Por otra parte y siguiendo su propósito de conseguir que sus puntos de vista se ajustasen lo más posible a las doctrinas de la Iglesia Católica, no parece que tuviera otros motivos para establecer su posterior "teoría de los torbellinos" que precisamente el de buscar congraciarse todavía más con la jerarquía de dicha organización religiosa, presentando una doctrina ecléctica, en la que aceptaba la doctrina de la Iglesia de Roma, asumiendo que los planetas no se movían por ellos mismos alrededor del Sol, aunque eran movidos por la corriente de la materia celeste circundante[165]
También llama la atención que aquí, en el Discurso del Método, a diferencia de lo que los críticos suelen decir acerca de las causas por las cuales dejó de publicar El mundo, considerando que se abstuvo de hacerlo por su temor a la Inquisición, Descartes afirmase que la causa real de su abstención fue que pensó que tal vez en su tratado hubiera errores similares a los de Galileo, de los que él no hubiera tomado conciencia y que pudieran ser perjudiciales para la religión o para el Estado, como si le importasen tales instituciones hasta ese punto y no por el beneficio o el perjuicio que pudiera obtener de ellas. El mismo lema "larvatus prodeo" -"avanzo enmascarado"-, utilizado en su cuaderno secreto de 1619, implica una actitud comprensible en una sociedad controlada y oprimida por la jerarquía católica y su "santa Inquisición", pero representa un indicio claro de que para comprenderle había que ir más allá de esa máscara con la que quiso protegerse de manera especial del peligro de una sociedad en la que el poder de la jerarquía católica suponía un serio riesgo para la integridad física, social y moral de quienes pretendían ejercer la libertad de pensamiento y expresión de sus ideas[166]Por ello también, la simulación no podía ser en él una actitud esporádica sino conscientemente asumida, tanto para evitar el peligro representado por la jerarquía católica francesa, que en aquellos momentos gozaba de bastante independencia respecto a la romana, como también a fin de aprovecharse de ella para el aumento de su prestigio como filósofo, presentándose como un fervoroso católico al afirmar de manera inequívoca:
"yo someto todas mis opiniones […] a la autoridad de la Iglesia"[167],
o también:
"es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las sagradas Escrituras, y […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque provienen de Dios"[168],
a pesar del burdo círculo vicioso que había en este último párrafo de su carta, incluida en el comienzo de sus Meditaciones Metafísicas y dirigida a los decanos y doctores de la facultad de Teología de París como un salvoconducto para el caso de que alguna de las ideas expresadas en su obra pudiera merecer la condena de la jerarquía católica. Y me atrevo a escribir "burdo círculo vicioso" porque encaja más con su personalidad y, desde luego, con su capacidad lógica haberse servido de él, consciente de que lo era, que imaginar que lo hubiera hecho de manera inadvertida. Y, si realmente no tuvo reparos en incurrir en este círculo vicioso de manera consciente, podría plantearse la pregunta de por qué lo hizo. La respuesta parece clara en el sentido de que lo hizo precisamente para aparecer ante la jerarquía católica como un católico muy ferviente y devoto, tanto para evitar que pudieran acusarle de cualquier herejía, como había sucedido con Galileo, como para encontrar el apoyo de la jerarquía católica en su ambicioso deseo de aumentar su prestigio como filósofo dentro del círculo de la ortodoxia católica.
b) En relación con su temor a la jerarquía católica conviene indicar que el hecho de que en el año 1628 Descartes marchase –o huyese- a Holanda de manera inesperada sugiere que pudo ser la entrevista con el cardenal Bérulle, a la que se refirió Baillet en su biografía sobre Descartes, con alguna amenaza velada o explícita, lo que llevó al pensador francés a tomar aquella decisión. Y su preocupación por evitar que se conociera su dirección, por lo menos durante el tiempo en que pudo creer que su vida corría peligro, pudo estar motivada precisamente por esa misma causa, es decir, no por los motivos indicados por Baillet relacionados con la búsqueda de soledad para poder dedicarse a su tarea filosófica, sino por otro muy distinto como lo era el temor a ser detenido y a padecer una suerte parecida a la de J. Fontanier o a la de G. C. Vanini. Hay que tener en cuenta que Descartes marchó a Holanda a finales de 1628, que el cardenal Bérulle murió el 2 de octubre de 1629 y que justo ese mismo mes de ese mismo año, abandonando su buscada soledad, el filósofo francés se trasladó por fin a Amsterdam, una ciudad especialmente importante, en la que era mucho más fácil localizarle. Por otra parte y en línea con esta hipótesis se encuentra la carta que el propio Descartes escribió a su padre y a su hermano Pierre en el año 1640 diciéndoles expresamente que su marcha a Holanda había obedecido precisamente a este motivo. En este mismo sentido Watson considera que "sabiendo cuán poderoso era el cardenal Bérulle en la corte francesa, Descartes pudo haber visto la fuga como su única salida"[169].
c) Al margen de la instrumentalización de personas, Descartes tuvo igualmente una actitud calculadora y nada sincera cuando renunció a incluir la religión en su teórica duda metódica, renuncia que representaba una actitud contradictoria con respecto su supuesta universalidad y que fue consecuencia de la aplicación de un frío cálculo por el que comprendió que no le convenía extender la duda hasta la religión, aunque sólo lo hubiera hecho de manera convencional y ficticia, y por cumplir con las exigencias de su propio método, aunque en realidad no dudase de la verdad de sus contenidos doctrinales. Ciertamente, Descartes se encontraba ante un dilema difícil de resolver: Su método le exigía poner en duda las mismas doctrinas religiosas, pero el hacerlo implicaba un considerable peligro no sólo para su futuro como filósofo y científico sino incluso para su integridad física. En consecuencia, optó por excluir de la duda las doctrinas religiosas porque era consciente de este peligro, pero tal decisión le condujo a ser incoherente con su pretensión teórica de conceder carácter universal a dicha duda.
Lo más coherente desde un punto de vista lógico habría sido que, siendo consecuente con su pretensión de aplicar la duda de manera universal, hubiese incluido en ésta última todo lo relacionado con la religión. Pero, en cuanto no lo hizo, podía al menos haberse abstenido de inventar pretextos que nada tenían que ver con la causa de su aceptación de la religión, pues no sólo dijo que tenía la religión de su rey y de su nodriza como un pretexto para excluirla de todo lo referente a sus investigaciones acerca del conocimiento, sino que más adelante tuvo incluso la osadía de pretender explicar algún dogma de la religión católica, como el de la transustanciación, que precisamente por tratarse de un "dogma" debía encontrarse por definición más allá de cualquier demostración. Es cierto que habría sido absurdo que Descartes afirmase que excluía la religión de la duda metódica por temor a las represalias de la jerarquía de la Iglesia Católica, pues esa misma justificación habría provocado las iras de dicha jerarquía, pero, en cualquier caso, la impresión que provoca la lectura de las obras del pensador francés es, como ya observó Pascal, que su Dios –a excepción del de sus últimos años en alguna de sus cartas a la princesa Elisabeth, a Pierre Chanut y a la reina Cristina- tenía muy poco que ver con el Dios de la religión y sólo se había servido de él para los fines de su filosofía.
Sin llegar a afirmar, como Voetius, que Descartes fuera ateo, parece que su interés por mantener excelentes relaciones con la jerarquía católica fue lo que especialmente le guió para crear un sistema filosófico en el que la religión siguiera jugando un papel tan primordial como el que había tenido en la filosofía medieval, al margen de que, en cuanto le resultó posible, el pensador francés introdujo ideas realmente nuevas y valiosas para el desarrollo de la Filosofía, como el de la búsqueda de un método seguro –aunque no su hallazgo- para su progreso, y alguna teoría innovadora para el desarrollo de la Ciencia, como lo fue la del mecanicismo.
Su búsqueda de coherencia lógica, a pesar de los dogmas irracionales de las doctrinas católicas, le llevó en algún caso a la defensa de algún planteamiento plenamente acertado, aunque de un modo nada conveniente para sus intereses en sus relaciones con la jerarquía católica. Así, por ejemplo, en el tema de la oración consideró que no se debía rezar a Dios para pedirle nada a no ser el cumplimiento de su voluntad, en cuanto pedirle otra cosa implicaría no haber entendido que, de acuerdo con su omnipotencia y su bondad, Dios siempre hacía lo mejor, por lo que no tenía sentido pedirle otra cosa que el cumplimiento de su voluntad[170]Por ello, cuando Descartes insiste en tantas ocasiones en que no quiere tratar acerca de cuestiones de Teología lo que parece suceder es que teme que su capacidad lógica le traicione y llegue a afirmar doctrinas demasiado coherentes y sensatas, que, precisamente por ello, podrían crearle problemas, por ser opuestas a las defendidas desde la ortodoxia católica. De hecho y como consecuencia de su capacidad para un pensamiento lógico riguroso, según indica Watson, Descartes llegó a negar algún dogma de la iglesia católica, como el del pecado original, dogma efectivamente absurdo e incompatible con el del supuesto amor y misericordia infinita de Dios y con algunos otros cuyo comentario no es éste el momento de realizar.
d) Otra muestra más de su mendacidad es la de su atrevimiento a la hora de explicar a la princesa Elisabeth de Bohemia la teoría aristotélica acerca de la felicidad de un modo erróneo, sin incidir en la idea esencial de la auténtica doctrina aristotélica, confiado, al parecer, en que la princesa no sabría nada de ella, y en que podría presumir de su "erudición" a este respecto. En este sentido, en su carta del 18 de agosto de 1645 le dice que para Aristóteles la felicidad "consta de todas las perfecciones tanto del cuerpo como del espíritu"[171] sin mencionar para nada la idea esencial aristotélica según la cual la felicidad consiste en la vida teorética, como actividad de la razón considerada como la esencia propia del hombre, siendo las demás perfecciones de que habló Descartes a la princesa sólo condiciones para tal ejercicio.
2.2.8.1. Ocultación de fuentes
Algo parecido, aunque no idéntico, a esa facilidad para mentir fue su tendencia a ocultar las diversas fuentes que le sirvieron de inspiración en algunos casos, tanto para la elaboración de su filosofía como de sus teorías científicas.
a) Así, por lo que se refiere al planteamiento de la proposición "cogito, ergo sum" como verdad absoluta, Descartes no hizo referencia alguna a Agustín de Hipona (s. IV-V) ni a Jean de Mirecourt (s. XIV), ni a Gómez Pereira, ni a su contemporáneo y "amigo" Jean Silhon, quienes ya la habían utilizado en sus obras en un sentido no muy alejado del que tuvo en los escritos cartesianos y que –por lo menos alguno de ellos- debió de ser conocido por el pensador francés.
b) Por lo que se refiere a la hipótesis del "genio maligno", tampoco hizo referencia a Guillermo de Ockham ni a Jean de Mirecourt, quienes ya la habían sugerido igualmente en el siglo XIV.
c) Así mismo y en relación con la utilización de la regla de la evidencia, tampoco mencionó a Guillermo de Ockham ni a Jean de Mirecourt, quienes también la habían utilizado, aunque desde una perspectiva más amplia que la que le dio Descartes y más ligada a la experiencia.
d) Igualmente y respecto al principio de inercia, tampoco mencionó ni a Guillermo de Ockham, ni a Galileo, ni a su amigo Beeckman, que ya habían intuido de un modo muy aproximado este principio, aunque dando los dos últimos al movimiento inercial un carácter circular y no rectilíneo, por lo que no alcanzaron comprensión y la precisión que logró Descartes en su enunciado de dicho principio.
e) Por lo que se refiere a su defensa del mecanicismo, tampoco mencionó al médico y filósofo español Gómez Pereira, quien ya defendió esa teoría en el siglo XVI aplicándola al mundo animal.
f) El uso del francés como lengua culta en su Discurso del método parecía una innovación original, pero ya Nicole d"Oresme la había utilizado en el siglo XIV, M. Montaigne había escrito sus Ensayos en francés en la segunda mitad del siglo XVI, y Pierre Charron la había utilizado en su obra Sobre la sabiduría, publicada en 1601.
g) Por lo que se refiere al uso de la máxima moral relacionada con seguir las leyes y costumbres del país en que uno se encuentre, tampoco mencionó a Pierre Charron, que ya antes había valorado positivamente esa adaptación a las costumbres de cada lugar. Se trata, por cierto, de una máxima que hasta cierto punto puede ser prudente, pero que llevada al extremo sería una muestra de cobardía, pues no por estar en una sociedad de caníbales habría que practicar el canibalismo, ni por estar entre nazis habría que perseguir a los judíos. Quizá Descartes la aplicó, por lo menos hasta cierto punto, a su propia vida en medio de una sociedad dominada por las supersticiones de la jerarquía católica, procurando no ser simplemente un católico más, sino aparecer como máximo paladín del catolicismo.
h) Y, finalmente, tampoco hizo referencia a la serie de "coincidencias", casi al pie de la letra, que había entre los proyectos esquemáticos del filósofo y médico español –o portugués- Francisco Sánchez, cuya obra escéptica Quod nihil scitur había aparecido en 1581, y los suyos, que, ciertamente, significaron un desarrollo de lo que en Francisco Sánchez, conocido como "el despertador de Descartes", fue un esquema de trabajo, tal como puede comprobarse en la parte correspondiente del presente estudio.
2.2.8.2. Tendencia a la fabulación
Como un aspecto complementario de la tendencia del pensador francés a la mentira hay que hacer referencia igualmente su tendencia a la fabulación, que aparece igualmente en diversos momentos a lo largo de su vida.
a) En este sentido hay que aludir a la probable fabulación de los sueños de 1919 en Alemania o al menos de una parte importante de sus contenidos tan detalladamente elaborados –de cuya elaboración el propio biógrafo A. Baillet podría ser igualmente responsable-, y a los que Descartes hizo referencia en el Discurso del Método, pues aunque el francés en ningún momento hizo mención del libro Las bodas químicas de Christian Rosenkreutz de Johan Valentín Andreae, esta obra había aparecido en 1616 y en ella hay una serie de detalles que coinciden de manera tan sorprendente con los de los "sueños" cartesianos que tal coincidencia lleva a pensar que en una importante medida tales visiones no fueron otra cosa que invenciones conscientes con las que fabricó sus "sueños" o los enriqueció de contenido para llamar la atención. En esos sueños, interpretados como una señal divina, se le presentaba la cuestión acerca de qué camino seguiría en la vida ("Quod vitae sectabor iter…"), como si fueran –al menos según la opinión de Baillet- una especie de llamada divina indicándole que debía dedicarla a la búsqueda de la Verdad.
Un argumento importante en apoyo de esta hipótesis es el de que habría sido muy incoherente y extraño que, si tales sueños en los que se le indicaba qué camino debía seguir en la vida hubieran sido reales y así los hubiera interpretado el pensador francés, no hubiera tomado de inmediato la correspondiente decisión de seguir el camino que en ellos se le mostraba, pues todavía tardó bastantes años en tomar una resolución en ese sentido, ya que, en primer lugar, todavía en 1625 –es decir, seis años después de los supuestos sueños- se planteaba si compraría o no el cargo de "comisionado general" de Châtellerault, lo cual le habría alejado definitivamente de aquella "llamada divina", supuestamente recibida en sus sueños; en segundo lugar, en el año 1628, teniendo ya 32 años, todavía se encontraba en Francia y, aunque había destacado como un extraordinario matemático, seguía sin tener claro a qué dedicaría su vida; y, en tercer lugar, en el año 1629, ya en Holanda, todavía se puso en contacto con J. Ferrier para animarle a asociarse con él a fin de construir una lente hiperbólica. Esta empresa, que no se llevó a cabo por la negativa inicial de Ferrier, tampoco representaba la respuesta adecuada a aquella supuesta llamada divina del año 1619, relacionada con la Filosofía y con la Ciencia, que en teoría debía haber recibido una respuesta inmediata en cuanto Descartes los hubiera considerado auténticamente significativos, no la recibió sino a finales del año 1629.
b) Igualmente y aunque en el Discurso del Método escribió de modo fabulador que se había alistado en los ejércitos mencionados con la intención de conocer la forma de pensar y las costumbres de los diversos pueblos, en realidad lo que había sucedido fue que, como consecuencia de haberse alistado como voluntario en el ejército, había llegado a conocer esas otras formas de pensar y esas otras costumbres de otros pueblos. Como ya se ha dicho, su alistamiento en el ejército parece haber tenido como explicación la relacionada con la simple frivolidad de haber considerado que tal ocupación era la más adecuada para un joven perteneciente a la nobleza, sin llegar a plantearse si las guerras en que habría podido participar estaban o no justificadas, guerras que además nada tenían que ver con la defensa de intereses franceses, pues, en el primer caso, se alistó en el ejercito holandés Mauricio de Nassau, y, en el segundo, en el de Maximiliano de Baviera, en guerra contra Federico V de Bohemia.
c) La unión de su tendencia a la fabulación junto a su ingenua megalomanía puede explicar igualmente sus delirios relacionados con la idea de que los jesuitas suprimiesen sus tradicionales libros de textos de carácter escolástico para sustituirlos por otros con su propia filosofía. Y esa misma unión de ambos aspectos de su personalidad explicaría también la facilidad con que el pensador francés llegó a afirmar que en sus escritos se explicaban todos los fenómenos de la Naturaleza o que en la Geometría había llegado tan lejos como la mente humana podía alcanzar o que iba a realizar unos estudios médicos tales que permitirían que la media de edad de la vida humana alcanzase los cien años.
Paradójicamente y a pesar de que afirmó haber escogido la soledad para dedicarse más enteramente a la búsqueda de la verdad, su vida en Holanda, a excepción del primer año, no se caracterizó por la tranquilidad y el trabajo silencioso, sino por todo lo contrario. Como señala Watson, sólo al principio Descartes procuró mantener en secreto su domicilio, pero no parece que lo hiciera por aquel supuesto afán de soledad, sino por el temor a ser perseguido por las autoridades religiosas como consecuencia de sus actividades en París durante los años anteriores o por algún suceso puntual desconocido que fuera el que desencadenase su precipitada marcha. Como ya se ha dicho, un año después de su partida y coincidiendo con la muerte de Bérulle, Descartes dejo de ocultarse y se trasladó a Amsterdam, lugar donde era perfectamente localizable; durante los años siguientes a la muerte de Bérulle asistió a diversas universidades holandesas, como la de Leiden en 1630; y antes de 1635 mantuvo relaciones con Helena Jans y tuvo una hija, lo cual, aunque muestra una faceta simplemente humana del pensador francés, no encaja con aquel supuesto interés por la soledad. Además, durante la serie de años pasados en Holanda se vio envuelto en diversas polémicas con diversos pensadores y científicos como Beeckman, Fermat, Beaugrand, Roberval, Petit, Hobbes, Gassendi y Voetius, polémicas que no debieron de contribuir precisamente a proporcionarle la tranquilidad ni la soledad que decía buscar.
2.2.9. Menosprecio hacia la mujer
Por lo que se refiere a la opinión de Descartes acerca de la mujer y a su relación con ellas hay que señalar que son el resultado de diferentes factores, sin que el de su egolatría, que parece haber influido mucho en las anteriores características de su personalidad, haya tenido aquí más que una importancia secundaria.
Descartes consideró que las mujeres en general estaban infradotadas desde el punto de vista intelectual –con la excepción de las pertenecientes a la "nobleza", como la princesa Elisabeth y la reina Cristina de Suecia, cuyo linaje compensaba con creces las deficiencias que hubieran podido tener por el hecho de ser mujeres-, de forma que no estaban capacitadas para la comprensión de las cuestiones filosóficas o teológicas, según lo expuso el pensador francés en una carta en la que, refiriéndose a determinados pensamientos relacionados con sus "demostraciones" de la existencia de Dios, dijo al padre Vatier:
"estos pensamientos no me han parecido apropiados para incluirlos en un libro [= Discurso del Método], en el que he querido que incluso las mujeres pudieran entender alguna cosa"[172].
La infravaloración intelectual de la mujer aparece en esta frase de modo inequívoco, pero no parece ser un punto de vista particular del filósofo francés sino su cómoda aceptación de un prejuicio de muy larga tradición, tanto bíblica como de la misma cultura griega, pues, a pesar de que Platón lo había superado en La República, Aristóteles volvió a asumirlo considerando a la mujer como una especie de varón imperfecto o inacabado. La ideología cristiana, con su doctrina de la mujer como la introductora del pecado, no hizo nada positivo para superarlo, y Pablo de Tarso, el llamado "apóstol de los gentiles", defendió ideas absurdas como la de que "la cabeza de la mujer es el varón"[173] y la de que, en cuanto la mujer fue creada por causa del varón, "debe llevar la mujer sobre su cabeza una señal de sujeción"[174]
De este modo, habiéndose educado y habiendo vivido en medio de un ambiente tan absurdamente machista como ése, lo difícil hubiera sido que Descartes hubiese podido llegar a tener acerca de la mujer un pensamiento distinto.
Por lo que se refiere de manera específica a su relación con las mujeres parece que el pensador francés pudo haber tenido una dificultad especial para tratar con ellas como consecuencia de diversos aspectos de su personalidad y de su aspecto físico poco agraciado, lo cual pudo haberle mantenido a cierta distancia del mundo femenino hasta el punto de que su dificultad para relacionarse con él pudo llevarle a plantear su trato con las mujeres como la del zorro de la fábula, que, aunque apetecía las uvas, al no poderlas coger, se conformó imaginando que no estaban maduras. En este sentido puede haber un fondo de verdad en la anécdota según la cual Descartes había comentado que nunca había conocido a ninguna mujer más hermosa que la verdad, aunque el motivo auténtico de una afirmación como ésa pudo encontrarse más bien en el hecho de que tuviera dificultades para relacionarse con el mundo femenino, al margen de que con el paso del tiempo hubiese sublimado hasta cierto punto sus inclinaciones, encauzándolas de manera más plena hacia el ámbito del conocimiento y al de la búsqueda del prestigio social. Quizá por ello, la única relación afectiva que le condujo a una relación sexual, al menos conocida, fue la que tuvo con Helena Jans, una sirvienta de uno de los domicilios holandeses en que estuvo hospedado, de la que tuvo una hija. La otra relación, la que tuvo con la princesa Elisabeth, fue meramente epistolar, y, dadas las diferencias, tanto de clase social como de edad, Descartes la aceptó en principio con gran satisfacción y sin plantearse siquiera la posibilidad de que su admiración y progresivo enamoramiento pudiera llegar a ser correspondido. Sin embargo, posteriormente se sintió tan atraído por ella en momentos tan delicados como lo fueron los que precedieron a su decisión de marchar a Suecia que se atrevió a comunicar su "afecto" a la princesa de manera evidente, aunque sin utilizar la palabra ritual más directa para nombrar ese sentimiento que no era otra que la de "amor". En esos momentos su enamoramiento era tan real que pudo con su orgullo y con su propia egolatría, hasta el punto de manifestar a la princesa que sería capaz de vivir en cualquier sitio con tal de estar a su lado y poder serle útil en cualquier cosa que pudiera necesitar. Así que, en este caso al menos, la anécdota acerca de la superioridad de la verdad sobre la mujer habría resultado falsa.
A continuación y por su importancia para comprender mejor la personalidad del pensador francés, se expone de un modo más extenso su relación con estas dos mujeres, que tuvieron una influencia especial su vida.
a) Helena Jans fue una sirvienta de una de las diversas casas holandesas en las que Descartes estuvo hospedado. De ella tuvo una hija en el año 1635 y eso lleva a pensar que debió de tener con ella cierta relación afectiva desde al menos el año anterior, aunque de esto parece que no han quedado apenas referencias. De su hija, Francine, sólo pudo disfrutar durante cinco años, entre 1635 y 1640, que parece que fueron especialmente importantes en la vida afectiva de Descartes. Se sabe que Francine fue bautizada en una iglesia protestante y que las relaciones con Helena no quedaron reducidas a las de tener una hija en común, sino que Descartes procuró que ella viviese cerca de él e incluso que trabajase de sirvienta en el mismo domicilio en el que él se hospedó por un tiempo. Sin embargo, su afecto no llegó a tener una intensidad tal que le llevase a casarse con ella, quizá porque las diferencias de clases entre ellos repercutieron en que para el pensador francés resultase poco menos que imposible la simple idea de presentarla en sociedad como "su mujer" o simplemente porque valorase más su propia posición y prestigio social que el mantenimiento de una relación que podía crearle problemas en la proyección social de su egolatría. En cualquier caso y aunque no parece que sus relaciones con Helena fueran mucho más lejos, llegó a existir una correspondencia escrita entre ellos. Los biógrafos de Descartes más conocidos no dicen nada de Helena Jans más allá del año 1640, pero, según la biografía escrita por Desmond M. Clarke, Helena se casó en 1644, Descartes actúo como testigo de su boda y le regaló una cantidad considerable de florines para que pudiera vivir con desahogo; posteriormente enviudó, se volvió a casar y tuvo tres hijos de su segundo marido[175]
¿Por qué los biógrafos silenciaron lo sucedido con Helena después de la muerte de Francine? Quizá porque en aquel siglo la mujer seguía teniendo un papel social tan irrelevante que ni siquiera se plantearon la pregunta de qué pudo sucederle después de la muerte de su hija; quizá porque entonces encontraban tan natural que Descartes se despreocupase de ella que ni siquiera sintieron la curiosidad de seguirle la pista; o quizá para así dejar libre a Descartes de cualquier responsabilidad moral ulterior relacionada con la suerte de Helena. En cualquier caso, parece que la indagación presentada por Desmond M. Clarke acerca de esta última parte de la vida de Helena Jans tiene una base sólida y ayuda a comprender mejor la personalidad de Descartes por lo que se refiere a su relación con la única mujer de quien tuvo una hija.
Pero, al margen de esta relación, lo que es evidente es que el amor más auténtico y apasionado de Descartes fue el que sintió por la princesa Elisabeth de Bohemia, que tenía 22 años menos que él, que conoció en el año 1642 y cuya relación epistolar mantuvo hasta su muerte. Su admiración hacia la princesa parece, como luego se verá, un enamoramiento inevitablemente sublimado, dadas las diferencias de clase social, de edad y de atractivo físico[176]que determinaban de manera casi inevitable que su relación sólo pudiera tener un carácter intelectual y "afectivo-paternal" por parte de Descartes hacia la princesa. Sin embargo en los últimos años de su relación el pensador francés no pudo seguir manteniendo reprimida la comunicación de su enamoramiento, tal como la expresa en su correspondencia con la princesa, en la que destacan diversos párrafos especialmente llamativos por la admiración y por el apasionado afecto, implícito y explícito, que reflejan, tal como puede verse en textos como el siguiente:
"El favor con que Vuestra Alteza me ha honrado haciéndome recibir sus órdenes por escrito es mayor de lo que jamás me hubiera atrevido a esperar; compensa mejor mis defectos que el favor que hubiera deseado con pasión, esto es, el de recibirlas de vuestros propios labios si hubiese tenido el honor de saludaros y ofreceros mis muy humildes servicios cuando estuve últimamente en La Haya. Pues hubiera tenido demasiadas maravillas que admirar al mismo tiempo; y viendo salir discursos más que humanos de un cuerpo tan semejante a los que los pintores dan a los ángeles, hubiese estado encantado del mismo modo que, me parece, deben estarlo los que llegando de la tierra acaban de entrar en el Cielo […]"[177].
Para una interpretación lo más correcta de algunas expresiones que aparecen en éste y en otros textos de las cartas de Descartes a la princesa tiene especial interés hacer referencia a una larga epístola que escribió a Chanut el 6 de febrero de 1647, en la que con la calculada finalidad de intimar con él y ganarse su amistad para que fuera su valedor ante la reina Cristina, le expresa unas reflexiones que parecen una confidencia impersonal de algo que muy probablemente le estaba sucediendo en su relación epistolar con la princesa. Escribe en este sentido:
"Cierto es también que ni los usos del habla ni la urbanidad permiten que digamos a quienes son de condición mucho más alta que la nuestra que nos inspiran amor, sino únicamente que los respetamos, los honramos, los estimamos y sentimos celosa devoción por servirlos. Y creo que ello se debe a que, cuando la amistad une a los hombres, puede considerarse que, hasta cierto punto, iguala a aquellos que la profesan de forma recíproca. Y, en consecuencia, si, al intentar ganarnos el amor de algún grande, le dijéramos que lo amamos, podría pensar que lo ofendemos al considerarnos su igual"[178].
Cualquiera que se fije en la correspondencia de Descartes con la princesa, podrá ver que en ella aparecen aquellas expresiones a las que acaba de referirse, utilizadas en lugar de las expresiones en que tales términos podrían ser sustituidos por la palabra "amor" y otras similares, adecuadas para expresar ese sentimiento.
Su relación con la princesa, inicialmente de carácter intelectual, se transformó muy pronto en un enamoramiento progresivo hacia ella, aunque intentó presentar este sentimiento como "respeto", "honra", "estima", "devoción" y "voluntad de servirla", términos que, como el propio Descartes señala en su carta a Chanut, serían una manera de expresar su amor sin que ella tuviera que darse por enterada, pero también utilizó frases elogiosas más explícitas relacionadas con su enamoramiento, como la que le dirige diciéndole:
"considero que Vuestra Alteza posee el alma más noble y elevada que me haya sido dado conocer"[179].
Parece evidente que la princesa Elisabeth no podía dejar de ser consciente del enamoramiento que las palabras de Descartes dejaban traslucir en estas cartas, y que tales sentimientos, lejos de molestarla, le agradaban hasta el punto de que en su respuesta a esta última carta quiso ser especialmente amable manifestándole cuánto necesitaba de su amistad, a la vez que sutilmente le señalaba los límites dentro de los cuales podía seguir recibiendo su afecto como expresión de tal amistad. En este sentido le dijo:
"Y aunque [los médicos] hubieran sido lo bastante sabios para sospechar la parte que correspondía al alma en los desórdenes de mi cuerpo, no me habría yo sincerado con ellos. Pero con vos lo hago sin escrúpulos, en la seguridad de que el candoroso relato de mis defectos no me privará de la amistad que me profesáis, sino que la acrecentará tanto más cuanto veréis, al percataros de ellos, cuán necesitada estoy de esa amistad"[180].
Estas palabras de la princesa debieron de provocar en Descartes angustiosos sentimientos contradictorios, pues, por una parte, la princesa le hablaba de amistad, pero, por otra, al utilizar la expresión "cuán necesitada estoy…" refiriéndola a esa amistad, la frase tenía su agridulce veneno, pues mientras es normal unir los conceptos de necesidad y amor, que es un sentimiento especialmente intenso, no lo es unir los conceptos de necesidad y amistad, que en la práctica al menos aparece como un sentimiento menos intenso que el del amor y, por ello mismo, pocas veces asociado con la intensidad que reflejaría la expresión utilizada por la princesa "cuán necesitada estoy de esa amistad". Si un varón –y posiblemente también una mujer- escribiese a otro expresándole cuán necesitado estaba de su amistad, seguramente eso sería un motivo suficiente para que el segundo sospechase acerca de cuáles eran los auténticos sentimientos del primero.
Parece, pues, que lo que la princesa le estaba diciendo a Descartes de modo tácito era que le hacía muy feliz sentirse tan querida por él, pero de modo expreso sólo lo mucho que necesitaba su amistad. Era su manera de mantener las distancias sin dejarlo marchar.
Como ejemplo de otro párrafo en el que de manera más explícita Descartes declara su amor por la princesa, puede verse el siguiente:
"nada me ocupa el pensamiento con más frecuencia que recordar los méritos de Vuestra Alteza y desearle tanto contento y felicidad como merece […] Pues nada hay en el mundo a lo que tanto aspire con más celosa devoción que a dar testimonio de que soy, en todo cuanto pueda, el más humilde y obediente servidor de Vuestra Alteza"[181].
Más adelante, en febrero de 1647, la princesa se despide con unas palabras especialmente amables y estas palabras parecen calar muy hondo en Descartes, quien le responderá con otras todavía más efusivas. En efecto, escribe la princesa:
"Le he prestado vuestros Principios [a un médico llamado Weis], y me ha prometido referirme las objeciones que tenga; si las tiene, y merecen la pena, os las enviaré para que podáis formaros un juicio de la capacidad del hombre que me ha parecido más sensato de entre los doctos de estos lugares, ya que es capaz de apreciar vuestros argumentos. Aunque no me cabe duda de que nadie lo será de estimaros más de lo que os estima vuestra muy devota amiga y servidora
ISABEL"[182].
Como puede observarse, la princesa utiliza aquí justamente ese mismo tipo de términos ("estima", "devota amiga", "servidora") que Descartes consideraba que se utilizaban cuando no era socialmente correcto mencionar la palabra "amor". No siendo consciente de hasta qué punto las palabras de la princesa podían tener o no un sentido cercano al tipo de sentimiento que él hubiera deseado, en su carta del mes siguiente le respondió:
"Sabiendo que está Vuestra Alteza satisfecha de hallarse en el lugar en que se halla, no me atrevo a hacer votos por su regreso, por más que me cueste mucho no desearlo, y muy especialmente ahora que me encuentro en La Haya […] Mas no me iré antes de dos meses, para poder tener antes el honor de recibir los mandatos de Vuestra Alteza, que tendrán siempre más poder sobre mi persona que cualquier otra cosa en el mundo"[183].
Y, finalmente, la carta en la que se advierte el enamoramiento apasionado de Descartes de un modo que difícilmente hubiera podido ser más claro sin utilizar la fórmula ritual empleada para la expresión de tal sentimiento es la ya citada en la primera parte de esta obra, de febrero de 1649, en la que el pensador francés le expresa que viviría feliz toda su vida en cualquier lugar en el que ella estuviera:
"…no hay lugar en el mundo, tan rudo y tan falto de comodidades, en el que no me considerase dichoso de pasar el resto de mis días, si Vuestra Alteza estuviera en él, y yo pudiera servirle de alguna manera"[184].
Es en verdad difícil encontrar una declaración de amor más evidente y clara, y, por ello mismo, resulta sorprendente que sólo algunos críticos hayan aceptado que Descartes estuviera enamorado de la princesa, mientras que otros han opinado que sólo se trataría de un "amor platónico", cuando lo único que tuvo de "platónico" fue que la princesa no tenía por él un sentimiento similar y por eso su relación no pudo ir más allá de aquella correspondencia escrita y de las ocasiones en que Descartes pudo contemplarla personalmente.
Por otra parte, una declaración como ésta, tan llena de intenso sentimiento, aunque estratégicamente colocada casi al final de la carta, tiene el interés añadido de que Descartes la escribe cuando la decisión de acudir a la corte sueca la tenía ya casi tomada, y es seguro que una insinuación en sentido contrario por parte de la princesa Elisabeth le hubiera determinado a cambiar de planes. Por eso, cuando los críticos se preguntan por los motivos de la marcha de Descartes a la corte sueca, además de hacer referencia a sus problemas económicos y a la hostilidad que le estaban manifestando los teólogos holandeses, habría que añadir su necesidad de escapar de esta situación en la que la tristeza y el sufrimiento por no sentirse correspondido por la princesa le llevaron a intentar un cambio radical en su vida que determinó incluso que al poco tiempo intentase desplazar sus sentimientos hacia la princesa por una ciega admiración hacia la reina Cristina. Pues, efectivamente, una vez en la corte sueca, sus sentimientos por la princesa se fueron enfriando, y, a partir de ese momento, al parecer con cierto despecho, en octubre de 1649 le escribió hablándole con admiración de las extraordinarias virtudes de la reina, destacando en ella además
"una dulzura de carácter y una bondad que fuerzan a todos aquéllos que tienen el honor de acercarse a ella a entregarse con devoción a su servicio"[185].
Le cuenta poco más adelante que, al preguntarle la reina por la princesa Elisabeth, le habló de lo que pensaba de ésta y aprovechó la ocasión para decirle que del mismo modo que no pensaba que la reina fuera a sentir celos por lo bien que le hablaba de la princesa, igualmente confiaba en que ella no sentiría celos por lo bien que le estaba hablando de la reina:
"no temí que sintiera envidia ["jalousie" en el original] alguna, de la misma forma que tengo la seguridad de que Vuestra Alteza tampoco puede sentirla porque le refiera sin rodeos lo que de esta reina opino"[186].
Parece que la intención con que escribió estas palabras pudo ser la de expresar a la princesa, aunque de forma velada, que había superado aquella dependencia afectiva tan absoluta que hasta entonces había sentido respecto a ella, pues había encontrado otra persona cuyos méritos eran similares o incluso superiores a los suyos. Pero, en cualquier caso, Descartes logró mantener una actitud de entereza ante la princesa, aunque cediendo un poco a la tentación de una pequeña venganza al referirse a la posibilidad de que la princesa pudiera sentir celos por la admiración que Descartes decía sentir hacia la reina Cristina. No obstante y a pesar de la expresión de tal admiración hacia la reina, hacia el final de la carta Descartes manifiesta a la princesa:
"Bien considerado, y aunque siento la mayor veneración por Su Majestad, no creo que haya nada que pueda retenerme en este país más allá del próximo verano"[187].
Por su parte, dos meses más tarde la princesa, que se había percatado de la intención de su enamorado admirador desengañado, lo único que hizo fue dejar claro que, por supuesto, no sentía celos de ninguna clase, sintiéndose quizá molesta porque se le hubiera ocurrido tal idea. En este sentido, le dijo:
"No creáis en forma alguna que tan halagüeña descripción [de la reina Cristina] me da motivo de celos"[188], dándole a entender con tales palabras que sus sentimientos hacia él no tenían nada que ver con el amor. Hacia el final de su carta y en referencia al comentario de Descartes de que creía que regresaría pronto de Suecia, la princesa aprovechó la ocasión para contestarle igualmente con cierta ironía:
"Creo […] que peco en contra de su servicio [a la reina] al congratularme sobremanera con la noticia de que la gran veneración que por ella sentís no os obligará a permanecer en Suecia. Si dejáis ese país este invierno, espero que lo hagáis en compañía del señor Kleist, pues así os será más fácil proporcionar la dicha de volver a veros a vuestra muy devota amiga y servidora
ISABEL"[189].
¿Qué sentido tenía esa petición de Descartes a la princesa de que no sintiera celos ["jalousie"] por su valoración tan positiva de la reina Cristina? ¿Qué sentido tenía también la aclaración de la princesa de que no sentía celos por esa descripción de las virtudes de la reina? Es evidente que un comentario de este tipo, realizado en una correspondencia entre dos personas entre las cuales sólo hubiera habido una simple relación de amistad –como, por ejemplo, entre Descartes y el padre Mersenne-, no habría requerido la precaución de que una de ellas pidiera a la otra que no sintiera celos por las alabanzas dirigidas a una tercera persona. Una petición de esa clase habría sido realmente insólita y sorprendente, pues la referencia a los celos surge normalmente cuando el comentario positivo acerca de una tercera persona –en este caso, acerca de otra mujer- se le hace a la persona con la que existe una relación afectiva de carácter exclusivista, como suele ser el de las relaciones amorosas entre parejas. Y ese sentimiento amoroso es el que había existido en Descartes respecto a la princesa Elisabeth, aunque sin un sentimiento recíproco por parte de ella. La princesa sentía con agrado el "amor cortés" de Descartes en cuanto éste no le exigiera a cambio de su amor sublimado un sentimiento similar, conformándose con un sentimiento de amistad mucho menos intenso. Descartes debía conformarse con expresarle su amor de manera más o menos encubierta o descubierta, que pudo disfrazar hasta cierto punto como cariño de padre y maestro, y tal relación le permitía contar al menos con la cariñosa amistad de la princesa. Pero ahí se encontraba el límite afectivo que ella ponía a sus relaciones con el filósofo.
Por otra parte, en la carta de respuesta de la princesa Elisabeth parece haber una burlona ironía cuando dice a Descartes: "Sin embargo, me siento culpable de un crimen contra su servicio [el de la reina], por estar muy contenta de que vuestra gran veneración por ella no os obligará a permanecer en Suecia"[190]. Es decir, que lo que de manera velada parece decirle es que esa veneración hacia la reina, anteriormente manifestada por Descartes, es algo fingida, en cuanto es incapaz de retenerle en la corte.
No obstante, a pesar de sus anteriores manifestaciones tan llenas de apasionado sentimiento hacia la princesa Elisabeth, se puede afirmar que Descartes concedió a la reina Cristina, al menos de manera idealizada, cuando todavía no la conocía en persona –ni conocía su lesbianismo o sus "costumbres varoniles"-, un afecto y una admiración similar al que había sentido por la princesa, aunque este sentimiento estuviera motivado por un espejismo momentáneo, provocado por el vacío producido en él como consecuencia de su decepción ante la falta de respuesta de la princesa a su declaración de amor, velada en apariencia, pero muy clara en realidad.
Ya se ha hablado de la debilidad que Descartes sentía hacia la "nobleza de sangre" y en este sentido parece cierto que la reina Cristina, seguramente por su pertenencia a la alta nobleza, pudo haber provocado en Descartes una admiración similar a la que le había causado la princesa Elisabeth, tal como puede verse cuando, en una carta a Chanut fechada cuatro días después de la escrita a Elisabeth hablándole de la reina Cristina y siendo Descartes casi con seguridad astutamente consciente de que Chanut no tardaría mucho en mostrar esa carta a la reina, le había dicho:
"creo que esta princesa [es decir, la reina Cristina] está hecha más a imagen y semejanza de Dios que el resto de los hombres"[191].
Y justo en esa misma fecha y en relación con la carta que la reina le había escrito, le respondió de un modo exageradamente fascinado –en la forma al menos-:
"Si una carta me hubiera llegado desde el cielo, y la hubiera visto descender de las nubes, no habría estado más sorprendido, ni la habría recibido con mayor respeto y veneración de los que he sentido al recibir aquella que vuestra majestad ha consentido escribirme"[192].
Párrafos como éste son, por otra parte, una clara prueba de que no era precisamente la reina la más interesada en la visita de Descartes sino que, por el contrario, fue Descartes el interesado en acudir a ella por los motivos antes indicados.
Por otra parte, la importancia de la relación entre Descartes y la princesa Elisabeth no tuvo un carácter exclusivamente afectivo sino que fue especialmente valiosa desde el punto de vista intelectual en cuanto fue un incentivo importante que impulsó al pensador francés a profundizar en el tratamiento de diversas cuestiones filosóficas como las que dieron lugar a la obra dedicada a ella, Los principios de la Filosofía, su escrito Las pasiones del alma, posteriormente ampliado para ofrecérselo a la reina Cristina, y al tratamiento de cuestiones filosóficas y teológicas en las que la princesa mostró especial interés, como la de la unión entre el alma y el cuerpo y como la del libre albedrío, al margen de que Descartes fuera incapaz de dar una respuesta acertada acerca de tales cuestiones.
b) Al margen de estas relaciones y por lo que se refiere a su valoración de la mujer, Descartes, como ya se ha dicho, se dejó llevar por el prejuicio tradicional que la consideraba como un ser infradotado desde el punto de vista intelectual.
Quizá esta misma valoración negativa de la capacidad intelectual de la mujer pudo influir en su admiración por la princesa Elisabeth, que habría sido una excepción extraordinaria, tanto por su capacidad intelectual, que era realmente excelente, como por su pertenencia a la nobleza, hecho que por sí mismo era para Descartes un valor muy importante. De hecho, por lo que se refiere a su admiración por la reina Cristina, en una gran medida estuvo inconscientemente provocada por su valoración de la nobleza en sí misma, admiración que en este caso le deslumbró hasta el punto de llegar a considerarla más próxima a la divinidad que a la humanidad, aunque también pudo haber sucedido que el interés de Descartes, más o menos consciente por conseguir recibir de ella un trato especialmente favorable, concediéndole un puesto en la corte o una pensión que le sirviera como solución de sus dificultades económicas, le hubiese conducido a expresar una intensidad de sentimiento mucho mayor que la que podía corresponderse con los valores objetivos de la reina.
Sin embargo, tal admiración se fue apagando muy pronto, a medida que Descartes comprendió que la reina le mantenía a distancia, sin permitirle el acceso libre a la corte y sólo en las escasas ocasiones en que a horas intempestivas de la noche llegó a recibirle para escuchar sus lecciones de filosofía.
Método y sistema
Para conseguir que la Filosofía se convirtiera en un conocimiento firme y seguro, superando su escasa o inadecuada fundamentación, las inconsistencias y los prejuicios observadas en la formación recibida en el colegio de La Flèche, pero también en una medida importante para superar las críticas de los escépticos del siglo XVI, Descartes comprendió que era necesario elaborar un método riguroso que le sirviera de guía en la búsqueda de la verdad. Complementariamente, juzgó que debía reconsiderar el valor de todos los "conocimientos" recibidos, poniéndolos en duda en cuanto no ofrecieran garantías absolutamente seguras acerca de su verdad. La misma aplicación de la duda a tales "conocimientos" representó ya una aplicación de la primera regla del método construido para este fin, método que, habiendo tenido una primera formulación en las Reglas para la dirección del espíritu, inspirada en las Matemáticas y escrita hacia el año 1628, quedó finalmente plasmado en el Discurso del método, escrito como prólogo de su obra El mundo, que dejó sin publicar a raíz de la condena de Galileo en el año 1633.
Mientras en las Reglas para la dirección del espíritu Descartes había enunciado veintiuna reglas, en el Discurso del método las redujo a cuatro. De ellas y con radical diferencia la más importante era la primera, la regla de la evidencia, pues, mientras las demás tenían un carácter auxiliar, como medios para alcanzar intuiciones evidentes, sólo la aplicación de la regla de la evidencia podía conducir a la intuición de auténticos conocimientos. Las reglas del método cartesiano estaban inspiradas en las Matemáticas, en donde le habían resultado especialmente útiles para resolver problemas de este tipo. La primera regla, la regla de la evidencia, era la que mostraba la verdad de una intuición, por la claridad y distinción con que aparecía a su mente, las demás reglas tenían un valor auxiliar y subordinado respecto a la primera, sirviendo de preparación para alcanzar las intuiciones evidentes, desmenuzando la complejidad de cualquier problema en sus partes más simples mediante la regla del análisis, ayudando a la razón, mediante la regla de la síntesis, en su deducción progresiva y segura de nuevos conocimientos evidentes a partir de conocimientos igualmente evidentes, y confirmando, mediante la regla de la enumeración, que todo el proceso se realizaba con absoluta corrección, realizando las enumeraciones, revisiones y pruebas necesarias para asegurar el valor de sus resultados.
La regla de la evidencia consistía en
"no admitir jamás cosa alguna como verdadera en tanto no la conociese con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender nada más en mis juicios que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda"[193].
Sin embargo, la utilización de la regla de la evidencia, que tan buenos resultados había dado al pensador francés en las Matemáticas, implicaba dificultades insuperables para ser aplicada a fin de garantizar la verdad de los conocimientos de carácter no matemático, pues mientras en las Matemáticas su aplicación iba unida de forma implícita o explícita al principio de contradicción, que era –como luego se verá- el que en definitiva podía confirmar el valor objetivo de la vivencia subjetiva de la evidencia, en el caso de las proposiciones relacionadas con las ciencias empíricas, la regla de la evidencia era insuficiente por lo mismo que lo era el principio de contradicción, en cuanto las proposiciones empíricas tenían un carácter meramente consistente, pero no necesario ni contradictorio por sí mismas. Es decir, tales proposiciones podían ser verdaderas o falsas, pero no en virtud de su propia estructura interna, como sucedía con las proposiciones matemáticas, sino en cuanto estuvieran de acuerdo o no con lo que sucedía en la realidad empírica; además, la propia evidencia era sólo una vivencia necesariamente subjetiva, por lo que no tenía sentido aplicarla como criterio de verdad objetiva. Es posible que la comprensión de este problema condujese a Descartes a tratar de fundamentar el valor de la propia evidencia a fin de llevar al límite la exigencia de seguridad respecto a su valor, en cuanto pudo llegar a ser consciente de que no podía afirmar de modo apriórico y seguro que la evidencia fuera un criterio suficiente para la obtención de conocimientos plenamente objetivos.
Su intento de justificación de esta regla fue un fracaso. Descartes había encontrado una primera verdad, "pienso, luego existo", y consideró que, en cuanto advertía que dicha verdad se le mostraba por la absoluta claridad y distinción con que aparecía a su mente, en adelante podría considerar igualmente como verdaderas todas las proposiciones que se le mostrasen con esa misma evidencia. En este punto Descartes fue incapaz de admitir que la verdad del cogito se fundamentaba en el principio de contradicción, que, por lo tanto, era un principio anterior al del cogito, y tampoco comprendió que dicho principio, aunque necesario, no era suficiente para fundamentar el valor de aquellos conocimientos que no tuvieran un valor simplemente analítico, como el de las Matemáticas, sino sintético, como el relacionado con la experiencia. Además, sus consideraciones acerca del cogito le condujeron al círculo vicioso de considerar que el cogito era verdadero por ser evidente a la vez que juzgaba que la regla de la evidencia quedaba fundamentada a partir del cogito.
Pero la incoherencia y la trivialidad de los planteamientos cartesianos no terminó aquí, pues, comprendiendo que la justificación de dicha regla dejaba mucho que desear, quiso darle el espaldarazo definitivo y para ello pretendió fundamentarla a partir de Dios, cayendo frívolamente en el nuevo vicioso según el cual primero se apoyaba en la regla de la evidencia para alcanzar la demostración de la existencia de Dios, y luego se apoyaba en la existencia de Dios para fundamentar la regla de la existencia a partir de ese Dios cuya veracidad debía impedir la aparición de evidencias a las que no les correspondiera verdad alguna.
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