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Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu (página 5)


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Maquiavelo– Si alguien apelase a mi clemencia, ya resolvería. Hasta os puedo confiar que una parte de las severas disposiciones que encerrarán mis leyes terminarán por ser puramente conminatorias, a condición de que no me vea forzado a aplicarlas.

Montesquieu- ¡A eso llamáis conminatorio! Sin embargo, vuestra clemencia me tranquiliza un tanto, pero hay momentos en que si algún mortal os oyese, se le helaría la sangre.

Maquiavelo– ¿Por qué? He vivido muy cerca del duque de Valintinios, de terrible fama bien merecida por cierto, pues tenía momentos que era implacable; pero os puedo asegurar que, pasada la necesidad de ejecutar, era un hombre bastante bonachón. Y lo mismo se podría decir de casi todos los monarcas absolutos; en el fondo son buenos, sobre todo con los pequeños.

Montesquieu- No sé si no os prefiero en la plenitud de vuestra cólera: Vuestra dulzura me inspira un miedo mayor. Continuemos. Habéis llegado a aniquilar las sociedades secretas.

Maquiavelo– No tan de prisa; no hice eso, me parece que introducís algo de confusión.

Montesquieu- ¿Cómo y por qué?

Maquiavelo– He prohibido las sociedades secretas, cuyo carácter y actividades escapan a la vigilancia de mi gobierno, pero no me privaré de un medio de información, de una influencia oculta que puede ser importante si nos sabemos servir de ella.

Montesquieu- ¿Cuál es vuestro pensamiento al respecto?

Maquiavelo– Entreveo la posibilidad de dar a cierta cantidad de esas sociedades una especie de existencia legal, o mejor centralizarlas en una, cuyo jefe supremo nombraría yo. Con ello los diversos elementos revolucionarios del país estarían en mis manos. Los componentes de estas sociedades pertenecen a todas las nacionalidades, clases y rangos; me tendrán al corriente de las más oscuras intrigas de la política. Constituirán como un anexo de mi política, de la cual os hablaré en seguida.

El mundo subterráneo de las sociedades secretas está lleno de cerebros huecos, de quienes no hago el menor caso; pero existen allí fuerzas que debemos mover y directivas a dar. Si algo se agita, es mi mano la que lo mueve; si se prepara un complot, el cabecilla soy yo: soy el jefe de la logia.

Montesquieu- ¿Y creéis que esas cohortes de demócratas, esos republicanos, anarquistas y terroristas os permitirán acercaros y compartir con ellos el pan? ¿Podéis creer que quienes no aceptan el dominio del hombre aceptarán como guía a quien en el fondo será un amo?

Maquiavelo– Es que no conocéis, ho Montesquieu, cuánto de mi impotencia y hasta de necedad hay en la mayor parte de los hombres de la demagogia europea. Son tigres con almas de cordero, con las cabezas repletas de viento; para penetrar en su rango, basta con hablarles en su propio lenguaje. Por lo demás, sus ideas tienen increíbles afinidades don las doctrinas del poder absoluto. Sueñan con absorber a los individuos, dentro de una unidad simbólica. Reclaman la absoluta igualdad, en virtud de un poder que en definitiva no puede sino estar en las manos de un solo hombre. ¡Ya veis que aun aquí sigo siendo yo el jefe de su escuela! Además, justo es decirlo, no tienen ninguna otra opción. Las sociedades secretas existirán en las condiciones que acabo de expresaros, o no existirían.

Montesquieu- Con vos, el finale del sic volo sic jubeo nunca se hace esperar demasiado. Creo, decididamente, que ya estáis al abrigo de cualquier conjuración.

Maquiavelo– Sí, pues es bueno que sepáis, todavía que la legislación no permitirá reuniones ni conciliábulos que excedan de un número determinado de personas.

Montesquieu- ¿Cuántas?

Maquiavelo– ¿Os preocupan esos detalles? No se permitirán reuniones de más de quince o veinte personas, si os interesa.

Montesquieu- ¡Que decís! ¿Un grupo de amigos superior a ese número no podrá reunirse para cenar?

Maquiavelo– Ya os alarmáis, bien lo advierto, en nombre de la jovialidad gala. Podrá, sí, porque mi reino no será tan huraño como vos pensáis, aunque con una condición: que no se hable de política.

Montesquieu- ¿Se podrá hablar de literatura?

Maquiavelo– Sí, pero con la condición de que al amparo de la literatura no se celebren reuniones con fines políticos, pues es perfectamente posible no hablar para nada de política y dar no obstante a un festín un carácter de manifestación que el público comprendería. Eso es lo que hay que impedir.

Montesquieu- Es difícil, ay, que en un sistema semejante, los ciudadanos vivan sin abrigar resentimientos contra el gobierno.

Maquiavelo– Estáis en un error; solo los facciosos estarán sujetos a tales restricciones; nadie más las sufrirá.

Claro está que no voy a ocuparme aquí de os actos de rebelión contra mi poder, ni de los atentados que pretendieran derrocarlo, ni de los ataques ya sea contra la persona del príncipe o contra su autoridad o sus instituciones. Son verdaderos crímenes, reprimidos por el derecho común de todas las legislaciones. En mi reino, estarán previstos y serán castigados de acuerdo con una clasificación y según definiciones que no dejarán margen alguno para el mínimo ataque directo o indirecto contra el orden establecido.

Montesquieu- Permitid que en ese respecto tenga confianza en vos, sin detenerme a indagar vuestros medios. No basta, empero, con instaurar una legislación draconiana; es indispensable encontrar una magistratura que esté dispuesta a aplicarla; este aspecto no deja de tener sus dificultades.

Maquiavelo– No presenta dificultad alguna.

Montesquieu- ¿Vais entonces a destruir la organización judicial?

Maquiavelo– Yo no destruyo nada; tan solo modifico e innovo.

Montesquieu- ¿Queréis decir que implantaréis cortes marciales, prebostales, en una palabra, tribunales de excepción?

Maquiavelo– No.

Montesquieu- Entonces ¿qué haréis?

Maquiavelo– Conviene que sepáis, ante todo, que no tendré necesidad de decretar un gran número de leyes severas, cuya aplicación procuraré. Muchas de ellas existirán ya y estarán aún vigentes; porque todos los gobiernos, libres o absolutos, republicanos o monárquicos, enfrentan las mismas dificultades; y en los momentos de crisis se ven obligados a recurrir a leyes de rigor, algunas de las cuales permanecen, mientras otras de debilitan junto con las necesidades que las vieron nacer. Se debe hacer uso de unas y otras. Respecto de las últimas, recordaremos que no han sido explícitamente derogadas, que eran leyes perfectamente sensatas, y que el reincidir en los abusos que ellas preveían torna necesarias su aplicación. De esta manera el gobierno solo parece cumplir, y a menudo será cierto, un acto de buena administración.

Veis, pues que se trata tan solo de imprimir cierto dinamismo a la acción de los tribunales, cosa siempre fácil en los países de centralización donde la magistratura se encuentra en contacto directo con la administración, por la vía del ministerio del que depende.

En cuanto a las leyes nuevas que se dictarán bajo mi reinado, y que se promulgarán, en su mayor parte, en forma de simples decretos, su aplicación quizá no resultará tan fácil, porque en los países en que el magistrado es inamovible, éste se resiste espontáneamente a un ejercicio demasiado directo del poder en la interpretación de la ley.

Sin embargo, creo haber descubierto una ingeniosa combinación, muy sencilla, en apariencia puramente normativa, que, sin afectar la inamovilidad de la magistratura, modificará lo que de absoluto en demasía hubiese en las consecuencias de este principio. Dictaré un decreto por el cual los magistrados, una vez llegados a cierta edad, deberán pasar a retiro. También en este caso estoy persuadido de que contaré con el beneplácito de la opinión pública, pues es un triste espectáculo, harto frecuente, el de ver al juez, llamado a estatuir a cada instante sobre las cuestiones más elevadas y difíciles, sumido en una caducidad de espíritu que lo incapacita.

Montesquieu- Mas, permitid: tengo cierto conocimiento de las cosas de que habláis. El hecho que sugerís no está en modo alguno acorde con la experiencia. Entre los hombres que viven en un continuado ejercicio de las facultades del espíritu, la inteligencia no se debilita de ese modo; tal es, por así decirlo, el privilegio que otorga el pensar a aquellos hombres para quienes constituye la principal razón de vida. Y si en algunos magistrados las facultades intelectuales flaquean con la edad, en la gran mayoría de ellos de conservan, y sus luces van siempre en aumento, y no es necesario reemplazarlos, porque la muerte hace en sus filas las bajas mas naturales; pero aunque hubiere en verdad entre ellos tantos ejemplos de decadencia como vos pretendéis, sería mil veces preferible, en nombre de una justicia auténtica, soportar ese mal que aceptar vuestro remedio.

Maquiavelo– Mis razones son superiores a las vuestras.

Montesquieu- ¿Razones de Estado?

Maquiavelo– Es posible. Tened por cierta una cosa: en esta nueva organización, los magistrados no distorsionarán la ley más que en otros tiempos, cuando se trate de intereses puramente civiles.

Montesquieu- ¿Cómo puedo tener esa certeza si, a juzgar vuestras palabras, veo ya que la distorsionarán cuando se trate de intereses políticos?

Maquiavelo– No lo harán; cumplirán con su deber como corresponde lo hagan; pues, en materia política, en interés del orden, es imprescindible que los jueces estén siempre de parte del poder. Lo peor que podría acontecer sería que un soberano pudiese ser vulnerado por medio de sentencias: el país entero se aprovecharía de ellas al instante, para atacar al gobierno. ¿De qué serviría entonces haber impuesto silencio a la prensa, si ella tuviera la posibilidad de renacer en los juicios de los tribunales?

Montesquieu- Vuestro medio, entonces, pese a su apariencia modesta, es harto poderoso, puesto que le atribuís tamaño alcance.

Maquiavelo– Lo es, sí, porque hace desaparecer ese espíritu de resistencia, ese sentimiento de solidaridad tan peligroso en las organizaciones judiciales que han conservado el recuerdo, el culto acaso, de los gobiernos pretéritos. Introduce en su seno un cúmulo de elementos nuevos, cuyas influencias son, todas ellas, favorables al espíritu que anima mi reinado. Veinte, treinta, cuarenta cargos de magistrados quedarán vacantes cada año en virtud del retiro; ello traerá aparejado un desplazamiento de todo el personal de justicia que, de este modo, podrá renovarse enteramente en casi seis meses. Bien sabéis que una sola vacante puede significar cincuenta nombramientos, por el efecto sucesivo de los titulares de diferentes grados, que se desplazan. Imaginaos lo que habrá de ser cuando sean treinta o cuarenta las vacantes que produzcan simultáneamente. No solo hará desaparecer el espíritu colectivo en lo que este puede tener de político, sino que permitirá una más estrecha proximidad con el gobierno, que dispondrá de gran número de cargos. Tendremos hombres jóvenes deseosos de abrirse camino, cuyas carreras no se verán ya detenidas por la perpetuidad de quienes los preceden. Estos hombres saben que el gobierno gusta del orden, que también el país aspira al orden; y solo se trata de servir a ambos, administrando convenientemente la justicia, cuando el orden esté en juego.

Montesquieu- Pero, a menos que haya una ceguera sin nombre, se os reprochará el estimular, en los magistrados, un espíritu de emulación funesto el los cuerpos judiciales; no os enumeraré las posibles consecuencias, pues no creo que ello valla a deteneros.

Maquiavelo– No tengo la pretensión de escapar a las críticas; poco me importan, siempre que no las oiga. Tendré por principio, en todas las cosas, la irrevocabilidad de mis decisiones, no obstante las habladurías. Un príncipe que actúa de esta manera está siempre seguro de imponer el respeto de su voluntad.

DIALOGO DECIMOCUARTO

Maquiavelo– Os he dicho ya más de una vez, y lo repito una vez más, que no necesito crear todas las cosas, organizarlo todo; que en las instituciones existentes encuentro una gran parte de los instrumentos de mi poder. ¿Sabéis en qué consiste la garantía constitucional?

Montesquieu- Sí, y lo lamento por vos, pues os privo, sin quererlo, del placer que acaso os proporcionaría el depararme, con la habilidad para los efectos teatrales que os singulariza, una nueva sorpresa.

Maquiavelo– ¿Y qué opináis de ella?

Montesquieu- Opino – de la que considero justa, al menos en Francia, país al cual, creo comprender, os referís – que es una ley de circunstancia que debe ser modificada, si no desaparecer totalmente, bajo un régimen de libertad institucional.

Maquiavelo– Os hallo, a este respecto, moderado en demasía. De acuerdo con vuestras ideas constituye, simplemente, una de las restricciones más tiránicas del mundo. ¿Os parece admisible, por ventura, que cuando un particular recurra a los tribunales por haber sido lesionado por agentes del gobierno en el ejercicio de sus funciones, los jueces le respondan: No podemos haceros justicia, la puerta de la sala de audiencias está cerrada; id a solicitar al gobierno la autorización necesaria para entablar querella contra sus propios funcionarios? ¿Concebís un más flagrante desafío a la justicia? ¿Y cuantas veces suponéis que el gobierno autorizará tales procedimientos?

Montesquieu- ¿De qué os quejáis? Me parece que os viene como anillo al dedo.

Maquiavelo– Solo pretendía demostraros que el los Estados donde la acción de la justicia tropieza con semejantes obstáculos, un gobierno no tiene mucho que temer de los tribunales. Tales leyes excepcionales se introducen siempre como disposiciones transitorias; sin embargo, una vez superadas las épocas de transición, las excepciones permanecen, y con toda razón, pues cuando el orden reina, y cuando está perturbado, resultan necesarias.

Existe otra institución moderna que se presta, con no menos eficacia, para la acción del poder central: me refiero a la creación, junto a los tribunales, de una elevada magistratura a la que dais el nombre de ministerio público, y que otrora llamaban, con más justa razón, ministerio del rey, puesto que su función es esencialmente amovible y revocable por la voluntad del príncipe. No necesito deciros cuál es la influencia de este magistrado sobre los tribunales que dependen de su autoridad; sabéis que es considerable. Tened bien presente cuanto acabo de deciros. Os voy a hablar ahora del tribunal de casación, acerca del cual os prometí deciros ciertas cosas, y que desempeña un cometido tan importante en la administración de la justicia.

El tribunal de casación es más que un simple cuerpo judicial; es, en cierto modo, un cuarto poder dentro del Estado, puesto que le compete determinar, en última instancia, el sentido de la ley. También aquí os repetiré lo que creo haberos manifestado a propósito del Senado y de la asamblea legislativa: una corte de justicia semejante, que no dependiera del gobierno en ningún sentido, podría, en virtud de su supremo y casi discrecional poder de interpretación, derrocarlo en cualquier momento. Le bastaría para ello restringir o ampliar sistemáticamente, el sentido de la libertad, las disposiciones legales que reglamentan el ejercicio de los derechos políticos.

Montesquieu- Y vos, al parecer, vais a pedirle que haga lo contrario.

Maquiavelo– No pretendo pedirle nada; ella misma hará espontáneamente lo que convenga hacer. Pues aquí es donde más poderosamente convergen las diversas causas de influencia de que os hablaba hace un momento. Cuando más próximo el poder se encuentra el juez, más le pertenece. El espíritu conservador del reino alcanzará, en esta institución, su más elevado grado de desarrollo, y las leyes de la alta política obtendrán, en el seno de esta gran asamblea, una interpretación tan favorable a mi poder, que yo mismo quedaré dispensado de adoptar una multitud de medidas restrictivas que, de lo contrario, resultarían necesarias.

Montesquieu- Al escucharos se pensaría, en verdad, que las leyes son susceptibles de las más fantásticas interpretaciones. ¿Acaso los textos legislativos no son claros y precisos? ¿Acaso pueden prestarse a implicaciones o restricciones como las que vos indicáis?

Maquiavelo– No puedo tener la pretensión de sentar cátedra de jurisprudencia ante el autor de El Espíritu de las Leyes, ante el magistrado experimentado que tantos y tan excelentes fallos ha debido pronunciar. No existe texto alguno, por muy claro que sea, que no pueda prestarse a las soluciones más dispares, aun en derecho civil puro; más os ruego recordar que nos encontramos en materia política. Ahora bien, es un hábito común a los legisladores de todos los tiempos el adoptar, en algunas de sus disposiciones, una redacción un tanto elástica, a fin de que se preste, según las circunstancias, para dictar sentencias o para introducir excepciones acerca de las cuales hubiera sido prudente explayarse de manera más precisa.

Sé perfectamente que debo daros ejemplos, pues sin ello mi proposición os parecerá harto vaga. La dificultad consiste para mí en presentaros ejemplos que tengan el carácter de generalidad suficiente para dispensarme de la necesidad de entrar en detalles más extensos. Os daré uno, que tomo con preferencia porque hace un instante hemos hablado de este tema.

Decíais. Al referiros a la garantía constitucional, que en un país libre, esta ley de excepción debería ser modificada.

Pues bien, supongo entonces que esta ley existe en el Estado que yo gobierno, supongo que ha sido modificada; imagino, por consiguiente, que entes de mi reinado se promulgó una ley que, en materia electoral, permitía entablar querella contra los agentes del gobierno sin la autorización del Consejo de Estado.

La cuestión se suscita bajo mi reinado que, como sabéis, ha introducido profundos cambios en el derecho público. Se pretende entablar juicio ante los tribunales contra un funcionario, a raíz de un problema electoral; el magistrado del ministerio público se pone de pie y dice: El privilegio que invoca no existe más hoy en día; ha dejado de ser compatible con las instituciones actuales. La antigua ley que prescindía de la autorización del Congreso de Estado, en casos de esta naturaleza, ha quedado implícitamente derogada. Los tribunales responden sí o no, y en última instancia el debate es sometido al tribunal de casación para que esta elevada autoridad siente jurisprudencia al respecto: la antigua ley está implícitamente derogada; la autorización del Congreso de Estado es indispensable para entablar querella contra los funcionarios públicos, aun en materia electoral.

He aquí otro ejemplo; lo he tomado de la policía de la prensa y ofrece ciertas características más especiales: tengo entendido que existía en Francia una ley obligada, bajo sanción penal, a todas las personas cuya profesión consistía en distribuir o propagar escritos, a proveerse de una autorización entregada por el funcionario público encargado, en cada provincia, de la administración general. La ley ha procurado reglamentar la divulgación y someterla a una estrecha vigilancia; tal es la finalidad esencial de esta ley; pero el texto de la disposición reza, supongo: "Todo distribuidor o propalador deberá estar provisto de una autorización, etc…"

Pues bien, el tribunal de casación, si se le plantea la cuestión, podrá decir: No es solo el hecho profesional el que la ley contempla; sino todo y cualquier acto de distribución o divulgación. En consecuencia, hasta el autor de una obra o de un escrito que envía uno o varios ejemplares, aunque solo sea a título de homenaje, sin autorización previa, incurre en delito de distribución y divulgación y cae, por lo tanto, bajo el peso de la disposición penal.

Veis seguidamente cuál es el resultado de una interpretación semejante; en lugar de una simple ley de vigilancia, tenéis una ley restrictiva del derecho de publicar vuestras ideas a través de la prensa.

Montesquieu- Solo os faltaba haceros jurista.

Maquiavelo– Es absolutamente necesario. ¿Cómo se derroca a los gobiernos en nuestros días? Por medio de distinciones legales, de sutilezas de derecho constitucional, utilizando contra el poder todos los medios, todas las combinaciones que no están expresamente prohibidas por la ley. Y esos artificios del derecho, que con tanto encarnizamiento los partidos emplean contra el poder ¿no tendrá por ventura el derecho de utilizarlos contra los partidos? Empero sería una lucha desigual, ni siquiera les sería posible la resistencia; tendrían que abdicar.

Montesquieu- Son tantos los escollos que deberéis evitar, que sería un milagro si los previerais todos. Los tribunales no están atados por sus juicios. Con una jurisprudencia como la que se aplicará bajo vuestro reinado, os veo con no pocos procesos a cuestas. Los sometidos a los rigores de la justicia no se cansarán de golpear a las puertas de los tribunales para pedir otras interpretaciones.

Maquiavelo– En los primeros tiempos, es posible; pero cuando cierto número de fallos hayan sentado definitivamente la jurisprudencia, nadie ya osará permitirse lo que ella prohíba, y la fuente misma de los procesos se habrá secado. La opinión pública estará a tal punto apaciguada que se atendrá, respecto del sentido de las leyes, a las adversidades oficiosas de la administración.

Montesquieu- ¿De qué manera, si tenéis a bien explicármelo?

Maquiavelo– En tales o cuales coyunturas dadas, cuando pueda temerse que surja alguna dificultad sobre tal o cual aspecto de la legislación, la administración, en forma de advertencia, declarará que tal o cual acto cae bajo las generales de la ley, que la ley abarca tal o cual caso.

Montesquieu- Mas no son simples declaraciones que en modo alguno comprometen a los tribunales.

Maquiavelo– Sin lugar a dudas, pero no por ello tales declaraciones dejarán de tener considerable autoridad, profunda influencia sobre las decisiones de la justicia, puesto que partirán de una administración tan poderosa como la que yo he organizado. Ejercerán, sobre todo, un inmenso imperio sobre las resoluciones individuales y, en una multitud de casos, por no decir siempre, evitarán procesos enojosos; preferirán abstenerse.

Montesquieu- A medida que avanzamos, observo que vuestro gobierno se torna cada vez más paternalista. Son, las vuestras, costumbres judiciales casi patriarcales. Paréceme, imposible en efecto, que no se os agradezca una solicitud ejercida en tan diversas y tan ingeniosas formas.

Maquiavelo– ¿Veis ahora cómo, a pesar de todo, estáis obligado a reconocer que me encuentro muy lejos de los bárbaros procedimientos de gobierno que parecíais atribuirme al comienzo de esta plática? ¿Os dais cuenta de que en todo esto la violencia no desempeña ningún papel? Tomo mi punto de apoyo donde todos lo toman hoy en día, en el derecho.

Montesquieu- En el derecho del más fuerte.

Maquiavelo– El derecho que se hace obedecer siempre es el derecho del más fuerte; no conozco ninguna excepción a esta regla.

DIALOGO DECIMOQUINTO

Montesquieu- A pesar de que hemos recorrido un vastísimo círculo, a pesar de que ya lo habéis organizado casi todo, no debo ocultaros que os queda aún mucho por hacer para tranquilizarme por completo acerca de la duración de vuestro poder. Lo más asombroso del mundo, es que le hayáis dado por base el sufragio popular, es decir, el elemento por naturaleza más inconsistente que conozco. Entendámonos bien, os lo ruego; ¿me habéis dicho que erais rey?

Maquiavelo– Sí, rey.

Montesquieu- ¿Vitalicio o hereditario?

Maquiavelo– Soy rey, como se es rey en todos los reinos del mundo, rey hereditario con una descendencia llamada a sucederme de varón en varón, por orden de progenitura, con perpetua exclusión de las mujeres.

Montesquieu- No sois galante.

Maquiavelo– Permitid, me inspiro en las tradiciones de la monarquía franco-salia.

Montesquieu- ¿Me explicaréis, supongo, cómo creéis poder hacerla hereditaria, con el sufragio democrático de los Estados Unidos?

Maquiavelo– Sí.

Montesquieu- ¡Cómo! ¿Esperáis, con ese principio, comprometer la voluntad de las generaciones futuras?

Maquiavelo– Sí.

Montesquieu- Lo que desearía saber, en cuanto al presente, es de qué manera saldréis del paso con este sufragio, cuando se trate de aplicarlo para la designación de los funcionarios públicos.

Maquiavelo– ¿Qué funcionarios públicos? Bien sabéis que, en los Estados monárquicos, es el gobierno quien nombra a los funcionarios de todas las jerarquías.

Montesquieu- Depende de qué funcionarios. Los que están a cargo de la administración de los comunas son, en general, elegidos por los habitantes, aun bajo los gobiernos monárquicos.

Maquiavelo– Esto cambiará por medio de una ley; en el futuro serán designados por el gobierno.

Montesquieu- Y los representantes de la nación ¿también los nombráis vos?

Maquiavelo– Bien sabéis que eso no es posible.

Montesquieu- Entonces os compadezco, porque si abandonáis el sufragio a su propia suerte, si no encontráis alguna nueva combinación, la asamblea de los representantes del pueblo, bajo la influencia de los partidos, no tardarán en llenarse de diputados hostiles a vuestro poder.

Maquiavelo– Por la misma razón, ni en sueños dejaría el sufragio librado a sus propios medios.

Montesquieu- Me lo esperaba. Más ¿qué combinación adoptaréis?

Maquiavelo– El primer paso consiste en comprometer con el gobierno a quienes quieren representar al país. Impondré a los candidatos un juramento solemne. No se trata de un juramento prestado a la nación, como lo entendían vuestros revolucionarios del 89; quiero un juramento de fidelidad al príncipe mismo y a su constitución.

Montesquieu- Mas puesto que en política no os arredra violar los vuestros, ¿cómo podéis esperar que ellos se muestren, a este respecto, más escrupulosos que vos mismo?

Maquiavelo– No confío demasiado en la conciencia política de los hombres; confío en el poder de la opinión: nadie osará envilecerse ante ella faltando abiertamente a la fe jurada. Menos se atreverán aún, si tenéis presente que el juramento que impondré precederá a la elección en lugar de seguirla y que, en tales condiciones, nadie que no esté por anticipado dispuesto a servirme, tendrá excusas para acudir en procura del sufragio. Es preciso ahora proporcionar al gobierno los medios para resistir a la influencia de la oposición, para impedir que diezme las filas de quienes quieren defenderlo. En los períodos electorales, los partidos acostumbran a proclamar sus candidatos y a colocarlos frente al gobierno; haré como ellos, tendré candidatos declarados y los colocaré frente a ellos.

Montesquieu- Si no fueseis todopoderoso, el medio sería abominable, pues ofreciendo el combate abiertamente, vos provocáis los golpes.

Maquiavelo– Es mi intención que los agentes del gobierno, desde el primero hasta el último, se consagren a hacer triunfar mis candidatos.

Montesquieu- Es lo natural, la lógica consecuencia.

Maquiavelo– En esta materia, todo cobra singular importancia. "Las leyes que establecen el sufragio son fundamentales; la forma en que se otorga el sufragio es fundamental; la ley que determina la forma de emitir las boletas de sufragio es fundamental." (El Espíritu de las Leyes, libro II y sig., cap. II y sig.)

¿No fuisteis vos quien dijo esto?

Montesquieu- No siempre reconozco mi lenguaje cuando pasa por vuestra boca; me parece que las palabras que citáis se aplicaban al gobierno democrático.

Maquiavelo– Sin duda, pero ya habéis podido observar que mi política esencial consistía en buscar el apoyo del pueblo; que, si bien llevo una corona, mi propósito real y declarado es representar al pueblo. Depositario de todos los poderes que me ha delegado, su verdadero mandatario soy en definitiva yo y solo yo. Quiere lo que yo quiero, hace lo que yo hago. Es indispensable, en consecuencia, que durante los periodos electorales no puedan las facciones hacer valer su influencia en sustitución de aquella de la cual yo soy la personificación armada. Por tal razón, he procurado hallar aún otros medios de paralizar sus esfuerzos. Preciso es que os diga, por ejemplo que la ley que prohíbe las reuniones se aplicará naturalmente a aquellas que pudieran celebrarse con motivo de las elecciones. De esta manera, los partidos no podrán ni ponerse de acuerdo ni entenderse.

Montesquieu- ¿Por qué ponéis siempre por delante a los partidos? So pretexto de imponerles trabas, ¿no es por ventura a los electores mismos a quienes las imponéis? Los partidos, en definitiva, no son más que agrupaciones de electores; y si los electores no pueden esclarecerse por medio de reuniones, de discusiones, ¿cómo podrán votar con conocimiento de causa?

Maquiavelo– Veo que ignoráis con qué arte infinito, con cuánta astucia las pasiones políticas desbaratan las medidas prohibitivas. No os inquietéis por los electores, los que estén animados por buenas intenciones siempre sabrán por quien votar. Además sabré ser tolerante; no solo no prohibiré las reuniones que se celebren en interés de mis candidatos, sino que hasta cerraré los ojos frente a las maniobras de ciertas candidaturas populares que se agitarán estruendosamente en torno a la consigna de la libertad; claro está que, debo decíroslo, quienes más fuerte gritarán serán hombres adictos a mí.

Montesquieu- Y el sufragio mismo, ¿cómo lo reglamentáis?

Maquiavelo– Ante todo, en lo que atañe a las regiones rurales, no deseo que los electores vayan a votar a los centros de aglomeración donde podrán encontrarse en contacto con el espíritu de oposición de los burgos o ciudades y recibir, de este modo la consigna proveniente de la capital; haré que se vote por comunas. El resultado de esta combinación, tan simple en apariencia, será no obstante considerable.

Montesquieu- Fácil es comprenderlo: obligáis a voto campesino a dividirse entre celebridades insignificantes o a volcarse, en ausencia de nombres conocidos, en los candidatos designados por vuestro gobierno. Mucho me sorprendería si, en este sistema, despuntaran muchas capacidades o talentos.

Maquiavelo– Menos necesidad tiene el orden público de talentos que de hombres adictos al gobierno. La capacidad suprema reside en el trono y entre los hombres que lo rodean; en cualquier otra parte es inútil, hasta nociva, diría, porque solo se la utilizará en contra del poder.

Montesquieu- Vuestros aforismos son tajantes como una espada; no encuentro argumentos para oponeros. Reanudad pues, os lo ruego, la descripción de vuestro reglamento electoral.

Maquiavelo– Por las razones que acabo de explicaros, tampoco quiero que haya escrutinio de lista, que falsee la elección, que permita la coalición de hombres y principios. Por lo demás, dividiré los colegios electorales en un determinado de circunscripciones administrativas, en las cuales solo habrá lugar para la elección de un diputado único y donde, por lo tanto, cada elector no podrá inscribir en su papeleta más que un solo nombre.

Es imprescindible, además, tener la posibilidad de neutralizar a la oposición en aquellas circunspecciones donde su influencia se haga sentir en demasía. Supongamos, por ejemplo, que en las elecciones anteriores se haya hecho notar por una mayoría de votos hostiles, o que existan motivos para prever que se pronunciará contra los candidatos del gobierno; nada más fácil de remediar; si dicha circunspección tiene un reducido volumen de población, s la incorpora a una circunspección vecina o alejada, pero mucho más extensa, en la cual sus votos se diluirán, su espíritu político se dispersará. Si, por el contrario, la circunspección hostil tiene una importante densidad de población, se la fracciona en varias partes que se anexan a las circunspecciones vecinas, en las cuales se perderá totalmente.

Prescindo, como comprendéis, de una multiplicidad de aspectos de detalle que no son otra cosa que los accesorios del conjunto. Así, dividido, si es preciso, los colegios en secciones de colegios, para dar más pie, cuando ello sea necesario, a la acción de la administración, y hago presidir los colegios y las secciones de los colegios por los funcionarios municipales cuya designación depende del gobierno.

Montesquieu- Observo, no sin sorpresa, que no aplicáis una medida que sugeríais antaño a León X, y que consiste en hacer sustituir inmediatamente después del comicio, por los encargados de realizar el escrutinio, las papeletas de sufragio.

Maquiavelo– Hoy en día quizá resultará difícil, y creo que este medio no debe utilizarse sino con la mayor prudencia. Por lo demás, ¡un gobierno hábil dispone de tantos otros recursos! Sin comprar directamente el sufragio, es decir, dinero en mano, nada le será más fácil que hacer votar a las poblaciones a su antojo por medio de concesiones administrativas, prometiendo aquí un puerto, allí un mercado, más lejos una carretera, un canal; y a la inversa, no haciendo nada por aquellas ciudades y burgos donde el voto será hostil.

Montesquieu- Nada tengo que reprochar a la profundidad de tales combinaciones; más ¿no teméis que se diga que ora corrompéis, ora oprimís el sufragio popular? ¿No teméis arriesgar vuestro poder en luchas en las que siempre se verá tan directamente comprometido? La mínima superioridad lograda sobre vuestros candidatos significará una clamorosa victoria que pondrá en jaque a vuestro gobierno. Lo que no cesa de inquietarme por vos es que os veo siempre, en todas las cosas, obligado al éxito, so pena de desastre.

Maquiavelo– Es el temor el que habla por vos; tranquilizaos. He llegado tan lejos, tantas cosas he logrado, que no puedo perecer por lo infinitamente pequeño. El grano de arena de Bossuet no está hecho para los políticos auténticos. He avanzado tanto en mi carrera que podría, sin riesgo, desafiar hasta las tempestades; ¿qué pueden, entonces, significar las ínfimas trabas administrativas a que os referís? ¿Creéis que tengo la pretensión de ser perfecto? ¿Ignoro acaso que a mi alrededor se cometerá más de una falta? No, no podré, sin duda, evitar que haya aquí y allá, algún pillaje, algunos escándalos. ¿Acaso eso impedirá que el conjunto de las cosas marche y marche bien? Lo esencial es mucho menos no cometer ninguna falta que sobrellevan la responsabilidad de dicha falta con una actitud enérgica que infunda respeto a los detractores. Aun en el caso de que la oposición lograse introducir en mi Cámara algunos declamadores ¿qué podría importarme? No soy de los que pretenden soslayar las necesidades de su época.

Uno de mis grandes principios es el de poner a los semejantes. Así como combato la prensa por la misma combatiré la tribuna; tendré a mi disposición un número suficiente de hombres diestros en oratoria, capaces de hablar sin detenerse durante varias horas. Lo esencial es tener una mayoría compacta y un presidente digno de confianza. Para dirigir los debates y obtener el voto se requiere un arte muy singular. ¿Acaso necesitaré recurrir a los artificios de la estrategia parlamentaria? De cada veinte miembros de la Cámara, diecinueve serán adictos a mí. Y todos ellos votarán de acuerdo con una consigna; mientras tanto, yo mismo moveré los hilos de una oposición ficticia y clandestinamente sobornada; después de esto, que vengan a pronunciar elocuentes discursos: entrarán por los oídos de mis diputados como entra el viento por el ojo de una cerradura. ¿Queréis que os hable ahora de mi Senado?

Montesquieu- No, sé por Calígula lo que podrá ser.

DIALOGO DECIMOSEXTO

Montesquieu- Uno de los puntos descollantes de vuestra política, es el aniquilamiento de los partidos y la destrucción de las fuerzas colectivas. En ningún momento habéis flaqueado en este programa; no obstante, veo aún a vuestro alrededor cosas que al parecer no habéis tocado. No habéis puesto aún a la mano, por ejemplo, ni sobre el clero, no sobre la universidad, el foro, las milicias nacionales, las corporaciones comerciales; sin embargo, me parece que hay en ellos más de un elemento peligroso.

Maquiavelo– No puedo decíroslo todo al mismo tiempo. Pasemos ahora mismo a las milicias nacionales, aunque ya no tendría porqué ocuparme de ellas; su disolución ha constituido necesariamente uno de los primeros actos de mi poder. La organización de una guardia ciudadana no podrá conciliarse con la existencia de un ejército regular, pues en armas podrían, en un momento dado, transformarse en facciosos. Este punto, empero, no deja de crear ciertas dificultades. La guardia nacional es una institución es una institución inútil, pero tiene un nombre popular. En los Estados militares, haga los instintos pueriles de ciertas clases burguesas, a quienes una fantasía bastante ridícula lleva a conciliar sus hábitos comerciales con el gusto por las demostraciones guerreras. Es un prejuicio inofensivo y sería una falta de tacto el contrariarlo, tanto más por cuanto el príncipe no debe en ningún momento dar la impresión de separar sus intereses de los de la urbe que cree ver una garantía en el armamento de sus habitantes.

Montesquieu- Pero… si disolvéis esa milicia.

Maquiavelo– La disuelvo, sí, para reorganizarla sobre otras bases. Lo esencial es ponerla bajo las órdenes inmediatas de los agentes de la autoridad civil y quitarle la prerrogativa de reclutar a sus jefes por la vía electoral; es lo que hago. Por lo demás, no la organizaré sino en los lugares donde convenga hacerlo, y me reservo el derecho de disolverla nuevamente y de volver a crearla, siempre sobre las mismas bases, si las circunstancias lo exigen. Nada más tengo que decir al respecto. En lo que atañe a la universidad, el actual orden de cosas me resulta casi satisfactorio. No ignoráis, en efecto, que esos altos cuerpos de enseñanza no están más, en nuestros días, organizados como antaño. Me han asegurado que en casi todas partes han perdido su autonomía, que no son más que servicios públicos a cargo del Estado. Ahora bien, os he dicho más de una vez que allí donde se encuentra el Estado, allí está el príncipe; la dirección moral de los establecimientos públicos está en sus manos; son sus agentes los que iluminan el espíritu de la juventud. Al igual que los jefes, los miembros de los cuerpos docentes de las diversas categorías son nombrados por el gobierno, de él dependen y a él están sometidos; con esto basta; si subsisten aquí y allá algunos rastros de organización independiente en alguna escuela pública o academia, cualquiera que sea, es fácil guiarla al centro común de unidad y orientación. Bastará con un reglamento, o hasta una simple resolución ministerial. Paso a vuelo de pájaro sobre detalles que no merecen tener por más tiempo mi atención. No debo, sin embargo, abandonar este tema sin deciros que considero en extremo importante el proscribir, en la enseñanza del derecho, los estudios de política constitucional.

Montesquieu- Tenéis por cierto buenas razones para ello.

Maquiavelo– Mis razones son arto simples: no quiero que, al salir de las escuelas, los jóvenes se ocupen de política a tontas y a locas; que a los dieciocho años les dé por inventar constituciones como se inventan tragedias. Una enseñanza de esta naturaleza solo puede falsear las ideas de la juventud e iniciarla prematuramente en materias que exceden la medida de su entendimiento. Son estas nociones mal digeridas, mal comprendidas, las que preparan falsos estadistas, utopistas cuyas temeridades de su espíritu se traducen más tarde en acciones temerarias.

Es imprescindible que las generaciones que nazcan bajo mi reinado sean educadas en el respeto de las instituciones establecidas, en el amor hacia el príncipe; es por esto que utilizaré con bastante ingenio el poder de dirección que poseo en materia de enseñanza; creo que en general se comete en las escuelas el profundo error de descuidar la historia contemporánea. Es por lo menos tan necesario conocer la época en que uno vive como el siglo de Pericles; quisiera que la historia de mi reinado se enseñase en las escuelas en vida mía. Es así como un príncipe nuevo se adentra en el corazón de una generación.

Montesquieu- Sería, por supuesto, una perpetua apología de todos vuestros actos.

Maquiavelo– Es evidente que no me haría denigrar. El otro medio que emplearía estaría designado a combatir la enseñanza libre, ya que es imposible proscribirla abiertamente. Existe en las universidades legiones de profesores cuyos ratos de ocio, fuera de las clases, pueden ser utilizados para la propagación de las buenas doctrinas. Les haré dictar cursos libres en todas las ciudades importantes, movilizando de este modo la instrucción y la influencia del gobierno.

Montesquieu- En otros términos, absorbéis, confiscáis en vuestro provecho hasta los últimos chispazos de un pensamiento independiente.

Maquiavelo– No confisco absolutamente nada.

Montesquieu- ¿Permitís acaso que otros profesores que no sean los que os son adictos divulguen la ciencia por los mismos medios, sin un permiso previo, sin autorización?

Maquiavelo– ¡Qué pretendéis! ¿qué autorice los cenáculos?

Montesquieu- No; pasad a otro tema, entonces.

Maquiavelo– Entre la multitud de medidas reglamentarias indispensables para el bienestar de mi gobierno, me habéis llamado la atención sobre los problemas del foro; ello equivale a extender la acción de mi mano más allá de lo que por el momento considero necesario; aquí entran en juego intereses civiles, y bien sabéis que en esta materia mi norma de conducta es, en la medida de lo posible, abstenerme. En los Estados en que el foro está constituido en corporación. Los acusados consideran la independencia de esta institución como una garantía indispensable del derecho de defensa ante los tribunales, ya que se trate de cuestiones de honor, de intereses o de la vida misma. Intervenir en este terreno resultaría sumamente grave, pues un grito que sin duda no dejaría de lanzar la corporación en pleno, podría alarmar a la opinión. No ignoro, sin embargo, que este orden constituirá una hoguera de influencias constantemente hostiles a mi poder. Esta profesión, vos lo sabéis mejor que yo. Montesquieu, favorece el desarrollo de caracteres fríos, obstinados en sus principios, de espíritus propensos a perseguir en los actos del poder el elemento de la legalidad absoluta. El jurisconsulto no posee en la misma medida que el magistrado el elevado sentido de las necesidades sociales; ve la ley demasiado de cerca y en sus facetas más mezquinas para tener de ella un sentimiento preciso, en tanto que el magistrado…

Montesquieu- Ahorraos la apología.

Maquiavelo– Sí, pues no olvido que me hallo en presencia de un descendiente de aquellos insignes magistrados que con tanto brillo sostuvieron, en Francia, el trono de la monarquía.

Montesquieu- Y que raras veces se mostraron propensos a registrar edictos, cuando estos violaban la ley del Estado.

Maquiavelo– Así fue como terminaron por derrocar al Estado mismo. No quiero que mis cortes de justicia sean parlamentos y que los abogados, al amparo de la inmunidad de la toga, hagan política en ellas. El hombre más ilustre del siglo, a quien vuestra patria tuvo el honor de dar a luz, decía: "Quiero que se pueda cortarle la lengua a un abogado que hable del gobierno". Las costumbres modernas son más moderadas, yo jamás llegaría a ese extremo. El primer día, y en circunstancias convenientes, me limitaré a tomar una medida muy simple: dictaré un decreto que, aunque respetuoso de la independencia de la corporación, obligará no obstante a los abogados a recibir del soberano la investidura de su profesión. En la exposición de los motivos de mi decreto, no será, confío, demasiado difícil demostrar a los acusados que en esta forma de nombramiento encontrarán una garantía más seria que cuando la corporación se recluta por sí misma, es decir, con elementos necesariamente un tanto confusos.

Montesquieu- ¡Es muy cierto que el lenguaje de la razón puede prestarse para las medidas más abominables! Pero veamos qué pensáis hacer ahora con respecto al clero: una institución que solo en un aspecto depende del Estado y que compete a un poder espiritual cuyo sitial está más allá de vuestro alcance. No conozco, os lo confieso, nada más peligroso para vuestro poder que esa potencia que habla en nombre del cielo y cuyas raíces se hallan dispersas por toda la faz de la tierra: no olvidéis que la prédica cristiana es una prédica de libertad. Las leyes estatales han establecido, no lo dudo, una profunda demarcación entre la autoridad religiosa y la autoridad política; la prédica de los ministros del culto solo se harán oír, no lo dudo, en nombre del Evangelio; sin embargo, el divino espiritualismo que de ella emana constituye, para el materialismo político, el verdadero escollo. Es ese libro tan humilde, tan dulce, el que, por sí solo, ha destruido el Imperio romano, junto con él el cesarismo y su poderío. Las naciones sinceramente cristianas siempre se salvarán del despotismo, porque la fe de Cristo eleva la dignidad del hombre a alturas inalcanzables para el despotismo, porque desarrolla fuerzas morales sobre las que el poder humano no tiene dominio alguno (El Espíritu de las Leyes, capítulo I y sig.). Cuidaos del sacerdote, que no depende sino de Dios y cuya influencia se hace sentir por doquier, en el santuario, en la familia, en la escuela. Sobre él, no tenéis ningún poder: su jerarquía no es la vuestra, obedece a una constitución que no se zanja ni por la ley, ni por la espada. Si reináis en una nación católica y tenéis al clero por enemigo, tarde o temprano pereceréis, aun cuando tuvierais de vuestra parte al pueblo entero.

Maquiavelo– No sé por qué os complacéis en convertir al sacerdote en apóstol de la libertad. Jamás he visto tal cosa, ni en los tiempos antiguos, ni en los modernos; siempre hallé en el sacerdocio un apoyo natural del poder absoluto.

Tened bien presente lo que voy a deciros: si en el interés de mi gobierno he debido hacer concesiones al espíritu democrático de mi época, si he tomado por base de mi poder el sufragio universal, y ello tan solo en virtud de un artificio dictado por los tiempos, ¿no puedo acaso reclamar el beneficio del derecho divino?¿Acaso no soy rey por gracia de Dios? En este carácter, el clero debe, pues, sostenerme, pues mis principios de autoridad son también los suyos. Si a pesar de todo, se mostrase rebelde, si aprovechase de su influencia para llevar una guerra sorda contra mi gobierno…

Montesquieu- ¿Y bien?

Maquiavelo– Vos que habláis de la influencia del clero, ¿ignoráis por ventura hasta qué punto ha sabido hacerse impopular en algunos Estados católicos? En Francia, por ejemplo, el periodismo y la prensa lo han desprestigiado tanto en el espíritu de las masas, han denigrado tanto su misión, que si yo reinase en ese reino ¿sabéis lo que podría hacer?

Montesquieu- ¿Qué?

Maquiavelo– Podría provocar en el seno de la Iglesia un cisma que rompiera todos los vínculos que mantienen al clero unido a la corte de Roma, porque allí está el nudo gordiano. Haría hablar a mi prensa, a mis publicistas, a mis políticos en el siguiente lenguaje: "El cristianismo es independiente del catolicismo; lo que el catolicismo prohíbe, el cristianismo lo permite; la independencia del clero, su sumisión a la corte de Roma, son dogmas puramente católicos; semejante orden de cosas constituye una perpetua amenaza contra la seguridad del Estado. Los fieles del reino no deben tener por jefe espiritual a un príncipe extranjero; esto equivaldría a abandonar el orden interno al albedrío de una potencia que en cualquier momento puede ser hostil; esta jerarquía medieval, esta tutela de los pueblos niños no puede ya conciliarse con el genio viril de la civilización moderna, con sus luces y s independencia. ¿Por qué ir a Roma en busca de un director espiritual? ¿Por qué el jefe de la autoridad política no puede ser al mismo tiempo el jefe de la autoridad religiosa? ¿Por qué el soberano no puede ser pontífice?". Tal el lenguaje que se podría hacer hablar a la prensa, sobre todo la prensa liberal, y es muy probable que la masa del pueblo la escuchase con júbilo.

Montesquieu- Si vos mismo pudierais creerlo y si osarais tentar tamaña empresa, muy pronto aprenderíais, y de una manera sin duda terrible, hasta dónde llega el poderío del catolicismo, aun en aquellas naciones donde parece estar debilitado. (El Espíritu de las Leyes, capítulo XII)

Maquiavelo– ¡Tentarla, Dios misericordioso! Si solo pido perdón, de rodillas, a nuestro divino Maestro, por haber siquiera expuesto esta doctrina sacrílega, inspirada por el odio al catolicismo; sin embargo Dios, que ha instituido el poder humano, no le prohíbe defenderse de las maniobras del clero, que por demás infringe los preceptos del Evangelio cuando peca de insubordinación hacia el príncipe. Bien sé que solo conspirará por medio de una influencia inasible, pero sabré encontrar el medio de detener, aun en el seno de la corte de Roma, la intención que dirige la influencia.

Montesquieu- ¿De qué manera?

Maquiavelo– Me bastará señalar con el dedo a la Santa Sede el estado moral de mi pueblo, tembloroso bajo el yugo de la Iglesia, anhelando romperlo, capaz de desmembrarse a su vez del seno de la unidad católica, de lanzarse al cisma de la Iglesia griega o protestante.

Montesquieu- ¡En lugar de la acción, la amenaza!

Maquiavelo– ¡Cuán equivocado estáis, Montesquieu, y hasta qué punto desconocéis mi espeto por el trono pontificio! El único papel que aspiro a desempeñar, la única misión que me corresponde a mí, soberano católico, sería precisamente la de ser el defensor de la Iglesia. En los tiempos que corren, bien lo sabéis, el poder temporal se halla gravemente amenazado por el odio irreligioso y por la ambición de los países del norte de Italia. Diría, pues, al Santo Padre: Os sostendré contra todos ellos, os salvaré, es mi deber, es mi misión, pero al menos no me ataquéis, sostenedme vos a mí con vuestra influencia moral. ¿Sería acaso demasiado pedir cuando yo mismo arriesgaría mi popularidad al erigirme en defensor del poder temporal, ay, tan desprestigiado hoy en día a los ojos de la llamada democracia europea? Mas este peligro no me arrendrará; no solo pondré en jaque cualquier maquinación, de parte de los Estados vecinos, contra la soberanía de la Santa Sede, sino que si, por desgracia, fuese atacada, si el papa llegase a ser expulsado de los Estados pontificios, como ha acontecido ya, mis solas bayonetas volverán a conducirlo a su sitial en él lo mantendrán por siempre, mientras yo viva.

Montesquieu- Sería, en verdad, un golpe magistral, pues si tuvieseis en Roma una guardia permanente, dispondríais casi de la Santa Sede como si estuviera en una provincia de vuestro reino.

Maquiavelo– ¿Creéis que después de haberle prestado tamaño servicio, el papado se rehusaría a apoyar mi poder, que, llegado el caso, el papa en persona se negaría a venir a consagrarme en mi catedral? ¿Acaso no se han visto en la historia ejemplos semejantes?

Montesquieu- Si, de todo se ve en la historia. Empero, ¿qué haríais si, en lugar de encontrar en el púlpito de San Pedro un Borgia o un Dubois, como al parecer esperáis, tuvieseis que enfrentar un papa que resistiera a vuestras intrigas y desafiara vuestra cólera?

Maquiavelo– Habría, entonces, que tomar una determinación: so pretexto de defender al poder temporal, decidiría su caída.

Montesquieu- ¡Tenéis lo que se dice genio!

DIALOGO DECIMOSÉPTIMO

Montesquieu- Os he dicho que tenéis genio; preciso es que lo tengáis, en verdad, de una determinada especie, para concebir y ejecutar tantas cosas. Comprendo ahora la parábola del Dios Vishnú; como el ídolo indio, tenéis cien brazos, y cada uno de vuestros dedos toca un resorte. Así como todos los tocáis, ¿podríais también verlo todo?

Maquiavelo– Sí, porque convertiré a la policía en una institución tan vasta, que en el corazón de mi reino la mitad de los hombres vigilará a la otra mitad. ¿Me permitís que os dé algunos detalles acerca de la organización de mi policía?

Montesquieu- Hacedlo.

Maquiavelo– Comenzaré por crear un ministerio de policía, que será el más importante de mis ministerios y que centralizará, tanto en lo exterior como en lo interno, los servicios de que dotaré a esta parte de mi administración.

Montesquieu- Pero si hacéis eso, vuestros súbditos se percatarán inmediatamente de que están envueltos en una red espantosa.

Maquiavelo– Si este ministerio desagrada. Lo aboliré y lo llamaré, si os parece, ministerio de Estado. Organizaré asimismo en los otros ministerios servicios equivalentes, que en su mayor parte estarán incorporados, secretamente, a lo que hoy en día llamáis ministerio del interior y ministerio de asuntos extranjeros. Entendéis perfectamente que no me ocupo aquí en lo absoluto de diplomacia, sino únicamente de los medios apropiados para garantizar mi seguridad contra las facciones, tanto en el exterior como en el interior. Pues bien, creedlo, a este respecto, encontraré a la mayor parte de los monarcas poco más o menos en la misma situación que yo, es decir, bien dispuestos a secundar mis intenciones, que consistirán en crear servicios de policía internacional en interés de una seguridad recíproca. Si, como no lo dudo, llegase a alcanzar este resultado, he aquí algunas de las formas que adoptaría mi policía en el exterior: hombres afectos a los placeres y sociables en las cortes extranjeras para mantener un ojo vigilante sobre las intrigas de los príncipes y pretendientes exiliados; revolucionarios proscriptos, algunos de los cuales no desespero de inducir, por dinero a servirme de agentes de transmisión con respecto a las maquinaciones de la demagogia tenebrosa; fundación de periódicos políticos en las grandes capitales, de imprentas y librerías instaladas en las mismas condiciones y secretamente subvencionadas para seguir de cerca, por medio de la prensa, el movimiento de las ideas.

Montesquieu- No más contra las facciones de vuestro reino, sino contra el alma misma de la humanidad terminaréis por conspirar.

Maquiavelo– Bien sabéis que no me aterran demasiado las grandes palabras. Lo que pretendo es que todo político que quiera ir a tramar intrigas al extranjero pueda ser vigilado, señalado periódicamente, hasta su regreso a mi reino, donde será encarcelado y castigado con todo rigor para que no esté en situación de reincidir. Para tener mejor entre mis manos el hilo de las intrigas revolucionarias, sueño con una combinación que será, creo, bastante hábil.

Montesquieu- ¿Cuál, Dios todopoderoso?

Maquiavelo– Quisiera tener un príncipe de mi casa, sentado en las gradas de mi trono, que representase el papel del descontento. Su misión consistiría en fingirse liberal, en detractor de mi gobierno y en aliarse así, para observarlos más de cerca de quienes, en los rangos más elevados de mi reino, pudieran hacer un poco de demagogia. Cabalgando sobre las intrigas interiores y exteriores, el príncipe al cual confiaría esta misión, haría así representar una comedia de enredos a quienes no estuviesen en el secreto de la farsa.

Montesquieu- ¡Qué decís! ¿A un príncipe de vuestra propia casa confiaríais atribuciones que vos mismo calificáis de policiales?

Maquiavelo– ¿Y por qué no? Conozco príncipes reinantes que, en el exilio, han pertenecido a la policía secreta de ciertos gabinetes.

Montesquieu- Si continúo escuchándoos. Maquiavelo, es para tener la última palabra de esta horrorosa apuesta.

Maquiavelo– No os indignéis, señor de Montesquieu; en el Espíritu de las Leyes me habéis llamado gran hombre. (El Espíritu de las Leyes, libro VI, cap. V)

Montesquieu- Me lo hacéis pagar caro; es para mi castigo que os escucho. Pasad a lo más rápido que podáis sobre tantos y tan siniestros detalles.

Maquiavelo– En el interior, estoy obligado a restablecer el gabinete negro.

Montesquieu- Restablecedlo.

Maquiavelo– Lo tuvieron vuestros mejores reyes. Es preciso evitar que el secreto de las cartas pueda servir para amparar conspiraciones.

Montesquieu- Son ellas las que os hacen temblar, lo comprendo.

Maquiavelo– Os equivocáis, porque habrá conspiraciones bajo mi reinado; es imprescindible que las haya.

Montesquieu- ¿Qué queréis decir? ¡También esto!

Maquiavelo– Habrá tal vez conspiraciones verdaderas, no respondo de ello; pero habrá ciertamente conspiraciones simuladas. En determinadas circunstancias, pueden ser un excelente recurso para estimular la simpatía del pueblo a favor del príncipe, cuando su popularidad decrece. Intimidando el espíritu público se obtienen, si es preciso, por ese medio, las medidas de rigor que se requieren, o se mantienen las que existen. Las falsas conspiraciones, a las cuales, por supuesto, solo se debe recurrir con extrema mesura, tienen también otra ventaja: son ellas las que permiten descubrir las conspiraciones reales, al dar lugar a pesquisas que conducen a buscar por doquier el rastro de lo que se sospecha.

Nada es más precioso que la vida del soberano: es necesario entonces que se la rodee de un sinnúmero de garantías, es decir, de un sinnúmero de agentes, pero al mismo tiempo es necesario que esta milicia secreta esté hábilmente disimulada para que no se piense que el soberano tiene miedo cuando se muestra en público. Me han dicho que en Europa las precauciones en este sentido han alcanzado tal grado de perfeccionamiento que un príncipe que sale a las calles puede parecer un simple particular que se pasea, sin guardia, en medio de la multitud, cuando en verdad está rodeado por dos o tres mil protectores.

Es mi propósito, por lo demás, que mi policía se encuentre diseminada en todas las filas de la sociedad. No habrá conciliábulo, comité, salón, hogar íntimo donde no se encuentre un oído pronto a recoger lo que se dice en todo lugar, a toda hora. Para quienes han manejado el poder es, ay, un fenómeno asombroso la facilidad con la cual los hombres se convierten en delatores los unos de los otros. Más asombrosa aún es la facultad de observación y de análisis que se desarrolla en aquellos que toman por profesión la vigilancia política; no tenéis ni la más remota idea de sus artimañas, sus disimulos y sus instintos, de la pasión que ponen en sus indagaciones, de su paciencia, de su impenetrabilidad; hay hombres de todas las categorías sociales que ejercen este oficio, ¿cómo podría decirlo? Por una especie de amor al arte.

Montesquieu- ¡Ah!, ¡corred el telón!

Maquiavelo– Sí, porque allá, en los bajos fondos del terror, existen secretos atroces para la mirada. Os eximo de cosas más espantosas que las que habéis oído. Con el sistema que organizaré, estaré informado tan completamente, que hasta podré tolerar maquinaciones culpables, pues tendré en cada minuto del día el poder de paralizarlas.

Montesquieu- ¿Tolerarlas? ¿Y por qué?

Maquiavelo– Porque en los Estados europeos el monarca absoluto no debe hacer un uso indiscreto de la fuerza; porque siempre existen, en el fondo de la sociedad, actividades subterráneas contra las cuales nada puede hacerse mientras no se manifiestan; porque es indispensable evitar con sumo cuidado alarmar a la opinión pública respecto de la del poder; porque los partidos, cuando se ven reducidos a la impotencia se contentan con murmuraciones y sarcasmos, y pretender desarmar aun su malhumor constituiría una locura. Aquí y allá, en los periódicos y en los libros, se harán oír sus quejas, intentarán alusiones contra el gobierno en algunos discursos, en ciertos alegatos; darán, con pretextos diversos algunas débiles señales de existencia; todo ello, os lo juro, muy tímidamente, y el público, si es que se entera, no podrá menos que reírse. Pensarán que soy muy bondadoso por tolerar semejante situación; sí, por bonachón; veis ahora por qué razón estoy dispuesto a tolerar todo aquello que, por supuesto, considere no entraña peligro alguno; no quiero que nadie pueda siquiera decir que mi gobierno es receloso.

Montesquieu- Vuestras palabras me recuerdan que habéis dejado una laguna, y una laguna harto grave, en vuestros decretos.

Maquiavelo– ¿Cuál?

Montesquieu- No habéis tocado la libertad individual.

Maquiavelo– No la tocaré.

Montesquieu- ¿Lo creéis así? Si os habéis reservado la facultad de tolerar, os reserváis fundamentalmente el derecho de impedir todo aquello que os parezca peligroso. Si el interés del Estado, o hasta un celo un tanto acuciante, exigen que un hombre sea arrestado, en el preciso instante, en vuestro reino, ¿cómo se podría hacer si la legislación prevé una ley de haebas corpus; si el arresto individual está precedido por ciertas formalidades, por determinadas garantías? Mientras se cumple el procedimiento, el tiempo pasa.

Maquiavelo– Permitidme; si respeto la libertad individual, no me privo a este respecto de proceder a ciertas modificaciones útiles dentro de la organización judicial.

Montesquieu- Lo sabía.

Maquiavelo– ¡Oh!, no cantéis victoria, será la cosa más sencilla del mundo

¿Quién, en vuestros Estados parlamentarios, estatuye en general acerca de la libertad individual?

Montesquieu- Un consejo de magistrados cuyo número e independencia constituyen la garantía de los enjuiciados.

Maquiavelo– Una organización viciosa, sin duda alguna. ¿Cómo queréis que con la lentitud que caracteriza a las deliberaciones de un consejo, pueda la justicia proceder con la rapidez necesaria a capturar a los malhechores?

Montesquieu- ¿Qué malhechores?

Maquiavelo– Hablo de las personas que cometen asesinatos, robos, crímenes y delitos que competen a los fueros del derecho común. Es imprescindible proporcionar a esta jurisdicción la unidad de acción que le es necesaria; reemplazo vuestro consejo por un magistrado único, encargado de estatuir respecto de la detención de los malhechores.

Montesquieu- Más en este caso no se trata de malhechores; con la ayuda de esta disposición, amenazáis la libertad de todos los ciudadanos; estableced al menos una discriminación en cuanto a la denominación del delito.

Maquiavelo– Eso es justamente lo que no quiero hacer. ¿Acaso el que intenta una acción contra el gobierno no es tan culpable o más que el que comete un crimen o un delito ordinario? La pasión o la miseria atenúan muchas faltas; ¿qué obliga en cambio a la gente a ocuparse de política? Por ello no quiero que haya más discriminación entre los delitos de derecho común y los políticos. ¿Dónde, queréis decirme, tienen la cabeza los Estados modernos, al elevar para sus detractores especies de tribunas criminales? En mi reino, el periodista insolente será confundido, en las prisiones, con el simple ladrón, y comparecerá, junto a él, ante la jurisdicción correccional. El conspirador se sentará ante el jurado criminal, junto al falsificador, con el asesino. Se trata, observadlo, de una excelente modificación legislativa, porque la opinión pública, viendo tratar al conspirador al igual que al malhechor ordinario, terminará por confundirlos a ambos en un mismo desprecio.

Montesquieu- Socaváis las bases mismas del sentido moral; mas ¿qué os importa? Lo que me asombra, es que conservéis un jurado criminal.

Maquiavelo– En los Estados centralizados como el mío, son los funcionarios públicos quienes designan a los miembros del jurado. En materia de simple delito político, mi ministro de justicia podrá en todo momento, cuando sea preciso, integrar la cámara de los jueces llamados a conocer en la causa.

Montesquieu- Vuestra legislación interior es irreprochable; es tiempo de pasar a otros temas.

TERCERA PARTE

DIALOGO DECIMOCTAVO

Montesquieu- Hasta ahora habéis ocupado únicamente de las formas de vuestro gobierno y de las leyes de rigor necesarias para mantenerlo. Es mucho, sin duda; pero no es nada todavía. Os queda por resolver el más difícil de todos los problemas, para un soberano que pretende asumir el poder absoluto en un Estado europeo, formado de las tradiciones representativas.

Maquiavelo– ¿Cuál es ese problema?

Montesquieu- El de vuestras finanzas.

Maquiavelo– Este problema no ha sido en modo alguno ajeno a mis preocupaciones, pues recuerdo haberos dicho que, en definitiva todo se resolvería mediante una simple cuestión de cifras.

Montesquieu- De acuerdo; sin embargo, lo que en este caso se os resistirá es la naturaleza misma de las cosas.

Maquiavelo– Os confieso que me inquietáis, porque provengo de un siglo de barbarie en materia de economía política y es muy poco lo que entiendo de estas cuestiones.

Montesquieu- Me alegro por vos. Permitidme, no obstante, formularos una pregunta. Recuerdo haber escrito, en El Espíritu de las Leyes, que el monarca absoluto se veía obligado en virtud del principio de su gobierno, a imponer tan solo menguados tributos a sus súbditos (El Espíritu de las Leyes, libro XIII, cap. X) ¿Daréis la menos a los vuestros esta satisfacción?

Maquiavelo– No me comprometo a ello; en verdad, no conozco nada más controvertible que la proposición que habéis sugerido. ¿Cómo queréis que el aparato del poder monárquico, el resplandor y la representación de una gran corte, puedan subsistir sin imponer a la nación duros sacrificios? Vuestra tesis puede ser válida para Turquía, para Persia, ¡qué se y! Para pequeños pueblos sin industrias, que no dispondrían por otra parte de medios para pagar el impuesto; pero en las sociedades europeas, donde la riqueza fluye a raudales de las fuentes de trabajo y se presta a tantas y tan variadas formas del impuestos; donde el lujo es un instrumento de gobierno, donde el mantenimiento y las erogaciones de los diversos servicios públicos se encuentran centralizados en las manos del Estado, donde todos los altos cargos, todas las dignidades son remunerados a manos llenas, ¿cómo queréis, una vez más, que, siendo uno dueño y soberano, se limite a imponer módicos tributos?

Montesquieu- Es muy justo y os entrego mi tesis, cuyo verdadero sentido por demás, se os ha escapado. Entonces, vuestro gobierno costará caro; más caro, es evidente, que un gobierno representativo.

Maquiavelo– Es posible.

Montesquieu- Sí, peso es ahora cuando comienzan las dificultades. Sé en qué forma los gobiernos representativos subvienen sus necesidades financieras, mas no tengo ninguna idea acerca de los medios de subsistencia de un poder absoluto en las sociedades modernas, si interrogo el pasado, percibo muy claramente que no puede sobrevivir sino en las condiciones siguientes: es indispensable, en primer término, que el monarca absoluto sea un jefe militar; lo admitís sin duda.

Maquiavelo– Lo admito.

Montesquieu- Es preciso, además, que sea conquistador, pues es la guerra la que debe proporcionarle los principales recursos que le son necesarios para mantener su fasto y sus ejércitos. Si los pidiera al impuesto, abrumaría a sus súbditos. Veis, pues que si el monarca absoluto debe moderar los tributos no es porque sus gastos sean menores sino porque la ley de su supervivencia depende de otros factores. Ahora bien, en nuestros días, la guerra ya no reporta beneficios a quienes la practican: arruinan a los vencedores al igual que a los vencidos. Ya lo veis, una fuente de ingresos que se os escapa de las manos.

Quedan los impuestos, pero, por supuesto, el príncipe absoluto debe prescindir del consentimiento de sus súbditos. En los Estados despóticos, una ficción legal permite imponer los tributos en forma discrecional: de derecho, se considera al soberano dueño de todos los bienes de sus súbditos. Por lo tanto cuando les confisca alguna cosa, no hace nada más que restituirse lo que le pertenece. De esta manera, no hay resistencia posible.

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