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René Descartes, hijo póstumo del fideísmo medieval (página 10)


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No obstante y a fin de presentar el problema de la relación psicofísica de un modo más aceptable, el filósofo francés consideró igualmente que en realidad los movimientos conscientes no eran causados directamente por la res cogitans, pues lo único que ésta podía hacer era alterar la dirección de los movimientos del cuerpo, gracias a la relación existente entre el alma y el cuerpo a través de la glándula pineal. Pero esta explicación, como ya se ha indicado, fue un intento nada serio de presentar como solucionado un problema irresoluble, que simplemente se trasladaba al de tener que explicar la relación del alma con la glándula pineal. El problema, pues, permanecía irresoluble en cuanto se plantease a partir del prejuicio de que cuerpo y alma fueran dos sustancias radicalmente distintas.

En relación con esta cuestión tiene especial mencionar el punto de vista de la princesa Elisabeth de Bohemia, quien en 1643 escribió una carta al pensador francés en la que le planteaba el núcleo del problema de la interacción entre alma y cuerpo, rogándole que "me hagáis saber de qué forma puede el alma del hombre determinar a los espíritus del cuerpo para que realicen los actos voluntarios, siendo así que no es el alma sino substancia pensante"[311]. La respuesta de Descartes fue realmente significativa, pues conociendo la perspicacia de la princesa y, queriendo ser con ella menos frívolo que con el resto de la humanidad, lo único que se le ocurrió fue comparar mediante una especie de metáfora la relación entre el cuerpo y el alma con la existente entre un cuerpo y la fuerza de gravedad, considerando que del mismo modo que se sabe que

"tiene fuerza para desplazar el cuerpo que la alberga hacia el centro de la tierra [sin embargo] no suponemos que sea la consecuencia de un contacto real entre dos superficies"[312].

Esta comparación, sin embargo, era inadecuada –como no podía ser de otra manera-, a no ser que Descartes hubiera entendido que la gravedad, concepto especialmente complicado y difícil para la Física en aquellos tiempos, tenía una entidad similar a la de la res cogitans y que, por lo tanto fuera una misteriosa fuerza espiritual que arrastraba a los cuerpos hacia el centro de la Tierra, lo cual, por otra parte, habría conducido de nuevo a la pregunta por el mecanismo según el cual actuaba una fuerza como ésa.

En su respuesta a esta carta la princesa vuelve a centrarse en la cuestión central del problema y, hablando con sinceridad y sin complejos le dice muy acertadamente a su maestro: "confieso que me sería más fácil otorgar al alma materia y extensión que concederle a un ser inmaterial la capacidad de mover un cuerpo y de que éste lo mueva a él"[313].

A continuación de esta carta que de forma persistente le pide una explicación de lo inexplicable, Descartes responde dando síntomas de encontrarse perdido, sin saber qué responder, y, entre otras cosas, dice a la princesa:

"no me parece que la mente humana pueda concebir con claridad al tiempo la distinción entre el alma y el cuerpo y su unión, puesto que, para ello, es menester concebirlos, simultáneamente, como una sola cosa y como dos, y en ello hay contradicción […] Pero, puesto que Vuestra Alteza comenta que, no siendo el alma material, es más fácil atribuirle materia y extensión que capacidad para mover el cuerpo y que éste la mueva, le ruego que tenga a bien otorgar al alma sin reparos la materia y la extensión dichas, pues concebirla unida al cuerpo no es sino eso. Y tras haberlo concebido con claridad y haberlo sentido en su fuero interno, le será fácil pensar que esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en sí y que la extensión de esa materia es de naturaleza diferente a la extensión del pensamiento, porque aquélla reside en un lugar determinado y excluye de él la extensión de cualquier otro cuerpo, cosa que no acontece con ésta. Y, así, no podrá por menos Vuestra Alteza de volver a distinguir fácilmente el alma del cuerpo sin que sea óbice para ello el haber concebido su unión"[314].

Se trataba de una respuesta contradictoria o al menos máximamente confusa, en la que el pensador francés comienza reconociendo la imposibilidad de pensar a un mismo tiempo la realidad dual del hombre, en cuanto compuesto de cuerpo y alma, y su realidad unitaria, pues como el propio pensador reconoce, "en ello hay contradicción". Pero la confusión de las explicaciones del pensador francés es tal que es seguro que ni él mismo sabía qué quería decir con su enrevesado concepto de una "extensión del pensamiento", pues, en primer lugar, concede a la princesa que considere que el alma es material y extensa, al igual que el cuerpo. Pero a continuación y sin claridad de ninguna clase, le indica que "esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en sí y que la extensión de esa materia es de naturaleza diferente a la extensión del pensamiento", lo cual era conceder a la res cogitans una cualidad que pertenecía como esencia a la res extensa. En fin, se trataba de una respuesta ininteligible en cuanto hablaba de una "extensión del pensamiento", que, por muy diferente que fuera de la extensión de la materia, era realmente un concepto imposible de imaginar.

Además, resulta muy sintomático de lo incómodo que Descartes se encontraba al tratar de esta cuestión el hecho de que hacia la parte final de este escrito, bastante breve, por cierto, diga a la princesa que

"sería muy perjudicial tener el entendimiento ocupado en esa meditación con excesiva frecuencia"[315],

y que unas líneas más adelante se excuse de seguir tratando el tema diciéndole que

"una enojos noticia que acaba de llegarme de Utrecht, en donde me cita el magistrado para examinar lo que escribí acerca de uno de sus ministros, sin tener en cuenta que se trata de un hombre que me ha calumniado de forma indigna ni que lo que yo escribí acerca de él no es de pública notoriedad, me obliga a concluir aquí para dedicarme a arbitrar los medios de librarme lo antes posible de tan ingratos pleitos"[316].

Se trataba de excusa insólita, pues en relación con la princesa Descartes nunca se hubiera excusado de escribirle una carta más extensa para tratar de cualquier cuestión que hubiera sabido cómo tratar, por más problemas de cualquier otra índole que hubiera tenido. A la vez su excusa iba acompañada de la comunicación de un problema personal, cuyo significado podía ser el de desplazar una petición a la princesa en el sentido de que no le torturase con esas preguntas que no podían tener una respuesta coherente posible, comunicándole en su lugar que tenía graves problemas personales que le impedían alargar su carta.

Y ciertamente, con una respuesta tan confusa, a la que se añadía ese final en el que Descartes manifestaba de forma más o menos directa o indirecta su deseo de no seguir tratando esa cuestión, lo único que quería lograr es que la princesa desistiese de volverle a preguntar por temor a poner en evidencia la atrevida ignorancia de su mentor. Sin embargo, la princesa insistió en el planteamiento de sus dudas y en su siguiente carta del mes de mayo de ese mismo año llegó a decir a Descartes que "Aunque el pensamiento no precise de la extensión, tampoco es cosa que le repugne […] No me disculpo por confundir, lo mismo que el vulgo, la noción del alma con la del cuerpo; pero no por ello salgo de la primera duda"[317].

Sin embargo, su sabio amigo pasó a otro tema sin volver a hacer referencia a éste, como si la princesa no le hubiera vuelto a pedir explicaciones. Su silencio parece una muestra clara del reconocimiento de que no sabía que responder a estas objeciones. El respeto y la admiración que sentía por la princesa, así como el conocimiento de su agudeza a la hora de analizar lo que leía le impidieron seguir haciendo la comedia con que trataba de embaucar alegremente a la "sociedad culta" que le rodeaba, de manera que, en cuanto sus anteriores manifestaciones tan aparentemente eruditas y científicas en realidad no demostraban nada, lo mejor era guardar silencio.

Finalmente y por lo que se refiere a la consideración cartesiana del alma como la auténtica esencia del hombre aunque estuviera unida a un cuerpo, desde el punto de vista de la Ciencia habría que puntualizar, en primer lugar, que la utilización del concepto de "esencia" representa por sí mismo una concesión penosa a la metafísica aristotélica que en este punto ya había recibido críticas suficientemente serias y, en segundo lugar, que en cuanto Descartes pretendía referirse con el término "alma" a una sustancia inmaterial que sería el sujeto de los diversos procesos mentales y que, por definición, no podría ser objeto de ningún tipo de percepción sensible, ni la Ciencia ni la Filosofía pueden decir nada de ella en cuanto no puede ser ni racional ni empíricamente demostrada, por lo que el valor de la "evidencia intuitiva" cartesiana puede compararse en casos como éste, que no son pocos, a la de la idoneidad de cualquier espejismo para calmar la sed.

Por otra parte, aunque es fácil tomar conciencia de la diferencia existente entre los fenómenos físicos y los psíquicos, puede constatarse igualmente la existencia de una clara correspondencia entre unos y otros a nivel cerebral, tal como se observa desde la Neurología o desde la Fisiología cerebral. Por ello, la pretensión de que exista "el alma", como realidad con unas cualidades radicalmente heterogéneas con respecto a la realidad del cuerpo no parece ser otra cosa que un antiguo mito que condujo al olvido del carácter unitario del ser humano, introduciendo en él un componente mágico, ese "fantasma en la máquina" según la expresión de Gilbert Ryle. En este punto, al igual que en muchos otros, el uso inadecuado del lenguaje contribuye a mantener tales confusiones induciendo a imaginar que, más allá de cualquier término lingüístico, debe de existir una realidad que se corresponda con él, como sucede con los términos "alma", "nada", "Dios", "libre albedrío" y muchos otros para los que no existe un concepto consistente que vaya más allá de la confusa sugerencia de algo que no se sabe qué podría ser –si es que pudiera ser algo-.

5.2.3. La res cogitans y la libertad

Un problema de la libertad ocupó también bastantes páginas en la obra de Descartes, a pesar de que no dio soluciones nuevas y de que incurrió en los mismos errores de otros autores no llegando a comprender que el problema al que se enfrentaba era sólo un pseudo-problema, un problema meramente lingüístico.

El enfoque cartesiano del problema de la libertad estuvo lleno de incoherencias, dando soluciones superficiales para todos los gustos y entremezclando conceptos muy diversos de libertad, contradictorios entre sí en diversas ocasiones, como en las ocasiones en que aceptó la doctrina del intelectualismo socrático acerca del comportamiento humano, para negar su valor en otros momentos, siendo al parecer inconsciente de tales contradicciones derivadas de su tradicional frivolidad, e incoherente con las doctrinas que había defendido en otras ocasiones, como si fuera amnésico. Así, cuando intentaba hacer compatible la libertad humana con la omnipotencia divina incurría en contradicciones inevitables de las que sorprendería que no hubiera sido consciente si no fuera por la serie de ocasiones en que incurrió en contradicciones similares sin que al parecer llegase a percatarse. En alguna ocasión argumentó que la libertad era un fenómeno que no requería de demostración alguna, pues se intuía de manera directa. En este punto tenía razón, pues efectivamente tenemos conciencia de que en muchas ocasiones podemos hacer lo que queremos y en eso precisamente consiste la libertad. Sin embargo, la falacia que se suele producir en esos momentos consiste en que a partir de tal intuición se pretende que las acciones humanas no están sometidas a la necesidad que aflora como consecuencia de la suma de las tendencias, deseos y necesidades, conscientes e inconscientes, del ser humano en cuanto sus decisiones voluntarias están sometidas al determinismo de sus motivaciones, y, por ello, este concepto de libertad, en cuanto va unido al de necesidad, en ningún caso podría fundamentar los conceptos de responsabilidad, mérito y culpa o bondad y maldad de los actos humanos, conceptos aceptados por Descartes, como fiel lacayo de la jerarquía católica.

Gran parte de las contradicciones en que incurrió al tratar esta cuestión se relacionan, como ya se ha dicho, con su sorprendente frivolidad a la hora de utilizar el término libertad, que entendió de maneras muy diversas, como en especial las siguientes:

1) Como indiferencia, en cuanto la voluntad se decida por la consecución de un objetivo sin motivo alguno que le conduzca a preferirlo por encima de cualquier otro que el de su propia libertad. Tal concepto de libertad era equivalente al de una capacidad de autodeterminación de la voluntad para elegir sin sentir atracción alguna hacia el objetivo que eligiese. Descartes consideró esta forma de libertad como su expresión más baja al afirmar que se trataba de

"poderse determinar hacia cosas por las cuales tenemos una absoluta indiferencia"[318].

Ahora bien, considerar como libre esta forma de actuar es equívoco o erróneo en cuanto, desde el momento en que la voluntad no disponga de motivo alguno para dirigirse hacia un objetivo más que a otro, habría que considerar la decisión correspondiente como azarosa y no como libre. Pero, además, aunque en principio pueda imaginarse la hipótesis de una elección entre acciones indiferentes, en realidad no existe elección o decisión de la voluntad que no se produzca por algún motivo, por muy irracional o impulsivo que sea o por mínimo que sea el atractivo que impulse a elegirlo, pues en caso contrario, al no existir motivo alguno que provoque las decisiones de la voluntad, éstas ni siquiera se producirían o, en el caso de que pudieran producirse, sólo surgirían como un impulso ciego, concepto que también considera Descartes como una forma de libertad, según se indica a continuación.

2) Como voluntad en el sentido de simple impulso del alma sin relación con objetivo alguno que la determine.

En Las pasiones del alma Descartes se refiere a este concepto cuando entiende las "voluntades" como "emociones del alma" que "son causadas por ella misma" y, en consecuencia, sin que dependan de una realidad ajena:

"[Añado también que las pasiones] son motivadas, mantenidas y amplificadas por algún movimiento de los espíritus a fin de distinguirlas de nuestras voluntades, que podemos llamar emociones del alma que se refieren a ella, pero que son causadas por ella misma"[319].

Desde una perspectiva religiosa, muy lejos todavía de los planteamientos de Schopenhauer, Descartes se aproxima aquí a la intuición del voluntarismo del alemán, quien consideró que la esencia última de la realidad, no sólo del hombre sino del Universo en general, podía ser considerada como voluntad, una voluntad que no tendría su restrictivo sentido humano usual, que no surgiría como consecuencia de una intelección previa del bien y que, en consecuencia, convertiría la supuesta libertad –en su sentido de "libre albedrío"- en un espejismo en cuanto no fuera ese bien el que la determinase, sino una fuerza ciega determinante de los continuos cambios de la realidad en general y del ser humano en particular. Sin embargo, Descartes todavía se encuentra muy lejos de hablar de la voluntad como esencia última de la realidad, pues, encorsetado en las doctrinas católicas, la ve como una potencia divina de carácter absoluto y también como una potencia humana que capacita al hombre para generar sus propias decisiones con independencia del valor de los objetivos a los que tienda en cuanto impliquen la satisfacción de una necesidad. Y aquí es donde, en los momentos en que defiende un punto de vista semejante, el planteamiento cartesiano se convierte en irracional al no haber comprendido que el querer humano no es una potencia independiente que pueda tender hacia cualquier objetivo, sino que son éstos los que, en cuanto el ser humano los perciba, racional o irracionalmente, como satisfactorios de alguna necesidad, se convierten en determinantes de sus decisiones.

Schopenhauer defendió en el siglo XIX que la esencia última de la realidad estaba constituida por la voluntad, una voluntad ciega, inconsciente y anterior a toda racionalidad, presente tanto en el ser humano como en el resto de la naturaleza, llegando a considerar la misma fuerza de la gravedad como una manifestación de dicha voluntad en la Naturaleza. Un planteamiento bastante similar al de Schopenhauer fue el defendido por Nietzsche, quien, a propósito de tal concepto, le añadió la especificación voluntad "de poder", queriendo decir con ella que la voluntad tiende a un objetivo, que es el de la progresiva integración de fuerzas en unidades cada vez mayores, aunque esta finalidad parecía ser transitoria en cuanto a lo largo del tiempo, como también sucedía en la filosofía de Heráclito, todo se destruía de nuevo para dar lugar a una nueva y eterna repetición[320]

También Descartes se refiere a la voluntad y al querer como potencia esencial, pero no atribuida a la Naturaleza en general ni al hombre en particular, sino sólo referida al dios cristiano, que sería voluntad infinita no sometida a nada, ni siquiera al principio de contradicción ni a valores morales anteriores por los que debiera guiarse. Dios sería voluntad y libertad absoluta y creadora, y su querer sería el origen de todo ser y de todo valor. En una carta a la reina Cristina de Suecia le dice que la libertad del hombre es su cualidad más noble y la que más le hace asemejarse a Dios[321]y en Las pasiones del alma escribe:

"Pero la voluntad es por naturaleza tan libre que jamás puede ser constreñida; y [sus acciones] están en su poder absolutamente y sólo indirectamente pueden ser modificadas por el cuerpo"[322].

Sin embargo, esta forma de entender la voluntad humana no tendría nada que ver con la libertad en ninguna de las acepciones con que se utiliza este término, pues o bien se entiende como capacidad para realizar lo que se ha decidido, entendiendo a la vez que la propia decisión depende de objetivos que se le presentan de manera atractiva y que por lo tanto determinan a la voluntad en cuanto no haya otros objetivos que la motiven con mayor intensidad, o bien, desde una perspectiva mítico-religiosa se la intenta presentar como una absurda capacidad de elegir entre el bien y el mal, lo cual convertiría al hombre en un "agente moral", "responsable" de sus actos, "bueno" o "malo" según que sus elecciones "libres" se encaminasen hacia el primero o hacia el segundo, y "laudable" o "condenable" como consecuencia de lo anterior. En el caso del anterior punto de vista de Descartes habría que decir simplemente que cualquier decisión de la voluntad que no dependiera de nada más que de sí misma, sin objetivos que de algún modo la encauzasen, tal forma de decisión no debería recibir otro nombre que el de azar.

3) Desde otro punto de vista, Descartes entiende la libertad como sinónimo de espontaneidad, entendiendo que, cuanto mayores son los motivos que le inducen a obrar de un determinado modo, con mayor libertad actúa, ya que la voluntad no actúa en contra de sí misma sino en favor de aquello que apetece:

-"lo libre y espontáneo y voluntario son completamente lo mismo […] Me dirijo tanto más libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor facilidad e ímpetu"[323],

-"hacer libremente una cosa o hacerla gustosamente o bien hacerla voluntariamente no son más que una misma cosa. Y en este sentido he escrito que yo me inclinaba tanto más libremente a una cosa cuantas más razones me impulsaban"[324].

Esta forma de entender la libertad es acertada y, por ello, resulta perfectamente comprensible, pues se dice que uno actúa libremente no cuando obra sin motivo alguno sino cuando siente que actúa sin que nada le impida hacer lo que ha decidido y cuando sus decisiones se corresponden con sus motivos, necesidades o deseos. Tal concepto de libertad es el único coherente con la simultánea aceptación cartesiana del intelectualismo socrático, en las ocasiones en que tal aceptación se produce. Por ello, como luego se verá, al pensador francés se le plantea un problema cuando, desde la perspectiva de la jerarquía católica, cuyas bendiciones tanto le importaban, en ocasiones no le queda más remedio que negar la doctrina del intelectualismo socrático para defender otra más coherente con la ortodoxia católica y con sus ideas de responsabilidad, mérito y culpa, recompensa y castigo, entendidos en un sentido absoluto.

4) Como adhesión voluntaria, pero igualmente necesaria, al bien presentado por el entendimiento, doctrina determinista en la que consiste el intelectualismo socrático.

De acuerdo con el intelectualismo socrático, en diversas ocasiones Descartes entiende el comportamiento libre como aquel que viene guiado por el bien, tal y como lo presenta el entendimiento. En este sentido escribe:

-"como nuestra voluntad no se determina a seguir o a huir de nada sino en cuanto nuestro entendimiento se lo represente como bueno o malo, basta con juzgar bien para obrar bien y con juzgar lo mejor que se pueda para obrar también lo mejor que se pueda"[325].

-"Si yo conociera siempre claramente lo que es verdadero y bueno, jamás me tomaría el trabajo de deliberar acerca de qué juicio debiera formar y qué elección hacer, y de ese modo sería enteramente libre, sin ser jamás indiferente"[326].

-"si [lo malo] lo viéramos claramente nos sería imposible pecar mientras lo viéramos de esta manera; por esto se dice que omnis peccans est ignorans (todo el que peca ignora)"[327].

Acerca de esta nueva perspectiva tiene especial interés hacer referencia a una carta a Mersenne, como respuesta a otra de su amigo en la que éste juzgaba que el intelectualismo socrático, de carácter determinista, conduciría a la negación de la responsabilidad moral, en cuanto la voluntad siempre se vería forzada a actuar desde la consideración del bien. En dicha carta, de mayo de 1637, Descartes se defiende de la crítica de su amigo Mersenne amparándose en "la doctrina ordinaria de la escuela" según la cual

"la voluntad no se dirige hacia el mal sino en cuanto el entendimiento se lo representa bajo alguna razón de bien […] de manera que si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar en su elección"[328].

Pero, a continuación y con su frivolidad habitual, añadió a esta consideración acertada la de que el entendimiento presentaba a la voluntad "diversas cosas al mismo tiempo", de forma que los "espíritus débiles" llegarían a confundir el auténtico bien con otro de carácter inferior. Esta explicación, además de no ser original en absoluto, pues ya había sido adoptada por Tomás de Aquino cuando escribió "voluntas in nihil potest tendere nisi sub ratione boni, sed, quia bonum multiplex est, propter hoc non ex necessitate determinatur ad unum"[329] era asombrosamente simplista y desde luego no solucionaba el problema planteado por Mersenne, pues seguía dando una explicación determinista de los casos de comportamiento en los que sólo aparentemente se dejaba de actuar de acuerdo con la elección del bien mayor al indicar que la causa del error en la elección se encontraba no en la existencia de una libertad para elegir o dejar de elegir cualquier objetivo sino en que "los espíritus débiles" confundían el bien auténtico con otro. Pero lo que no dijo es que esa interpretación continuaba anclada en el determinismo, en cuanto era esa confusión lo que determinaba una elección equivocada, y, por ello, el ser humano no podía ser responsable de tales decisiones, ya que no eran el resultado de una decisión consciente de obrar mal sino la consecuencia de una simple confusión entre el bien auténtico y un bien inferior.

En este punto Descartes no llega a plantear ni de lejos las interesantes y acertadas explicaciones que ya Aristóteles había presentado dos mil años antes acerca del fenómeno de la akrasía en su Ética Nicomáquea. Es evidente, por otra parte, que el pensador francés no podía estar especialmente motivado para esta tarea, que le habría podido conducir a la defensa de un planteamiento determinista, teniendo en cuenta que el intelectualismo socrático, asumido por Aristóteles, implicaba que siempre se actuaba de acuerdo con el mayor bien y que los fenómenos de akrasía o falta de autodominio, que llevaban a actuar a partir de la confusión producida por la atracción del placer y en contra de lo mejor en un sentido más pleno, tenían una explicación psicológica según la cual lo que sucedía era que el último juicio práctico antes de la decisión era consecuencia no de un planteamiento estrictamente racional sino de otro en el que el deseo interfería de modo inevitable en las deliberaciones de la mente, de manera que la conclusión de dicho juicio dejaba de ser estrictamente racional en la medida en que el sujeto no se encontrase en posesión de la phrónesis o sabiduría práctica para no ser arrastrado por la búsqueda ciega del placer y para elegir así el bien más auténtico.

La presión psicológica procedente de su ámbito cultural y de su círculo de amistades clericales, entre las que gozaba de notable prestigio, las observaciones de su amigo el padre Mersenne y el temor del pensador francés a que la alta jerarquía católica pudiera condenar sus doctrinas debieron de conducirle a alejarse de estos planteamientos, neutralizando su defensa del intelectualismo socrático con una contradictoria crítica de esta misma doctrina por los motivos indicados y con la misma frivolidad de otras ocasiones. Así, en la carta a Mersenne a la que se ha hecho referencia dice lo siguiente:

"Usted rechaza lo que he dicho: que basta juzgar bien para actuar bien; y, sin embargo, me parece que la doctrina ordinaria de la escuela es que voluntas non fertur in malum, nisi quatenus ei sub aliqua ratione boni repraesentatur ab intellectu (la voluntad no se dirige hacia el mal sino en cuanto el entendimiento se lo presenta bajo alguna razón de bien) de donde procede este dicho: omnis peccans est ignorans (todo el que peca es ignorante); de manera que, si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar jamás en su elección. Pero a menudo se le representan diversas cosas al mismo tiempo; de donde procede el dicho video meliora proboque (veo lo mejor y lo apruebo) que es para los espíritus débiles…"[330].

Es decir, mientras Mersenne defiende la doctrina tradicional católica, que preserva la libertad de la voluntad frente a cualquier bien propuesto por el entendimiento, Descartes comienza por defender, de acuerdo con la tesis socrática, la total subordinación de la voluntad respecto al bien propuesto por el entendimiento, pero, cuando se da cuenta de que tal punto de vista podría ser criticado por su carácter determinista, entonces recurre a la misma solución adoptada por Tomás de Aquino según la cual, como los bienes presentados por el entendimiento a la voluntad son diversos, la voluntad puede equivocarse y no elegir necesariamente el bien mayor.

Y por ello, a fin de escapar a cualquier posible acusación por aceptar doctrinas contrarias a las de la ortodoxia católica, Descartes cita a Ovidio ("video meliora proboque, deteriora sequor"[331]) –igual que podía haber citado a Pablo de Tarso cuando escribió "no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero"[332]-. No obstante, su autodefensa podía haber sido objeto de réplica por parte de su amigo, quien podía haberle criticado que con su respuesta según la cual "si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar jamás en su elección" seguía afirmando la dependencia absoluta de la voluntad respecto al entendimiento -en cuanto si la voluntad elegía una determinada acción era porque el entendimiento se la había presentado como buena- y se mantenía instalado en el determinismo del intelectualismo socrático.

No obstante, esta defensa del intelectualismo socrático no estuvo acompañada en Descartes de una defensa explícita y coherente del determinismo –pues muy difícilmente habría podido ser de otra manera teniendo en cuenta su total sumisión a las doctrinas de la jerarquía católica, con su enorme poder político y social, y las creencias del círculo de sus amistades-, pero es evidente que la doctrina socrática implicaba un determinismo del bien, al margen de que, como consecuencia de su instinto especial para ocultarse aquellas cuestiones que pudieran plantearle problemas, el pensador francés tal vez no llegase a ser consciente de ello.

Por otra parte, aunque en ocasiones defendió a la vez el libre albedrío y el intelectualismo ético, conviene tener en cuenta que, mientras el intelectualismo ético tiene carácter determinista, el concepto de "libre albedrío", al margen de su carácter esencialmente confuso, va unido a la idea de que la voluntad humana no estaría sometida necesariamente a la elección del bien[333]y, por ello, implica la negación del intelectualismo socrático y la doctrina de que se puede elegir el mal a conciencia. Sin embargo, esta doctrina implica una contradicción en cuanto se entienda que los conceptos de bien y de mal no tienen un valor absoluto sino relativo, de manera que sólo adquiere sentido cuando se indica en relación con qué un determinado objeto puede ser considerado como alto, mayor, grande, bueno o malo-, lo cual equivale a decir que no existe algo así como el bien o el mal en sí, sino el bien y el mal como conceptos abstractos que hacen referencia a aquello que nos satisface o nos molesta, nos hace sentirnos dichosos o nos provoca malestar, y que en último término, tal como indicó Spinoza, con los conceptos de "bueno" y "malo" se hace referencia respectivamente a "aquello que se desea" o a "aquello hacia lo que se siente aversión". En este sentido el planteamiento aristotélico, al definir el bien como "aquello a lo que todo tiende"[334], era acertado, y, de acuerdo con tal definición, no era posible elegir el mal por el mal sino sólo en cuanto apareciera como bien.

Sin embargo, por lo que se refiere a la relación entre determinismo y libertad no sucede lo mismo, pues el concepto de libertad no está reñido con el de determinismo, ya que, aunque desde el determinismo socrático se defiende la relación necesaria entre la deliberación y la decisión[335]se sigue considerando que las acciones humanas necesarias son a la vez voluntarias, en cuanto proceden de la propia voluntad, y no son causadas por una realidad ajena a la del hombre, como Aristóteles acepta sin problemas y como Descartes acepta cuando no tiene en cuenta las consecuencias de tal doctrina, contrarias a las que se relacionan con el "libre albedrío", ni los ataques y condenas de todo tipo que podría haber recibido de la jerarquía católica, ni en general el desprecio en que podía convertirse el prestigio de que gozaba entre sus amistades del alto clero católico.

Es posible que por este motivo, cuando posteriormente, en mayo de 1644, escribió una carta al padre Mesland en la que trataba de esta cuestión, intentase profundizar en el tema para encontrar un argumento por el que pudiera defender a un tiempo el intelectualismo socrático y el "libre albedrío". En esta carta comienza por aceptar el intelectualismo socrático cuando dice que

"viendo muy claramente que una cosa nos es propia, es difícil, e incluso creo imposible, mientras se permanezca en este pensamiento, detener el curso de nuestro deseo"[336].

A continuación, trata de explicar por qué no siempre se elige el bien que "nos es propio" pretendiendo así introducir la libertad frente a tal bien. Sin embargo, su argumentación no escapa al determinismo, pues lo único que consigue es señalar la peculiaridad de la mente humana que le impide estar atenta de manera continuada a las razones que conducen a la voluntad a elegir determinada acción, de manera que por esa constante variación del pensamiento podría presentarse un nuevo juicio que condujese a una decisión distinta de la mejor:

"Pero puesto que la naturaleza del alma es tal que no puede estar más que un momento atenta a una misma cosa, tan pronto como nuestra atención se vuelve de las razones que nos hacen conocer que esta cosa nos es propia y que sólo retenemos en nuestra memoria que nos ha parecido deseable, podemos representar a nuestro espíritu alguna otra razón que nos haga dudar de ella y así suspender nuestro juicio e incluso también acaso formar uno contrario"[337].

Y, por ello, tal argumentación no implica una auténtica refutación del intelectualismo socrático que pudiese dejar libre el paso a una doctrina como la de que se pueda "elegir el mal voluntariamente", sino sólo a una explicación de alguna de las causas que podrían impedir que la voluntad se decidiese por el bien mayor, lo cual, aunque impediría que ésta estuviera determinada por dicho bien, no impediría que siguiera estando determinada por aquel bien secundario que apareciese con mayor atractivo ante la mente en el momento de la decisión. Sin embargo, aunque en esta carta el pensador francés sigue defendiendo el intelectualismo socrático, de manera incoherente y frívola, olvidando lo que había defendido en otras ocasiones, considera que se puede elegir el mal voluntariamente, tal como se muestra a continuación.

5) La libertad como capacidad de la voluntad para elegir o no elegir el bien presentado por el entendimiento.

En efecto, a pesar de estar en contradicción con su anterior defensa del intelectualismo socrático, puede observarse cómo en otros momentos, con su frivolidad habitual Descartes rechaza la doctrina socrática para defender la contraria con la mayor naturalidad del mundo, sin dar explicaciones acerca de los motivos de su cambio de perspectiva, como si hubiera olvidado la serie de momentos en que había defendido el planteamiento socrático. Así sucede, por ejemplo, cuando en otra carta al padre Mersenne, escrita cuatro años después de aquella en la que había defendido el intelectualismo socrático, le dice en contradicción con aquel punto de vista:

"siempre somos libres de no seguir un bien que nos es claramente conocido o de admitir una verdad evidente sólo con tal de que pensemos que es un bien testimoniar de ese modo la libertad de nuestro libre albedrío"[338].

Sin hacer una referencia directa al filósofo francés, aunque quizá teniéndola en cuenta, un planteamiento como éste fue posteriormente criticado con acierto por Hume cuando expuso que precisamente el deseo de mostrar "la libertad de nuestro arbitrio" se convertiría en tales casos en la causa determinante que conduciría a la elección de una acción diferente a la se habría elegido si ese deseo de demostrar la existencia del "libre albedrío" no hubiese interferido. Escribe Hume en este sentido: "La mayor parte de las veces experimentamos que nuestras acciones están sometidas a nuestra voluntad, y creemos experimentar también que la voluntad misma no está sometida a nada [pero] por caprichosa e irregular que sea la acción que podamos realizar, en cuanto el deseo de mostrar nuestra libertad sea el único motivo de nuestras acciones, nunca nos veremos libres de las ligaduras de la necesidad"[339].

Hume quiere llamar la atención acerca del hecho de que quienes defienden la doctrina del libre albedrío a partir de la experiencia de obrar desde la propia voluntad, sin que las acciones sean consecuencia de motivación alguna, pasan por alto que en esos casos el deseo de mostrar esa absurda libertad sería el motivo que les estaría determinando para actuar del modo según el cual lo hicieran. Téngase en cuenta, además, que la ausencia de motivos sólo podría salvar del determinismo en cuanto ninguna acción derivaría de una motivación anterior, pero no por ello conduciría al inefable reino del "libre albedrío", sino, todo lo más y en cuanto ello tuviera algún sentido, al del azar irracional.

En una afirmación similar, que se encuentra en una carta a Mesland (?), de 9 de febrero de 1645, Descartes proclama de nuevo de manera incomprensible y en contradicción con las ocasiones en que defiende la tesis socrática que

"la mayor libertad consiste […] en un uso mayor de aquel poder positivo que tenemos de seguir las cosas peores aunque veamos las mejores"[340].

Esta interpretación de la libertad, más acorde con la doctrina católica, según le había recordado su amigo Mersenne, es la que le permite defender la doctrina del "libre albedrío" como aquella forma de libertad por la que se podría elegir "libremente" entre lo bueno y lo malo, de forma que el hombre sería responsable de sus actos y éstos serían laudables o condenables, al margen de que, de acuerdo con Tomás de Aquino, Descartes aceptase igualmente la absurda doctrina de que la salvación o la condena del hombre no fueran consecuencia de sus actos sino de la predestinación divina. En este punto además, parece que, preocupado por las posibles censuras eclesiásticas, en su carta a Mersenne de mayo de 1637 ya se había defendido de posibles ataques, puntualizando que

"el actuar bien de que hablo no puede entenderse en términos de Teología, en donde se habla de la Gracia, sino solamente en términos de filosofía moral y natural, en donde no se considera de ningún modo esta gracia; de manera que no se me puede acusar por esto del error de los pelagianos"[341],

que defendían que el hombre se salvaba por sus méritos y no por la gracia divina. Sin embargo, aunque a través de estas palabras se curaba en salud ante cualquier posible represalia procedente de la jerarquía católica, Descartes aceptaba con su frivolidad acostumbrada la doctrina averroísta de la "doble verdad", una de carácter filosófico y otra de carácter teológico, al hacer referencia a la gracia divina, de manera que lo que desde una perspectiva era falso desde la otra podía ser verdadero y viceversa.

En una carta a la reina Cristina de Suecia y teniendo en cuenta que desde el protestantismo se hacía especial hincapié en la doctrina de la predestinación divina, claramente contraria a la del libre albedrío, Descartes quiso, al parecer, intensificar sus manifestaciones de fervor católico por lo que se refiere a la defensa del libre albedrío, proclamando que éste

"es de suyo la cosa más noble que pueda haber en nosotros, tanto que nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de estar sujetos a él y que, por consiguiente, su buen uso es el más grande de todos nuestros bienes"[342].

Puede observarse que en este texto Descartes casi llega a incurrir en un peligroso desliz teológico al afirmar que "el libre albedrío […] parece eximirnos de estar sujetos a él [= a Dios]". Por suerte o por cautela la expresión utilizada no fue muy precisa en el sentido de negar el poder divino sobre las decisiones de la voluntad humana y eso, junto con el hecho de que lo que escribía era una carta particular, le libró de la peligrosa acusación de la herejía consistente en negar la predeter-minación divina y la correspondiente subordinación de las decisiones humanas a la voluntad divina, tal como enseñó Tomás de Aquino.

Por otra parte y en relación con la carta a Mesland antes citada, lo que más sorprende de ella no es el punto de vista que defiende, contradictorio con el intelectualismo socrático, sino el hecho de que allí mismo y apenas unas cuantas líneas más abajo, el pensador francés no desaproveche la ocasión de abandonarse a una nueva contradicción al considerar, por una parte, que la mayor libertad consiste en poder elegir las cosas peores, mientras que sólo unas líneas más abajo había afirmado justamente lo contrario:

"me dirijo tanto más libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor facilidad e ímpetu"[343].

Pero, en coherencia con la moral católica Descartes no puede evitar tener que defender a continuación la responsabilidad del hombre en cuanto

"es el autor de sus acciones y se hace merecedor de elogio por ellas. Pues no se alaba a los autómatas porque realizan exactamente todos los movimientos para los que han sido fabricados, puesto que los hacen de un modo necesario, sino que se alaba a su constructor"[344].

En una consideración de esta clase es donde puede verse el alejamiento cartesiano del intelectualismo socrático, pues desde esta última doctrina es perfectamente compatible la defensa de la necesidad de las acciones voluntarias con la de su carácter libre ya que, si no hay obstáculos que lo impidan, las acciones proceden de la propia voluntad y en ese sentido son libres, mientras que se las debe considerar igualmente como necesarias en cuanto no tiene sentido considerar como posible que se pueda intentar hacer otra cosa que aquello que se desea, pues la propia decisión de hacer algo es lo que demuestra cuál es el mayor deseo en ese preciso instante de la decisión. Por este motivo, desde el intelectualismo socrático no tiene sentido hablar de responsabilidad ni de mérito ni de culpa, pues, siendo cierto que las actuaciones de cada uno son manifestaciones de su naturaleza, también lo es que nadie elige tener la naturaleza que tiene. Esa misma consideración fue la que llevó a Aristóteles a defender la doctrina socrática de modo explícito, así como a afirmar la total relación de causalidad entre la deliberación, la decisión y la elección material de lo decidido, afirmando en este sentido que "se elige lo que se ha decidido como resultado de la deliberación"[345].

6) La libertad como capacidad para elegir voluntariamente las acciones predeterminadas por Dios de modo necesario.

La tradición cristiana en general se había planteado desde hacía muchos siglos el problema de la compatibilidad entre la predeterminación divina y la libertad humana sin poder llegar a una solución ni mediante los planteamientos de Tomás de Aquino contra los de Orígenes, ni mediante los de Erasmo de Rotterdam contra Martín Lutero, ni mediante la discusión entre el dominico Domingo Báñez y el jesuita Luís de Molina, ni mediante las discusiones entre los calvinistas F. Gomar y J. Arminio a comienzos del siglo XVII en la Universidad de Leiden (Holanda), donde J. Arminio había defendido la doctrina del libre albedrío, mientras que F. Gomar había defendido la predeterminación divina sin que se llegase a una solución del problema, en cuanto los conceptos de predeterminación divina y libre albedrío del hombre eran realmente incompatibles, motivo por el cual mientras el papa Clemente VIII condenó como herética la solución de Molina, que defendía de manera especial la libertad humana, Pablo V aceptó que dominicos y jesuitas tuviesen sus respectivos puntos de vista, rechazando que pudiera considerarse herético cualquiera de ellos y considerando tal cuestión como un "misterio".

En este sentido y para comprender mejor la dificultad insuperable para solucionar este problema tiene interés reflejar los puntos de vista de Tomás de Aquino y de Orígenes, en cuanto representan los polos opuestos en el intento de encontrar una solución a esta cuestión.

Cuando Tomás de Aquino (1225-1274) trató el tema de la omnipotencia divina, a pesar de que hubiera deseado salvar también el libre albedrío humano, defendió un planteamiento absolutamente determinista y así, criticando a Orígenes (185-254), defendió la tesis de que Dios no sólo era la causa de la existencia de la voluntad humana como potencia, sino también la causa de las elecciones y decisiones concretas de dicha voluntad. En este sentido escribe: "Algunos, no entendiendo cómo Dios puede causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades [de la Biblia]. Y así decían que Dios causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en nosotros la potencia de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello […] De esto parece haber nacido la opinión de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las elecciones [de la voluntad], sino que se refiere a los sucesos exteriores […] Todo lo cual, en verdad, está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura. […] Luego no sólo recibimos de Dios la potencia de querer, sino también la operación"[346].

De esta manera, la perspectiva de Tomás de Aquino, aunque en teoría pretendía salvar tanto la omnipotencia divina como la libertad humana, conseguía salvar la primera, pero no la segunda, en cuanto las supuestas decisiones libres del hombre estarían predeterminadas por Dios.

edu.rededu.redInsistiendo en esta misma doctrina, Tomás de Aquino escribe poco más adelante: "Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer". Y en el capítulo siguiente concluye así: "Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina providencia"[347].

edu.redDesde una perspectiva contraria, sin embargo, el punto de vista de teólogos como Orígenes acerca del acto voluntario salvaba la libertad del hombre, pero no la omnipotencia divina en cuanto Orígenes consideraba que las decisiones humanas no estarían sometidas a la voluntad divina.

edu.rededu.redDescartes, aun sin tener especial interés en tratar esa oscura cuestión teológica y aunque avisa de que

"podemos enredarnos en grandes dificultades si intentáramos conciliar esta preordenación de Dios con la libertad de nuestro arbitrio y comprender simultáneamente una y la otra"[348],

se atreve a examinarla, y en Los Principios de la Filosofía defiende de modo explícito la doctrina católica, aceptando por fe que las acciones libres del hombre han sido preordenadas por Dios, aunque esto

"no lo comprendemos bastante [?][349] como para ver de qué mo-do deje indeterminadas las libres acciones de los hombres"[350].

Descartes se atreve a reconocer aquí que "no lo comprendemos bastante" y considera que sería absurdo que por el hecho de no comprender este misterio se dejase de aceptar algo que sí se comprende, como sería la existencia de Dios. Pero la verdad es que no sucede simplemente que no se comprenda de modo suficiente la compatibilidad entre el "libre albedrío" y la predeterminación divina de los actos humanos sino que se comprende perfectamente su carácter absurdo, y eso implica que, si se quiere ser coherente con tal comprensión, hay que rechazar todo lo que de algún modo se desprenda de ella, del mismo modo que en Lógica se considera falsa cualquier argumentación que concluya en una contradicción.

Sin proporcionar argumentos de ningún tipo Descartes siguió defendiendo esta misma doctrina de la teología cristiana en una carta del año 1645 a la princesa Elisabeth, en la que tuvo la osadía de decirle:

"todas las razones que prueban la existencia de Dios, y que él es la causa primera e inmutable de todos los efectos que no dependen del libre albedrío de los hombres, prueban de la misma manera, me parece, que él es también la causa de todos los que dependen de dicho albedrío. Pues sólo es posible demostrar que existe considerando que es un ser soberanamente perfecto; y no sería soberanamente perfecto si pudiera suceder cosa alguna en el mundo que no procediera de él[351]

Sin embargo, más adelante, en respuesta al problema que la princesa le había planteado respecto a esta cuestión, le escribió una nueva carta en la que defendió una tesis distinta, más próxima a la solución del jesuita Luís de Molina. Se trata de un texto especialmente importante porque a través de un ejemplo Descartes explica de un modo exhaustivo su intento infructuoso y absurdo de solucionar un problema que o bien él sabía que no tenía solución, en cuanto se trataba de una contradicción, y eso habría sido una prueba más de su mendacidad a la hora de aparentar conocerla, o bien no lo sabía y eso habría sido un indicio de su limitada capacidad para la comprensión de problemas que no tuvieran carácter meramente matemático o físico.

Por su interés para esclarecer esta cuestión se expone a continuación y de manera detallada el ejemplo utilizado por el pensador francés con un comentario crítico. Escribe Descartes:

"Si un rey que ha prohibido los duelos y que sabe con toda cer-teza que dos hidalgos de su reino, que viven en ciudades dife-rentes, están peleados y tan irritados uno contra el otro que nada podría impedir que se batieran si se encontraran; si este rey, digo, da a uno de ellos la orden de ir cierto día hacia la ciudad donde se halla el otro y también ordena a éste ir el mismo día hacia el lugar donde está el primero, sabe con toda seguridad que no dejarán de encontrarse y de batirse y, al hacerlo, de contravenir su prohibición, pero no por esto los obliga; y su conocimiento e incluso la voluntad que ha tenido para determinarlos de esta manera no impiden que se batan tan voluntaria y tan libremente […] y así pueden ser castigados justamente […]"; [Dios] "supo exactamente cuáles serían todas las inclinaciones de nuestra voluntad; es él mismo el que las puso en nosotros, también es él quien ha dispuesto todas las demás cosas que están fuera de nosotros [y] supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa; y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo. Y, como este rey, podemos distinguir dos diferentes grados de voluntad: uno por el cual ha querido que estos hidalgos se batieran […], y otro, por el cual no lo ha querido, ya que prohibió los duelos, del mismo modo los teólogos distinguen en Dios una voluntad absoluta e independiente por la cual quiere que todas las cosas sucedan como suceden, y otra que es relativa y que se relaciona con el mérito o demérito de los hombres por la cual quiere que se obedezcan sus leyes"[352] .

Hasta aquí la "genialidad" del autor francés para liar las cosas a fin de confundir a la princesa, pues resulta difícil aceptar que el "teólogo" francés no fuera consciente de que la cuestión que "pretendía" resolver era una simple contradicción. A la hora de la verdad era absurdo que pretendiera resolverla, pero la megalomanía, la jactancia y el deseo de obsequiar a la princesa eran demasiado fuertes y, por ello, tuvo la osadía de "aparentar" conocer la solución del "problema" en lugar de aceptar que se trataba de una contradicción -o al menos, según la jerga religiosa, de un "misterio"-. También hay que reconocer que este problema había sido objeto tradicional y reciente de diversas discusiones, como la de arminianos y gomaristas, y que, por ello mismo, el hecho de que Descartes intentase aportar su grano de arena a esta discusión podía ser comprensible hasta cierto punto. Sin embargo, su orgullo, su deseo de satisfacer las inquietudes intelectuales de la princesa y sus relaciones con el clero católico le llevaron a intentar encontrar una argumentación que explicase lo inexplicable, en lugar de optar por declarar humilde-mente a la princesa que su inteligencia no era tan alta como para expli-car una contradicción o que esa cuestión era un dogma de la fe católica, reconociendo así su propia incapacidad para dar razón de lo irracional.

El primer error en este ejemplo consiste en el propio ejemplo, en cuanto la comparación de un rey muy sabio con el dios cristiano es totalmente inadecuada, pues mientras el rey sólo podría saber –y sólo hasta cierto punto- qué harían sus hidalgos, el dios cristiano no sólo se le supone omnisciente sino además omnipotente, lo cual implica que no sólo conoce las acciones que los seres humanos han realizado, realizan y realizarán en el futuro, sino que él mismo les ha predeterminado para que quieran realizarlas, para que decidan realizarlas y para que las realicen. En efecto, si se dice en el ejemplo que el rey sabe que "nada podría impedir que [los hidalgos] se batieran si se encontraran", puede tener sentido afirmar que, aun así, el hecho de que se batan es libre y voluntario, aunque sólo en cuanto la sabiduría de ese rey no sería un obstáculo para que las decisiones de sus súbditos siguieran siendo voluntarias.

Sin embargo, Descartes, a pesar de que en otras ocasiones lo reco-noce, parece "olvidar" que el dios católico, además de tener la cualidad de la presciencia, tendría igualmente la de la predeterminación absoluta de todo. Por ello, lo más absurdo del planteamiento cartesiano es la afir-mación de que, habiéndose batido tales hidalgos, pueden "ser castigados con toda justicia". Es decir, parece incomprensible -y, por ello mismo, difícilmente creíble- que Descartes, constante defensor de la omnipo-tencia divina a la que nada podía escapar, no llegase a entender que, si el duelo tenía que producirse necesariamente, era absurdo considerar culpables a quienes sólo eran objeto pasivo de la necesidad de actuar de acuerdo con la predeterminación de sus actos "voluntarios", en cuanto esa misma "voluntariedad" habría sido programada por Dios.

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