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Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu (página 3)


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Montesquieu- Mis conocimientos sobre los diversos Estados europeos llegan hasta los últimos días del año 1847. Ni los azares de mi errante andar a través de estos espacios infinitos ni la multitud de almas que aquí moran me han proporcionado encuentro con ser alguno que me informara sobre lo acontecido más delante de la fecha que acabo de indicaros. Luego de mi descenso a la mansión de las tinieblas, transité aproximadamente medio siglo entre los pueblos del mundo antiguo y apenas ha transcurrido un cuarto de siglo desde mi encuentro con las legiones de los pueblos modernos: más aún, tengo que decir que la mayoría de ellos llegaban aquí desde los confines más remotos de la tierra. Ni siquiera sé a ciencia cierta el año terrestre en que nos hallamos.

Maquiavelo- Aquí pues, los últimos son los primeros, oh Montesquieu. Los conocimientos sobre la historia de los tiempos modernos del estadista medieval, del político de la edad de la barbarie, son mayores que los del filósofo del siglo XVIII. Los pueblos se hallan en el año de 1864.

Montesquieu- Os ruego entonces encarecidamente, Maquiavelo: hacedme saber qué aconteció en Europa después del año 1847.

Maquiavelo- No antes, si me lo permitís, de que me haya proporcionado el placer de llevar la derrota al seno de vuestras teorías.

Montesquieu- Como gustéis; mas creedlo, no experimento al respecto inquietud alguna. Siglos se necesitan para modificar los principios y formas de gobierno en que los pueblos se han habituado a vivir. Imposible que en los quince años transcurridos haya tenido éxito ninguna nueva escuela política. Y en cualquier caso, de no ser así, el triunfo no sería jamás el de las doctrinas de Maquiavelo.

Maquiavelo- Ese es vuestro pensamiento: escuchad entonces.

DIALOGO CUARTO

Maquiavelo- Mientras escuchaba vuestras teorías sobre la división de poderes y sobre los beneficios proporcionados por la misma a los pueblos, no podía dejar de asombrarme, Montesquieu, viendo hasta qué punto se adueña de los más grandes espíritus la ilusión de los sistemas.

Cautivado por las instituciones inglesas, creéis en la posibilidad de convertir al régimen constitucional en la panacea universal de los Estados, pero sin tomar en cuenta el irresistible movimiento que hoy arranca a las sociedades de sus tradiciones de la víspera. No habrán de transcurrir dos siglos antes de que esta forma de gobierno, por vos admirada, solo sea en Europa una reminiscencia histórica, algo tan anticuado y caduco como la regla aristotélica de las tres unidades.

Permitid que ante todo examine en sí misma la mecánica de vuestra política: tres poderes en equilibrio, cada uno en su compartimiento; uno dicta las leyes, otro las aplica, el tercero debe ejecutarlas. El príncipe reina y los ministros gobiernan. ¡Báscula constitucional maravillosa! Todo la habéis previsto, todo ordenado, salvo el movimiento: el triunfo de un sistema semejante anularía la acción; si el mecanismo funcionara con precisión, sobrevendría la inmovilidad; pero en verdad las cosas no ocurren de esa manera. En cualquier momento, la rotura de uno de los resortes, tan cuidadosamente fraguados por vos, provocaría el movimiento. ¿Creéis por ventura que los poderes se mantendrán por largo tiempo dentro de los límites constitucionales que le habéis asignado, que no los traspasarán? ¿Es concebible una legislatura independiente que no aspire a la soberanía? ¿O una magistratura que no se doblegue al capricho de la opinión pública? Y sobre todo ¿qué príncipe, soberano de un reino o mandatario de una república, aceptará sin reservas el papel pasivo a que lo habéis condenado: quién, en su fuero íntimo, no abrigará el secreto deseo de derrocar los poderes rivales que trabajan en acción? En realidad, habréis puesto en pugna todas las fuerzas antagónicas, suscitando todas las venturas, proporcionando armas a los diferentes partidos; dejáis librado el poder al asalto de cualquier ambición y convertís el Estado en campo de lucha de las facciones. En poco tiempo el desorden reinará por doquier; inagotables retóricos convertirán las asambleas deliberativas en torneos oratorios; periodistas audaces y desenfrenados libelistas atacarán diariamente al soberano en persona, desacreditarán al gobierno, a los ministros y a los altos funcionarios…

Montesquieu- Conozco desde hace mucho tiempo las críticas que se hacen a los gobiernos libres. No tienen a mis ojos valor alguno: no podemos condenar a las instituciones por los abusos cometidos. Sé de muchos Estados que viven pacíficamente con tales leyes: compadezco a quienes no pueden vivir en ellos.

Maquiavelo- Un momento. En vuestros cálculos, solo cuentan las minorías sociales. Sin embargo, también existen poblaciones gigantescas sometidas al trabajo por la pobreza como antaño por la esclavitud. Para el bienestar de estas, os pregunto ¿qué aportan vuestras ficciones parlamentarias? La consecuencia de vuestro gran movimiento político es en definitiva el triunfo de una minoría privilegiada por la suerte como la antigua nobleza lo era por nacimiento. ¿Qué le importa al proletariado, inclinado sobre su trabajo, abrumado por el peso de su destino, que algunos oradores tengan el derecho de hablar y algunos periodistas el de escribir? Habéis creado derechos que, para la masa popular, incapacitada como está de utilizarlos, permanecerán eternamente en el estado de meras facultades. Tales derechos, cuyo goce ideal la ley les reconoce, y cuyo ejercicio real les niega la necesidad, no son para ellos otra cosa que una amarga ironía del destino. Os digo que un día el pueblo comenzará a odiarlos y él mismo se encargará de destruirlos, para entregarse al despotismo.

Montesquieu- ¡Cuánto desprecio siente Maquiavelo por la humanidad y qué idea de la bajeza de los pueblos modernos! ¡Poderoso Dios, no me es dado creer que loas hayas creado tan viles! Diga lo que diga, Maquiavelo desconoce los principios y condiciones de existencia de la actual civilización. Al igual que la ley divina, el trabajo es hoy la ley común, y lejos de ser estigma de servidumbre entre los hombres, es el vínculo que los reúne y el instrumento de su igualdad.

Nada de ilusorio tienen para el pueblo los derechos políticos en los Estados donde la ley no reconoce privilegio alguno y todas las carreras están abiertas a la actividad individual. Es indudable que – y en ninguna sociedad podría ocurrir de otra manera – la desigualdad de las inteligencias y la riqueza entrañe para los individuos una inevitable desigualdad en el ejercicio de los derechos. ¿No basta, con que esos derechos existan para que el filósofo esclarecido se sienta satisfecho y la emancipación de los hombres esté asegurada en la medida que puede serlo? Aun para aquellos a quien el destino hizo nacer en las condiciones más humildes ¿acaso no significa nada el vivir con el sentimiento de independencia y dignidad ciudadanas? Pero este es solo un aspecto del asunto; pues si la grandeza moral de los pueblos se halla vinculada a la libertad, no dejan de estar menos estrechamente ligados a ella por sus intereses materiales.

Maquiavelo- Aquí os esperaba. La escuela a la que pertenecéis ha sentado principios, sin advertir al perecer cuáles son sus últimas consecuencias: pensáis que conducen al reinado de la razón; os demostraré que llevan al reinado de la fuerza. Vuestro sistema político, tomado en su pureza original, consiste en dar igual participación activa casi igual a los diferentes grupos de fuerzas que componen la sociedad; no deseáis que el estamento aristocrático prive sobre el democrático. No obstante, la idiosincrasia de vuestras instituciones tiende a dar mayor fuerza a la aristocracia que al pueblo, mayor poderío al príncipe que a la aristocracia, concediendo de esa manera los poderes a la capacidad política de quienes deben ejercerlos.

Montesquieu- Es verdad.

Maquiavelo- Hacéis que las diferentes clases sociales participen de las funciones públicas de acuerdo con el grado de sus aptitudes y conocimientos, emancipáis a la burguesía a través del voto; sujetáis al pueblo por la razón. Las libertades populares crean la pujanza de la opinión, la aristocracia proporciona el prestigio de los modales señoriales, el trono proyecta sobre la nación el resplandor de la jerarquía suprema; conserváis todas las tradiciones, el recuerdo de todas las grandezas, el culto de toda magnificencia. En la superficie, se percibe una sociedad monárquica, pero en el fondo todo es democracia, pues en realidad no existen barreras entre las clases y el trabajo es el instrumento de todas las fortunas. ¿No es algo parecido a esto?

Montesquieu- Así es. Maquiavelo; sabéis al menos comprender las opiniones que compartís.

Maquiavelo- Pues bien, todas esas bellas cosas han dejado de ser o se disiparán como un sueño; pues habéis creado un nuevo principio capaz de descomponer las diversas instituciones con la rapidez del rayo.

Montesquieu- ¿Y cuál es ese principio?

Maquiavelo- El de la soberanía popular. Antes, no lo dudéis, se llegará a la cuadratura del círculo que a descubrir la manera de conciliar el equilibrio de los poderes con la existencia de semejante principio en las naciones que lo admitan. Por inevitable consecuencia, un día cualquiera el pueblo se adueñará de todos los poderes, dado el reconocimiento de que la soberanía reside en él. ¿Lo hará para conservarlos? No; al cabo de algunos días de locura, los abandonará en manos del primer soldado aventurero que encuentre en su camino. Pensad en el tratamiento que, en vuestro país, los corta-cabezas franceses aplicaron, en 1793, a la monarquía representativa: el pueblo soberano se afirmó mediante el suplicio de su rey; luego, echando en saco roto sus derechos, se entregó a Robespierre, a Barras, a Bonaparte.

Sois un gran pensador, pero desconocéis la inagotable cobardía de los pueblos; no me refiero a los de mi época, sino a los de la vuestra: rastreros ante la fuerza, despiadados con el débil, incapaces de sobrellevar las dificultades de un régimen libre, pacientes hasta el martirio para con todas las violencias del despotismo audaz, destrozando los tronos en los momentos de cólera y perdonando excesos a los amos que ellos mismos se dan y por el más insignificante de los cuales habrían decapitado a veinte reyes.

Buscad la justicia; buscad el derecho, la estabilidad, el orden, el respeto a esas complicadas formas de vuestro mecanismo parlamentario en esas masas violentas, indisciplinadas e incultas a las cuales habéis dicho; ¡vosotras sois el derecho, los amos, los árbitros del Estado! Bien sé que el prudente de Montesquieu, el político circunspecto, que enunciaba principios callando las consecuencias, no estableció en El espíritu de las Leyes el dogma de la soberanía popular; pero, como afirmabais antes, las consecuencias se desprenden por sí mismas de los principios asentados. Existe una marcada afinidad entre vuestras doctrinas y lsa del Contrato Social; de modo que, desde el día en que los revolucionarios franceses, jurando in verba magistri, declararon que "una constitución solo puede ser libre resultado de una convención entre los asociados", el gobierno monárquico y parlamentario fue condenado a muerte en vuestra patria. Vanos fueron los intentos por restaurar los principios, en vano el rey Luis XVIII, al volver a Francia, trató de que el poder volviera a su fuente, promulgando las declaraciones del 89 como si procedieran de una concesión de la realeza; esta piadosa ficción de la monarquía aristocrática se hallaba en flagrante contradicción con el pasado y debía disiparse al fragor de la revolución de 1830, a su vez…

Montesquieu- Terminad.

Maquiavelo- No nos anticipemos. Lo que como yo conocéis del pasado me autoriza a decir desde ahora que la soberanía popular es destructiva de cualquier estabilidad y consagra para siempre el derecho a la revolución. Coloca a las sociedades en guerra abierta contra cualquier poder y hasta con Dios; es la encarnación de una bestia feroz, que solo ha de adormecerse cuando está ahíta de sangre; entonces se la encadena. He aquí el camino que invariablemente siguen las sociedades regidas por esos principios: la soberanía popular engendra la demagogia, la demagogia da nacimiento a la anarquía, la anarquía conduce al despotismo, y el despotismo, según vos, es la barbarie. Pues bien, ved cómo los pueblos retornan a la barbarie por el camino de la civilización.

Pero esto no es todo; entiendo que asimismo desde otros puntos de vista el despotismo es la única forma de gobierno realmente adecuada al estado social de los pueblos modernos. Habéis dicho que sus intereses materiales los vinculan a la libertad, y con ello entráis maravillosamente en mi juego. En general, ¿cuáles son los estados para los que la libertad es necesaria? Aquellos cuya razón de vida la constituyen los sentimientos excelsos, las grandes pasiones, el heroísmo, la fe y hasta el honor, como en vuestro tiempo decíais al hablar de la monarquía francesa. El estoicismo puede hacer libre a un pueblo; también el cristianismo, en determinadas circunstancias, podría reclamar igual privilegio. Comprendo la necesidad de libertades en Atenas o en Roma, en naciones que vivían de la gloria de las armas, donde la guerra satisfacía todas las expansiones; por lo demás, para triunfar sobre sus enemigos, les eran indispensables todas las energías que proporcionan el patriotismo y el entusiasmo cívico.

Las libertades públicas fueron patrimonio natural de los Estados en que los trabajos serviles e industriales de dejaban a los esclavos, donde el hombre era inútil si no era ciudadano. Hasta concibo la libertad en algunas épocas de la era cristiana, particularmente en ciertos pequeños Estados, como los italianos y alemanes, agrupados en confederaciones análogas a las repúblicas helénicas. En ello encuentro en parte las causas naturales que hacían necesaria la libertad. Era algo casi inofensivo en esas épocas en que el principio de autoridad no se cuestionaba, la religión imperaba en forma absoluta sobre los espíritus, donde el pueblo, bajo el régimen tutelar de las corporaciones, era mansamente conducido de la mano por sus pastores. Si su emancipación política se hubiera realizado entonces, quizá no hubiese sido peligrosa, pues se habría cumplido conforme a los principios sobre los que descansa la existencia de todas las sociedades. Pero, en vuestros grandes Estados, que solo viven para la industria, con vuestras poblaciones sin Dios y sin fe, en una época en que los pueblos ya no hallan satisfacción en la guerra, y cuya violencia se vuelve necesariamente hacia lo interior, la libertad y los principios que la fundamentan solo pueden ser causa de disipación y ruina. Agrego que tampoco es imprescindible para las necesidades morales del individuo como no lo es para los Estados.

Del hartazgo de las ideas y de los encontronazos revolucionarios han surgido sociedades frías y desengañadas indiferentes en política y en religión, cuyo solo estímulo son los goces materiales, que no viven más que por interés, cuyo único culto es el del oro, y cuyos hábitos mercantiles rivalizan con los de los judíos, que han tomado por modelo. ¿Creéis, por ventura, que es el amor a la libertad en sí misma el que induce a las clases inferiores a tomar por la fuerza el poder? Es el odio a los poderosos; es, en el fondo, para arrebatarles sus riquezas, el instrumento de sus placeres que les causa envidia.

Por su parte, los poderosos imploran a su alrededor un brazo enérgico, un poder fuerte, al que solo una cosa piden: que proteja al Estado de las agitaciones, cuyos desbordes su frágil constitución no podrá resistir; y que a ellos mismos les proporcione la seguridad indispensable para realizar sus negocios y gozar sus placeres. ¿Qué forma de gobierno creéis posible en una sociedad donde la corrupción se ha infiltrado por doquier, donde la riqueza se adquiere por las sorpresas del fraude, donde únicamente las leyes represivas pueden garantizar la moral y el mismo sentimiento patriótico se ha disuelto en no sé qué cosmopolitismo universal?

No veo otra salvación para esas sociedades, verdaderos colosos con pies de arcilla, que una centralización a ultranza, que coloque en manos de los gobernantes la totalidad de la fuerza pública; en una administración jerarquizada semejante a la del Imperio romano, que regule en forma mecánica todos los movimientos de los individuos; en un vasto sistema legislativo que retenga una a una todas las libertades concedidas con tanta imprudencia; en suma, un despotismo gigantesco con poder de aplastar al instante y en todo momento cualquier resistencia, toda expresión de descontento. El cesarismo del Bajo Imperio me parece la forma adecuada para el bienestar de las sociedades modernas. Gracias a los grandes aparatos que, según me han dicho, ya funcionan más de un país europeo, estas podrían en paz, como se vive en el Japón, la China o la India. No debemos menospreciar por un vulgar prejuicio a esas civilizaciones orientales, cuyas instituciones cada día aprendemos a valorar mejor. El pueblo chino, por ejemplo es muy industrioso y está muy bien gobernado.

DIALOGO QUINTO

Montesquieu- Vacilo en contestaros, Maquiavelo, pues en vuestras últimas palabras recibo un no sé qué de ironía satánica que me induce a sospechar la falta de un completo acuerdo entre vuestra prédica y vuestro íntimo pensar. Sí; existe en vos esa funesta elocuencia que nos extravía de la verdad y realmente sois el tétrico genio, cuyo nombre aún causa espanto en las actuales generaciones. Admito empero de buena gana que mucho perdería al callar en presencia de un espíritu tan poderoso como el vuestro; deseo escucharos hasta el fin y asimismo explicar, aunque pocas esperanzas abrigo desde ahora de persuadiros. Acabáis de hacer una pintura verdaderamente siniestra de la sociedad moderna; ignoro si fiel, mas en todo caso incompleta, porque en cualquier cosa el bien existe junto al mal, y en vuestra exposición únicamente aparece el mal; tampoco me habéis proporcionado los medios de verificar hasta qué punto estáis en lo cierto, pues desconozco de qué pueblos o Estados hablabais al hacer tan negro cuadro de las costumbres contemporáneas.

Maquiavelo- Pues bien, supongamos que he tomado como ejemplo a la nación europea con el más alto grado de civilización y a la que menos, me apresuro a decirlo, podría corresponder la imagen que acabo de pintar…

Montesquieu- ¿Os referís a Francia?

Maquiavelo- Si

Montesquieu- Tenéis razón; es en Francia donde menos han penetrado las oscuras doctrinas del materialismo. Sigue siendo la cuna de las grandes ideas y pasiones, cuyas fuentes, según vos, están cegadas, y de ella partieron los grandes principios del derecho público, a los que no asignáis lugar alguno en el gobierno de los Estados.

Maquiavelo- Y podríais agregar que es el tradicional campo de experimentación de las teorías políticas.

Montesquieu- Desconozco que haya prosperado de manera durable experiencia alguna encaminada a establecer el despotismo en una nación contemporánea, y en Francia menos que en ninguna; y por ello encuentro poco acordes con la realidad vuestras teorías sobre la necesidad del poder absoluto. Hasta el momento, solo sé de dos Estados europeos privados por completo de las instituciones liberales que, en todas partes, han ido modificando el elemento monárquico puro: Turquía y Rusia; pero si observáis de cerca los movimientos interiores que se están operando en el seno de esta última potencia, quizás encontrarais los síntomas de una próxima transformación. Por cierto, vos anunciáis que, en un porvenir más o menos cercano, los pueblos, amenazados por una inevitable disolución, volverán al despotismo como áncora de salvación; que han de constituirse bajo la forma de monarquías absolutas, parecidas a las de Asia. No es más que una predicción, ¿cuánto tiempo tardará en cumplirse?

Maquiavelo- Menos de un siglo

Montesquieu- Sois adivino; un siglo es siempre un siglo; permitid, empero, que os diga que vuestras predicciones no se realizarán. No debemos contemplar las sociedades modernas con los ojos del pasado. Costumbres, usos, necesidades, todo ha variado. No es conveniente entonces confiar sin reservas en las inducciones de la analogía histórica, cuando se trata de apreciar el destino que a esas sociedades les está deparado. Sobre todo, es preciso cuidarse de considerar leyes universales hechos que son simples accidentes y de convertir en normas generales las necesidades de una situación dada o de una época determinada. ¿Debemos acaso inferir que el despotismo es la norma de gobierno, por el hecho de que en múltiples ocasiones históricas ha sobrevenido como consecuencia de las perturbaciones sociales? De que en el pasado pudo servir de transición, ¿he de concluir que es apto para resolver la crisis de los tiempos modernos? ¿No es más lógico afirmar que a nuevos males nuevos remedios, a nuevos problemas nuevas soluciones, a nuevos hábitos sociales nuevas costumbres políticas? Propender al perfeccionamiento, al progreso, es ley invariable de las sociedades; las ha condenado a ello, por decirlo así, la eterna sabiduría; es ella la que niega la posibilidad de desandar el camino. Están obligadas a alcanzar este progreso.

Maquiavelo- O a perecer.

Montesquieu- No vallamos a los extremos. Jamás se ha visto que las sociedades mueran al nacer. Una vez constituidas de acuerdo con la modalidad que les corresponde, puede ocurrir que, al corromperse sus instituciones, se debiliten y mueran; pero ya habrían vivido por varios siglos. Así es como los diversos pueblos de Europa han pasado, a través de sucesivas transformaciones, del sistema feudal al sistema monárquico, y del sistema monárquico puro al régimen constitucional. Este desarrollo progresivo, de tan importante unidad, nada tiene de fortuito; se ha producido como la consecuencia necesaria del movimiento que se ha operado en las ideas antes de traducirse en los hechos.

Las sociedades no pueden tener otras formas de gobierno que las que corresponden a sus principios, y es esta la ley absoluta la que contradecís cuando consideráis al despotismo compatible con la civilización moderna. Mientras los pueblos han contemplado la soberanía como una pura emanación de la voluntad divina, se han sometido sin un murmullo al poder absoluto; mientras sus instituciones han resultado insuficientes para garantizar su marcha, han aceptado la arbitrariedad. Empero, desde el día en que sus derechos fueron reconocidos y solemnemente declarados; desde el día mismo en que instituciones más fecundas pudieron resolver por el camino de la libertad las diversas funciones del cuerpo social, la política tradicional de los príncipes se derrumbó; el poder quedó reducido a algo así como a una dependencia del dominio público; el arte de gobernar se transformó en un mero asunto administrativo. En nuestros días, el ordenamiento de las cosas en los Estados asume características tales, que el poder dirigente solo de manifiesta como el motor de las fuerzas organizadas.

Claro está que, si suponéis a estas sociedades contaminadas por todas las corrupciones, todos los vicios a que aludíais hace apenas un instante, caerán rápidamente en la descomposición; mas ¿no os percatáis de que vuestro argumento es una verdadera petición de principio? ¿ Desde cuando la libertad envilece las almas y degrada los caracteres? No son estas las enseñanzas de la historia; pues ella atestigua por doquier con letras de fuego que los pueblos más insignes han sido siempre los más libres. Y si es cierto, como decís, que en algún lugar de Europa que yo desconozco, las costumbres se han corrompido, han de ser porque ha pasado por él el despotismo; porque la libertad se habrá extinguido; es preciso, pues, mantenerla donde existe, y donde ha desaparecido, restablecerla.

En este momento, no lo olvidéis, nos encontramos en el terreno de los principios; y si los vuestros difieren de los míos, les exijo sean invariables: empero, no sé más donde estoy cuando oigo ponderar la libertad en los pueblos antiguos, y proscribirla en los modernos, rechazarla o admitirla según las épocas y los lugares. Estas distinciones, aun suponiéndolas justificadas, no impiden en todo caso que el principio permanezca intacto, y al principio y solo al principio me atengo.

Maquiavelo- Os veo evitar los escollos, cual hábil piloto que permanece en alta mar. Las generalidades suelen prestar considerable ayuda en la discusión; pero confieso mi impaciencia por saber cómo el grave Montesquieu saldrá del paso con el principio de la soberanía popular. Ignoro, hasta este momento, si forma parte o no de vuestro sistema. ¿Lo admitís, o no lo admitís?

Montesquieu- No puedo responder a una pregunta que se me plantea en esos términos.

Maquiavelo- Seguro estaba de que vuestra razón misma habría de ofuscarse en presencia de este fantasma.

Montesquieu- Os equivocáis, Maquiavelo; sin embargo, antes de responderos, debería recordaros lo que mis escritos han significado, el carácter de la misión que han podido llenar. Habéis asociado mi nombre con las iniquidades de la Revolución francesa; es un juicio harto severo para el filósofo que con un paso tan prudente ha avanzado hacia la búsqueda de la verdad. Nacido en un siglo de efervescencia intelectual, en vísperas de una revolución que habrá de desterrar de mi patria las antiguas formas del gobierno monárquico, puedo decir que ninguna de las consecuencias inmediatas del movimiento que se operaba en las ideas escapó a mi mirada desde ese momento. No podía ignorar que necesariamente un día el sistema de la división de poderes desplazaría el sitial de la soberanía.

Este principio, mal conocido, mal definido, y sobre todo mal aplicado, podía engendrar equívocos terribles, y desquiciar a la sociedad francesa en pleno. Fue el presentimiento de tales peligros la norma que guió mis obras. Por ello, en tanto ciertos innovadores imprudentes atacaban de lleno la raíz misma del poder, preparando, a sus espaldas, una catástrofe formidable, yo me dediqué exclusivamente a estudiar las formas de los gobiernos libres, a inferir los principios propiamente dichos que regían su establecimiento. Más estadista que filósofo, más jurisconsulto que teólogo, legislador practico, si la osadía de esta palabra me está permitida, antes que teórico, creía hacer más por mi país enseñándole a gobernarse, que poniendo en tela de juicio el principio mismo de autoridad. ¡No quiera Dios, empero, que pretenda atribuirme méritos más puros a expensas de aquellos que, como yo, han buscado la verdad de buena fe! Todos hemos cometido errores, mas cada uno es responsable de sus obras.

Sí, Maquiavelo, y es esta una concesión que no titubeo en haceros, teníais razón cuando decíais hace un instante que la emancipación del pueblo francés hubiera debido realizarse de conformidad con los principios superiores que rigen la existencia de las sociedades humanas, y esta reserva os permitirá prever el juicio que habré de emitir acerca del principio de la soberanía popular.

Ante todo, no admito en ningún momento una designación que parece excluir de la soberanía a las clases mas esclarecidas de la sociedad. Esta distinción es fundamental, pues de ella dependerá que un Estado sea una democracia pura o un Estado representativo. Si la soberanía reside en alguna parte, reside en la nación entera; para comenzar, yo la llamaría entonces soberanía nacional. Sin embargo, la idea de esta soberanía no es una verdad absoluta, es tan solo relativa. La soberanía del poder humano responde a una idea profundamente subversiva, la soberanía del derecho; ha sido esta doctrina materialista y atea la que ha precipitado la Revolución francesa en un baño de sangre, la que le ha infligido el oprobio del despotismo después del delirio de la independencia. No es exacto decir que las naciones son dueñas absolutas de sus destinos, pues su amo supremo es Dios mismo, y jamás serán ajenas a su potestad. Si poseyeran la soberanía absoluta, serían omnipotentes, aun contra la justicia eterna y hasta contra Dios; ¿quién osaría desafiarlo? Pero el principio del derecho divino, con la significación que comúnmente se le asigna, no es un principio menos funesto, porque condena los pueblos al oscurantismo, a la arbitrariedad, a la nada; restablece lógicamente el régimen de las castas, convierte a los pueblos en un rebaño de esclavos, guiados, como en la India, por la mano de los sacerdotes, temblorosos bajo la vara del amo. ¿Acaso podía ser de otra manera? Si el soberano es el enviado de Dios, si es el representante de la divinidad sobre la tierra, tiene plenos poderes sobre las criaturas humanas sometidas a su imperio, y ese poder no tendrá más freno que el de las normas generales de equidad, de las que siempre resultará fácil librarse.

En el campo que separa estas dos opiniones extremas donde se han librado las furiosas batallas del espíritu de partido; unos exclaman: ¡No existe ninguna autoridad divina!; los otros: ¡No puede haber ninguna autoridad humana! ¡Oh, Providencia divina, mi razón se rehúsa a aceptar cualquiera de estas alternativas; ambas me parecen por igual blasfemias contra tu suprema sabiduría¡ Entre el derecho divino que excluye al hombre y el derecho humano que excluye a Dios, se encuentra la verdad, Maquiavelo; las naciones, como los individuos, son libres entre las manos de Dios. Tienen todos los derechos, todos los poderes, con la responsabilidad de utilizarlos de acuerdo con las normas de la justicia eterna. La soberanía es humana en el sentido en que es otorgada por los hombres, y que son los hombres quienes la ejercen; es divina en el sentido en que ha sido instituida por Dios, y que solo puede ejercerse de acuerdo con los preceptos que Él ha establecido.

DIALOGO SEXTO

Maquiavelo- Me gustaría llegar a consecuencias concretas. ¿Hasta dónde la mano de Dios se extiende sobre la humanidad? ¿Quién hace a los soberanos?

Montesquieu- Los pueblos.

Maquiavelo- Está escrito: Per me reges regnant. Lo cual significa al pie de la letra: Dios hace a los reyes.

Montesquieu- Es una traducción para uso del Príncipe, oh Maquiavelo, y de vos la ha tomado en este siglo uno de vuestros más ilustres partidarios (Montesquieu alude aquí sin duda a Joseph de Maistre, cuyo nombre vuelve a aparecer más adelante. Nota del editor), mas no es la de las Santas Escrituras. Dios ha instituido la soberanía, no instituye los soberanos. Allí se detiene su mano omnipotente, porque allí comienza el libre albedrío humano. Los reyes reinan de acuerdo con mis mandamientos, deben reinar según mi ley, tal es el sentido del libro divino. Si fuese de otra manera, habría que admitir que tanto los príncipes buenos como los malos son elegidos por la Providencia; habría que inclinarse ante Nerón como ante Tito, ante Calígula como ante Vespasiano. No, Dios no ha querido que las más sacrílegas denominaciones puedan invocar su protección, que las más infames de las tiranías reclamen para sí su investidura. A los pueblos como a los reyes, Dios les ha impuesto la responsabilidad de sus actos.

Maquiavelo- Abrigo serias dudas en cuanto a la ortodoxia de lo que afirmáis. De todos modos, según vos, ¿son los pueblos los que disponen de la autoridad suprema?

Montesquieu- Tened cuidado, pues al impugnarlo corréis el riesgo de alzaros en contra de una verdad del más puro sentido común. No es ningún hecho nuevo en la historia. En los tiempos antiguos, en el medioevo, en todos aquellos lugares donde la dominación se estableció por otros medios que los de la invasión o la conquista, el poder soberano nació por obra de la libre voluntad de los pueblos, bajo la forma original de la elección. Para citar tan solo un ejemplo, así fue como en Francia el jefe de la dinastía carlovingia sucedió a los descendientes de Clodoveo, y la de los Hugo Capeto a la de Carlomagno (El espíritu de las leyes, libro XXXI, capítulo IV). No cabe duda de que el carácter electivo de los monarcas ha sido sustituido por el carácter hereditario. La excelencia de los servicios prestados, el reconocimiento público, las tradiciones terminaron por asentar la soberanía en las principales familias de Europa, y nada podía ser más legítimo. Pero el principio de la omnipotencia nacional está siempre en el fondo de las revoluciones, siempre ha estado llamado a consagrar poderes nuevos. Es un principio anterior y preexistente, que las diversas constituciones de los Estados modernos no pueden menos que confirmar de manera más cabal.

Maquiavelo- Pero entonces, si son los pueblos quienes eligen a sus amos, también pueden derrocarlos. Si tienen el derecho de establecer la forma de gobierno que les conviene, ¿quién podrá impedir que la cambien al capricho de su voluntad? El fruto de vuestras doctrinas no será un régimen de orden y libertad, será una interminable era de revoluciones.

Montesquieu- Confundís el derecho con el abuso a que puede conducir su ejercicio, los principios con su aplicación; hay en ello diferencias fundamentales, sin las cuales resulta imposible entenderse.

Maquiavelo- Os he pedido consecuencias lógicas; no os hagáis la ilusión de aludirlas; negádmelas, si lo queréis. Deseo saber si, de acuerdo con vuestros principios, los pueblos tienen el derecho de derrocar a sus soberanos.

Montesquieu- Sí, en situaciones extremas y por causas justas.

Maquiavelo- ¿Quién será el juez de esos casos extremos y de la justicia de esas causas?

Montesquieu- ¿Y quién pretendéis que lo sea, sino los pueblos mismos? ¿Acaso las cosas han acontecido de otro modo desde que el mundo es mundo? Una sanción temible, sin duda, pero saludable y a la vez inevitable. ¿Cómo es posible que no os percatéis de que la doctrina contraria, la que ordenase a los hombres el respeto de los gobiernos más aborrecibles, los sometería una vez más al yugo del fatalismo monárquico?

Maquiavelo- Vuestro sistema tiene un único inconveniente, el de suponer en los pueblos la infalibilidad de la razón. ¿No tienen ellos, por ventura, al igual que los hombres, sus pasiones, sus errores, sus injusticias?

Montesquieu- Cuando los pueblos cometan faltas, serán castigados como hombres que pecaran contra la ley moral.

Maquiavelo- ¿De que manera?

Montesquieu- Sus castigos serán las plagas de la discordia, la anarquía y aun el despotismo. Hasta el día de la justicia divina, no existe en esta tierra ninguna otra justicia.

Maquiavelo- Acabáis de pronunciar la palabre despotismo, ya veis que volvemos a lo mismo.

Montesquieu- Esta objeción, Maquiavelo, no es digna de vuestro excelso espíritu; he consentido en llegar hasta las más extremas consecuencias de los principios que vos combatís, falseando así la noción de lo verdadero. Dios no ha concedido a los pueblos ni el poder, ni la voluntad de cambiar de este modo las formas de gobierno sobre las que descansa la existencia misma. En las sociedades políticas, como en los seres organizados, la naturaleza misma de las cosas limita la expansión de las fuerzas libres. Es preciso que el alcance de vuestro argumento se ciña a lo que es aceptable para la razón.

Suponéis que, al influjo de las ideas modernas, las revoluciones serán más frecuentes; no serán más frecuentes, quizá lo sean menos. Las naciones, como bien decíais hace un momento, viven en la actualidad de la industria, y lo que a vos os parecía una causa se servidumbre es a un mismo tiempo el principio del orden de la libertad. No desconozco las plagas que aquejan a las civilizaciones industriales, más no debemos negarles sus méritos, ni desnaturalizar sus tendencias. Esas sociedades que viven del trabajo, del crédito , del intercambio son, por más que se diga, sociedades esencialmente cristianas, pues todas esas formas tan pujantes y variadas de la industria no son en el fondo más que la aplicación de ciertas elevadas ideas morales tomadas del cristianismo, fuente de toda fuerza, de toda verdad.

Tan importante papel desempeña la industria en el movimiento de las sociedades modernas que, desde el punto de mira en que os colocáis, no es posible hacer ningún cálculo exacto sin considerar su influencia; influencia que no es en modo alguno la que vos creéis poder asignarle. Nada puede ser más contrario al principio de la concentración de poderes que la ciencia, que procura hallar las relaciones de la vida industrial, u las máximas que de ella se desprenden. La economía política tiende a no ver en el organismo más que un mecanismo necesario, si bien en extremo costoso, cuyos resortes es preciso simplificar, y reduce el cometido del gobierno a funciones tan elementales que su mayor inconveniente es quizás el de destruir su prestigio. La industria es la enemiga nata de las revoluciones, porque sin un orden social perece, y sin ella el movimiento vital de los pueblos modernos se detiene. No puede prescindir de la libertad, dado que solo vive de las manifestaciones de la libertad y, tenedlo bien presente, las libertades en materia de industria engendran necesariamente las libertades políticas; por ello se ha dicho que los pueblos más avanzados en materia de industria son también los más avanzados en materia de libertad. Olvidaos de la India y de la China, que viven bajo el destino ciego de la monarquía absoluta; volved la mirada a Europa, y veréis.

Acabáis de pronunciar una vez más la palabra despotismo; pues bien, Maquiavelo, vos, cuyo genio sombrío tan profundamente conoce todas las vías subterráneas, todas las combinaciones ocultas, todos los artificios legales y gubernamentales con cuya ayuda es posible encadenar en los pueblos el movimiento de los brazos y de las ideas; vos, que despreciáis a los hombres, que soñáis para ellos con las terribles dominaciones del Oriente; vos, cuyas doctrinas políticas responden a las pavorosas teorías de la mitología india, queréis decirme, os conjuro a ello, cómo os ingeniaríais para organizar el despotismo en aquellos pueblos en los que el derecho público reposa esencialmente sobre la libertad, donde la moral y la religión despliegan todos los movimientos en el mismo sentido; en naciones cristianas que viven del comercio y de la industria; en Estados cuyos cuerpos políticos están expuestos a la publicidad de la prensa que arrojan torrentes de luz en los más oscuros rincones del poder; apelad a todos los recursos de vuestra inagotable imaginación, buscad, inventad, y si resolvéis este problema, declararé con vos que el espíritu moderno está vencido.

Maquiavelo- Me dais carta blanca; tened cuidado, pues podría tomaros la palabra.

Montesquieu- Hacedlo, os lo suplico.

Maquiavelo- Estoy persuadido de que no os defraudaré.

Montesquieu- Quizá dentro de pocas horas debamos separarnos. Estos parajes os son desconocidos; seguidme, pues, en los rodeos que haré junto a vos a lo largo de este sendero tenebroso; tal vez podamos evitar aún durante algunas horas el reflujo de las sombras que avanzan desde aquellas lejanías.

DIALOGO SÉPTIMO

Maquiavelo- Aquí podemos detenernos.

Montesquieu- Os escucho.

Maquiavelo- Debo deciros ante todo que estáis profundamente equivocado con respecto a la aplicación de mis principios. El despotismo aparece siempre a vuestros ojos con el ropaje caduco del monarquismo oriental; yo no lo entiendo así; con sociedades nuevas, es preciso emplear procedimientos nuevos. No se trata hoy en día, para gobernar, de cometer violentas iniquidades, de decapitar a los enemigos, de despojar de sus bienes a nuestros súbditos, de prodigar los suplicios; no, la muerte, el saqueo y los tormentos físicos solo pueden desempeñar un papel bastante secundario en la política interior de los Estados modernos.

Montesquieu- Es una inmensa suerte.

Maquiavelo- Os confieso, sin duda, que muy poca admiración me inspiran vuestras civilizaciones de cilindros y tuberías; sin embargo, marcho, podéis creerlo, al mismo ritmo del siglo; el vigor de las doctrinas asociadas a mi nombre estriba en que se acomodan a todos los tiempos y la situaciones más diversas. En nuestros días Maquiavelo tiene nietos que el valor de sus enseñanzas. Se me cree decrépito, y sin embargo rejuvenezco día a día sobre la tierra.

Montesquieu- ¿Os burláis de vos mismo?

Maquiavelo- Si me escucháis, podréis juzgar. En nuestros tiempos se trata no tanto de violentar a los hombres como de desarmarlos, menos de combatir sus pasiones políticas que de borrarlas, menos de combatir sus instintos que de burlarlos, no simplemente de proscribir sus ideas sino de trastocarlas, apropiándose de ellas.

Montesquieu- ¿Y de qué manera? No entiendo este lenguaje.

Maquiavelo- Permitidme; esta es la parte moral de la política; pronto llegaremos a las aplicaciones prácticas. El secreto principal del gobierno consiste en debilitar el espíritu público, hasta el punto de desinteresarlo por completo de las ideas y los principios con los que hoy se hacen las revoluciones. En todos los tiempos, los pueblos al igual que los hombres se han contentado con palabras. Casi invariablemente les basta con las apariencias; no piden nada más. Es posible crear instituciones ficticias que responden a un lenguaje y a ideas igualmente ficticios; es imprescindible tener el talento para arrebatar a los partidos esa fraseología liberal con que se arman para combatir al gobierno. Es preciso saturar de ella a los pueblos hasta el cansancio, hasta el hartazgo. Se suele hablar hoy en día del poder de la opinión; yo os demostraré que, cuando de conocen los resortes ocultos del poder, resulta fácil hacerse expresar lo que uno desea. Empero antes de soñar siquiera en dirigirlas, es preciso aturdirla, sumirla en la incertidumbre mediante asombrosas contradicciones, obrar en ella incesantes distorsiones, desconcertarla mediante toda suerte de movimientos diversos, extraviarla insensiblemente en sus propias vías. Uno de los grandes secretos del momento consiste en adueñarse de los prejuicios y pasiones populares a fin de provocar confusión que haga imposible todo entendimiento entre gentes que hablan la misma lengua y tienen los mismos intereses.

Montesquieu- ¿Cuál es el sentido de estas palabras cuya oscuridad tiene un no sé que de siniestro?

Maquiavelo- Si el sabio Montesquieu desea reemplazas la política por los sentimientos, acaso debiera detenerme aquí; yo no pretendía situarme en el terreno de la m oral. Me habéis desafiado a detener el movimiento en vuestras sociedades atormentadas sin cesar por el espíritu de la anarquía y la rebelión. ¿Me permitiréis que os diga cómo resolvería el problema? Podéis pones a salvo vuestros escrúpulos aceptando esta tesis como una cuestión de pura curiosidad.

Montesquieu- Sea.

Maquiavelo- Concibo asimismo que me pidáis indicaciones más precisas; ya llegaré a ellas; mas permitidme que os diga ante todo en qué condiciones esenciales puede hoy el príncipe consolidar su poder. Deberá en primer término dedicarse a destruir las partidos, a disolver, dondequiera existan, las fuerzas colectivas, a paralizar en todas sus manifestaciones la iniciativa individual; a continuación, el nivel mismo de temple decaerá espontáneamente, y todos las brazos, así debilitados, cederán a la servidumbre. El poder absoluto no será entonces un accidente, se habrá convertido en una necesidad. Estos preceptos políticos no son enteramente nuevos, mas, como os lo decía, son los procedimientos y no los preceptos los que deben serlo. Mediante simples reglamentaciones policiales y administrativas es posible lograr, en gran parte, tales resultados. En vuestras sociedades tan espléndidas, tan maravillosamente ordenadas, habéis instalado, en vez de monarcas absolutos, un monstruo que llamáis Estado, nuevo Briareo cuyos brazos se extienden por doquier, organismo colosal de tiranía a cuya sombra siempre renacerá el despotismo. Pues bien, bajo la invocación del Estado, nada será más fácil que consumar la obra oculta de que os hablaba hace un instante, y los medios de acción más poderosos serán quizá los que, merced a nuestro talento, tomaremos en préstamo de ese mismo régimen industrial que tanto admiráis.

Con la sola ayuda del poder, encargado de dictar los reglamentos instituiría, por ejemplo, inmensos monopolios financieros, depósitos de la riqueza pública, de los cuales tan estrechamente dependerán todas las fortunas privadas que estas serían absorbidas junto con el crédito del Estado al día siguiente de cualquier catástrofe política. Vos sois economista, Montesquieu, sopesad el valor de esta combinación.

Una vez jefe de gobierno, todos mis edictos, todas mis ordenanzas tenderían constantemente al mismo fin: aniquilar las fuerzas colectivas e individuales, desarrollar en forma desmesurada la preponderancia del Estado, convertir al soberano en protector, promotor y remunerador.

He aquí otra combinación también pedida en préstamo del orden industrial: en los tiempos que corren, la aristocracia, en cuanto fuerza política, ha desaparecido; pero la burguesía territorial sigue siendo un peligroso elemento de resistencia para los gobiernos, porque es en sí misma independiente; puede que sea necesario empobrecerla o hasta arruinarla por completo. Bastará para ello, aumentar los gravámenes que pesan sobre la propiedad rural, mantener la agricultura en condiciones de relativa inferioridad, favorecer a ultranza el comercio y la industria, pero sobre todo la especulación; porque una excesiva prosperidad de la industria puede a su vez convertirse en un peligro, al crear un número demasiado grande de fortunas independientes.

Se reaccionará provechosamente contra los grandes industriales, contra los fabricantes, mediante la incitación a un lujo desmedido, mediante la elevación del nivel de los salarios, mediante ataques a fondo hábilmente conducidos contra las fuentes mismas de producción. No es preciso que desarrolle estas ideas hasta sus últimas consecuencias, sé que percibís a las mil maravillas en qué circunstancias y con qué pretextos puede realizarse todo esto. El interés del pueblo, y hasta una suerte de celo por la libertad, por los elevados principios económicos, cubrirán fácilmente, si se quiere, el verdadero fin. Huelga decir que el mantenimiento permanente de un ejército formidable, adiestrado sin cesar por medio de guerras exteriores, debe constituir el complemento indispensable de este sistema: es preciso lograr que en el Estado no haya más que proletarios, algunos millonarios, y soldados.

Montesquieu- Continuad.

Maquiavelo- Esto, en cuanto a la política interior del Estado. En materia de política exterior, es preciso estimular, de uno a otro confín de Europa, el fermento revolucionario que en el país se reprime. Resultan de ello dos ventajas considerables: la agitación liberal en el extranjero disimula la opresión en el interior. Además, por ese medio, se obtiene el respeto de todas las potencias, en cuyos territorios es posible crear a voluntad el orden o el desorden. El golpe maestro consiste en embrollar por medio de intrigas palaciegas todos los hilos de la política europea a fin de utilizar una a una a todas las potencias. No os imaginéis que esta duplicidad, bien manejada, pueda volverse en detrimento de un soberano. Alejandro VI, en sus negociaciones diplomáticas, nunca hizo otra cosa que engañar; sin embargo, siempre logró sus propósitos, a tal punto conocía la ciencia de la astucia (Tratado del Príncipe, capítulo XII). Empero en lo que hoy llamáis el lenguaje oficial, es preciso un contraste violento, ningún espíritu de lealtad y conciliación que se afecte resultaría excesivo; los pueblos que no ven sino la apariencia de las cosas darán fama de sabiduría al soberano que así sepa conducirse.

A cualquier agitación interna debe poder responder con una guerra exterior; a toda revolución inminente con una guerra general; no obstante, como en política las palabras no deben nunca estar de acuerdo con los actos, es imprescindible que, en estas diversas coyunturas, el príncipe sea lo suficientemente hábil para disfrazar sus verdaderos designios con el ropaje de designios contrarios; debe crear en todo momento la impresión de ceder a las presiones de la opinión cuando en realidad ejecuta lo secretamente preparado por su propia mano.

Para resumir en una palabra todo el sistema, la revolución, en el Estado, se ve contenida, por un lado, por el terror a la anarquía, por el otro, por la bancarrota y, en última instancia, por la guerra general.

Habréis advertido ya, por las rápidas indicaciones que acabo de daros, el importante papel que el arte de la palabra está llamado a desempeñar en la política moderna. Lejos estoy, como veréis, de desdeñar la prensa, y si fuera preciso no dejaría de utilizar asimismo la tribuna; lo esencial es emplear contra vuestros adversarios todas las armas que ellos podrían emplear contra vos. No contento con apoyarme en la fuerza violenta de la democracia, desearía adoptar, de las sutilezas del derecho, los recursos más sabios. Cuando uno toma decisiones que pueden parecer injustas o temerarias, es imprescindible saber enunciarlas en los términos convenientes, sustentarlas con las más elevadas razones de la moral y del derecho.

El poder con que yo sueño, lejos, como veis, de tener costumbres bárbaras, debe atraer a su seno todas las fuerzas y todos los talentos de la civilización en que vive. Deberá rodearse de publicistas, abogados, jurisconsultos, de hombres expertos en tareas administrativas, de gentes que conozcan a fondo todos los secretos, todos los resortes de la vida social, que hablen todas las lenguas, que hayan estudiado al hombre en todos loa ámbitos. Es preciso conseguirlos por cualquier medio, ir a buscarlos donde sea, pues estas gentes prestan, por los procedimientos ingeniosos que aplican a lo política, servicios extraordinarios. Y junto con esto, todo un mundo de economistas, banqueros, industriales, capitalistas, hombres con proyectos, hombres con millones, pues en el fondo todo se resolverá en una cuestión de cifras.

En cuanto a las más altas dignidades, a los principales desmembramientos del poder, es necesario hallar la manera de conferirlos a los hombres cuyos antecedentes y cuyo carácter obran un abismo entre ellos y los otros hombres; hombres que solo puedan esperar la muerte o el exilio en caso de cambio de gobierno y se vean en la necesidad de defender hasta el postrer suspiro todo cuanto es.

Suponed por un instante que tengo a mi disposición los diferentes recursos morales y materiales que acabo de indicaros; dadme ahora una nación cualquiera. ¡Oídme bien! En El Espíritu de las Leyes (El Espíritu de las Leyes, libro XIX, cap.. V) consideráis como un punto capital no cambiar el carácter de una nación cuando se quiere conservar su vigor original. Pues bien, no os pediría ni siquiera veinte años para transformar de la manera mas completa el más indómito de los caracteres europeos y para volverlo tan dócil a la tiranía como el más pequeño de los pueblos de Asia.

Montesquieu- Acabáis de agregar, sin proponéroslo , un capítulo a vuestro Tratado del Príncipe. Sean cuales fueren vuestras doctrinas, no las discuto; tan solo os hago una observación. Es evidente que de ningún modo habéis cumplido con el compromiso que habíais asumido; el empleo de todos estos medios supone la existencia del poder absoluto, y yo os he preguntado precisamente cómo podríais establecerlo en sociedades políticas que descansan sobre instituciones liberales.

Maquiavelo- Vuestra observación es perfectamente justa y no pretendo eludirla. Este comienzo era apenas un prefacio.

Montesquieu- Os pongo, pues en presencia de un Estado, monarquía o república, fundado sobre instituciones representativas; os hablo de una nación familiarizada desde hace mucho tiempo con la libertad; y os pregunto cómo, partiendo de allí, podréis retornar al poder absoluto.

Maquiavelo- Nada más fácil.

Montesquieu- Veamos.

SEGUNDA PARTE

DIALOGO OCTAVO

Maquiavelo- Partiré de la hipótesis que me es más contraria, tomaré un Estado constituido en república. Con una monarquía, el papel que me propongo desempeñar resultaría harto fácil. Tomo una república, porque en una forma de gobierno semejante habré de encontrar una resistencia, casi invencible al parecer, en las ideas, en las costumbres, en las leyes. ¿Esta hipótesis os contraría? Acepto recibir de vuestras manos un Estado, cualquiera que sea su forma, grande o pequeño; lo supongo dotado de las diversas instituciones que garantizan la libertad, y os formulo esta sola pregunta: ¿Creéis que el poder estará al abrigo de un golpe de mano o de lo que hoy en día se llama un golpe de Estado?

Montesquieu- No, es verdad; concededme al menos, sin embargo, que semejante empresa será singularmente difícil en las sociedades políticas contemporáneas, tal como están organizadas.

Maquiavelo- ¿Y por qué? ¿Acaso estas sociedades no están, como en todo tiempo, en las garras de las facciones? ¿Acaso no hay en todas partes elementos de guerra civil, partidos, pretendientes?

Montesquieu- Es posible; sin embargo creo poder, con una sola palabra, haceros comprender dónde reside vuestro error. Tales usurpaciones, necesariamente muy raras, puesto que están colmadas de peligros y repugnan a las costumbres modernas, jamás alcanzarían, suponiendo que tuviesen éxito, la importancia que al parecer vos le atribuís. Un cambio de poder no traería aparejado un cambio de instituciones. Que un pretendiente cree perturbaciones en el Estado, sea; que triunfe su partido, lo admito: el poder pasa a otras manos y todo queda como antes; el derecho público y la esencia misma de las instituciones conservarán su equilibrio. Esto es lo que me conmueve.

Maquiavelo- ¿Es verdad que abrigáis tamaña ilusión?

Montesquieu- Demostradme lo contrario.

Maquiavelo- ¿Me concedéis entonces por un momento, el éxito de una acción armada contra el poder establecido?

Montesquieu- Os lo concedo.

Maquiavelo- Observad bien entonces en qué situación me encuentro. He suprimido momentáneamente cualquier poder que no sea el mío. Si las instituciones que aún subsisten pueden alzar ante mí algún obstáculo, es solo formalmente; en los hechos, los actos de mi voluntad no pueden tropezar con ninguna resistencia real; me encuentro, en suma, en esa situación extra-legal, que los romanos designaban con una palabra bellísima, de pujante energía: la dictadura. Es decir, que puedo en este momento hacer todo cuanto quiero, que soy legislador, ejecutor, juez y jefe supremo del ejercito.

Recordad bien esto. He triunfado gracias al apoyo de una facción, es decir, que el éxito solo ha podido lograrse en medio de una profunda disensión interior. Es posible señalar al azar, aunque sin riesgo de equivocarse, cuáles son las causas: un antagonismo entre la aristocracia y el pueblo o entre el pueblo y la burguesía. En el fondo, no puede tratarse sino de eso; en la superficie, un mare mágnum de ideas, de opiniones, de influencias contrarias, como en todos los Estados donde en algún momento se haya desencadenado a la libertad. Habrá toda suerte de elementos políticos, tocones de partidos otrora victoriosos, hoy vencidos, ambiciones desenfrenadas, ardientes codicias, odios implacables, terrores por doquier, hombres de las más diversas opiniones y de todas las doctrinas, restauradores de antiguos regímenes, demagogos, anarquistas, utopistas, todos manos a la obra, trabajando todos por igual, cada uno por su lado, para el derrocamiento del orden establecido. ¿Qué conclusiones debemos extraer de semejante situación? Dos cosas: la primera, que el país tiene una inmensa necesidad de reposo y que habrá de rehusar a quien pueda brindárselo; la segunda, que en medio de esta división de los partidos, no existe ninguna fuerza real o más bien solo existe una: el pueblo.

Soy, pues, yo un pretendiente victorioso; llevo, supongo, un nombre histórico insigne apto para estimular la imaginación de las masas. Como Pisístrato, como César, como el mismísimo Nerón; buscaré mi apoyo en el pueblo; este es el a b c de todo usurpador. Ahí tenéis la ciega potestad que proporcionará los medios para realizar cualquier cosa con la más absoluta impunidad; ahí tenéis la autoridad, el nombre que habrá de encubrirlo todo. ¡Poco en verdad se preocupa el pueblo por vuestras ficciones legales, por vuestras garantías constitucionales!

Ahora que he impuesto silencio a las diversas facciones, veréis cómo procederé.

Quizá recordéis las normas que establecía en el Tratado del Príncipe para la conservación de las provincias conquistadas. El usurpador de un Estado se halla en una situación análoga a la de un conquistador. Está condenado a renovarlo todo, a disolver el Estado, a destruir la urbe, a transformar las costumbres.

Tal es el fin, mas en los tiempos que corren solo podemos tender a él por sendas oblicuas, por medio de rodeos, de combinaciones hábiles y, en lo posible, exentas de violencia. Por lo tanto, no destruiré directamente las instituciones, sino que les aplicaré, una a una, un golpe de gracia imperceptible que desquiciará su mecanismo. De este modo iré golpeando por turno la organización judicial, el sufragio, la prensas, la libertad individual, la enseñanza.

Por sobre las leyes primitivas haré promulgar una nueva legislación la cual, sin derogar expresamente la antigua, en un principio la disfrazará, para luego, muy pronto, borrarla por completo. He aquí mis concepciones generales; ahora vais a ver los detalles de ejecución.

Montesquieu- ¡Ojalá estuvierais aún en los jardines de Ruccellai, ho Maquiavelo, para enseñar estas maravillosas doctrinas! ¡Qué inmensa lástima que la posteridad no pueda oíros!

Maquiavelo- Tranquilizaos; para el que sabe leer, todo esto está escrito en el Tratado del Príncipe.

Montesquieu- Estamos, entonces, al día siguiente de vuestro golpe de Estado; ¿qué pensáis hacer?

Maquiavelo- Dos cosas: una grande y luego una muy pequeña.

Montesquieu- Veamos primero la grande.

Maquiavelo- No todo concluye con un levantamiento triunfante contra el gobierno constitucional, pues en general los partidos no se dan por vencidos. Nadie conoce aún con exactitud qué valor tiene la energía del usurpador, habrá que ponerlo a prueba, organizar contra él rebeliones armas en mano. Ha llegado, pues, el momento de instaurar un terror que conmueva a la sociedad en pleno y haga desfallecer hasta a las almas más intrépidas.

Montesquieu- ¿Qué vais a hacer? Me habíais dicho que repudiabais el derramamiento de sangre.

Maquiavelo- No es cuestión de falsos sentimientos humanitarios. La sociedad amenazada se halla en estado de legítima defensa; para prevenir en el futuro nuevos derramamientos de sangre, recurriré a rigores excesivos y aun a la crueldad. No me preguntéis qué se hará; es imprescindible, de una vez por todas, aterrorizar a las almas, destemplarlas por medio del terror.

Montesquieu- Sí, lo recuerdo; es lo que enseñáis en el Tratado del Príncipe cuando relatáis la siniestra ejecución de Borgia en Cesena (Tratado del Príncipe, cap. VII). Sois el mismo de siempre.

Maquiavelo- No es eso, no; ya lo veréis más adelante; solo actúo así por necesidad, y a mi pesar.

Montesquieu- Pero Entonces, esa sangre ¿quién la derramará?

Maquiavelo- El gran justiciero de los Estados: ¡el ejército!, el ejército sí, cuya mano jamás deshonrará a sus víctimas. La intervención del ejército el la represión permitirá alcanzar dos resultados de suprema importancia. A partir de ese momento, por una parte se encontrará para siempre en hostilidad con la población civil, a la que habrá castigado sin clemencia; mientras que, por la otra, quedará ligado de manera indisoluble a la suerte de su jefe.

Montesquieu- ¿Y creéis que esa sangre no recaerá sobre vos?

Maquiavelo- No, porque a los ojos del pueblo, el soberano, en definitiva, es ajeno a los excesos cometidos por una soldadesca que no siempre es fácil de contener. Los que podrán ser responsables, serán los generales, los ministros que habrán ejecutado mis órdenes. Y ellos, os lo aseguro me serán adictos hasta su postrer suspiro, pues saben muy bien lo que les espera después de mí.

Montesquieu- Este es entonces vuestro primer acto de soberanía. Veamos ahora el segundo.

Maquiavelo- No se si habéis notado cuál es, en política, la importancia de los medios pequeños. Después de lo que acabo de deciros, haré grabar mi efigie en toda la moneda nueva de la cual acuñaré una cantidad considerable.

Montesquieu- Pero esta, en medio de los primeros problemas del Estado, ¡será una medida pueril!

Maquiavelo- ¿Eso creéis? Es que no habéis ejercido el poder. La efigie humana impresa en el dinero, es el símbolo del poder.

En el primer momento, ciertos espíritus orgullosos se estremecerán de cólera; pero terminarán por acostumbrarse; hasta los enemigos de mi poder estarán obligados a llevar mi retrato en sus escarcelas. Y es muy cierto que uno se habitúa poco a poco a mirar con ojos mas tiernos los rasgos que por doquier aparecen impresos en el signo material de nuestros placeres. Desde el día en que mi efigie aparezca en la moneda, seré rey.

Montesquieu- Confieso que esta apreciación es nueva para mí; dejémosla, empero, ¿Olvidáis acaso que los pueblos nuevos tienen la debilidad de darse constituciones que son las garantías de sus derechos? Pese a todo vuestro poder nacido de la fuerza, pese a los proyectos que me reveláis, ¿no os parece que podríais veros en dificultades en presencia de una carta fundamental cuyos principios todos, todas sus reglamentaciones, todas sus disposiciones son contrarias a vuestras máximas de gobierno?

Maquiavelo- Haré una nueva constitución, eso es todo.

Montesquieu- ¿Y no pensáis que eso podría resultaros aún más difícil?

Maquiavelo- ¿Dónde estaría la dificultad? No existe, por el momento ninguna otra voluntad, otra fuerza más que la mía y tengo como base de acción el elemento popular.

Montesquieu- Es verdad. Sin embargo, tengo un escrúpulo: de acuerdo con lo que me acabáis de decir, imagino que vuestra constitución no será un monumento a la libertad. ¿Creéis que un solo golpe de la fuerza, una sola violencia os bastará para arrebatar a una nación todos sus derechos, todas sus conquistas, todas sus instituciones, todos los principios con que está habituada a vivir?

Maquiavelo- ¡Aguardad! No voy tan de prisa. Os decía, hace pocos instantes, que los pueblos eran como los hombres, que se atenían más a las apariencias que a la realidad de las cosas; ha aquí una norma cuyas prescripciones, en materia de política, seguiré escrupulosamente; tened a bien recordarme los principios a los cuales más os aferráis y advertiréis que no me crean tantas trabas como al parecer vos creéis.

Montesquieu-¡Oh, Maquiavelo! ¿qué os proponéis hacer con ellos?

Maquiavelo- No temáis nada, nombrádmelos.

Montesquieu- No me fío, os lo confieso.

Maquiavelo- Pues bien, yo mismo os lo recordaré. No dejaríais por cierto de hablarme del principio de la separación de poderes, de la libertad de prensa y de palabra, de la libertad religiosa, de la libertad individual, del derecho de asociación, de la igualdad ante la ley, de la inviolabilidad de la propiedad y del domicilio, del derecho de petición, del libre consentimiento de los impuestos, de la proporcionalidad de las penas, de la no-retroactividad de las leyes; ¿os parece bastante o deseáis más aún?

Montesquieu- Creo, Maquiavelo, que es mucho más de lo que se necesita para colocar a vuestro gobierno en una situación embarazosa.

Maquiavelo- Estáis en un profundo error, y tan persuadido estoy de ello, que no veo inconveniente alguno en proclamar tales principios; y hasta lo haré, si así lo queréis, en el preámbulo de mi constitución.

Montesquieu- Me habéis demostrado ya que sois un mago extraordinario.

Maquiavelo- No hay magia alguna en todo esto; simple tacto político.

Montesquieu- Mas ¿cómo, habiendo inscrito estos principios en el preámbulo de vuestra constitución, os ingeniaréis pare no aplicarlos?

Maquiavelo- ¡Ah!, moderaos, os he dicho que proclamaría estos principios, no que los inscribiría ni tampoco que los nombraría.

Montesquieu- ¿Qué os proponéis hacer?

Maquiavelo- No entraría en ninguna recapitulación; me limitaría a declarar al pueblo que reconozco y confirmo los elevados principios del derecho moderno.

Montesquieu- El alcance de esta reticencia escapa a mi entendimiento.

Maquiavelo- Ya llegaréis a advertir cuál es su importancia. Si enumerase expresamente tales derechos, mi libertad de acción que daría encadenada a aquellos principios que hubiese declarado; esto es lo que no deseo. Al no nombrarlos, otorgo al parecer todos los derechos, y al mismo tiempo no otorgo ninguno en particular; esto me permitirá descartar, por vía de excepción, aquellos que juzgaré peligrosos.

Montesquieu- Comprendo.

Maquiavelo- Por otra parte, de estos principios, algunos competen al fuero del derecho político y constitucional propiamente dicho, otros al derecho civil. Es esta una distinción que siempre debe tomarse por norma en el ejercicio del poder absoluto. Son sus derechos civiles los que los pueblos más defienden; siempre que pueda, no los tocaré, y de este modo una parte de mi programa al menos quedará cumplida.

Montesquieu- ¿Y en cuanto a los derechos políticos?…

Maquiavelo- En el Tratado del Príncipe escribí la siguiente máxima, que no ha dejado de ser válida: "Los gobernados siempre están contentos con el príncipe cuando éste no toca ni sus bienes, ni su honor, por lo tanto solo tiene que combatir las pretensiones de un pequeño número de descontentos, que le será fácil poner en vereda". En esto encontraréis mi respuesta a vuestra pregunta.

Montesquieu- Se podría, en rigor, considerarla insuficiente; se podría replicarnos que los derechos políticos también son bienes; que también incumbe al honor de los pueblos el mantenerlos, y que al atentar contra ellos, atentáis en realidad contra sus bienes y contra su honor. Se podría agregar aún que el mantenimiento de los derechos civiles está ligado al mantenimiento de los derechos políticos por una estrecha solidaridad. ¿Qué garantizará a los ciudadanos, si hoy los despojáis de la libertad política, quw no los despojaréis mañana de la libertad individual? ¿qué si atentáis hoy contra su libertad, no atenderéis mañana contra su fortuna?

Maquiavelo- No cabe duda de que presentáis vuestro argumento con mucha vivacidad, mas creo que vos mismo comprenderéis perfectamente su exageración. Parecéis creer en todo momento que los pueblos modernos tienen hambre de libertad. ¿Habéis previsto el caso de que no la deseen más, y podéis acaso pedir a los príncipes que se apasionen por ella más que sus pueblos? Ahora bien, en vuestras sociedades tan profundamente corrompidas, donde el individuo no vive sino en la esfera de su egoísmo y de sus intereses materiales, interrogad al mayor número, y veréis si, de todas partes, no se os responde: ¿Qué me interesa la política? ¿Qué me importa la libertad? ¿Acaso todos los gobiernos no son una misma cosa? ¿Acaso un gobierno no debe defenderse?

Además, tenedlo bien presente, ni siquiera es el pueblo el que hablará con este lenguaje: serán los burgueses, los industriales, las personas instruidas, los ricos, los ilustrados, todos aquellos que están en condiciones de apreciar vuestras maravillosas doctrinas de derecho público. Me bendecirán, proclamarán que yo los he salvado, que constituyen una minoría, que son incapaces de gobernarse. Fijaos en esto, las naciones experimentan no sé qué secreto amor por los vigorosos genios de la fuerza. Ante todo acto de violencia signado por el talento del artífice, oiréis decir con una admiración que superará a la censura: No está bien, de acuerdo, pero ¡cuanta habilidad, que destreza, que fuerza!

Montesquieu- ¿Vais a entrar entonces en la parte profesional de vuestras doctrinas?

Maquiavelo- No todavía, estamos en la ejecución. Hubiera, por cierto, avanzado algunos pasos más si vos me hubieseis forzado a una digresión. Prosigamos.

DIÁLOGO NOVENO

Montesquieu- Estabais al día siguiente de una constitución redactada por vos sin el asentimiento de la nación.

Maquiavelo- Aquí os interrumpo; jamás he pretendido lesionar hasta ese punto ideas heredadas cuyo influjo conozco.

Montesquieu- ¿De verdad?

Maquiavelo- Os hablo con entera seriedad.

Montesquieu- ¿Tenéis, pues, la esperanza de asociar la nación a la nueva obra fundamental que preparáis?

Maquiavelo- Sin duda alguna. ¿Os causa extrañeza? Haré algo mucho mejor, haré ratificar por el voto popular el abuso de autoridad cometido contra el Estado; diré al pueblo, empleando los términos que juzgue convenientes: Todo marchaba mal; lo he destruido todo y os he salvado. ¿Me aceptáis? Sois libres, por medio de vuestro voto, de condenarme o de absolverme.

Montesquieu- Libres bajo el peso del terror y de la fuerza armada.

Maquiavelo- Seré aclamado.

Montesquieu- No lo pongo en duda.

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