Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu (página 7)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo S.
Como veis, la cuestión de las construcciones, al parecer insignificante, es en realidad una cuestión colosal. Y cuando la finalidad que se persigue es de tamaña importancia, no se debe escatimar sacrificios. ¿Habéis notado que casi todas mis concepciones políticas tienen también una faz financiera? Es lo que también me ocurre en este caso. Fundaré una caja de obras públicas a la que dotaré de varios centenares de millones, con cuya ayuda instaré a construir en toda la superficie de mi reino. Habéis adivinado mi intención: mantengo en pie la rebeldía obrera; es el segundo ejército que necesito para luchar contra las facciones. Mas es preciso impedir que esta masa de proletarios que tengo entre mis manos se vuelva contra mí el día que no tenga pan. Esta situación la prevengo gracias a las construcciones mismas, porque lo que mis combinaciones tienen de singular es que cada una de ellas proporciona al mismo tiempo sus corolarios. El obrero que construye para mí construye al mismo tiempo, contra sí mismo, los medios de defensa que necesito. Se expulsa el mismo, sin saberlo, de los grandes centros donde su presencia sería para mí motivo de inquietud; torna por siempre imposible el éxito de las revoluciones en las calles. El resultado de las grandes construcciones es, en efecto, reducir el espacio en que puede vivir el artesano, relegarlo a los suburbios; y muy pronto abandonarlos, pues la carestía de las subsistencias crece con la elevación de las tasas de los arrendamientos. Mi capital a duras penas será habitable, para los que viven del trabajo cotidiano, en la parte más cercana a sus muros. No es, pues, en los barrios vecinos a la sede de las autoridades donde se podría organizar las insurrecciones. Habrá sin duda, en los alrededores de la capital, una inmensa población obrera, temible en los momentos de cólera; pero las construcciones que levantaré estarán todas ellas concebidas de acuerdo con un plan estratégico, es decir, que abrirán el paso a grandes carreteras por donde, de un extremo a otro, podrá circular el cañón. Las terminales de cada una de estas grandes carreteras estará en comunicación directa con una cantidad de cuarteles, especie de baluartes, repletos de armas, de soldados y de municiones. Para que mi sucesor claudicase ante una insurrección, tendría que ser un viejo imbécil o un niño, pues mediante una simple orden de su mano algunos granos de pólvora barrerían la revuelta hasta veinte leguas a la redonda de la capital. Mas la sangre que corre por mis venas es ardiente y mi raza tiene todos los signos característicos de la fuerza. ¿Me escucháis?
Montesquieu- Si.
Maquiavelo.- Bien comprendéis, empero, que no es mi intención tornar difícil la vida material de la población obrera de la capital; es indiscutible que aquí tropiezo con un escollo; sin embargo, la fecundidad de recursos que debe poseer mi gobierno me sugiere una idea; consistiría en edificar para la gente del pueblo vastas ciudades donde las viviendas se arrendarán a precios bajos, y donde las masas se encontrarán reunidas por cohortes como grandes familias.
Montesquieu- ¡Ratoneras!
Maquiavelo.- ¡Oh!, el espíritu de difamación, el odio encarnizado de los partidos no dejará de denigrar mis instituciones. Dirán lo que vos decís. Poco me importa, y si el expediente fracasa, se encontrará otro.
No debo abandonar el capítulo de las construcciones sin mencionar un detalle muy insignificante en apariencia; mas ¿qué es insignificante en política? Es imprescindible que los innumerables edificios que construiré vayan marcados con mi nombre, que se encuentre en ellos atributos, bajorrelieves, grupos que rememoren un episodio de mi historia. Mis armas, mis iniciales, deben aparecer entrelazadas por doquier. Aquí, habrá ángeles sosteniendo mi corona, más allá, estatuas de la justicia y la sabiduría sosteniendo mis iniciales. Estos detalles son de extrema importancia, los considero fundamentales.
Gracias a estos símbolos, a estos emblemas, la persona del soberano está siempre presente; se vive con él, con su recuerdo, con su pensamiento. El sentimiento de la soberanía absoluta penetra en los espíritus más rebeldes, como la gota de agua que sin cesar cae de la roca horada el pedestal de granito. Por la misma razón quiero que mi estatua, mi busto, mis retratos se encuentren en todos los establecimientos públicos, sobre todo en la auditoría de los tribunales; que se me represente con el ropaje de la realeza o a caballo.
Montesquieu- Junto a la imagen del Cristo.
Maquiavelo.- No, no a su lado, sin duda, sino enfrente; porque la potestad soberana es una imagen de la potestad divina. De este modo, mi imagen se asocia con la de la Providencia y la de la justicia.
Montesquieu- Es preciso que la justicia misma vista vuestra librea. No sois un cristiano, sois un emperador griego del Bajo Imperio.
Maquiavelo.- Soy un emperador católico, apostólico y romano. Por las mismas razones que acabo de exponeros, quiero que se dé mi nombre, el nombre real, a todos los establecimientos públicos, sea cual fuere su naturaleza. Tribunal real, Corte real, Academia real, Cuerpo legislativo real, Senado real, Consejo de Estado real; en lo posible este mismo vocablo se aplicará a los funcionarios, a los regentes, al personal que rodea al gobierno. Teniente del rey, arzobispo del rey, comediante del rey, juez del rey, abogado del rey. En suma, la palabra real se asignará a lo que sea, hombres o cosas, constituirá un símbolo de poderío. Solo el día de mi santo será una festividad nacional y no real. Agregaré aún que es preciso, en la medida de lo posible, que las calles, las plazas públicas, las encrucijadas lleven nombres que rememoren los hechos históricos de mi reinado. Si estas indicaciones se siguen al pie de la letra, sea uno un Calígula o un Nerón, tendrá la certeza de quedar grabado por siempre en la memoria de los pueblos y de transmitir su prestigio a la posteridad más remota. ¡Cuantas cosas me quedan aún por agregar! Debo ponerme límites.
Pues, ¿Quién podría decirlo todo sin un tedio mortal? (Esta frase se encuentra en el prefacio de El espíritu de las Leyes)(Nota del Editor)
Heme aquí llegando a los medios de poca monta; lo lamento, porque estas cosas no son quizá dignas de vuestra atención; sin embargo, para mí son vitales.
Se dice que la burocracia es una plaga de los gobiernos monárquicos; y no lo creo así. Son millares de servidores sometidos naturalmente al orden de cosas existente. Poseo un ejército de soldados, un ejército de jueces, un ejército de obreros, necesito un ejército de empleados.
Montesquieu- Ya ni siquiera os tomáis la molestia de justificar nada.
Maquiavelo.- ¿Acaso tengo tiempo?
Montesquieu- No, continuad.
Maquiavelo.- He comprobado que en los Estados que han sido monárquicos, y todos lo han sido por lo menos una vez, existe un verdadero frenesí por los galardones y condecoraciones. Tales cosas no le cuestan casi nada al príncipe, y puede, con la ayuda de algunas piezas de tela, de algunas chucherías de oro o de plata, hacer hombres felices, mejor aún, fieles. No faltaría más, en verdad, que no condecorase sin excepción a quienes me lo pidieran. Un hombre condecorado es un hombre entregado; haré que estas marcas de distinción sean un símbolo de adhesión para los súbditos adictos; a este precio contaré, estoy persuadido, con las once doceavas partes de los habitantes de mi reino. De este modo realizo, en lo que está a mi alcance, los instintos de igualdad de la nación. Observad bien esto: cuanto más una nación en general se atiene a la igualdad, más pasión sienten los individuos por las distinciones. Hay en esto un medio de acción del que sería inhábil prescindir. Lejos por lo tanto de renunciar a los títulos, como me lo habéis aconsejado, los multiplicaré a mi alrededor al mismo tiempo que las dignidades. Deseo en mi corte la etiqueta de Luis XIV, la jerarquía doméstica de Constantino, un formalismo diplomático severo, un ceremonial imponente; estos son medios de gobierno infalibles sobre el espíritu de las masas. A través de todo ello, el soberano aparece como un dios.
Me aseguran que en los Estados en apariencia más democráticos por sus ideas, la antigua nobleza monárquica no ha perdido casi nada de su prestigio. Me daría por chambelanes a los gentiles hombres del más rancio abolengo. Muchos nombres antiguos estarían sin duda apagados; en virtud de mi poder soberano, y los haría revivir con los títulos, y en mi corte se encontrarían los hombres más ilustres de la historia después de Carlomagno.
Es posible que estas concepciones os parezcan extravagantes; os aseguro, sin embargo, que harán más por la consolidación de mi dinastía que las leyes más sabias. El culto del príncipe es una especie de religión, y, como todas las religiones posibles, este culto impone contradicciones y misterios que están más allá de la razón (El espíritu de las Leyes, libro XXV, cap. II). Cada uno de mis actos, por muy inexplicable que sea en apariencia, nace de un cálculo cuyo único objeto es mi bienestar y el de mi dinastía. Así, como lo digo, por lo demás, en el Tratado del Príncipe, lo que es realmente difícil, es adquirir el poder; pero es fácil conservarlo porque para ello basta, en suma, suprimir lo que daña y establecer lo que protege. El rasgo esencial de mi política, como habéis podido comprobar, consiste en hacerme indispensable (El Tratado del Príncipe, capítulo IX); he destruido tantas fuerzas organizadas como ha sido preciso para que nada pudiese funcionar sin mí, para que los enemigos mismos del poder temieran derrocarlo.
Lo que ahora me queda por hacer no consiste en el desarrollo de los elementos morales que se encuentran en germen en mis instituciones. Mi reinado es un reinado de placeres; no me prohibiréis que alegre a mi pueblo por medio de juegos, de festejos; de esta manera suavizo las costumbres. Imposible disimular que este siglo no sea el siglo del dinero; las necesidades se han duplicad, el lujo arruina a las familias; en todas partes se aspira a los placeres materiales; sería preciso que un soberano no fuese de su época para no saber cómo utilizar para su provecho esta pasión universal del dinero y este frenesí sensual que hoy consume a los hombres. La miseria los oprime, los hostiga la lujuria; la ambición los devora: me pertenecen. No obstante, cuando hablo de esta manera, en el fondo es el interés de mi pueblo el que me guía. Sí, haré que el bien surja del mal; exploraré el materialismo en beneficio de la concordia y la civilización; extinguiré las pasiones políticas de los hombres apaciguando las ambiciones, la codicia y las necesidades. Pretendo tener por servidores de mi reinado a aquellos que, bajo los gobiernos anteriores, más alboroto habrán provocado en nombre de la libertad. Las virtudes más austeras son como las de la Gioconda; basta con duplicar siempre el precio de la rendición. Los que se resistirán al dinero, no se resistirán a los honores; los que se resistirán a los honores, no se resistirán al dinero. Y la opinión pública, viendo caer uno tras otro a los que creían más puros, se debilitará a tal punto que terminará por abdicar completamente. ¿De qué se podrán quejar, en definitiva? No seré riguroso con los que hayan tenido algo que ver con la política; no perseguiré más que esta pasión; hasta favoreceré secretamente las demás por las mil vías subterráneas de que dispone el poder absoluto.
Montesquieu- Después de haber destruido la conciencia política, deberíais emprender la destrucción de la conciencia moral; habéis matado a la sociedad, ahora matáis al hombre. Quiera Dios que vuestras palabras resuenen sobre la tierra; refutación más flagrante de vuestras propias doctrinas no habrá llegado jamás a oídos humanos.
Maquiavelo.- Dejadme terminar.
DIALOGO VIGECIMOCUARTO
Maquiavelo.- Solo me resta ahora explicaros ciertas particularidades de mi forma de actuar, ciertos hábitos de conducta que conferirán a mi gobierno su fisonomía última.
Deseo, en primer lugar, que mis designios sean impenetrables aun para quienes más cerca de hallarán de mi. Seré, en este sentido, como Alejandro VI y el duque de Valentinios, de quienes se decía proverbialmente en la corte de Roma que el primero "jamás hacia lo que decía", y el segundo "jamás decía lo que hacía". No comunicaré mis proyectos sino para ordenar su ejecución y solo daré mis órdenes en el último momento. Borgia jamás actuó de otra manera; ni siquiera sus ministros se enteraban de nada y en torno de él todo se reducía siempre a simples conjeturas. Poseo el don de la inmovilidad; mi objetivo está allá; y miro para otro lado, y cuando se encuentra a mi alcance me vuelvo de repente y me abalanzo sobre mi presa antes de que haya tenido tiempo de proferir un grito.
No podríais creer el prestigio que semejante poder de simulación confiere al príncipe. Cuando a ello se une el vigor en la acción, suscita a su alrededor un supersticioso respeto, sus consejeros se pregunta en voz baja qué podrá surgir de su cabeza, el pueblo solo en él deposita su confianza; personifica a sus ojos a la Divina Providencia, cuyos designios son insondables. Cada vez que el pueblo lo ve pasar, piensa con involuntario terror lo que con un simple gesto podría hacer; los Estados vecinos viven en un temor permanente y lo colman de deferencias, pues nunca saben si, de la noche a la mañana, no se abatirá sobre ellos algún premeditado ataque.
Montesquieu- Sois fuerte contra vuestro pueblo porque lo tenéis a vuestra merced, mas si engañáis a los Estados con que os tratáis en la misma forma en que engañáis a vuestros súbditos, muy pronto os encontraréis sofocado en los brazos de una coalición.
Maquiavelo.- Me hacéis apartarme de mi tema, pues en este momento solo me ocupo de mi política interior; sin embargo, si queréis conocer uno de los principales medios con cuya ayuda mantendré en jaque a la coalición de los odios extranjeros, helo aquí: soy, os lo he dicho, el monarca de un reino poderoso; pues bien: buscaría entre los Estados circundantes algún gran país venido a menos que aspirase a recuperar su antiguo esplendor, y se lo devolvería íntegramente por medio de una guerra general, como ya ha sucedido en Suecia, en Prusia, como puede suceder de un día para otro en Alemania o en Italia; y ese país que solo viviría gracias a mí, que no sería más que una emanación de mi existencia, me proporcionaría, mientras yo me mantuviese en pie, trescientos mil hombres más contra una Europa en armas.
Montesquieu- ¿Y la tranquilidad de vuestro Estado? ¿No estaríais acaso engrandeciendo a si lado una potencia rival que al cabo de cierto tiempo se convertiría en enemiga?
Maquiavelo.- Mi propia seguridad ante todo.
Montesquieu- ¿Nada os preocupa entonces, ni siquiera el destino de vuestro reino? (Es evidente que aquí Maquiavelo incurre en una contradicción, pues en el capítulo IV dice formalmente que "el Príncipe que hace poderoso a otro príncipe se labra su propia ruina".(Nota del Editor))
Maquiavelo.- ¿Quién dice semejante cosa? Ocuparme de mi tranquilidad ¿no es acaso ocuparme al mismo tiempo de la tranquilidad de mi reino?
Montesquieu- Vuestra fisonomía soberana se dibuja cada vez más; ansío verla en su plenitud.
Maquiavelo.- Entonces dignaos no interrumpirme.
Es indispensable que un príncipe, cualquiera sea su capacidad intelectual, encuentre siempre en sí mismo los recursos mentales necesarios. Uno de los talentos fundamentales del estadista consiste en adueñarse de los consejos que escucha a su alrededor. Quienes lo rodean suelen tener ideas luminosas. Por consiguiente, reuniré con frecuencia a mi consejo, le haré discutir, debatir en mi presencia las cuestiones más importantes. Cuando el soberano desconfía de sus impresiones, o cuando no cuenta con recursos de lenguaje suficientes para disfrazar su verdadero pensamiento, debe permanecer mudo, o hablar tan solo para impulsar la discusión. Es raro que, en un consejo bien integrado, no termine por expresarse de una u otra forma la actitud que conviene adoptar en una situación dada. El soberano la capta, y más de una vez quienes han dado su opinión de manera harto oscura se asombran al día siguiente viéndola ejecutada.
Habéis podido ver en mis instituciones y en mis actos cuánto empeño he puesto siempre en crear apariencias; son tan necesarias en las palabras como en los actos. El súmmum de la astucia consiste en aparecer como franco, cuando en realidad uno practica la engañosa lealtad de los cartagineses. No sólo mis designios serán impenetrables, sino que mis palabras casi siempre significarán lo contrario de lo que parecerán indicar. Sólo los iniciados podrán penetrar el sentido de las palabras características que en determinados momentos dejaré caer desde lo alto del trono; cuando diga: "Mi reinado es la paz", habrá guerra; cuando diga a medios morales, es porque me propongo utilizar la fuerza. ¿Me estáis escuchando?
Montesquieu- Sí.
Maquiavelo.- Habéis visto que mi prensa tiene cien voces, cien voces que hablan sin cesar de la grandeza de mi reinado, del fervor de mis súbditos hacia su soberano; que al mismo tiempo ponen en boca del público las opiniones, las ideas y hasta las fórmulas de lenguaje que deben prevalecer en sus conversaciones; habéis visto también que mis ministros sorprenden sin descanso al público con testimonios de sus obras. En cuanto a mí, rara vez hablaré, solo una vez al año, y luego de tanto en tanto, en algunas grandes circunstancias. De este modo, cada una de mis manifestaciones será acogida, no solo en mi reino sino en toda Europa, como un verdadero acontecimiento.
Un príncipe, cuyo poder está fundado sobre una base democrática, debe hablar con un lenguaje cuidado y no obstante popular. No debe temer, llegado el caso, hablar como demagogo porque después de todo él es el pueblo, y debe tener sus mismas pasiones. Así es que, en momentos oportunos, debe prodigarle ciertas atenciones, ciertos halagos, ciertas demostraciones de sensibilidad. Poco importa que estos medios parezcan ínfimos o pueriles a los ojos del mundo; el pueblo no reparará en ello y se habrá obtenido lo deseado.
En mi obra aconsejo al príncipe que elija como prototipo a un gran hombre del pasado, cuyas huellas debe seguir en todo lo posible. (Tratado del Príncipe, capítulo XIV) Tales asimilaciones históricas ejercen todavía en las masas un profundo efecto; su imaginación os magnifica, gozáis en vida del lugar que la posteridad os reserva. Por otra parte, halláis en la historia de esos grandes hombres ciertas semejanzas, indicaciones útiles, algunas veces situaciones idénticas de las que extraéis valiosas enseñanzas, pues todas las grandes lecciones políticas están escritas en la historia. Cuando encontráis un gran hombre con el cual tenéis analogías, podéis hacer mejor aún: a los pueblos les cautivan los príncipes de espíritu cultivado, aficionados a las letras, hasta con talento. Pues bien, el príncipe no podrá hacer nada mejor que dedicar sus ratos de ocio a escribir, por ejemplo, la historia del gran hombre del pasado que ha tomado como modelo. Una filosofía severa calificaría estas cosas como debilidades. Cuando el soberano es fuerte se le perdonan y hasta le otorgan una cierta gracia.
Algunas debilidades, y aun ciertos vicios, le son al príncipe tan útiles como las virtudes. Cos mismo habéis tenido oportunidad de reconocer la verdad de estas observaciones por el uso que he debido hacer ora de la duplicidad, ora de la violencia. No se debe creer, por ejemplo, que el carácter vengativo del soberano pueda perjudicarlo; muy por el contrario. Si a menudo es oportuno que utilice la clemencia o magnanimidad, es necesario que en ciertos momentos su cólera se haga sentir de una manera terrible. El hombre es la imagen de Dios, y la divinidad golpea como se muestra misericordiosa. Cuando resuelva destruir a mis enemigos los aniquilaré hasta verlos convertidos en polvo. Los hombres solo se vengan de la injurias triviales; nada pueden contra las grandes (Tratado del Príncipe, capítulo III). Por lo demás, lo digo expresamente en mi libro. El príncipe no tiene más que elegir los instrumentos que le sirvan para descargar su furia; siempre encontrará jueces dispuestos a sacrificar su conciencia a los propósitos de venganza o de odio del príncipe.
No temáis que el pueblo se conmueva jamás por los golpes que descargaré. Ante todo, goza sintiendo el vigor del brazo que gobierna, y además detesta naturalmente lo que se eleva, disfruta instintivamente cuando los golpes recaen en quienes están por encima de él. Quizás ignoréis lo por lo demás con cuánta facilidad se olvida. Cuando el momento de los rigores ha pasado, apenas quizá quienes los han sufrido los recuerdan. Cuenta Tácito que Roma, en los tiempos del Bajo Imperio, las víctimas corrían al suplicio con un no sé qué de fruición. Bien comprendéis que en los tiempos modernos no existe nada semejante, pues mucho se han moderado las costumbres: algunas proscripciones, encarcelamientos, la pérdida de los derechos civiles, castigos muy livianos por cierto. Es verdad que, para llegar al poder soberano, ha sido preciso derramar sangre y violar muchos derechos; mas, os lo repito, todo se olvida. La mínima zalamería del príncipe, algunos procederes correctos de parte de sus ministros o agentes, serán recibidos con demostraciones del mayor reconocimiento.
Si es indispensable castigar con inflexible rigor, también es preciso recompensar con la misma puntualidad, cosa que y jamás dejaría de hacer. Quienquiera que presentase a mi gobierno algún servicio, recibiría su recompensa al día siguiente. Los cargos, las distinciones, las más altas dignidades constituirían otras tantas etapas seguras para quienquiera que estuviese en condiciones de prestar servicios útiles a mi política. En el ejército, en la magistratura, en todos los empleos públicos, los ascensos se calcularían de acuerdo con los matices de opinión y el grado de lealtad a mi gobierno. Habéis enmudecido.
Montesquieu- Continuad.
Maquiavelo.- Vuelvo a referirme a ciertos vicios y aun a ciertos extravíos del espíritu, que considero necesarios en el príncipe. Manejar el poder es una tarea formidable. Por muy hábil que sea un soberano, por infalible que sea su visión, por vigorosa que pueda ser su decisión, el alea desempeña un inmenso papel en su existencia. Hay que ser supersticioso. Guardaos de creer que esto sea de escasa consecuencia. Hay en la vida de los príncipes situaciones tan difíciles, momentos tan graves, que en ellos la prudencia de los hombres resulta vana. En tales casos es preciso dejar ciertas resoluciones libradas al azar. La actitud que propongo, y que seguiré, consiste, en ciertas coyunturas, en referirse a fechas históricas, en consultar aniversarios felices, en poner tal o cual resolución audaz bajo los auspicios de un día en el que se ha ganado una victoria, realizado una hazaña. Debo deciros que la superstición tiene otra ventaja, y muy grande; el pueblo conoce esta tendencia. Estas combinaciones augurales casi siempre dan excelentes resultados; además, se las debe utilizar cuando se está seguro del éxito. El pueblo, que no juzga sino por los resultados, se habitúa a creer que cada uno de los actos del soberano responde a signos celestiales, que las coincidencias históricas fuerzan la mano de la fortuna.
Montesquieu- Está dicha la última palabra, sois un jugador.
Maquiavelo.- Sí, pero tengo una suerte inaudita, y tengo la mano tan segura y la mente tan fértil que la fortuna no puede serme esquiva.
Montesquieu- Puesto que hacéis vuestro retrato, debéis tener aún otros vicios y otras virtudes que declarar.
Maquiavelo.- Os pido gracia para la lujuria. La pasión por las mujeres es para un soberano mucho más útil de lo que podéis imaginar. Enrique IV debe parte de su popularidad a su incontinencia. Los hombres son así, les agrada ver en sus gobernantes esta debilidad. La corrupción de las costumbres ha sido en todo tiempo una pasión, una carrera galante en la cual el príncipe debe aventajar a sus iguales, como se adelanta a sus soldados frente al enemigo. Estas ideas son francesas, y no creo que desagraden demasiado al ilustre autor de las Cartas Persas.
No me está permitido caer en consideraciones vulgares en demasía; sin embargo, no puedo dejar de deciros que el resultado más real de la galantería del príncipe es el de granjearle la simpatía de la más bella mitad de sus súbditos.
Montesquieu- Os volvéis madrigalesco.
Maquiavelo.- Lo cortés no quita lo valiente: vos mismo habéis proporcionado la prueba. No estoy dispuesto a hacer concesiones en este terreno. Las mujeres ejercen considerable influencia en el espíritu público. En buena política, el príncipe está condenado a la vida galante, aun cuando en el fondo no le interese; pero tal caso sería raro.
Puedo aseguraros que si me atengo estrictamente a las reglas que acabo de trazar, muy poco se preocuparán en mi reino por la libertad. Tendrán un soberano vigoroso, disoluto, de espíritu caballeresco, diestro en todos los ejercicios del cuerpo: será muy querido. Las gentes de una moral austera nada harán; todo el mundo seguirá la corriente; lo que es más, los hombres independientes serán puestos en el índice; se los repudiará. Nadie creerá en su integridad ni en su desinterés. Pasarán por descontentos que quieren hacerse comprar. Si alguna que otra vez no estimulase el talento, todo el mundo lo repudiaría, sería tan fácil pisotear las conciencias como el pavimento. Sin embargo, en el fondo, seré un príncipe moral; no permitiré que se vaya más allá de ciertos límites. Respetaré el pudor público allí donde vea que quiere ser respetado. El lodo no llegará hasta mí, pues descargaré en otros las partes odiosas de la administración. Lo peor que podrán decir es que soy un buen príncipe mal rodeado, que deseo el bien, que lo deseo ardientemente, que siempre, cada vez que me lo indiquen, lo practicaré.
Si supierais lo fácil que es gobernar cuando se tiene el poder absoluto. Ninguna contradicción, ninguna resistencia; uno puede realizar con tranquilidad sus designios, tiene tiempo de reparar sus faltas. Puede sin oposición forjar la felicidad de su pueblo, pues es lo que siempre me preocupa. Puedo aseguraos que nadie se aburrirá en mi reino; en él los espíritus estarán siempre ocupados en mil cosas diversas. Brindaré al pueblo el espectáculo de la pompa y los séquitos de mi corte, se prepararán grandes ceremonias, trazaré jardines, ofreceré hospitalidad a reyes, haré venir embajadas de los países más remotos. Ora serán rumores de guerra, ora complicaciones diplomáticas las que darán que hablar durante meses enteros; y llegaré a más: daré satisfacción a la monomanía de la libertad. Bajo mi reinado, todas las guerras se emprenderán en nombre de la libertad de los pueblos y de la independencia de las naciones, y mientras a mi paso los pueblos me aclamarán, diré secretamente al oído de los reyes absolutos: Nada temáis, soy de los vuestros, como vos llevo una corona y deseo conservarla: estrecho entre mis brazos a la libertad europea, pero para asfixiarla.
Una sola cosa podría tal vez, por un momento, poner en peligro mi fortuna: eso ocurriría el día en que se reconociera en todas partes que mi política no es franca, que todos mis actos están dictados por el cálculo.
Montesquieu- ¿Y quienes podrán ser tan ciegos que no lo verán?
Maquiavelo.- Mi pueblo entero, salvo algunas camarillas que no me inquietarán. Por otra parte, he formado a mi alrededor una escuela de hombres políticos de una gran fuerza relativa. No podríais creer hasta qué punto es contagioso el maquiavelismo, y cuán fáciles de seguir son sus preceptos. En las diversas ramas del gobierno habrá hambres de ninguna o muy escasa consecuencia, que serán verdaderos Maquiavelos de poca monta, que obrarán con astucia, simularán, mentirán con una imperturbable sangre fría; la verdad no podrá abrirse paso en parte alguna.
Montesquieu- Si, como creo, Maquiavelo, del principio al fin de esta conversación no habéis hecho otra cosa que burlaros, considero esta ironía como vuestra obra más magnífica.
Maquiavelo.- ¡Ironía! Cuán equivocado estáis si así lo creéis. ¿No comprendéis acaso que os he hablado sin tapujos, y que es la violencia terrible de la verdad la que da a mis palabras el matiz que vos creéis ver?
Montesquieu- Habéis terminado.
Maquiavelo.- Todavía no.
Montesquieu- Entonces, terminad.
DIALOGO VIGECIMOQUINTO
Maquiavelo.- Reinaré diez años en estas condiciones, sin modificar ni un ápice mi legislación; solo a este precio se logra el éxito definitivo. Durante este intervalo, nada, absolutamente nada, deberá hacerme variar; la tapa de la caldera será de hierro y plomo; es durante este lapso cuando se elabora el fenómeno de destrucción del espíritu de rebeldía. Creéis quizá que la gente es desdichada que se lamentará. ¡Ah!, si así fuese, y no tendría perdón; sin embargo, cuando los resortes de la violencia estén tensos al máximo, cuando agobie con la carga más terrible el pecho de mi pueblo, entonces se dirá: No tenemos más que lo que merecemos, sufrámoslo.
Montesquieu- Ciego estáis si tomáis esto por una apología de vuestro reinado; si no comprendéis que lo que estas palabras expresan es una intensa nostalgia del pasado. Una frase estoica que os anuncia el día del castigo.
Maquiavelo.- Me angustiáis. Ha llegado la hora de distender los resortes, voy a devolver las libertades.
Montesquieu- Mil veces preferibles son los excesos de vuestra opresión; vuestro pueblo os responderá: quedaos con lo que nos habéis quitado.
Maquiavelo.- ¡Ah!, cómo reconozco en vuestras palabras el implacable odio de los partidos. No conceder nada a sus adversarios políticos, nada, ni siquiera las buenas obras.
Montesquieu- No, Maquiavelo, de vos, ¡nada! L víctima inmolada no acepta favores de su verdugo.
Maquiavelo.- ¡Ah!, qué fácil me sería adivinar el pensamiento secreto de mis enemigos. Se forjan ilusiones, confían que la fuerza de expansión que reprimo, tarde o temprano me lanzará al vacío. ¡Insensatos! Solo al final sabrán quién soy. ¿Qué es lo que se requiere en política para prevenir cualquier peligro dentro de la mayor represión posible? Una apertura imperceptible. La tendrán.
No restituiré por cierto, libertades considerables; ved, no obstante, hasta qué punto el absolutismo habrá penetrado en las costumbres. Puedo apostar al primer rumor de esas libertades, se alzarán a mi alrededor gritos de espanto. Mis ministros, mis consejeros exclamarán que he abandonado el timón, que todo está perdido. Me suplicarán, en nombre de la salvación del Estado, en nombre de mi país, que no haga nada; el pueblo dirá: ¿en qué piensa? Su genio decae; los indiferentes dirán: está acabado; los rencorosos dirán: está muerto.
Montesquieu- Y todos tendrán razón, pues un publicista moderno (Benjamín Constant.(Nota del Editor.) ha dicho una gran verdad: "Se quiere arrebatar a los hombres sus derechos? No debe hacerse nada a medias. Lo que se les deja les sirve para reconquistar lo que se les quita. La mano que queda libre desata las cadenas de la otra".
Maquiavelo.- Muy bien pensado; muy cierto; ya sé que es mucho lo que arriesgo. Bien veis que se me trata injustamente, que amo la libertad mucho más de lo que se dice. Me preguntabais hace un momento si era capaz de abnegación, si estaría dispuesto a sacrificarme por mis pueblos, de descender del trono si fuese preciso; ahora os doy mi respuesta: puedo descender del trono, sí, por el martirio.
Montesquieu- ¡Qué enternecido estáis! ¿Qué libertades restituís?
Maquiavelo.- Permito a mi Cámara legislativa que todos los años, el primer día del año, me testimonie, en mi discurso, la expresión de sus más caros deseos.
Montesquieu- Mas si la inmensa mayoría de la Cámara os es adicta, ¿qué podéis recoger sino agradecimientos y testimonios de amor y admiración?
Maquiavelo.- Claro que sí. ¿No son acaso naturales esos testimonios?
Montesquieu- ¿Son estas las libertades?
Maquiavelo.- Por mucho que digáis, esta primera concesión es considerable. Sin embargo, no me limitaré a ello. Hoy en día se observa en Europa cierto movimiento espiritual contra la centralización, no entre las masas sino en las clases esclarecidas. Descentralizaré el poder, es decir, otorgaré a mis gobernadores provinciales el derecho de zanjar pequeñas cuestiones locales anteriormente sometidas a la aprobación de mis ministros.
Montesquieu- Si el elemento municipal no entra para nada en esta reforma, no hacéis más que volver más insoportable la tiranía.
Maquiavelo.- La misma precipitación fatal de quienes reclaman reformas: en el camino hacia la libertad es preciso avanzar con prudencia. Sin embargo, no me limito a eso: otorgo libertades comerciales.
Montesquieu- Ya habéis hablado de ellas.
Maquiavelo.- Es que el problema industrial me preocupa siempre: no quiero que se diga que mi legislación, por un exceso de desconfianza hacia el pueblo, llega a impedirle que provea por sí mismo a su subsistencia. Por esta razón hago presentar ante las Cámaras leyes que tienen por objeto derogar en partes las disposiciones prohibitivas del derecho de asociación. Por otra parte, la tolerancia de mi gobierno tornaba tal medida perfectamente inútil, y como, en resumidas cuentas, no hay que deponer las armas, nada cambiará en esta ley, salvo la fórmula de la redacción. Hoy en día, en las Cámaras, hay diputados que se presten de buena gana a estas inocentes estratagemas.
Montesquieu- ¿Y eso es todo?
Maquiavelo.- Sí, porque es mucho, quizá demasiado; sin embargo, creo poder tranquilizarme; mi ejército es entusiasta, mi magistratura fiel, y mi legislación penal funciona con la regularidad y la precisión de esos mecanismos omnipotentes y terribles que ha inventado la ciencia moderna.
Montesquieu- ¿Así que no modificáis las leyes de prensa?
Maquiavelo.- No podéis pedir semejante cosa.
Montesquieu- ¿Ni la legislación municipal?
Maquiavelo.- ¿Es posible acaso?
Montesquieu- ¿Ni vuestro sistema de protectorado del sufragio?
Maquiavelo.- No.
Montesquieu- Ni la organización del Senado, ni la del cuerpo legislativo, ni vuestro sistema interior, ni vuestro sistema exterior, ni vuestro régimen económico, ni vuestro régimen financiero.
Maquiavelo.- No modifico nada más que lo que os he dicho. Si he de hablar con propiedad, diré que salgo del período del terror para entrar en el camino de la tolerancia; puedo hacerlo sin riesgo alguno; hasta podría restituir libertades reales, porque se necesitaría estar desprovisto de todo espíritu político para no comprender que en la imaginaria que he supuesto, mi legislación habrá dado todos sus frutos. He cumplido el propósito que os había anunciado; el carácter de la nación se ha transformado; las leves facultades que ha restituido han sido para mí la sonda con la cual he podido medir la profundidad del resultado. Todo se ha hecho, está consumado; ya no queda resistencia posible. No hay más escollos, ¡no hay más nada! Y sin embargo, no devolveré nada. Vos lo habéis dicho, he aquí la verdad práctica.
Montesquieu- Apresuraos a terminar, Maquiavelo. Ojalá mi sombra nunca más vuelva a encontraros. Ojalá Dios borre de mi memoria hasta el último rastro de lo que acabo de escuchar.
Maquiavelo.- Cuidad vuestras palabras, Montesquieu; antes de que el minuto que comienza caiga en la eternidad buscaréis con angustia mis pasos y el recuerdo de este coloquio desolará vuestra alma eternamente.
Montesquieu- ¡Hablad!
Maquiavelo.- Recomencemos, pues. He hecho todo lo que vos sabéis; por medio de estas concesiones al espíritu liberal de mi época, he desarmado el odio de los partidos.
Montesquieu- ¡Ah!, no vais entonces a abandonar esa máscara de hipocresía con la cual habéis encubierto crímenes que ninguna lengua humana ha descrito jamás. ¡Queréis entonces que salga de la noche eterna para condenaros! ¡Ah, Maquiavelo! ¡Ni vos mismo habíais enseñado s degradar hasta este punto a la humanidad! No conspirabais contra la conciencia, no habíais concebido el pensamiento de convertir el alma humana en un lodo en el que un aun el mismísimo divino creador reconocería absolutamente nada.
Maquiavelo.- Es verdad me he superado.
Montesquieu- ¡Huid!, no prolonguéis ni un instante más este coloquio.
Maquiavelo.- Antes de que las sombras que allá avanzan en tumulto hayan llegado a esta negra hondonada que las separa de nosotros, habré terminado; antes de que hayan llegado ya no me veréis más y me llamaréis en vano.
Montesquieu- Terminad, entonces; ¡esta será mi expiación por la temeridad que cometí al aceptar esta apuesta sacrílega!
Maquiavelo.- ¡Ah, libertad! Mira con cuántas fuerzas vives en algunas almas cuando el pueblo te desprecia o se consuela de ti con futilezas. Permitidme que os relate a este respecto un brevísimo apólogo:
Cuenta Dion que el pueblo romano estaba indignado contra Augusto a causa de ciertas leyes demasiado duras que había dictado, pero ni bien hizo regresar al cómico Pilade, a quien los rebeldes habían expulsado de la ciudad, el descontento cesó.
Este es mi apólogo. He aquí ahora la conclusión del autor, pues estoy citando a un autor:
"Un pueblo semejante sufría más intensamente la tiranía cuando se expulsaba a un saltimbanqui que cuando de le suprimían todas sus leyes" (El Espíritu de las Leyes, libro XIX, cap. II).
¿Sabéis quien escribió esto?
Montesquieu- ¡Poco importa!
Maquiavelo.- Reconoceos, entonces; fuisteis vos mismo. No veo a mi alrededor más que almas mezquinas. ¿qué queréis que haga? Bajo mi reinado no faltarán los saltimbanquis, y tendrán que comportarse demasiado mal para que me decida a expulsarlos.
Montesquieu- No sé si habéis citado exactamente mis palabras; mas he aquí una cita que puedo garantizaros que vengará eternamente a los pueblos que vos calumniáis.
"Las costumbres del príncipe contribuyen a la libertad tanto como las leyes. Él, como ella, puede hacer bestias de los hombres, y de las bestias hombres; si ama a las almas libres, tendrá súbditos; si ama a las almas mezquinas, tendrá esclavos" (El Espíritu de las Leyes, libro XII, cap. XXVII).
He aquí ni respuesta, y si hoy tuviese que agregar algo a esta cita, diría:
"Cuando la honestidad pública es desterrada del seno de las cortes, cuando en ellas la corrupción se exhibe sin pudor, jamás penetra, no obstante, sino en los corazones de aquellos que se acercan a un mal príncipe; en el seno del pueblo el amor por la virtud continúa vivo, y el poder de este principio es tan inmenso que basta con que el mal príncipe desaparezca para que, por fuerza misma de las cosas, la honestidad renazca en la práctica del gobierno al mismo tiempo que la libertad".
Maquiavelo.- Muy bien escrito, en una forma muy simple. No hay más que una desdicha en lo que acabáis de decir, y es que, en el espíritu como en el alma de mis pueblos, y personifico la virtud, y más aún, personifico la libertad, entendedlo, así como personifico la revolución, el progreso, es espíritu moderno, todo, en suma, cuanto constituye lo mejor de la civilización contemporánea. Y no digo que se me respeta, no digo que se me ama; digo que se me venera, digo que el pueblo me adora; que, si y lo quisiera, me haría levantar altares, porque, explicadme esto, tengo el don fatal de influir en las masas. En vuestro país se guillotinaba a Luis XVI que solo quería el bien del pueblo, que lo quería con toda la fe, todo el fervor de un alma sinceramente honesta; y, pocos años antes, se habían levantado altares a Luis XIV, que se preocupaba menos por el pueblo que por la última de sus queridas y que, con un mínimo de gesto, hubiese ordenado ametrallar al populacho mientras jugaba a los dados con Lazun. Pero y, con el sufragio popular que me sirve de base, soy mucho más que Luis XIV; soy Washington, soy Enrique IV, soy San Luis, Carlos el Sabio, elijo, para honraros, vuestros mejores reyes. Soy un rey de Egipto y de Asia al mismo tiempo, soy Faraón, soy Ciro, soy Alejandro, soy Sardanápalo; el alma del pueblo se regocija cuando y paso; corre embriagada en pos de mis pasos; soy un objeto de idolatría; el padre me señala con el dedo de a su hijo, la madre invoca mi nombre en sus oraciones, la doncella me contempla suspirando y piensa que si mi mirada se posara en ella al azar, ella podría acaso reposar un instante sobre mi tálamo. Cuando el infeliz es oprimido, dice: Si el rey lo supiera; cuando alguien desea vengarse, y espera una ayuda, dice: El rey lo sabrá. Y nadie se me acerca jamás, sin encomendarme con las menos llenas de oro. Los que me rodean son duros, es cierto, violentos, algunas veces merecen azotes, mas es preciso que así sea, porque su carácter abominable, despreciable, su infame codicia, sus excesos sus bochornosos despilfarros, su crasa avaricia contrasta con la dulzura de mi carácter, con mis modales sencillos, mi generosidad inagotable. Se me invoca, os digo, como a un dios; cuando el granizo los azota, cuando reina el hambre, cuando hay algún incendio, acudo a socorrerlos, la población se arroja a mis pies, si Dios les diese alas, me transportarían al cielo en sus brazos.
Montesquieu- Lo cual no os impediría triturarla de un golpe de metralla ante en mínimo signo de resistencia.
Maquiavelo.- Es verdad, pero el amor no existe sin temor.
Montesquieu- ¿Ha terminado este espantoso sueño?
Maquiavelo.- ¡Sueño! ¿Ah, Montesquieu!, vais a llorar durante mucho tiempo: desgarrad El Espíritu de las Leyes, suplicad a Dios que en el cielo os conceda el olvido de lo que habéis hecho; pues ahora vais a oír la terrible verdad de la cual tenéis ya el presentimiento; no es ningún sueño lo que acabo de deciros.
Montesquieu- ¡Qué vais a revelarme!
Maquiavelo.- Lo que acabo de describiros, ese conjunto de cosas monstruosas ante las cuales el espíritu retrocede despavorido, esa obra que solo el infierno es capaz de realizar, todo eso está hecho, todo eso existe, todo eso prospera de cara al sol, en un punto de este globo que hemos abandonado.
Montesquieu- ¿Dónde?
Maquiavelo.- No, sería inflingiros una segunda muerte.
Montesquieu- ¡En nombre del cielo, hablad!
Maquiavelo.- ¡Pues bien!…
Montesquieu- ¿Qué?…
Maquiavelo.- ¡Ha pasado la hora! ¿No veis que el torbellino me arrastra?
Montesquieu- ¡Maquiavelo!
Maquiavelo.- ¿Veis esas sombras que pasan no lejos de vos, cubriéndose los ojos? ¿Las reconocéis? Son glorias que fueron la envidia del mundo entero. ¡En este momento, reclaman a Dios su patria!…
Montesquieu- ¡Oh! Dios eterno, ¡qué habéis permitido!…
Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo (1469-1527) y Montesquieu (1689-1755)
Autor:
Maurice Joly
Enviado por:
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"?font>
www.edu.red/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias
Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2015.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"?font>
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