierte que es en Montesquieu donde debe encontrarse el primer esfuerzo directo por tratar a la política como una ciencia de hechos y no de dogmas.

Antes, Hegel había expresado su interés en las obras de Montesquieu y de Rousseau. En un capítulo de sus "Lecciones sobre la historia de la Filosofía" que tituló: Idea de la unidad general concreta.

Antes, los peripatéticos habían ordenado sus estudios de derecho en forma similar a Montesquieu. El propio Aristóteles dirigió el esfuerzo de su escuela en tal sentido, procediendo a la recopilación de ciento cincuenta y ocho constituciones de la antigüedad. Sólo ha llegado hasta nosotros "la Constitución de Atenas", las demás se han perdido.

Pero a través de ella sobrevive el sistema empleado. El estudio comparativo de los textos y su cambio con relación al cambio de los hechos, el análisis de coincidencias y diferencias, la clasificación de los temas institucionales y las generalizaciones que establece el entendimiento. El modelo aristotélico y el modelo de Montesquieu muestran afinidades, las descripciones se unen a la preferencia por los detalles, no por un afán de clasificarlo todo, sino por aprehender a través de los cambios, cualquiera sea su magnitud, la dinámica de una sociedad, que está hecha de sucesivas síntesis de comprensión.

Todavía desde el punto de vista del método, es necesario establecer que correspondencia existe entre la Ilustración y el positivismo filosófico, particularmente el del siglo XIX.

El movimiento positivista tuvo un fundado aprecio no solo con relación a la obra de Montesquieu, sino también con relación a la de Rousseau y aun con Hobbes, considerando a los dos primeros, como señala Durkheim en el estudio ya citado, como fundadores de la Sociología.

En realidad lo que interesa destacar es que no se trata de si Montesquieu, Rousseau o Hobbes es su caso, adelantan valiosos fundamentos del sistema positivo, sino que este adelanto no es otra cosa que el proyecto de la modernidad, en uno de sus casos particulares.

La Ilustración siempre dispuso del recurso de la razón y del recurso de la experiencia, como forma natural de toda comprensión. Es más el alto grado de compatibilización entre razón y experiencia, es lo que permitió ya a Locke, utilizar lo que él llamaba arquetipos, es decir modelos o síntesis, mediante los cuales es posible descubrir nuevos conceptos y enriquecer los existentes.

La teoría contractual presenta numerosos ejemplos. El concepto de estado de guerra en Hobbes, el concepto de propiedad en Locke, la separación de poderes propuesta por el propio Locke en el Segundo Tratado y desenvuelta con un sentido universal en Montesquieu o el mismo contrato social, que se convierte en Rousseau en el discurso del mundo.

Las leyes de la ley

La inteligencia con sus operaciones y la mancomunidad de los hechos con sus significados contingentes -es decir posibles y también necesarios- coincidiendo, otorgan a la ley los fundamentos de su legitimación, pero tanto la inteligencia como los hechos proceden de la sociedad.

El Siglo Filosófico nos entregará un hombre social y una sociedad de hombres, distintos entre sí, pero que, como se dijo antes, no pueden pensarse fuera de su unidad.

De aquí procede la filosofía jurídica y política de Montesquieu. Que, como bien se ha dicho, no parte de la ley, llega a la ley; no parte de la separación de poderes, llega a la separación de poderes.

Las leyes en su más amplia significación -define Montesquieu- son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas. En este sentido todos los seres tienen sus leyes: las tiene la divinidad, el mundo material, las inteligencias superiores al hombre, los animales y el hombre mismo.

Cómo ha llegado Montesquieu a esta definición y cuál es el sentido de sus posibilidades y la importancia de sus términos: relación necesaria, naturaleza de las cosas, proceso de derivación y organización legal del universo.

Todo está sujeto a leyes, toda ley particular se relaciona con otra ley del mismo carácter y depende de una ley más general. El desarrollo histórico es así y la organización del saber también. Robusteciendo estas afirmaciones Montesquieu cita a Plutarco, quien afirma que la ley es reina de todos, mortales e inmortales, o dicho de manera semejante que la ley es una relación universal o que la ley es lo común.

Es un antiguo concepto, aparece en los orígenes de la civilización. Platón lo recuerda en el Gorgias, citando a Píndaro "La ley es reina de todos, mortales e inmortales", el nomos basileus, ahora propiedad de la poesía e incorporado para siempre a las tradiciones de la estética y de la educación.

Posteriormente, Kant en su "Introducción a las lecciones de lógica", un texto que se publicó cuatro años antes de su muerte, expresa que: "Todo en la naturaleza, tanto en el mundo inanimado como en el vivo, acontece según reglas, aunque estas reglas no sean siempre conocidas por nosotros. El propio uso de nuestro entendimiento está sujeto a reglas. Estas reglas son necesarias o contingentes. Las necesarias son aquellas que hacen posible el uso del entendimiento. Las contingentes dependen de un objeto mismo. Estas reglas contingentes son las que permiten el uso específico determinado del entendimiento".

Mediante esta distinción Kant ordena un conjunto de reglas de inferencia, dos grandes capítulos, destinadas a operar conjuntamente en la estructura del pensamiento y en la estructura de la realidad, es lo que se propone Montesquieu con respecto al espíritu de la ley y lo que antes e inicialmente anunciaba y estipulaba Bacon como una interpretación del reino del hombre, y son éstos algunos de los vínculos profundos que habrá de unir a la Ilustración, con la filosofía clásica alemana.

Cuando Montesquieu utiliza en la razón de la ley el concepto de relación necesaria, está incluyendo en ella al mismo tiempo, las nociones de necesidad y de contingencia, tan claramente identificadas después por Kant y que componen y caracterizan las leyes de la ley o dicho de otra manera, usando las palabras de Montesquieu, en el examen de los hombres, me ha parecido que en medio de la infinita diversidad de leyes y costumbres, los hombres, no se comportaban solamente según su fantasía.

Es decir, las reglas más generales que conducen la inteligencia, su aplicación teórica y practica, en el conocimiento múltiple de las cosas del mundo, son inseparables, tanto en su proyecto como en sus resultados.

Partiendo de lo particular, de la certeza de los hechos, de su acumulación, estableciendo semejanzas y diferencias, extendiendo los conceptos clasificatorios a la formación de principios generales, partiendo de la diversidad social pero volviendo a ella para descubrir no las leyes sino el espíritu de las leyes, la esencia dinámica del principio de legalidad universal, cuyo sustento es la variedad de las situaciones particulares. Ya Aristóteles –Ética a Nicómaco- había señalado en el derecho una parte constante, igual en todas partes que procede de la naturaleza y una parte diversa que procede del hombre y de su contingencia.

Del espíritu de las leyes está hecho de las relaciones que las leyes establecen entre los hombres y de las relaciones que surgen de la comunicación entre los hombres y las cosas.

Por relaciones debe entenderse, para Montesquieu, la existencia de cosas,' animadas o inanimadas, reales o ideales, que se vinculan entre sí en forma análoga o, dicho de otra manera, tienen la aptitud de conciliar en su identidad la identidad de las demás, pero no se habla de totalidades sino de grados, de un tránsito permanente que compara partes, aceptando y rechazando, un comportamiento recíproco y continuo que se expresa y existe en el devenir: nada es en sí, si no se consideran todas sus referencias.

Este es el concepto de relación necesaria en Montesquieu, que incluye, como si se tratara de una unidad dialéctica, el concepto de contingencia. Los términos existían, sin la explicación de Kant, oponiéndose y complementándose de acuerdo a las respectivas concurrencias de las causas en el sistema general de los sucesos. O dicho de otra manera, lo necesario-contingente es tanto lo que falta como lo que se tiene. Y lo que falta y lo que se tiene, trascienden su oposición eventual y mirados desde el punto de vista de la organización de la sociedad, constituyen -como enseña Platón– un principio de donde toma origen la ciudad. Es el mismo criterio que -siglos después- nos lo entrega Tomás de Aquino: el hombre a diferencia de los demás animales, requiere el amparo de una sociedad organizada. Lo que se tiene y lo que no se tiene, lo que se tiene y lo que se quiere tener y lo que no se quiere tener, formarán la dialéctica de la ley y la dialéctica de la sociedad, el cambio en sí y el cambio en la unidad.

De esta manera -siguiendo a Montesquieu- los seres son por sí, pero en definitiva son por sí siempre con relación a otros, las relaciones son infinitas, pero son a la vez la medida de existencia de las cosas, y, así las aprecia el entendimiento.

Esas relaciones necesarias que componen la definición de la ley, de acuerdo a Montesquieu, derivan de la naturaleza de las cosas.

Michel Villey nos proporciona un concepto de naturaleza de las cosas, que tiene la principal virtud de resumir las notas históricas del mismo. En primer lugar, dice Villey, la naturaleza de las cosas para los clásicos, engloba francamente y sin reservas, todo lo que existe en nuestro mundo.

Esto es no-solo los objetos físicos materiales (como la naturaleza post-cartesiana), sino la integridad del hombre, espíritu y cuerpo, las instituciones humanas y las instituciones sociales: la ciudad, los grupos familiares, los grupos de intereses. La naturaleza humana tiende por su propia esencia a la vida social como se expresa naturalmente en la familia y después en forma más amplia en la organización del Estado.

Naturaleza, seres y cosas, separados o juntos en su acción recíproca, se convierten en la historia de la filosofía, o más precisamente en la filosofía de la historia, en verdaderas alegorías o verdades de razón, pues la alegoría es la imaginación lo que la analogía es al pensamiento.

De este concepto de naturaleza de las cosas participa Montesquieu y el Siglo Filosófico en su conjunto. Para el Siglo Filosófico la naturaleza de las cosas es más que nada un sistema de razón: la razón teórica, la razón práctica y la razón crítica: momentos de una misma razón.

Ese es el sistema de razón de Montesquieu, no un esquema causal e interpretativo sujeto al empirismo de las normas, considera la justicia y también la injusticia, el acuerdo de las mayorías y el disenso de las minorías, fundados en la unanimidad, la razón que propone Spinoza iluminando por igual lo verdadero y lo falso, la ley como expresión de los deberes y como expresión del poder, una canónica del ser y el deber ser, como relaciones implicadas y simultáneas o una historia natural del ser social.

Finalmente -asegura Montesquieu- las leyes derivan de la naturaleza de las cosas. Derivan, es decir que traen de la naturaleza de las cosas su origen.

El espíritu de las leyes está constituido por un conjunto de verdades teóricas y prácticas que derivando de la sociedad vuelven a la sociedad de otra manera, en un estuario de desajustes, un desafío a la sociedad y al hombre social que ambos deben resolver, de ese espíritu de las leyes así constituido, ha de surgir la ley y sus leyes, derivando y consolidando a la vez su origen en la sociedad, es decir en lo común.

El poder

De dos maneras considera Montesquieu al poder: como una facultad constitutiva del ser y como una facultad constitutiva de la sociedad. Sus analogías y diferencias son sustanciales, empezando porque resulta decisivo que el impulso del poder provenga del individuo o de la sociedad.

Montesquieu vincula estas dos formas de poder y las examina en cada situación determinada, en su unidad y en su multiplicidad.

Refiriéndose al poder individual, tanto Hobbes como Montesquieu llegan a conclusiones semejantes. En su Discurso sobre el Estado, como llama también al Leviatán, Hobbes afirma: De manera que doy como primera inclinación natural de toda la humanidad un perpetuo e incansable deseo de conseguir poder tras poder, que solo cesa con la muerte.

Y Montesquieu, confirmando esta previsión de Hobbes, sostiene: Pero es una experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentre un límite.

Existe acuerdo en el sentido de que el contrato social -con sus variantes- tiene su origen en el acuerdo de la comunidad. Así lo expresaron en la antigüedad los sofistas, los estoicos y el propio Epicuro.

El desarrollo del mundo medieval intercala una compleja controversia que compromete la historia del poder con las disciplinas teológicas.

Porque la vida de la ciudad -dice San Agustín– no es solitaria sino social y política. En proposiciones como éstas es donde comienza a dibujarse el problema de la legitimidad del poder y de las condiciones del acatamiento y la obediencia al emperador o príncipe.

La problemática fundamental es determinar de donde proviene este poder, si su origen es divino o proviene del pueblo. A través de interrogaciones como ésta es que, sin que desaparezcan las secuencias descriptivas del poder, se advierte la preocupación por determinar su esencia.

La indudable trascendencia del tema se aprecia si se tiene en cuenta que Locke dedicó su Primer Tratado de Gobierno a refutar la obra de Robert Filmer "Patriarca" que constituye una defensa y justificación del poder divino de los reyes y el consiguiente absolutismo. Todo lo cual indica que en el siglo XVII, en las sociedades europeas el problema no era solo objeto de controversias, sino que los progresos teóricos en el terreno institucional tenían dificultades para materializarse.

De todas maneras despojar al poder de su unción metafísica, de su fuerza enigmática e inexplicable y separarlo de la experiencia, si bien no alcanza para explicar su esencia, permite identificar su práctica y su desenvolvimiento en el seno de la sociedad y también sus debilidades.

En esta situación histórica empieza Montesquieu a escribir acerca del poder.

En diferente forma y con objetivos en parte similares y en parte distintos, abordaron Locke primero y Montesquieu después, la teoría práctica del poder.

La propuesta de Montesquieu es dialéctica, en el sentido de que se propone desarrollar el conjunto de los antagonismos que contiene el poder, para ponerlos al servicio de la ley, que es en definitiva una de las antítesis del poder y de otra manera constituye su legitimidad. Son los dos temas fundamentales de Montesquieu que en ninguna instancia de su obra se separan.

Locke da los primeros pasos, juzgando imprescindible un equilibrio y un desarrollo armónico de funciones, y una sistemática de las prácticas sociales, que permita configurar su dirección

Previniendo que: "Además, puede suponer una tentación excesivamente fuerte para la fragilidad humana, demasiado afecta, ya de por sí, a aferrarse al poder, el que las mismas personas que tienen el poder de hacer las leyes tengan también el de ejecutarlas. (Segundo Tratado, cap. XII).

En Montesquieu estamos considerando una teoría del poder global y de sus límites, que surge de la práctica, de las metodologías de análisis, comparación, clasificaciones de hechos y sus generalizaciones.

La diferencia entre Locke y Montesquieu, es que Locke escribe desde el poder y Montesquieu, lo hace desde afuera. La diferencia es trascendental, porque en Locke el poder es fundamentalmente un problema de poder, en cambio en Montesquieu es siempre un problema de libertad.

El círculo institucional ha cerrado su base y abre así la multiciplidad de sus espirales. La crítica universal, esa dialéctica de la Ilustración, hace de la separación de poderes de Montesquieu algo inesperado; la separación de poderes de Montesquieu constituye una óptica gigantesca: el paulatino descrédito de los Parlamentos, las insondables deficiencias de la justicia enfrentada sin remedio al juicio público y las interminables envolturas del árbitro: el poder ejecutivo o administrador o el poder sin explicaciones. A Montesquieu debemos esta iluminación y es bastante.

Hace doscientos cincuenta años puso en nuestras manos a través de la teoría de separación de poderes y la teoría de la ley, instrumentos que permiten afirmar que el Estado es cada uno de nosotros y todos a la vez, no hay más nada que decir para reconocer en él a un contemporáneo y sobre todo, a un genio.

Carlos Luis de Secondat, barón de la Brede y de Montesquieu, nace el 18 de enero de 1689 y muere el 10 de febrero de 1755. Entre sus obras más importantes se consideran: Cartas Persas (1721), Consideraciones sobre las causas de la grandeza y de la decadencia de los romanos (1734) y Del espíritu de las leyes (1748).

Américo Abad

Trabajo enviado por

Edgar Vandér Caballero

PRIMERA PARTE

DIALOGO PRIMERO

Maquiavelo– Me han dicho que en las orilla de esta desierta playa tropezaría con la sombra del gran Montesquieu. ¿Es acaso la que tengo ante mis ojos?

Montesquieu- ¡Ho Maquiavelo! A nadie cabe aquí el nombre de Grande. Mas si, soy el que buscáis.

Maquavelo- De los personajes ilustres cuyas sombras pueblan esta lóbrega morada, a nadie tanto anhelaba encontrar como a Montesquieu. Relegado a esta región desconocida por la migración de las almas, doy gracias al azar por haberme puesto por fin en presencia del autor de El Espíritu de las Leyes.

Montesquieu- El antiguo secretario de Estado de la república florentina no ha olvidado aún su lenguaje cortesano. ¿Pero qué, de no ser angustias y pesares, podríamos compartir quienes hemos llegado a estas sombrías riberas?

Maquavelo- ¿Cómo puede un filósofo, un estadista, hablar así? ¿Qué importancia tiene la muerte para quienes vivieron del pensamiento, puesto que el pensamiento nunca muere? Por mi parte, no he conocido condición más tolerable que la proporcionada aquí hasta el día del juicio final. Exentos de las preocupaciones y cuidados de la vida material, vivir en los dominios de la razón pura, poder departir con los grandes hombres, de cuya fama ha hecho eco el universo todo; seguir desde lejos el curso de las revoluciones en los Estados, la caída y transformación de los imperios; meditar acerca de sus nuevas constituciones, sobre las modificaciones sobrevenidas en las costumbres de los pueblos europeos, los progresos de su civilización en la política, las artes y la industria, como también en la esfera de las concepciones filosóficas. ¡Qué espectáculo para el pensamiento! ¡Cuántos puntos de vista nuevos! ¡Qué insospechados descubrimientos! ¡Cuántas maravillas, si hemos hecho de dar crédito a las sombras que aquí descienden! La muerte es para nosotros algo así como un profundo retiro donde terminamos de recoger las enseñanzas de la historia y los títulos de la humanidad. Ni siquiera la nada logra romper los lazos que nos unen a la tierra, pues la posteridad se cuida de aquellos que, como vos, han impulsado grandes movimientos del espíritu humano. En este momento, casi la mitad de Europa se rige por vuestros principios; y ¿quién podría atravesar mejor, libre de miedos, el sombrío pasaje que conduce al infierno o al cielo, que aquel que se presenta con tales y tan puros títulos de gloria ante la justicia entera?

Montesquieu- ¿Por qué no habláis de vos, Maquiavelo? Excesiva modestia, cuando se ha dejado tras de sí la inmensa fama de ser el autor del Tratado del Príncipe.

Maquavelo- Creo comprender la ironía que vuestras palabras ocultan. ¿Me juzgará acaso el gran publicista francés como lo hace el vulgo, que de mí solo conoce el nombre y un prejuicio ciego? Lo sé; ese libro me ha proporcionado una reputación fatal; me ha hecho responsable de todas las tiranías; ha traído sobra mí la maldición de los pueblos, encarno para ellos el despotismo que aborrecen; ha emponzoñado mis últimos días y, al parecer, la reprobación de la posteridad me ha seguido hasta aquí. Sin embargo, ¿qué hice? Durante quince años serví a mi patria, que era una república; conspiré para mantenerla independiente y la defendí sin tregua contra Luis XII, los españoles, Julio II y contra el mismo Borgia, quien sin lí la hubiese sofocado. La protegí de las sangrientas intrigas que, en todos los sentidos, se entretejían a su alrededor, combatiendo como diplomático como otro lo habría hecho con la espada. Trataba, negociaba, anudaba y rompía los hilos de acuerdo con los intereses de la República, aplastada entonces entre las grandes potencias y que la guerra hacía bambolear como un esquife. Y no era un gobierno opresor ni aristocrático el que manteníamos en Florencia; eran instituciones populares. ¿Fui acaso de aquellos que van cambiando al vaivén de la fortuna? Luego de la caída de Soderini, los Verdugos de los Médicis supieron hallarme. Educado en la libertad, sucumbí con el; viví proscripto, sin que la mirada de príncipe alguno dignara fijarse en mí. He muerto pobre y olvidado. He aquí mi vida y he aquí los crímenes que me han valido la ingratitud de mi patria y el odio de la posteridad. Quizá sea el cielo mas justo conmigo.

Montesquieu- Conocía todo eso. Maquiavelo, y en razón de ello nunca logré comprender cómo el patriota florentino, el servidor de una república, pudo convertirse en el fundador de esa lóbrega escuela que os ha dado como discípulo a todas las testas coronadas, apropiada para justificar los más grandes crímenes de la tiranía.

Maquiavelo- ¿Y si os dijera que ese libro tan solo fue una fantasía de diplomático? que no estaba destinado a la imprenta; que tuvo una publicidad ajena a la voluntad del autor; que fue concebido al influjo de ideas entonces comunes a todos los principados italianos, ávidos de engrandecerse a expensas el uno del otro y dirigidos por una astuta política que considera al más pérfido como el más hábil…?

Montesquieu- ¿Es este vuestro verdadero pensamiento? Ya que me habláis con tanta franqueza, os diré que también es el mío y que participo al respecto de la opinión de muchos de aquellos que conocen vuestra vida y han leído atentamente vuestras obras. Sí, sí, Maquiavelo, y la confesión os honra; en aquel entonces no dijisteis lo que pensabais o lo dijisteis bajo el imperio de sentimientos personales que por un instante ofuscaron vuestra razón elevada.

Maquavelo- Os engañáis, Montesquieu, siguiendo el ejemplo de otros que me han juzgado como vos. Mi único crimen fue decir la verdad a los pueblos como a los reyes; no la verdad moral, sino la verdad política; no la verdad como debería ser, sino como es, como será siempre. No soy yo el fundador de la doctrina cuya paternidad me atribuyen; es el corazón del hombre. El maquiavelismo es anterior a Maquiavelo.

Moisés, Sesostris, Salomón, Llisandro, Filipo y Alejandro de Macedonia; Agátocles, Rómulo, Julio César y el mismo Nerón; Carlomagno, Teodorico, César Borgia, he aquí los antecesores de mi doctrina. Paso por alto a muchos y de los mejores, sin mencionar por supuesto la larga lista de los que llegaron después que yo, y a quienes el Tratado del Príncipe nada enseñó que ya no supieran por el ejercicio del poder. ¿Quién en vuestro tiempo, me rindió un homenaje más clamoroso que Federico II? Pluma en la mano, me refutaba en interés de su popularidad, pero en política aplicaba rigurosamente mis doctrinas.

¿Por qué inexplicable extravió del espíritu humano se me reprocha lo escrito en esta obra? Tanto valdría censurar al sabio por buscar las causas físicas de la caída de los cuerpos que nos hieran al caer; al médico por descubrir las enfermedades, al químico por historiar los venenos, al moralista por pintar los vicios, al historiador por escribir la historia.

Montesquieu- ¡Ho Maquiavelo! ¡Si Sócrates se encontrara aquí para desentrañar el sofisma oculto en vuestras palabras! Por poco que la naturaleza me haya dotado para la polémica, la réplica no me es difícil: comparáis con venenos las enfermedades los males engendrados por el espíritu de dominio, astucia y violencia; y vuestros escritos los instruyen acerca de los medios de contagiar esas enfermedades a los Estados, son esos venenos los que enseñáis a destilar. Cuando el sabio, el médico y el moralista estudian un mal, no es con el objeto de enseñar a propagarlo: es para curarlo. Vuestro libro empero, no hace eso; mas poco me importa, y no por ello me siento menos desarmado. Desde el momento en que no erigís el despotismo en principio y vos mismo lo conceptuáis un mal, me parece que vuestra condena va implícita el ello y al menos en este punto podemos estar de acuerdo.

Maquavelo- No lo estamos, Montesquieu, pues no habéis captado del todo mi pensamiento; con mi comparación os he presentado un flanco demasiado fácil de derrotar. La misma ironía de Sócrates no llegaría a inquietarme, pues Sócrates era solo un sofista que manejaba, con mayor habilidad que otros, un instrumento falso: la logomanía. No es vuestra escuela ni la mía: desechamos, pues, las palabras y comparaciones y atengámonos a las ideas. He aquí la formulación de mi sistema, y dudo que podáis quebrantarlo, porque está constituido de inferencias sobre hechos morales y políticos eternamente verdaderos: el instinto malo es en el hombre más poderoso que el bueno. El hombre experimenta mayor atracción por el mal que por el bien; el temor y la fuerza tienen mayor imperio sobre él que la razón. No me detengo a demostrar estas verdades; entre vosotros, solo los necios de la camarilla del barón Holbach, cuyo gran sacerdote fue J. J. Roseau, y Diderot su apóstol, pudieron tener la osadía de contradecirlas. Todos los hombres aspiran al dominio y ninguno renunciaría a la opresión si pudiera ejercerla. Todos o casi todos están dispuestos a sacrificar los derechos de los demás por sus intereses.

¿Qué es lo que sujeta a estas bestias devoradoras que llamamos hombres? En el origen de las sociedades está la fuerza brutal y desenfrenada; más tarde, fue la ley, es decir, siempre la fuerza, reglamentada formalmente. Habéis examinado los diversos orígenes de la historia; en todos aparece la fuerza anticipándose al derecho.

La libertad política es solo una idea relativa; la necesidad de vivir es lo dominante en los Estados como en los individuos.

En algunas latitudes de Europa, existen pueblos incapaces de moderación en el ejercicio de la libertad. Si en ellos la libertad se prolonga, se transforma en libertinaje; sobreviene la guerra civil o social, y el Estado está perdido, ya sea porque se fracciona o se desmiembra por efecto de sus propias convulsiones o porque sus divisiones internas los hacen fácil presa del extranjero. En semejantes condiciones, los pueblos prefieren el despotismo a la anarquía. ¿Están equivocados?

No bien se constituyen, los Estados tienen dos clases de enemigos: los de dentro y los de fuera. ¿Qué armas habrán de emplear en la guerra contra el extranjero? ¿Acaso los dos generales enemigos se comunicarán recíprocamente sus planes de campaña a fin de preparar sus mutuos planes de defensa? ¿Se prohibirán los ataques nocturnos, las celadas y las emboscadas, los combates con desigual número de tropas? Por cierto que no, ¿verdad? Combatientes semejantes moverían a risa. Y contra los enemigos internos, contra los facciosos ¿queréis que no se empleen todas estas trampas y astucias, toda esta estrategia indispensable en una guerra? Sin duda, se pondrá en ello menos vigor, pero en el fondo las normas han de ser las mismas. ¿Podemos conducir masas violentas por medio de la pura razón, cuando a estas solo las muevan los sentimientos, las pasiones y los prejuicios?

Que la dirección del Estado esté en manos de un autócrata, de una oligarquía o del pueblo mismo, ninguna guerra, ninguna negociación, ninguna reforma interna podrán tener éxito sin ayuda de estas combinaciones que al parecer desaprobáis, pero que os hubierais visto obligado a emplear si el rey de Francia os hubiese encomendado el más trivial de los asuntos estatales.

¡Pueril reprobación la que afecta al Tratado del Príncipe! ¿Tiene acaso la política algo que ver con la moral? ¿Habéis visto alguna vez un Estado que se guiase de acuerdo con los principios rectores de la moral privada? En ese caso, cualquier guerra sería un crimen, aunque se llevase a cabo por una causa justa; cualquier conquista sin otro móvil que la gloria, una fechoría; cualquier tratado en que una de las potencias hiciera inclinar la balanza de su lado, un inicuo engaño; cualquier usurpación del poder soberano, un acto que merecería la muerte. ¡Únicamente lo fundado en el derecho sería legítimo! Pero ya os lo dije antes y lo mantengo en presencia de la historia contemporánea: la fuerza es el origen de todo poder soberano o, lo que es lo mismo, la negación del derecho. ¿Quiere decir que proscribo a este último? No; mas lo considero algo de aplicación limitada en extremo, tanto en las relaciones entre países como en las relaciónense entre gobernantes y gobernados.

Por otra parte, ¿no advertís que el mismo vocablo "derecho" es de una vaguedad infinita? ¿Dónde comienza y dónde termina? ¡Cuándo existe derecho y cuando no? Daré ejemplos: Tomemos un Estado: la mala organización de sus poderes públicos, la turbulencia de la democracia, la impotencia de las leyes contra los facciosos, el desorden que reina por doquier, lo llevan al desastre. De las filas de la aristocracia o del seno del pueblo surge un hombre audaz que destruye los poderes constituidos, reforma las leyes, modifica las instituciones y proporciona al país veinte años de paz. ¿Tenía derecho a hacer lo que hizo?

Con un golpe de audacia, Pisistrato se adueña de la ciudadela y prepara el siglo de Pericles. Bruto viola la constitución monárquica de Roma, expulsa a los Tarquinos y funda a puñaladas una república, cuya grandeza es el espectáculo más imponente que jamás haya presenciado el universo. Empero, la lucha entre el patriciado y la plebe, que mientras fue contenida estimuló la vitalidad de la república, lleva a esta a la disolución y a punto está de perecer. Aparecen entonces César y Augusto. También son conculcadores; pero gracias a ellos, el Imperio romano que sucede a la república perdura tanto como esta; y cuando sucumbe, cubre con sus vestigios al mundo entero. Pues bien ¿estaba el derecho de parte de esos audaces? Según vos, no. Y sin embargo, las generaciones venideras los han cubierto de gloria; en realidad, sirvieron y salvaron a su país y prolongaron durante siglos su existencia. Veis entonces que en los Estados el principio del derecho se halla sujeto al interés y de estas consideraciones se desprende que el bien puede surgir del mal; que se llega al bien por el mal, así como algunos venenos nos curan y un corte de bisturí nos salva la vida. Menos me he cuidado de lo que era bueno y moral que de lo útil y necesario; tomé las sociedades tal como son y establecí las normas consiguientes.

Hablando en términos abstractos, la violencia y la astucia ¿son un mal? Sí, pero su empleo es necesario para gobernar a los hombres, mientras los hombres no se conviertan en ángeles.

Cualquier cosa es buena o mala, según se la utilice y el fruto que dé; el fin justifica los medios; y si ahora me preguntáis por qué yo, un republicano, inclino todas mis preferencias a los gobiernos absolutos, os contestaré que, testigo en mi patria de la inconstancia y cobardía de la plebe, de su gusto innato por la servidumbre, de su incapacidad de concebir y respirar las condiciones de luna vida libre; es a mis ojos una fuerza ciega, que tarde o temprano se deshace si no se haya en manos de un solo hombre; os respondo que el pueblo, dejado a su arbitrio, sólo sabría destruirse; que es incapaz de administrar, de juzgar, de conducir una guerra. Os diré que el esplendor de Grecia brilló tan sólo durante los eclipses de la libertad; que sin el despotismo de la aristocracia romana, y más tarde el de los emperadores, la deslumbrante civilización europea no se hubiese desarrollado jamás.

¿Y si buscara mis ejemplos en los Estados modernos? Tantos y tan contundentes son que tomaré los primeros que se me ocurran.

¿Bajo qué instituciones y qué hombres han brillado las repúblicas italianas? ¿Durante qué reinados se tornaron poderosas España, Francia, Alemania? Con los León X, los Julio II, los Felipe II, los Barbaroja, los Luis XIV, los Napoleón, hombres todos de terrible puño, y apoyándose con mayor frecuencia en la guarnición de la espada que en la carta constitucional de sus Estados.

Mas yo mismo me asombro de haber hablado tanto para convencer al escritor ilustre que me escucha, ¿Acaso, si no estoy mal informado, no se hallan estas ideas en parte en El espíritu de las Leyes? ¿pudo mi discurso herir al hombre grave y frío que sin pasión ha meditado acerca de los problemas de la política? Los enciclopedistas no eran Catones: el autor de las Cartas persas no era un santo, ni siquiera un devoto muy ferviente. Nuestra escuela, reputada de inmoral, quizá se hallara más próxima del Dios verdadero que los filósofos del siglo XVIII.

Montesquieu- Sin cólera y con atención he escuchado hasta vuestras últimas palabras, Maquiavelo. ¿Deseáis oírme permitir que me exprese respecto de vos con igual libertad?

Maquiavelo- Mudo soy, y en respetuoso silencio he de escuchar a aquel a quien llaman el legislador de las naciones.

DIALOGO SEGUNDO

Montesquieu- Nada de nuevo tienen vuestras doctrinas para mi, Maquiavelo; y si experimento cierto embarazo en refutarlas, se debe no tanto a que ellas perturban mi razón, sino a que, verdaderas o falsas, carecen de base filosófica. Comprendo perfectamente que sois ante todo un hombre político, a quien los hechos tocan más de cerca que las ideas. Admitiréis, empero, que, tratándose de gobiernos, se llega necesariamente al examen de los principios. La moral, la religión y el derecho no ocupan lugar alguno en vuestra política. No hay más que do palabras en vuestra boca: fuerza y astucia. Si vuestro sistema se reduce a afirmar que la fuerza desempeña un papel preponderante en los asuntos humanos, que la habilidad es una cualidad necesaria en el hombre de Estado, hay en ello una verdad de innecesaria demostración; pero si erigís la violencia en principio y la astucia en precepto de gobierno, el código de la tiranía no es otra cosa que el código de la bestia, pues también los animales son hábiles y fuertes y, en verdad, solo rige entre ellos el derecho de la fuerza brutal. No creo, sin embargo, que hasta allí llegue vuestro fatalismo, puesto que reconocéis la existencia del bien y del mal.

Vuestro principio es que el bien puede surgir del mal, y que está permitido hacer el mal cuando de ello resulta un bien. No afirmáis que es bueno en sí traicionar la palabra empeñada, ni que es bueno emplear la violencia, la corrupción o el asesinato. Decís: podemos traicionar cuando ello resulta útil, matar cuando es necesario, apoderarnos del bien ajeno cuando es provechoso. Me apresuro a agregar que, en vuestro sistema, estas máximas solo son aplicables a los príncipes, cuando se trata de sus intereses o de los intereses del Estado. En consecuencia, el príncipe tiene el derecho de violar los juramentos, puede derramar sangre a raudales para apoderarse del gobierno o pera mantenerse en él; le es dado despojar a quienes ha proscrito; abolir todas las leyes, dictar otras nuevas y a su vez violarlas; dilapidar las finanzas, corromper, oprimir, castigar y golpear sin descanso.

Maquiavelo- Pero ¿no habéis dicho vos mismo que, en los Estados despóticos, el temor es una necesidad, la virtud inútil, el honor un peligro; que debía existir una obediencia ciega y que si el príncipe dejara de levantar su mano estaría perdido? (El Espíritu de las Leyes, libro III, cap. IX)

Montesquieu- Lo dije, si, al advertir, como vos lo habéis hacho, en qué terribles condiciones se perpetúa un régimen tiránico, pero lo dije para marcarlo a fuego y no para erigirle altares; para inspirar el horror de mi patria, la que felizmente nunca tuvo que inclinar la cabeza tan bajo semejante yugo. ¿Cómo no veis que la fuerza es tan solo un accidente en el camino de las sociedades modernas, y que los gobiernos más arbitrarios, para justificar sus sanciones, deben recurrir a consideraciones ajenas a las teorías de la fuerza? No solo en nombre del interés, sino en nombre del deber actúan todos los opresores. Lo violan, pero lo invocan; por sí sola, la doctrina del interés es tan importante como todos los medios que emplea.

Maquiavelo- Deteneos aquí; asignáis un lugar al interés, y eso basta para justificar las diversas necesidades políticas, no acordes con el derecho.

Montesquieu- Es la Razón de Estado, la que vos invocáis. Advertid entonces que no puedo dar como base para las sociedades precisamente aquello que las destruye. En nombre del interés, los príncipes y los pueblos, lo mismo que los ciudadanos, solo crímenes cometerán. ¡En interés del Estado!, decís. Pero ¿cómo saber si para él resulta beneficioso el cometer tal o cual iniquidad? ¿Acaso no sabemos que con frecuencia el interés del Estado solo representa el interés del príncipe o de los corrompidos favoritos que lo rodean? Al sentar el derecho como base para la existencia de las sociedades, no me expongo a semejantes consecuencias, porque la noción de derecho traza fronteras que el interés no debe violar.

Si me preguntáis cuál es el fundamento del derecho, respondería que es la moral, cuyos preceptos nada tienen de dudoso u oscuro, pues todas las religiones los enuncian y se hallan impresos con caracteres luminosos en la conciencia del hombre. Las diversas leyes civiles, políticas, económicas e internacionales deben manar de esta fuente pura.

Ex eodem jure, sive ex eodem fonte, sive ex eodem principio.

Pero es en lo siguiente donde más se manifiesta vuestra inconciencia: sois católico, cristiano; ambos adoramos al mismo Dios, aceptáis sus mandamientos y su moral; asimismo admitís el derecho en las relaciones mutuas entre los individuos, pero pisoteáis todas las normas cuando de trata del Estado o del príncipe. En resumen, según vos, la política nada tiene que ver con la moral. Prohibís al individuo lo que permitís al monarca. Censuráis o glorificáis las acciones según las realice el débil o el fuerte; estas son virtudes o crímenes de acuerdo con el rango de quien las ejecuta. Alabáis al príncipe por hacerlas y al individuo lo condenáis a las galeras. ¿Pensáis acaso que una sociedad regida por tales preceptos pueda sobrevivir? ¿Creéis que el individuo mantendrá por largo tiempo sus promesas, al verlas traicionadas por el soberano? ¿Qué respetará las leyes cuando advierta que quien las promulgara las ha violado y las viola diariamente? ¿Qué vacilaría en tomar el camino de la violencia, la corrupción y el fraude cuando compruebe que por él transitan sin cesar los encargados de guiarlo? Desengañaos: cada usurpación del príncipe en los dominios de la cosa pública autoriza al individuo a una infracción semejante en su propia esfera; cada perfidia política engendra una perfidia social; la violencia de lo alto legitima la violencia de lo bajo. Esto en lo que se refiere a los ciudadanos entre sí.

En lo concerniente a sus relaciones con los gobernantes, no tengo necesidad de deciros que significa introducir el fermento de la guerra civil en el seno de la sociedad. El silencio del pueblo es tan solo la tregua del vencido, cuya queja se considera un crimen. Esperad a que despierte: habéis inventado la teoría de la fuerza; tened la certeza de que la recuerda. Un día cualquiera romperá sus cadenas; las romperá quizá con el pretexto más fútil y recobrará por la fuerza lo que por la fuerza le fue arrebatado.

La máxima del despotismo es el perinde ac cadaver de los jesuitas; matar o ser muerto: he aquí la ley; hoy significa embrutecimiento, mañana guerra civil. Así por lo menos suceden las cosas en los países de Europa; en Oriente, los pueblos dormitan en paz en el envilecimiento de la servidumbre.

Mi conclusión es esta y es una conclusión formal: los príncipes no pueden permitirse lo que la moral privada prohíbe. Pensasteis apabullarme con el ejemplo de muchos grandes hombres que proporcionaron a su país la paz y en ocasiones la gloria por medio de hechos audaces, violatorios de las leyes; y de ello inferís vuestro fantástico argumento: el bien surge del mal. En poco me siento afectado; no se me ha demostrado que esos audaces hicieron más bien que mal, ni se ha comprobado que dichas sociedades no se hubiesen salvado y mantenido sin ellos. Los remedios aportados no han compensado los gérmenes de disolución que introdujeron en los Estados. Para un reino, algunos años de anarquía son con frecuencia mucho menos funestos que largos años de un despotismo silencioso.

Admiráis a los grandes hombres; yo solo admito a las grandes instituciones. Creo que los pueblos, para ser felices, menos necesidad tienen de hombres geniales que de hombres íntegros, mas os concedo, si así lo queréis que algunas de esas empresas violentas, de las que hacéis la apología, pudieron ser beneficiosas para ciertos Estados. Tales actos se justificaban quizás en las sociedades de la antigüedad, donde reinaba la esclavitud y el fatalismo era un dogma. También volvemos a encontrarlos en el medioevo y hasta en los tiempos modernos; pero a medida que las costumbres se fueron moderando y las luces propagando entre los diversos pueblos de Europa; sobre todo a medida que los principios de la ciencia política fueron mejor conocidos, el derecho sustituye a la fuerza en los principios como en los hechos. Siempre existirán sin duda las tormentas de la libertad y todavía se cometerán muchos crímenes en su nombre: pero el fanatismo político ha dejado de existir. Si pudisteis decir, en vuestro tiempo, que el despotismo era un mal necesario, no podríais decirlo hoy en día, porque el despotismo se ha tornado imposible en los principales pueblos de Europa, debido al estado actual de las costumbres y de las instituciones políticas.

Maquiavelo- ¿Imposible?… Si conseguís probármelo, consiento dar un paso en la dirección de vuestras ideas.

Montesquieu- Os he de probar muy fácilmente, si estáis dispuesto a seguir escuchándome.

Maquiavelo- Con mucho gusto; pero tened cuidado; creo que os habéis comprometido en demasía.

DIALOGO TERCERO

Montesquieu- Una compacta muchedumbre de sombras avanza hacia estas playas y muy pronto habrá invadido la región en que nos hallamos. Venid para este lado, de lo contrario no tardarán en separarnos.

Maquiavelo- No me fue dado encontrar en vuestras últimas palabras la precisión que caracterizaba vuestro lenguaje al comienzo de nuestra conversación. A mi entender, habéis exagerado las consecuencias que se desprenden de los principios enunciados en El espíritu de las Leyes.

Montesquieu- Deliberadamente evité en esa obra desarrollar extensas teorías. Si la conocierais no solo por lo que de ella os han hablado, advertiríais que de los principios allí sustentados fluyen sin esfuerzo las consideraciones particulares que ahora expongo. Por lo demás, no tengo empacho en confesar que el conocimiento adquirido de la época moderna ha modificado o completado alguna de mis ideas.

Maquiavelo- ¿Creéis entonces seriamente que podréis demostrar la incompatibilidad del despotismo con el estado político de los pueblos europeos?

Montesquieu- No he dicho de todos los pueblos; mas, si deseáis, puedo enumerar aquellos en que el desenvolvimiento de la ciencia política ha conducido a ese excelente resultado.

Maquiavelo- ¿Cuáles son esos pueblos?

Montesquieu- Inglaterra, Francia, Bélgica, parte de Italia, Prusia, Suiza, la Confederación germana, Holanda y la misma Austria, es decir casi toda esa parte de Europa donde otrora se extendía el mundo romano.

Maquiavelo- Algo conozco de lo acontecido en Europa desde 1527 hasta la actualidad y os confieso que mi curiosidad es grande por saber de qué manera justificaréis vuestra proposición.

Montesquieu- Pues bien escuchad y quizás os llegue a convencer. No son los hombres sino las instituciones las que aseguran el reino de la libertad y las buenas costumbres en los Estados. Todo bien depende de la perfección o imperfección de las instituciones, pero también de ellas dependerá necesariamente todo el mal que sufrirán los hombres como resultado de su convivencia social. Y cuando exijo las mejores instituciones, debéis entender que se trata, según la bella frase de Solón, de las instituciones mas perfectas que los pueblos puedan tolerar. Es decir, que no concibo para ellos condiciones de vida imposibles, y aquí me aparto de esos deplorables reformadores que pretenden organizar sociedades sobre la base de hipótesis puramente racionales, sin tomar en cuenta el clima, los hábitos y hasta los prejuicios.

Las naciones cuando nacen tienen las instituciones que son posibles. La antigüedad nos muestra que existieron civilizaciones maravillosas, Estados donde se concebían admirablemente bien las condiciones de un gobierno libre. A los pueblos de la era cristiana les fue más difícil armonizar sus constituciones con los movimientos de la vida política; pero aprovechando las enseñanzas de la antigüedad, llegaron, no obstante, en civilizaciones infinitamente más complicadas, a resultados más perfectos.

Una de las principales causas de la anarquía y del despotismo fue la ignorancia teórica y práctica, que por largo tiempo prevaleció en los Estados de Europa, respecto de los principios que presiden la organización del poder. ¿Cómo podía afianzarse el derecho de la nación, si el principio de la soberanía residía únicamente en la persona del príncipe? ¿Cómo podía su gobierno no ser tiránico si el encargado de hacer ejecutar las leyes era al mismo tiempo el legislador? ¿Qué protección podían tener los ciudadanos contra la arbitrariedad, si una sola mano reunía confundidos los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. (El Espíritu de las Leyes, libro XI, cap. VI)

Bien sé que algunas libertades y derechos públicos, que tarde o temprano se introducen en las costumbres políticas menos avanzadas no pueden menos que obstaculizar el ejercicio ilimitado de la monarquía absoluta; que, por otra parte, el temor del clamor popular, el espíritu timorato de algunos reyes los indujo a utilizar con moderación el poder excesivo del que estaban investidos; pero no es menos cierto que garantías tan precarias se hallaban a merced del monarca, dueño en principio de los bienes, derechos y hasta de la persona de sus súbditos. La división de poderes ha resultado en Europa el problema de las sociedades libres, y si hay algo que mitiga mi ansiedad en estas horas previas al juicio final, es el pensar que mi paso sobre la tierra no es ajeno a esta grandiosa emancipación.

Habéis nacido. Maquiavelo, en las postrimerías del medioevo y os fue dado contemplar, junto con el renacimiento de las artes, la aurora de los tiempos modernos. Os diré empero, con vuestro permiso, que el medio social en que vivíais se hallaba impregnado todavía de los extravíos de la barbarie; Europa era un torneo. Ideas de guerras, dominación y conquistas trastornaban el espíritu de los hombres de Estado y de los príncipes. Convengo que en ese entonces la fuerza lo era todo y poca cosa el derecho; los reinos representaban una presa para los conquistadores; los soberanos luchaban contra los grandes vasallos en el interior de los Estados; los grandes vasallos aplastaban las ciudades. En medio de la anarquía feudal de una Europa en armas, el pueblo pisoteado se acostumbró a considerar a los príncipes y los grandes como a divinidades fatídicas, árbitros supremos del género humano. Llegasteis en tiempos henchidos de tumulto y grandeza a la par. Habéis contemplado capitanes intrépidos, hombres de acero, genios audaces; y ese mundo, cuajado, en su desorden, de una sombría belleza, se os reveló como se revela al artista, a quien lo imaginario impresiona más que lo moral; a mi entender, esto explica el Tratado del Príncipe, y no estabais lejos de la verdad cuando, hace un instante, para sondearme, os complacíais, por medio de una finta italiana, en atribuirlo a un capricho de diplomático. Pero, después de vos el mundo ha cambiado; hoy en día los pueblos se consideran árbitros de su destino; han abolido los privilegios y destruido la aristocracia de hecho y de derecho; han establecido un fundamento que para vos, descendiente del marqués Hugo, sería, nuevo: han instaurado el principio de la igualdad. Solo ven mandatarios en quienes los gobiernan; y han creado el principio de la igualdad mediante leyes que nadie les podrá quitar. Cuidan de esas leyes como de su sangre, pues, en verdad, costaron mucha sangre a sus antepasados.

Hace un instante os hablaba de las guerras: sé de los estragos que todavía causan; mas el primer progreso habido es que ya no otorgan al vencedor el derecho de apropiarse del Estado vencido. En los tiempos que corren, rigen las relaciones entre los países un derecho apenas conocido por vos, el derecho internacional, así como el derecho civil reglamenta las relaciones entre los individuos en cada nación.

Luego de afirmar sus derechos privados por medio de la legislación civil, y sus derechos públicos por medio de tratados, los pueblos han querido legalizar la situación con sus príncipes, y han consolidado sus derechos políticos por medio de constituciones. Durante largo tiempo expuestos a la arbitrariedad por la confusión de los poderes, que permitían a los príncipes dictar leyes tiránicas y ejercerlas tiránicamente, los pueblos han separado los tres poderes — legislativo, ejecutivo y judicial – estableciendo entre ellos límites constitucionales imposibles de transgredir sin que cunda la alarma en todo el cuerpo político.

Esta sola reforma, hecho de enorme importancia, ha dado nacimiento al derecho público interno, poniendo de relieve los superiores principios que constituyen. La persona del príncipe deja de confundirse con el Estado; la soberanía se manifiesta como algo que tiene en parte su fuente en el seno mismo de la nación, la cual dispone una distribución de los poderes entre el príncipe y cuerpos políticos independientes los unos de los otros. No he de desarrollar ante el ilustre estadista que me escucha una teoría del régimen que en Francia e Inglaterra llaman régimen constitucional; este se ha introducido ya en las costumbres de los principales Estados de Europa, no solamente por ser la expresión de la ciencia política más elevada sino, sobre todo, por ser el único modo práctico de gobernar, dadas las ideas de la civilización moderna.

En todas las épocas, bajo el reinado de la libertad o de la tiranía, no fue posible gobernar sino por leyes. Por consiguiente, todas las garantías ciudadanas dependen de quien redacta las leyes. Si el príncipe es el único legislador, solo dictará leyes tiránicas y ¡dichosos si no derriba en pocos años la constitución del Estado! Pero, en cualquiera de los dos casos, nos hallamos en pleno absolutismo. Cuando es un senado, viviremos bajo una oligarquía, régimen aborrecido por el pueblo, pues le proporciona tantos tiranos como amos existen; cuando es el pueblo, corremos hacia la anarquía, que es otra de las formas de llegar al despotismo. Si es una asamblea elegida por el pueblo, queda resuelta la primera parte del problema, pues en ella encontraremos los fundamentos mismos del gobierno representativo hoy en vigor en toda la parte meridional de Europa.

Empero, una asamblea de representantes del pueblo en posesión exclusiva y soberana de la legislación, no tardará en abusar de su poderío y en colocar al Estado en situaciones de sumo peligro. El régimen que ha sido definitivamente constituido, feliz transacción entre la aristocracia, la democracia y la institución monárquica, participa a la vez de estas tres formas de gobierno, por medio de un equilibrio de poderes que es al parecer la obra maestra del espíritu humano. La persona del soberano sigue siendo sagrada e inviolable; pero aun conservando un cúmulo de atribuciones capitales que, para bien del Estado, tienen que permanecer en sus manos, su cometido esencial no es sino de ser el procurador de la ejecución de las leyes. Al no tener ya la plenitud de los poderes, su responsabilidad se diluye y recae sobre los ministros que integran su gobierno. Las leyes, cuya proposición le incumbe en forma exclusiva o conjuntamente con algún otro cuerpo estatal, son redactadas por un consejo de hombres avezados en la cosa pública, y sometidas a una Cámara Alta, hereditaria o vitalicia, que examina si sus disposiciones se ajustan a la constitución, votadas por un cuerpo legislativo emanado del sufragio de la nación, y aplicadas por una magistratura independiente. Si la ley es viciosa, la rechaza o la enmienda el cuerpo legislativo; si contraria a los principios sobre los cuales reposa la constitución, la Cámara Alta se opone a su adopción.

El triunfo de este sistema con tanta hondura concebido, y cuyo mecanismo puede, como veis, ser combinado de mil maneras, de acuerdo con el temperamento de los pueblos a los que se aplica, ha consistido en conciliar el orden con la libertad, la estabilidad con el movimiento, y lograr que la generalidad de los ciudadanos intervengan en la vida política al par que se suprimen las agitaciones en las plazas públicas. Es el país que se gobierna a sí mismo, por el alternativo desplazamiento de las mayorías que influyen en las Cámaras para la designación de los ministros dirigentes.

Las relaciones entre el príncipe y los individuos descansan, como veis, sobre un vasto sistema de garantías que tiene sus inquebrantables fundamentos en el orden civil. Ni las personas ni sus bienes pueden ser vulnerados por acción alguna de las autoridades administrativas; la libertad individual se halla bajo la protección de los magistrados; en los juicios criminales, quienes juzgarán a los acusados son sus iguales; por encima de los diversos tribunales existe una jurisdicción suprema encargada de anular cualquier fallo pronunciado que violara las leyes. Armados están los ciudadanos mismos para la defensa de sus derechos en milicias burguesas que colaboran en la vigilancia de las ciudades; por el camino del petitorio, el más modesto de los particulares puede hacer llegar sus quejas hasta los pies de las asambleas soberanas que representan a la nación. Administraran las comunas funcionarios públicos nombrados por elección. Anualmente, grandes asambleas provinciales, también surgidas del sufragio, se reúnen para expresar la necesidades y deseos de las poblaciones circundantes.

Tal es la pálida imagen, oh Maquiavelo , de algunas de las instituciones que florecen actualmente en los Estados modernos y especialmente en mi hermosa tierra; pero la publicidad está en la esencia de los países libres: estas instituciones no podrán sobrevivir mucho tiempo si no funcionasen a la luz del día. Un poder, aún desconocido en vuestro siglo y recién nacido en mi época, ha contribuido a infundirle un nuevo soplo de vida. Se trata de la prensa, largo tiempo proscrita, desacreditada aún por la ignorancia, mas a la cual podrís aplicarse la frase empleada por Adam Smith al referirse al crédito: Es una vía pública. Y en verdad, en los pueblos modernos el movimiento todo de las ideas se pone de manifiesto a través de la prensa. La prensa ejerce en los Estados funciones semejantes a las de vigilancia: expresa las necesidades, traduce las quejas, denuncia los abusos y los actos arbitrarios; obliga a los depositarios del poder a la moralidad, bastándole para ello ponerlos en presencia de la opinión.

En sociedades reglamentadas de este modo, oh Maquiavelo, ¿qué lugar podríais vos asignarle a la ambición de los príncipes y a las maniobras de la tiranía? No desconozco por cierto que el triunfo de ese progreso costó dolorosísimas convulsiones. En Francia, ahogada en sangre durante el período revolucionario, la libertad solo pudo resurgir con la Restauración. Nuevas conmociones habrían de sobrevenir aún; mas ya todos los principios e instituciones de que os he hablado habían pasado a formar parte de las costumbres de Francia y de los pueblos que giran de la órbita de su civilización. He concluido, Maquiavelo. Los estados, como asimismo los soberanos, ya solo se gobiernan de acuerdo con las normas de la justicia. El ministro moderno que quisiera inspirarse en vuestras enseñanzas no permanecería en el poder ni siquiera un año; el monarca que practicase los preceptos del Tratado del Príncipe, levantaría en su contra la reprobación de sus súbditos; se le pondría al margen del mundo europeo.

Maquiavelo- ¿Lo creéis así?

Montesquieu- ¿Me perdonareis la franqueza?

Maquiavelo- ¿Por qué no?

Montesquieu- ¿Debo pensar que vuestras ideas se han modificado un tanto?

Maquiavelo- Me propongo destruir, uno a uno, los diversos y bellos conceptos que habéis vertido, y demostrar que sin mis doctrinas las únicas dominantes en la actualidad, a pesar de las nuevas costumbres, a pesar de vuestros presuntos principios de derecho público, a pesar de las diversas instituciones que acabáis de describirme; pero permitidme que, primero, os formule una pregunta: ¿En qué momento de la historia contemporánea os habéis detenido?

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